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Durante algún tiempo Maria creyó que la tía Bonaria era modista. Cosía muchas horas seguidas y una habitación de la casa estaba siempre llena de retales y piezas de tela. Las mujeres acudían a que les tomara medidas para faldas y pañuelos, y a veces también los hombres para que les confeccionara pantalones y camisas de vestir. La tía Bonaria no hacía pasar a los hombres a la habitación de las telas, sino que los recibía en el salón, donde tenían que quedarse quietos de pie. De rodillas, con el metro de piel en la mano, ella se movía ágilmente como una araña hembra, tejiendo en torno a aquellas presas inmóviles una misteriosa telaraña de medidas.

Las mujeres hablaban de buen grado durante las mediciones, incluso de cosas personales a través de las de los otros. Los hombres, en cambio, callaban, taciturnos y como desnudos ante aquella mirada precisa. Maria observaba y preguntaba.

—A los hombres les da vergüenza que les tomen medidas porque usted es una mujer, ¿verdad?

Bonaria Urrai le dirigió una mirada picara, rara de ver en la tela destramada de su rostro severo.

—¡Qué va, Mariedda! Los hombres tienen miedo, no vergüenza. ¡Saben muy bien que conmigo no tienen opción! —Y reía en silencio, sacudiendo con fuerza la tela para estirarla.

Con miedo o sin él, llegaban también clientes de fuera, hasta de Illamari y de Luvè, antes de festejos de bodas o de santos, o simplemente porque querían un traje nuevo para los domingos. Algunos días la casa parecía un mercado: los metros de tela se extendían sobre los respaldos de las sillas para imaginar pliegues de faldas y bordados. Maria se sentaba y observaba, preparada para tender un alfiler o el jaboncillo con que se marcaba el largo en el bajo de una prenda.

Una vez fue a hacerse unos pantalones Boriccu Silai, del consorcio de minas, acompañado por su criada. La muchacha contaba unos dieciséis años, se llamaba Annagrazia y tenía la cara picada y unos ojos como babosas. Se apoyó contra la pared en silencio, sosteniendo un paquete que contenía como mínimo cuatro metros de terciopelo, un tejido de verdaderos ricos. La tía Bonaria no se dejó impresionar y midió a Boriccu Silai con su meticulosidad habitual, observándole las formas por debajo de la cintura con el ojo experto de quien con poco lo entiende todo.

—¿De qué lado carga? —preguntó al final, según la costumbre de los sastres detallistas, mirándole la bragueta.

El hombre se volvió hacia la chiquilla apoyada contra la pared e hizo una seña con la cabeza.

—De la izquierda —contestó por él Annagrazia, mirando a la anciana.

Bonaria sostuvo un instante la mirada de la sirvienta; luego, lentamente, empezó a enrollar el metro de piel alrededor del trozo de madera de limonero. Boriccu aguardaba una respuesta, pero cuando la mujer habló no dio la impresión de dirigirse a él.

—Me parece que para San Ignacio no va a poder ser. Inténtelo con Rosa Cadinu, que necesita trabajo.

Boriccu Silai y la tía Bonaria se observaron en silencio. A continuación, el hombre y su criada se marcharon sin despedirse, porque palabras había habido incluso de sobra. Una vez bien cerrada la puerta, la anciana se volvió hacia la niña soltando un suspiro de cansancio y se guardó el metro en el bolsillo del delantal desgarrado.

—Que se vayan al infierno. Un trabajo perdido… Pero de ciertas cosas es mejor no saber la medida exacta, Maria, ¿lo entiendes?

La niña no lo había entendido ni por asomo, pero aun así asintió, porque no todas las cosas se escuchan para comprenderlas enseguida. Por lo demás, entonces todavía pensaba que la tía Bonaria era modista.

La primera vez que Maria se dio cuenta de que la tía Bonaria salía de noche tenía ocho años. Era a mediados del invierno de 1955, poco después de la Epifanía. Bonaria le había dado permiso para quedarse jugando hasta el toque del avemaría; luego la había acompañado a su cuarto para dar inicio a la noche anticipadamente, cerrando los postigos y llenando el brasero de tizones y ceniza caliente.

