Ardor guerrero vibra en nuestras voces
y de amor patrio henchido el corazón
entonemos el himno sacrosanto
del deber, de la patria y del honor.
(Himno de la Infantería española)

Así pues, lector, yo mismo soy la materia de mi libro.

MONTAIGNE

I.

Hasta hace no mucho he soñado con frecuencia que tenía que volver al ejército. Por equivocación me habían licenciado antes de tiempo, y me reclamaban de pronto, o bien a lo largo de mi servicio militar se había cometido un error administrativo que lo invalidaba, un error de segundo orden, desde luego, inadvertido durante años tal vez, pero tan grave al mismo tiempo que hacía inevitable mi regreso al cuartel.

Con la aterradora inmediatez de los sueños, que superpone consecuencias y causas en fracciones de segundo, ya me veía formando en el patio para el toque de diana en un amanecer lluvioso y frío de San Sebastián, pero al mirar hacia el suelo me daba cuenta de que no llevaba las botas militares, sino mis zapatos negros de muchos años después, y que una parte de mi indumentaria era civil. Por un descuido inexplicable, por falta de costumbre, iba a sufrir un arresto, como el recluta que no sabe atarse las botas y llega tarde a la formación, o el que se olvida de saludar reglamentariamente a un superior y le dice buenos días, ganándose un castigo fulminante.

Recuperaba en el sueño otro rasgo del miedo militar, el miedo a ser el único en algo, a encontrarme solo entre los otros, que no tendrían la menor compasión hacia mí, porque en el ejército una de las primeras cosas que uno perdía era la piedad, y no costaba nada empezar a alegrarse de las desgracias que les ocurrían a otros. Alrededor mío, inmóviles en las filas, los demás soldados mostraban una uniformidad sin tacha, una quietud repulsiva y perfecta de colaboracionistas. El sargento de semana se acercaba con la visera de la gorra hundida sobre la frente y el cuaderno de la lista bajo el brazo, con aquellas lentas zancadas que solían afectar los mandos inferiores para simular energía y darnos miedo, y yo escuchaba el crepitar de las suelas de sus botas sobre la grava y sabía que en cuanto me descubriera me impondría un castigo, y que tal vez eso me impediría licenciarme al mismo tiempo que mis compañeros de reemplazo.

La soledad del castigado y del excluido es tan absoluta como la del enfermo de cáncer. Angustiado, yo quería ocultarme de la vista del sargento y el miedo me despertaba. Descubría con alivio que no estaba en el ejército, que habían pasado muchos años desde la última vez en que formé para diana y podía volver confortablemente a dormirme sin peligro de que me sobresaltara minutos después una corneta. Pero el miedo, en el despertar, se mantenía intacto, no gastado por el olvido: miedo y pánico, vergüenza por tanta sumisión y asombro de que aquellos sentimientos pudieran haber durado tanto, siguieran actuando sobre mí sin que yo lo supiera, debajo de mí, en aquella parte de mí mismo a la que no llega el coraje, ni el orgullo, ni siquiera la conciencia de una cierta dignidad civil.

En el sueño, repetido metódicamente a lo largo de años, yo era un soldado asustado y vulnerable, retrocedido a los terrores de la infancia y de la primera adolescencia, dócil a la brutalidad, a la disciplina, a la soberbia de otros. En el sueño el tiempo posterior a mi servicio militar era un espejismo, no había existido o había pasado en vano, sin dejar en lo más íntimo de mí ni una señal de aprendizaje o experiencia: yo volvía a estar en Vitoria, en el Centro de Instrucción de Reclutas número 11, o en San Sebastián, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, a donde me destinaron después de la jura de bandera, y mi identidad verdadera y mi vida habían dejado de existir, hasta mi nombre. Y lo peor de esa parte del sueño era que casi todas sus exageraciones oníricas se correspondían exactamente con los hechos más crueles de la realidad.

Durante el período de instrucción a los reclutas nos quitaban el nombre y lo sustituían por un sistema de matrículas parecido al de los coches primitivos. Yo me llamaba J-54. El miedo experimentado una y otra vez en el sueño no era un miedo imaginario, como el que siente uno al soñar que se ahoga o que se despeña por un precipicio. Era un miedo real, un instinto preservado en la inconsciencia: hubo un día, hace ahora casi trece años, en el que yo sentí que mi vida verdadera se estaba volviendo imaginaria, en que dejé de ser quien era hasta un poco antes para convertirme en un soldado, una casi sombra en la que difícilmente me puedo reconocer cuando recuerdo con detalle los peores días o miro alguna foto de entonces, la de mi carnet militar, por ejemplo: El pelo muy corto, casi al rape, la barbilla alzada con una falsa jactancia, el cuello duro del uniforme abotonado, los dos rombos del escudo militar cosidos por mí mismo a las solapas unos minutos antes de que nos tomaran la fotografía, una tarde nublada y ventosa de otoño, en octubre, en 1979, una de las tardes más tristes de mi vida, cuando llevaba sólo dos o tres días en el campamento y pensaba con horror en los catorce meses que me quedaban por delante.

Me habían despojado de mi nombre, de mi ropa y de mi cara de siempre, y cada mañana, al emprender la travesía sórdida y disciplinaria de las horas del día, cuando me miraba en el espejo del lavabo, tenía que acostumbrarme a la mirada y a los rasgos de otro, un recluta asustado al que ya le costaba trabajo reconocerse en la memoria de su vida anterior.

Aún guardo esa foto, y el carnet militar de cartulina amarilla mal plastificada en la que las letras de mi nombre, escritas a máquina, han empezado a desvaírse. He cambiado tantas veces de casa en todo este tiempo, de casa y de ciudad, hasta de oficios y de vidas, he perdido tantas cosas, tantos papeles, tantos documentos necesarios o inútiles, páginas de novelas, borradores de artículos que se me extraviaron y debí repetir, cartas de amor rotas en pedazos pequeños, o arrojadas a una papelera, o quemadas, carnets, libros que me importaban mucho o que perdí sin leer, fotografías, billetes de tren o de avión cuya búsqueda siempre fracasada me sumía en una impotencia neurótica, en una sorda diatriba contra mí mismo, he perdido títulos académicos, hasta escrituras de propiedad.

Es formidable el número de cosas que habré perdido en todo este tiempo, pero mi carnet militar, que no me sirve para nada, sigue conmigo, sin que yo me haya esforzado demasiado en conservarlo, ha rondado por mis carpetas y mis cajones desde que me licenciaron del ejército, ha sobrevivido a mi desesperante incapacidad de no perderlo todo y de vez en cuando aparece delante de mí sin que yo lo haya buscado.

Se esfuma entre un montón de papeles o en las páginas de un libro, y al cabo de algún tiempo, meses o años, surgirá otra vez, tenaz y no solicitado, con una especie de modesta lealtad, en el curso de otra búsqueda inútil: esa cara invariable, cada vez más joven, más detenida en la adolescencia o retirada hacia ella a medida que yo voy cumpliendo años, ajena al tiempo de mi vida y sumergiéndose en la lentitud del suyo, el tiempo de las fotografías, el pasado siniestro en el que todo aquello sucedió, sin olvido posible, el frío en aquella desolación de llanuras y de colinas despobladas, en las afueras de Vitoria, el invierno prematuro de noviembre de 1979, el viento entre los barracones, la nieve cayendo muy despacio sobre nosotros mientras resistíamos en posición de firmes la duración insoportable de nuestra jura de bandera.

Cuando el oficiante alzaba, la hostia en la consagración los soldados rendíamos armas y la banda de música atacaba el himno nacional. Algunos se desmayaron de fatiga o de frío, al cabo de varias horas de permanecer en posición de firmes: en la multitud cuadriculada, de color verde oscuro contra la nieve, se producía como una ondulación acuática, y un cuerpo caía al suelo con la blandura fácil de un muñeco de paja. Mientras desfilábamos hacia la bandera que debíamos besar con la cabeza descubierta, bajo la que debíamos pasar con una inclinación de sometimiento y de fervor, sonaba en los altavoces el himno de la Legión. Familias enteras acudían de toda España para presenciar la jura de bandera de un hijo, de un hermano o de un novio. A sus novias los aprendices de novios de la muerte les regalaban muñecos pepones con uniforme de infantería, o de la Legión, y previamente les habían enviado fotos en color en las que adoptaban un escorzo interesante, una ligera inclinación diagonal que ya habían existido en las fotos marciales de sus padres. También sonaba en los altavoces Soldadito español, y a mí, por culpa del hambre que tenía, o de las semanas de tormento y de soledad, o porque me acordaba de haber oído esa canción en la radio cuando era pequeño, me entraba una cierta congoja en el pecho, como un deseo inaplazable de rendición sentimental.

Algunos padres y familiares particularmente patrióticos adelantaban el cuerpo sobre las tribunas hacia los soldados que pasaban y aplaudían como en un palco taurino. La vehemencia roja y amarilla de las banderas y de las arengas tenía un sabor hiriente de fiesta nacional, de un rojo y un amarillo excesivo, como un guiso con demasiado pimentón y demasiado colorante. Era la retórica del africanismo, de las litografías de la conquista de Tetuán, la retórica corrupta, incompetente, chulesca y beoda del ejército de África en los años 20; era la brutalidad exhibicionista de la legión inventada por Millán Astray, con su mezcla de mutilaciones heroicas y sífilis, y al mismo tiempo la brutalidad fría, casta, y católica, de la legión mandada por el general Franco en Asturias en 1934, la misma capacidad de odio combinada con un lirismo polvoriento y tardío de teatro romántico y una catolicidad intransigente, gallinácea, de mesa camilla y santo rosario.

El punto máximo de aquella retórica era la eliminación de toda palabra articulada: se propendía, en las arengas, al grito afónico, y en las órdenes, al ladrido y a la onomatopeya. En las tribunas, a varios grados bajo cero, los elementos más fachas del público adelantaban el cuerpo para aplaudir. Eran los fascistas biológicos, los excombatientes coriáceos, los taxistas de patillas largas y canosas, camisas remangadas y brazos nervudos con tatuajes legionarios que mordían el filtro de un ducados o de uno de esos puros que vendían entonces provistos ya de una boquilla de plástico blanco. La p de España restallaba en los vivas de rigor con la contundencia de un disparo.

Yo pasaba marcando el paso, con mi fusil cetme al hombro, con los dedos rígidos bajo los guantes blancos del uniforme de gala y los pies helados en las botas, a pesar de los calcetines dobles y las bolsas de plástico con que los había forrado siguiendo los consejos de los veteranos, y más que miedo lo que tenía era una sensación de extrañeza sin límite. Todos aquellos individuos, cuyo retrato robot encarnaría años más tarde el hermano mayor de Alfonso Guerra, tenían hijos o yernos en el campamento, y muchos habían viajado mil kilómetros para no perderse la jura de bandera, acompañados, en los autocares, por turbulentas familias en las que no faltaban las madres emocionadas ni las vagas abuelas con pañolones negros atados bajo la barbilla. Según el páter, que era como llamaban los militares al capellán castrense, con una mezcla de campechanía y de latín, la jura de bandera había de ser tan definitiva para nuestra españolidad como lo había sido la primera comunión para nuestro catolicismo. Rugía en las tribunas y en los altavoces un patriotismo de coñac, una bestialidad española taurina y futbolística, y uno estaba en medio de aquello, desfilando, ajustando el paso al ritmo del himno legionario, sintiendo el frío de la culata del fusil bajo la tela blanca de los guantes, pues era día de gran gala y llevábamos guantes blancos, correajes relucientes, hebillas doradas, y nuestras botas habrían brillado como espejos, según quería nuestro capitán, de no haber sido por el barro de nieve sucia en el que chapoteábamos.

En el estrado, bajo la nieve, que volvió a arreciar después de la misa y del desfile de la jura, declamaba afónico el coronel del campamento, y era posible que al día siguiente algún periódico trajera en titulares alguna frase particularmente golpista de su arenga. En esa época, tan lejana ahora, que de una forma suave y gradual se nos ha ido volviendo inimaginable, los coroneles aprovechaban las juras de bandera y cualquier clase de solemnidades militares para asustar y desafiar al gobierno, para difundir no amenazas exactas, sino sugerencias que resultaban más inquietantes y amenazadoras todavía. Al día siguiente, en los periódicos demócratas, las arengas de los militares merecían algún titular escalofriante, y los periódicos fascistas hablaban con entusiasmo de una vibrante alocución.

A mi lado, ajeno por completo a la homilía patriótica del coronel, un recluta gordo, de la provincia de Cáceres, que había aceptado sin mayor quebranto la ignominia de ser relegado durante varias semanas al pelotón de los torpes, se zampaba sigilosamente un bocadillo de chorizo, sin perder la compostura, sin mover casi las mandíbulas, conteniendo con dificultad el ruido pastoso de su masticación. Por la barbilla marcialmente levantada le bajaba despacio un hilo de grasa rojiza. Al terminar el acto de la jura nos dieron un banquete desaforado, con manteles blancos y menús impresos en cartulina, como en las bodas, una comilona de langostinos con mayonesa, ternera en su jugo y melocotón en almíbar, culminada con café, puro cimarrón y copa de coñac apócrifo, y entre el vino y el coñac, el ruido de las voces, la hartazón de la comida después de tantas hambres, y sobre todo la seguridad de que nos íbamos a marchar de permiso para toda una semana, nos entraba un mareo excitado, un atontamiento de camaradería y conformidad, y casi todos nosotros nos gastábamos bromas y decíamos barbaridades empleando ya el lenguaje cuartelario con una fluidez de idioma recién aprendido.

