XII.

La oficina era pequeña, con viejos muebles de madera, con un par de carteles turísticos grapados en la pared, con un armario metálico en el que se guardaban legajos y una mesa pequeña, junto a una ventana, sobre la que había una máquina de escribir, una Olympia de carrocería acorazada, con una línea y un color verde olivo que se parecían a los de un casco de guerra, un casco de guerra alemán, para ser exactos, como el que yo había llevado en la expedición a Jaizkibel. La oficina tenía ese olor de papel rancio y de madera con orificios de carcoma que solía ser el olor de todas las dependencias administrativas del cuartel, y que casi lo ahogaba a uno cuando entraba en la biblioteca, donde a los olores del papel y de la madera se unía el de los cortinones rojos como de teatro a los que tal vez no se les había sacudido el polvo desde los tiempos del general Primo de Rivera.

La oficina era un paréntesis de quietud, un breve hogar o un refugio modesto y seguro en medio de la gran intemperie de la experiencia militar, pero algunas veces los sargentos de la compañía entraban como golpes de vendaval en ella y daban portazos y gritos y le exigían a uno algo imposible y urgente y lo amenazaban con meterle un puro, y cuando unos minutos después ya se habían marchado con un segundo portazo no quedaba ni rastro de aquella calma de burocracia pobre en la que uno se había adormecido como un escribiente sin grandes ambiciones en la vida.

A los sargentos de la compañía, lo mismo que al feroz Chusqui de la Policía Militar, que a lo que aspiraba inalcanzablemente en la vida era a aprobar los exámenes de ingreso en la academia de suboficiales, el trabajo de la oficina y su misma existencia les parecían un residuo innoble de tranquilidad civil, un nido de pacifistas o desertores, de lectores potenciales de libros y adictos sospechosos a la burocracia y a la palabra escrita. Los sargentos, que eran individuos de una brutalidad y de una juventud temibles, caminaban al galope, se ataban hacia atrás los cordones de las botas y no sabían hablar sino a gritos, y a gritos cortos, a ser posible, y aun en el más crudo invierno tendían a ir con la camisa abierta y remangada para mostrar los bíceps, y con gafas de sol: me acuerdo, sobre todo, del sargento Martelo y del sargento Valdés, que llevaban pequeñas banderas españolas con el escudo franquista en la correa del reloj y que lo miraban a uno de arriba abajo o de través con un desprecio frío, jactancioso y sin límites, con un aire de vigilancia y sospecha que en mi caso resultó ser más literal de lo que yo imaginaba. Desobedeciendo consignas superiores de prudencia se paseaban por el centro de San Sebastián con el uniforme de faena, que les daba aún más aspecto de legionarios del que ya tenían: no sólo despreciaban a los civiles y a los oficinistas, también a los mandos que según ellos se doblegaban o se dejaban corromper y humillar por los políticos y salían siempre de paisano o cruzaban las avenidas de la ciudad precedidos y seguidos por jeeps de escolta.

En Jaizkibel yo había aprendido a distinguir a aquellos sargentos y a temerles, pero en la oficina, al principio, me pareció que estaba a salvo de ellos, sobre todo cuando el brigada Peláez supo que éramos paisanos y decidió que me tomaba bajo su protección. En la oficina, al fin y al cabo, yo iba a manejar papeles y máquinas de escribir, y no armas de fuego, así que me sentía mucho menos vulnerable: corriendo a campo través con un mosquetón máuser en las manos o disparando con un cetme a la silueta negra de una figura humana era muy fácil que me quedara el último, pero escribiendo a máquina ya había demostrado que podía medirme con cualquiera, hasta el punto de que sólo gracias a la mecanografía había logrado eludir el progreso metódico de mis infortunios militares.

Había además una parte de mí que se complacía profundamente en las tareas tranquilas y monótonas de la administración, en el aprendizaje de los formularios y las sabidurías sutiles de la contabilidad y en las variedades lingüísticas de la redacción de los escritos oficiales. Mis maestros eran los dos escribientes, Salcedo y Matías, este último el más veterano, el titular oficioso de la administración en la compañía, tan cerca ya de licenciarse que contaba por días el tiempo que le faltaba para recibir la mitológica Blanca, que era el Grial de nuestros sueños soldadescos, la cartilla militar cuya posesión simbolizaba el final gozoso de la mili.

Matías era menudo, sonriente, con esa sonrisa blanda de los que tienden demasiado a agradar, con una simpatía entre servicial y bondadosa, porque era muy creyente, creyente moderno, desde luego, a la manera de ciertos maestros rurales de entonces, y cuando saliera del ejército quería estudiar Psicología y Pedagogía para ayudar a los demás. Matías era un talento de la burocracia castrense, un virtuoso de la administración que salía todas las mañanas con su carpeta de documentos bajo el brazo para pasearlos por todas las misteriosas oficinas del cuartel con una desenvoltura y una diligencia como de alto funcionario o de encargado de negocios, y cuando había que pasarle la firma al capitán -su oficina estaba junto a la nuestra- era él quien se encargaba de hacerlo, con una obediencia deshuesada de marcialidad, más de mayordomo que de soldado, o de camarero untuoso y servil en un café viejo de provincias.

El otro oficinista, Salcedo, era del reemplazo anterior al mío, así que iba a alcanzar de inmediato, en cuanto Matías se licenciara, no sólo el puesto de escribiente titular, sino también el rango de padre, que si no era muy alto tenía al menos la ventaja estupenda de librarlo de la ignominia de ser conejo. El exceso de afabilidad de Matías se compensaba con la reserva de Salcedo, igual que el físico algo mezquino de aquél contrataba con la estatura fornida de éste. Salcedo era alto, con el pelo claro y los ojos azules, gastaba parte de su tiempo libre en carreras solitarias de jogging y en sesiones de aparatos en el gimnasio, y hablaba con la severidad de la Castilla del norte, lo cual hacía que su sentido del humor tardara en ser percibido.

Salcedo había adquirido una perfección absoluta en su reserva, una capacidad secreta y admirable de no mezclarse con lo que sucedía a su alrededor, de permanecer ausente y recluido en un monacato invisible, pero riguroso, tan libre de melodrama como de misantropía. No era especialmente huraño ni se abstraía más que cualquiera, y en la oficina trabajaba con una exacta pulcritud, la misma con la que hacía su cama todas las mañanas o se duchaba y cambiaba de ropa interior cada día, hecho inusitado entre los cazadores de montaña, cuyo ardor higiénico estaba casi a la altura del ardor guerrero que nos asignaba nuestro himno.

El de Salcedo era un simulacro perfecto de presencia, un prodigio budista de quietud: estaba y al mismo tiempo no estaba, era un desertor íntimo que escapaba inadvertidamente del cuartel por la trampilla de su ensimismamiento, sin necesidad de escaquearse ni de emborracharse o ponerse ciego de canutos, como decían los más golfos, simplemente ordenando las cuartillas con membrete y los calcos en la máquina antes de escribir un oficio, o dedicando algo más de un minuto a sacarle punta a un lápiz. Encaraba las sinrazones, las barbaridades y los abusos del ejército con una mezcla de incrédulo asombro y resignación, y del mismo modo que había logrado reducir sus gestos y sus movimientos al mínimo imprescindible para cumplir sus tareas y fingir la presencia que reglamentariamente le correspondía, también había logrado economizar hasta el límite los recursos verbales con los que explicaba sus reacciones al espectáculo de la vida militar. Se encogía de hombros, fruncía los labios, movía tristemente la cabeza y declaraba:

–Te cagas.

Aquello era un manifiesto lacónico, una declaración de principios, un reconocimiento de derrota, una interjección al mismo tiempo de protesta y de fatalismo, de indiferencia y de horror. Entraba en la oficina con tumulto mular el sargento Valdés, buscaba algo, nos desordenaba todos los papeles, tiraba al suelo la copia de un escrito oficial y la pisaba con una bota sucia de barro, nos amenazaba con meternos quince días de prevención o con hacer de nosotros carne de garita si no le encontrábamos lo que buscaba, Matías se desvivía sonriendo y fingiendo actividad y repitiendo sí, mi sargento, a la orden mi sargento, y resultaba entonces que el papel aparecía inopinadamente o que el sargento lo había llevado desde el principio en un bolsillo de la guerrera, así que bufaba un poco apretando los dientes, se marchaba y cerraba de un portazo, y cuando nos quedábamos solos en la oficina y a Matías aún le duraba en la cara la sonrisa de servicialidad era Salcedo quien nos ofrecía un juicio definitivo sobre la invasión:

–Te cagas.

Era eso lo que decía cuando la lluvia arreciaba en las tardes oscuras de invierno, o cuando veíamos por el bulevar de San Sebastián una manifestación de abertzales que quemaban pilas de neumáticos y autobuses enteros, o cuando nos refugiábamos tras las cristaleras de una cafetería para que los antidisturbios no nos fulminaran con pelotas de goma y gases lacrimógenos cuyos destinatarios no eran los abertzales, sino cualquier figura humana que se moviera por las cercanías, o cuando probaba en el comedor la primera cucharada de un guiso abominable, o cuando el pobre brigada Peláez, que era tan novato como yo en aquel cuartel y en aquella oficina, le daba para copiar a máquina una carta llena de faltas de ortografía. El brigada se iba, recordándonos que si lo necesitábamos estaría en la sala de suboficiales, nos indicaba con un gesto de las manos que no nos levantáramos, y Salcedo, con los codos sobre la mesa, releía el borrador, contaba las faltas y los disparates sintácticos, movía resignadamente la cabeza, con incredulidad, ya sin asombro, como si al cabo de seis meses en el ejército hubiera comprendido que cualquier disparate era verosímil:

–Te cagas.

Entre Matías y Salcedo me fueron introduciendo en los misterios burocráticos de la compañía, que eran de una complejidad tan irreal como laboriosa, pues su finalidad consistía en inventar administrativamente un mundo perfecto, pero separado de cualquier vínculo con la realidad, del mismo modo que el mundo del cuartel estaba separado herméticamente de lo que sucedía al otro lado del río Urumea. Todo se hacía por escrito, todo se copiaba por duplicado o triplicado y se anotaba en los registros de entrada y de salida, se repartía por otras dependencias y se archivaban las copias en el armario metálico. Prácticamente todos los días se redactaba una lista de los miembros de la compañía, detallando graduaciones, permisos, arrestos, raciones de pan y plazas en el comedor, y cada tarea llevaba consigo el correspondiente formulario y exigía una redacción peculiar, un cierto número de trámites sinuosos, firmas y sellos que la corroboraran.

En la cumplimentación y en el reparto de todos aquellos papeles, desde tarjetas de identidad y solicitudes de permiso a oficios en los que se comunicaba una baja por enfermedad o un arresto, los oficinistas pasábamos hacendosamente la mayor parte del día, aunque también se consideraban incluidas entre nuestras obligaciones la limpieza de la oficina del capitán y el servicio ocasional de cafés con leche y copas de coñac a los suboficiales, que algunas veces parecía que tomaban nuestro breve recinto como la sucursal de un casino, y se recostaban en el sillón cruzando las botas de montaña sobre la mesa y fumaban tirando la ceniza y las colillas al suelo, aunque tuvieran delante un cenicero, exhibiendo musculosos antebrazos y rolex sumergibles en los que nunca faltaba la pertinente banderita. Un día, el sargento Martelo, sabiendo que Salcedo poseía una excelente habilidad para plastificar documentos, abrió su cartera con el gesto de quien va a exhibir un fajo de billetes y le entregó una foto de Hitler que tenía en el reverso una svástica, ordenándole que se la plastificara. Mientras buscaba el plástico adhesivo y las tijeras, Salcedo murmuró en voz muy baja a mi lado:

–Te cagas.

Yo era un aprendiz, al principio, un subalterno voluntarioso y callado, muy dócil, obediente a todo lo que me mandaban, aunque no me enterara mucho, dada la complejidad mandarinesca de las fórmulas y los procedimientos administrativos, que Matías me explicaba con una sonrisa blanda y animosa, de pedagogo o de psicólogo, dotado de una paciencia cristiana para mis equivocaciones. Me ponía a copiar a máquina escritos antiguos, para que me fuera aprendiendo las fórmulas obligatorias, tengo el honor de comunicar a V.S., Ruego a V.E., Dios guarde a Vd. muchos años, me dictaba despacio, señalándome las comas y los puntos, me daba una regla, un lápiz, una goma y un puñado de folios y me encargaba enigmáticamente que los rayara o los cuadriculara uno por uno, deteniéndose a hacerme ver cómo se trazaba una línea recta con la ayuda de la regla, me pedía que lo acompañara en su recorrido matinal por las dependencias del cuartel para que así pudiera yo aprenderme punto por punto el itinerario, siguiéndolo como si fuera su sombra, el secretario o ayudante de Matías, su acólito.

Debía de ser un par de años más joven que yo, pero me parecía mayor, más digno de respeto, no sólo por su veteranía, o por su barba, o por el aire de prematura vejez que suelen tener las personas con la boca sumida y la barbilla saliente, sino porque uno de los efectos que el ejército estaba teniendo sobre mí era el de olvidarme de mi edad verdadera, situándome en un estado de ánimo como de permanente y acobardado aprendiz, en una posición de inferioridad aceptada con respecto a mis superiores, parecida a la del alumno adolescente e interno con respecto a los curas penitenciarios del colegio, una distancia radical, aunque falsa, de la persona adulta, portadora de la autoridad.

Yo iba a cumplir veinticuatro años, y Matías tenía veintidós, pero cuando me equivocaba haciendo algo que él me había explicado me sentía tan abatido y tan ridículo como un adolescente. Algunos sargentos no pasaban de los veinte años: el teniente Postigo, recién salido de la academia de oficiales, y también llamado el teniente Castigo por el rigor con que los aplicaba, tenía veintiuno, y el capitán, a quien Salcedo y yo le limpiábamos la oficina todas las mañanas, veinticinco. Pero a todos ellos, a poco que me descuidara, yo los veía como adultos severos o amenazadores, y sin darme cuenta me humillaba para obedecerlos, me arrancaba o escondía una parte de mi experiencia y de mi edad para aceptar su dominio sobre mí tan instintivamente como un niño débil se encoge para no soliviantar a un grandullón.

–A ver, escribiente, tráeme el periódico.

–A la orden, mi sargento.

–Me cago en diez, muévete, que estáis todos empanaos.

–Es que es nuevo, mi sargento, hay que comprenderlo.

–Tú te metes las lengua en el culo, Matías, que a ti no estaba hablándote.

–A la orden, mi sargento.

A primera hora de la mañana, después de la firma y de la cumplimentación del registro de salida, que se llevaba a efecto en unos libros grandes y apaisados como lápidas, Matías iba distribuyendo el surtido diario de escritos en los diversos apartados de una gran carpeta de acordeón que constituía el cofre del tesoro y el emblema de la oficina, el símbolo augusto de la veteranía del escribiente bisabuelo que la transportaba. Era, igual que casi todo en el ejército, un artefacto arcaico y maltratado por los años, con las tapas de cartón recio, con gomas elásticas y cintas, una carpeta de funcionario prolijo y camastrón del siglo XIX.

Alguna vez, en un futuro de varios meses más tarde que sin embargo a todos nos resultaba muy lejano, yo me constituiría en portador de aquella carpeta, que ahora Matías estaba a punto de legar o de traspasar a Salcedo. Por lo pronto actuaba de acólito en el itinerario matinal y pastoral de Matías, fijándome, a instancias suyas, en cada uno de sus actos, imitando la mansedumbre algo eclesiástica con que se quitaba la gorra y bajaba la cabeza antes de entrar en las oficinas catedralicias del batallón o el paso resuelto con que atravesaba las dependencias de menor rango, repartiendo saludos, sonrisas y oficios como si repartiera estampitas piadosas o bendiciones de cura moderno y laboral. A su lado fui internándome en las profundidades más desconocidas, en las dependencias más insospechadas y raras del cuartel, descubriendo otro mundo en gran parte sumergido bajo las apariencias castrenses y casi del todo ajeno a ellas, un laberinto de oficinas ocultas, inactivas, silenciosas y umbrías, como covachuelas de los tiempos de Fernando VII, un alcantarillado de almacenes de objetos anacrónicos, de talleres de guarnicionería o talabartería, de cuadras, de cocinas inmensas y cámaras frigoríficas en los que se conservaban reses enteras que habían llegado ya congeladas de Argentina en los años cincuenta, de buhardillas irrespirables de tan polvorientas en las que reinaban furrieles misántropos como ermitaños, excéntricos como robinsones o buhoneros que hubieran reunido a base de rapiña tesoros de despojos, montañas de correajes o de botas, muros colosales de uniformes viejos y de mantas.

Hasta entonces yo había recorrido el cuartel en línea recta, en fila, como un autómata, siempre marcando el paso, siempre siguiendo una línea de puntos, lo mismo en el espacio que en el tiempo, del patio al dormitorio, del monolito a la puerta de salida, de la formación de diana a la del desayuno. Ahora, a la zaga de Matías, con el salvoconducto recién adquirido de mi destino de escribiente, yo ingresaba en territorios inaccesibles, en espacios cerrados o prohibidos, y siempre había que quitarse la gorra al entrar bajo techado y que volver a ponérsela al salir, y que decir a la orden y da usted o da usía su permiso, y si al subir uno por una escalera bajaba por ella un superior había que cederle el pasamanos, o en su defecto la derecha, porque el menor descuido podía significar un arresto, el trastorno de un permiso o de un fin de semana, y por mucho que uno se esforzara nunca podía sentirse a salvo de la equivocación o del castigo.

Levanta más la cabeza, me asesoraba Matías, pide permiso en voz más alta, no vayan a no oírte, no camines demasiado despacio, no sea que piensen que andas escaqueado, ni tampoco muy aprisa, para que no sospechen que te escapas de algo. Había grandes oficinas con balcones al patio, con techos artesonados, suelos de tarima y puertas de cristal escarchado, y en ellas se veía a veces de lejos a algún comandante o teniente coronel que parecían imitar el porte de los militares británicos de las películas, y que de algún modo se correspondía con el lujo tronado y anacrónico del mobiliario. En aquellas oficinas pasaban una mili indolente y dorada los beneficiarios de los mayores enchufes, hacia los que Matías profesaba un desdén populista, de escribiente de base, como si dijéramos, de becario pobre que se lo ha ganado todo a pulso y a quien ni siquiera su bondad cristiana exime por completo del resentimiento.

Por escaleras de mármol, con pasamanos de madera bruñida, cruzando altos dinteles con bajorrelieves de símbolos militares, Matías y yo ingresábamos en las dependencias de la más alta autoridad, pero después de dejar allí un cierto número de papeletas y de oficios y de recoger otros tantos viajábamos al otro extremo de aquellas secretas arquitecturas sociales, y entregábamos un papel en una cuadra donde los soldados olían a sudor y a estiércol exactamente igual que los caballos y los mulos a los que cuidaban. A los caballos y a los mulos se les pasaba lista de diana y de retreta, igual que a la clase de tropa, y el soldado que se ocupaba de cada uno de ellos lo sostenía de la rienda y gritaba presente poniéndose firme cuando escuchaba el nombre del animal.

Nos deteníamos un rato en el portal de remendón del subteniente guarnicionero, que era un hombre mayor, calvo, vestido entre de paisano y de militar, tan apacible que era muy raro cuadrarse ante él, tan solitario y absorto como un jubilado: con el subteniente guarnicionero Matías hablaba como si le hablara a un lugareño sentencioso, a gritos, porque el hombre estaba algo sordo, y después de hacerle entrega de algún papel y de una parte evangélica de su cordialidad me urgía a continuar nuestro recorrido.

