El proceso estalinista

El proceso estalinista

«Caza de brujas» en el PCE

Tras la rocambolesca salida de la casa de Vallvidrera, donde habían sido sorprendidos por la policía, Pilar Soler había logrado pasar a Francia solamente unas semanas después de la detención de Jesús; miembros del PSUC se habían encargado de esconderla y de ayudarla a cruzar la frontera. Pero, una vez allí, fue interrogada por Santiago Carrillo, Fernando Claudín, futuro disidente pero entonces tan estalinista como el que más, y el líder comunista vasco Ramón Ormazábal para que descubra «la auténtica conducta de Monzón»[76]. En el libro de Daniel Arasa, la propia Pilar Soler relata la forma en que fue recibida al llegar, al cabo de unas semanas, a Toulouse: «Me miraban con reticencia y, aparte de alojarme en una casa en la que estaba casi siempre sola y me sentía muy deprimida, me hicieron redactar un informe sobre las actividades de Monzón en España. Cuando les di el texto, me dijeron que no servía. Yo simplemente reseñé allí lo que había visto durante el año que conviví con Monzón, pero me dijeron que debía redactar otro informe. Lo hice, pero tampoco les valió. Entonces, Ramón Ormazábal, me insinuó que yo debía poner en el informe lo que ellos querían que pusiera, no lo que yo había visto. Era el estalinismo»[77].

Carrillo dedica una especial atención a reorganizar el partido y a apagar los rescoldos «monzonistas». Además de a Pilar Soler, solicita informes de los principales cuadros que han colaborado con Jesús Monzón, como Azcárate, Carmen de Pedro, Manuel Gimeno, Adela Collado y a otros que le habían conocido durante y antes de la Guerra Civil. En los archivos del PCE hay uno especialmente venenoso en el que se achacan a Monzón todo tipo de desviaciones personales y morales durante su militancia en Navarra y su permanencia como gobernador civil en Alicante y Cuenca. El informe, apócrifo, destaca los excesos de su juventud, sus juergas, sus líos con mujeres y hasta hace referencia a una experiencia homosexual; además le recrimina el hecho de que le guste mucho el café, tratar «familiarmente» a los camaradas de Pamplona, saludar a las amistades «reaccionarias» de su familia y, en general, llevar una vida propia de un burgués.

De forma paralela, Agustín Zoroa es enviado a liquidar definitivamente la política de Monzón dentro de la organización comunista en el interior del país. A estas alturas, primavera de 1945, a Carrillo y al resto de la dirección del PCE ha dejado de interesarles la Unión Nacional; solamente buscan el reconocimiento de las fuerzas integrantes de un Gobierno en el exilio cada vez más alejado de los cambios sociales y políticos que el régimen franquista está implantando en España. Mientras el PCE y los partidos republicanos y socialistas se desconectan de la nueva realidad española, juegan a construir un castillo de arena sobre el Gobierno de Giral y la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, la Dictadura se va adaptando, lentamente, a un mundo dividido en dos bloques por la Guerra Fría y consolidándose como una pieza de valor estratégico para Occidente frente al Telón de Acero. Reconciliado con las potencias «democráticas», puede recuperar, así, a los sectores que dentro del carlismo, los monárquicos juanistas y el Ejército se habían alejado peligrosamente de sus filas.

Solamente han pasado dos meses —julio y agosto— desde la detención de Monzón y el lenguaje de Mundo Obrero, bajo control de la nueva jefatura moscovita, ya ha cambiado. En el número de septiembre de 1945 se advierte contra «las ilusiones que siembran los elementos reaccionarios y muniquenses», se defiende «la necesidad» de preservar al partido «contra la provocación falangista», se llama a «no caer en los métodos irresponsables de trabajo, de falta de vigilancia, de excesiva confianza y familiaridad» y a «construir una gran y fuerte organización ilegal del partido, unida en torno a nuestro secretario general, la camarada Dolores Ibarruri, al Comité Central y su justa línea política»; «una organización [concluye] limpia de todo germen de provocación» y «de toda influencia extraña». Estas advertencias a los residuos monzonistas se reproducirán a lo largo de 1946. En enero se llama a la «lucha implacable contra la provocación» y a «aniquilar sin piedad a todo el que intente emponzoñar al Partido con la confusión y la indisciplina… introduciendo en sus filas a sus agentes e ideas extrañas». A comienzos de 1947, se distribuye entre las bases del partido —incluidas las cárceles— el informe contra Monzón, acusándole de desviacionismo, aventurerismo y de ser un «provocador». Es la palabra clave, porque en este concepto entran desde las desviaciones troskizantes y antiestalinistas hasta el más ruin de los agentes franquistas. El grave delito solamente es equiparable, como en los procesos de Stalin, al de traición al comunismo.

Modificando radicalmente la orientación seguida hasta entonces, que dejaba abierta la posibilidad de una restauración monárquica, en el mencionado número de septiembre de 1945 de Mundo Obrero se puede leer un ultimátum, en forma de «carta abierta», a la dirección del Partido Popular Católico y a su representante en la Junta Suprema de UN. En el artículo se insta a este grupo democratacristiano a «condenar públicamente los intentos de los monárquicos» y a aceptar de forma explícita «el restablecimiento de la República y de la legitimidad constitucional». Significativamente, esta decisión del PCE va unida a la propuesta de participar en el Gobierno republicano en el exilio de Giral —en el que Carrillo terminaría asumiendo una flamante cartera ministerial en representación del partido— y de «formar un verdadero Frente Nacional».

Todos aquellos que habían trabajado con Monzón son colocados bajo sospecha. Muchos fueron apartados de los puestos de responsabilidad o expulsados en la práctica. Azcárate en sus memorias explica cómo fue relegado a la edición de Nuestra Bandera y habla de «semiexpulsión», en todo caso una marginación total; algo parecido sucede con Carmen de Pedro, que recordará con amargura cómo «le habían quitado el cargo» y se «encontraba totalmente aislada» mientras otros camaradas que también habían cometido errores y habían «participado igual de la misma línea política tenían la admiración y la simpatía del partido». Carmen de Pedro se acogió a este hecho para presentar durante los cinco primeros años del «proceso estalinista» una resistencia a colaborar con la dirección y asumir la responsabilidad que le exigían.

Manuel Gimeno, Adela Collado, Carmen Caamaño y otros estrechos colaboradores de Monzón también rechazan la maniobra y defienden la honradez de la lucha por ellos entablada. Por eso produce consternación descubrir, cincuenta años después de aquellos hechos, que se llegaron a inventar informes y falsificar firmas para crear pruebas contra la conducta de Jesús Monzón. El autor de esta biografía se trasladó a Valencia para mantener un encuentro con Manuel Gimeno y Adela Collado, quienes en el momento de elaborar este libro, todavía vivían en esta ciudad. Durante la entrevista salió a colación la existencia de un duro «Informe sobre Jesús Monzón» de 11 páginas que lleva la firma de Manuel Gimeno y fecha de «Toulouse a 14 de septiembre de 1945». Gimeno, en la conversación celebrada en su domicilio, sin el documento delante, creyó extraño que existiera tal informe. Ante la pregunta de si se podría tratar de una transcripción de declaraciones suyas, admitió que podrían haber utilizado algunas de ellas para elaborarlo, pero, cuando recibió por correo la fotocopia del documento reaccionó con una profunda indignación al comprobar que en los archivos del PCE existía semejante papel. Él nunca había hecho tal cosa, que calificó, según dijo, utilizando palabras suaves, de «falsificación e infamia grosera». Ante la mente de Gimeno resucitaba la siniestra figura de Lavrenti Beria, director de la policía política de Stalin (NKVD), y uno de los personajes más odiados por haberse inventado las pruebas que llevaron a la muerte a un gran número de honrados comunistas y luchadores antifascistas.

Quienes consulten los archivos del PCE y no puedan contrastar este informe con su supuesto autor se quedarán con una impresión de Manuel Gimeno totalmente opuesta a la verdadera. En el falsificado documento, Manuel Gimeno aparece, por el contrario, como una persona que acaba de ver la luz de sus errores pasados. En el escrito se dice que, para Gimeno, todo lo que hacía Monzón era correcto hasta que Carrillo le desveló la verdad de lo ocurrido: «Ahora se ve claro lo que en aquella época no fui capaz de apercibirme», se dice textualmente. Ahora resulta que se da cuenta de que aquellos «desmesurados elogios halagándole de manera nociva su vanidad» solamente tenían como objeto manipularle, ganarse a los cuadros a los que animaba y promocionaba, para montar una organización sobre la cual poder tener gran influencia y, así, utilizar el partido «para sus fines personales». Después se recogen unas palabras que coinciden con el concepto que Gimeno tiene realmente de Monzón, es decir, que trataba de igual forma a los camaradas que estaban en Francia como a los que la Dirección mandaba de América; que nunca le oyó «reproche alguno» hacia ellos y que a pocos militantes como a Monzón había oído «palabras tan elogiosas, tan llenas de respeto y admiración hacia los camaradas del Buró Político». Pero, «a la luz de la interpretación de Carrillo», recapitula: estaba equivocado y todo aquello quedaba reducido a «uno de los casos de mayor cinismo» que había conocido. «Qué duda cabe —añade Gimeno— de que en la estimación que muchos camaradas hemos sentido por Monzón ha jugado un papel de primera importancia sus palabras de adhesión hacia el Buró Político. Sabía perfectamente cuán arraigado estaba entre todos los camaradas el cariño hacia la dirección y por eso empleaba esa táctica, con la cual ha podido (en la transcripción del informe, el verbo “podido” está tachado y sustituido a mano por “querido encubrir”) sus traiciones».