Nos íbamos de permiso en cuanto acabara la comida. Los autocares se alineaban en las explanadas de instrucción y algunos de nosotros nos hacíamos fotos colectivas sosteniendo el puro entre los dientes, pasando el brazo por los hombros de otros soldados a los que probablemente no veríamos más. Durante horas eternas viajaríamos hacia el sur en aquellos autocares procurando no pensar que no nos habíamos librado del ejército, que los seis días del permiso se nos pasarían sin notarlos, que cuando viajáramos de regreso al cuartel donde nos habían destinado empezaríamos de verdad la mili.

Pero ya hace mucho que no sueño casi nunca con que vuelvo al cuartel. Será que el ritmo de nuestra inconsciencia es mucho más lento que el de nuestra razón, y que las cosas, en ella, tardan mucho más en llegar a existir y luego a olvidarse, igual que el agua del océano es mucho más lenta que la tierra en el progreso del calor del verano o del enfriamiento invernal. Igual que sueña uno que vuelve al ejército sueña con una mujer de la que no se acordaba desde hacía años, y al despertar se da cuenta de que el sueño es la prehistoria íntima de cada uno, y que sus imágenes tienen por eso la delicada exactitud y la antigüedad prodigiosa de una criatura o de una planta fósil. Quién sabe adónde viajará uno cuando cierre los ojos, a qué centro de la tierra, en qué submarino ha de navegar las oscuridades de la propia alma, y escribo deliberadamente alma porque me suena mejor que subconsciente y porque ya va uno cansándose de psicoanalismos.

Uno no es responsable de lo que sueña, y a veces tampoco de lo que escribe, o más bien de lo que siente en cada ocasión que puede escribir: una mañana nublada de principios de marzo, en Virginia, me encontré acordándome de la oficina militar de San Sebastián en la que había trabajado cuando volví del permiso de la jura, y de los cielos nublados que se veían desde la ventana, y las dos imágenes, separadas por más de una década y por todo un océano, resonaron o se correspondieron entre sí en una semejanza inesperada. La soledad y el silencio de mi habitación monacal de Virginia se parecían a los de aquella oficina en las mañanas invernales de domingo, cuando el cuartel estaba casi vacío y yo aprovechaba aquella quietud para ponerme a escribir en una hermosa Olympia con la carrocería de color de bronce, dura y curvada como un casco de guerra. En vez de la hoja de papel yo tenía ahora frente a mí la pantalla luminosa del ordenador, pero el espacio en blanco era el mismo, el espacio en blanco y también el desaliento, el miedo a no saber llenarlo de palabras, a no encontrar la primera palabra que siempre es un ábrete sésamo y trae consigo a todas las demás.

Así que era posible que uno no cambiara tanto como creía, y en tal caso los sueños de regreso al ejército contenían una parte de razón. El soldado de veinticuatro años sobrevivía en mí, que aún sigo queriendo escribir libros y me muero de miedo al principio de cada página. La oficina militar, como la habitación de Virginia, era un lugar ajeno al mundo y a las normas cotidianas del tiempo. El tiempo verdadero se había interrumpido la noche en que tomé el tren hacia el norte, en octubre de 1979, y también cuando en enero de 1993 subí a un avión que me llevaría a América. Y en ese espacio despojado, en ese tiempo neutral, yo debía o deseaba en ambos casos edificarme una isla, un lugar protegido y cancelado donde emprender esa tarea que uno siempre está emprendiendo por primera vez aunque haya escrito y publicado diez libros.

No había identidad ni pasado en la habitación de Virginia ni en la oficina del cuartel, no había equipaje ni memoria. Lo que uno hubiera hecho hasta entonces no importaba, no le serviría de salvación ni de excusa. La vida anterior, los libros anteriores, no existían. Había que empezar otra vez, y abstraerse delante del ordenador de modo que la noche llegara sin que me diese cuenta. La penumbra del atardecer era la misma en Virginia que en San Sebastián, y la reverberación violeta de la pantalla del ordenador me hacía acordarme del papel volviéndose más blanco y más vacío en la máquina de escribir a medida que progresaba la noche y yo no encendía la luz eléctrica en la oficina para no descubrirle a nadie mi presencia. Por entonces, unos meses después de mi llegada al cuartel, yo ya no era un lamentable recluta, sino casi un veterano, y me había organizado la vida con un cierto confort, en mi calidad privilegiada de oficinista, o de escribiente, como decían los militares, con un arcaísmo que a mí no me desagradaba.

En San Sebastián, en el regimiento de cazadores de montaña Sicilia 67, en aquel mundo desastrado y hermético, entre la brutalidad, la disciplina, el ruido de botas y fusiles, el embotamiento diario, la extenuadora paciencia de seguir aguantando para tachar otro recuadro en el almanaque, yo me encerraba con llave en la oficina de la compañía para instaurar una tregua, para inventar el espacio lacónico de la habitación que he buscado siempre: paredes vacías, una mesa, una silla de respaldo recto, una ventana, un teclado sobre el que escribir. En los sueños todo se vuelve simultáneo, pero tal vez en eso, que nos sorprende tanto, es en lo que los sueños más se parecen a la realidad.

Hacía mucho que no soñaba con que volvía al cuartel, pero la sensación de aislamiento y de lejanía que encontré en Virginia, el silencio que se iba extendiendo cada noche a mi alrededor, en el bosque que había al otro lado de la ventana, como un océano de oscuridad, se parecieron mucho al aislamiento, a la lejanía y al silencio que iban creciendo en el cuartel cada noche, al mismo tiempo que se levantaba la niebla sobre el río Urumea. Quizás sólo sea posible escribir sobre ciertas cosas cuando ya apenas pueden herirnos y hemos dejado de soñar con ellas, cuando estamos tan lejos, en el espacio y en el tiempo, que casi daría igual que no hubieran sucedido.

II.

En la infancia de uno la mili formaba parte de las mitologías inciertas de la vida adulta. La mili era una palabra rara que algunas veces oíamos repetir con reverencia y misterio, una región de leyenda en el pasado de nuestros mayores, un tiempo ajeno y anterior al que nosotros conocíamos en el que habían vivido lejos y vestido uniformes, en el que habían manejado no las herramientas cotidianas de trabajo sino armas de fuego, como los héroes de las películas o de los relatos de la guerra.

La mili, según se la oíamos contar a los adultos, era una especie atenuada de guerra en la que no moría nadie, una geografía de lugares remotos que se llamaban Fernando Poo, Sidi Ifni, Tenerife, Infantería motorizada, un mundo tan novelesco y ajeno como el del cine, pero con una densa emoción de realidad: pistolas, bayonetas, machetes, fusiles, ametralladoras, cañones, todas las palabras que habíamos aprendido en las películas de guerra o en los tebeos entonces célebres de Hazañas Bélicas las repetía en casa algunos de nuestros parientes, incluso nuestro mismo padre, y aquello daba a sus narraciones un aliciente de aventura verdadera, y a ellos, a sus voces, a sus caras de siempre, una cualidad de excepción y heroísmo.

La mili era que uno de mis tíos desapareciera durante largo tiempo de la casa, y que yo sólo me diera cuenta de su ausencia cuando al cabo de los meses llegaba una foto suya en blanco y negro y una carta escrita sobre cuartillas rayadas. La cara de la foto apenas se parecía a la de mi tío: era una cara como más decidida o más adulta de lo que yo recordaba, con los dientes o la sonrisa más grandes, con un extraño gorro del que pendía una borla caído sobre las cejas, con las sienes rapadas. A lo mejor la figura sostenía un fusil, y eso era ya lo que la volvía más extraña y más admirable, el fusil y las botas militares, negras y rudas, el cinturón de hebilla metálica que le ceñía el uniforme, aunque también la actitud en la que habían posado para la foto: las piernas abiertas, el gorro con borla sobre la frente, los pulgares incrustados en el cinturón, una media sonrisa como de jactancia y orgullo, la misma que repetían después en la foto de estudio que enviaban a la madre y a la novia, y en la que la cara, inclinada, en escorzo, tenía una cualidad lisa y brillante de cera en blanco y negro, un resplandor ligeramente neblinoso, como de estampa de actor de cine.

Era posible que detrás de la figura apareciese un monumento célebre, una estatua de mármol, una arboleda que resultaba ser el parque de María Luisa, una extensión de agua que no era el mar, como mi ignorante imaginación sugería, sino el estanque del Retiro. Mi abuelo o mi madre leían en voz alta y lenta la carta y mi abuela lloraba, y yo no podía entender la razón de su llanto ni el vínculo entre ese soldado sonriente de la foto y mi tío, al que por lo demás, con esa incapacidad de la infancia para conservar lealtades y recuerdos precisos, ya había olvidado.

La mili era una maleta grande de madera que rondó mucho tiempo por las alacenas de la casa, una maleta hueca, grande, angulosa, la más grande que yo había visto en mi vida hasta entonces, tan grande como un baúl, como un mueble: la maleta de madera que les daban a los soldados hace treinta años, con sus ángulos agudos, sus cierres metálicos, el dibujo de las acanaladuras de la madera, que yo seguía atentamente con los dedos y con la mirada, sumergido en un hipnotismo semejante al de las manchas de humedad de una pared o al de los dibujos inacabablemente repetidos de una cortina. Aquella maleta la había traído mi tío Manolo de la mili, de un sitio que a veces se llamaba Melilla y a veces África, al que había llegado navegando en un barco y donde había pasado una eternidad, ya que el único permiso que le dieron no pudo aprovecharlo por falta de dinero para hacer el viaje. Volvió muy moreno, con una chaqueta oscura y una camisa abierta sobre el pecho, con el pelo muy corto, con un desahogo como de legionario o de indiano, desconocido para mí, y mientras mis abuelos, mi madre y mis otros tíos se abrazaban a él en el portal y lo besaban entre lágrimas al cabo de dos años de no verlo yo miraba la superficie de la maleta, los extraños dibujos que se formaban en ella, su hermoso volumen geométrico, su materialidad de madera y metal, su condición posterior de cofre o cavidad mágica de la que mi tío fue sacando ecuánimes y modestos regalos para cada uno de nosotros.

Los primeros días, tras su regreso de la mili, los adultos, mis tíos, conservaban aquel aire de veteranía y heroísmo, aquella excepcionalidad con la que ocupaban un lugar en la casa, en la cocina, charlando junto al fuego, en la mesa, a la hora de la comida, cuando les hacían arroz con conejo y les servían las mejores tajadas, hablando incluso con un acento extraño, que se les había pegado en el ejército y que tal vez ellos exageraban por un deseo instintivo de singularidad. O hablaban más alto o era que la casa, desacostumbrada a sus voces, las repetía con ecos desconocidos, más intensos, como los de las voces de una película oída desde lejos, sonando en la noche de julio en un cine de verano.

Podían volver muy morenos, con un bronceado como tropical o marítimo, casi dorado, más llamativo todavía en aquellos tiempos en los que nadie tomaba el sol por gusto ni veraneaba frente al mar, sin la opacidad huraña y seca que daba el sol del trabajo a la piel de los hombres. Podían volver más blancos, y eso les añadía otro prestigio, como el de las manos cuidadas y sin callos, un prestigio de oficinistas y de curas, de gente que engordaba saludablemente sin necesidad de martirizarse bajo el sol. Luego se iban volviendo solubles en la vida común, guardaban para siempre la camisa de picos abiertos y la chaqueta liviana que habían traído del ejército, iban perdiendo el color tostado y africano de la piel o la blancura suave de las manos, y ya no era que volviesen a la vida que dejaron antes de marcharse al cuartel, sino que se habían hecho bruscamente mayores, que habían envejecido, que estaban atrapados por el trabajo y el tedio de la vida adulta, noviazgos y misas de domingo por la mañana, trajes oscuros en Semana Santa y en el Corpus, bodas, hijos, talleres mecánicos, barriga, calvicie, y sus relatos militares, los mismos de aquel primer día en el portal, o de la primera comida de arroz con conejo y sangría para la celebración, se les iban gastando, se les estropeaban igual que los dientes, exactamente igual que se les había gastado y estropeado la vida, no por una crueldad particular del destino, sino porque las cosas eran irremediablemente así, y lo mismo que había un tiempo para que el pelo encaneciera o se cayera y para que a los hijos empezara a cambiarles la voz había existido otro tiempo prodigioso de descubrimientos, audacias y viajes que era el de la mili, la primera y la última vacación que se tomaban en la vida.

Porque aún seguían hablando de la mili, al cabo de los muchos años, y ya eran víctimas de una nostalgia mecánica que encontraba su resonancia en mi propia memoria de testigo, en mis recuerdos de infancia: aquellas cartas sobre hojas rayadas, aquellas fotografías, las cartillas militares, el aire de novedad que traían los mayores al volver del cuartel, el romanticismo del héroe que vuelve, que nunca es más héroe que cuando vuelve y que sin embargo perderá su heroicidad por culpa del regreso. Venían cargados no de trofeos sino de narraciones y de nombres, volvían de aquel viaje y ya no se marchaban nunca más.

