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Otra vida. Eso le había dicho la señorita Luciana. Necesitas otra vida en la que nadie sepa quién eres, de quién o de qué eres hija. Maria no le había contado nada de lo sucedido, ni de lo que Bonaria y ella se habían dicho, pero había bastado una mirada atenta y profunda a los ojos verdes de la turinesa para que Maria se diese cuenta de que había sido la única persona del pueblo que ignoraba quién era de verdad Bonaria Urrai. En vano trataba de dominar el vacío de la traición súbita, que tan afín le parecía a la muerte, pero sin el consuelo de poder velar un cadáver querido y ninguna sepultura para poner límites de tierra al llanto que la ahogaba. Había vivido años con Bonaria convencida de que con sus dos nacimientos, el uno equivocado y el otro correcto, había alcanzado el punto de equilibrio, pero ahora las cuentas aparecían llenas de errores y tachones, y la dejaban una vez más fuera, como un sobrante.

Otra vida, le repetía Luciana Tellani con decisión, como si volver a nacer fuese fácil. Y sin embargo, resultaron palabras adecuadas; las maestras suelen tener alguna reservada para casos como éste: la posibilidad de determinar al menos uno de sus excesivos nacimientos podía convencer a Maria, más que cualquier otro estímulo, de marcharse con tanta rapidez.

Encontrarse en el mar entre Olbia y Génova, agarrada a la barandilla pegajosa de salitre de la cubierta del Tirrenia, la hizo sentirse fuerte, adulta, casi libre, sin la mirada ensombrecida que con frecuencia mantenían durante toda la vida quienes se veían obligados a emigrar para poder comer, personas en absoluto ansiosas de bautismos en que una misma pudiese escoger el nombre. La idea de empezar de nuevo en otro lugar, de cortarse el cordón en un momento preciso de la existencia elegido por ella, sin comadronas ni deudas aparentes, hizo que se sintiera como aquel día de muchos años atrás en el patio de Anna Teresa Listru, cuando bajo el limonero ya decidía sola con qué era mejor amasar los pasteles de barro. Durante el trayecto, se las ingenió para no dormir, ni siquiera una hora. Necesitó todo el tiempo para convertirse en acabadora de sus recuerdos y tratar los acontecimientos que la habían llevado a tomar aquella decisión como a personas a quienes permiten subir o no en el transbordador con destino al continente. Los anotó uno a uno mientras los recordaba para olvidarlos, y cuando llegó al puerto de Génova, bajó del barco más ligera, convencida de haber dejado en la otra tierra todo el lastre de sus heridas.

En la vivienda de Attilio y Marta Gentili, en el quinto piso de un edificio señorial del centro histórico de la ciudad, las paredes estaban pintadas de un blanco cremoso que nada tenía en común con los colores chillones de las casas de Soreni. Maria sólo había visto paredes tan blancas en el colegio y el hospital, y en parte por eso enseguida notó una sensación de incomodidad, un sutil malestar reforzado por la desenvoltura con que inmediatamente pasaron a tutearla. El salón donde la señora Gentili la hizo entrar antes de llamar a sus hijos era un dechado de amplitud, dominado por una gran lámpara de cristal ahumado cuyas piezas redondeadas, brillantes y biseladas colgaban del techo como un enorme racimo de caramelos chupados. En los pocos minutos que se quedó a solas, Maria dejó de fingir que no estaba impresionada por los techos altos y los ventanales modernistas que ocupaban una pared entera; incluso a las cuatro de la tarde, cuando hacía rato que el sol había pasado por encima, se podía intuir la explosión de luz que debía de detonar allí dentro las mañanas despejadas. En un intento de parecer desenvuelta, se sentó en el borde del sofá color crema, aunque permaneció envarada a causa de la ostentación de tantos espacios injustificados, que sin duda serían imposibles de caldear con la pequeña chimenea de mármol situada junto a la puerta. Pero se alegró de poder levantarse cuando hicieron entrar a los hijos de los Gentili, sin ninguna conciencia de que su figura delgada, con el abrigo verde botella todavía puesto, se les antojó a los niños un desgarrón en la tapicería. Con cierta solemnidad, Piergiorgio y Anna Gloria precedían a su madre cogidos de la mano, vestidos exactamente igual para crear la ilusión de una semejanza gemelar. Maria les dirigió una incipiente sonrisa, pero Piergiorgio —que ya sabía reconocer la diferencia sutil entre ser y fingir ser— se limitó a mirarla con el orgullo torpe de sus quince años, sin hacer ademán ni por un instante de soltar la mano de su hermanita.