En la supuesta declaración de Gimeno, se asegura haber dado al partido «la mayor cantidad de elementos de juicio disponibles» sobre Monzón y el autor del falso documento no se resiste a poner el correspondiente granito de arena en el tema de las mujeres. «Escuchándole —dice— se tenía la sensación de que no le hubiese detenido ninguna consideración de tipo moral ante cualquier camarada, casada o no, que le fuese agradable». «El respeto hacia las mujeres de los compañeros era muy relativo», concluye la diatriba falsificada.

La sorpresa de Manuel Gimeno al leer semejantes cosas puestas en boca suya es mayor, si cabe, porque precisamente había sido su defensa de la línea «monzonista» la que le había provocado todos los problemas sufridos en el partido. «Yo siempre he aparecido [dentro del partido] como el que valoraba bien a Jesús. Cuando yo decía lo que opinaba de él en alguna conversación con gente del aparato que me preguntaban por él, me decían “tú no sabes ni la mitad de las cosas”». También recuerda que, en una reunión conjunta con Manuel Azcárate sobre este asunto, él fue el único en decir que le costaba creer lo que se estaba afirmando de Jesús y que, en esa conversación, «el propio Azcárate dio un viraje de noventa grados y comenzó a hablar contra Monzón».

Carrillo, que hace al mismo tiempo de juez y policía en la instrucción del proceso, se queja de la falta de colaboración de Anita —Adela Collado—. Dice que tiene muy mala memoria y que, en la conversación que tuvo con ella, no se acordaba prácticamente de casi nada, sobre todo de las cosas relacionadas con Monzón. Sin embargo, Anita también tiene su propio informe, igualmente con su firma, fecha «Toulouse a 22 de agosto de 1945» y, según Gimeno, tan inventado como el suyo. Apenas tiene tres páginas y tampoco se olvidan de poner su guinda al hablar de las cualidades de Jesús Monzón para «galantear» con las mujeres. Asimismo, recuerda los comentarios sobre la vida privada de Monzón que le había hecho Aurora en la casa de París, en la que vivieron juntas antes de salir hacia México. Aurora, despechada, en plena ruptura con Sito porque le había arrebatado de sus manos a Sergio y por otros problemas personales de pareja, le había contado detalles sobre unos hábitos de vida «completamente burgueses». Anita, sin embargo, especifica en su informe que, «suponiendo que fueran verdad», cuando ella conoció a Monzón estos hábitos estaban «muy corregidos».

Junto a Carmen de Pedro, Azcárate, Adela Collado y Manuel Gimeno, otros muchos colaboradores «monzonistas», como Juan Blázquez, Luis Fernández, ambos protagonistas de la invasión del valle de Arán, una camarada llamada Nuria y valerosos combatientes que, como Antonio Beltrán —que se salvó de milagro de ser asesinado por criticar a la URSS en su polémica con Tito—, el prestigioso militar republicano Antonio Cordón —obligado a escribir un libelo contra «la actuación criminal de la banda de Tito»—, Domingo Ungría y Pelegrín Pérez, verían convertidos en cenizas, bajo el implacable fuego purificador estalinista, los esfuerzos realizados para luchar contra el Ejército nazi en Francia y contra la Dictadura en un periodo en el que la represión era especialmente cruel, aterradora y sanguinaria. Domingo Malagón, un pintor que se había convertido en imprescindible para el partido por ser el capaz de falsificar fielmente documentos de identidad, pasaportes y salvoconductos, y su colaborador, Jesús Beriguistáin, fueron, ambos sospechosos, colocados bajo la estrecha vigilancia de un comisario político[78]. La lista de represaliados, marginados y desplazados iría en aumento a medida que pasaban los años, intensificándose sobre todo durante la ofensiva que lanzó Moscú contra las «tendencias liquidacionistas» dentro del movimiento comunista internacional con motivo de la escisión liderada por Tito al frente del Partido Comunista de Yugoslavia.

En algunos casos el castigo no fue solamente político. Esta oscura y desconocida etapa en la historia del PCE está compuesta por años de plomo. El fuego de las pistolas no estaba destinado al enemigo con exclusividad. La mano derecha de Monzón, Gabriel León Trilla, pagó con su vida la osadía de apartarse de la línea correcta[79]. Según las declaraciones que hay sobre este caso, Trilla fue citado el 6 de septiembre de 1945 en un lugar conocido como el Campo de las Calaveras, llamado así porque había habido antiguamente un cementerio en esta zona del barrio de Chamberí. En el último momento, Trilla se dio cuenta de que había caído en una encerrona e intentó escapar, pero quienes le acompañaban le sujetaron mientras uno de los confabulados lo mataba a puñaladas. Alberto Pérez Ayala, colaborador de Trilla, también fue asesinado a tiros el 15 de octubre en la calle Cea Bermúdez, y el mismo destino habría tenido Pere Canals cuando se dirigía hacia Toulouse[80]. Hubo un momento, tras la caída de Arriolabengoa en el verano de ese año, en que Trilla y Pérez Ayala estaban huyendo de ambos bandos: los secuaces de la Brigada Político Social franquista les buscaba para torturarlos y descabezar la resistencia; sus «camaradas», siguiendo su propia orden de búsqueda y captura, debían ejecutarles antes de que la Policía los localizara[81].

El caso del maquis vasco

Las vivencias de Victorio Vicuña, un comunista vasco que llegó a mandar una brigada del maquis, son especialmente reveladoras para mostrar hasta dónde llegó la «caza de brujas» dentro del partido y los efectos devastadores que la persecución estalinista causó en las filas de los combatientes. Este militante comunista de Lasarte (Guipúzcoa), donde nació en 1913, estuvo luchando bajo la bandera de la Unión Nacional contra los nazis en Francia y después asumió la misión de formar una guerrilla contra el régimen franquista en el País Vasco. Este intento de crear un maquis vasco reforzaba los planes de Monzón en el Valle de Arán y, de hecho, las incursiones realizadas por el Pirineo navarro en octubre de 1944 estaban llamadas a convertirse en el segundo frente en importancia de la operación Reconquista de España.

Con base en las localidades de Pau y Tarbes, la Agrupación de Guerrilleros Españoles, cuya 10.ª Brigada mandaba Victorio Vicuña, desencadenó, al menos, tres importantes embestidas por el Pirineo navarro sobre los valles de Isaba, Roncal y Valcarlos-Roncesvalles; participaron cientos de guerrilleros, pero la mayor parte de los grupos se vieron obligados a emprender una desordenada retirada ante el acoso de las fuerzas de la Policía Armada, Guardia Civil y del Ejército desplegadas en las estribaciones pirenaicas. Hubo, de todas formas, encuentros armados cuando los maquis se topaban con los destacamentos que les perseguían, como ocurrió en las alturas de Olíate, Lázar, Valcarlos, Izpegui, Zugarramurdi y Vera, prácticamente situadas en la línea divisoria. Algunos comandos consiguieron una mayor penetración en tierras navarras, como lo demuestran los choques habidos en Satrústegui, Lecumberri, Ulzama, Vélate, Ustárroz, Garde y los contactos que establecieron con un punto de apoyo que la policía terminó localizando en la calle Mártires de la Patria en Pamplona. En estas incursiones participó Jacinto Ochoa, compañero de partido de Monzón antes de la Guerra Civil y uno de los maquis detenidos en pleno monte durante esta ofensiva. Jacinto Ochoa fue trasladado a San Sebastián y, aunque se salvó de la pena de muerte que se pedía contra él, tuvo que cumplir una pesada pena de cárcel.

Al igual que en Cataluña, Madrid y Sevilla, también se realizaron algunos escarceos unitarios en Euskal Herria durante la lucha contra la ocupación nazi. Se había constituido, siguiendo la filosofía de la Unión Nacional, el Bloque Nacional Vasco y militantes del Partido Nacionalista Vasco (PNV) y de Acción Nacionalista Vasca (ANV) luchaban junto a maquisards de otras ideologías, codo con codo, en una Brigada Vasca. Existían también en estos momentos de euforia antinazi redes de espionaje a lo largo del País Vasco-francés, como la encabezada por Jesús María de Leizaola, consejero de Justicia del Gobierno Vasco durante la Guerra Civil, con quien colaboró Jesús Monzón para organizar los Tribunales Populares de Bilbao.

También se conoció posteriormente la participación de militantes y sacerdotes carlistas en la red denominada Pat O’Leary, que se dedicaba a pasar aviadores ingleses derribados en territorio francés a España, para conducirlos a Gibraltar o Lisboa. Tres párrocos navarros fueron detenidos en posesión de una emisora de radio instalada en el campanario de una iglesia. Los tres curas pasaron a cumplir condena por espionaje en el convento de los Capuchinos en San Sebastián. Había, pues, en el país Vasco, un caldo de cultivo sobre el que podía germinar el espíritu unitario antifranquista, pero el temor a quedar bajo la égida de Moscú llevó tanto al PNV como a ANV a retirar sus militantes de la Brigada Vasca para formar lo que se denominó inicialmente Unidad Militar Vasca, integrada por 150 guerrilleros que antes habían combatido con la Unión Nacional.