Íbamos a la imprenta, atendida por dos hermanos gemelos que eran pelirrojos y tenían algo de articulado en sus movimientos, entrábamos en la oficina del capitán ayudante, donde entregábamos un vale para las raciones diarias de pan, y donde el capitán ayudante y el soldado oficinista no parecían tener otra misión que la de esperarnos a nosotros y guardar nuestro vale en un cajón, subíamos de nuevo por escaleras nobiliarias al gabinete topográfico, en el que unos cuantos soldados con gafas y ademanes de universitarios enchufados examinaban grandes hojas de mapas como si fueran frailes medievales preparándose para emprender una copia que duraría décadas, y procurábamos terminar el recorrido en las cocinas, donde entregábamos el parte de los soldados que asistirían al comedor y recibíamos a cambio, si había suerte, un tazón de chocolate o incluso una chuleta a la plancha. Algunas veces nos cruzábamos con el páter, el capellán castrense, vestido de clergyman, porque sólo se ponía la sotana y el manteo para la ofrenda a los Caídos de los viernes, junto al monolito. Matías se paraba a charlar con él, y se notaba que al verlo había vencido la tentación de inclinarse para besarle la mano: hablaban un rato del Hombre, o del compromiso con el Otro, o de darse a los demás en Cristo, y yo asistía a sus conversaciones, a sus blandas disputas de teología social, con una sonrisa mimética de la de Matías, como sonríe uno y mueve la cabeza cuando le hablan en un idioma extranjero y finge que se entera de algo.

Dar la vuelta al cuartel repartiendo y recogiendo papeles era cada mañana como dar la vuelta al mundo cerrado y populoso en el que vivíamos, y para no perderme cuando tuviera que repetir yo solo aquel trayecto procuraba fijarme en detalles que me orientaran y decía que sí a todas las explicaciones que me daba Matías, sonriéndole con atención incondicional, con gratitud, como si estuviera enterándome de algo. Desde arriba, desde la galería que daba la vuelta al patio, yo veía con alivio y sin la menor solidaridad a los otros, los condenados a la instrucción o a la gimnasia, los que braceaban y marcaban cansinamente el paso, con el cetme al hombro, siguiendo al cabo de guardia que los repartiría por las garitas, los que bajaban despavoridamente a formar porque estaba sonando el toque de retén.

Yo me había escapado, yo había logrado escaquearme, y calculaba, aconsejado por Matías, que en cuanto le diera un poco de coba a mi paisano el brigada Peláez éste me buscaría un permiso. Me sentaba delante de la máquina, esperando a que Matías o Salcedo me dictaran algo, y mientras escribía listas de nombres o extravagantes fórmulas protocolarias y abreviaturas idénticas a las del barroco miraba absorto por la ventana que tenía frente a mí, miraba el patio en el que durante tantos meses no dejó de llover, las filas de ventanas idénticas que se iban iluminando una por una mientras caía la noche prematura del norte.

Algunas tardes, después del toque de homenaje a los Caídos y de la bajada de bandera, que indicaba melancólicamente la hora de paseo, en lugar de salir a San Sebastián me quedaba en la oficina por el gusto de estar solo en ella, cerraba con llave, me ponía a leer, permanecía atento para prevenir el sonido de los pasos de algún suboficial, y si oía el gruñido y los taconazos del sargento Martelo o del sargento Valdés apagaba la luz y me quedaba inmóvil en la penumbra hasta que dejaban de golpear la puerta y se marchaban, no sin sacudir el pomo como si les costara convencerse de que la llave estaba echada, como si quisieran arrancarlo.

Una noche, al volver de la formación de retreta, encontré reventada mi taquilla. Los robos eran frecuentes en la compañía, pero a mí los ladrones no me habían quitado nada, limitándose a desordenar mi ropa, los pocos libros que guardaba. Cuando di parte del hecho al sargento Martelo, que era entonces sargento de semana, me miró de través, como miraba a todo el mundo, y me dijo que si no tuviera el empanamiento que tenía no me pasarían esas cosas.

A los pocos días, ya de noche, con la compañía desierta, porque aún no habían terminado las horas de paseo, yo copiaba a máquina un trabajo que debíamos entregar a la mañana siguiente mientras Salcedo limpiaba la oficina del capitán. Sonó el teléfono interior, el que el capitán utilizaba para darnos las órdenes: Ven enseguida, me dijo Salcedo. Empujé con sigilo la puerta de la oficina contigua y Salcedo, con la escoba y el trapo del polvo en la mano, como dispuesto a fingir que limpiaba si alguien nos sorprendía, me señaló sin decir nada un papel que había encima de la mesa. Era un escrito oficial, atravesado diagonalmente por un sello en tinta roja que daba sobre todo, o al menos eso pienso ahora, una impresión de melodramatismo y de novelería: Alto secreto.

Era un informe dirigido al capitán sobre un soldado que acababa de incorporarse a la compañía: con estupor primero, con un miedo súbito, recobrando de golpe el sentimiento de vulnerabilidad que me había angustiado cuando era un recluta, leí mi nombre en el informe. Desde la capitanía general de Burgos le comunicaban al capitán que yo había sido detenido por la policía en 1974, produciéndose en manifestación no pacífica, según los términos de aquella prosa entre confidencial y administrativa. Elemento potencialmente peligroso, continuaba el informe, se ruega discreta vigilancia durante seis meses. Encima de la fecha estaba escrita la misma fórmula que yo repetía diariamente en los oficios que Salcedo y Matías me dictaban: Dios guarde a Vd. muchos años.

XIII.

Quiero acordarme de la textura peculiar del miedo, de su cualidad del todo física, a la vez una punzada como de vértigo o de náusea y un peso sobre la respiración, una suma instantánea de todas las formas del miedo a la autoridad que uno había conocido en su vida, en su infancia escolar y franquista, el estremecimiento en la nuca una décima de segundo antes de que un cura me golpeara en ella con los nudillos secos y cerrados como un garfio, el sobresalto de oír pasos y cerrojos viniendo por el corredor de un sótano de la Dirección General de Seguridad, el terror ante la posible irrupción nocturna de la policía en un piso que compartí con militantes comunistas en el siniestro invierno entre 1976 y 1977, cuando había empezado a llegar la libertad sin que se retirase todavía la dictadura y vivíamos en una confusión turbia y asustada, en oscilaciones de alegría en el fondo cobarde y aluviones de pavor, de oscuridad y de sangre.

De nuevo habitaba yo en aquella clase especialmente afilada del miedo, lo respiraba como un aire muy enrarecido, el aire rancio de las dependencias militares que la Constitución de 1978 ni siquiera había empezado a ventilar, igual que nadie había cambiado aún los escudos en las banderas, que seguían luciendo el águila negra del franquismo, ni descolgado los retratos de Franco ni los carteles con su testamento, ni modificado la leyenda escrita con letras doradas en el monolito, Caídos por Dios y por España en la Cruzada de Liberación Nacional.

Faltaban unos días para que empezara la década de los ochenta, tan trepidante y celebrada luego, pero en alguna oficina militar de Burgos con muebles viejos de madera, tampones de almohadilla y retratos sepia del general Franco alguien había recibido y enviado luego una información secreta que concernía a un estudiante detenido en marzo de 1974 en la Ciudad Universitaria y encerrado durante algo más de cuarenta y ocho horas en una celda de la DGS. Pero la militancia antifranquista que seis años después me deparaba aquella notoriedad confidencial en el ejército había durado aproximadamente unos veinte minutos, los que transcurrieron entre el comienzo de la primera manifestación ilegal en la que participaba en mi vida y el momento en que fui tundido a golpes y amontonado junto a otros estudiantes en el interior de un autocar gris que tenía las ventanillas cubiertas por una celosía de alambre.

Me tomaron las huellas digitales, me hicieron fotos de perfil y de frente en un sótano con azulejos, me quitaron los cordones de los zapatos, el cinturón y el reloj antes de encerrarme en una celda casi a oscuras, hasta la que llegaban, por una tronera enrejada, los gritos de los vendedores de lotería y los pasos de las mujeres que taconeaban en la acera de la Puerta del Sol. Me interrogaron con más desgana que sadismo policías con gafas oscuras y trajes marrón claro, me soltaron dos días más tarde tan sin preámbulo como me habían detenido, después de inocularme un pavor que me duró mucho más que la dictadura, y que me inhabilitó para conspirar seriamente contra ella; la primera manifestación ilegal a la que asistí fue también la última, y mis raptos más febriles de antifranquismo se ciñeron desde entonces al ámbito inocuo y no muy arriesgado de la imaginación, de las conversaciones con amigos y de las asambleas tumultuosas y disparatadas de la Facultad: que el servicio secreto del ejército, a finales de 1979, me considerara un elemento potencialmente peligroso no sé si atestiguaba su aterradora omnisciencia o su desatada estupidez.

Pero no era posible entonces una ironía que me entibiara el miedo, la sensación súbita de que me vigilaban, de que todo se me hacía hostil de nuevo, la dificultad de respirar, viendo aquella hoja mecanografiada sobre la mesa del capitán, con el sello melodramático y rojo de alto secreto, sello que al capitán, por cierto, no debía de impresionarle mucho, pues no se había molestado en guardar bajo llave el informe, como si se hubiera olvidado de él nada más leerlo: el sobre que lo contenía, con el lacre abierto, también estaba encima de la mesa, todo lo cual le mereció a Salcedo un comentario terminante sobre la eficacia del espionaje militar español:

–Te cagas.

Sin tocar nada salimos de la oficina del capitán y la cerramos con llave. Era mejor no contarle nada a Matías, me dijo Salcedo, ni a nadie, seguro que aquello no tenía importancia, que el capitán no haría ni caso, bastaba ver el descuido con que había dejado el informe encima de la mesa y se había marchado sin echar siquiera la llave. El capitán era un hombre alto, delgado, con barba, con una expresión nada agresiva o soberbia, con largos apellidos que lo vinculaban a las castas más privilegiadas de la oficialidad y de la diplomacia. Yo había observado que pedía las cosas por favor y que daba las gracias, sin duda en virtud de esa buena educación cuyas maneras de respeto hacia los subordinados proceden de una conciencia indisputada y absoluta de superioridad.

Los que me daban más miedo eran los otros, el teniente Postigo o Castigo y los sargentos, Martelo y Valdés, que entraban siempre tan bruscamente en la oficina, como queriendo sorprenderme en algo, que registraban con cualquier pretexto mis cajones y que según supe muy pronto eran quienes me habían reventado la taquilla, buscando qué, me preguntaba, qué podían imaginarse que introduciría yo clandestinamente en el cuartel y escondería en ella. En sus miradas habituales de desdén ahora descubría un matiz de vigilancia y amenaza: ten cuidado, parecían decirme, ahora sabemos quién eres.

Yo era, o volvía a ser, lo que había sido como tantos otros, un huésped y un rehén del miedo, de un miedo inmediato y práctico, recobrado, irrespirable, el miedo de los recuerdos y el de la imaginación agudizado por los rigores inhumanos del Código de Justicia militar, que permitía a los mandos disponer de nosotros casi tan impunemente como de los súbditos de una tiranía asiática. Cualquier cosa podía ser considerada insubordinación, y bastaba la palabra de un superior para arrojarlo a uno a un calabozo inmundo o al espanto de un consejo de guerra. Era mentira la desahogada lentitud que aparentaba la vida en el cuartel, pensaba yo ahora, sintiéndome espiado y amenazado, acordándome de aquella frase, discreta vigilancia durante seis meses: cualquier paso en falso o equivocación mínima, cualquier apariencia de indisciplina, podían hacer que el mundo se trastornara a mi alrededor, igual que ya les había ocurrido a otros; el ejército era una maquinaria de un herrumbroso anacronismo y de una lentitud mineral que seguramente no habría podido ganar ninguna guerra, pero que podía aplastarlo y triturarlo a uno bajo la pura inercia de crueldad de sus normas. Por las tardes, hacia las seis y media, salían un rato al patio los castigados al calabozo, barbudos, muy pálidos, con una palidez blanda y como húmeda, arrastrando los pies, con los uniformes muy sucios, las guerreras desceñidas y las botas sin cordones, vigilados de cerca por soldados de guardia que esgrimían los cetmes en dirección a ellos: al menor gesto sospechoso tenían orden de disparar.

De un soldado vasco de la compañía contaban los veteranos que estaba preso en un castillo militar por culpa del sargento Valdés. Muerto de sed, durante unas maniobras de verano en Jaizkibel, el soldado se había salido de la formación unos segundos para beber de un botijo, y el sargento Valdés, de un puñetazo, se lo había roto en la cara. En un acceso instintivo de ira el soldado había alzado el puño contra el sargento, sin llegar a tocarlo: el consejo de guerra lo había condenado a un año de cárcel por agresión grave a un superior. Cuando lo cumpliera tendría que continuar en el cuartel los meses de mili que le faltaban en el momento de su arresto, durante los cuales lo humillarían y lo vejarían con más saña que antes y lo seguirían amenazando con una nueva prolongación de la mili.

Eso era tal vez lo que daba más pavor, la posibilidad de que el tiempo por algún motivo se dilatara o se detuviera volviendo vanos nuestros cálculos, nuestra paciencia, las tachaduras que cada noche hacíamos en los almanaques, los rectángulos de los meses ya cumplidos furiosamente aniquilados con tinta, como para prevenir su regreso. Entre los atributos de la autoridad militar se contaba también el de detener el paso de los días, y cuando a los veteranos les faltaba poco para licenciarse los sargentos y el teniente practicaban con ellos una forma particular de chantaje que consistía en amenazarlos con arrestos que les impedirían marcharse junto a los demás: en el último día, en las últimas horas, imaginaba uno, la angustia habría de ser tan insoportable como la necesidad de no manifestar abiertamente la alegría de estar a punto de irse de allí para siempre. Un minuto antes de salir con permiso a uno podía sobrevenirle un castigo, y esa noche, en lugar de en el tren, la pasaría en el calabozo o en los bancos de la prevención. Todo podía quebrarse, lo mismo mi destino de oficinista que la democracia española, casi a diario estallaban bombas y eran asesinados militares, policías y guardias civiles, se hablaba en los periódicos de la inminencia de un estado de excepción, de una nueva sospecha de complot militar, siempre desmentida por el gobierno, siempre renovada al cabo de una semana o de un mes. La irascible tensión física y la violencia mal dominada de los sargentos de la compañía eran para mí la forma visible de un peligro demasiado cierto como para no consumarse en desastre. Al general gobernador militar lo habían matado de un tiro en la cabeza el verano anterior mientras caminaba de paisano bajo las farolas blancas del Paseo de la Concha. La planta baja del gobierno militar estaba protegida con sacos terreros, y los soldados que hacían guardia en la puerta iban sin armas, para que no se las robasen a cara descubierta los gudaris de la goma dos, como ya había ocurrido varias veces, para desgracia de aquellos soldados, a quienes la mala suerte de estar de guardia durante la hazaña de los etarras les había costado un consejo de guerra.

Furgones blindados de la policía por cuya portezuela trasera asomaba el cañón de un fusil recorrían lentamente en fila las avenidas burguesas de la ciudad. Los oficiales llegaban al cuartel vestidos de paisano, y procuraban que en el vecindario donde vivían, si no era de casas militares, nadie supiera a qué se dedicaban. Si tenían que desplazarse a otras instalaciones del ejército lo hacían en convoyes con escolta: al bajarse del coche los rodeaban soldados con subfusiles y cetmes. Casi todos ellos habían sido enviados forzosamente al País Vasco y es probable que contaran los días que les faltaban para irse con la misma avidez que nosotros. Casi todos, salvo unos pocos que habían pedido aquel destino en el norte, por impaciencia de ascender o por heroísmo o por chulería o desesperación: Martelo y Valdés estaban allí voluntarios, desde luego, con dos cojones y a mucha honra, según solían repetir, y cada vez que el periódico traía la noticia de un atentado maldecían y juraban que si a ellos los dejaran con las manos libres iban a salir ahí afuera y a matarlos a todos, no sabía uno si a todos los terroristas o a todos los vascos, o incluso a todos los civiles, porque Valdés y Martelo habitaban un heroísmo imaginario que excluía del honor o de la simple decencia a quien no llevara uniforme, una valentía entre deportiva y etílica, de exhibición de musculaturas y de armas de fuego en los desfiles de los viernes y en las barras acolchadas de los bares de alterne.

También ellos, los militares, respiraban miedo y claustrofobia, y el desequilibrio permanente entre sus fantasías verbales de heroísmo y la estrechez y la angustia de la vida real, entre las arengas de valentía de las que se alimentaban y el hecho nada heroico de que ganaban muy poco dinero y vivían encerrados en mediocres pisos de extrarradio, amenazados de muerte y dejándose matar, los sumía sin duda en un estado de enervamiento y alucinación, los empujaba a afirmarse en las certidumbres ilusorias pero inamovibles que aún poseían, que habían heredado de sus padres y de sus profesores y que transmitirían a sus hijos. Jamás sufrían la menor contaminación de desánimo ni de realidad, entre otras cosas porque no era muy frecuente que se aventuraran en ella: pertenecían a familias militares, habían vivido siempre en barriadas militares, habían ido a colegios donde todos los alumnos eran hijos de militares y desde ellos habían pasado a la academia militar, y cuando se casaban lo hacían con hijas de militares.

Su trabajo diario era una demorada representación teatral, una perpetua ceremonia. A las ocho en punto de la mañana se izaba la bandera en la puerta del cuartel, en un mástil más alto que los aleros y que las copas de los árboles, y mientras iba ascendiendo por la cuerda se oía el toque de homenaje, y todo el mundo, en el minuto largo que duraba la ceremonia, tenía que quedarse perfectamente firme, con la mano derecha en posición de saludo, y sólo podía moverse una vez que terminaba de sonar la trompeta. A las seis de la tarde, la guardia formaba en la puerta del cuartel, y el oficial de guardia la encabezaba en su desfile hacia el mástil, seguido por un soldado que llevaba un cofre abierto y forrado de raso. Sonaba la trompeta, la bandera empezaba a descender, y los soldados adelantaban los fusiles ante el grito de ¡A la bandera! Presenten… ¡Armas!, y de nuevo toda la actividad visible en el cuartel quedaba inmovilizada como por un conjuro, como esos reinos en los que el tiempo se detiene durante cien años. El oficial recogía la gran bandera roja y amarilla, la doblaba con un respeto litúrgico, la depositaba en el cofre, y el desfile se repetía de vuelta hasta el cuerpo de guardia: pero bastaba cruzar al otro lado del puente, al barrio de Loyola, para que nada de eso existiera, para encontrarse en otro mundo del todo ajeno a aquellas ceremonias y a aquella bandera, y cuando uno volvía a esa hora al cuartel y oía la trompeta y tenía que quedarse firmes y llevarse la mano a la sien en mitad de una acera lo veía todo menos ridículo que irreal, aunque la gente, desde el interior de los bares, se le quedara mirando con burla o malevolencia.

Aun a la luz del sol y en los días sin niebla bastaba mirar hacia el cuartel desde el otro lado del puente para advertir la fantasmagoría y la insularidad de aquel edificio con aleros mudéjares y torreones de ladrillo, con piezas de artillería decorativas e inútiles asomando sus cañones entre los árboles, con una bandera que a pesar de su tamaño y de la altura del mástil en el que ondeaba también tenía algo de bandera fantasma. Sólo al cruzar el puente se distinguía a los soldados de guardia, los que estaban apostados tras las verjas y entre los árboles, los que asomaban los ojos por las ranuras de las garitas: pero lo que fortalecía el cuartel, lo que irradiaba de sus muros, era la sugestión y la fuerza del miedo, el miedo de todos nosotros, el miedo particular y secreto de cada uno, el del centinela entumecido de frío que a las cuatro de la mañana temía dormirse y ser sorprendido por el oficial de guardia, el del capitán que revisaba todas las mañanas su coche en busca de una bomba o cambiaba el trayecto hacia el cuartel para evitar una emboscada, el del vecino de Loyola que imaginaba camiones y jeeps militares erizados de fusiles cruzando el puente en la noche de un golpe de estado.