Las fotos de uniforme, guardadas en los cajones, perdidas entre los papeles y las mantelerías de aquella casa en la que nunca hubo álbumes de fotos, y en la que por tanto una lata de cacao o un sobre vulgar podían convertirse en yacimientos de recuerdos, se iban volviendo con el paso del tiempo más heroicas y más tristes, como tesoros olvidados de una juventud que sólo pervivía en ellas. Allí estaba mi tío Manolo guiñando los ojos bajo el sol de África, posando junto a los bardales de la granja donde pasó toda la mili, y de la que hablaría inagotablemente en sus conversaciones futuras, como si recordara una isla en la que había sido feliz después de un naufragio: delgado, con el pelo negro, crespo y abundante, con una sonrisa de dientes grandes y sanos, inalterablemente joven en la foto mientras envejecía y engordaba y se quedaba calvo en la realidad y sólo volvía a parecerse un poco a quien había sido en aquellos años después de ponerse una dentadura postiza; allí estaba mi padre, su carnet militar fechado en 1949, el desconcierto de su cara de adolescente vulnerable, sus ojos asustados, el cuello de celuloide blanco del uniforme haciéndole levantar la barbilla, los labios finos y apretados en un gesto que iba a repetirse treinta años más tarde en mis fotos de recluta.

Mi padre había hecho el servicio militar en Sevilla, y guardaba de aquella ciudad un recuerdo maravillado y adánico, como el de la granja con umbrías de oasis de mi tío Manolo, uno de esos recuerdos en voz alta que se transmiten a la imaginación de quien los escucha, haciéndole después acordarse vívidamente de lo que no ha visto nunca.

En la mili mi padre había hecho amistad con un sargento que lo protegió mucho, y con el que continuó escribiéndose durante años, y lo volvió a ver en Sevilla cuando yo ya estaba lo bastante crecido como para tener un recuerdo exacto de aquel viaje. Tantas veces le oí repetir con devoción y amistad el nombre de aquel sargento que aún lo recuerdo: don Santiago Simón Rodrigo, un nombre rotundo, de personaje militar, ajeno a nuestros nombres y apellidos comunes, tan raro como los nombres de los futbolistas o el del Cid Campeador del que tanto nos hablaban en la escuela, don Rodrigo Díaz de Vivar. En su regreso a la Sevilla de sus veintiún años mi padre llevó consigo a mi madre, en el tren, y cuando ya se acercaban a la ciudad la hizo asomarse por la ventanilla para que viera los palmerales del río y la Giralda y le dijo:

–Fíjate, Sevilla, con lo grande que es, y también está en medio del campo.

No sólo había en los archivos dispersos de la casa alguna foto militar de mi padre. Había también una postal que le envió a mi madre desde el cuartel, y en la que se dirigía a ella llamándole apreciable Antonia. Yo creo que mi padre no había utilizado nunca ese adjetivo hasta entonces, y que desde luego ya no lo ha vuelto a utilizar. Sin duda lo copió de algún epistolario amoroso de los que circulaban todavía en su juventud, y es posible que eligiese el modelo de carta con la misma atención con que eligió la postal. Era una postal en blanco y negro, y a mí me gustaba mucho mirarla porque aparecía un hombre vestido de centurión romano, con falda y coraza labrada y un morrión posado junto a él en una mesa de mármol. El centurión, de piernas fuertes y peludas, le sonreía hechizadamente a una mujer que medio estaba abrazándolo y pasaba un plumero por su casco labrado, una rubia o pelirroja de melena larga y peinada como la de Verónica Lake, con la sonrisa y la mirada oblicuas de Lauren Bacall, con una túnica ceñida a la cintura que descubría un hombro y que se abría oportunamente hasta la mitad de uno de sus muslos: parecía atenta al mismo tiempo a la limpieza impecable del casco y al modo en que el centurión percibía la sugerencia sicalíptica del plumero. Lo chocante del hombre era que no llevaba el pelo cortado como los romanos de las películas, sino exactamente igual que mi padre y que casi todos los hombres de entonces, ondulado, corto y con brillantina, y que además usaba un bigote de pincel, como el de Robert Taylor.

Con ese intenso erotismo infantil que tan precozmente lo conmovía a uno en la proximidad misteriosa de la piel o de los olores femeninos, en la visión rápida de una desnudez, yo buscaba aquella postal por los aparadores y las alacenas y entre las fotos amontonadas en cajas de cacao, y siempre me sorprendía como un enigma el modo ensimismado en que se miraban el hombre y la mujer y me gustaba mirar aquel hombro blanco y redondo que emergía como un fruto de la túnica, aquella pierna ligeramente flexionada cuya rodilla tal vez rozaba la del centurión con una suavidad no menos delicada y soliviantadora que la del plumero. Pero lo que menos entendía de todo era la leyenda que había escrita en letra cursiva en la parte inferior de la postal:

De los antiguos proviene

el pulcro culto a la higiene.

La mili, o el servicio, como le llamaban las personas de más edad, eran no sólo las fotos, sino también las palabras que traían consigo los soldados al licenciarse, palabras desconocidas y excitantes, que volvían más atractivas las historias que contaban, al principio ante la familia entera, alrededor de la mesa camilla, y luego, cuando se iban gastando, a mí, que las escuchaba sin entenderlas, que no sabía lo que significaba brigada ni batallón ni regimiento de sanidad, y que cuando me hablaban de un arma peligrosa llamada mortero imaginaba el mortero de loza amarilla que mi madre manejaba en la cocina, y lo suponía agrandado hasta una dimensión amenazante, y hecho de acero, o de hierro, pero con una forma idéntica a la del mortero que yo conocía.

Uno empezaba a intuir que la mili, como el tabaco, como los pantalones de pana, el vino bebido a porrón, la penumbra alcohólica de las tabernas, las varas de varear la aceituna, la pasión enronquecida por el fútbol, era un asunto absoluta y herméticamente masculino, igual que la costura, las alcobas o la preparación de borrachuelos pertenecían a las mujeres. La mili resultaba excitante pero también temible, porque uno se sentía destinado a ella en su calidad de varón, y eso lo hacía parecerse a sus mayores, pero el miedo, en mi caso, era más fuerte que la atracción hacia lo que había de agresivo y despiadado en el mundo de los hombres.

Los gritos al amanecer, las sogas hiriendo las palmas de las manos, los sacos de aceituna cargados a la espalda, el olor agrio del sudor en la ropa, el aliento a vino y a tabaco, las caras con un gesto de violencia y dolor, la grasa de las máquinas: todo eso era, junto al ejército imaginado, el mundo masculino, y uno, de niño, se asomaba a él y transitaba por su cercanía con una sagacidad y una atención entre fascinada y asustadiza, como de gato que cruza entre los seres humanos y lo mira todo y pasa de largo sin interesarse demasiado.

Gatunamente deambulaba el niño entre las vidas adultas de los hombres y las de las mujeres, como si caminara por los barrios cambiantes de una ciudad que todavía no conoce bien, y de una manera gradual, a medida que crecía, iba eligiendo uno de aquellos dos mundos, o iba descubriendo que pertenecía a él, y que en consecuencia llegaría un tiempo en el que sus vagabundeos ya no iban a estar permitidos: se haría adulto y se iría a la mili, exactamente igual que sus tíos, y cuando volviera también él contaría historias que ya de antemano inventaba, porque era extremadamente novelero, zurciendo fragmentos de las que su padre o sus tíos le contaban.

Los relatos de la mili tenían todo el misterio de la masculinidad adulta, y también su literatura tonta y chapucera, como de película barata o de conversación sobre mujeres en un bar, porque al fin y al cabo eran eso, películas de bajo presupuesto para un público lamentable que consistía exclusivamente en mí, películas que circulan por los cines de reestreno después de haber fracasado o de haberse pasado de moda en los más céntricos. Entre los ocho y los doce años casi siempre dormí en el mismo cuarto que alguno de mis tíos. La diferencia de edad los convertía en personajes inalcanzables, en modelos de lo masculino y héroes benévolos que igual me levantaban de una brazada hasta tocar el techo o me contaban en la oscuridad del dormitorio, desde la otra cama, una película del oeste que acababan de ver o una de las aventuras que les sucedieron en la mili. Aún no habían perdido ellos su vehemencia al contarlas ni yo el entusiasmo de la imaginación infantil. Mi tío Manolo imitaba el habla de los árabes que solían visitarlo en aquella granja casi en la frontera de un desierto donde pasó dos años, silbaba separando mucho los labios para fingir el rugido de las tormentas de arena, daba golpes en la pared, sobre la cabecera de su cama, entre los barrotes, para sugerir un galope de caballos.

Mi tío Manolo me enseñaba a imaginar el desierto. Mi padre me mostraba una cicatriz que tenía en el cuello y me explicaba que se la había hecho el sable de un moro en las selvas de Fernando Poo. Mi tío Pedro hablaba de Madrid, cuyas avenidas, edificios, parques y túneles de Metro no eran menos fantásticos que los arenales del Sahara. Mi tío Pedro había servido como cartero en un Regimiento de Defensa Química, y me repetía orgullosamente de memoria los nombres de cada una de las estaciones del Metro de Madrid, por las que aprendió a moverse, con su cartera del correo al hombro, con la misma familiaridad y la misma audacia que un explorador por la selva amazónica. Ser cartero me parecía a mí un oficio admirable. Que uno de mis tíos lo hubiera sido, aunque transitoriamente, no dejaba de darme un cierto orgullo, tal vez del mismo linaje que el de mis compañeros de escuela cuyos padres eran oficinistas o policías municipales.

A mi tío Pedro lo que más le gustaba contar era la historia de cómo había descubierto en el cuartel al verdadero responsable de un robo por el que estaba siendo acusado un inocente. Era la joya de sus narraciones militares, la obra maestra de sus recuerdos en voz alta, la más cuidadosamente graduada para conseguir un efecto de suspenso que se repetía sin gastarse casi cada noche, en la oscuridad de nuestro dormitorio.

De la estafeta del cuartel había desaparecido una fuerte suma de dinero en certificados, y a un compañero de mi tío lo consideraron culpable y lo enviaron al calabozo. Mi tío, como los abogados jóvenes y bondadosos de las películas americanas de juicios, estaba seguro de que aquel soldado era inocente, y de que el culpable era otro, un sujeto frío, atravesado y cínico, con granos en la cara, que reunía todos los rasgos odiosos de los malvados del cine. Al inocente le iban a formar un consejo de guerra, el culpable permanecía indemne y disfrutando los beneficios de su robo. De pronto, in extremis, mi tío obtuvo la prueba que necesitaba: una hoja de papel carbón en la que estaba impresa la huella de una bota, tan acusadora y precisa como una huella digital. Se presentó valientemente con ella al capitán, se cuadró ante él (eran siempre relatos muy ricos en esa clase de detalles circunstanciales) y le dijo la verdad: la huella en la hoja de papel carbónico coincidía irrefutablemente con la suela de la bota izquierda del canalla.

–Gracias, Molina -había dicho el capitán, cuyo nombre, apellidos, carácter y apariencia completa detallaba en cada relato mi tío-, si no llega a ser por usted habríamos mandado a prisión a un inocente.

La mili era la literatura y la épica, el cine y el turismo de los pobres, la ocasión que les daban de asomarse a la geografía del mundo, de añorar la vida diaria y aprender lecciones de lejanía y desarraigo, de vivir por primera vez libres de la gran sombra masculina y agobiante del padre, de un padre que en aquellos tiempos también solía ser el patrón. En la mili aprendían a escribir cartas y a disparar armas de fuego, a distinguir las graduaciones de los oficiales y los calibres de las municiones, a tratar con desconocidos absolutos, lo cual para ellos era una grandiosa novedad, ya que en sus vidas, hasta entonces, apenas habían tenido ocasión de encontrarse con extraños. La mili era una ruda antropología pueblerina, un ritual de paso hacia una vida plena de varones adultos, y a nadie se le ocurría quejarse de ella, en parte porque entonces a nadie se le ocurría quejarse de nada: librarse del servicio militar era un mal augurio, a no ser que uno fuera hijo de viuda, pues el que se libraba era que estaba tuberculoso o que tenía cualquier enfermedad oculta o no era lo bastante hombre. Lloraban las madres y las novias, llamaban por el teléfono de alguna vecina a los programas de discos dedicados de la radio para solicitar Soldadito español, pero aquellos llantos y suspiros sobre el bastidor de la costura, aquel riguroso encerrarse de las novias durante la ausencia de su prometido (prometido era una palabra que usaban mucho en los programas de discos dedicados) eran sobre todo pruebas o signos de una sentimentalidad femenina tan reglamentada y roturada como el coraje de los hombres. Yo a veces me dejaba llevar por la inercia tonta de la imaginación y me veía a mí mismo convertido en soldado, galopando en el desierto con el velo azul de un turbante sobre la cara y un fusil a la espalda o esperando tras el bardal de una granja a que me atacaran los bandidos beduinos, pero otras veces tenía raros vislumbres de sentido común e intuía que la mili no iba a ser una novela, sino una cosa tan triste y tan interminable como la vida de un interno en un colegio de curas, una experiencia de brutalidad tan dolorosa como la de casi todos los juegos infantiles de la calle donde yo vivía, y en los que invariablemente salía perdiendo: los mayores, los más fuertes, los más vivos y ágiles, abusaban siempre de los débiles, es decir, de los que eran como yo. En mi calle, como en el ejército, se jugaba a la guerra, y había héroes violentos que asustaban a los más apocados y batallas de estacazos, gritos y pedradas de las que algunos huíamos con una anticipada sensación de ignominia y vergüenza. Yo no podía saber entonces hasta qué punto mi intuición era cierta: la mili, cuando llegara, iba a parecerse mucho no a las historias embusteras que me habían contado mis tíos y mi padre, sino a aquella angustia, a aquella tristeza ilimitada y monótona de la cobardía infantil, a la vulnerabilidad de no atreverme a salir a la calle por miedo a que los más grandes me pegaran, a la conciencia humillada de no ser fuerte ni temerario ni ágil.