Es en estas circunstancias en las que surge el intento de Victorio Vicuña de formar un maquis vasco, un episodio desconocido que ha sido estudiado por el historiador Miguel José Rodríguez Álvarez. Vicuña explicó, en una entrevista publicada por Historia 16 en febrero de 1999, los aspectos más dramáticos de su infructuosa odisea. De sus declaraciones se desprende que, en esos momentos, en el País Vasco ya existía una organización del Partido Comunista, a cuyo frente se encontraba una persona que respondía al nombre de guerra de «Luisillo». En base a las células dirigidas por Luisillo y en consonancia con lo que se estaba haciendo en Madrid, Barcelona y Sevilla, se pretendía poner en marcha acciones de guerrilla urbana en Bilbao.

Aquella no era precisamente una tarea fácil; las continuas caídas en manos de la policía obligaban a muchos militantes a huir de nuevo a Francia. El propio Luisillo fue uno de los que consiguió salvar el pellejo alcanzando la frontera, pero no le sirvió de nada; Luisillo tenía sobre sí la mancha de haber trabajado con la dirección anterior y, pese a que elaboró un informe de sus actividades, fue acusado de «aventurero» y «traidor». Pagó con su vida el error de no haberse encontrado, dentro del PCE, en el bando de los vencedores cuando estalló el enfrentamiento entre Carrillo y Monzón. «No puedo afirmar —declaraba Vicuña en su entrevista a Miguel José Rodríguez en Historia 16— que lo hicieron en tal fecha y en tal sitio, pero fue ejecutado; y también quedaron marcados todos aquellos cuyos nombres aparecieron en su informe».

Vicuña guardaba un desencantado recuerdo de su primer contacto con la nueva dirección llegada de Moscú y México. Acudió a la sede parisina de la avenida Wagran, cercana al Arco del Triunfo; llegó allí pensando que le recibirían con todos los honores, con las puertas abiertas, agradeciéndole los duros años de lucha bajo la ocupación nazi; pero no fue así; más bien, para su sorpresa, ocurrió lo contrario; no tardó en percatarse de que se desencadenaba la caza de quienes se atrevieron a tomar decisiones por su cuenta ante la imposibilidad de recibir las directrices de arriba; «todos los que habían estado jugándose el tipo», en palabras de Vicuña, como Luis Fernández, Jesús Monzón, Manuel Gimeno y Manuel Azcárate, estaban bajo sospecha, en el punto de mira de una purga interna que ya había comenzado. Y, ellos, los cuadros que les habían respaldado, estaban siendo colocados en cuarentena dentro de la organización cuando no expulsados del partido; pese al arrojo y el compromiso demostrado con creces, resultaba que Victorio Vicuña y todos los que pusieron sus esperanzas en la Unión Nacional eran ahora «unos pichirris, una mierdecilla», como este comunista vasco decía expresivamente en las citadas declaraciones.

Vicuña, en una reunión que se celebró en Montrejeau, cerca de Tarbes, se quejó de que muchos jefes del maquis, bregados en incesante combate, eran relegados a posiciones de segundo orden en beneficio de personas de ascensión meteórica que no se habían batido nunca; Vicuña les llamaba «capitanes araña». En su opinión, los cambios que se realizaban en la cadena de mando afectaban a la moral y combatividad de los guerrilleros. En ese momento, la nueva dirección todavía no tenía el control de toda la organización. Santiago Carrillo acudió a Montrejeau para detener, igual que lo hizo en el Valle de Arán, la invasión por la regata del río Bidasoa, la tierra chica de la madre de Monzón. En este caso esgrimió el argumento, nada descabellado, de las presiones que el Gobierno francés estaba realizando sobre el PCE.

Aun y todo, Carrillo, tras el encuentro en este antiguo bastión medieval donde confluyen el Garona y el Neste, reconoció que, al hacerles la propuesta de retirada, temió ser considerado él mismo un derrotista por los comandantes del maquis. Bajo control los dos principales focos guerrilleros, quedaba el camino expedito para extirpar el «cáncer» extendido por los «provocadores» e «infiltrados» monzonistas a través de toda la estructura orgánica del partido.

«Estábamos en pleno periodo estaliniano y se veía el peligro en cualquier cosa —explica Victorio Vicuña—. Muchos dirigentes, ante la menor duda, solo pensaban en la eliminación. Si se aplicaba esto a los que conocíamos, imagínate lo que podía pasar con cualquiera que viniera de España sin referencias: “¡Es un agente provocador, un infiltrado!”. Cualquier sospecha podía acabar en fusilamiento. Si era sospechoso, se lo llevaba a los grupos de leñadores del Pirineo, a los chantiers que había organizado Vallador, que funcionaban como tribunales de justicia. Y en el tajo de leñadores pasaba a mejor vida. Sabíamos que nos jugábamos la vida cada segundo y en la educación que habíamos recibido estaba ver infiltrados por todas partes. Lo más grave era que la Dirección de París, que estaba en situación de pensar con frialdad, veía aún más enemigos que nosotros. Aunque no fuesen sospechosos, se recibía mal a los que pasaban a Francia. Un miembro del Comité Central en Hendaya interrogaba a los huidos y, según su criterio, los recogía o los mandaba a hacer puñetas. ¡Hizo unos estragos de miedo! Cuando se presentaba alguien diciendo que venía huyendo del interior, le gritaba: “¿Y hasta aquí has venido? ¡Fuera, cobarde, traidor!”».

Vicuña conoció un caso semejante al de Monzón, el de Mateo Obra, líder de una importante guerrilla, el «Malumbres», que actuaba en la montaña de Santander. Mateo Obra, como Monzón, fue condenado a muerte por la dirección del PCE y por la dictadura franquista. Vicuña, que tras cruzar la frontera en 1944 había combatido con el Malumbres, estableció su base de operaciones en las cercanías de Basurto; allí, en 1946, recibió lo que él consideró «el golpe más fuerte» de su vida: el responsable del partido en Vizcaya, Clemente Ruiz, le transmitió la orden de matar a Mateo Obra.

«Según París —relata Vicuña— era un traidor porque su nombre había aparecido en la lista de Luisillo. Su grupo había tenido un encuentro con la Guardia Civil al entrar en España, en abril de 1945, y llegó solo a Bilbao por lo que contactó, sin saberlo, con la organización que había sido puesta en cuarentena. Pero Mateo, además de un buen amigo, era un hombre políticamente bien armado, que llegó a los Picos de Europa y los guerrilleros [del Malumbres], sin conocerlo, lo eligieron como jefe. Tengo que aclarar que estas acciones se ordenaban siempre desde el exterior, porque nosotros teníamos otras cosas que hacer que inventarnos traidores. Me negué a cumplir las órdenes. Si no lo hubiese conocido, lo habría eliminado. Pero yo lo había visto batirse en Francia. ¡Y de qué forma! Así que decidí jugármela y no hice nada […] El Malumbres fue desarticulado. Identificaron un guerrillero muerto, Carballo, y cogieron vivo a Mateo Obra. Un guerrillero, Saturnino López, y yo comenzamos a avisar a los miembros del partido que podían estar en peligro. Teníamos que avisar a la familia Triguero y a la familia Oceja porque, identificado Carballo, las pesquisas se dirigían hacia ellos. Estando en casa de los Triguero aparecieron seis policías para detenerlos. Vacié el cargador, cayeron dos y los demás salieron huyendo. Nosotros también salimos corriendo y logramos escapar. El resto del Malumbres y la organización fueron cayendo. Mateo se encontró en la cárcel con Monzón, que había sido expulsado del partido, y se enteró por él que en París lo habían sentenciado. Y con ese pesar lo fusilaron en Derio».

En sus declaraciones al historiador Miguel José Rodríguez Álvarez, Vicuña todavía relata otro caso de condena a muerte dictada por la dirección de París: la de Alberto Medrano, un militante que se encargaba de los contactos entre el maquis del País Vasco, el de Madrid y la zona de Andalucía. «Era un intelectual que había luchado bien en Francia y que el mismo Carrillo había seleccionado para venir a España», cuenta Vicuña. «Fue sincero y me dijo: “Mira, quizá he pecado por no decirlo antes, pero quiero volver a Francia. No puedo soportar más la lucha y en Francia puedo seguir siendo útil”. Yo ya me había dado cuenta de que la dureza de la lucha le estaba afectando. Pasé la petición, aunque me imaginaba lo que iban a responder, porque para el partido quien tenía miedo era lo mismo que un traidor. De París me dijeron que había que matarlo. Pero tampoco podía meterle un cargador, porque éramos amigos desde Francia y tenía toda mi confianza. Así que tuve que decirle que desapareciera por su cuenta, como si fuese un vulgar desertor. Se fue a Madrid con su familia».

El propio Vicuña se sintió amenazado y cuando le ordenaron que regresara a Francia en 1948 sospechó aun más al ver que habían enviado nada menos que a cuatro guías para ayudarle a pasar al otro lado; ante lo que pudiera suceder caminó toda la travesía en última posición, detrás de los guías y sin apartar la mano de la pistola. No respiró tranquilo hasta que tuvo enfrente, ya en Francia, a Fernando Claudín. Vicuña defendió ante Carrillo a Mateo

Obra, aseguró que las acusaciones contra él eran falsas y que las torturas sufridas cuando fue apresado eran la mejor prueba de ello. Carrillo no le echó en cara su posición crítica, pero Vicuña no volvió a ocupar cargos de responsabilidad hasta que la desestalinización llegó al partido a finales de los años cincuenta.