Acaso era el miedo la fuerza verdadera que impulsaba aquella máquina a la que todos pertenecíamos y de la que todos formábamos parte, el impulso de gravitación que impedía que la vida militar se dispersara o sufriera un colapso, el miedo administrado a diario, igual que nos decían que nos administraban el bromuro en el campamento, repartido eucarísticamente en dosis reglamentarias, en soluciones químicas de diferente densidad, el miedo de los generales y el de los reclutas, el del sargento Martelo y el de los terroristas a los que soñaba con ejecutar, el mío y el del brigada Peláez, que me invitaba todas las mañanas a un café y a una copa de coñac y se olvidaba del tiempo acordándose de cosas de nuestro pueblo, preguntándome si conocía a gente a la que él llevaba años sin ver, contándome su llegada al ejército, a los dieciséis años, no sólo el miedo, sino el hambre de entonces, el hambre de la que huía al alistarse como aprendiz de corneta y la que encontró en los cuarteles sórdidos como internados de posguerra donde pasó su adolescencia.

Al brigada Peláez tampoco le hablé sobre el informe secreto, del que yo estaba seguro que no sabría nada, porque se vio desde el principio que entre los mandos de la compañía el pobre hombre era un cero a la izquierda. Habría sido inútil buscar apoyo en él porque el brigada Peláez aún me parecía más acobardado y vulnerable que yo. También él tenía miedo de todo, no sólo de un disparo en la cabeza o de una bomba terrorista, sino también de las arbitrariedades de sus superiores, de los embrollos administrativos, de cada uno de los peligros del mundo exterior, que eran infinitos y que a su juicio sólo se detenían en la puerta de su casa, cuando entraba en el piso diminuto que compartía con su mujer en una luctuosa barriada de Martutene y se ponía las zapatillas de paño y se tomaba una copita de fino mirando la televisión mientras ella le preparaba la cena, las frituras y guisos cuyo olor nada más ya lo consolaba de aquel destierro en el norte.

Pero el miedo estaba en todas partes, no sólo en las calles como túneles de Rentería ni en el barrio donde vivía entre la penuria y la clandestinidad el brigada Peláez, sino también en el centro mismo de San Sebastián, en los jardines con tamarindos que hay frente a la playa de la Concha, en el mediodía de la Avenida o del Bulevar, que tenían en las mañanas de domingo una claridad de lujo, un brillo de escaparates de tiendas de joyas o de pieles y de cafeterías con grandes ventanales donde las señoras donostiarras de mediana edad tomaban té y tostadas y sandwiches de jamón y queso después de la misa de mediodía en el Buen Pastor.

San Sebastián, en las mañanas dominicales iluminadas por un tibio sol de invierno, era una ciudad balnearia y burguesa, una ciudad de orden, de derechas de toda la vida, con su casino y su Sagrado Corazón en el pico del monte Urgull y aquel palacio gótico tudor con céspedes ondulándose frente a la bahía del que contaban que fue construido para endulzarle las nostalgias inglesas a la reina Victoria Eugenia. San Sebastián tenía como una calma de veraneo antiguo, monárquico y eterno, el veraneo heráldico de los años veinte y el de los veranos fascistas de la guerra civil, cuando los ricos de Madrid, en lugar de volver a la ciudad en septiembre del 36, como habían hecho siempre, prolongaron las vacaciones indefinida y perezosamente esperando a que Franco se la devolviera recién conquistada.

San Sebastián, el San Sebastián de la Concha, de la Avenida de la Libertad (antes de España), del Bulevar, era una ciudad con perspectivas arboladas y ambiciones francesas, con opulencias de repostería y de gastronomía, una postal algo desvaída de la costa azul en el Cantábrico, y uno se paseaba por ella vestido de soldado, con el tres cuartos y la gorra, con los bolsillos y el estómago vacíos, con un desamparo casi de clochard o de inmigrante magrebí.

Pero de pronto, en medio de aquella calma, de los domingos lujosos y católicos, con escándalo de campanas en la catedral y rumor de cucharillas, porcelanas y pulseras de oro en las cafeterías, el miedo irrumpía igual que una inundación, al principio invisible, difícil de advertir para quien no conociera la ciudad, para quien no estuviera acostumbrado a ciertos cambios bruscos que se producían en el aire. Era como una onda opresiva de silencio que se abatiera sobre la ciudad dejando vacía una acera o las esquinas de una calle. Se cerraban puertas, se oía un eco de cortinas metálicas, se quedaban desiertos los veladores de una cafetería. Era el aviso del miedo, la pujanza de su onda expansiva, las décimas de segundo entre el estallido de un relámpago y la llegada del trueno.

Sin darse cuenta, sin saber qué había ocurrido, uno se encontraba atrapado en medio de una contienda de pedradas, de botes de humo y de pelotas de goma, en una discordia de sirenas y gritos, de vidrios rotos y golpes secos de disparos, y la humareda negra de una barricada de neumáticos daba una opacidad de eclipse a la mañana de domingo. Me acuerdo de los autobuses atravesados en los puentes del Urumea y de las siluetas veloces y jóvenes que se tapaban las caras con pañuelos negros y volcaban latas de gasolina sobre las ruedas y las carrocerías para levantar luego murallas de fuego y humo negro contra el avance de los furgones policiales. Saltaban de ellos los policías antidisturbios, con los uniformes marrones que llevaban entonces, algunos protegidos por cascos y escudos y otros a cuerpo limpio, con boinas ladeadas, con las guerreras abiertas, con pañuelos de colores fuertes al cuello, avanzando con el fusil de arrojar pelotas de goma apoyado chulescamente en la cadera, disparando contra cualquier cosa, histéricos de furia y de miedo, apuntando hacia las siluetas embozadas que les lanzaban piedras o hacia los balcones donde les parecía distinguir la figura de alguien. Solían llevar el pelo inusitadamente largo aquellos policías, y los que no se habían dejado barba tenían anchas patillas que les llegaban a la altura de la boca, y que acababan dándoles, junto a los pañuelos rojos o verdes y las camisas abiertas, un aire temible de bandolerismo.

Yo corría sujetándome la gorra para no perderla en la contienda y las piernas se me enredaban en los faldones del tres cuartos, me aplastaba contra una pared, me escondía en un portal abierto, y el olor del humo y el escándalo de las sirenas y de las consignas, la opresión en el pecho, el sobresalto del corazón, me devolvían al miedo de la primera y única manifestación ilegal de mi vida, al espanto de verme esposado en el interior de un furgón, esposado y sangrando por la nariz, mirando hacia la calle a través de una celosía de alambre.

Al cabo de unos minutos, confiado en la duración del silencio, abandonaba mi refugio y los encapuchados y los antidisturbios ya habían desaparecido, pero casi nadie se aventuraba aún en la avenida desierta, y entre los veladores volcados de una cafetería quedaban vidrios de vasos y de botellas rotas. En el aire flotaba todavía un residuo de pólvora y de gas lacrimógeno, y en la perspectiva afrancesada y dinástica de un puente fin de siglo seguía ardiendo un autobús con llamas rojo oscuro y humaredas densamente negras que nublaban el sol.

San Sebastián cobraba de golpe una grisura hostil de ciudad en estado de sitio, una tristeza de domingos militarizados y lluviosos en los que el silencio de una calle podía ser interrumpido por la trepidación cercana de una bomba, por un disparo que fulminaba a alguien sobre una acera y que se confundía de lejos con el petardeo de un tubo de escape. Al general gobernador militar le habían disparado a quemarropa en la cabeza durante la hora más plácida del paseo matinal junto a las barandillas de la Concha, y mientras agonizaba y se retorcía y se desangraba en el suelo la gente se apartaba un poco, como si no viera el bulto oscuro y la gran mancha de sangre, y seguía paseando con una perfecta serenidad de caminata balnearia. En Rentería, unos meses antes, varias compañías de antidisturbios habían entrado a saco arrasándolo todo, disparando a ciegas contra los escaparates de las tiendas y las ventanas de las casas en un paroxismo de barbarie, en una exasperación vengativa del miedo que a su vez alimentaba la embriaguez homicida de los terroristas.

Los sábados y los domingos por la mañana matrimonios perfectamente respetables asistían del brazo en el Bulevar a las manifestaciones encabezadas por grandes fotografías de presos y banderas vascas con crespones negros y con la serpiente y el hacha de la insignia etarra. Mientras tanto, al otro lado del Urumea, por encima de los árboles y de los aleros del cuartel, una descomunal bandera española con el escudo franquista ondeaba al viento que venía río arriba del mar, como la niebla y las gaviotas a las que oíamos graznar sobre el patio en los días de galerna, extraviadas en la lluvia, buscando abrigo tierra adentro.

Asustado y solo, potencialmente peligroso, sometido tal vez a una discreta vigilancia, paseándome con mis ropones de soldado por los atardeceres rosas de la Concha mientras que muy cerca de mí, en la Avenida, sonaban las sirenas, ardían las barricadas de neumáticos y estallaban las pelotas de goma en los cristales de los pisos, yo atesoraba en mi apocamiento, en mi desolación y cobardía, todas las formas posibles del miedo, a las pelotas de goma y a las pedradas, a la ikurriña con la serpiente y el hacha y a la bandera española con el águila sosteniendo un escudo, a los sargentos y a los abertzales. Entraba en una librería, incómodo por la evidencia de excepcionalidad que me agregaba el uniforme, iba al cine y al salir ya era hora de regresar al cuartel, echaba a andar hacia las afueras, para ahorrarme el autobús, y al llegar a Loyola, antes de cruzar el puente sobre el río, tomaba la precaución de tirar El País en una papelera, por miedo a que quienes tal vez me estaban vigilando consideraran el periódico como una prueba más contra mí. Una noche vi al llegar luces que se movían como reflectores bajo el agua, y luego unas figuras de hombres ranas chorreando cieno y manejando linternas emergieron entre la maleza de la orilla, absurdas y solemnes como personajes de un sueño. Uno de ellos se quitó la máscara de goma y vi la cara pálida, desencajada y carnosa, la mirada oblicua del sargento Martelo. En aquellos días se reforzaban las guardias, se entregaba munición doble a los soldados de escolta, se nos mantenía a todos en un estado permanente de alerta. Patrullas de hombres ranas sondaban las lentas aguas verde oscuro y el lecho cenagoso del río. Informes fidedignos difundidos confidencialmente por Radio Macuto aseguraban que el Servicio de Inteligencia Militar había descubierto que los etarras planeaban un ataque submarino o anfibio al cuartel.

XIV.

Cuánta mili te queda, lo tienes claro tú, más mili que al palo de la bandera, más que al monolito, decían, y aseguraban luego, con una ficción de condolencia y sarcasmo, a mí me jodería, y continuaban engolfándose en las comparaciones desmedidas, en los vaticinios de permanencia eterna, aquí te vas a quedar, como el buzón de correos, como el puente sobre el río, te quedan más guardias que al brigada Peláez, que llevaba veinte años de mili y que en los veinte más que le faltaban para el retiro no pasaría el pobre hombre del empleo de subteniente, te vas a licenciar tú cuando le den la Blanca al retrato del generalísimo, te vas a chupar más pochascaos y más retretas y dianas que el Chusqui, cabo primero eterno al que acababan de suspender una vez más en las pruebas de acceso a la academia de suboficiales, y que llevaba la gorra más hundida sobre el ceño que nunca y las botas con más hebillas y cordones que nadie, como si no fuera clase de tropa, un pringao idéntico a cualquiera de nosotros, sino oficial de comando, de boinas verdes, y era tanta su vocación que algunas veces, aunque no le estaba permitido, se colgaba al cinto una pistola y se ataba la base de la funda al muslo, como cualquiera de sus héroes, como los sargentos del cuartel y los mercenarios y comandos de las películas. Al salir de la compañía vigilaba de soslayo, si veía que un oficial se le acercaba tenía que esconderse, porque le podía imponer un arresto, y si lo arrestaban no sólo sufriría la vergüenza de verse moralmente degradado y mezclado con la chusma sin vocación que penaba sus empanamientos o sus indisciplinas en el banco de la prevención, sino que además vería más dañadas aún sus posibilidades de ingresar en el lugar de sus sueños, en el olimpo cerrado a cal y canto de la academia de suboficiales, cuyos exámenes de acceso no superaba nunca, a pesar de que no pudieran ser calificados precisamente de desafíos intelectuales, según apuntaba con sorna Salcedo, teniendo en cuenta que los sargentos Martelo y Valdés los aprobaron en su día.

Venenoso y patético, el Chusqui bajaba las escaleras golpeando muy fuerte los peldaños, con energía castrense, con rapidez gimnástica, se llevaba la mano a la sien al cruzarse con un superior y luego la dejaba caer con ese desgaire que era el dandismo de los veteranos, salía al patio, haciendo rechinar la grava, braceando, tal vez marcándose el paso a sí mismo en el interior de su cerebro empecinado, un, dos, er, ao, y entonces, viniendo no se sabía de dónde, de una ventana abierta o de las barandillas de hierro de la galería, se escuchaba un grito que le hacía volverse rígido de furia y buscando al culpable anónimo sin la menor esperanza de identificarlo:

–¡Chusqui, aquí te vas a quedar!

Esa era su tragedia, que quería quedarse y no lo dejaban. El Chusqui era un solitario, un iluminado, un incomprendido, un místico de la marcialidad y del escalafón, el creyente más fanático de una religión que sin embargo no lo aceptaba entre sus fieles, el admirador más fervoroso de héroes que menospreciaban su entusiasmo y ni siquiera llegaban a sentirse envanecidos por él. Los sargentos, hacia quienes lo inclinaban la chulería innata, la disposición sentimental y la proximidad jerárquica, tendían a menospreciarlo para enaltecerse comparativamente a ellos mismos, y porque entre un cabo primero y un sargento, por mucha vocación que el cabo tuviera, había una insuperable diferencia de casta: el cabo primero era clase de tropa, y el sargento pertenecía al rango de los suboficiales, y eso los situaba en mundos que aunque fueran contiguos estaban separados por un muro tan hermético como el de lo estamentos en el Antiguo Régimen o el de las clases en la Inglaterra victoriana.

En los grados inferiores de toda organización muy jerarquizada suele darse una conciencia de los privilegios y de los matices menores de la dominación más aguda y seguramente más cruel que en los escalones altos: un comandante, un teniente coronel, un general, veían a la tropa como una gran mancha más o menos geométrica cuyos elementos individuales, si se distinguían, resultaban siempre borrosos, casi abstractos, puramente numéricos. Para los sargentos y los brigadas, sin embargo, los soldados éramos una presencia continua, incompetente, deslavazada, haragana, sordamente hostil, al mismo tiempo intrusos o civiles emboscados y carne de cañón. Estaban diariamente tan cerca de nosotros que tenían que erguirse con jactancia simbólica para distinguirse de la chusma con la que no era difícil que se les confundiera de lejos: los sargentos, igual que los cabos, llevaban galones en la gorra, en las hombreras y en la bocamanga, y no estrellas, como los oficiales.

En los desfiles, los oficiales iban a unos pasos por delante de sus compañías, accionando los sables, que relucían al sol con un brillo de plata, con una curvatura de sables novelescos de esgrima o de carga de caballería. Los sargentos marchaban en la formación, en primera fila, pero dentro de ella, con subfusiles al costado, como los cabos primeros, como el iluminado Chusqui, que a cada convocatoria para la academia en la que era suspendido se aproximaba más a la ruina de sus sueños: al provenir de un reemplazo normal, el Chusqui sólo podía reengancharse un número limitado de veces, de modo que si no lo admitían en la academia de suboficiales se vería obligado a licenciarse más o menos al cabo de un año. Lo que él más temía era justo lo que más ansiábamos todos los demás, y los días y las semanas y meses que nosotros borrábamos en nuestros almanaques como victorias personales contra la lentitud del tiempo eran para él los episodios consecutivos de su fracaso.

Aquella discordia, aquella pasión imposible, aquel empecinarse en estudiar temarios de examen que nunca penetraban en su cabezón berroqueño, convertían al Chusqui en un misántropo más peligroso que un alacrán, pero también en una parodia y casi en un héroe de un propósito solitario que nadie le agradecía y que no provocaba otra reacción que el escarnio. Aun cuando llovía más recio cruzaba el patio en diagonal, a cuerpo limpio, sin impermeable, renunciando a la blandura afeminada o civil de ampararse de la lluvia en los soportales, con la pechera de la camisa abierta, con los brazos desnudos hasta la altura de los bíceps, con la pistola al costado, atada al muslo con una cinta negra, y la mano derecha oscilando abierta junto a ella, como un discípulo más bien de Lee van Cleef o del primer Clint Eastwood que del Gary Cooper de Solo ante el peligro, película que le sería menos familiar que los spaguetti westerns de su adolescencia, y de la mía. El agua le oscurecía los hombros y le chorreaba por la visera de la gorra, pero él seguía avanzando firme y un poco encorvado hacia adelante, braceando en sincronía perfecta con sus zancadas castrenses, y parecía entonces que estaba solo contra las adversidades del mundo, solo e indiferente a las miradas de burla que lo espiaban, marcándose el paso con un metrónomo cerebral e inflexible, el mismo que aplicaba en la instrucción a los soldados zánganos que tenía asignados, un, dos, er, ao, y estaba tan embebido en su fantasía militar o llovía tan fuerte sobre la grava del patio que ni siquiera levantaba los ojos ni se volvía en busca del culpable cuando desde una ventana del Hogar del Soldado una voz irreverente y beoda repetía el grito de costumbre:

–¡Chusqui, aquí te vas a quedar! – y replicaba otra:

–A mí me jodería.

Y allí nos quedábamos, no sólo el Chusqui, sino casi todos nosotros, salvo los bisabuelos a punto de licenciarse y algún dudoso enfermo o gordo excesivo a los que un tardío tribunal militar declaraba inútiles totales, como aquel gordo de la provincia de Cáceres que estaba conmigo en el campamento y que se comió un bocadillo de chorizo en el momento más solemne de la jura de bandera, un gordo magnánimo y feliz, rotundo, con un culo temblón y una perfecta panza búdica, invulnerable a las humillaciones del pelotón de los torpes y a cualquier amenaza de arresto por su lentitud o su torpeza. Al gordo lo habían destinado, igual que a mí, a San Sebastián y a Cazadores de Montaña, y luego a la segunda compañía, pero ni siquiera en Jaizkibel había adelgazado un gramo ni perdido aquel embotamiento de digestión feliz en el que parecía siempre dormitar. Una mañana, hacia las once, al salir de la oficina, lo vi vestido de paisano en su camareta de la compañía, que a esas horas estaba desierta. Era extraordinaria la rapidez con que se había despojado no sólo de la ropa militar, sino de cualquier actitud vinculada al ejército. Con dedos gruesos y cortos se ceñía al diámetro hinchado del vientre una cazadora, y al verme se echó a reír guiñando mucho los ojos, con una perfecta felicidad de lama imperturbable:

–Oficinista, aquí te vas a quedar. ¿Y sabes lo que te digo?

–Que a ti te jodería.

–Exacto.

Famélicos de envidia, estrangulados de congoja, como aplastados por la cruda y recobrada conciencia del porvenir eterno que nos esperaba, mirábamos irse a los bisabuelos y aceptábamos tristemente la repetición de sus burlas y el escándalo violento de sus celebraciones, en el curso de las cuales no era inusual que repitieran con nosotros, al fin y al cabo todavía conejos, alguna de sus más selectas novatadas. Durante la formación de retreta se tambaleaban en las últimas filas con las gorras torcidas, y ni siquiera el toque de silencio detenía su juerga, a pesar de que el imaginaria y el cabo de cuartel y hasta el sargento de semana les gritaran amenazas que ya no tenían el menor efecto sobre los más borrachos o los más amontonados. Tras el rompan filas gritaban ¡aire! con más furia que nunca, ebrios de antemano de libertad, trastornados por la cercanía de lo imposible, el cumplimiento del sueño único y común que los había atormentado y sostenido durante catorce meses, el que compartíamos en todos los cuarteles y campamentos del país unos trescientos mil soldados, cabos y cabos primeros, con la excepción del Chusqui, la entrega de la Blanca.