Yo no sabía que en realidad se cambia muy poco desde los primeros años de la vida, y que ya entonces, en mi calle, donde durante mucho tiempo fui como un emboscado cobarde, habría podido señalar entre los niños del vecindario a los que disfrutarían de la mili y clasificarnos a cada uno de nosotros en los modelos que tantos años después iba a encontrar: el chulo, el chivato, el asustado, el silencioso, el leal, el lacayo, el entusiasta de la violencia practicada por otros, el que lamerá el polvo ante los vencedores y hará escarnio de las víctimas. La infancia posee una capacidad de obtener sufrimiento de la imaginación que los adultos luego no recuerdan: yo me consolaba pensando que todavía me faltaban muchos años para irme a la mili.

III.

De pronto se había extinguido aquella eternidad de tiempo futuro como una fortuna dilapidada por un heredero que la suponía inagotable y que de un día para otro se encuentra en la ruina: de pronto había llegado octubre de 1979, yo era tan plenamente adulto como mis tíos cuando me contaban sus aventuras cuartelarias y estaba a punto de irme a la mili, y no a cualquier parte, sino al País Vasco, a Vitoria, al Centro de Instrucción de Reclutas número once, asaltado unos meses antes por un comando de etarras que no tuvieron gran dificultad en desarmar a los soldados de guardia y robarles los cetmes.

Desde que supe adonde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bombas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles, y se veía siempre un cadáver tirado en la acera en medio de un charco de sangre y mal tapado por una manta gris, o caído contra el respaldo en el asiento trasero de un coche oficial, la boca abierta y la sangre chorreando sobre la cara, una pulpa de carne desgarrada y de masa encefálica tras el cristal escarchado y trizado por los disparos. Se veían luego las imágenes de los funerales, los ataúdes negros cubiertos por banderas, llevados sobre los hombros de oficiales en uniformes de gala, se oían los gritos de los jóvenes fascistas que saludaban el cortejo fúnebre alzando el brazo a la romana, extendiendo manos cubiertas por guantes negros hasta erizar el aire sobre las cabezas de los parientes enlutados de las víctimas.

Gafas negras, abrigos oscuros de pieles, fajines, gorras de plato con estrellas doradas, caras de rabia, de ira muerta, de odio, declaraciones oficiales de serenidad: después de cada crimen pensábamos que los militares ya no aguantarían más y que estaba a punto de sobrevenir un golpe de estado. Su presencia obsesiva nos daba la sensación de vivir en libertad condicional, en una libertad exaltada, quebradiza, en peligro, minada por las presiones del ejército y asaltada a diario por las salvajadas de los terroristas. Los grandes galápagos de la jerarquía militar tenían algo de dioses inescrutables e iracundos que en cualquier momento podrían fulminarnos. Se hablaba mucho entonces de ruido de sables: de vez en cuando se publicaban rumores sobre conspiraciones, o se murmuraban nombres que no llegaban a aparecer en los periódicos, o que surgían en los diarios golpistas como torcidas sugerencias de complots. Por debajo de la fiebre incesante de las novedades y las contiendas políticas, de las manifestaciones, de las huelgas, de las campañas electorales, de aquel aturdimiento de tiempo acelerado y trastornado en el que vivíamos y de la incertidumbre sobre el porvenir hacia el que tan velozmente estábamos siendo empujados, había como un espacio de silencio y de miedo, un crepitar sordo y monótono de especulaciones y sospechas, un desasosiego permanente que algunas veces se volvía tan irrespirable como la expectación de una tormenta.

A finales del verano de 1979 yo contaba los días de libertad que me quedaban y no sabía imaginarme cómo iba a ser mi vida cuando terminara aquella tregua. Veía en el periódico la foto de un general asesinado y pensaba que el ejército se iba a sublevar cuando yo hubiera ya ingresado en filas. Más allá de la superficie de normalidad de las cosas diarias había un límite de abismo que las volvía al mismo tiempo más valiosas y del todo irreales. Abría los ojos al despertarme, miraba en el balcón la luz húmeda y violácea de aquel otoño y pensaba: tal vez la semana que viene, a esta misma hora, ya estaré en el cuartel. Una mañana, a principios de octubre, llamaron a la puerta y. un hombre de uniforme me entregó una citación: pero la fecha mecanografiada que leí con un sobresalto de angustia en el pecho no era aún la de mi viaje, sino la del día en que se me ordenaba ir a la Caja de Recluta para que me entregaran el petate.

El petate era la primera señal indudable de que aunque todavía no hubiéramos llegado al cuartel ya pertenecíamos al ejército. El petate era el primer objeto militar que tocábamos, y desde el principio comprendíamos que en aquella lona verde y recia estaba toda la materialidad del tiempo que nos esperaba, no las imágenes abstractas, no las leyendas inventadas por el miedo sino la textura primordial de nuestro porvenir durante más de un año. En la oficina de reclutamiento nos daban un papel al que llamaban pasaporte y un billete de tren para unos días más tarde, pero si no nos hubieran dado también el petate habríamos podido imaginar, al salir a la calle, a las evidencias de la realidad civil, que en esos pocos días aún nos era posible vivir como habíamos vivido hasta entonces, que éramos iguales a cualquiera que se cruzara con nosotros, pues aún vestíamos de paisano y técnicamente no estábamos sometidos a la jurisdicción militar. Pero el petate, que llevábamos bajo el brazo, vacío, o echado livianamente al hombro, ya nos contaminaba sin remedio y nos hacía saber cómo serían los olores de los meses futuros, el color del mundo, un verde olivo sucio, el tacto áspero de la vida diaria. El petate, usado muchas veces por otros, tal vez por generaciones de reclutas, olía a desinfectante, pero sobre todo olía, de antemano, a cuartel, al aire rancio de los dormitorios masculinos, a ropa sudada y guardada luego sin lavar en taquillas metálicas. Pasar los dedos por la lona del petate, por las anillas de acero que lo cerraban, era tocar la ropa que vestiríamos a lo largo de más de un año y adivinar en el tacto del candado todo el escalofrío futuro de las armas de fuego: abrir el petate y asomarse a su fondo para guardar algo en él era asomarse al pozo oscuro del tiempo que nos esperaba, y al principio, cuando uno guardaba allí algo de ropa, le daba un escrúpulo de desconfianza y de higiene, un miedo a infectarse o a ser manchado por la mugre que hubiera dejado en el interior la ropa sucia de otros hombres, la ropa arrugada y sudada de generaciones de soldados. Salir de la Caja de Recluta era un breve alivio, una instantánea vacación, una tregua, porque ya nos habían tratado casi como si fuéramos militares, y un oficial nos había leído no sin torpeza los artículos mas brutales del código disciplinario del ejército, pero a los pocos minutos nos habían dejado marchar, y en el papel que llevábamos con nosotros había una fecha de varios días mas tarde, días para vivirlos con una avariciosa plenitud de libertad, disfrutando del aire, de los amigos, de la cama, de los bares, con la misma avidez con la que disfruta un amante de la mujer que lo abandonará dentro de unas pocas horas.

Salíamos de la Caja de Recluta, volvíamos a casa, intentábamos olvidar que cada hora nos aproximaba inapelablemente a la hora final, al principio negro del viaje hacia el norte, pero con nosotros iba el petate, verde oscuro, áspero, fuerte, con nombres y fechas escritos a bolígrafo que las lavadoras no habían podido borrar, con el nombre, el cuartel y el número de identificación de otro recluta al que nunca conoceríamos y que ya era como nuestro antepasado: alguien que había sobrevivido, que había contado los días como un preso, que también se habría estremecido de desagrado al tocar por primera vez el petate. Aquel olor ya se introducía invasoramente entre los olores de nuestra casa, del cuarto donde dormíamos, aquel tacto se agregaba al catálogo de las texturas y de las superficies que tocábamos y a las que muy pronto iba a sustituir: la lana de los jerséis, el lino, el algodón, el tejido resbaladizo y sintético. Muy pronto nuestra propia ropa ya nos sería ajena, y la guardaríamos durante semanas en el interior de una taquilla, y luego, cuando volviéramos de la jura de bandera, con el primer permiso, la amontonaríamos de cualquier modo en el petate.

Pero entonces nuestra ropa ya olería también a sudor rancio y a cuartel, y nuestros dedos no extrañarían la lona de esa bolsa que ahora cargaríamos con pericia sobre el hombro, del mismo color y casi de la misma tela que nuestro rudo tres cuartos y nuestro uniforme de paseo, al que llamaban los militares, nunca supe por qué, el traje de granito, y nosotros el traje de romano. Y cuando fuéramos a licenciarnos, el último día, el día inalcanzable, inimaginable, en el que nos entregarían la cartilla, la mitológica blanca, lo último que haríamos en el ejército sería entregar, y entregar quería decir en el lenguaje cuartelario devolver no sólo el uniforme de granito, el de faena, la gorra, los correajes y las botas, sino también el petate, que a esas alturas ya se había convertido en parte de nuestras costumbres y de nuestra indumentaria.

Entregaríamos el petate y saldríamos vestidos de paisano del cuartel, y el candado con el que lo estuvimos cerrando durante todo el año y con el que también cerramos la taquilla lo tiraríamos, según la costumbre establecida por la soldadesca en San Sebastián, a las aguas cenagosas del río Urumea, y por miedo a que nos llamaran, a que debiéramos volver aunque sólo fuera por unos minutos, apenas cruzáramos la puerta de salida echaríamos a correr como desesperados, y no nos detendríamos ni siquiera al cruzar al otro lado del puente. Cómo sería ese momento, se preguntaba uno cada día, cómo será salir corriendo y no volver, no vestir nunca más de soldado, no saludar ni obedecer ni desfilar ni cantar el himno de Infantería, ardor guerrero vibra en nuestras voces…

Le daban a uno lo que ellos llamaban el pasaporte y el petate y cuando uno llegaba a casa no sabía dónde guardarlo, dónde esconderlo para que no contaminara el aire y la ropa, como un invitado lúgubre, pesado y hostil, que olía a cuartel y a suciedad antigua, a ese olor de todos los lugares grandes, disciplinarios, cerrados y prioritariamente masculinos, con grandes espacios umbríos, los colegios de curas y las cárceles, los cines de programa doble, las estaciones de autobuses, las salas de espera de segunda clase, a las tres de la madrugada, con una desolación de mal sueño y de calcetines sucios.

–¿Te falta mucho para irte? – preguntaban los amigos.

–Nada. Ya he recogido el petate.

Así que recoger el petate era una frase hecha, como estar en capilla, una declaración de que ya no había remedio ni tregua, pero tampoco incertidumbre: vivía uno en un perpetuo despedirse, en un adiós fragmentado, tortuoso y lentísimo, y todo el mundo le contaba con detalle su mili y le daba consejos: lo peor era el campamento, pero luego, en cuanto se lograba un destino, todo mejoraba, no había que presentarse voluntario a nada, ni decir que uno tenía estudios o sabía escribir a máquina, porque lo mandarían a limpiar los retretes, se pasaba mal pero a la larga uno se hacía un hombre, y los recuerdos de la mili quedaban siempre entre los mejores de la juventud, y las amistades que se forjaban en la mili eran indestructibles.

Lo malo era cuando me preguntaban que dónde me había tocado, y yo respondía que al País Vasco, a Vitoria, porque entonces la expresión de la cara solía cambiar no demasiado sutilmente, y había como un impulso de darme el pésame, de pasarme la mano por el hombro y decirme, venga ya, que no será tan grave: los vascos, le decían a uno para darle ánimos, eran muy brutos, pero muy buenas personas, y tenían la mejor cocina de España. Y si uno se quejaba de su mala suerte, porque había a quien le tocaba en sorteo su propia región militar, o una tierra menos turbulenta, no faltaba el veterano de Sidi Ifni, de Melilla o del Sahara que contaba su mili en el desierto, o en Regulares, de modo que había que escuchar con atención educada y asentir al relato detallado de las calamidades, y escuchar los nombres de la mitad de los soldados y de los superiores de nuestro interlocutor, porque a todo el mundo le gustaba presumir de buena memoria repitiendo el nombre y los apellidos de un teniente coronel que resultó ser de Albacete, por ejemplo, o el de todos los compañeros de su batería.