—Duérmete, que mañana tienes que levantarte temprano para ir al colegio.

Maria casi nunca se rendía enseguida a aquella parodia nocturna; a veces permanecía horas escrutando las sombras creadas en el techo por las brasas languidecientes.

De hecho, seguía despierta cuando oyó que alguien llamaba a la puerta con los nudillos, y la voz queda y agitada de un hombre, que hablaba demasiado bajo para poder reconocerlo. Inmóvil bajo las mantas, entre los destellos rojizos distinguió claramente el crujido de la puerta del patio al abrirse y el paso familiar de la tía Bonaria ir y volver en pocos minutos. Sin preocuparse del suelo frío, se levantó y avanzó descalza a tientas hacia la puerta hasta tropezar con el orinal en la oscuridad. Antes incluso de que saliera del cuarto, la tía se había percatado de que estaba despierta.

—¡La niña! —advirtió a media voz el hombre en la penumbra del recibidor.

Era alto, de espaldas anchas y un aspecto vagamente conocido, pero Maria no tuvo tiempo de identificarlo porque la tía se plantó delante de ella, negra y severa con la larga toquilla de lana que sólo se ponía en las fiestas de guardar. La llevaba cerrada como un cofre alrededor del cuerpo enjuto, ocultando sus formas e intenciones, fueran cuales fuesen.

—Vuelve a tu cuarto.

La niña no le veía la cara, y quizá por eso se atrevió a replicar.

—¿Adónde va, tía? ¿Qué pasa?

—Vuelvo enseguida. Pero tú vete a tu cuarto.

No era una invitación, y ya había sido pronunciada una vez más de la cuenta, por añadidura delante de un extraño. Maria retrocedió en silencio por el resquicio de la puerta. Hasta que cerró, la anciana permaneció inmóvil, imponiendo a su visitante la misma actitud. La niña contuvo la respiración tras la puerta como si fuera un secreto, hasta que los oyó moverse de nuevo con premura y salir, mientras la casa quedaba sumida en un silencio frustrado. Paralizada por el frío, esperó quieta de pie, golpeando despacio con un dedo el marco de madera mientras contaba; pero en torno a tres veces cien Bonaria Urrai aún no había vuelto. Resignada, se metió en la cama en un silencio alejado del sueño, hasta que, salvando esa distancia en la tibieza de la habitación, el sueño llegó. Cuando la anciana regresó, la niña dormía y no se dio cuenta. Mejor así.

Por la mañana, los sonidos familiares de la casa la despertaron. Las preguntas de la noche eran evanescentes como el olor que desprendían las cenizas tibias. Se vistió y fue a buscar a Bonaria, que estaba de pie sacudiendo un retal para liberarlo del polvo y estirar la trama rasgada. Parecía un pájaro con una sola ala. La mujer reparó en Maria y se detuvo.

—Lo de ayer no debe volver a ocurrir —le soltó al fin.

La orden llegó con la brusquedad de un latigazo de tela y toda pregunta murió en aquella amenaza. En ese instante, Maria comprendió que tenía cosas que perder más preciosas que el sueño. Luego, el semblante de la mujer se relajó y, mientras doblaba la tela ya sacudida, le dijo:

—Ahora, come, que hoy tenemos mucho que hacer.

La tía le puso el vestido de los días de fiesta e hizo lo propio consigo misma, escogiendo la falda de luto buena pese a que era un martes normal y corriente. Mientras se trenzaba el pelo cano, de pie y con la mirada fija en la ventana, la sombra le dibujaba en la cara un entramado de días ligeros. Entre aquellos pliegues de falda y de mujer, la niña intuyó por primera vez la belleza desaparecida, y le dolió la ausencia de alguien que aún la recordara.

—¿Adónde vamos, tía?