Este líder del maquis vasco alcanzó el cargo de secretario de Organización y fue miembro del Comité Central del Partido Comunista de Euskadi y, en 1999, cuando se escribió esta biografía de Jesús Monzón seguía sintiéndose orgulloso de aquel movimiento épico que supuso la Unión Nacional: «Había que intentarlo —declaró—; otra cosa es que se tardase demasiado en adoptar otra política, que era la acertada, la de infiltrarse pacíficamente en sindicatos y universidades».

La expulsión de Jesús Monzón

Agustín Zoroa, dentro de España, no tarda en ponerse manos a la obra reformadora nada más desaparecer Monzón de escena. Entre marzo de 1945 y febrero de 1946 trabaja con intensidad y en abril de este último año puede dar por acabada la tarea de reorganización del partido, a excepción, claro está, de Cataluña, donde el PSUC escapa de su control por depender directamente de la dirección en Francia. «Jorge» y «Charles», que se habían quedado al mando de la organización en Madrid por órdenes de Monzón, habían sido destinados a «provincias» y la Delegación del Comité Central en el interior estaba disuelta. En su lugar se forma un Comité de Madrid, formado con nuevos camaradas fieles a la línea de Carrillo, y que, de hecho, será la dirección de referencia para toda España. En abril de 1946 la nueva estructura del PCE en el interior tiene como secretario general a Agustín Zoroa; Eduardo Sánchez Biezma es el secretario de Organización; Gerardo lleva Agitación y Propaganda; Eladio Amdaro García se encargará del trabajo sindical y de potenciar las células del partido en las empresas, y Pepe Luis es el responsable en cuestiones militares.

Evidentemente las Juntas Patrióticas y la Juventud Combatiente desaparecen en beneficio de células inmaculadamente comunistas dirigidas por «cuadros capaces» que conozcan de verdad, no como los anteriores, la línea del partido. También se suprime la autonomía de la que gozaban las organizaciones regionales, que hasta entonces podían establecer contacto directo con la dirección. Los enlaces son suprimidos y se refuerza, en su lugar, la estructura jerárquica de unos comités regionales dependientes del Comité de Madrid; solamente podrán comunicarse con la dirección de Francia utilizando radioemisoras. La libertad de iniciativa quedaba suprimida.

Otras significativas medidas afectan a la publicación de Mundo Obrero. Desaparece la consigna «Unión Nacional, contra Franco y la Falange» y solamente será reconocido a partir de ahora el Mundo Obrero editado en Madrid, que llevará encima del símbolo comunista la leyenda: «Órgano del Partido comunista». Esta edición es la que se distribuirá en provincias, donde podrán colocar, en su lugar, la frase: «Órgano del Comité Regional». De esta forma se logra una mayor garantía en la transmisión de las directrices marcadas por el partido. Los originales de la edición central tienen que ser validados por Zoroa y cualquier otra versión de Mundo Obrero quedará declarado fuera de la nueva y restrictiva legalidad comunista.

En junio de 1946, Agustín Zoroa es llamado de nuevo a Toulouse para informar al Buró Político de los avances en la reorganización. Es el periodo en el que conoce a Carmen de Pedro; no tardan en contraer matrimonio. Se entrevista en varias ocasiones con Dolores Ibarruri y Santiago Carrillo entre los meses de julio y agosto. Comunica así que han quedado establecidos siete comités regionales: Centro, Extremadura, Levante, Andalucía, Euskadi, Asturias y Galicia. El premio a su fidelidad será admitirlo como miembro del Comité Central, cargo para el que nunca se propuso a Monzón. Así se dotaba a Zoroa de una autoridad indiscutible ante toda la militancia del interior y único interlocutor válido ante el Buró Político. Con poderes casi absolutos, Zoroa regresa a España el 3 de septiembre de 1946; desconoce entonces que se trata de un viaje sin retorno.

Al llegar a Madrid y siguiendo la conocida táctica de simular una vida matrimonial, Zoroa se va a vivir con Faustina Romeral que pasa por ser «su mujer». Hacia el mes de octubre comienza la serie de detenciones de las que ya se ha hablado: su hermano, Francisco Zoroa, José Vitini, Eladio Amador García, Eduardo Sánchez Biezma, Cecilia Cerdeño Cifuentes y finalmente él mismo y Faustina Romeral. El golpe llega a la familia de Anita, cuya casa servía de apoyo al partido y varios de cuyos miembros fueron detenidos y encarcelados. Una prima de Anita, Laura, escribirá a Carmen de Pedro una durísima carta, sobre todo porque Agustín ya habrá sido fusilado tras haber sido condenado a muerte por un Consejo de Guerra. En la carta se responsabilizaba a Zoroa de su detención y se refería a él con el calificativo del «bandido Zoroa». Eulalia, tía de Anita, también estaba segura de que Zoroa dio la dirección de su casa porque así se lo había contado en la cárcel Faustina Romeral. La madre de Anita le contó algunos detalles del juicio en el que se le condenó a muerte. Había intentado protestar, pero le negaron el derecho al desahogo frente a sus verdugos antes de ser asesinado; su estado anímico estaba por los suelos. Tras la ejecución, en diciembre de 1947, Carmen de Pedro se hizo famosa dentro de las cárceles por ser «la compañera de Zoroa» y, al conocerse el fatal destino de Agustín, la prensa del partido se volcó encumbrar sus cualidades. Sobre Monzón, en esas mismas fechas también había planeado en esos mismos momentos la condena a muerte, pero Jesús lo único que podía recibir de su PCE era una condena supletoria: la del olvido.

El final político de Monzón había quedado certificado ese mismo mes de diciembre con una pequeña nota de apenas un párrafo firmado por el Comité Provincial de Madrid en el Mundo Obrero. En él se razona su expulsión del PCE y se comunica que Monzón era apartado del partido «por la labor de provocación que ha venido realizando de manera sistemática y consecuente desde hace mucho tiempo» y «porque se ha comprobado que no actúa al servicio de la causa de la clase obrera y de la lucha contra el franquismo y la reacción imperialista extranjera, sino al servicio de intereses ajenos al pueblo».

La embestida de la dirección contra los seguidores de Monzón es arrolladora. La estructura celular del partido y el «peso de la burocracia» hacen imposible la resistencia. En muchos casos los implicados, como Azcárate o Carmen de Pedro, guardan silencio y renuncian a la defensa por temor a las represalias o para evitar enfrentarse frontalmente con la dirección. Carmen de Pedro, concretamente, recuerda que en su célula se «ponía verde» y «enrojecía» al escuchar las acusaciones. «Afortunadamente —dice— muy poca gente sabe que yo he jugado este papel; si no, ¡qué vergüenza!, ¡qué desesperación!».

Un juez instructor llamado Carrillo

Ese año de 1947 sería clave para el futuro del comunismo internacional, que dirigía el PCUS a través del Kominform, sucedáneo de la Internacional Comunista. Moscú quiere establecer con las nuevas democracias populares que han quedado en su zona de influencia por los acuerdos de Postdam —2 de agosto de 1946— un «bloque socialista» opuesto a los sistemas democráticos occidentales liderados ya por EE. UU. Se trata de una opción estratégica basada en los intereses de la Unión Soviética y todos los partidos comunistas deben replegarse en defensa de esta posición, que no acepta la colaboración y connivencia con el enemigo capitalista. Aquel partido que cruce la línea roja marcada por Moscú pasará a colaborar, implícita o explícitamente, con el imperialismo.

Esto es lo que le ocurre al Partido Comunista de Yugoslavia del mariscal José Broz, Tito, que es expulsado del Kominform por querer instaurar un sistema político propio, nacional y autónomo respecto a Moscú. Pero la misma acusación de colaboración con el enemigo y de trabajar para el imperialismo caerá sobre los militantes de los partidos europeos que sigan o, lo que es peor, hayan defendido en el pasado posturas semejantes a las del líder de los partisanos yugoslavos. La filosofía de este espíritu de «caza de brujas» queda nítidamente condensada por Santiago Carrillo en el artículo «A la luz del comunicado de Bucarest (expulsión de los comunistas yugoslavos del Kominform). Las tendencias liquidacionistas en nuestro partido durante el periodo de la Unión Nacional en Francia», publicado en el número de Nuestra Bandera del mes de junio de 1948. Este documento es una de las mejores muestras en la historia del PCE del lenguaje estereotipado que se puede utilizar primero como herramienta para destruir una línea política anterior y, después, para edificar otra totalmente nueva. Aunque la lista de tópicos «leninistas» podría ser muy larga, merece la pena reproducir algunos de ellos.

Carrillo inicia sus diatribas contra el «monzonismo» admirando, al hilo de la crisis «titista», la «crítica de los comunistas del mundo entero, encabezada por el glorioso Partido bolchevique, de Lenin y Stalin» y la «autocrítica bolchevique, cuyo empleo arma a los comunistas para vencer los grandes obstáculos». «Con ello —añade— educamos al Partido, educamos al movimiento revolucionario de masas». Después deja caer algunas alabanzas al «Partido consecuentemente revolucionario», a «las fuerzas que ascienden irresistiblemente en la historia», «al jefe genial del proletariado mundial» que no es otro que el «gran Stalin». Y, a partir de ahí, toda una retahíla de calificativos y descalificaciones «revolucionarias» que sepultarán al «monzonismo» y a su Unión Nacional bajo una gruesa losa de iniquidades que nunca podrán quitarse de encima.