No había pariente, amigo o conocido varón y de mediana edad que no lo afligiera a uno con la narración de sus aventuras militares, y no había nadie tampoco que no dijera habérselas arreglado con determinación y astucia para pasar una mili estupenda: preguntaban si uno llevaba algún enchufe y, al oír que no, movían la cabeza y luego aseguraban que ellos tampoco lo tuvieron, y que en el ejército vale más hacerse amigo de un brigada que estar directamente enchufado con un general. Por todas partes circulaba una sabiduría jactanciosa y como usada sobre el servicio militar, tan usada y tan rancia como el petate que acababan de darnos: la épica, la lírica, la sentimentalidad masculina de la mili, el archivo de todas las idioteces repetidas y gastadas a lo largo de generaciones, gastadas pero indestructibles, como la lona de los petates, digeridas y repetidas y molturadas igual que desperdicios en un camión de basura.

Todo el mundo contaba que en su cuartel había una piscina, un banco o un fusil que estaban arrestados, porque en la piscina se ahogó un soldado, o porque en el banco se sentó un general en uniforme de gala cuando acababan de pintarlo, o porque el fusil se le había disparado a alguien, o porque un mulo le dio una patada en el pecho a un caballero legionario. Todos, en el campamento, le habían oído decir a su instructor que las balas de cañón no caían al suelo en virtud de la ley de la gravedad, sino por su propio peso. Y había que reír la gracia, y que oírla como si no la hubiera oído uno nunca, y hacer como que uno creía que su interlocutor había visto personalmente el cartel en el que se notificaba el arresto de la piscina. Aparte de su pesadumbre, del peso como de un petate de plomo que uno llevaba sobre los hombros desde que había sabido el día exacto de la partida, era preciso aguantar aquella broza de chascarrillos y consejos, de anécdotas inolvidables, de artimañas infalibles para obtener buenos destinos. Y para concluir le daban a uno la palmada en el hombro y le repetían en una sola línea y como si se les acabara de ocurrir todo el acerbo de la sabiduría y de la experiencia militar:

–Y ya sabes: voluntario ni a coger billetes.

Y se quedaban tan frescos, con la conciencia tranquila, como si hubieran cumplido un deber pedagógico o una obra de misericordia, y a lo mejor remataban la faena contándonos no sin cierta intriga lo que le había ocurrido a aquel universitario que dio un paso al frente cuando el sargento de semana preguntó si había alguien en la compañía que supiera escribir a máquina…

Uno iba sospechando que aquello de la mili despertaba un feroz cretinismo universal, pero aún no sabía hasta qué punto el cretinismo era contagioso ni en qué medida se aliaba al instinto de docilidad heredado de la dictadura y una especie de mala leche nacional para hacer de casi cualquiera un aspirante a cabo de vara o a confidente y amigo del verdugo: dentro de uno mismo se conservaba intacto todo el miedo de la infancia y toda la vulnerabilidad de los diez y de los doce años, y también toda la sordidez de la agradecida obediencia. A los veintitantos años, recién instalado en la edad adulta, recién dispuesto a emprender una vida futura, ciudadano de una democracia parlamentaria, compañero de viaje durante algún tiempo, aproximadamente marxista, uno regresaba de pronto a lo más sombrío de su primera adolescencia, a las sotanas negras, a las caminatas en fila, incluso al terror de los artefactos gimnásticos, que ha sido uno de los más perdurables terrores de mi vida.

Pero aún iba vestido de paisano, aún no me había cortado el pelo ni afeitado la barba de estudiante rojo, y si no fuera por aquel petate que llevaba al hombro cuando volví de la Caja de Recluta en una mañana nublada de octubre nadie habría podido decir que unos días mas tarde iba a viajar a Vitoria, y que durante catorce meses vestiría un uniforme militar. Es posible que aquella misma noche, mientras cenábamos delante del televisor encendido, viéramos en el telediario las imágenes de un nuevo asesinato, de otro cadáver desangrado en una acera bajo una manta gris o recostado en el asiento posterior de un coche negro con los cristales hechos trizas.

Salí a buscar a mis amigos y bebí con ellos y fumé hachís hasta alcanzar un estado de perfecta ingravidez, una embotada indolencia debajo de la cual percibía el paso de los minutos y las horas como el tictac angustioso de un despertador que uno sigue escuchando cuando ya se ha dormido.

IV.

La mili empezó siendo un viaje en tren que no se terminaba nunca.

El tren no llegaba nunca, no iba a llegar nunca, apenas empezaba a cobrar velocidad y ya frenaba lentamente de nuevo, se detenía en una estación abandonada o en medio de un paraje desértico y nunca volvía a ponerse en marcha, y yo ya me acordaba de la madrugada anterior como si hubiera pasado mucho tiempo desde entonces, con esa sensación de lejanía inmediata con que recuerdan la noche recién terminada los que no han dormido. Había comenzado el viaje a las diez de la noche en la estación de Jaén, en un tren viejo y lento que iba lleno de reclutas, todos más o menos iguales a mí, con ropas civiles que muy pronto se quedarían tan deslucidas como las ropas de los deportados y con petates al hombro. Éramos una multitud hacinada y turbulenta, excitada por el viaje, enfebrecida colectivamente por el miedo, por la inercia de un gregarismo en el que acabábamos de ingresar y que ya nos afectaba sin que nos diéramos cuenta, en el modo en que empujábamos para abrirnos paso, por ejemplo, en los gritos con que alguien llamaba a un paisano que iba delante de él en el pasillo del vagón o se despedía de un familiar o de una novia.

Había madres rurales y enlutadas que lloraban con la boca abierta, como plañideras arcaicas, había novias vestidas y pintadas como para asistir el sábado a una discoteca de pueblo, había en el andén y en el vestíbulo de la estación y en el interior de los vagones un desorden como de evacuación o de catástrofe sobre el que resonaban las llamadas por los altavoces y los silbidos del tren provocando un estremecimiento de partida inminente, un recrudecerse de las lágrimas, los abrazos, los adioses, los aspavientos de los reclutas que asomaban medio cuerpo sobre las ventanillas bajadas o compartían en los coches de segunda botellones de cubalibre y de coñac, prolongando el tribalismo de las celebraciones con que aún se despedía a los quintos en los pueblos más perdidos de la provincia.

En las puertas de acceso al andén había soldados con cascos blancos de la Policía Militar que examinaban nuestros documentos y nos entregaban bolsas de plástico con bocadillos, o provisiones de boca, como aprendería yo luego que se llamaban en lenguaje militar. Cruzar esas puertas era un paso hacia el definitivo adiós, un grado más en la aproximación lenta y tortuosa a la disciplina del ejército, y cuando por fin el tren empezaba a ponerse en marcha, cuando miraba uno por última vez las caras de quienes habían ido a despedirle y le parecía que ya lo miraban de otro modo, lo ganaba un sentimiento de vacío y de vértigo, de alivio, casi de quietud, porque ahora sólo tenía que abandonarse al empuje y a la velocidad del tren y estaba en condiciones de descartar por igual la esperanza y la incertidumbre, el suplicio extenuador de la espera: desde el primer minuto del viaje el tiempo cambiaba su sentido y comenzaba la cuenta atrás, y ya era un minuto menos que faltaba para licenciarse.

Solo por fin, rodeado de extraños a los que sin embargo me unía un destino idéntico, de reclutas que eran dos o tres años más jóvenes que yo y tenían caras cobrizas de campesinos y manos grandes y rudas de mecánicos o de albañiles, melenas y patillas largas y pantalones acampanados de macarras de pueblo, yo me recostaba en el duro plástico azul de los asientos de segunda y me dejaba vencer por el aturdimiento de las voces y los crujidos rítmicos del tren, y aunque guardaba en el petate unos cuantos libros no me decidía a leer ninguno, no sólo por la incomodidad de ir hombro contra hombro en un espacio tan estrecho, empujado por los frenazos y las sacudidas, sino porque intuía que la lectura iba a ser una incongruencia, y que si sacaba un libro llamaría la atención. Ya notaba, muchas horas antes de llegar al campamento, un primer regreso a temores antiguos, y me amedrentaban los reclutas que gritaban más alto y los que se movían por los vagones con menos miramiento y más cruda determinación igual que muchos años atrás me asustaban los niños más grandes en la calle donde vivía y en los patios del colegio.

Pero no tuve tiempo de adormecerme del todo en aquel tren ni duró mucho el impulso que me conducía en línea recta hacia mi destino. Unos pocos de nosotros, los reclutas que por nuestra mala suerte o por algún designio de represalia política viajábamos a los lejanos centros de instrucción del norte, teníamos que bajarnos en la estación fantasmal de Espeluy y esperar en ella hasta las seis de la mañana a un expreso que nos llevaría a Vitoria. De modo que todo el coraje gastado en adioses, todo el enervamiento de las despedidas, de las órdenes metálicas en los altavoces, los silbidos, las sacudidas rítmicas de los enganches sobre los raíles, toda aquella escenografía fantástica de los trenes nocturnos había sido en vano, porque una hora y media después de subir al nuestro teníamos que bajarnos otra vez, prácticamente sin habernos movido, sin salir siquiera de las estepas con sombrías hiladas de olivos de la provincia de Jaén.

La estación de Espeluy es una de esas estaciones en las que ya paran muy pocos trenes y en las que hay antiguos almacenes de ladrillo desmantelados, o largos bardales de cal y de greda rojiza que tienen algo de tapias de cortijo y de cementerio. En esas estaciones los empleados del ferrocarril acaban adquiriendo un aire de desolación irreparable, unos ojos desengañados y ausentes que son los ojos con que miran pasar como fogonazos los trenes que nunca paran cerca de ellos. En esas estaciones ruinosas, donde de noche se encienden luces amarillentas contra la oscuridad, los camareros de la cantina alimentan una furiosa desesperación de marcharse y sirven cafés con leche venenosos en vasos de cristal, y sólo muy de tarde pasan un paño infecto por la barra o recogen la basura y el serrín mojado del suelo.

En la cantina de la estación de Espeluy unos pocos quintos bebíamos café después de media noche, fumábamos Ducados, aunque el tabaco empezaba a herirnos las gargantas y el humo ya tenía ese olor rancio de las noches demasiado largas, y nos acomodábamos como podíamos en espera de un tren que en el mejor de los casos tardaría seis horas en llegar. Alguno de nosotros se echó en un rincón y se quedó dormido y roncando encima del petate, otros jugaban a las cartas, yo me abroché hasta el cuello mi trenka azul marino, porque del suelo de cemento subía un frío húmedo, y me decidí a leer uno de los libros que traía, una selección de poemas de Borges. Parecía que llevábamos media vida en aquel lugar sórdido, en la cantina de la estación de Espeluy, pero apenas había pasado la media noche, y al dar la una el camarero empezó a apagar las luces y nos fue dejando en una penumbra aún más triste que la de las bombillas sucias que hasta ese momento nos habían alumbrado, y dijo que se iba, y que fuéramos saliendo, porque tenía que cerrar.

No quedó ni una luz en la estación. Nos veíamos fugazmente las caras rojizas cuando encendíamos un mechero o dábamos una calada a un cigarrillo. Nos rodeaba la oscuridad fría de la tierra desnuda y de los olivares sacudidos por un viento de invierno. Tan pronto y ya se nos desdibujaba la realidad anterior y el pasado individual de cada uno: éramos un grupo de seis o siete sombras idénticas, con petates al hombro, con los cuellos de las americanas o de los chaquetones subidos contra el frío, dando vueltas por un andén desierto, con un aire común de deportados o refugiados, aguardando en una estación en la que no parecía posible que se detuviera ningún tren.

Encontramos un cobertizo más o menos protegido del viento y alguien propuso que encendiéramos fuego. Nos dispersamos para buscar leña y tablas en la oscuridad, avanzando a tientas, alumbrándonos con los mecheros durante las décimas de segundo que el viento tardaba en apagarlos. Se nos olvidaba el pasado inmediato, pero también el futuro del próximo día: el frío, la búsqueda de la leña, las dificultades de prenderla, el brillo dorado y púrpura del fuego en aquellas caras de desconocidos que teníamos todos, se agregaban a la fatiga de la mala noche y al sueño para sumergirnos en una irrealidad a la vez imperiosa y quimérica: qué estaba haciendo uno a las cuatro o a las cinco de la madrugada en una estación desierta, en medio de las soledades agrestes de la provincia de Jaén, que se parecen de noche, en las proximidades de Sierra Morena, a los grabados más lúgubres de Gustave Doré.

Aún no había surgido ni la claridad más leve del amanecer cuando oímos que se aproximaba la lenta trepidación del expreso de Irún, que venía de Cádiz, y que después de dejarnos a nosotros en Vitoria continuaría su viaje hasta la frontera de Francia. Desde el andén a oscuras veíamos deslizarse los vagones interminables delante de nosotros con un sentimiento de lejanía y de inaccesibilidad, como si presenciáramos desde una orilla el paso de un trasatlántico fantasma. El tren se detuvo, bajaron unos policías militares con cascos blancos y polainas blancas y nos ordenaron subir. Los departamentos olían a tabaco, a plástico y a cuerpos hacinados. En todos ellos viajaban reclutas dormidos, y en los pasillos, mientras buscábamos de vagón en vagón algún asiento libre, pisábamos a veces un vómito o tropezábamos con un botellón de cubalibre vacío.