Si estaban libres de servicio se emborrachaban todas las tardes en el Hogar del Soldado, cantando mientras golpeaban las mesas y vaciaban botellones de cubata apócrifo y de calimocho, que era una bebida bárbara hecha de refresco de cola y de vino tinto peleón, un cubata de pobres que provocaba luego resacas mortíferas. Entonaban a gritos Ardor guerrero y El vino que tiene Asunción y Asturias patria querida, canción que por esa época no había sido elevada al rango de himno regional y era todavía patrimonio de las cuadrillas civiles y militares de borrachos. Sin demasiada precaución, porque era raro que los mandos entrasen en el Hogar, fumaban porros de hachís, que al mezclarse con los efectos del tinto malo y de la ginebra de garrafa los exaltaban primero en un delirio de temeridad y luego los sumían en un muermo negro de pesadumbre y resaca, en un sopor de animales tristes.

Las barbas, los uniformes sucios, las botas viejas, cuarteadas por el polvo, la lluvia y el barro, la dejadez idéntica de los ademanes, les daban a los bisabuelos un aire general de vejez prematura, de antigüedad legendaria en el ejército, y cuando a las ocho de la mañana, después de una noche entera de guardia, regresaban desfilando a la compañía, tenían un aspecto como de soldados harapientos de la guerra civil americana, soldados de morral al costado, mosquetón largo y daguerrotipo, resabiados, escaqueados, embrutecidos por catorce meses de mili y un año entero de guardias, por la costumbre del gregarismo y del hachís y las borracheras con licores infames en el Hogar del Soldado y en las discotecas más broncas de la ciudad, a las que acudían en masa los fines de semana vestidos de paisano, aunque con una uniformidad en la que no faltaba un punto carcelario: pelo muy corto, barbas, vaqueros ceñidos y gastados, marcando paquete, el de la hombría militar en la entrepierna y el del tabaco rubio, Fortuna o Winston, en el bolsillo superior, zapatillas de deporte, jerséis cortos y chubasqueros en invierno, y en verano camisetas ajustadas o camisas abiertas mostrando alguna cadena y el cordón del que colgaban las llaves de la taquilla.

Se movían en grupos, con un instinto de manada y una vaga actitud de pillaje, practicando en los autobuses y en las colas de los cines y de las discotecas la táctica cuartelada del asalto a mogollón, intoxicados de fuerza bruta, de abstinencia sexual y de pornografía, a la que entonces casi nadie estaba acostumbrado. Las mujeres abiertas y lívidas de las revistas pornográficas, traspasadas por hombres de virilidades monstruosas o arrodilladas frente a ellos y lamiéndolos con lenguas largas y rojas y párpados apretados, con las comisuras de los labios y las barbillas brillantes de semen, con una precisión de obstetricia en los primeros planos, eran el sueño del erotismo soldadesco, las diosas procaces de tipografía y papel couché que aparecían desafiantes y resplandecientes en su desvergüenza cuando una mano entreabría por primera vez las páginas y se iban degradando a medida que las revistas se gastaban con el uso excesivo, con la frecuentación solitaria, exasperada y devota.

En los cuarteles españoles, en el tránsito ya tan lejano a la década de los ochenta, los soldados de pueblo se iniciaban al mismo tiempo en las germanías de la delincuencia y de la droga, en las revistas pornográficas y en el uso del hachís, así que en cierto modo cumplían la vieja tradición de hacerse hombres en la mili: de reclutas más bien lampiños y medrosos pasaban en algo más de un año a onanistas consumados y bisabuelos coriáceos, y el vocabulario de mocetones rurales con el que llegaron al campamento se enriquecía velozmente con las palabras más turbias de la marginalidad urbana, que manejarían con vanagloria después de licenciarse, cuando regresaran a sus pueblos y contaran en el nuevo lenguaje a los más jóvenes sus aventuras militares.

Vivían, al aproximarse el final de la mili, en una efervescencia como de milenarismo, entre los terrores de un posible estado de excepción que cancelaría todo licenciamiento y las desatadas alegrías alcohólicas que provocaba el rumor de que iban a darles la Blanca unos días o unas horas antes de lo previsto. Asaltaba la oficina un grupo de bisabuelos borrachos o colgados, y nos asediaban a Salcedo y a mí porque alguien les había dicho que las cartillas militares las teníamos guardadas nosotros, y aunque era falso se empeñaban en registrar los cajones y en amenazarnos: la llegada de un sargento, o del brigada Peláez, interrumpía la invasión y el motín, y cuando nos quedábamos solos otra vez en la oficina Salcedo movía melancólicamente la cabeza al mismo tiempo que ordenaba el desastre y abría la ventana para que se fuera el humo del tabaco y el hedor alcohólico que los veteranos habían dejado tras de sí, manifestando con su admirable laconismo la opinión que le merecía todo aquel espectáculo:

–Te cagas.

Habíamos visto irse, recién llegado yo al cuartel, al reemplazo del escribiente Matías, que se nos alejó enseguida a un recuerdo del pasado distante -el tiempo tenía en el ejército casi la anchura y la lentitud del tiempo de la infancia-, y ahora veíamos irse a los que entonces ascendieron a bisabuelos, y les escuchábamos las mismas bromas que a los anteriores, aquí os vais a quedar, carne de garita, tenéis más mili por delante que el palo de la bandera, que el Chusqui, que el brigada Peláez, que el alma en pena del Generalísimo, vais a hacer más guardias que el monolito, me pegaría un tiro si me quedara la mitad de mili que a vosotros.

Una tarde, al volver Salcedo y yo de un paseo o del cine, los vimos cruzar en tromba el puente sobre el Urumea en una estampida de felicidad, gritando aire por última vez mientras arrojaban a las aguas pardas y grumosas del río los candados de los petates y las llaves de las taquillas, que iban a unirse en el limo del fondo con los candados y las llaves de todos los bisabuelos que se habían licenciado en no sé cuántos años, desde la primera vez que alguien hizo aquel gesto e inauguró aquella costumbre. Para que no nos sometieran a una última sesión de burlas consabidas Salcedo y yo nos refugiamos en un bar cuya ventana daba justo a la salida del puente: ahora me acuerdo que había una máquina de discos en la que yo ponía canciones de The Specials y de Madness, que me gustaban mucho entonces. En silencio, muy serios, vestidos con nuestros uniformes, veíamos a los veteranos que cruzaban hacia este lado del río y lanzaban al agua los candados como proyectiles o símbolos de una odiosa esclavitud, y es posible que los dos pensáramos que ellos, a diferencia de nosotros, nunca más tendrían que repetir el camino de regreso. Empezó a sonar el toque de bajada de bandera, y luego el de la oración de los Caídos, y nosotros, aunque estábamos dentro del bar, nos cuadramos instintivamente: los recién licenciados, los ex-bisabuelos, seguían corriendo y empujándose, de paisano, libres del ejército, guardando cada uno como el tesoro más preciado del mundo la cartilla que acababan de entregarle, la Blanca, el trofeo de catorce meses de encierro y de espera y el certificado absoluto de la libertad.

Ahora que los veteranos se habían ido hubo como un silencio nuevo en la compañía, hecho a medias de la ausencia de los recién licenciados y de la pesadumbre de quienes nos quedábamos. Una cuarta parte de las literas y de las taquillas estaban desocupadas, y la formación de retreta transcurría en una calma que nos extrañaba a todos, sobre todo al cabo de cuartel y al sargento de semana, que no se veía en la obligación de enronquecer a gritos ni tenía la sádica oportunidad de meterle una semana de prevención y arruinarle el final de la mili a un bisabuelo amontonado o borracho.

Pero aún no nos dábamos cuenta del modo en que nos parecíamos ya a quienes acababan de irse. Nosotros, los que llegamos a finales de noviembre, los conejos de entonces, ahora llevábamos barbas y uniformes de faena desaliñados y sucios, y obedecíamos desmadejadamente las órdenes en la formación, y bebíamos cubata y calimocho en el Hogar del Soldado, y teníamos taquillas ilegales alquiladas en bares de Loyola para cambiarnos de paisano. También sin que nos diéramos cuenta, la compañía había terminado por convertirse para todos nosotros en el lugar donde vivíamos, y la litera y la taquilla en nuestro espacio más íntimo, el refugio de la pereza y del sueño, incluso de la secreta lujuria, del erotismo solitario y nocturno que algunas veces provocaba un gruñido de muelles de somier en la oscuridad, una respiración tan fuerte como la de un sueño profundo, pero mucho más entrecortada.

Después del toque de silencio, los imaginarias rondaban la compañía en turnos de dos horas. El turno peor de todos era el tercero, entre las tres y las cinco de la madrugada, que partía cruelmente la noche y lo desalojaba a uno de las mejores horas del sueño. Recién extinguido el toque de silencio, apagadas una a una las luces en todas las ventanas del cuartel, salvo las del cuerpo de guardia, el imaginaria emprendía su ronda, pertrechado de correaje, fusil y machete, y los chistosos usuales repetían sin desmayo sus gracias más celebradas:

–Imaginaria, agárrame la polla.

–Imaginaria, tráeme un plato, que se me ha roto un huevo.

–Imaginaria, ¿sabes de electricidad? Ven a ver si esto mío es corriente.

–¡Alerta, imaginaria, que me la están metiendo!

–¡Callarse, maricones!

Aun en la oscuridad ya reconocía uno todas las voces, y sabía perfectamente quién dormía en cada litera y en virtud de qué acuerdos o afinidades tribales se reunían los grupos de soldados en las camaretas. Había conciliábulos de vascos, de catalanes, de gallegos, de canarios, pero no de andaluces, porque los andaluces en ese tiempo aún no habían sido plenamente informados por el gobierno andaluz de que lo eran y se agrupaban por provincias, o no se agrupaban en absoluto, dispersándose en fraternidades más abiertas o regidas por principios menos visibles. Las autoridades militares habían decidido que nadie, salvo los voluntarios, podía hacer la mili en su región de origen, con la finalidad, según aseguraban ellos, de que todos llegáramos a conocer los lugares más lejanos de nuestro país, o lo que es lo mismo, que descubriéramos eso que en la prosa franquista se llamaba la rica variedad de los hombres y las tierras de España.

Los más malévolos, los más politizados entre nosotros, suponíamos que la intención oculta de los militares era que en caso de un golpe de estado las tropas carecieran de vínculos personales con el territorio que ocuparan, lo cual facilitaría la eficacia de la represión. Pero yo no creo ahora que en el ejército español, y menos aún en sus cavernas golpistas, hubiera esa capacidad de sofisticaciones estratégicas. Sea cual fuese el motivo, lo cierto es que los cazadores de montaña de San Sebastián constituíamos una especie de Legión extranjera en tono menor, una desastrada confusión de orígenes y acentos en la que apenas se advertía el balcanismo que sin embargo ya estaba incubándose, y que a veces se manifestaba más como un exabrupto o un rasgo de mala leche que como un síntoma de algo: de pronto, sin venir a cuento, un valenciano se embravecía porque le habían llamado catalán, o un voluntario vasco censuraba cruelmente a otro por decir Bilbao en vez de Bilbo o San Sebastián y no Donostia.

Se observaba que había, en los gallegos y en los canarios, una solidaridad en el desamparo y la pobreza, un agruparse en el miedo al mundo desconocido al que el ejército los había arrojado, en la lealtad masónica o de cristianismo primitivo a los alimentos de la tierra de origen, que para los canarios era la más remota, la más definitivamente extraña: recuerdo la cara diminuta y cobriza de un campesino de Lanzarote al que siempre le venía grande la ropa y el correaje, su expresión de incredulidad y maravilla y hasta de pavor la primera vez que vio la nieve borrando el paisaje de parameras de Vitoria. A los catalanes se les notaba enseguida que provenían de una tierra próspera y bien organizada, y que una vez que se alcanza un cierto nivel de vida las nostalgias por el lugar de origen se vuelven mucho más tolerables. Un catalán nunca llamaba catalán a un compatriota; un gallego, al dirigirse a otro, siempre le decía galego, y los canarios acentuaban la intimidad de su pertenencia doblando el vocativo:

–Canario, me dijeron que trajiste gofio, canario.

Los gallegos se agrupaban en los rincones de las camaretas con los hombros muy juntos y las cabezas bajas, compartiendo el lacón o el orujo traído por uno de ellos que hubiera vuelto de permiso, o llegado en uno de aquellos paquetes de cartón atados con cuerdas que encarnaban el sueño de la gula igual que las revistas pornográficas y las chicas golfas de los barrios marginales encarnaban el de la lujuria. A los gallegos de origen aldeano los unía el idioma, la medrosidad, el arraigo en las topografías y en las nomenclaturas rurales: se emborrachaban sin escándalo, y se reblandecían entonces en una sentimentalidad de casa regional y de escudo de porcelana o de plástico con un hórreo y una gaita y una inscripción de las que se veían hace años en las ventanillas traseras de los coches, en los tiempos del zoi ezpañó, cazi ná: eu tamen son galego.

De los canarios descubría uno lo que seguramente no habría sabido de no ser por el ejército, que su identidad regional, aún poco celebrada, a pesar de un lunático que por aquellos años proclamaba desde una emisora de Argelia el derecho a la independencia y la africanidad de las islas Canarias, se subdividía en un encono de identidades menores, la de los chicharreros y la de los canariones, a quienes aparte del acento caribeño sólo unía la desconfianza hacia la península y el amor enigmático y apasionado por el gofio, una harina o polenta cuya aparición en el cuartel, en el petate de alguien recién llegado de las islas, provocaba por igual entre los canariones hercúleos y los menudos chicharreros una conmoción no inferior a la de la llegada de una partida de heroína a una comunidad de adictos:

–Canario, gofito guapo, canario.

Hay un relato muy poco conocido de Julio Cortázar que trata de un campeonato mundial de natación en gofio, ganado implacablemente por un atleta japonés. En el invierno lluvioso de San Sebastián, en las humedades sombrías del cuartel de cazadores de montaña, los canarios se alimentaban la nostalgia espesando con gofio todas las comidas, lo mismo el cacao o pochascao de los desayunos que los guisos de judías del almuerzo, convirtiéndolo todo en una pasta granulosa y suculenta que se adhería al cielo de la boca y también, según Salcedo, a las cavidades cerebrales, y cuando no tenían con qué mezclarlo se lo comían a puñados, reunidos en las literas como en las catacumbas de una eucaristía clandestina.

Salcedo, como era huraño, callado y de Valladolid, carecía del todo de identidad regional, más o menos como yo, que siendo de la provincia de Jaén no tenía un acento que pudiera ser calificado sin vacilación de andaluz. Pero ya entonces empezaba a verse que sin identidad regionalista o nacionalista no se iba a ninguna parte, y que quien careciera de ellas estaba más o menos condenado a una vulgaridad neutra y española, a un triste no ser nadie. A mí los andaluces con más acento andaluz y gracejo verbal me amedrentaban, y hasta me daban un complejo inconfesable de inferioridad, sobre todo cuando contaban chistes o batían palmas, o cuando alguien se sorprendía al conocer mi origen:

–Oye, pues habrás vivido mucho tiempo fuera, no se te nota nada que eres andaluz.

A mí me hubiera gustado que se me notara, y hasta me daba una cierta envidia oír aquellos acentos andaluces indudables de Sevilla o de Málaga y presenciar solidaridades regionales que mi condición desaborida y casi apátrida de jiennense me vedaba. Si es verdad lo que dice Chesterton, que se deja de creer en Dios y enseguida se cree en cualquier cosa, en el umbral de los ochenta y en el azaroso ecumenismo de aquellos cuarteles se comprobaba que con tal de no ser español casi todo el mundo decidía ser lo que se presentara, poniendo incluso más furia en la negación que en la afirmación, como si que a uno lo llamaran español fuera una calumnia. La izquierda, que por aquellos años se había quedado sin banderas, sin banderas republicanas ni banderas rojas, culminaba su ineptitud rescatando banderas regionales, inventándolas, inventándose, como la carcundia romántica del siglo XIX, tradiciones e identidades ancestrales, sagradas fiestas vernáculas, diatribas de víctimas seculares del centralismo español. El lirismo polvoriento de juegos florales y trajes típicos empezaba a transmutarse temiblemente en cultura popular, y la ignorancia hostil hacia el mundo exterior y el enclaustramiento en la provincia de uno cobraban un prestigio de desplantes políticos. Mi amigo Agustín, canario de Las Palmas, lo explicaba con una claridad terminante:

–Antes que español, turco.

Españoles eran, aparte de nuestros mandos y del Chusqui, aquellos que no podían ser otra cosa, según el luctuoso dictamen de don Práxedes Mateo Sagasta. Españoles, en la segunda compañía del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, en los primeros meses de la década de los ochenta, sólo había unos cuantos, gente rara y esquiva, de Murcia, por ejemplo, de Guadalajara, de Madrid, gente sin glorias épicas con las que enaltecerse y sin nostalgias definidas de ningún lugar ni de ningún guiso o baile o equipo de fútbol vernáculo. Ser de la provincia de Jaén, o de la de Murcia, era en aquella proliferación de nacionalidades como ser de una carretera o de un aparcamiento.

Había un soldado pelirrojo, encorvado, fornido, muy silencioso siempre, con cara de bondad, que se llamaba Martínez Martínez y era de Murcia, pero vivía desde niño en un barrio de Madrid sin ningún carácter, el de la Concepción o el del Pilar, así que ni siquiera tenía acento cheli o macarra, ni particularidad ninguna, salvo la de una mala suerte que lo condenaba regularmente a entrar de guardia los domingos y las fiestas más señaladas, y hasta parecía que la causa de su infortunio, de su mansedumbre y su tristeza era la falta de una identidad regional a la que adherirse, de un paisaje del que tener nostalgia o de un catálogo de agravios sobre el que cimentar el rencor y hasta la explicación del mundo. A Martínez Martínez no le quedaba más remedio que ser español, pues ni siquiera tenía, como Salcedo, la oportunidad de calificarse de castellano viejo, o de reclamar con gallardía un estatuto de disidente sexual.

Disidentes sexuales que manifestaran sin miedo sus preferencias había dos en el cuartel, uno, la Paqui, en la compañía de los enchufes de máximo voltaje, la plana mayor del batallón, y otro en la nuestra, en la segunda, un asturiano de mi mismo reemplazo que se llamaba Ceruelo y al que velozmente todo el mundo empezó a llamar la Ciruela, entre grandes carcajadas que a él no parecían afectarle. A la hora de formación la Paqui cruzaba la galería sobre el patio contoneándose como en una pasarela y el elemento masculino prorrumpía en bramidos y silbidos que los mandos preferían no advertir, dado que la Paqui gozaba en el cuartel de una indulgencia absoluta, por razones que nadie hubiera considerado prudente averiguar. Para Ceruelo o Ciruela, que era un homosexual más de diario, dependiente en una camisería o en una tienda fina de corbatas, la vida en la segunda compañía resultaba más dura que la de la Paqui, por culpa de las guardias, y porque a veces, en los dormitorios o en las duchas, los veteranos lo hacían víctima de bromas feroces, pero él se comportaba siempre con una dignidad admirable, con un coraje descarado que más de una vez dejó helados a sus agresores: yo seré maricón, les decía, pero vosotros sois peores que bestias. Por las noches, al apagarse la luz, cuando el imaginaria empezaba su ronda, voces burdamente afeminadas llamaban a Ceruelo:

–¡Ciruela, que se te cuela!

–¡Ciruela, chúpamela!

–¡Aprovecha, Ciruela, que se me ha puesto dura!

Pero poco a poco nos dábamos cuenta de que a pesar de todas las diferencias, de la mezcla disparatada e imposible de azares que nos habían conducido a aquel lugar, había entre todos nosotros un impulso común, una identidad provisional pero muy fuerte que se superponía a las anteriores, a las que recobraríamos cuando nos marcháramos de allí: habíamos ingresado en el ejército al mismo tiempo, habíamos sufrido los mismos amaneceres helados en las colinas de Vitoria y jurado bandera el mismo día, habíamos compartido el mismo miedo la noche de finales de noviembre en la que bajamos de los autobuses enfrente del cuartel, ateridos por la niebla del río, nos habíamos acostumbrado a las mismas ropas, a las mismas órdenes y a las mismas palabras, al mismo olor de las taquillas, al tacto de las sábanas, a la brutalidad de los sargentos, a la lluvia perpetua de San Sebastián, ansiábamos todos con desesperación idéntica el paso de los días, de las semanas inacabables, de los meses eternos.

