VI.

Siempre deprisa, más rápido, desde antes del amanecer, desde que el primer toque de diana inauguraba el día, con sus notas veloces y su letra oficiosa que algunos coreaban mientras nos poníamos los pantalones, la guerrera y la gorra y nos enfundábamos las botas, las botas grandes, negras y pesadas, con su ruido de hebillas que ya se nos había vuelto habitual, y que se parecía un poco al de los fusiles cuando se llevan al hombro y rozan rítmicamente la tela y los correajes del uniforme durante el desfile: quinto, levanta, tira de la manta, cantaban algunos, mientras la corneta acuciante llamaba a formación en todos los altavoces de todas las compañías del campamento, en la noche invernal de las parameras de Álava. Los que éramos más perezosos o más torpes practicábamos la astucia menor de dormir casi vestidos, y de guardar la gorra debajo de la almohada, aun a riesgo de que nos la quitaran mientras dormíamos, así que cuando el toque de diana, los gritos del imaginaria y del cabo de cuartel y las crudas luces del barracón nos despertaban no teníamos que perder unos segundos valiosos abriendo y cerrando el candado de la taquilla o buscando en el suelo los calcetines.

Más rápido, conejos, gritaban el cabo cuartel y los instructores, dando puñetazos en la chapa resonante de las taquillas, a los diez últimos les meto un retén, por mis muertos, decía Ayerbe, tal vez no el más canalla, pero sí el más arbitrario y bocazas de todos, el que andaba más lento y con las piernas más separadas, el que llevaba la visera de la gorra más caída sobre los ojos, de modo que siempre miraba como vigilando de través: corred, me cago en vuestros muertos, que os desolléis el culo con los talones, me cago en Dios, que estáis empanaos.

Siempre deprisa, arrojados de golpe en el despertar, saltando sin respiro de una tarea a otra, de la instrucción a la gimnasia, de la bronca hambrienta en el comedor a las clases que llamaban teóricas, en las que un teniente viejo y algo temblón de voz o el mismo capitán de la compañía nos explicaban los misterios más impenetrables de la vida y de la ciencia militar, los pormenores puntillosos de las graduaciones y los ascensos y la geometría de las trayectorias balísticas, saberes que dada su oscuridad y nuestro grado brutal de cansancio nos producían a casi todos una somnolencia invencible.

De pie ante una pizarra en la que había trazado líneas elípticas o completado la pirámide de la jerarquía militar, el capitán preguntaba, aún de espaldas a nosotros, si alguien tenía alguna duda y nos animaba a intervenir, porque era, a diferencia del teniente, un capitán joven, animoso y gimnástico que gastaba una cerrada barba negra y afectaba una cierta naturalidad democrática, pero de nuestro silencio ovino no surgía ninguna pregunta, sino un ronquido profundo, sereno, solemne en su desahogo y su tranquilidad, y al oírlo el capitán se volvía con los brazos cruzados sobre el pecho musculoso y extendía el dedo índice para fulminar al dormilón.

El dormilón solía ser un ejemplar de la raza vasca que habría conmovido hasta el éxtasis a Sabino Arana, un recluta alto como un álamo, de nariz ganchuda, mejillas rosadas, boca pequeña y prominente mandíbula que se llamaba Guipúzcoa-22 y hablaba un castellano lento y dubitativo de baserritarra. En las manos de Guipúzcoa-22, que tenían una dureza y una anchura de manos acostumbradas a las herramientas campesinas, el fusil de asalto cetme, el chopo, que pesaba cuatro kilos y medio, se convertía en una miniatura de fusil tan liviana como una escopeta de corcho. Su fortaleza y su estatura le habrían garantizado un destino envidiable de cabo gastador, esos que van a la cabeza del desfile con polainas y muñequeras blancas, cordones rojos en la pechera del uniforme y palas y martillos de metal brillante a la espalda, pero la lentitud de sus movimientos y su propensión a no enterarse de nada y a quedarse roncando en las clases teóricas le depararon más de un arresto y fueron ocasión frecuente de escarnio.