Así es como Monzón y los suyos son presentados como unos traidores que trataban de «disolver la organización de la vanguardia proletaria en el movimiento de unidad» formando «tendencias típicamente oportunistas y capituladoras», cuyo objetivo era «rebajar el papel dirigente del partido» y «liquidarle (sic) como vanguardia de la clase obrera». Los calificativos-delitos son innumerables: aventureros, agentes conscientes del enemigo, intelectual de formación burguesa lleno de ambiciones personales, camarilla familiar, resentidos, amargados, ambiciosos, pequeñoburgués, colaboracionista, semiaristocrático…,además de vestir como un «dandy» y de darse a las grandes comilonas.

En definitiva, «hay que terminar de extirpar» este tipo de manifestaciones porque el «Partido fue educado por Pepe Díaz y Dolores Ibarruri» en la «justeza indudable» de los sacrosantos principios comunistas. Pero, pese a la importancia del mal provocado por el «monzonismo», todo tiene solución; «cuando el camino está oscuro y no es fácil orientarse, hay una estrella polar que no falla: la Unión Soviética, el Partido bolchevique, el camarada Stalin». Y el artículo de Carrillo finaliza de esta forma: «Estamos orgullosos de ser miembros del Partido de Lenin y Stalin, del Partido de Dolores Ibarruri y José Díaz. Mantengamos eternamente viva la llama del amor y la adhesión al gran país del socialismo, al Partido bolchevique, al gran Stalin; ellos son la esperanza de los pueblos, la esperanza oprimida y martirizada».

«A la luz del comunicado de Bucarest», a Carrillo por fin le encajan todas las piezas en la investigación policiaca que había iniciado en 1945. Todo el periodo desviacionista y liquidacionista de la Unión Nacional bajo el mando de Jesús Monzón no era otra cosa que una conspiración antisoviética en la que se daban la mano agentes imperialistas y fascistas. Ahora, solamente faltaba la prueba que lo demostrara y claro estaba que aquel dato debía estar en la cabeza de Carmen de Pedro y Azcárate. Durante varios días de enero de 1950, Carrillo convoca, en sesiones de mañana y tarde, a estos dos militantes para hacer un viaje en el túnel del tiempo; primero por separado y, al menos en una ocasión, juntos, les interrogará sobre todas las actividades políticas y personales que realizaron entre 1940 y 1945, llegándose a situaciones que nada tienen que envidiar a un careo judicial.

Aunque, teóricamente, se trata de conseguir información de carácter político, la necesidad de hurgar en los escondrijos más profundos de las conciencias y de los actos llevará a descubrir asuntos reservados a la intimidad de las personas. Las miserias de las que se responsabilizan les salpicarán recíprocamente. Carmen de Pedro hablará de la cobardía de Azcárate, de cómo le temblaban las manos al encargársele una misión; Azcárate expondrá algunas de las cosas que Carmen decía de personas consideradas intocables. Por ejemplo, que Carmen había hablado de Manuel Delicado —miembro del Buró Político— poco menos que como de un degenerado que intentaba «acostarse con ella por procedimientos repugnantes» y que Isidoro Diéguez —igualmente del Buró Político— le hacía el juego poniéndose, cuando iban al cine en Madrid, detrás de Carmen y luego se quitaba para que Delicado se pusiera en su lugar y le «metiera mano»; que Mije tenía una querida y que por eso llegaba al Comité Central con retraso, a las seis de la tarde; que Dolores se ponía furiosa cuando llegaban delegaciones de mujeres y no quería recibirlas porque estaba cansada… Da la impresión de que, como ocurre en algunas situaciones extremas, los dos comparecientes intenten hacerse el mayor daño posible. El propio Carrillo se sorprenderá, ante la dureza de la «discusión», por su papel. «En la práctica —reconoce— yo parezco aquí un juez de primera instancia». Juez y parte, habría que añadir.

Desde el principio, hay un objetivo claro: descubrir las relaciones que los miembros de la Delegación del Comité Central en Francia habían tenido con personas relacionadas con el espionaje norteamericano y particularmente con Field. Este, era el activista comunista estadounidense que dirigía en Suiza y Francia la organización de solidaridad con la causa republicana Unitarian. Por sus vinculaciones con posiciones críticas al stalinismo fue considerado espía, juzgado y condenado en Hungría por estos cargos. Más tarde, como en muchos otros casos, tuvo que ser rehabilitado tras llegar la desestalinización en 1956. Las acusaciones no tenían base alguna.

Pues bien, resultaba que Carmen de Pedro y Azcárate, y por lo tanto Monzón, habían estado en estrecho contacto con Field y su organización —Unitarian— en Marsella y Ginebra. Esta era la prueba clave que Carrillo necesitaba. A partir de este hecho, solamente había que desbrozar la madeja para descubrir la conspiración «monzonista». Reinterpretando «a la luz de la declaración de Bucarest» cada una de las cosas que habían hecho en el periodo de reconstrucción del partido, Azcárate y Carmen de Pedro pudieron comprobar cómo, en realidad, en vez de reforzar el partido, lo estaban destruyendo y cómo, en lugar de luchar contra la dictadura, estaban colaborando con ella. Todo era al revés de como habían creído durante años.

La obsesión de Carrillo eran los contactos mantenidos con americanos, ingleses o personas que hablaran inglés porque entre ellas podrían detectar a los agentes del imperialismo que colaboraban con Field. Daba en esos momentos la impresión de que el solo hecho de haber nacido en Estados Unidos o Inglaterra le colocara a una persona bajo sospecha y que fuera imposible la existencia de ciudadanos de estos países comprometidos con la causa del socialismo. Carrillo lo plantea con claridad: «Parece ser que algunos de estos agentes americanos, con los cuales entrasteis en contacto, probablemente el propio Field, os dijo que os dirigierais a las oficinas que tenían en Lisboa o a alguna persona que ellos tenían en Madrid». Dado que Field era el jefe de los espías, todo lo que viniera de él formaba parte de la red. Por lo tanto, quedaba dentro de ella hasta la Cruz Roja portuguesa, con la que Field les había puesto en contacto porque, a partir de ella, se podían realizar gestiones en España para aliviar las penalidades de los presos políticos encarcelados por Franco.

Carrillo quiere convertir a todos en espías. Así, Vitorio, el joven comunista italiano que se había enamorado de Carmen, era alguien que «había chaqueteado», no se llevaba bien con su partido y le había presentado a «todas esas gentes extrañas del espionaje». «No lo parecía así entonces», le comenta Carmen de Pedro. «¿Qué eran para ti todos esos americanos?», le pregunta entonces Santiago. Carmen le da una respuesta sencilla: «Gente a la que sacar dinero». Para Carrillo no pueden ser solamente unas personas de ideas «filantrópicas», como dice Carmen, porque estaban en contacto con Field y este era un espía al que se habían pasado informes sobre actividades del partido. De nada le sirve explicar que eran datos que Unitarian necesitaba para poder justificar la ayuda económica que les iban a prestar.

Bajo esta óptica, resultaban ser agentes los amigos yugoslavos, como Jacqueline y el periodista que enviaba fuera de Suiza los documentos de la Unión Nacional; el joven inglés de ideas laboristas aquejado de tuberculosis y que pretendía curarse respirando los aires puros de los Alpes era poco menos que el contacto con los servicios norteamericanos e ingleses. Los propios cuáqueros de McClean, tan amantes de los pobres y tullidos combatientes, quedaban bajo sospecha. Y, del entusiasmo que manifestaba Monzón por su labor humanitaria hacia los mutilados de la República, se desprendía que ya conocía suficientemente la auténtica misión de Unitarian. Una valoración semejante convertía a la organización del presidente Roosevelt en apoyo de las víctimas del nazismo en otra de las tapaderas que ahora había llegado el momento de descubrir. Además ya se conocía que durante la Guerra Monzón tuvo contactos en Alicante con «una inglesa» y que se llevaba bien con el director de Air France. Como todo el mundo sabía, dice Carrillo, todos los directores de estas compañías en el extranjero «son siempre agentes de los servicios de inteligencia». Y, ¡cómo no!, el cura carlista, amigo de la familia de Carmen de Pedro, que se ofrece a su madre para poder visitarla en Francia no es otra cosa que un agente de la Falange, cuando en esos años el enfrentamiento entre el hegemonismo falangista y los carlistas, relegados del Poder, era más que manifiesto.

Siguiendo este camino, termina quedando en el punto de mira hasta el Gobierno Vasco en el exilio, de declarada militancia anglófila durante y después de la Guerra Mundial. Bajo la intensa presión del interrogatorio, Carmen admite que Monzón podría haber sido un agente vasco o inglés, aunque a ella no le constara. Sí recordaba «su admiración por los vascos» y que «sus relaciones con el Gobierno Vasco de París eran constantes cuando le conoció» hasta el punto de que iba todos los días a las oficinas del presidente Aguirre. Carmen, hasta la publicación del artículo de Carrillo en la revista teórica del partido, había llegado a aceptar que Monzón hubiera sido agente de los vascos, de los ingleses y de los norteamericanos, pero no de Franco; sin embargo, ahora, podía ver con claridad que ser agente de los vascos, de los ingleses o de los norteamericanos era lo mismo que ser agente de Franco y de los falangistas. «Indiscutiblemente —explica Carmen— cuando después se ve el papel de los vascos en relación con los ingleses y americanos, se ve que Monzón tenía todas esas puertas abiertas». Tras esta deducción, Carmen de Pedro suelta una frase terrible hacia quien había llegado a amar con intensidad: «Cuando supe que mi compañero había traicionado [al partido] estuve conforme con que se le liquidase».