—Niños, ésta es Maria…

El amplio ademán con el que la señora la señaló hizo que Maria se sintiese una propiedad adquirida como parte del mobiliario, lo que secretamente la irritó, pero cuando vio que la actitud de Marta Gentili se extendía también a sus hijos comprendió que expresaba simplemente su personal visión del mundo.

—Y éstos son mis hijos, querida. No te dejes engañar por su aire angelical, son auténticos terremotos. ¡Sobre todo Piergiorgio!

Maria sonrió, condescendiente, aunque no le parecía que hubiera nada precisamente angelical en aquellos dos. Guapos, sí lo eran. Ambos lucían esa tonalidad indefinida de rubio que tiende a oscurecerse con la edad, pero, mientras que Anna Gloria había heredado de su madre una piel clara como de muñeca de porcelana, Piergiorgio tenía una insólita tez dorada de marino cuya sugerencia de tibieza sólo llegaba hasta el borde azul de sus fríos ojos. Los hermanos mostraban la altivez de quienes han nacido ricos, casi parecía que desde hacía mucho tiempo no quedaba entre ellos lugar para las frágiles debilidades de la infancia. A un ojo atento, sin embargo, los pequeños nudillos emblanquecidos por efecto de la presión de sus manos le habrían hecho intuir que las cosas no eran como parecían. Maria, que no se caracterizaba por su falta de atención, supo de manera instintiva mientras los observaba que aquel trabajo no sería tan fácil como se lo habían presentado, pero podía resultar, con diferencia, más interesante.

* * *

Como preveía el acuerdo según el cual había sido contratada, Maria pasaba con los niños todo el tiempo que no estaban en el colegio, vigilándolos cuando jugaban y hacían los deberes con independencia del hecho de que sus padres se encontraran o no en casa. Le asignaron el cuarto amarillo, una pequeña habitación situada entre las dos más amplias reservadas a los hermanos, y la circunstancia de que comunicara con ambas le hizo pensar que probablemente había sido concebida como una especie de vestidor para la ropa que en el futuro, cuando ya no hubiera necesidad de niñera, los dos hermanos podrían compartir.