Nos parecíamos mucho más de lo que hubiéramos querido, igual que nos parecíamos en las barbas, en la falta de higiene y en el desaliño de los uniformes de faena, y también en el día último en el que nos sería entregada la Blanca. Desde el primer día en que llegamos al campamento había empezado a unificarnos la disciplina militar y nuestro propio instinto de gregarismo y semejanza, pero cuando de verdad me di cuenta de que ya éramos irreparablemente iguales fue una noche de domingo, a los pocos días de marcharse los bisabuelos, tal vez a finales de enero, una noche de temporal en la que se oía graznar a las gaviotas entre los bramidos del viento y las rachas de lluvia: nos despertó un ruido de motores, y luego oímos gritos de órdenes desusados a aquellas horas, y pasos rítmicos de botas sobre la grava del patio y en las escaleras que llevaban a las compañías.

Los conejos, dijo triunfalmente alguien: la voz se corrió entre las camaretas, y hubo quien despertó al que dormía cerca de él, y todos nos levantamos y fuimos hacia las ventanas desde donde se veían las filas tristes de recién llegados, y los más audaces o los más crueles entre nosotros empezaron a tramar novatadas, a apostarse detrás de las puertas en espera de que apareciese alguno, a buscar gorras con galones para asustar a los que fueran asignados a nuestra compañía. No era un grito, era un rumor de triunfo, una promesa de jactancia impune, de recién adquirido derecho a la supremacía, después de tantos meses en los que no había habido nadie que no estuviera por encima de nosotros:

–Oficinista, que vienen los conejos, ve a por el sello de la compañía, que se lo vamos a estampar a todos en el culo.

XV.

Aún no se notaba mucho, ni en los cuarteles ni en la realidad, pero había empezado la década de los ochenta, al menos en los calendarios y en los escritos oficiales donde a continuación del obligatorio Dios guarde a V.E. muchos años Salcedo y yo mecanografiábamos la fecha, equivocándonos con frecuencia, poniendo todavía 1979, igual que nos equivocábamos, aunque con toda premeditación, en el encabezamiento de los oficios, cometiendo modestos sabotajes tipográficos que animaran el tedio de repetir siempre lo mismo. En lugar de Cazadores de Montaña escribíamos Catadores o Capadores, o Cazadores de Montana, errata esta última que era mi preferida, pues con la simple supresión de una tilde nos convertía casi en un regimiento de tramperos, y hasta nos atrevíamos a poner Sifilia 67 en vez de Sicilia 67, en la confianza, que el evangélico Matías nunca hubiera tolerado, de que nadie iba a leer lo que nosotros escribiéramos, nuestros copiosos oficios, informes y listas de soldados y de material, y menos aún nuestro superior inmediato en las tareas administrativas, el brigada Peláez, que apenas entraba en la oficina y se veía en la obligación de despachar o supervisar los documentos que nosotros le presentábamos los apartaba con un gesto rápido y disuasorio, exhausto de antemano, dándolos enseguida por buenos.

Una vez cumplida aquella tarea, que no le duraba mucho más de un minuto, el brigada Peláez ponía una expresión concentrada y reflexiva, encendía un cigarrillo y se acomodaba en el sillón para leer las listas de ascensos, traslados y condecoraciones que publicaba el Diario Oficial del Ejército, con la esperanza, siempre frustrada, de que su nombre apareciera en alguna de ellas, pero tampoco la lectura le daba para mucho, jamás lo ascendían ni lo trasladaban ni lo condecoraban, y él doblaba el diario y se frotaba las manos, maldiciendo el frío y la humedad de San Sebastián, y nos mandaba a Salcedo o a mí por cafés y copas de coñac, en virtud de un principio de saludable prudencia laboral o de equilibrio entre las obligaciones y el descanso que él resumía con un refrán de nuestro pueblo:

–En todos los trabajos se fuma. ¿Me ves la idea, paisano?

–Sí, mi brigada.

–Y tú, Salcedo, aunque no fumes, ¿me la ves también?

–Perfectamente, mi brigada.

Cada vez que nos explicaba algo o que decía una agudeza el brigada Peláez nos preguntaba si le habíamos visto la idea, que por el gesto que él hacía guiñando un ojo y señalando hacia arriba con su flaco dedo índice rubio de nicotina debía de ser una de esas ideas en forma de bombillas que se les encienden sobre la cabeza a los personajes de los tebeos. Me ordenaba que copiara una lista de altas y bajas en el almacén de vestuario, pero no contento con dictarme el nombre de la prenda y el número de unidades de que disponíamos se empeñaba en guiarme paso a paso en los pormenores de la mecanografía.

–A ver, paisano, escribe, a la izquierda, «gorras», entre paréntesis: «prendas de cabeza». ¿Lo has escrito ya? Bueno, pues ahora haces una línea de puntos, y luego escribes: treinta y siete. ¿Me ves la idea?

–Sí, mi brigada. Treinta y siete gorras.

–O lo que es lo mismo: prendas de cabeza.

Había empezado 1980, pero el brigada Peláez ni se enteraba, vivía en otra década, en los cuarenta o en los cincuenta, en la pobreza rural de la que había desertado para alistarse en el ejército y en los primeros años de su vida de soldado, en la penuria y en el miedo que le encanijaron el cuerpo y le modelaron para siempre el carácter, convirtiéndolo en un chusquero, en un pobre hombre corto de talla, de pecho y brazos débiles, que nunca había podido recobrarse del todo del raquitismo de la infancia ni de las hambres negras de su adolescencia cuartelaria. Tenía un aspecto como de otra época, como si no tuviera los treinta y seis años que acababa de cumplir, sino más de cincuenta, la cara chupada, de ojos vivos, desconfiados y húmedos, la barba escasa, el pelo ralo y como arratonado. Pero también tenía, cuando estaba tranquilo, cuando se ponía a gusto con un ducados y una copa de Magno, una expresión perfecta de bondad a la que él se complacía en agregar guiños pueriles de astucia, relumbres de su idea que compartía con nosotros, sus escribientes, como decía él, pero sobre todo conmigo, que para algo era su paisano, nacido en el mismo pueblo y casi en el mismo barrio, en la misma clase social.

Eran los ochenta, estaban empezando, pero ni el brigada Peláez ni nadie en el regimiento parecía haber notado su llegada, ni siquiera los miembros invisibles del servicio secreto que tal vez continuaban discretamente vigilándome, dado que aún no había transcurrido el plazo profiláctico de seis meses, y que de hecho aún me abrían de vez en cuando la taquilla, no fuera a ser que yo incurriese en el hábito de la propaganda ilegal, que era un anacronismo de los primeros setenta. Para el brigada Peláez, víctima de un traslado desde Andalucía que él consideraba tan vejatorio como una deportación, la década de los ochenta había empezado fatal, más o menos lo mismo que para la mayor parte de nosotros, si bien aquel era un comienzo falso, como de prueba, ya que las décadas, como los siglos, empiezan siempre con retraso, y se prolongan más allá de su terminación oficial.

En 1900, la reina Victoria y Jules Verne estaban vivos, y el siglo XX, que ya corría en los calendarios, no había empezado aún. El siglo XX, ya se sabe, empezó en 1914, con las matanzas industriales de hombres en los barrizales sangrientos de la Primera Guerra Mundial y con la introducción de los cascos de acero y del color caqui en los uniformes militares, que hasta entonces tendían a los rojos y azules de los casacones de opereta. El siglo XX empezó con la aplicación de los principios de la cadena de montaje a la fabricación de coches, de películas y de cadáveres humanos. Hasta entonces, las películas eran distracciones rudas de barraca de feria, los automóviles seguían pareciendo catafalcos o coches de caballos y los muertos, incluso los muertos de la guerra, eran muertos artesanales, de uno en uno, con nombres y apellidos, casi parroquianos de la muerte, como los parroquianos de las tiendas de ultramarinos.

Landrú, que actuaba en París durante la guerra europea, aprovechando una sobreabundancia excepcional de viudas con pensión, era un asesino como guardado en alcanfor, un donjuán calvo y bronquítico con pesadeces de cretona y de novelón victoriano, un contable mezquino del asesinato que apuntaba en un cuadernillo con las tapas de hule los beneficios ruines que obtenía envenenando, descuartizando e incinerando a sus víctimas. En 1918, cuando lo guillotinaron, Landrú era un hombre del siglo XIX. En 1980, casi todos nosotros, los jefes, oficiales, suboficiales y clases de tropa del regimiento de cazadores o capadores o catadores de montaña Sicilia o Sifilia 67, vivíamos todavía en la década anterior, salvo los que se habían quedado más atrás aún, en los sesenta o en los cincuenta, por no hablar de quienes respiraban el olor a rancho, a cárcel y a incienso de una posguerra acemilera y vengativa. ¿Sería tan retrógrado y tan polvoriento el ejército español porque al no participar en la guerra del 14 no había entrado a tiempo en el siglo XX? Tal vez entre todos nosotros el único que había entrado en los ochenta era la Paqui, que cruzaba el patio del cuartel moviendo las caderas como Marilyn Monroe, tirándoles besos a los soldados que rugían a su paso como si saludara en una apoteosis de vedette, instalado o instalada audazmente en una década de tolerancia y frivolidad que aún no había comenzado.

No era sólo otra década, era otra época en la que vivíamos, si uno lo piensa desde la distancia de ahora, lo mismo en los cuarteles que en el mundo exterior. No había ordenadores, ni cajeros automáticos, ni vídeos domésticos, ni enfermos de sida, ni diseñadores, ni divorcios, ni hornos microondas, ni chalets adosados. La idea que la mayor parte de nosotros teníamos de las computadoras procedía de aquella película ampulosa de Stanley Kubrick, 2001 una odisea en el espacio. Pedro Almodóvar era un auxiliar administrativo de la Telefónica que no había estrenado ninguna película, Juan Goytisolo era el héroe y mártir absoluto de toda disidencia gramatical, literaria o política, nadie había visto un cuadro de Miquel Barceló, casi nadie poseía o manejaba tarjetas de crédito, muy pocos intelectuales de izquierda, salvo Manuel Vázquez Montalbán, exhibían conocimientos gastronómicos.

Luis Buñuel, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Graham Greene y John Lennon estaban vivos. John le Carré acababa de publicar la más triste, la más enrevesada y sombría novela de espionaje, la culminación de George Smiley y de su propio talento de escritor. Yo me encerraba en la oficina para leer a gusto La gente de Smiley, y guardaba el libro en uno de los grandes bolsillos del pantalón de faena para apurar en su lectura cualquier minuto de escaqueo o de indolencia militar que se me presentara. Ni Gabriel García Márquez ni Camilo José Cela habían ganado el premio Nobel de Literatura. El nombre de Mijáil Gorbachov no le sonaba a nadie. Jorge Luis Borges viajaba por el mundo guiado por María Kodama y no sabía que iba a casarse con ella ni que moriría en Ginebra en 1986. Ronald Reagan no era presidente de los Estados Unidos y Felipe González, que no mandaba en nadie, se teñía de gris las sienes y las patillas demasiado pobladas en los carteles electorales. Pero Karol Wojtyla ya era Papa y Margaret Thatcher ya gobernaba en Inglaterra, y sin embargo nadie se daba cuenta aún del azote que iban a ser los dos para el mundo cuando la década arreciara de verdad.

El brigada Peláez y su mujer calculaban que hacia 1982 a él podrían darle el traslado a una plaza del sur, y que en menos de una década ascendería a subteniente. François Mitterrand no había ganado las elecciones en Francia y no parecía aún la efigie en cera de un cardenal francés o de un decrépito monarca absoluto. El ejército soviético llevaba varios meses en Afganistán. Leónidas Breznev era una momia con cejas de hombre lobo tan embalsamada como la momia de Lenin, pero movía débilmente los labios y agitaba la mano desde una tribuna con un temblor parecido al de la mano del general Franco en el palacio de Oriente. Las personas de izquierdas simpatizaban por igual con la revolución iraní y con la revolución sandinista. Nadie creía que el muro de Berlín fuera menos permanente que la cordillera de los Alpes ni que las dictaduras militares de América Latina se disolverían en corrupción, impunidad e ignominia al cabo de unos pocos años. Ningún profesor de instituto español con militancia sindical se había afeitado aún la barba ni imaginaba la posibilidad de vestir alguna vez camisas de seda ni de acudir a restaurantes de lujo en coche oficial. Ningún militante socialista había tenido aún en sus manos una tarjeta Visa Oro. Nadie de izquierdas fumaba otra cosa que Ducados ni veneraba fanáticamente más películas que las de Bernardo Bertolucci, hasta tal punto que muchos niños nacidos por entonces se llaman Olmo, en recuerdo del héroe de Novecento, que era un Gérard Depardieu de otra década y de otra época al que ahora nadie reconocería, un gañán joven y leñoso, con la mandíbula cuadrada y los antebrazos hercúleos de un héroe comunista, de un obrero en un grupo escultórico soviético.

Ningún grupo escultórico soviético había sido derribado aún, ni una sola estatua de Lenin. Del sindicato Solidaridad nadie sabía nada fuera de Polonia. Los periódicos valían veinticinco pesetas, y los soldados ganábamos quinientas al mes. Francisco Umbral publicaba cada día en El País una columna lírica y mundana que los aficionados jóvenes a la literatura recibíamos como un alimento diario, con un perfume doble de periodismo y de poesía. En El Alcázar Alfonso Paso escribía diariamente artículos golpistas, y El Imparcial reclamaba un golpe de estado en los titulares chillones de su primera página. En las salas de banderas estaban diariamente El Imparcial y El Alcázar, y algunos veteranos cautelosos le sugerían a uno que mejor no se dejara ver con Triunfo, y menos aún con La calle, el semanario oficioso del Partido Comunista, que por entonces aún era el Partido. Juan Carlos Onetti ya había publicado en Bruguera Dejemos hablar al viento, pero no le habían dado aún el Premio Cervantes y casi nadie se había enterado de que vivía sigilosamente exiliado en España, como tantos miles de argentinos, chilenos y uruguayos a los que no sé si ya se les llamaba sudacas…

Los ochenta no empezaron en 1980, sino tal vez uno o dos años más tarde, cuando yo ya estaba olvidándome del cuartel, cuando los socialistas ganaron por primera vez unas elecciones generales, cuando los profesores de instituto y de universidad se afeitaron las barbas y abandonaron el Ducados en beneficio del Marlboro o del jogging, cuando un viejo actor teñido y maquillado como un bujarrón que se dormía en las reuniones y consultaba astrólogos fue presidente de los Estados Unidos, cuando algunos concejales de izquierdas empezaron a forrarse con las recalificaciones de terrenos o las contratas para el suministro de cubos de basura, cuando esos mismos concejales de izquierdas empezaron a adquirir saberes gastronómicos y hábitos suntuarios, cuando el Bertolucci al que todos ellos habían adorado descubrió el misticismo oriental, cuando los militares españoles, no se sabe en virtud de qué razonamiento o de qué conjuro, de qué transmutación mental, decidieron que nunca más iban a interferirse en las decisiones del poder civil, a condición de que éste no se interfiriera demasiado en las irrealidades del poder militar.

Pero en enero y en febrero de 1980, en el aniversario inverso de la charlotada aterradora que el teniente coronel Tejero iba a representar un año más tarde, tricornio en mano y en los burladeros del Congreso, como en un siniestro pasodoble taurino, las décadas anteriores duraban tan contumazmente como duraba el invierno, y un futuro de plena libertad civil nos parecía a todos tan remoto como la fecha de nuestro licenciamiento: los ochenta sólo comenzaron cuando dejamos de ser rehenes de los golpistas y de los terroristas y cuando los héroes de la década anterior empezaron a perder sus resplandores heroicos como trámite previo a la pérdida de la vergüenza.

En los ochenta el tiempo iba a adquirir una rapidez y una fugacidad de moda indumentaria, de éxito de canción pop, de fulminante especulación financiera, de juventud recobrada y perdida en el curso de un adulterio cuarentón. La unidad de tiempo iba a ser el parpadeo de un videoclip, el relámpago de la sonrisa de un estafador, la pulsación de una computadora transmitiendo en el instante justo una orden de compra o de venta de acciones trucadas. Al final de los setenta aún duraba la lentitud del tiempo franquista, la de los trenes correos donde viajaban soldados y la de los matrimonios canónicos que sólo la muerte disolvía. En los ochenta todo sería tenue y rápido, perecedero y brillante como un envoltorio de regalo: en el cuartel todo era espeso e interminable, la mili y el invierno, el aburrimiento y la lluvia.

En San Sebastián llovía como ya no volvió a llover nunca más en la década, como en ese pasado de lluvias suaves y eternas que recuerdan siempre nuestros padres. Llovía sobre la bandera roja y amarilla, sobre las formaciones diarias y las paradas semanales de homenaje a los Caídos, cuando el páter, vestido con manteo y teja de cura ultramontano, asistía rezando el padrenuestro a la ceremonia de la corona de laurel en el monolito, llovía sobre los soldados de guardia que rondaban la puerta del cuartel con impermeables de hule y pasamontañas, llovía con una densidad y un silencio de niebla sobre las laderas del monte Urgull y del monte Igueldo y sobre esa isla de pizarras boscosas que hay en el centro de la bahía de la Concha, llovía sobre los caminos rurales por donde patrullaban unidades antiterroristas de la Guardia Civil y sobre las calles de la Parte Vieja donde la policía nacional no se atrevía a aventurarse.

Yo me iba a pasear a San Sebastián y entraba a un cine para escaparme del aburrimiento de la lluvia, y cuando terminaba la película y ya era noche cerrada aún estaba lloviendo, y las gotas de lluvia relucían en el vapor amarillo que rodeaba las farolas de hierro sobre los puentes borbónicos del Urumea. Si me despertaba en mitad de la noche oía el rumor de trueno lejano que tienen los mercancías nocturnos disuelto entre el ruido de la lluvia que chorreaba en los aleros y resonaba bajo las arcadas del patio. Los sargentos entraban a galope en la oficina y se sacudían la lluvia de los uniformes como un caballo se sacude las crines, dejando al irse un charco de agua y de barro en las baldosas. El brigada Peláez apuraba de un trago su copita matinal de coñac y me contaba que de tanta lluvia y de no ver el sol a su mujer, que era de la bahía de Cádiz, le estaba entrando una depresión invencible, y se pasaba los días sentada frente al balcón de aquel piso de Martutene desde el que sólo veía barrizales y bloques de viviendas oscurecidos por los humos industriales y la lluvia perpetua.

–Paisano, está claro que en las provincias vascongadas no hay más que dos estaciones: el invierno y la del tren… ¿Me ves la idea o no me ves la idea?

Llovía monótonamente, rencorosamente, como si lloviera por orden de la autoridad gubernativa. La humedad de la lluvia corrompía las mantas y los uniformes amontonados en el almacén de la furrielería, hinchaba las maderas de las ventanas, se introducía lentamente hasta desprender la pintura de los muros y dar un olor a moho a todos los lugares cerrados, a las ropas civiles que guardábamos en las taquillas. Una mañana de lluvia, como todas, el capitán me llamó con urgencia a su despacho a través de los dos timbrazos que sonaban en nuestra oficina y a mí el corazón me dio un vuelco, temiendo, como temía siempre, que me fuera a ser anunciado un castigo o una desgracia: en los timbrazos había intuido una urgencia dictada por la ira.

–A la orden, mi capitán. ¿Da usted su permiso?

El capitán me indicó sin ceremonia que entrara. Estaba de pie, de espaldas a la ventana, tras la mesa donde una vez yo había visto cierto informe clasificado como de alto secreto. Vi de soslayo un método de inglés y un libro muy grueso de cuyo título aún me acuerdo: Psicología de la incompetencia militar. Ya dije que el capitán era sólo un par de años mayor que yo, pero no podía aproximarme a él sin un sentimiento de inferioridad y temor -también, inexplicablemente, de vaga admiración-. En una posición de firmes correcta, aunque relajada (ya no era un conejo) esperé sus órdenes o sus preguntas. Yo creo que entonces ya noté un olor a enmohecimiento más intenso de lo que era habitual en el cuartel.