A lo largo de los interrogatorios, una y otra vez Carmen muestra a Carrillo su intención de colaborar, de decir todo lo que sabe y entregar todas las cartas que conserva de esa época; en varias ocasiones le dice que no tiene interés alguno de «ocultar nada al partido», pero que no puede recordar muchas de las cosas sobre las que se le pregunta. Sobre los mencionados informes que recogían actividades del partido pasadas a Field y ante las dudas de Carmen de que fueran tan vitales, Carrillo le dice: «Te voy a hacer otras preguntas, a ver si eso te ayuda a refrescarte la memoria»; y le presenta varias cuestiones sobre unas cartas apremiando a Gimeno para que pase los informes destinados a Field; como se ha comentado anteriormente, Unitarian necesitaba un documento para justificar el dinero que les había entregado y otro semejante había sido preparado para que Field lo enviara desde Suiza a la dirección del partido en América. La predisposición de Carmen a aceptar la interpretación de Carrillo sobre el auténtico destino de los informes es tal que le pide más datos que ayuden a recordar. «Tú planteas las cosas al revés —le indica entonces Carrillo—. No es el partido el que te puede ayudar a recordar; eres tú la que puedes ayudar al partido».

Carmen de Pedro, por mucho que lo desee, no puede poner sobre la mesa unas pruebas de un espionaje que nunca existió. Los momentos de tensión se repiten. En uno de ellos, Carrillo lanza una velada amenaza: «Si en esta misma discusión tú hubieras hecho un esfuerzo mayor, habría sido muy positivo, y, si lo haces, será muy positivo… Tienes que darte cuenta que hoy está en juego tu carnet del partido. Creo que para una persona que ha dejado su país, que ha dejado su familia, que se encuentra sola en la emigración como consecuencia de una lucha como la nuestra, el carnet del partido tiene un enorme y decisivo valor, más que todo. Pensando en eso, Carmen, yo te digo, y pienso que a esa misma conclusión puedes llegar tú sin que yo te lo diga, que las cosas están suficientemente claras; pensando en eso debes hacer un serio esfuerzo. Nosotros estamos decididos a tender la mano, a ayudar, a levantar a los camaradas honrados, fieles, y estamos decididos a limpiar de nuestras filas a todos los que no lo son». Le aconseja que vea las cosas con la «cabeza serena» y que «haga un gran esfuerzo». «Todavía me da miedo no ver claro», le comenta entonces Carmen.

Ante la insistencia de Carmen de que no puede recordar todo aunque es lo que más desearía para colaborar con el partido, Carrillo es tajante: «El partido no puede conformarse con la simple explicación de que no recuerdas… tratándose de ti no lo concebimos». Por si le sirve de referencia, Carrillo le presenta su hipótesis: «Para mí no cabe duda de que esos informes existieron, que se dieron a Field; pero es necesario que recuerdes que participabas en la elaboración de esos informes». Carrillo pasa por alto los otros informes enviados a través de Tatxo y Cabeza que fueron recibidos entusiásticamente en Cuba; solamente le interesa el que se entregó, según él, a Field.

Sin descanso, insiste en convencer a Carmen de que hay informes ocultos y que esos informes estaban guardados en algún sitio pese a que Carmen ya le ha informado que se destruían al cabo de un tiempo y que todo lo que conservaba ya lo ha entregado en una sesión anterior. No sirve de nada. El nuevo hombre fuerte del PCE está convencido de que se conservaban «copias de todos los informes». «Yo no los tengo, desde luego… estoy diciendo la verdad», le dice Carmen. El juez-policía vuelve a la carga: «¿Por qué razón aparecen unas cosas y otras no? ¿Por qué si estas cosas (las cartas entregadas) estaban en tu casa no fueron destruidas por Monzón? Todo esto es una historia muy extraña […] ¿Estás segura de que no existe ningún documento más?». Carmen lo ratifica de nuevo; lo ha entregado todo. «Tengo muchas dudas de eso», le contesta Carrillo, que no quiere aceptar que Field se había ofrecido voluntariamente como correo entre la Delegación del Comité Central de Francia y los miembros del Buró Político que estaban en América: «Tiene que haber otra razón, ¿cuál es esa razón?». Entonces comienza a especular con que el informe tendría como destino final las fuerzas norteamericanas y que, a cambio, Monzón recibiría dinero, que ese informe debía tener datos, falsos o verdaderos, sobre las fuerzas alemanas y del partido en Francia y España para demostrar el nivel de combatividad del PCE. Carrillo le pregunta si eso puede ser así. Carmen: «Mentiría si dijese que había sido así. Con mi mentalidad de entonces no niego que hubiera podido hacerse, pero si fue así yo no tengo el más mínimo recuerdo. Pido que me creáis, porque yo no tengo ningún interés en mentir. Sé que el informe se mandó, que el informe se mandó con mi autorización; que se me pudo haber presentado en aquel momento para conseguir dinero». Es todo lo que Carmen está dispuesta a aceptar.

La presión de Carrillo no cesa; un momento después, tras recorrer infructuosamente otros vericuetos de su memoria, le presenta su hipótesis con más claridad: «Si esta gente eran nuestros aliados tras el pacto anglo-soviético-norteamericano, que no ha existido nunca, en el marco de la lucha contra el mismo enemigo; si eran nuestros aliados, pienso que a Monzón no le costó ningún trabajo convencerte a ti de enviar a nuestros aliados un informe sobre nuestras fuerzas de combate si con ese informe se podía sacar dinero». Tenían que ser, en su opinión, datos «de tipo combativo», sobre «el desarrollo del partido».

Después le echa en cara otra retahíla de acusaciones. Entre ellas están el haber dado un «golpe de estado» contra la dirección dejada por el Buró Político, es decir, según Carrillo, Nieto y los Olaso; también haber convertido a la Delegación en una banda mafiosa capaz de prestarse a las más viles traiciones; le responsabiliza a Carmen de haberse dejado guiar con «instinto de mujer» más que como militante del partido; de confundir el amor con la política; de haber «capitulado» ante Monzón por aceptar el viaje a Suiza, dejándole las manos libres; de querer presentarse en Grenoble como el «auténtico Comité Central, la auténtica dirección del partido»; de ocultar en esta conferencia los documentos de la dirección.

Carrillo define al grupo de Monzón como una cuadrilla de aventureros, arrivistas, de gente sin conciencia, gángsteres políticos capaces de llegar al crimen para conseguir su objetivo de adueñarse del partido. Carmen cree que en aquella época, para darse cuenta de lo que pasaba realmente y poder enfrentarse con Monzón, debía haber tenido una formación política capaz de resistir la total influencia que sobre ella ejercía Monzón, a quien todos consideraban el líder indiscutible. Carrillo se escandaliza: «¿Cómo se puede admirar a un individuo del que se piensa que es capaz de matarte [Carrillo se refiere al elevado peligro que veía Carmen en cruzar la frontera de Suiza con un grupo de comunistas alemanes] y que te desplaza de la dirección del partido?». «Le consideraba más capaz [explica Carmen], se lo merecía, le admiraba políticamente […] gracias a él [el partido] había hecho todo lo que se hizo en Francia».

A partir de este momento comienza la parte más dura de los interrogatorios, una verdadera tortura psicológica que destroza los nervios y la entereza de Carmen. Las acusaciones cada vez son más graves; ella apenas puede contestar. Carmen es presentada como la responsable de que se incumplieran unas directrices que nunca habían existido, de haber creado una dirección paralela sin autorización del Buró Político —cuando él mismo, Uribe y otros miembros de la cúpula del PCE habían alabado su trabajo en 1943 y 1944— y de vanagloriarse por haber desobedecido al partido cuando en 1940 se había quedado en Francia ella, y no Monzón, como responsable. Carmen vuelve a repetir que Delage no había tenido tiempo de explicar con claridad las misiones que tenían cuando se fue «corriendo» de París, como los demás miembros de la dirección, tras el pacto Hitler-Stalin. Pero, Carrillo, impertérrito, vuelve a cargar toda la responsabilidad en Carmen porque ella tenía los elementos necesarios para comprender que Monzón no debía jugar un papel dirigente, para no dejarse convencer por él. «Pero me convenció —reconoce Carmen— porque él estaba a mi lado; no me habría convencido nunca si hubiera estado sola».

Carrillo ataca de nuevo y Carmen se da por vencida, renuncia a la defensa: «Hoy lo veo completamente claro; no hago la más mínima defensa». Y Carrillo aprovecha la debilidad de Carmen para dejar las cosas bien sentadas: «Te quejas de que te han rodeado intelectuales, gente podrida, llena de vicios, pero ¿quién ha elevado a esos intelectuales podridos llenos de vicios? ¿Los hemos elevado nosotros? Los habéis elevado vosotros; tú y Monzón. Concretamente tú. ¿Quién hace de Monzón un dirigente en Francia contra la decisión de la dirección del partido?». Carmen solamente puede contestar ya con monosílabos: «Yo… yo… yo…». Y lo admite todo: ella fue la que convirtió a Trilla en una pieza clave, quien convirtió en dirigentes a Juez, Arriolabengoa, Llanos, Tortajada, Anita… Carmen dice que la vanidad le cegaba. Y Carrillo refuerza esta impresión; era la vanidad, la aspiración de gozar del prestigio que tenían los dirigentes del PCE y de querer rodearse con la aureola que adornaba a la dirección.