Lo primero a lo que tuvo que enfrentarse fue al hecho de que los hijos de los Gentili jamás salían de casa para jugar con otros niños. Es cierto que aquella vivienda carecía de patio, pero la calle en la que vivían estaba muy cerca del gran parque del Valentino y de los bulevares arbolados que se extendían junto al Po, un lugar fascinante donde la cantidad de tentaciones potencialmente mortales era tal que podía poner loco de contento a cualquier niño. Sin embargo, respecto a ese punto Marta Gentili se mostró tajante: Anna Gloria y Piergiorgio sólo salían con ella y con su padre. Jugar fuera sin los progenitores quedaba totalmente descartado, de tal manera que Maria se dio cuenta muy pronto de que parte de su labor consistía justo en garantizar que eso jamás ocurriera. En realidad no era una orden difícil de respetar, porque Piergiorgio no manifestaba ningún deseo de salir y Anna Gloria, aunque más inquieta, de momento parecía satisfecha con los muchos y atractivos juegos de que ambos disponían. Maria, en cambio, en las pocas horas libres que le quedaban, paseaba sola por las calles siempre que podía, cauta pero llena de curiosidad por la gran ciudad. La señora Gentili le había explicado la extraña historia de las calles en ángulo recto de Turín, como si hubieran sido trazadas antes que los lugares a los que tendrían que conducir; la idea de que los turineses hubieran decidido primero el trayecto, y sólo en un momento posterior se hubieran dedicado a erigir como meta las casas, las plazas y los edificios, le parecía tan ilógica que en las primeras cartas a sus hermanas la contaba una y otra vez como si fuese una divertida novedad. Aquel orden milimétrico chocaba con su sentido común, pues estaba convencida de que la manera idónea de que nacieran las calles sólo podía ser la de Soreni, cuyas vías habían emergido de las propias viviendas como restos de costura, recortes, retales torcidos, sacadas una a una de los espacios casualmente supervivientes del surgir irregular de las casas, que se mantenían en pie una a otra como viejos borrachos después de las fiestas patronales. Marta Gentili le había explicado que el repetitivo trazado urbano de Turín respondía a exigencias de seguridad, porque una ciudad regia no debía ofrecer a los rebeldes ni a los enemigos ningún recoveco donde esconderse, lo cual no hizo sino reforzar en la joven sarda la idea de que todas las cosas en apariencia demasiado lineales no eran más que un reconocimiento de debilidad: nadie se tomaría la molestia de trazar calles tan rectas si no estuviera muy asustado.

Con todo, le gustaba caminar sin rumbo fijo por delante de los elegantes portales, mirando los escaparates donde se exponían golosinas recubiertas de chocolate o vestidos confeccionados en serie que vestían maniquíes con calculada solemnidad. Se paraba ante las tiendas de ropa y estudiaba las prendas con el ojo crítico de la modista, buscando el dobladillo mal cosido o la solapa realizada con poco esmero, y sonreía con satisfacción cuando al otro lado del cristal adivinaba el defecto, como si se tratara de una venganza personal. En esos momentos solía pensar en Bonaria Urrai, pero durante el resto del tiempo todos sus esfuerzos se orientaban a la delicada operación de borrado iniciada en el barco y de la que aquellos paseos constituían una parte fundamental. Lo único con lo que no conseguía familiarizarse era con el tremendo frío turinés, que no era una simple temperatura baja —eso ya lo había sufrido con anterioridad—, sino un aire tan gélido que para resistirlo era necesario incluso dosificar su entrada en los pulmones. El frío amenazó seriamente con comprometer su gusto por los paseos, porque al cabo de unos minutos penetraba en su abrigo de paño, llegando a acuchillarla hasta los huesos pese al ritmo sostenido de su marcha.

Las primeras veces, Maria volvía a casa con los músculos rígidos y el estómago contraído, y necesitaba al menos una hora para que remitiera el dolor de cabeza que le ceñía la frente como un cordón. Aunque incapaz de comprender cómo podían sobrevivir los turineses a aquel rigor, la idea de renunciar a salir le resultaba tan odiosa como una rendición sin combate. La tercera vez que había vuelto a casa agarrotada decidió equiparse: tras pedir permiso a Marta Gentili, cogía del revistero del salón los periódicos que el señor Gentili ya había leído y luego, a escondidas, iba a su cuarto para colocarse las hojas a la altura del pecho, la espalda y la barriga, antes de ponerse el abrigo verde y salir a la calle. Entre aquel crujir sofocado de papel impreso, le parecía que el frío tenía más dificultades para colarse, y ese modesto secreto la acompañó durante todo el invierno con la afortunada complicidad de la soledad: si hubiera tenido una amiga con quien compartir aquellos paseos, habría sido difícil explicarle, quizá sentadas en la salita de un bar, por qué prefería tomarse el chocolate caliente con el abrigo puesto y en todo momento abrochado. Pero Maria se cuidó mucho de hacer amistades. Como contrapartida, Attilio Gentili estuvo siempre convencido de que la niñera de sus hijos era una apasionada lectora de los sucesos de actualidad, lo cual no dejaba de causarle cierto agrado.