Aquel tren, aquellos trenes que transportaban soldados, estaban pintados de un verde oscuro casi gris y tenían algo de eternidad, de viaje eterno en el transiberiano, y uno, más que viajar en ellos, lo que hacía era quedarse parado en una inercia de pensión sucia y superpoblada, con colillas y peladuras de naranja y papeles de periódico manchados de aceite por el suelo. Iba a empezar la célebre década de los ochenta, pero los reclutas viajábamos hacia los cuarteles en trenes de posguerra, en una paleontología de ferrocarriles, con lentitudes cretácicas, con un horror masivo como de geología gótica, sobre todo cuando el tren, con las primeras claridades azules y heladas del amanecer, cruzaba por los desfiladeros y los túneles de Despeñaperros.

Habíamos subido a aquel tren en una noche que enseguida nos pareció remota, y a medida que la mañana avanzaba por los descampados de la Mancha, de un color pardo oscuro y sin vegetación en octubre, con una inhumanidad horizontal como de aparcamientos norteamericanos, a medida que la luz del día nos aliviaba del aturdimiento de no haber dormido, nos dábamos cuenta de que de verdad íbamos al ejército, y salvo algunos imbéciles irreparables que ya se sabían todas las bromas y todas las cabronadas militares y desayunaban cubata caliente de ginebra de garrafa y cocacola apócrifa, a los demás, casi a todos, nos entraba una palidez tétrica y meditativa, como presos que se quedan callados con las manos esposadas entre las rodillas y la espalda contra la chapa del furgón policial, y al no saber imaginarnos ni siquiera la forma concreta que adoptaría nuestro cautiverio nos abatía una pesadumbre general, un terror ciego al momento en que llegáramos de verdad a la estación de Vitoria: entonces queríamos que el tren no llegara nunca, y la desesperación de no movernos durante varias horas en un apeadero abandonado sólo se convertía en alivio durante los primeros segundos del viaje reanudado, cuando pasaba el Talgo como un rayo en dirección contraria y nuestro convoy jurásico crujía tan hondamente como debe de crujir el mundo con las sacudidas de la deriva continental: en toda partida hay un segundo de felicidad, una descarga química, un brillo de relámpago en las arborescencias cerebrales. Pero en cuanto nuestro tren silbaba como los trenes blindados de la guerra y empezaba a oírse el ritmo poderoso de sus articulaciones metálicas comprendíamos que ese entusiasmo de velocidad aceleraba nuestro viaje a Vitoria, y entonces deseábamos que el viaje fuera eterno, aunque no terminaran nunca las bromas soeces, las transmisiones futbolísticas en los transistores, el olor de guisos conservados en fiambreras, de café con leche de termo, de grasientas tortillas de patatas envueltas en papel de aluminio.

El tren era como una pensión franquista, y el viaje parecía que iba a durar como una vida entera pasada en una pensión, preparando oposiciones fracasadas, y lo peor de todo era ver cómo nos íbamos degradando según transcurría el viaje, cómo se degradaba y se volvía más sucio, más bruto y más enrarecido todo a nuestro alrededor. Aproximadamente desde el año cuarenta en cada departamento de segunda había un tipo enterado y de mediana edad que hacía el cálculo del tiempo que faltaba para llegar a cualquier sitio, y que sabía antes que nadie el nombre de la estación en la que estábamos entrando.

–Medina del Campo -decía aquel individuo, con su cara de funcionario bronquítico y de usuario de los trenes franquistas-. Llevamos un retraso de cuarenta minutos.

Estábamos cruzando España entera, o por lo menos la España insoportable del 98, el país estepario que tanto les gustaba a aquellos individuos, que lo recorrerían sudando bajo trajes negros con los hombros nevados de caspa, la España de Don Quijote y la del Cid y la de Azorín y Unamuno: habíamos pasado la Mancha, habíamos entrado en Madrid por la estación de Atocha y atravesado la ciudad por el ferrocarril subterráneo hasta llegar a Chamartín, donde estuvimos varados durante no sé cuántas horas sin que nos permitieran bajar del tren. En los andenes contiguos había otros expresos en los que también se arracimaban reclutas en las ventanillas y en los estribos: resonaba una vibración de leva general, una ebriedad como de declaración de guerra, como la de esas imágenes de los noticiarios primitivos en las que se ven trenes partiendo hacia los frentes de la primera guerra mundial. Pero era, desde luego, un efecto óptico, provocado por nuestra propia inmersión en aquel mundo hacia el que nos dirigíamos: la vida común, lo que los militares llamaban siempre con algo de desdén la vida civil, continuaba alrededor nuestro, en los trenes de cercanías que llegaban a Chamartín, en los hombres y mujeres de edad intermedia que viajaban en nuestro mismo tren y que nos soportaban con una mezcla de indiferencia y de imprecisa simpatía, como envidiando nuestra juventud al mismo tiempo que lamentaban los inconvenientes de nuestra presencia escandalosa y gregaria: aún no vestíamos uniforme y ya nos íbamos viendo segregados del mundo exterior, y los paisajes y las ciudades que mirábamos tras las ventanillas sucias pertenecían a un país civil que ya casi no era el nuestro y que de hecho se regía por leyes muy distintas de las que habían empezado a someternos a nosotros desde que subimos al tren.

Emprendíamos la marcha y a los pocos minutos volvíamos a detenernos, sobrevenía un frenazo y caíamos los unos sobre los otros en medio del pasillo, y nunca faltaba quien aprovechaba el empujón para hacer una broma en escarnio de los maricones o para rozarse con alguna chica que viajara sola y no hubiera huido de los vagones en los que íbamos los reclutas. Del mismo modo que el ejército era un universo arcaico, un fósil del franquismo y del africanismo de otras décadas lejanas, también los trenes en los que viajaban reclutas parecían mucho más antiguos que los trenes normales, más viejos y más lentos que ellos, y se correspondían con los relojes detenidos que seguían colgando de las marquesinas en las estaciones más modestas (eran todos de la Casa Garnier, de París, y parecía que hubieran dejado de funcionar hacia finales del siglo XIX) y con el aspecto provinciano y clerical de las ciudades castellanas por las que pasábamos conforme iba declinando la tarde. Antes de llegar a Burgos vimos sus tejados tristes sobre la llanura y las torres magníficas de la catedral, y en la estación, grande y sombría, antigua, llena de militares, de caballeros con apostura de funcionarios o de registradores de la propiedad, de señoritas con abrigos rancios, la tarde de otoño se empezó a volver lúgubre, con grandes oquedades de tiniebla húmeda. En Burgos, que era o es la capital de la región militar a la que nosotros pertenecíamos, ya se adivinaba una antipatía administrativa y disciplinaria, una desolación invernal de domingos clericales y casinos agrarios: en Burgos, todavía lejos de Vitoria, ya era invierno, y de los andenes llegaba por las ventanillas abiertas un viento helado que tenía al menos la virtud de despejar los vagones atufados de humo y de olores a comida. En Burgos ya nos parecía que llevábamos toda la vida en aquel tren, y que cuando llegáramos a Vitoria, si llegábamos alguna vez, sería noche cerrada y pleno invierno, como si hubiéramos debido atravesar los climas sucesivos de un continente entero.

Pero cuando el tren arrancó, después de una de aquellas esperas eternas, de maniobras cretácicas y crujidos de organismo fósil, de tren para deportados de posguerra, cuando se alejaron hacia atrás las torres caladas de la catedral y vimos de nuevo la llanura invariable, entonces yo me estremecí, con ese encogimiento del estómago y esa presión en el pecho que provoca el miedo, porque me di cuenta de que estaba agotando el último o el penúltimo plazo de mi libertad simulada, del tiempo de nadie del viaje: la mili empezaba siendo una infinita dilación, un acercarse gradualmente a algo que siempre retrocedía, una usura primero de semanas y días y luego de horas, de minutos lentos de un atardecer que no se terminaba nunca, de chirridos de frenos. En todo el tren se hizo un silencio absoluto cuando llegamos a la estación de Vitoria.

Guardé el libro, cerré el petate, miré por la ventanilla hacia un andén donde estaban las luces encendidas aunque no era todavía de noche. Un grupo de policías militares nos estaba esperando. Ahora iba a empezar aquello de verdad, después de tanto agotarnos con anticipaciones y preludios, y ya no habría más retrasos o treguas, ya no quedaba ni un solo minuto. Ahora había que bajar del tren y en cuanto pisáramos el suelo ya estaríamos en territorio militar. Se ponía uno su tabardo de universitario rojo, se echaba al hombro el petate, ya con un atisbo de familiaridad en los gestos, tal vez miraba su cara ya extraña en un cristal, en el espejo del lavabo, la cara más joven y como encrudecida por la falta de barba, porque me la había afeitado tan sólo unos días atrás, la expresión que la mirada y los rasgos habían ido adquiriendo a lo largo del viaje sin que uno fuera consciente de ese cambio, porque nuestra cara y nuestros ojos obedecen misteriosamente a estados de espíritu que aún no han emergido a la conciencia, así que a veces lo que estamos viendo en un espejo nos sorprende tanto porque es una profecía.

Nos empujábamos en el pasillo del vagón, ya con una zafiedad de amontonamiento cuartelario, y aún se oían algunos gritos y bromas, el último chiste de uno de esos individuos que en cualquier viaje colectivo adoptan desde el principio el estatuto de graciosos, sin que les falte nunca un coro de reverencia lacayuna, pero hasta los graciosos y los reclutas más vocacionales habían acabado por callarse, y casi no oíamos nada más que el roce de nuestras pisadas y de nuestros cuerpos. Al más gritón y al que más había bebido, al que con más desenvoltura había manifestado sus conocimientos previos de lenguaje de cuartel, se le ponía de pronto, mientras bajábamos hacia el andén, una cara de sobriedad y de aislamiento íntimo, de resaca amarga, un confrontarse consigo mismo, con su debilidad y su miedo, con la ausencia de público. Las bromas, gastadas como las caras, usadas como las ropas, el aire y el plástico de los asientos, se habían extinguido, y en su lugar, ocupado al principio por el silencio, por el rumor de cuerpos empujándose en el pasillo tan estrecho, de petates arrastrados, empezaron a oírse pocos minutos más tarde los primeros sonidos verdaderos de nuestra vida militar, los pasos rígidos sobre el andén, las órdenes ladradas, el ruido unánime de las manos cayendo sobre el hombro del que estaba delante cuando nos hicieron ponernos en fila y nos ordenaron cubrirnos.

Amontonados en el andén, queriendo torpemente alinearnos, con nuestra caras de tren, con nuestras ropas maltratadas por una noche y un día de viaje, con una expresión unánime de ansiedad que acentuaban las sombras grises en los rostros, obedeciendo con dócil rapidez y completa ineficacia a los soldados de cascos blancos y correajes blancos que nos ordenaban formar, teníamos todos una indignidad como de civiles en tiempo de guerra, de prisioneros o deportados, tan obedientes y cabizbajos, con los petates al hombro, con las cabezas hundidas o demasiado levantadas y una parodia cobarde de marcialidad en los gestos: alinearse según estaturas, gritaban los policías militares, cubrirse extendiendo los dedos hasta rozar el hombro del que está delante sin apoyar la mano en él, firmes, numerarse, descanso. A los veintitrés años, en un andén helado, yo me veía haciendo algo que no había hecho desde que tenía diez u once, desde que formábamos todas las mañanas en el patio de la escuela para izar bandera y cantar himnos. Era uno de los primeros indicios del regreso a la infancia que estaba a punto de empezar, y que alcanzaría muy pronto su paroxismo de desvalimiento y pavor en las primeras semanas de instrucción.

Gritos de órdenes, silbatos, ruido de manos cayendo sobre hombros, resonar de pisadas que saltan hacia la posición de firmes, caras hostiles y afeitadas bajo las viseras de los cascos blancos, iracundas barbillas, miradas de desprecio y serena frialdad: los soldados que nos habían recibido eran los que nosotros íbamos a ser unas semanas más tarde, simples soldados de reemplazo, pero nosotros tendíamos a verlos grandes y temibles, investidos de la autoridad inapelable de lo militar, y ellos se complacían en el malentendido. Los galones del cabo primero que mandaba el pelotón nos parecían tan amenazadores como las insignias de un oficial. Los correajes, las polainas, los bastones blancos, las iniciales PM en los cascos, les daban un aire de policías militares de película americana. Nos empujaban, nos señalaban el punto donde debía empezar la formación, interrumpían una fila con un gesto tajante, la enderezaban a gritos, parecía que la moldeaban como si hubiéramos perdido nuestra consistencia individual para convertirnos en una sustancia maleable, en una multitud con pasividades de rebaño.

En fila fuimos subiendo a los autobuses que nos esperaban, y cuando éstos se pusieron en marcha y dejamos atrás la estación y luego las vagas calles mojadas y ya casi nocturnas de Vitoria volvió a hacerse más profundo el silencio: sólo se oían, en la radio del autocar, las transmisiones deportivas del domingo por la tarde, los anuncios de coñac y las letanías de los locutores de fútbol. Era uno de esos atardeceres morados de octubre en los que la noche parece que se cierne con una gravitación cóncava antes de que haya oscurecido, un atardecer nublado, con mucho viento, sin lluvia, con olor a humedad, un atardecer inmemorial de comienzo de curso y de aviso triste de la llegada del invierno, sobre todo en aquella latitud, en la desconocida Vitoria, que tenía, como Burgos, algo de ciudad del siglo XIX, de capital de novela con clérigos, funcionarios y mujeres adúlteras, de Vetusta otoñal. Por primera vez en mi vida yo había entrado en el País Vasco, pero el paisaje, en las afueras de la ciudad, seguía siendo castellano, una llanura parda que se combaba en el horizonte hacia colinas desnudas, hacia unos rojos y violetas de anochecer melodramático.