Sobre ella recae igualmente la responsabilidad de no haber advertido al Buró Político de lo que sucedía cuando en 1944 estaba en pleno auge la desviación monzonista, cuando, como le dice Carrillo, «Monzón estaba traicionándoles en España». Le recuerda que, en esos momentos, además, su marido, Zoroa, «era quien estaba luchando allí contra Monzón, arriesgando la vida». Y le lanza otro dardo envenenado: «No fuiste capaz de decir la verdad al partido… una de dos: o tus sentimientos hacia Zoroa eran mentira o, si eran verdaderos, la razón que te ha llevado a sostener a Monzón y a defenderle después no era el amor… era una complicidad política». Para Carrillo, Carmen, así se lo dice, tenía una mentalidad psicológicamente «tan complicada, tan anormal, tan extraña» que no se parecía a las demás personas: «Eras un ser enfermo moralmente; las cosas son así».

Carmen reconoce que se había convertido en «un instrumento» de Monzón, pero que no era la única. Al oír esto, Carrillo le acusa de tener tendencia a «echar la culpa de las cosas sobre los demás». «No, Santiago —contraataca—. Para mí, las cosas están bien claras… ¿Por qué voy a querer ocultar algo al partido si no tengo otra cosa que el partido? Yo sé que no tengo otra cosa que el partido, porque en el partido lo tengo todo… Si me siento responsable de las cosas tal y como se presentan es evidente que estoy exactamente en las mismas condiciones que Monzón». Ahí, Carrillo tiene que pararle, porque no se le ha pedido que vaya tan lejos, porque nadie le ha puesto «en la misma situación que Monzón». «Nosotros —le explica— hemos considerado a Monzón como un traidor pero a ti no te hemos considerado una traidora». «Pero todas estas monstruosidades…», dice Carmen dubitativa ya sin entender nada. Carrillo le responde que se está poniendo en una actitud «fatalista». «Esa es mi impresión —dice Carmen— tengo una actitud de decir todo al partido… veo que he hecho cosas tan monstruosas y tan graves… no puede ser que una persona que ha hecho cosas tan graves esté en el partido». «¡Ayuda al partido!», le vuelve a machacar Carrillo. «Yo quisiera»… pero Carmen ya no aguanta más; se echa a llorar.

Antes de que acaben las sesiones, Carmen aún intentará que, para comprenderle, deben colocarse en la coyuntura que les tocó vivir, que debían tener en cuenta la habilidad con que Monzón había logrado engañar, no solamente a ella, sino a muchos más compañeros de mayor «firmeza y capacidad política». «No sé si imagináis lo que supone estar trabajando constantemente (con Monzón), día y noche, despertando en mí todos los vicios…». Para justificarse, Carmen describe el ambiente real en el que habían vivido esos años: «Para mí el partido existía, para mí había guerrilleros, se estaba haciendo un trabajo… es muy difícil que me creáis».

Para finalizar, Carrillo se encarga de explicar las diferencias entre la Unión Nacional «monzonista» y la que defendía la dirección del partido. Anticipándose seis años, la desarrollada por Monzón era exactamente igual que la desviación titista del Frente de la Patria, y, al ser «como dos gotas de agua», vincula a Monzón y al «bandido Tito» con las líneas mantenidas por Kostov en Bulgaria, por Rajk en Hungría y por Browder en EE. UU. En definitiva: «la liquidación del partido», su «sumisión a la burguesía y al imperialismo», «una línea de inspiración imperialista americana».

Aunque los interrogatorios afectaron a otros dirigentes, como Azcárate, la peor parte se la llevó Carmen de Pedro, de quien se esperaba la prueba definitiva que condenara para siempre a Monzón como un agente franquista. En su caso no solamente se juntaba el haber sido compañero de Monzón, sino también de Zoroa, que acababa de morir fusilado por Franco. Gimeno dice que «se derrumbó» y que sufrió una «depresión motivada por la muerte de su marido». Para Líster, estuvo al borde del suicidio[82]. Azcárate, en sus memorias, se refiere así a los interrogatorios que padeció él: «Salgo de esas sesiones destrozado. En un momento digo: “Si yo no fuese yo mismo, creería que soy un espía capitalista”»[83]. Para Azcárate, a partir de entonces, su pasado en la Resistencia quedaba definitivamente borrado y hablar de él suponía casi presentarse «como un traidor al partido». Luchar contra el nazismo, contra Hitler, contra Franco, casi se había convertido en un delito.

El 2 de febrero, solamente unos días después de terminar los interrogatorios, Carmen firmaría una autoconfesión que cuadraba perfectamente con las aspiraciones de Carrillo, hasta el punto de que él mismo la podría haber redactado. Su declaración comienza considerando que entre 1940 y 1950 no hubo nada en su vida que demostrara que había obrado como «debe hacerlo un comunista» y pide que se considere la declaración como «el reflejo del estado de ánimo de una pequeñaburguesa, llena de graves defectos, aniquilada moral, física y políticamente por el peso de los graves errores cometidos». A continuación dice: «Hoy no me siento digna de conservar en mi poder la fotografía que me dio la camarada Dolores, y, con la inmensa pena que para mí representa, la remito a la dirección del Partido, con la convicción profunda de actuar de forma que algún día me sea remitida, porque habré sabido ganarla y ser digna de los calificativos que en ella se expresan y hoy no merezco»[84]. «Separada del partido —añade— no me queda absolutamente nada. Absolutamente todas las puertas se me cierran». Monzón, para ella, la convirtió en el instrumento de la traición para «liquidar al Partido como vanguardia de la clase obrera, despojarle de su carácter y contenido de partido proletario revolucionario marxista-leninista-stalinista al servicio de los imperialistas extranjeros, cuyas consecuencias han sido muy graves para la lucha liberadora de nuestro pueblo». «Entregada totalmente a Monzón, hubiera llegado a donde él me hubiese querido llevar», además de haber fomentado y desarrollado al máximo sus defectos, y los enumera: vanidad, ambición, aventurerismo, despotismo, complejo de inferioridad…

Después viene la lista de los delitos de los que se autoinculpa: ocultar el papel de la dirección del Partido ante los militantes en Francia no divulgando los documentos que se recibían; desacreditar a miembros muy destacados de la dirección con críticas y observaciones dañinas; facilitar que Monzón apareciese como dirigente del partido; tolerar la creación de una «verdadera camarilla» en torno a la llamada Delegación y la promoción de camaradas sancionados por el partido por sus vacilaciones y debilidades; capitular ante Monzón por aceptar el viaje a Suiza, que dejaba la dirección del partido en sus manos; consentir y participar en que se gastasen fondos del partido en una vida —«francachelas y comilonas»— que nada tiene ver con la de los cuadros comunistas; negligencia por permitir que se diesen a tipos como Field informes sobre la situación del partido; llevar a la práctica la orden de invadir el Valle de Arán dada por Monzón siguiendo las instrucciones del enemigo; abrir las puertas a la labor criminal de Monzón contra el partido… La retahíla podría continuar y sería tan larga como Carrillo hubiera querido. Expulsada del partido, Carmen de Pedro desapareció de escena; Gimeno recuerda haberla visto en un acto de intelectuales celebrado en París unos años después, pero, a partir de ahí, nada; ninguna de las personas entrevistadas y que la conocieron volvieron a saber de ella; políticamente quedó fulminada, igual que su compañero, al que, finalmente, se había visto obligada a traicionar. Falleció en Francia el 9 de septiembre de 1994, llevándose consigo datos, sentimientos, impresiones que habrían sido fundamentales para completar la biografía de Jesús Monzón.

Con el editorial de Nuestra Bandera correspondiente a ese mismo mes de febrero de 1950, titulado «Hay que aprender a luchar mejor contra la provocación», Carrillo da por concluido el proceso estalinista al «monzonismo». Se habían conseguido algunos datos, según dice al principio, de los que se carecía en 1948. Además en el proceso de Budapest había quedado desenmascarada la red de espionaje de Field, quien «en apariencia se dedicaba a la “filantrópica” función de representar en Francia primero, en Suiza más tarde, al Unitarian Service, organización encargada de camuflar el espionaje so capa de ayudar a los refugiados». Las acusaciones, por lo tanto, pueden ser mucho más explícitas y concretas que en 1948. Así se informa de que, tras incumplir «reiteradamente» las directrices de marchar hacia América y «contando con el apoyo de los servicios imperialistas y, probablemente, de los franquistas permanece en Francia». Además, «detrás de Monzón están los servicios de espionaje norteamericano, están los agentes carlistas españoles», a través de cuyas visitas en Francia mantenía «un contacto frecuente con los franquistas».

Para la dirección del partido, Monzón hizo su propia versión de la política de Unión Nacional, «es decir, la versión de los servicios imperialistas» a fuerza de ocultar los planteamientos del Comité Central pese a conocerlos. Tras escupirle «la labor criminal» que había perpetrado, le acusa de ser utilizado por los reiterados «servicios imperiales y franquistas» para «sembrar la confusión dentro de las prisiones franquistas por las que va pasando e intentando ganar a aquellos que no están bien informados o vacilan». Finalmente la puñalada a Trilla, asesinado realmente a cuchilladas hacía cuatro años: el «traidor Gabriel León Trilla» denuncia, en colaboración con «X», a varios militantes del partido «que después van cayendo» en manos de la Policía franquista. Y como broche de oro, la conclusión: el partido ha desenmascarado a Monzón, a Trilla y a otros traidores de su calaña. La condena: ser borrados para siempre de los anales del movimiento comunista español.