Ocuparse de Anna Gloria no fue, como había temido al principio, complicado, quizá porque, intuyendo el carácter desconfiado de la niña, como el de ella misma a su edad, nunca cometió el error de tratar de conquistarla con halagos a los que la pequeña sin duda estaba más que acostumbrada. Aburrida de los juguetes que la rodeaban, su retraimiento instintivo cedió a la curiosidad y el entusiasmo por los trabalenguas y los juegos de palabras en que Maria era una maestra. Juntas llenaban el salón de risas y pronunciaciones graciosas, cuando la niñera sarda, con el puño cerrado, iba levantando uno a uno los dedos de la mano de la niña, contando en verso su historia preferida:

Custu est su procu, custu dd’at mottu, custu dd’at cottu, custu si dd’at pappau et custu… —Al llegar ahí agitaba enloquecidamente el meñique, haciéndola reír a carcajadas—. Mischineddu! No ndi nd’est abarrau!

—¡No entiendo nada! —protestaba la pequeña cuando se recuperaba de la hilaridad que la extraña sonoridad de las palabras le causaba.

—No lo entiendes porque nunca has visto cómo acaba un cerdito en una familia de cuatro hijos.

—¿Y cómo acaba?

Entonces Anna Gloria le tendía el puño, deseosa de repetir el ritual. Maria se acercaba de nuevo con aire de complicidad, le cogía la mano y levantaba los dedos por orden, empezando por el pequeño pulgar.

—Éste es el cerdito, éste lo ha matado, éste lo ha cocinado, éste se lo ha zampado, y a éste… —Y moviendo el meñique como una campanilla, exclamaba—: ¡Pobrecillo! ¡Nada le ha quedado!

La joven le enseñó otros muchos juegos, tanto en italiano como en sardo, que la pequeña recitaba a menudo de forma imprevista con una habilidad tal que dejaba atónitos a sus padres, a quienes les parecía milagroso aquel simple vislumbre de disciplina. Gracias a esa artimaña, al cabo de tres semanas de trabalenguas, Anna Gloria y ella podían considerarse, si no amigas, por lo menos cómplices, lo que permitió a Maria ejercer un poco de control sobre el carácter rebelde y consentido de la niña.

Piergiorgio Gentili, en cambio, era harina de otro costal. Desde el principio, el muchacho no dio pie a confianzas, y a pesar de que siempre se mostraba como mínimo cortés, cada uno de sus gestos y palabras le parecía a Maria dirigido con precisión a reforzar una distancia hostil. Él observaba con fastidio mal disimulado las ocasiones de familiaridad que su hermanita iba concediendo a la muchacha sarda, y cuando ambas se divertían juntas, se sentaba en un rincón de la habitación para observarlas de reojo, a distancia segura del potencial contagio de ese nuevo lazo. Dotado de una elegancia natural y muy alto para sus quince años, Piergiorgio nada tenía de la cómica torpeza adolescente que Maria había conocido en Andría Bastíu; pese a las señales evidentes lanzadas por una virilidad en desarrollo y que luchaba en él para apropiarse de los ámbitos de la infancia, en la mirada taciturna de aquel joven había algo ya concluido que la desconcertaba y la hacía mostrarse cautelosa.

El día que Maria comprendió lo que ocultaba aquel comportamiento era otoño en Turín, Piergiorgio había cumplido dieciséis años, su hermana once, y ella trabajaba en casa de los Gentili desde hacía un año y diez meses, durante los cuales había mentido a sus hermanas asegurándoles en las cartas que era feliz, que todos la trataban como a una hija y que no quería regresar. De vez en cuando, Regina le daba como de pasada noticias de Bonaria, que al parecer padecía los achaques naturales de la edad, pero Maria siempre se saltaba los pasajes referidos a la anciana modista.

—¿Por qué no vamos al Valentino? Hace un día precioso.