Por las calles se veían carteles políticos colgados de las farolas en los que se alternaban dos palabras escritas con letras tan grandes que acentuaban su brevedad y su rareza, pues no sonaban a ningún idioma conocido: EZ y bai. A medida que nos alejábamos de la parte antigua la ciudad se transfiguraba en un bronco suburbio con bloques de pisos entre desmontes pelados y muros de cemento que a veces eran frontones de pelota vasca y en los que había grandes pintadas en euskera, palabras que al cabo de unos meses ya me serían familiares: ETA y EZ, sobre todo, GORA ETA MILITARRA, LEMOIZ EZ, NUKLEARRIK EZ, TXAKURRAK KANPORA, GREBA OROKORRA. Yo creo, aunque no me acuerdo, aunque sin duda invento para suplantar un vacío absoluto de la memoria, que no hablaba con nadie en aquel autobús pintado de color verde oscuro, que sólo miraba el progreso lento de la oscuridad sobre las llanuras de Álava.

El campamento estaba varios kilómetros más allá de Vitoria, en una colina baja, pudimos ver desde muy lejos, en un páramo rodeado de vallas de alambre espinoso en cuya parte más elevada se veían las instalaciones militares, los campos de instrucción, los edificios de ladrillo de las compañías, con su monotonía de arquitectura penitenciaria, el solitario pabellón donde habitaba el coronel, con la bandera española ondeando en lo más alto, batida por el viento feroz, como un desafío triste y fantasmal a la llanura desierta, pedregosa y estéril que iba a ser durante varias semanas el único paisaje de nuestras vidas.

Policías militares con metralletas vigilaban la puerta de entrada, que recuerdo dominada por una torre metálica con reflectores. En una explanada muy grande y casi a oscuras bajamos de los autobuses y nos hicieron formar, con los mismos gritos y malos modos de la primera vez, una monotonía de órdenes que ya empezábamos a cumplir con el sonambulismo de la obediencia automática. Pero en medio de aquella extrañeza, de la fatiga, del aturdimiento, en aquella explanada en la que otros soldados nos hacían alinearnos a empujones y en la que nosotros mismos nos sentíamos desterrados de nuestras vidas anteriores, el primer signo indudable de que ya estábamos en el ejército fue el olor inmundo que el viento traía desde las cocinas. Ese olor yo lo conocía de antes, de una sola vez en un solo lugar, en marzo de 1974, en Madrid, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, y era el olor infame de la comida de las cárceles.

V.

Había que aprenderlo todo y que olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no sólo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo, desde el nombre de una pieza ínfima de la granada de mano al del capitán general de la Sexta Región Militar, que era a la que nos había llevado nuestro infortunio.

Había que olvidar los frágiles derechos civiles recién adquiridos y aprender a resignarse de nuevo a la obediencia absoluta, y a vestirse y a caminar de otro modo y hasta a llamarse de otro modo: yo tenía que olvidar mi nombre y mis apellidos y aprender que cuando el instructor llamaba a Jaén-54 en la última formación de la noche, la de la lista de retreta, era a mí a quien se refería, y era preciso que me pusiera firme, que juntara los talones con un taconazo y gritara bien alto y levantando el pecho: «¡Presente!».

Al principio, a los más distraídos se les olvidaba su matrícula, y tenían que llamarlos varias veces antes de que cayeran en la cuenta de que se referían a ellos, y cuando por fin contestaban los instructores se reían con la saña excesiva del que disfruta sobre todo de los errores y los percances ajenos y les llamaban empanaos, palabra que según aprendimos muy pronto era de las de uso más frecuente y de significado más peligroso en el vocabulario de aquel Centro de Instrucción de Reclutas, en el idioma que desde aquella primera noche nos era preciso aprender: estar empanao era estar como estábamos casi todos nosotros al llegar, atontado, sin norte, sin enterarse de nada, sin obedecer con prontitud a las órdenes o sin ejercitar la mala leche o la mala idea necesarias para prevalecer sobre otros.

A algunos empanaos se les veía enseguida que iban a permanecer en tal estado de inocencia o de idiotez a lo largo de toda la mili, incluso de toda la vida, con una mantecosa empanada en el cerebro que solía corresponderse con la torpeza física y la medrosidad del ánimo, y nunca aprendían a marcar el paso ni a guiñar el ojo para disparar el fusil, y llegaban los últimos a las formaciones y cualquiera les robaba la gorra, de modo que casi monopolizaban los arrestos y acababan en la ignominia del pelotón de los torpes, y los instructores y los veteranos, incluso algún sargento de campechanía soldadesca, les vaticinaban con más desprecio que misericordia:

–Lo llevas claro tú, chaval.

Que uno lo llevaba claro era lo peor que le podían decir, la amenaza más ominosa, por ser la más general y la más imprecisa: llevarlo claro era una consecuencia de estar empanao, pero también se decía que lo llevaban claro los reclutas más díscolos, los que se atrevían a hacerles frente a los instructores o simplemente no obedecían con una velocidad abyecta cualquier orden de cualquier superior, fuera éste un oficial o nada más que un cabo o un soldado con algunos meses de veteranía y una precoz vocación de humillar: a estos, a los díscolos, se les llamaba amontonaos, y así resultaba que nada más ingresar en el ejército ya aprendíamos una nueva clasificación de los seres humanos, que no se dividían en apolíneos y en dionisiacos, ni en aristotélicos o platónicos, ni siquiera en pobres y ricos: se nacía, se era, amontonao o empanao, y aquel era un destino inquebrantable, se daba uno cuenta entonces, no sólo en la mili, sino en la vida, en lo que los militares llamaban con distancia y desdén la vida civil.

Ser un amontonao resultaba casi peor que estar empanao y prometía un futuro militar no menos siniestro: amontonarse era sublevarse, llevar la contraria, no sucumbir a una docilidad instantánea y perfecta cada vez que un superior se dirigía a nosotros. Había un amontonamiento colectivo que era el de la propia brutalidad automática, el del gregarismo feroz en el que nos sumergíamos y al que nos sumábamos a menos que la inteligencia supiera mantener una mezcla de lucidez y dignidad imposible: era el amontonamiento de las curdas berreantes los fines de semana, o el de la chusma de veteranos que se conjuraba para amargarles la vida a los reclutas con las novatadas, y ese amontonamiento, aunque recibía amenazas de castigo que muy pocas veces llegaban a la realidad, era en el fondo tolerado por nuestros superiores, que lo conceptuaban tal vez de inevitable inmersión en la hombría.

En el amontonao solitario había un punto arriesgado de gallardía y de gamberrismo, sobre todo si llegaba con un pasado de mala vida y delincuencia juvenil, y estaba siempre entre el calabozo y el respeto, entre la admiración de los ruines y el temor de los empanados, y algunas veces al filo del consejo de guerra, pero no era infrecuente que a las pocas semanas el amontonao descubriera en sí mismo una rabiosa vocación militar y acabara presentándose para legionario o paracaidista. El empanao sobrellevaba sin dignidad su empanamiento y no gozaba de la simpatía ni de la solidaridad de nadie, ni de los que estaban tan empanados como él, y vivía tan asustado por los reclutas de vocación amontonada como por los instructores, que se lo quedaban mirando con una mezcla de burla, de lástima y desprecio y repetían siempre lo mismo:

–Lo llevas claro tú, chaval. No sabes la mili que te espera.

Era la verdad: no sabíamos lo que nos esperaba, no sabíamos nada de nada. Nos oíamos llamar bichos o conejos por los temibles veteranos de mirada despectiva y sucios uniformes de faena que habían acudido a la entrada del campamento para vernos llegar, nos contaban y nos pasaban lista, nos dividían en grupos y nos guiaban hasta el barracón de ladrillo de nuestra compañía, y no sabíamos qué iba a pasarnos a continuación ni poseíamos nada, nada más que nuestro petate, nuestra experiencia inútil del lejano mundo exterior y nuestras tristes ropas civiles, de las que nos despojarían a la mañana siguiente para entregarnos los uniformes un poco antes de que nos pusieran en fila para raparnos la cabeza con grandes tijeras de esquilar.

Nos aterraba todo, al menos a los más pusilánimes, a los vocacionalmente empanaos, los que nos remontábamos en la memoria de nuestro empanamiento hasta los días lúgubres del colegio de curas, al que nos parecía de pronto que regresábamos, no con once o doce años, sino con más de veinte, como si nos hubieran abolido de pronto los privilegios modestos de la vida adulta y nos devolvieran a lo peor de la primera adolescencia.

Igual que en el colegio, aquella primera noche de nuestra llegada nos aturdía la incertidumbre de las órdenes, la falta absoluta y brusca de puntos de referencia, el desconocimiento de los lugares por donde no nos atrevíamos a dispersarnos, la incapacidad de comprender el significado de los galones, de las estrellas, de los toques de corneta, de las insignias en las solapas de las guerreras. Nos agruparon delante de la compañía, nos hicieron formar otra vez y numerarnos, nos volvieron a pasar lista, nos ordenaron descanso y rompan filas y la mayor parte de nosotros no nos atrevimos a movernos, volvieron a gritar, repitieron nuestros nombres y nos asignaron a cada uno la matrícula que llevaríamos desde entonces, así como el número de nuestra taquilla y de nuestra litera, y cuando hacia las diez y media pasaron lista por última vez ya obedecíamos mecanizados por la monotonía del agotamiento.

A las once en punto, en cuanto sonara el toque de silencio y se apagaran las luces, quien no estuviera acostado lo llevaría claro, le iban a meter un puro, un retén, una tercera imaginaria, una semana entera de cocinas: la mayor parte de las palabras que habíamos traído con nosotros ahora eran inútiles, pero aún no dominábamos el nuevo idioma que nada más ingresar en el campamento habíamos empezado a aprender, así que también vivíamos en una niebla de empanamiento verbal agravada por nuestra ignorancia de todos los demás signos y contraseñas de aquel mundo: no sabíamos lo que era un retén ni lo que era el chopo, ni el grado de suplicio que se escondía en el castigo de que le metieran a uno una cocina, pero tampoco comprendíamos los gritos inarticulados que subrayaban como signos de interjección cada orden y que recibían el nombre técnico de voces ejecutivas: gritaban, por ejemplo, «¡cubrirse!», y nuestro empanamiento y nuestra ignorancia nos impulsaban a levantar el brazo derecho y a posar la mano sobre el hombro de quien teníamos delante, y entonces el instructor montaba en cólera, pues resultaba que no habíamos sabido obedecer, que una orden sólo se cumple cuando ha sido enfatizada por la voz ejecutiva, que solía imitar las variedades más roncas y guturales del ladrido y era como la rúbrica definitiva de la autoridad.

El dormitorio era una nave muy larga, con una fila de dobles literas metálicas a lo largo de cada pared, bajo ventanas horizontales y enrejadas, tan altas que resultaban inaccesibles. Las taquillas y los barrotes de las literas eran del mismo color gris manchado de óxido, y el suelo de cemento. En la pared del vestíbulo estaba colgado un cuadro con la efigie y con el testamento del general Franco.

Me metí en la cama sin quitarme los calcetines ni la camisa, tiritando de frío, aunque sólo era octubre, guardé mi petate en la taquilla y la aseguré con el candado, atándome la llave a un cordón que me colgué del cuello, según la inveterada y recién adquirida costumbre militar. El interior de la taquilla olía como el del petate, pero de ese olor ya no me quedaba escapatoria, porque estaba sumergiéndome en él, en el olor colectivo de todos nosotros, no sólo los doscientos reclutas de la 31a compañía, sino los dos o tres mil del Centro de Instrucción de Reclutas número 11, que en ese mismo momento, en cada uno de los barracones alineados en la cima ventosa de la colina de Gamarra, nos cobijábamos por primera vez en las sábanas rígidas y frías de nuestras literas.

Dentro de todo, uno se metía en la cama no sin un cierto sentimiento de alivio, porque lo más temible, que era la ignorancia absoluta sobre lo que nos esperaba al llegar, ya había sucedido, y es probable que la confrontación con la realidad de un peligro imaginado durante mucho tiempo acabe siempre siendo tranquilizadora. Aún no eran las once de la noche, y en las siete horas y media que faltaban para el toque de diana me encontraría a salvo, disfrutando de un sueño que ya me pesaba en los párpados y en el que se me desvanecía la rareza de aquel lugar y el tumulto que me rodeaba, los gritos y las burlas no sólo de los instructores que se reían de nosotros y amenazaban con arrestos a los más rezagados, sino de aquellos reclutas vocacionales y felices que habían llegado al mismo tiempo que yo y que parecían prolongar infatigablemente la juerga de quintos jactanciosos y beodos que debieron de haber comenzado varios días atrás en sus pueblos:

–¡Imaginaria, tráeme un plato, que se me ha roto un huevo!

–¡Conejos, vais a morir!

–¡Si pillara mi novia lo que tengo en la mano!

–¡Imaginaria, agárrame la polla!

–¡Aprovechad ahora, que mañana mismo empieza a hacer efecto el bromuro!