–¿Eres tú quien me limpia la oficina todas las mañanas?

–Sí, mi capitán (de nuevo tuve miedo: tal vez iba a acusarme de mirar en sus papeles).

–¿Todas las mañanas, todos los días?

–Sí, mi capitán. Es lo primero que hago.

–¿Y barres bien, y lo limpias todo?

–Todo, mi capitán.

–Pues entonces no puedo explicármelo…

El capitán me hizo un gesto para que me acercara al otro lado de la mesa, justo debajo de la ventana, donde estaba el filo de la alfombra bajo el que yo solía almacenar regularmente el polvo que barría de cualquier modo una o dos veces por semana. La madera de los postigos estaba hinchada, la ventana cerraba mal, y el agua de la lluvia fluía subrepticiamente hacia la alfombra y la había empapado. La había empapado tanto, había humedecido durante tanto tiempo toda la suciedad que yo guardaba debajo de la alfombra, que el tejido lanoso de ésta se había ido pudriendo y convirtiéndose, mezclado con el polvo, en un humus negro y fértil, en un lecho de estiércol donde florecía, justo a los pies del capitán, borrando el dibujo de la alfombra, una colonia de hongos blancos y apiñados, grandes, jugosos, de una blandura viscosa, como los champiñones que se crían en las oscuridades de los sótanos.

–Pues no me lo explico, mi capitán, habrán salido esta noche, como ha llovido tanto…

–Es lo que había pensado yo.

–Si usted me da su permiso, ahora mismo limpio esos hongos.

–Casi mejor le dices al furriel que se lleve la alfombra, y que la tiren al incinerador…

La alfombra hedía a putrefacción cuando la desprendimos del suelo, igual que el cieno del río cuando bajaba la marea. Durante muchos días quedó un hedor de alcantarilla en el despacho del capitán. Aquel fin de semana procuré limpiarlo un poco más a conciencia, como lo hacía Salcedo en los tiempos de Matías, pero yo jamás hubiera podido competir con él, con su pulcritud implacable, con su paciencia y su tranquila destreza para el trabajo material. En el campamento a mí me arrestaban siempre por lo mal hecha que estaba mi litera. Salcedo dejaba la suya tan lisa y tan perfectamente doblada como la cama de un hotel de lujo, tan intacta en apariencia como si nadie hubiera dormido nunca en ella: el embozo con una curvatura perfecta, una franja blanca y horizontal sobre las mantas remetidas bajo el colchón para conservar todo el calor, la almohada mullida, hinchada, como si fuera un almohada de plumón y no de goma-espuma. Los dos hacíamos la litera al mismo tiempo, después de la formación de diana y antes de la del desayuno, pero la mía era siempre un desastre y la de Salcedo un milagro instantáneo de perfección, y a mí casi me daba rabia verlo tan concentrado y tan eficaz incluso a esa hora inhumana, metódico en sus gestos mientras yo me enredaba en los míos, ajeno al escándalo de gritos y de ruidos de armas que sucedía a nuestro alrededor, muy tranquilo, tarareando algo, con un indicio de sonrisa en su expresión tan adusta.

Salcedo detestaba el tabaco y los bares, se ensimismaba en los aparatos gimnásticos como un músico en su violoncelo, corría kilómetros a campo través sin perder el resuello, y cuando salíamos juntos, en lugar de visitar los bares de soldados de la Parte Vieja, llenos de humo, de ruido, de serrín mojado y de cáscaras de mejillones, dábamos caminatas de varias horas a lo largo de la orilla del mar, remontando primero el Urumea desde Loyola hasta su desembocadura, recorriendo luego la costa desde el puente de Kursaal hasta el Peine de los Vientos, por el Paseo Nuevo y la Concha y la playa de Ondarreta. En los días de temporal nos asomábamos con una sensación de pavor y de vértigo a las barandillas del Paseo Nuevo, veíamos crecer las olas y aproximarse a nosotros como si el mar se levantara verticalmente, retrocedíamos corriendo justo cuando estallaban en altos chorros de espuma contra los bloques de hormigón, barrían toda la anchura del paseo y alcanzaban con su embate los pinares bajos del monte Urgull. A mí, que no había visto nunca un mar tan bravo, se me contagiaban los términos de aterrada admiración que usaba Salcedo:

–Te cagas.

Los golpes de las olas hacían temblar el asfalto bajo nuestros pies. Junto al Peine de los Vientos, en aquella punta rocosa de la que surgen como vegetaciones mineralizadas los vástagos de hierro de Eduardo Chillida, había unos respiraderos o sumideros enrejados en el suelo de adoquines, y el aire subía por ellos a presión cada vez que rompía una ola como la respiración monstruosa de un minotauro sepultado.

A mí la disciplinada austeridad de Salcedo me chocaba un poco, pero me acostumbraba bien a ella, en parte porque a los dos nos resultaba muy útil en el trabajo de la oficina, pero sobre todo porque era un contrapunto a mi tendencia personal hacia lo desastroso, hacia el desorden, la dilación y la pura indolencia. Entre nosotros hubo enseguida algo semejante a esas amistades inglesas de las que habla Borges, que empiezan por excluir la confidencia y terminan omitiendo el diálogo. Conversábamos mucho en aquellas caminatas invernales a lo largo de la orilla del mar, vestidos de uniforme, con las cabezas bajas y las manos en los grandes bolsillos de los tres cuartos, pero nuestras conversaciones eran sobre todo acerca de películas y de libros, o de las minuciosidades y las idioteces de la administración militar, y casi nunca hacíamos referencia a la vida que nos esperaba a cada uno fuera del cuartel. íbamos juntos a un locutorio telefónico para hablar con nuestras familias o nuestras novias -él pensaba casarse cuando terminara la mili-, pero al salir de la cabina no intercambiábamos ningún comentario sobre la llamada a larga distancia que cada uno acababa de hacer.

Me admiraba de Salcedo su idea sarcástica y nada sentimental del mundo, el desapego y la fría comicidad con que lo miraba todo, lo mismo las películas que las convicciones políticas o los comportamientos humanos, incluido el suyo. A mí el brigada Peláez me daba risa, pero también me daba lástima, y no podía evitar que me inspirara algún afecto: Salcedo le dedicaba un meticuloso desdén.

Pero yo creo que los dos, aunque maldecíamos el cuartel, habíamos encontrado un acomodo que nos hubiera sido difícil confesar, una complacencia nada honrosa en aquella vida en suspenso, en aquel aplazarlo todo para una fecha de varios meses después, quedándonos así en un estado de perfecta justificación, de coartada sin resquicios. El ejército nos había arrancado a la fuerza de la vida real, de las ciudades donde vivíamos y de la gente vinculada a nosotros, pero aquella usurpación también nos concedía un respiro que nosotros mismos no nos habríamos sabido ganar: lo que quedaba en suspenso también dejaba provisionalmente de agobiarnos.

Nos asistía siempre una disculpa indiscutible, una absolución automática para nuestras cobardías o nuestras incertidumbres. Estábamos en la mili, no podíamos hacer ni decidir nada mientras que no la termináramos, nos estaba permitido no angustiarnos aún con las perspectivas del porvenir, la previsible falta de trabajo, las inseguridades íntimas sobre la vocación y el amor que ahora aplazábamos o resolvíamos gracias al desdibujamiento de todo que nos imponía la distancia.

Me quedaba solo en la oficina porque Salcedo estaba de permiso o con un rebaje de fin de semana y la soledad exageraba el efecto de la lejanía, su dosis de desarraigo y lucidez y su intoxicación lenta de tristeza, sus rachas graduales de abatimiento y euforia. En el medio al que uno pertenece su presencia se confunde con los acontecimientos y las figuras exteriores, y sus estados de ánimo suelen entrecruzarse con los de quienes le rodean y contener impurezas que los modifican y enturbian su percepción. Cuando se está solo durante mucho tiempo, cuando se deambula un día entero por una ciudad desconocida sin mantener con nadie una verdadera conversación, la figura de uno, en vez de confundirse con el fondo que le es extraño, resalta más nítidamente contra él.

Así iba yo por San Sebastián los fines de semana, una solitaria figura militar contra el paisaje plano de las calles y la horizontalidad gris del Cantábrico, como si me moviera delante de una de esas transparencias obvias de las películas antiguas, solo, aislado y resguardado por mi uniforme, tan ajeno a la ciudad y a la gente que tenía a mi alrededor como un buzo o como el piloto de un batiscafo, peregrinando a la luz rosada de los atardeceres sin lluvia o en la opacidad húmeda y dramática de las mañanas de temporal que se oscurecían de pronto como si estuviera a punto de caer la noche.

Comía en algún restaurante barato de la parte vieja, leía el periódico sentado tras los cristales de una cafetería de la Avenida o del Bulevar, viendo con igual indiferencia la lluvia y las cargas de la policía contra los piquetes de abertzales que rompían a pedradas o con bates de béisbol escaparates y cabinas telefónicas, deambulaba entre los anaqueles de una librería en quiebra que estaba liquidando sus existencias a mitad de precio, pero en la que yo no compraba nada, porque los bolsillos grandes e innumerables del tres cuartos me permitían esconder en ellos cualquier libro por voluminoso que fuera.

Deliraba un poco de tanto andar y de estar siempre solo, olía con idéntica resignación y codicia los aromas de los restaurantes y los perfumes de las mujeres, iba al cine, todas las tardes, algunas veces salía de una película para meterme en otra, como una beata a la que no le basta la misa de precepto, no paraba de ver películas y de pensar en ellas, respiraba películas, me aprendía diálogos de memoria, estaba enfermo de cinefilia, de cinefalia, de Hitchcock y de Nicholas Ray, de François Truffaut y Víctor Erice y Jean Luc Godard, salía de los cines con palidez de cinéfilo, que es esa palidez irradiada por la luz lunar de las películas en blanco y negro, de cinéfilo y cinéfalo de uniforme, para mayor oprobio, de ermitaño y fantasma de la ópera y holandés errante de las salas en las que asistía a un estreno prácticamente subterráneo el grupo espectral de los cinéfilos terminales de San Sebastián: yo fui uno de los cuatro o cinco espectadores de la primera proyección de Arrebato, de Iván Zulueta, con mi tres cuartos y mi gorra con la visera de cartón, con un ejemplar de El cine según Hitchcock guardado como un breviario en uno de aquellos bolsillos que eran los sacos sin fondo de mis robos miserables en la librería en quiebra.

Vivía en suspenso, lejos de todo, fortalecido, para aguantar el ejército, de paciencia y cinismo, alimentándome de películas, de libros, de imaginaciones y recuerdos, con una predilección por la irrealidad que yo aún no sabía que iba a ser uno de los rasgos más indudables de la década de los ochenta. No sabía nada, no estaba seguro de nada, ni de mis sentimientos ni de mis propósitos, me abandonaba a las circunstancias como se abandona un soldado en un desfile al ritmo de la marcha y a las voces de mando, y algunas tardes lluviosas de sábado o de domingo, encerrado en la oficina, leyendo a Borges o a John le Carré, o inmóvil frente a la máquina de escribir en la que había introducido una hoja en blanco, conocía una forma impura, huraña y tramposa de dicha que apenas duraba unos minutos, una libertad enclaustrada y secreta que me alejaba sin sufrimiento ni nostalgia de todo aquello a lo que pertenecía.

Bastaban unos timbrazos del capitán, un toque de corneta, el vendaval de un sargento entrando en la oficina para que yo tuviera que esconder el libro y todo aquel simulacro de soberanía y quietud se quebrara. Una noche, el sargento Martelo, que tendía siempre a aparecer en los momentos más improbables, llegó casi a las once para dictarme una orden de arresto a prevención contra un infeliz al que había sorprendido fumando en una garita. Tenía prisa, miraba por encima de mi hombro lo que yo escribía, como si no se fiara de que fuese a copiar exactamente lo que me dictaba, apenas terminaba yo de escribir arrancaba el oficio y las copias de la máquina, examinándolas una por una y un poco de través, igual que miraba a los soldados. Aquella noche, antes de irse, la mueca rígida con la que sonreía se acentuó cuando me dijo que tenía buenas noticias para mí:

–Mañana os mandan otro oficinista que es más rojo que Salcedo y tú juntos. Así que no te digo nada: cuidadito.

XVI.

Me lo he preguntado con mucha frecuencia a lo largo de todos estos años, cada vez que presenciaba o descubría algo que me importaba mucho, cada vez que sentía rabia o entusiasmo por algo o abandonaba una opinión sostenida durante mucho tiempo o veía derrumbarse dentro o fuera de mí alguna de mis verdades más sagradas: qué habría pensado Pepe Rifón, cuál habría su actitud, cómo me habría juzgado, en qué medida y hacia dónde habría ido cambiando él también, cuánto se parecería a quien era a principios de la década, en el cuartel de cazadores de montaña de San Sebastián, cuando lo destinaron como nuevo escribiente a la oficina de la segunda compañía y nos hicimos instantáneamente amigos, y ya no dejamos de discutir acerca de todo y de disfrutar de la amistad hasta algún tiempo después de que nos licenciáramos.

He pensado muchas veces que lo más probable es que hubiéramos dejado de ser amigos: al marcharnos del ejército una parte de las cosas que más nos unían desaparecieron, no sólo la proximidad constante, sino también un cierto número de palabras y hábitos que al exagerar la identificación de quienes los comparten pueden sugerir afinidades engañosas. También yo cambié mucho más rápido de lo que seguramente él habría estado dispuesto a aceptar, no ya en los demás, sino en sí mismo, porque sus convicciones políticas eran mucho más precisas y más arraigadas que las mías, de una solidez inflexible, de un radicalismo que incluso entonces, en aquel tiempo de ideologías más firmes que las de ahora, me sorprendía por su integridad, y al principio hasta me hacía desconfiar y me daba algo de miedo: yo nunca había tratado a nadie que simpatizara abiertamente con ETA.

Su calma nunca alterada en el curso de una diatriba era la de quien descartó hace tiempo la posibilidad de la duda. A nadie aplicaba más estrictamente sus normas morales que a él mismo. Sus juicios políticos eran inapelables, de una fijeza en línea recta: como solía ocurrir, reservaba su desprecio más enérgico no para el enemigo frontal, el fascismo o el capitalismo, sino para las personas y las organizaciones de izquierda cuya tibieza él consideraba un signo de capitulación. La inteligencia y el sarcasmo, y también un instinto muy saludable de arraigo en las cosas reales, en la amistad y en los placeres de la vida, salvaban a Pepe Rifón de convertirse en un fanático, en uno de aquellos dañinos trostkistas y maoístas que a lo largo de los setenta habían exacerbado en la izquierda una tendencia universal al sectarismo y a la excomunión, y que en la década siguiente no tuvieron el menor escrúpulo en constituirse en intelectuales o ideólogos del PSOE, partido en cuyas jerarquías continuaron su vocación excomulgadora, sólo que ahora acusando de rojos más o menos a los mismos a los que llamaban revisionistas diez años atrás.

Uno de ellos era, en nuestro cuartel, el oficinista de la tercera compañía, un prochino con gafas y palidez eclesiástica que una vez nos citó con mucho misterio a Pepe y a mí para pasarnos unos panfletos a multicopista de lo que se llamaba entonces la Unión Democrática de Soldados (aún no habían empezado de verdad los ochenta: había muy pocas fotocopiadoras). Yo lo conceptué de simple cretino, por arriesgarse a un consejo de guerra guardando y difundiendo propaganda ilegal, soflamas de irresponsable mesianismo que animaban a la constitución en los cuarteles de soviets de soldados: Pepe, más resabiado y con más experiencia que yo, estaba seguro de que aquel oficinista era un chivato de la Segunda Sección al que habían encargado que nos tendiera una trampa.

Me explicó que en nuestra compañía, entre los soldados de nuestro propio reemplazo, había un grupo de confidentes que rendían cuentas a los sargentos Valdés y Martelo. A mí nunca se me había ocurrido pensar que soldados a los que yo conocía pudieran vigilarme: imaginaba, con una tendencia instintiva a las inexactitudes de la literatura, que los chivatos eran individuos desconocidos y exteriores, miembros de una especie de cofradía invisible, no soldados idénticos a mí que formaban a mi lado varias veces al día y se emborrachaban en el Hogar y gritaban ¡aire! al oír la orden de rompan filas. Pepe me señaló a algunos de ellos: Ceruelo, alias Ciruela, el homosexual pundonoroso y vindicativo de la compañía, que a mí hasta entonces me había resultado simpático; Martínez de la Cruz, un malagueño bronca y bocazas que se jactaba de haberse hecho una paja cada una de las noches que llevaba en el ejército, lo mismo en el campamento que en el cuartel, sobreponiéndose a pura fuerza de hombría al bromuro que según Radio Macuto se nos administraba en todas las comidas con la finalidad imposible de apaciguarnos la lujuria.

A mí siempre me engañaban las apariencias, pensé tristemente, viéndolo todo cada vez más siniestro a medida que Pepe Rifón me informaba de lo que hasta cierto punto yo también había tenido delante de los ojos: el capitán no era un oficial demócrata, o cuando menos descreído, sino un fascista tan peligroso como los sargentos o el teniente Castigo, sólo que más templado y con mejores maneras, sin la chulería legionaria y lumpen de los otros; no debíamos fiarnos de nadie, ni siquiera del brigada Peláez, que aun siendo un botarate no tendría el menor escrúpulo en sacrificarnos si obtenía a cambio algún beneficio.

Pepe me lo decía todo muy calmosamente, en voz baja, separando muy poco los labios, y no en el cuartel, donde temía siempre que nos espiaran, sino en los paseos por la Parte Vieja que enseguida empezamos a dar juntos, en las tabernas donde ya nos habíamos acostumbrado a beber con una velocidad vasca, a un ritmo itinerante: un pote de tinto bebido en dos tragos y cambiábamos enseguida de bar, sin apalancamos nunca en una sola barra, a la manera madrileña y andaluza.

Me decía nombres de chivatos y luego aludía con ecuanimidad y admiración al modo en que los etarras se deshacían de los traidores y los infiltrados. Yo me atrevía a comparar esos métodos con los de la Mafia, y entonces él se encolerizaba, aunque suavemente, dotado de esa extraña habilidad que tienen las personas del todo pacíficas y razonables para convertir el crimen en un accidente neutro y menor de la vida política. El verdadero terrorismo era la violencia institucional y metódica del Estado, que seguía manteniendo, bajo un simulacro de democracia formal, la misma policía y el mismo ejército de la dictadura; lo que sucedía en Euskadi era una guerra de liberación nacional, como la de Argelia en los años cincuenta, la de Vietnam del Norte y la de Nicaragua, que había acabado tan sólo unos meses atrás. Yo respondía que la violencia sanguinaria y metódica de los etarras acabaría encrespando del todo al ejército y nos devolvería al fascismo: él me recordaba la ilegalidad permanente e impune de la Guardia Civil y de la Policía, las torturas, la tolerancia y la segura complicidad del estado con los crímenes de la extrema derecha. Entonces, falto de argumentos o de ánimos para discutir, yo me callaba, y Pepe se me quedaba mirando con una sonrisa muy seria, como programática, apuraba su vaso de vino y esperaba a salir a la calle para hacerme una pregunta:

–¿De verdad no crees que el sargento Valdés se merezca un tiro, no te alegrarías de que lo mataran? ¿Crees que él dudaría un momento en matarte a ti?