Con aquella propuesta realizada con fingida naturalidad, Anna Gloria rompió la concentración requerida por la traducción de latín en que se hallaba enfrascado su hermano, mientras que Maria levantó atónita la cabeza de la pasamanería que estaba aplicando en el borde de una falda. Attilio y Marta Gentili habían ido a casa de los Remotti en Le Langhe, como hacían a menudo, y no volverían hasta el día siguiente.

—No —respondió Piergiorgio en un tono que no auguraba ninguna explicación.

—¿Por qué no? Nunca salimos, siempre estamos en casa, o en el colegio, y vamos hasta allí en coche. Jamás paseamos, y yo me aburro mortalmente… —Anna Gloria se volvió hacia Maria buscando apoyo—. ¿Qué te parece?

Piergiorgio miró a Maria un instante, como para disuadirla de responder, y dijo:

—¿Desde cuándo es Maria quien manda?

—¿Y quién manda entonces? ¿Tú? —lo desafió su hermana con terquedad.

—Mandan mamá y papá, y sabes muy bien que no quieren.

—No querían cuando éramos pequeños, pero ya somos mayores. Y además iremos con Maria…

Anna Gloria no parecía dispuesta a rendirse. Seguramente había estado días preparando aquel plan, y Piergiorgio debió de intuirlo de algún modo, porque se levantó y salvó en tres zancadas la distancia que lo separaba de su hermana.

—Tú eres todavía pequeña y yo no tengo ganas de salir. Así que nos quedamos en casa. Me parece que está claro, ¿no?

La chiquilla calló, aguantando la mirada de aquellos ojos idénticos a los suyos sin dejarse intimidar. La impotencia la enfurecía, pero no abrió la boca.

—Bien —concluyó él, satisfecho de aquel silencio.

Después de lo que a todas luces había que considerar el final de la conversación, Piergiorgio volvió a sentarse a su escritorio sin que nada en sus movimientos o su mirada hubiera incluido a Maria, ni siquiera por error. La niña se levantó de repente y dejó caer al suelo el libro de geografía con deliberada brusquedad. Tras dirigir a la muchacha sarda una mirada resentida, salió a paso rápido de la habitación y cerró a su espalda de un portazo, lo que provocó un ruido seco e hizo temblar el reloj de madera colgado de la pared. Como si estuviera sordo, Piergiorgio no hizo siquiera ademán de alzar la vista del cuaderno de latín. Apenas diez minutos más tarde, ambos oyeron correr el agua de la ducha. Maria no se alteró; estaba acostumbrada a los estallidos de ira entre ambos, tan rápidos en producirse como en pasar, pero más frecuentes conforme Anna Gloria crecía y su carácter rebelde toleraba cada vez menos la autoridad antes no cuestionada de su hermano. Piergiorgio mostraba indiferencia después de aquellas peleas, pero Maria lo conocía lo suficiente para darse cuenta de que, en realidad, el distanciamiento de su hermana lo cogía sin defensas. Respetaba aquel secreto conocimiento, consciente de que el juego recíproco de ficciones era lo más similar a una complicidad posible entre ellos. Sin embargo, veinte minutos más tarde el agua no había parado de correr, de modo que Piergiorgio al fin levantó la cabeza de los libros y miró a Maria con aire interrogativo.

—Sí que le cuesta ducharse…

La joven rompió el hilo anudado de la labor antes de dejar la falda sobre la cama para levantarse e ir a ver. La puerta del baño no estaba cerrada con pestillo y cuando, después de llamar en vano, entró, descubrió que el agua caía copiosamente sobre el plato de la ducha vacía. En unos segundos comprendió que Anna Gloria ni siquiera se había metido en la cabina.

—¡No está! —gritó.

Cuando volvió a la habitación con paso alarmado, Piergiorgio Gentili ya estaba poniéndose el abrigo, nervioso. Había cogido del taquillón las llaves de casa y se disponía a salir sin preocuparse de si ella lo seguía.