–¡Os queda más mili que al palo de la bandera!

Leí unos minutos, pero se me cerraban los ojos, y enseguida se oyó el toque de silencio y se apagaron las luces fluorescentes del techo. No se hizo la oscuridad, porque al mismo tiempo se encendieron unas bombillas rojizas que permitían distinguirlo todo y que daban a los rostros y a las cosas una fantasmagoría anticipada de mal sueño. Aquella claridad como de cristales infrarrojos nos despojaba de la tiniebla íntima y confortable en la que se refugia uno antes de dormir: también había que aprender a no estar nunca solo y a salvo de las miradas de otros, hasta el extremo de que las duchas eran colectivas y los retretes no tenían puertas.

Apreté los párpados para defenderme de la luz inquisidora y rojiza y me pareció de pronto que acababa de dormirme y que el sueño denso y hondo en el que caí no había durado ni un instante. Sonaba la corneta, en la primera madrugada, se encendían violentamente las luces blancas del techo, y yo me desperté con un sobresalto de urgencia en el estómago y en el corazón, sin saber dónde estaba, tiritando de frío, aturdido por las voces de los instructores que nos llamaban a gritos, que iban entre las filas de literas apartando colchas y batiendo palmas para que nos levantáramos más rápido, para que saliéramos corriendo hacia la explanada que había delante del barracón, abrochándonos los pantalones, que a algunos se les caían y se les enredaban a las piernas haciéndolos tropezar, arrastrando los zapatos con los cordones desatados, queriendo protegernos del viento frío apenas con una camisa, lo único que habíamos tenido tiempo de ponernos encima.

Salíamos a formar y todavía era noche cerrada, nos empujábamos, medio dormidos, nos íbamos alineando mientras sonaba por segunda vez el toque de diana, procurábamos repetir el orden que nos habían asignado la noche anterior y acordarnos de nuestra matrícula, y ponernos firmes y gritar presente con la necesaria energía cuando los instructores nos llamaran. Estaban arriba, sobre una breve escalinata, junto a la puerta de la compañía, con las gorras caídas sobre la frente, los brazos cruzados o en jarras y las piernas separadas. Se erguían apenas a un metro por encima de nosotros, pero nos miraban desde la lejanía insalvable de la autoridad y el desdén, y nuestra inexperiencia y nuestro miedo, al proyectarse hacia ellos, los agrandaban y los volvían más temibles, como reflectores que exagerasen sus sombras proyectándolas contra un muro inclinado.

Por miedo a ellos nos poníamos firmes en el amanecer neblinoso y helado y nos cubríamos y gritábamos ¡Presente! e intentábamos dar media vuelta al unísono con torpeza patética y juntar los talones y golpearnos los costados con las palmas de las manos rígidas y abiertas, y apenas pasada la primera lista nos ordenaban firmes y descanso y firmes otra vez y rompan filas y los más experimentados ya lanzaban al hacerlo un grito que muy pronto aprenderíamos todos y repetiríamos al final de cada formación con un alivio unánime.

–¡Aire!

Los instructores nos azuzaban para que nos diéramos prisa, nos empujaban, nos ordenaban que hiciéramos muy rápido las camas, que nos laváramos, que termináramos de vestirnos, porque muy pronto sonaría el toque para el desayuno, pero por mucha prisa que yo me diera no terminaba de hacer las cosas con un margen razonable de tiempo, y ya desde aquella primera madrugada me afligía la angustia de los últimos minutos, mi incapacidad de actuar con rapidez y eficacia, incluso mi falta de energía o de mala leche, mi empanamiento congénito, pues en los lavabos fui de los pocos que llegaron demasiado tarde para encontrar un grifo y un espejo libres, y cuando alguien me dejó su sitio vi que ya no me daba tiempo de afeitarme, o que había olvidado la crema en la taquilla, de modo que si volvía para buscarla iba a perder mi turno en el lavabo, o me iba a ver sorprendido por la llamada a formación en camiseta y con la cara llena de espuma, con la cuchilla de afeitar y la bolsa de aseo y la toalla en las manos…

Sonaba enseguida la corneta, provocando un nuevo sobresalto, una confusa desbandada entre los lavabos y las taquillas, entre el dormitorio y el patio, y el impulso cobarde e instantáneo de obedecer contrastaba con la imposibilidad de hacerlo tan rápido como se nos exigía, y se quedaba uno inmóvil, paralizado por la necesidad de hacer algo al mismo tiempo irrealizable y perentorio, y entonces se oían otra vez los gritos y las palmadas de los instructores que nos reclamaban para la segunda formación del día, la del desayuno, para un nuevo a cubrirse y firmes y media vuelta y descanso y firmes y derecha y paso de maniobra en dirección a los comedores.

Me acuerdo de los grupos compactos y alineados de hombres avanzando entre los edificios idénticos, bajo las luces amarillas de las esquinas y de las ventanas, con un punto de vaguedad tamizada de niebla, y del contraste entre el silencio que manteníamos todos y el ruido de nuestros pasos, varios miles de pisadas simultáneas sobre la grava y el asfalto, pisadas de botas militares y de calzados civiles arrastrándose con una mala gana de deportación.

Yo caminaba rodeado por un río de cabezas y de hombros moviéndose, de cabezas bajas por lo común y hombros abatidos, y conforme nos acercábamos a los comedores se hacía más intenso el mismo hedor que nos había recibido al llegar y empezaba a insinuarse hacia el este, en el cielo malva y nublado, sobre la llanura gris, una claridad azul de amanecer. El roce de la multitud y el ruido de los pasos tenía un efecto casi tan hipnótico como el de las órdenes otra vez repetidas, multiplicadas hasta una confusión de lenguas por los instructores de cada compañía, por los diferentes gritos o ladridos con que las rubricaban, alto, firmes, cubrirse, descanso, firmes otra vez, tal vez tres mil figuras erguidas y en sombras en una gran explanada donde apenas empezaba a debilitarse la noche, sometidas de antemano a una azarosa e involuntaria uniformidad que ni siquiera precisaba de ropas militares.

Había que subir una escalinata para entrar a los comedores, y cuando le llegaba el turno a cada compañía los instructores nos animaban a subir lo más aprisa que pudiéramos, sin mantener la formación, de modo que nos amontonábamos en las puertas demasiado estrechas para que cupiéramos todos y teníamos que abrirnos paso a patadas y a codazos para llegar cuanto antes a una mesa y encontrar sitio, y una vez allí, en medio de un escándalo de pasos, voces, órdenes, ruido de cubiertos, todo amplificado por las resonancias del techo demasiado bajo para un espacio tan grande, había que emprender otra disputa, pues no parecía que hubiera bandejas de bollos ni porciones de mantequilla para todos, y era preciso de nuevo armarse de arrojo, de velocidad, de mala idea para que no lo dejaran a uno sin desayunar, y una vez conseguido el pan, el café, la mantequilla, el azúcar y el cubierto había también que comer cuanto antes, pues al cabo de unos pocos minutos sonaba la corneta, esta vez dentro del mismo comedor, y nos gritaban que nos pusiéramos de pie, firmes delante de las mesas, y que saliéramos en fila de los comedores para formar de nuevo, ya idiotizados por el estupor de la obediencia, apacentados por los instructores, conducidos como zombis a los almacenes vastos y oscuros de vestuario, a las oficinas donde volvíamos a rellenar inacabables impresos de filiación en los que no faltaba una casilla para las creencias religiosas y otra para la militancia política, a la enfermería donde nos examinaban sumariamente la dentadura y los ojos y nos ponían una inyección en el hombro, en la que según algunos se nos inoculaba no una vacuna, sino el temido bromuro, que adormecería nuestra masculinidad sumiéndonos en una mansedumbre de cabestros.

Vivíamos al principio, los primeros días, en una alternancia perpetua de tiempos muertos y de aceleraciones angustiosas, de formaciones eternas y urgencias súbitas en las que se lo jugaba uno todo en un segundo. Durante horas aguardábamos en fila para que nos entregaran la ropa militar y luego, de vuelta en la compañía, teníamos que vestirnos en unos pocos minutos, y no sabíamos qué prendas eran las que debíamos ponernos ni cómo se ajustaban los correajes sobre la guerrera, y los dedos se nos enredaban queriendo aprender cómo se pasaban los cordones por las hebillas innumerables de las botas: había que olvidar la ropa de uno y dejarla guardada y como sepultada en la taquilla y aprender no sólo a ponerse, sino también a nombrar aquella ropa desconocida, aquellos cinturones, hebillas, pasamontañas, guerreras de paseo y de faena, guantes blancos y guantes de lana, insignias doradas, cuellos de celuloide blanco, correas de finalidad indescifrable, abrigos de tres cuartos con un olor de mugre invulnerable a la desinfección: aprendíamos a vestirnos con la tortuosa lentitud de un niño de cinco o seis años, acuciados por los instructores, que daban vueltas entre las filas de literas y los montones desordenados de ropa militar y civil y nos amenazaban de nuevo con formaciones y castigos, nos extraviábamos en ojales, cremalleras, bolsillos inesperados, creíamos haber perdido una bota o la gorra y al buscarlas aterrados se nos multiplicaba el desorden y desperdiciábamos segundos y minutos vitales, y de pronto estallaba en el aire, a través de los altavoces, el sonido agudo de la corneta, y cada cual terminaba de vestirse como podía y echaba a correr hacia el patio, donde los más rápidos y los más pelotas ya empezaban a alinearse.

Pero siempre había algunos que nos quedábamos atrás, que no acertábamos a descubrir por qué presillas se pasaba el correaje, o que nos habíamos puesto por equivocación los pantalones de paseo en lugar de los de faena y al cambiárnoslos nos los poníamos al revés, y mientras intentábamos remediar aquellas desgracias provocadas por nuestro empanamiento mirábamos a nuestro alrededor y veíamos que nos estábamos quedando solos en la compañía, pero la urgencia de terminar de vestirnos no aceleraba nuestros actos, sino que parecía volverlos más lentos y más difíciles aún, así que hallar la coincidencia exacta entre la punta de un cordón y el agujero correspondiente de la bota, o entre un botón y un ojal, era tan trabajosa como los esfuerzos por mover los labios que hace una persona dormida.

Sonaba otra vez la corneta, el segundo toque, no ya el de aviso, sino el definitivo, y del exterior nos llegaban las voces de los que ya estaban formando al grito de maricón el último: salía uno corriendo, algún instructor le daba una patada o un manotazo en el cogote con la intención benévola de que no llegara tarde, oía las carcajadas con las que sus propios camaradas de reemplazo celebraban las bromas de los instructores sobre el empanamiento de los más rezagados, y cuando por fin encontraba su sitio en la fila se apresuraba a adoptar una digna posición de firmes, procurando disimular que no llevaba atada una bota, o que se había abotonado mal la guerrera.

Arriba, sobre la escalinata, con las gorras caídas sobre las caras, los brazos en jarras, las piernas separadas, los uniformes usados y vividos, los instructores nos miraban como a un rebaño manso y lamentable, mandaban cubrirse, ar, firmes, ar, derecha, ar, descanso, ar, esas cabezas más altas, cojones, los pechos hacia afuera, que parecéis tísicos, el taconazo más fuerte, que se os rompan los talones, las manos pegadas al costado, que os duelan cuando las bajáis. Nos dejaban en posición de firmes, en una actitud de expectativa y de peligro, como a punto de dar una nueva orden, queriendo tensar hasta el límite los segundos de espera, la inmovilidad y la rigidez perfecta y la geometría de las filas. Verían cuerpos desiguales, mal vestidos, mal hechos, aposturas exageradas de marcialidad, de dejadez o desesperación secreta, de abyecto entusiasmo, caras de amontonaos y de empanaos y de verdugos y víctimas, caras pálidas de universitarios o de pobres miopes y caras angulosas y cobrizas de campesinos: todos igualados por las líneas rectas de la formación, uniformados por las guerreras y las gorras caqui, pero sobre todo -imagino ahora, queriendo ver lo que ellos veían desde arriba, lo que les mostraba su arrogancia- por la ilimitada vulnerabilidad de nuestra cobardía y nuestro desamparo.

Pasamos la tarde guardando cola ante los lavabos para que nos raparan. Los instructores eligieron al azar a cuatro o cinco reclutas, le dieron a cada uno unas tijeras y un peine y sin más preámbulos les ordenaron ponerse a la tarea. Había charcos de agua y de orines sobre las baldosas sanitarias, y bajo las suelas de nuestras botas empezó a extenderse una maraña inmunda y lanosa de mechones cortados de cualquier manera. Los cráneos rapados acentuaban el efecto clónico de los uniformes, nos reducían más aún a una identidad colectiva y numérica: sin el pelo, los rasgos y las miradas se afilaban, pero al mismo tiempo perdían misteriosamente su individualidad, tal vez porque se les borraba por completo el pasado. La cara que yo vi esa noche al lavarme los dientes en el espejo del lavabo tenía en los ojos la expresión de quien mira a un desconocido: no era yo mismo descubriendo lo que habían hecho de mí durante un solo día en el ejército, era otro mirándome, era un recluta rapado y asustado mirando con extrañeza y recelo a quien yo había sido antes de llegar allí, veinticuatro horas antes, en otro mundo, en el pasado inmediato y lejano.