La pena supletoria del olvido

Prácticamente a partir de su detención por la Policía franquista, tanto a Monzón como a sus camaradas les rodea una conspiración de silencio. Nadie volverá a conocer de su existencia, de sus acciones, de sus sacrificios, de su entrega, de su ilusión por la victoria, de sus miedos a la represión… Quienes tienen la capacidad de hacerlo, quienes, finalizada la II Guerra Mundial, dirigen las ediciones de Mundo Obrero y Nuestra Bandera impiden que, a través de los medios de difusión del partido, se cuele ni siquiera un suspiro de su existencia. No hay más que ojear los números del renovado y potenciado Mundo Obrero que se edita primero en Toulouse y, a partir de septiembre de 1945, en París. Mientras se encumbran los valores de los «fieles», los «infieles», los «traidores» como Monzón, son relegados al olvido. Resulta llamativo ver el tratamiento que reciben incluso quienes, como Cristino García y sus «Cazadores», ejecutaron la orden para liquidar a Trilla, Canals y Pérez Ayala. Asimismo es ilustrativo el tratamiento dado a la ejecución de Zoroa en el Mundo Obrero de enero de 1948. Junto a su fotografía, se ensalzan sus valores como revolucionario y se le coloca como ejemplo de lucha del partido, utilizando un especial despliegue tipográfico tanto en la portada como en las páginas interiores. La gloria está reservada a los fieles.

Pasquín denunciando la ejecución de Cristino, en el centro, quien ordenó matar a Gabriel León Trilla en Madrid.

Desde el propio mes de septiembre de 1945 hasta que se celebra en junio de 1948 el consejo de guerra contra el grupo detenido con Jesús Monzón en Barcelona, las páginas de Mundo Obrero se llenan de otros nombres, de otras fotografías y de campañas internacionales para salvar a otros presos, amenazados, como él, con la pena de muerte. Santiago Álvarez, Sebastián Zapirain, Bonilla, José Satué, Isidro Calvo, Manuel Álvaro, Cecilio Mesa, Ambrosio Gómez, Gómez Gayoso, Antonio Seoane, Juan Romero, José Batrina, Carmen Orozco, José Olmedo, Marcelino de la Parra y muchos más. Un número tras otro, buena parte de las páginas se dedican a recordar la lucha de los héroes contra la represión, «la ejemplar actividad y heroísmo de los patriotas y revolucionarios», de los «forjadores de la unidad popular». Incluso el mismo mes de julio, en el que correspondía informar sobre el consejo de guerra contra Monzón y los militantes que habían caído con él, se hace una recopilación de procesos judiciales que están en marcha en Barcelona, Burgos, Ocaña, Madrid y Bilbao, pero ni una sola línea ni una sola palabra ni una letra sobre la suerte de Monzón y sus compañeros.

No solamente la historia oficial del PCE, editada en París el año 1960 por Editions Sociales, pasa de puntillas por este periodo, sino que la invasión del Valle de Arán —la mayor operación puesta en marcha por la guerrilla antifranquista— es, sencillamente, obviada. Veinte años más tarde, en 1980, el libro editado por el PCE para conmemorar el aniversario de su fundación únicamente recoge una escueta referencia a la existencia de Jesús Monzón, diciendo que formaba parte de «un centro de dirección del partido». Una epopeya resumida en seis palabras, ¡magnífico ejercicio de síntesis[85]! Carrillo, en sus memorias, únicamente se refiere a Monzón para seguir justificando las medidas tomadas contra él, mientras que Dolores Ibarruri hace lo propio en las dos partes de las memorias de su vida: El único Camino, publicado por Ediciones Ebro, que cubre su trayectoria hasta el final de la Guerra Civil, y Memorias de Pasionaria, de Planeta, que abarca el resto de su vida. La Pasionaria solamente lo menciona para decir que era «un joven dirigente vasco» y que salió con ella de España abordo de un Dragón que despegó del aeródromo de Monóvar con destino a Orán.

Pese a la relevancia de su actuación en la reconstrucción y revitalización del PCE en Francia y España, la dirección del partido había borrado su figura de la memoria colectiva, como si nunca hubiera existido. Esta situación se prolongó más allá de su muerte en 1973, más allá del fin de la Dictadura en 1976, hasta el punto de que la inmensa mayoría de los miles y miles de jóvenes que engrosaron las filas del PCE en los años sesenta y setenta, ni siquiera los de Navarra y Pamplona, los de su tierra y su ciudad, tuvieron nunca constancia de su existencia y, lo que es peor, siguen sin tenerla hoy.

Pero no todo fue silencio. Cuando en el verano de 1956, la dirección del partido retoma la política de reconciliación nacional y del trabajo de masas aprovechando los resquicios de las instituciones franquistas —elecciones locales y sindicales—, Carrillo intenta recuperar a algunos de los dirigentes «monzonistas» y «titistas» que habían sido linchados políticamente. El caso más significativo es el de Manuel Gimeno que, después de llevar años separados del partido, recibe un buen día, sin comunicación previa alguna, la visita de un enviado de Carrillo: «Santiago quiere verte», es el mensaje. Al acudir a la cita, se encuentra con la sorpresa de que se le propone entrar de nuevo en España porque se había perdido el contacto con el camarada que estaba trabajando en la ciudad levantina. Su misión es restablecer la comunicación, explicarle en qué consisten las jornadas por la Reconciliación Nacional y presentarle el panorama, a nivel nacional, de la situación del partido. Para animarle, Carrillo le dice que Jesús Monzón también se ha reintegrado al partido y que está trabajando en Pamplona: «Allí está tu amigo Monzón, organizando las jornadas».

Gimeno, que acepta la misión, no desaprovecha la circunstancia para recordarle que a él se le había apartado pese a que ellos tenían constancia de que Mije y la dirección de México estaban de acuerdo y jaleaban el trabajo realizado por la Junta Suprema de Monzón. Carrillo intenta justificarse explicando que eran unos años muy duros y que él bastante tenía con defenderse a sí mismo en esa época de caza de brujas. Gregorio Morán asegura en Miseria y grandeza del Partido Comunista de España que realmente se intentó recuperar a Monzón pero que el comunista navarro, como también lo haría Bullejos, rechazaría la maniobra.

Otro de los dirigentes que intentó que se rehabilitara políticamente y se reconociera la labor de Monzón fue Ángel Pascual Bonis, historiador y reorganizador del PCE en Navarra durante los años setenta y que, pese a desearlo, no pudo entrevistarse con Monzón cuando regresó enfermo a Navarra. Él está convencido de que su defensa de la figura de Jesús Monzón dentro del partido le granjeó caer en desgracia ante el todopoderoso secretario general. Ramón Tamames basó su Historia de Elio, una novela escrita en prisión, recordando las vicisitudes de Jesús; Juan Cruz Juániz, por su parte, aprovechó la estancia de Santiago Carrillo en Pamplona para asistir a un mitin durante las primeras elecciones democráticas para abordarle, a las puertas del Estadio Amaya —donde estaba prevista la concentración—. Carrillo no quería saber nada del asunto, se negó a hablar de ello y Cruz Juániz se despidió de él con cajas destempladas. Teodora Gómez Serrano, Dora, conocida militante comunista en Navarra, de la que se hablará más adelante, también reclamó ante los responsables del partido la necesidad de que se planteara restaurar el buen nombre de Jesús. La respuesta que recibió fue que «se haría cuando llegara el momento» pero que ese momento «todavía no había llegado».

Pero lo más curioso de esta historia es que Santiago Carrillo, al finalizar los años sesenta, terminó haciendo lo que Monzón había intentado veinticinco años antes. Entre los contactos establecidos en 1959 para poner en marcha la «nueva» política estaba nada menos que Manuel Jiménez Fernández, el exministro demócrata-cristiano que firmó con Monzón el manifiesto de la Junta Suprema de Unión Nacional. Ese camino terminaría en el mismo punto al que Monzón quería llegar —la alianza con sectores católicos y monárquicos— con tres décadas de anticipación. Manuel Gimeno recuerda una anécdota sobre las relaciones que, cuando ya estaba totalmente reintegrado en el partido, la dirección del PCE tenía con los carlistas. Sucedió durante un homenaje a Alberti en un centro que, impulsado por Gimeno, aglutinaba a la cultura del exilio en París. A este homenaje invitaron a la familia real carlista. Alberti se acercó a Gimeno y le pidió que le presentara a la princesa María Teresa de Borbón Parma. Ella le saludó cortésmente y el poeta comunista, plegándose a las circunstancias en un gesto de simpatía le contestó: «A sus pies, alteza».

El propio Carrillo se aproxima, en sus memorias, a la proyección social del carlismo. Recuerda que, en una ocasión, el pretendiente, Javier de Borbón, le había comentado que si se hubieran conocido en 1936 quizá hubieran podido evitar la guerra; en otro encuentro, Santiago estuvo hablando con la princesa Irene, esposa de Carlos Hugo, quien le dijo que los carlistas y los comunistas se parecían mucho. «Me dio que pensar», explica Carrillo, «así como cuando Calvo Serer me había dicho algo parecido, referido al Opus Dei, lo había rechazado, en este caso encontraba cierta analogía: la raíz popular del carlismo, la profundidad de las convicciones que cada uno profesábamos, la sinceridad de nuestro comportamiento. Al lado de eso, la nueva versión del carlismo encarnada en don Carlos Hugo no era en absoluto lejana a nuestras convicciones. Mis conversaciones con María Teresa, hermana de don Carlos Hugo, confirmaban la misma impresión»[86].