Pero estoy hablando de 1980, de lo que pensaba entonces alguien que lleva muerto doce años y a quien le fue negado el porvenir de madurez, de cinismo, de descreimiento o de gradual claudicación en el que todos los demás, los vivos, nos fuimos adentrando a lo largo de la década. Yo me pregunto siempre con una sospecha de remordimiento si he sido fiel a la amistad de entonces y si él aprobaría las cosas que he hecho y escrito a lo largo de estos años, pero tiendo a dar por supuesto lo que sin duda habría sido muy difícil, que él no hubiera cambiado, que hubiera mantenido invariable su marxismo-leninismo de entonces, su confianza práctica en la revolución cubana y en los países del Este. En el verano de aquel año, cuando empezaron a llegar noticias sobre las huelgas en los astilleros polacos y sobre el sindicato Solidaridad, él descartó velozmente cualquiera de las incertidumbres que a mí me sobresaltaban: aquellas huelgas, igual que los levantamientos de Berlín y Hungría en los años cincuenta y que la primavera de Praga, estaban alentadas y dirigidas por la CÍA y por el Vaticano. La legitimidad de las democracias populares no podía juzgarse por comparación con las formalidades de las democracias burguesas…

Lo más triste de los muertos, lo que más los aleja de nosotros, es también lo que nos hace sentir que continúan viéndonos y que pueden juzgarnos. La cara que petrifica la muerte, la fotografía congelada de una vida, se parecen a una especie de insobornable lealtad fantasmal. A diferencia de nosotros, los muertos no cambian ni envejecen, tan sólo se van desdibujando sin que nos demos cuenta, y esa inconsciencia con la que los vamos olvidando es el agravio más cruel, la impiedad más profunda que les infligimos.

Los muertos son lo que nosotros fuimos, los testigos traicionados, los portadores de una profecía que es la de aquello en lo que nos hemos convertido desde que ellos faltan. Pero también, si pudieran vernos ahora, es muy posible que no nos reconocieran: para crecer o para cumplir nuestra biografía huimos de nuestros muertos igual que a una cierta edad huimos de nuestros padres. Su fidelidad se la consagran a quien ya es un desconocido. Qué permanece de lo que yo soy si borran de mi vida todo lo que Pepe Rifón no pudo conocer, lo que me sucedió después de su muerte, a medida que pasaron los años y cambió el mundo y se me fue alejando el recuerdo del cuartel: en qué habría cambiado él, hacia dónde habría derivado. Era demasiado inteligente como para embalsamarse en el comunismo extraviado y fósil de los años ochenta, en las devociones rancias y los anacronismos empecinados y patéticos de una progresía residual cuyos últimos adeptos aún deambulan por ciertas calles y bares como fantasmas tristes o fugitivos de una reserva india. Pero también era demasiado honesto y tenía un sentido demasiado alto de la dignidad humana y de la justicia como para convertirse en un político profesional, en un triunfador o un negociante socialista, en uno de esos escualos con gafas de montura de metacrilato y trajes de Armani que saquearon la administración y conocieron sus días de máxima gloria en el final de los ochenta, que acabaron, por cierto, no en el último día de la década, sino el 12 de octubre de 1992.

Puedo imaginar la rabia creciente, el desengaño y el asco, casi las palabras que había dicho Pepe Rifón ante el espectáculo de la década que él no llegó a presenciar. Mi propia rabia, mi desengaño, el asco que puede seguir cada día creciendo, son en cierto modo herencia de los suyos, pues si nunca compartí la formulación política de sus ideales sí aprendí de él o recobré gracias a su amistad algo que casi había perdido en la confusión de aquellos tiempos, un sentimiento muy primario y muy fuerte de odio a la injusticia y de respeto y solidaridad hacia los débiles.

Pepe no creía que se pudiera transigir, no aceptaba la menor indulgencia con la deslealtad hacia las ideas de uno o hacia sus orígenes de clase. Ahora, cuando pienso en él, me lo imagino siempre solo. Los muertos se quedan solos porque seguir viviendo es irse del pasado, atravesar una por una y sin detenerse nunca las habitaciones sucesivas del tiempo. Vuelve uno la espalda porque ha creído escuchar unos pasos o una voz que lo llamaba y no ve a nadie en las estancias vacías, que sólo están habitadas algunas veces en los sueños. Los pasos que uno oía eran ecos de los suyos, y las voces sonaban en su imaginación o en su recuerdo, que según voy dándome cuenta a medida que escribo vienen a ser lo mismo.

Debe de haber por ahí fotos en las que estemos juntos, fotos cuartelarias en blanco y negro que sin duda parecerán tomadas años antes de su fecha real, porque las fotografías en las que aparece un muerto siempre tienen como un anacronismo añadido, una vocación de antigüedad sepia y mal recordada. No conservo ninguna, y sin embargo tengo muy presente su cara, el pelo castaño oscuro, la barba corta y poblada, que le hacía parecer mayor de lo que era, como a todos nosotros, las gafas de montura sólida, la expresión seria, la sonrisa difícil, la ironía muy afilada, pero formulada siempre en voz baja y con una suavidad en la que influía sin duda el tenue acento gallego.

Pepe Rifón era de la provincia de Lugo, de un pueblo de montaña casi en la linde de Asturias, Fonsagrada, donde yo lo visité una vez, meses después de que nos licenciáramos, en el verano de 1981. No logro acordarme de nuestra despedida: nos diríamos adiós de cualquier modo, con la distracción de la mayor parte de los actos comunes, con la seguridad insensata de volver a vernos que tiene todo el mundo cuando se despide, como si la muerte no existiera o no pudiera afectarnos precisamente a nosotros. Tenía veintitrés años, uno menos que yo, le faltaban unas cuantas asignaturas para licenciarse en Matemáticas y se encontraba en libertad provisional, acusado de un delito de agresión a la Policía o a la Guardia Civil. Había ingresado en el campamento de Vitoria al mismo tiempo que yo, y también lo destinaron a San Sebastián y a la segunda compañía, pero hasta que entró en la oficina yo apenas había reparado en él, entre otras cosas, según empecé a darme cuenta un poco más tarde, porque casi no había reparado en nadie.

Pepe Rifón poseía una capacidad extraordinaria de sigilo o de mimetismo, de no hacerse demasiado visible: se escondía en el número y en la uniformidad de los soldados como entre los árboles de un bosque. Jamás había frecuentado a los universitarios de la compañía, hacia los que manifestaba una hostilidad ecuánime, más o menos idéntica a la que sentía hacia cualquiera que hiciese gala de un simulacro de superioridad intelectual: reírse de las jergas vacuas de los literatos, de su descarado clasismo, de su gravedad impostada y ridícula, era una de las aficiones permanente de mi amigo Pepe, que de vez en cuando me incluía a mí también entre los destinatarios de sus burlas:

–No sé cómo os las arregláis, pero siempre se os abre el periódico por las páginas culturales.

Yo estaba convencido de poseer y practicar siempre una aguda capacidad de observación, pero él me hizo descubrir que en realidad me había pasado meses en el ejército sin enterarme de prácticamente nada de lo que ocurría a mi alrededor. Seis años en la universidad, dedicados a leer libros y a ver películas en cineclubes universitarios y a discutir sobre libros, películas y política con personas que hacían más o menos lo mismo que yo me habían influido mucho más de lo que yo estaba dispuesto a reconocer, segregándome de la vida común, o haciéndome creer que esa vida era la de los universitarios y los aspirantes a intelectuales de izquierda con los que yo trataba.

Es muy posible que sin el sarcasmo permanente de Pepe Rifón yo no hubiera aprendido a desprenderme de la infección de intelectualismo que padecía. Le debo un instinto de irreverencia hacia las sacralidades culturales, una conciencia irónica del influjo tan débil que pueden tener el arte y los libros sobre la realidad, que es del todo soberana y ajena a ellos y tiende a no notar que existen, a despecho de las hipertrofiadas vanidades de los artistas y los literatos. De pronto comprendía con más asombro que remordimiento que en mi reclusión habitual en mí mismo había no sólo timidez y predisposición hacia la soledad, sino también una dosis inadvertida de soberbia, una falta de atención desdeñosa e inepta hacia el mundo real y las personas que me rodeaban. En eso me parecía, y más de lo que yo pensaba, a Salcedo: justo por ese motivo era imposible que entre Salcedo y yo pudiera arraigar una amistad más cálida.

Salcedo tenía una presencia severa y fornida: Pepe Rifón se movía despacio, con la cabeza baja, con agilidad silenciosa, habituado al recelo del activismo clandestino, o a ese sigilo con que tienden a cultivar sus debilidades y sus vicios ciertas personas con demasiada cara de bondad que padecen el sino de despertar la envidia comparativa de las madres de todos sus amigos y viven en el peligro continuo de defraudarlas. Pepe Rifón tenía una cara abrumadora de buena persona, de honrada docilidad, hasta de mansedumbre, cara de no haber roto un plato en su vida, de no sacar nunca los pies del tiesto, pero había hecho amistad con algunos de los chorizos más inquietantes de la compañía, que lo trataban con respeto y hasta con devoción, a pesar de sus gafas, sus estudios y su cara de buena persona, y liaba porros con una pericia que no igualaba ninguno de ellos.

Juiciosamente usaba para fumar una de esas boquillas que retienen parte de la nicotina y del alquitrán. El acto de introducir en la boquilla el filtro de un ducados, o de extraerlo después, era uno de los gestos que lo definían: nunca nos damos cuenta, pero en cada uno de nosotros hay un gesto, uno solo, que nos define tan exactamente como una rúbrica o una huella digital. Contando los cigarrillos que fumaba, deshaciendo un grumo de hachís sobre las hebras de tabaco como si utilizara una balanza de precisión, ahorrándose parte de la nicotina gracias a la boquilla, Pepe daba una impresión de administrar razonablemente sus vicios, y yo no llegué a averiguar hasta qué punto aquella mesura era un rasgo de su carácter o una de las astucias aprendidas en el ejercicio de la clandestinidad, o en el de su destino de buena persona.

A Pepe Rifón, como a mí, lo habían mandado a Cazadores de Montaña para vigilarlo o para castigarlo, pero su izquierdismo les debió de parecer a los militares más eficaz que el mío, de modo que durante los primeros meses en el cuartel no dejó de hacer guardias. Es posible que cuando lo destinaron a la oficina no fuese por un impulso de clemencia, o porque los desarmara el tono apacible de su voz y su aire de mansedumbre, sino para mantenerlo apartado de las armas, según la idea paranoica que los militares de la Segunda Sección tenían entonces de los soldados con antecedentes políticos.

Era verdad lo que me había dicho el sargento Martelo: Pepe Rifón era más rojo que Salcedo y yo juntos. Militaba en el nacionalismo radical gallego, y yo creo que pertenecía al comité central o al comité ejecutivo de un partido muy próximo a Herri Batasuna, más o menos su equivalente en Galicia. El año antes la policía lo había detenido en el curso de una manifestación independentista y no autorizada en Santiago de Compostela. Al ser procesado bajo una acusación grave de agresiones contra la autoridad, perdió la prórroga de estudios y tuvo que incorporarse inmediatamente al ejército.

No era un insensato, ni uno de aquellos extremistas de izquierda que aspiraban a alcanzar cuanto antes la palma revolucionaria del martirio, pero tampoco se sentía intimidado por la segura vigilancia a la que estaría sometido. Yo admiré enseguida su temple, que resaltaba más por comparación con mi extrema pusilanimidad, no sólo la que me acongojaba en el cuartel, sino la que me había impedido sumarme de verdad a la resistencia antifranquista después de aquellos aciagos quince minutos de marzo de 1974 durante los cuales participé activamente en ella. Cuando yo salí de la Dirección General de Seguridad estaba tan asustado y tan escarmentado que me juré a mí mismo no arriesgarme nunca a volver a una celda, así durara el franquismo medio siglo más. Pepe consideraba su detención y su posible condena como accidentes de la lucha política que en vez de disuadirlo de persistir en ella fortalecían su seguridad de haberse entregado a una causa justa. ¿Era democrático un estado que lo enviaba a uno a la cárcel por manifestarse en favor del derecho más elemental de todos, el de la autodeterminación de los pueblos?

Yendo con él, en San Sebastián y en Bilbao, tomé vasos de vino en bares que tenían las paredes decoradas con grandes fotografías de terroristas encarcelados o muertos e ikurriñas con crespones negros o con insignias etarras. Para no extenuarnos en diatribas políticas derivábamos la conversación hacia las películas y los libros, pero en ese reino en apariencia menos vidrioso también surgía muy pronto alguna obstinada discordancia: yo detestaba a Bernardo Bertolucci, que tantos años después aún me sigue encrespando; Pepe encontraba reaccionario y despreciable a Woody Allen, en quien resumía su odio a la cultura norteamericana, a las neurosis de los ricos y a las tonterías del psicoanálisis, así que se había salido de Annie Hall aproximadamente con la misma indignación con la que yo me salí de la megalomanía entre estalinista y viscontiana de Novecento.

No era en modo alguno indiferente a la literatura: le intrigaba que yo quisiera dedicarme a ella, y que algunas tardes, en vez de salir a San Sebastián, me quedara encerrado en la oficina delante de la máquina de escribir. Él leía mucho, y con igual devoción, a Castelao y a Stalin: de este último, sobre todo, un opúsculo que me regaló con más propósito de ilustración que de proselitismo, si bien yo nunca llegué a leerlo. Se titulaba, me acuerdo, Sobre el problema de las nacionalidades, problema que según Pepe creía con inquebrantable firmeza sólo había sido resuelto en el federalismo de la URSS. Me acuerdo de ese libro cuando veo en los telediarios las imágenes sanguinarias y como aturdidas, los desesperados barrizales de nieve de alguna república ex soviética en la que está sucediendo una indescifrable guerra civil.

Pero mi amigo Pepe no era entonces el único que cerraba los ojos: casi nadie en la izquierda sabía o intentaba saber, y los intelectuales más viajados y agasajados volvían de la Unión Soviética o de Cuba o de la Rumania de Ceaucescu sin contar nada, sin haberse enterado en apariencia de nada.

En cuanto a mí, mi escepticismo político no era consecuencia de una lucidez que ahora no puedo retrospectivamente atribuirme, sino más bien de mi falta de voluntad disciplinada y sólida para empeñarme en un propósito o en una ideología, y de una inclinación personal a la desgana, al desapego hacia los entusiasmos colectivos, acentuada en los primeros años de la transición por el contraste insoluble entre la realidad y el deseo, entre los sueños formulados con utopismo monótono por los partidos de izquierda y el espectáculo trapacero y confuso de la política diaria, de las campañas electorales, de la fragilidad y la provisionalidad de todo, especialmente de la democracia.

Cuando las manifestaciones eran ilegales yo no iba a ellas porque me daban miedo; cuando ya no hubo peligro de apaleamiento o detención tampoco fui a ellas porque había descubierto que me aburrían. Yo no sabía a favor de qué estaba, sino en contra de qué: y de pronto me hice amigo de un partidario apasionado de algunas de las posiciones políticas que despertaban más hostilidad en mí. Al poco tiempo de entrar en la oficina Pepe me invitó a acompañarlo a un mitin de Herri Batasuna en el que intervenía el difunto Telesforo Monzón, que era en aquellos años como el Júpiter tonante del abertzalismo más extremo. Intenté disuadirlo: el mitin acabaría muy probablemente en una batalla de pedradas, bombas lacrimógenas y pelotas de goma, y aunque se vistiera de paisano estaría en peligro. Le dije además que Telesforo Monzón me parecía una especie de ayatolah vasco, un iluminado peligroso. Sin el menor signo de discordia, como si en realidad sostuviera una posición no muy alejada de la mía, Pepe me respondió que él consideraba a Telesforo Monzón un hombre admirable, un luchador antifascista ejemplar.

Pensando ahora en todas las cosas que no teníamos en común me pregunto cómo surgió entre nosotros una amistad no ya tan estrecha, sino tan perfecta. A los dos nos importaba mucho más lo que sí compartíamos: el odio al abuso de los fuertes y a la ceguera y a la altanería de los enterados, la afición a beber vino en las barras de las tabernas de la parte antigua y a picar de las bandejas espléndidas de tapas desplegadas sobre los mostradores, el gusto por las conversaciones con café y cigarrillos, la tarea, compartida con Salcedo, de coleccionar los hallazgos verbales del brigada Peláez, y en general del idioma castrense, la vocación por las mujeres, por enamorarnos de ellas, por mirarlas, por contarnos y comparar los sentimientos que nos provocaban. Nos constituimos cada uno en confidente y consejero sentimental del otro. Después de licenciarnos, la mayor parte de nuestras conversaciones telefónicas y de las cartas que nos escribíamos versaban sobre el amor de las mujeres, sobre el misterio de sus reacciones y sus actos y las sorpresas que nos daban siempre, lo mismo al seducirnos que al abandonarnos.

Robert Graves habla en un poema de que también la amistad puede surgir a primera vista: Onetti decía al final de su vida, con sarcasmo y amargura de tango, que no hay más amigos verdaderos que los de la infancia. Si el ejército nos había borrado temporalmente nuestra identidad de adultos, si nos había hecho regresar al miedo y a la vulnerabilidad de los niños antiguos en los internados, también nos devolvía no sólo a las brutalidades, a las jactancias y al tribalismo de los catorce o los quince años, sino también a un sentido de pertenencia que a esas edades aprendíamos más en la amistad que en el amor.

Tal vez de ahí procede la leyenda dorada de los amigos para siempre que se hacían en la mili, tan parecida a ese episodio de celebración de la amistad que suele darse en el curso de las borracheras. Yo me acuerdo de amigos inexplicables a los que conocí a través de Pepe Rifón y hacia los que llegué a sentir simpatía y lealtad, aunque estaba seguro de que de no haber sido por el ejército no me habría encontrado con ellos, y también de que si volvíamos a vernos después de la mili no tendríamos nada que decirnos: incluso es posible que alguno de ellos me hubiera atracado.

Me acuerdo con lejano afecto de Agustín Robabolsos, del Turuta, de Rogelio Rojo, del Chipirón, la banda lumpen y grifota a la que Pepe me asoció sin que yo me resistiera demasiado, dejándome llevar hacia las esquinas oscuras de la plaza de la Constitución donde se traficaba en hachís y heroína igual que había accedido a las caminatas higiénicas con Salcedo, compartiendo con ellos el lenguaje macarra, los canutos, los botellones de cubata, los grandes bocadillos de tortilla de champiñones que daban en los bares de soldados, la beligerancia cafre y masculina de ir en grupo y en disposición de borrachera y de bronca, adolescentes falsos, apiñados, casi hombro con hombro, las manos en los bolsillos de los vaqueros, premeditadamente torvos, con más novelería que temeridad.

No es difícil que hayan conocido las cárceles, que alguno esté muerto por culpa de la heroína o del sida. A ninguno de ellos lo reconocería si lo encontrara frente a mí, y soy incapaz de imaginarme el porvenir de sus vidas, que se cruzaron tan brevemente con la mía para alejarse luego a distancias remotas. Pero la costumbre sagrada y metódica de compartirlo todo y el sentimiento de conjura y de alianza incondicional contra el infortunio que nos unió a Pepe Rifón y a mí en aquella adolescencia repetida y tardía de San Sebastián ya no he vuelto a encontrarlo: tampoco puedo ya saber si habría sobrevivido al paso de los años.

XVII.

Recién llegado Pepe Rifón a la oficina, el brigada Peláez nos encargó a Salcedo y a mí que lo adiestráramos, al principio en las tareas auxiliares de nuestra burocracia, tales como copiar listas a máquina, rayar hojas de papel con una regla de madera y sacar punta a los lápices, y poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, según el propio brigada, en los arcanos mayores de la contabilidad de la compañía, en los cuales Salcedo, recién ascendido al rango de bisabuelo, ya era catedrático, con ese punto de desganada maestría que alcanzaban los oficinistas más veteranos, tan familiarizados ya con toda la inagotable variedad de formularios militares como con el lenguaje técnico de la administración: había que explicarle al nuevo lo que era una lista de revista, un estadillo, un parte de relevo, un saluda, un comunicando, un remitiendo, un solicitando. Había que enseñarle a concluir los oficios con el giro adecuado, lo cual comunico a V.S. a los efectos oportunos, a no olvidarse nunca del Dios guarde a Vd. muchos años, a manejar los grandes libros de registro de entrada y de salida que cada mañana sacábamos del armario metálico con cierta pompa inaugural.