La anciana se cubrió la cabeza con su pañuelo más negro, el de seda de flecos largos siempre dispuestos a enredarse. Luego se volvió hacia Maria con una extraña expresión en su rostro adusto.

—A casa de Rachela Littorra, a darle el pésame porque su marido ha muerto. Es un deber de buena vecindad.

Caminaba ligera como siempre, y la niña, a su lado, a duras penas lograba seguir su ritmo, pese a que su vestido blanco no pesaba tanto como la larga falda de la anciana. La casa del difunto no quedaba lejos, y al acercarse oyeron el canto lúgubre de la attittu[1]. Cada vez que se elevaba ese lamento de primitiva musicalidad, era como si se les cantara a los soreneses los sufrimientos de cada hogar, los presentes y los pretéritos, porque el luto de una familia despertaba el recuerdo nunca acallado de todos los llantos individuales pasados. Entonces se entornaban las hojas de las ventanas del vecindario para dejar ciegos al sol los ojos de las casas, y cada uno iba a llorar, por ausencia interpuesta, a los propios muertos en el muerto presente.

El difunto de aquel día se hallaba tendido en una cama en el centro del recibidor, con los pies calzados apuntando a la entrada. Preparado ya para la tierra, lo habían vestido como para una fiesta, con el traje oscuro que se puso al casarse, cuando estaba delgado, sano y decidía sobre su propio destino. Ahora, los botones se tensaban sobre la barriga pese a la postura corporal. Reinaba un ambiente cargado a causa de las respiraciones entrecortadas de las mujeres, mientras que los hombres permanecían inmóviles contra la pared, como guardianes. La attittadora[2] inició entonces un lamento similar al canto, una nota doliente que parecía surgir de debajo de las rodillas hincadas en el suelo. Las mujeres le hicieron eco con gemidos rítmicos, formando un coro lúgubre al que la tía Bonaria ni siquiera hizo ademán de unirse. Le dijo a Maria que esperase y se dirigió hacia la viuda, Rachela Littorra, que permanecía encogida en la silla más cercana a la cabeza del muerto, balanceándose, muda, mientras las demás lloraban por ella. Al ver a Bonaria, la mujer pareció salir de su embotamiento y se levantó en un gesto de acogida.

—¡Hermana querida! Dios te pague por todo…

La exclamación se impuso fugazmente al llanto mercenario de la plañidera. El resto de la frase se extinguió en la lana negra de la toquilla de Bonaria, donde la viuda hundió la cara con un ímpetu indecoroso que atrajo las miradas de los asistentes. Rachela Littorra pareció recuperar un poco el recato cuando Bonaria le susurró algo, pasándole una mano por la cabeza con una gracia que Maria no le conocía.

Entretanto, la attittadora había cambiado de cadencia para entonar una poesía improvisada repleta de loas al muerto. Oyéndola gritar en verso parecía que jamás hubiera nacido un hombre mejor que Giacomo Littorra, cuando quien más quien menos sabía que había sido, muy al contrario, un esposo avaro, convencido de que era una virtud ser despiadado con todos como el destino lo había sido con él. Mientras la plañidera lloraba y hacía el gesto de arrancarse con los dientes un jirón de la manga, Maria leía aquel pensamiento vergonzoso en los rostros de los presentes, recorriéndolos uno a uno sin levantar demasiado la mirada.

Fue entonces cuando vio a aquel hombre.

De pie contra la pared, detrás de la silla de su madre, el hijo del difunto sujetaba el sombrero con una mano y era el más alto de los varones congregados. Santino Littorra tenía los ojos clavados en el cuerpo rígido de su padre, como hipnotizado por las notas del dolor fingido por la plañidera. Maria reconoció la espalda ancha y la misma forma controlada de esperar que había visto la noche anterior. Ocho años eran pocos para entenderlo todo, pero podían bastar para intuir que había algo que entender. En el camino de vuelta a casa, menos de dos horas más tarde, la niña anduvo despacio como si arrastrara un peso, pero quizá aquélla fue la última vez que se quedó rezagada yendo con la tía Bonaria por la calle.