Como Matías a mí, yo me encargaba de familiarizar a Rifón con el laberinto de las dependencias cuartelarias y con los apartados y bolsillos de la carpeta a la que habíamos acabado llamando la valija diplomática, y que ahora, todavía tan recia y sólida como en los tiempos de Matías, sólo que más ennoblecida por el uso, gastada en sus bordes de cartón, con el color de las cintas más desvaído, solía ser transportada por Salcedo en el momento solemne de la firma matinal, cuando se le presentaban al capitán los escritos que a continuación debían repartirse por las más recónditas oficinas del cuartel.

Pepe Rifón era callado y atento y aprendía muy rápido. A los pocos días el brigada lo consideró cualificado para cumplir una de las tareas fundamentales de la primera hora de la mañana, que era la de ir a buscar el periódico a un almacén diminuto y enigmático, situado bajo la ampulosa escalera que subía a las habitaciones del coronel, donde un soldado se pasaba el día mano sobre mano, fumando y leyendo revistas porno, sin otra misión al parecer en el ejército y en la vida que la de esperar a que alguien llegara a pedir uno de los ejemplares del Diario Vasco a los que por razones misteriosas estaba suscrito el cuartel.

Había mañanas en las que ir a buscar el periódico era una modesta delicia, uno de esos placeres de orden menor, como en prosa, que uno suele buscarse hasta en las circunstancias menos favorables de la vida. Recién terminado el desayuno, el estómago lleno y caliente por el tazón de pochascao y el bollo de pan recién hecho y untado en mantequilla, salíamos calmosamente del comedor, y mientras los demás se apresuraban para recoger las armas y estar debidamente pertrechados antes de la formación de las ocho, después de la cual entrarían de guardia o pasarían horas de aburrimiento haciendo instrucción en el patio, yo me iba tranquilamente por los soportales hacia el vestíbulo noble del cuartel, con mi gorra echada hacia atrás, mi cigarrillo en la boca y mis manos en los bolsillos, si bien en un estado instintivo de alerta que en menos de un segundo me haría ponerme derecha la gorra, tirar el cigarro y adoptar un aire fugaz de marcialidad si un superior se me acercaba.

Con una mezcla de desdén y de lástima distinguía a los conejos recién llegados al cuartel, con sus uniformes de faena demasiado nuevos y limpios y sus caras de extravío y de susto, agrupándose ovinamente entre sí, obedeciendo las órdenes con ademanes de muñecos articulados. Era consciente de que me veían como a un veterano, con mi barba y mi gorra de visera partida y el andar agalbanado que ellos aún tardarían meses en saber imitar, y en secreto, indignamente, me halagaba la superioridad que me reconocían, sobre todo aquellos que sabían mi cargo y que entraban a veces en la oficina con respeto medroso, dirigiéndose a Salcedo, a Rifón y a mí con no menos mansedumbre que si le estuvieran hablando a un oficial, en voz baja, con la gorra en la mano, sin levantar los ojos.

Nadie se resiste a disfrutar de ciertos placeres muy viles, a condición de que sean fáciles de obtener y ofrezcan a la vanidad alguna recompensa. Yo veía formar a las ocho de la mañana a los conejos asustados y su desvalimiento me hacía más confortables y valiosos los privilegios que se me habían concedido. Llamaba a la puerta de aquel almacén inexplicable y diminuto que estaba bajo la escalera, como un cuarto de escobas, y el soldado ermitaño que habitaba tan solitariamente allí me abría, sin molestarse en esconder la revista que estaba repasando, me decía hola, me entregaba el Diario Vasco, me decía hasta luego y antes de que yo me fuera ya se había embebido de nuevo en su lujuria soñadora de felaciones y yuxtaposiciones en cuatricromía, ya algo mustias por el mucho roce de las manos y el constante servicio que se requería de ellas.

Cuanto más temprano hojea uno el periódico más intenso es su olor y más se disfruta de leerlo, como de un pan o de una torta recién comprados al amanecer en una panadería. Yo regresaba a la oficina mirando por encima el periódico, o me detenía en otras dependencias a saludar a algún conocido de mi gremio, escribientes y furrieles que nos hacíamos consultas técnicas y conversábamos sobre nuestras tareas tan especializadas que nadie más podía entender, estableciendo entre nosotros una malla de favores, saberes prácticos, astucias burocráticas y resabio hacia nuestros superiores que debía de parecerse un poco a las relaciones profesionales entre los mayordomos ingleses de entreguerras.

A lo mejor, si tenía tiempo de sobra, me paraba a tomar un café en el Hogar del Soldado, que a pesar de su nombre tan acogedor era un lugar no menos inmundo que un bar de carretera, un cocherón con mesas de fórmica y serrín hediondo en el suelo donde los domingos por la tarde el televisor atronaba con transmisiones futbolísticas y los soldados de servicio o que estaban arrestados a no salir del cuartel atrapaban curdas tremendas de calimocho y de cubata, sin que faltara algunas veces, viniendo de mesas apartadas, un tufo denso de humo de hachís. En el Hogar pegaba la hebra con algún oficinista o albañil o guarnicionero escaqueado, o con alguno de los golfos que estaban destinados como camareros en las salas de oficiales y suboficiales, y que en razón de ese puesto se enteraban de todos los chismes internos de la oficialidad, trapicheaban en alcoholes de garrafa y cigarrillos de contrabando y contaban con detalles las proclamas fascistas o las borracheras de los mandos alcohólicos.

Éramos, ya digo, en aquel mundo de jerarquías inapelables y castas cerradas, como los mayordomos y ayudas de cámara y criados sin graduación de nuestros jefes, y ocupábamos una posición mixta de subordinación hacia ellos y de privilegio con respecto a nuestros iguales que nos permitía enterarnos de lo que otros no veían, pues nos situaba en un lugar de testigos con frecuencia inadvertidos, como esos criados de las películas y de las novelas que sirven el jerez o van ofreciendo una caja de puros sin que el aristócrata que retira la copa de la bandeja y se lleva el cigarro a los labios advierta su presencia eficaz y servil. En el ejército español, a principios de los ochenta, los militares podían permitirse aún el lujo Victoriano de no ver a quienes les servíamos, y nosotros, en correspondencia, observábamos cosas que ellos hubieran querido mantener secretas y sin embargo no se daban cuenta de que nos las mostraban, no por distracción, sino por una incapacidad congénita de reconocer en sus inferiores la misma plenitud de presencia que se reconocían entre sí.

En el Hogar del Soldado, algunas mañanas, antes de las ocho, yo veía a un comandante grande y calvo, con la cara redonda y una barriga poderosa, que tenía fama de benevolencia, y que rompiendo todos los principios jerárquicos se tomaba en la barra reservada a la clase de tropa notorios vasos de coñac, si bien a una hora a la que casi nadie podía verlo, pues el Hogar estaba oficialmente cerrado hasta las diez. Aquel comandante, que se llamaba Díaz Arcocha, ascendió pronto a teniente coronel y fue el primer intendente de la policía autónoma vasca: me acordé de él, de su cara grande, congestionada y bondadosa, del modo en que se apoyaba en la barra desierta del Hogar del Soldado para beber su coñac en vasos de café con leche cuando leí años más tarde que un comando terrorista lo había asesinado a tiros en San Sebastián.

Con mi periódico bajo el brazo, como un funcionario marrullero y gandul, yo iba subiendo las escaleras hacia la compañía mientras casi todos los demás las bajaban a saltos con los cetmes al hombro. Cruzaba el pasillo entre las camaretas, ahora sólo ocupadas por los soldados aún más holgazanes que yo a los que les había tocado limpieza, y abría con cierta brusquedad la puerta de la oficina, donde la laboriosidad matinal ya empezaba a organizarse: Salcedo cumplimentando los libros de entradas y salidas y revisando el contenido de la valija diplomática, Pepe Rifón cortando cartulinas para fichas, o sacando punta a un lápiz, el brigada Peláez repasando las listas de ascensos, condecoraciones y traslados del Diario Oficial, en las que tampoco esta vez aparecía su nombre, aunque ya le iba tocando, nos aseguraba, lo iban a condecorar enseguida, automáticamente, en cuanto cumpliera los veinte años justos de servicio, a no ser que siguieran empeñándose en no reconocerle los primeros que cumplió en calidad de corneta, pasando más hambre que un caracol en un espejo, según propia confesión, llevándose más palos que los mulos más viejos y con más mataduras de los establos militares.

Ladeaba la cabeza, miraba tristemente por la ventana, donde estaba lloviendo, repasaba a toda velocidad los documentos que le mostraba Salcedo, haciendo como que los sometía a un examen implacable, encendía un pitillo, se rascaba la cara, que siempre estaba muy pálida y como sin afeitar del todo, con cañones de barba rojiza dispersos por la débil quijada, y decidía que en todos los trabajos se fuma, y que ya iba siendo hora de tomarse un respiro en aquella trepidación matinal.

–Y luego dice la gente que los militares no trabajamos. ¿Qué te parece, paisano?

–Una calumnia, mi brigada.

Fue el brigada Peláez quien se encargó personalmente de la parte más delicada del entrenamiento de Rifón, la que atañía al suministro nunca ostensible de cafés y copas de coñac a las horas más o menos variables del día en que había menos peligro de que sonaran los timbrazos de llamada del capitán o de que las irrupciones mulares de los sargentos nos importunaran la tertulia. Al brigada, que era un cero a la izquierda en la compañía, y que por lo tanto no sabría nada de los antecedentes del nuevo oficinista, la llegada de Pepe Rifón le pareció una novedad estupenda cuyo mérito no le costó nada atribuirse a sí mismo.

–Te lo dije, paisano, este gallego tenía cara de listo y de buena persona. Con nada que le explique me ve enseguida las ideas.

–Sí, mi brigada.

–¿Tú sabes lo que les pasa a los gallegos, paisano, por qué están siempre tan tristes?

–No, mi brigada.

–Pues porque tienen morriña, por eso hablan como hablan, como si les diera pena todo. ¿Tú me sigues, Salcedo?

–Completamente, mi brigada.

–Ojo -el brigada nos miraba muy fijo y se llevaba el dedo índice a la parte aludida, al párpado siempre enrojecido, como por falta de sueño-. Lo que hay que tener en la vida es mucho ojo y mucha psicología. A mí, en veinte años de servicio, que se dice pronto, todavía no me ha engañado nadie. ¿Sabéis cómo? – volvía a guiñarnos el ojo antes de señalárselo con el dedo índice-. Ojo y psicología. ¿Me veis la idea?

–Sí, mi brigada.

Eso era lo mejor del brigada Peláez: que le veíamos siempre y sin dificultad la idea, su idea neta y platónica, precisa como la ilustración de un manual antiguo de geometría o de ciencias naturales, de una de aquellas enciclopedias infantiles en las que yo me había aprendido las tablas de multiplicar. Los demás militares tenían como una zona de niebla aproximadamente sobre el ceño, una profundidad impenetrable y nada tranquilizadora en los ojos, una distancia sin remisión no ya hacia nosotros, los soldados, sino a todo lo que estuviera al margen del mundo al que pertenecían. El brigada se había enterado del nombramiento de Pepe Rifón al mismo tiempo que Salcedo y que yo, pero con nosotros, al calor del café, del coñac y de la pequeña estufa eléctrica, que daban en conjunto una temperatura casi de salita conyugal a la oficina, se concedía vanidades que el mundo le negaba, entre ellas la vanidad inverosímil de fingir que tenía dotes de mando y que las ponía en práctica, imponiendo con valentía su criterio no ya a los sargentos, que al fin y al cabo eran sus subordinados, sino también al teniente Castigo, quien en realidad le hablaba de tú y lo interpelaba como a un camarero, oye, Peláez, aunque era quince años más joven que él.

A veces el brigada hasta se persuadía a sí mismo de que el capitán no daba un paso en la administración de la compañía sin consultarlo con él: «Peláez, haz lo que tú quieras, lo dejo completamente en tus manos.» Pero en cuanto sonaban los tres timbrazos que lo reclamaban a su presencia visiblemente se descomponía, tragaba saliva, se rascaba la cara mal afeitada, donde se le habían acentuado las venitas moradas y rojas, y cuando volvía del despacho del capitán aún le temblaba la voz y no le quedaba más remedio que hacer una visita rápida al bar de suboficiales, o que ordenarle al nuevo escribiente que le bajara al Hogar por un café con un chorrito de coñac, nada, decía, agitando la mano como para quitarle importancia o disolver el contenido alcohólico de la bebida, una gotita, una lágrima.

Al brigada Peláez lo conmovía la cara de buena persona y de mansedumbre de Pepe Rifón, pero lo que más le gustaba de él, aparte de lo bien mandado que era, era que fumaba y que no hacía ascos de tarde en tarde a las rondas de coñac que Salcedo siempre se negó a compartir, con un puritanismo castellano y gimnástico que al brigada debía de parecerle una callada acusación. Salcedo lo intimidaba, porque era alto y atlético, pronunciaba todas las eses y no ocultaba su desagrado ante el humo del tabaco y las vaharadas del coñac. Pepe Rifón y yo, que no éramos tan altos, y que además fumábamos, bebíamos cuando se presentaba, no hacíamos deporte y éramos tan camastrones como él, nos convertimos en poco tiempo en sus escuderos, en sus escribientes del alma, en sus cabezas de turco, en los beneficiarios y con frecuencia en las víctimas de su protección, que era tan generosa como incompetente, y que en instantes cruciales -las vísperas de un permiso inseguro, el riesgo de un arresto- podía alcanzar una ineficacia aterradora.

Como muchas personas débiles, el brigada Peláez era muy embustero. No mentía por interés ni por cálculo, pues le faltaba astucia y mala idea, sino por agradar a quienes le asustaban, y como se asustaba de todo y de casi todo el mundo, desde el coronel del regimiento hasta el Chusqui, incluso de su mujer, a la que sin embargo quería tanto, vivía entretejiendo mentiras humildes y trapacerías de tercer orden que no le deparaban beneficios, sino sobresaltos, obligándole a urdir nuevas mentiras más inverosímiles y arriesgadas aún, como un insensato que acepta préstamos usurarios para pagar los intereses de préstamos anteriores y anda siempre en el mismo filo del deshaucio.

En un impulso sincero de generosidad nos prometía a Salcedo o a mí que iba a interceder ante el capitán para que nos concediera un permiso -ya os podéis imaginar, en cuanto yo se lo pida es cosa hecha-, pero luego le faltaba valor para hacerlo, o se ponía tan nervioso en presencia del capitán que se olvidaba de lo que traía pensado decirle, pero tampoco se atrevía a defraudarnos a nosotros contándonos la verdad, así que pasaban los días sin que llegara el permiso y el brigada insistía en que él se lo había solicitado al capitán, y que éste, desde luego, había accedido a concederlo, como a cualquier cosa que el brigada le pidiera. Para salir del aprieto inventaba la mentira suplementaria de que nuestra solicitud, ya con el visto bueno del capitán, se había extraviado en la plana mayor del batallón, corriendo entonces el peligro angustioso de que descubriéramos su embuste a través de los escribientes de aquellas oficinas, por las que nosotros nos movíamos mucho más fluidamente que él, con la desenvoltura y la oblicua irreverencia de los chóferes o los ujieres o los electricistas por los corredores de un palacio donde se está celebrando una recepción oficial.

Al cabo de tantos años de servir a España en la fiel Infantería su ardor guerrero era aún menos vehemente que el nuestro. Le daba miedo todo, el virus de la gripe y el amonal de los terroristas, los pasos de aire y los terremotos, los peligros del tráfico y los de las armas de fuego. Lo de los pasos de aire era un miedo rural que a mí me hacía acordarme de las oscuras precauciones higiénicas de mis abuelos, arraigadas en épocas muy anteriores a la penicilina.

–Paisano, hay dos tipos de pasos de aire -el brigada ponía la expresión grave que reservaba para las disertaciones técnicas-. Los pasos de aire que les dan a las personas, y los que les dan a las cosas. ¿Me ves la idea? Por ejemplo: un paso de aire le da a una jarra de cristal y la jarra se hace añicos sin que nadie la toque, como si fuera cosa de magia; un paso de aire le da a una persona y se queda bizca, o se le tuerce para siempre la boca, o se vuelve tonta y se pasa la vida sorbiéndose los mocos.

Con el uniforme y la gorra de faena el brigada Peláez no tenía porte de militar, sino de guardia forestal o de empleado del servicio municipal de limpieza. En su figura desmedrada el pistolón que llevaba al cinto era una incongruencia y también un incordio: en cuanto podía se la quitaba y la guardaba en un cajón, tocándola como si tuviera entre las manos un artefacto inexplicable: «Paisano, las carga el diablo.» El brillo dorado de unas estrellas de oficial en una bocamanga ya lo sumía en el nerviosismo, lo hacía tragar saliva, estirar el cuello, rascarse el mentón con sus flacos dedos amarillos. Si tenía que firmar un documento procuraba trazar una rúbrica ilegible, y me guiñaba un ojo, para hacerme partícipe de su pillería: bajo los miedos militares conservaba no sólo los miedos rurales de su infancia, sino también los de la clase social de la que procedía, entre ellos el miedo a firmar algo sin saber lo que era y buscarse una ruina, que es un miedo de analfabetos, de campesinos iletrados y pobres a los que enredan siempre los abogados de los poderosos para quitarles lo que es suyo.

Una mañana, estando yo solo en la oficina, ocupado en mis cosas, el brigada entró con más aire de abatimiento y catástrofe de lo que era usual en él, se derrumbó exhausto en el sillón, todavía jadeando por el sofoco de las escaleras, y ni siquiera me hizo el gesto de que no me levantase para saludarlo reglamentariamente.

–A la orden, mi brigada.

–Paisano, nos ha caído encima un desastre.

–Venga, mi brigada, que no será para tanto.

–Acaba de decirme el capitán que la semana que viene entramos de cocina.

Aquello era un alud que caía sobre nosotros, un zafarrancho administrativo, una ruina, decía aterrado el brigada Peláez, saciar el estómago inmenso de todo el cuartel, alimentar las fauces del regimiento de cazadores de montaña, atender a los proveedores charlatanes y ladrones y procurar que no dieran gato por liebre, elegir los menús, calcular el número de raciones que había que preparar diariamente, más de dos mil, organizar el servicio de comedor, convirtiendo en camareros a un cierto número de los soldados de la compañía, los menos sucios y randas, y para más inri, suspiraba el brigada, aplastado por las circunstancias, por el tamaño de la responsabilidad que se le derrumbaba encima, que era como un derrumbamiento de las toneladas de patatas, garbanzos, barras de pan, vacas y cerdos abiertos en canal que deberíamos servir a lo largo del mes, para más inri había que presentar cada día al coronel lo que se llamaba la prueba, una bandeja con la comida del día, prueba que el coronel podía aceptar o no, según le diera, con la consiguiente zozobra para el responsable del menú, es decir, yo, declaraba el brigada, clavándose el dedo índice en el pecho, como si ya fuera un acusado, el hazmerreír de los oficiales y de los sargentos, el escarnio de todo el cuartel, la víctima de los engaños de unos y de otros, porque entre unos y otros lo iban a engañar, eso él ya lo sabía, ya estaba viéndoles la idea, y si no lo engañaban se liaría él mismo con los papeles y los números, con la maldita burocracia, decía en un rapto luctuoso de énfasis, y lo acusarían de desfalco y lo mandarían preso a un castillo, qué desastre, paisano, él era un soldado, no un contable, aseguraba descubriendo súbitamente una oculta vocación por el servicio activo y arriesgado, que lo mandaran a Jaizkibel de maniobras, mil veces más a gusto y con menos peligro estaríamos que en la cocina, y aquí ya usaba un plural en el que me incluía, porque estaba claro que de sus oficinistas me llevaría a mí a compartir aquella cruenta desgracia.

Se pasó la mano por la cara, se puso en pie, me hizo un gesto rápido para que no me levantase a saludarlo, sacó el cinto con la pistola del cajón y no acertaba a abrochárselo, chasqueó la lengua, como si le hubiera entrado de pronto una sed sin consuelo, y antes de que se fuera yo ya sabía lo que iba a decirme:

–Paisano, en todos los trabajos se fuma. Si hay algo urgente me llamas a la sala de suboficiales. Y vete preparando tú también…

XVIII.