Uno de los capítulos de nuestro aprendizaje militar era el de los nombres, apellidos, tratamientos y cargos de todos nuestros superiores en la cadena de mando, desde el sargento de semana hasta el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, que era el Rey, si bien no solían encontrarse retratos suyos en los despachos, a no ser en compañía de los del difunto caudillo, que ocupaban lugar de preeminencia, como si aquel espectro en blanco y negro de las fotografías no llevara muerto casi cuatro años. Cada día, en la clase teórica de después de comer, que era la más propicia a la modorra, el teniente nos hacía repasar y luego nos tomaba aquellas lecciones, empleando en la tarea una paciencia monótona más propia de un sacristán o de un párroco. Igual que en las catequesis de mi infancia, los reclutas repetíamos a coro las enseñanzas que nos impartía el teniente, y nos arriesgábamos a un castigo pueril o a una reprimenda si no cantábamos lo bastante alto los nombres y los títulos del escalafón o no sabíamos responder a alguna pregunta tan simple como las del catecismo escolar. Igual que en las escuelas antiguas de palmetazo y coscorrón, los reclutas más torpes hundían la nuca entre los hombros y bajaban la cabeza por miedo a ser interrogados, se copiaban listas de nombres en las palmas de las manos o se guardaban chuletas en las bocamangas, oscilaban de un pie a otro, se rascaban la cabeza y se mordían los labios cuando no lograban acordarse del nombre del capitán, de cuántas puntas tienen las estrellas de un coronel o del tratamiento que debe darse a un general, que es el de vuecencia.

En las teóricas, Guipúzcoa-22 se quedaba inmediatamente dormido, con la poderosa barbilla euskalduna hundida en la pelambre negra del pecho, dormido grandiosamente como un tronco, volcado como un árbol contra el respaldo de la silla que crujía bajo el peso de su envergadura. A Guipúzcoa-22 lo despertaban a codazos, lo castigaba el teniente a quedarse de pie en un rincón, riñéndole con una blanda energía de catequista viejo, y luego le preguntaba el nombre del coronel del regimiento: Guipúzcoa-22 bajaba la cabeza, la boca se le sumía aún más por encima de la mandíbula en ángulo recto, la abría, parecía que empezaba a articular una palabra difícil, se quedaba callado, el rosa vasco y suave de sus mejillas se volvía rojo cuando el teniente comenzaba a reñirle y a llamarle ignorante y acémila y los demás reclutas se reían a carcajadas de él, sin que faltara nunca alguno que levantara la mano y se ofreciera ávidamente, con nerviosismo de niño repelente y empollón, a decir la respuesta inaccesible para la desmemoria de Guipúzcoa-22:

–El coronel del regimiento es el ilustrísimo señor don Julián Díaz López, con tratamiento de usía, mi teniente.

A Guipúzcoa-22 el teniente decidió preguntarle cada día el nombre del coronel, y le hizo copiarlo con letras grandes en una hoja de papel delante de todos nosotros y mirarlo fijamente y le ordenó que se lo guardara en el bolsillo y lo llevara siempre con él, y cada día, al comenzar la clase, antes de que Guipúzcoa-22 se quedara dormido, el teniente lo miraba en silencio, desmedrado y viejo por comparación con su estatura, sonreía, lo iba viendo ponerse nervioso, morderse los labios, enrojecer poco a poco, a medida que crecía el rumor de burla en torno a él, y sólo entonces formulaba la pregunta.

–A ver, Guipúzcoa-22.

–¡A la orden, mi teniente! – Guipúzcoa-22 se levantaba lento y rudo, con un breve temblor en la osamenta irreprochable de su mandíbula, doblemente aprisionado en la rigidez de su ademán y en las proporciones mezquinas de un uniforme de faena del todo insuficiente para su tamaño de gudari.

–¿Cómo se llama el coronel del regimiento? Venga, piénsalo, no te pongas nervioso, si te lo sabes.

Guipúzcoa-22 estaba a punto de decir algo, cerraba los ojos y apretaba los dientes en una tentativa dolorosa de concentración, se retorcía las manos descomunales y peludas, parecía que esta vez sí iba a contestar, al menos el nombre, aunque no se acordara de los apellidos, pero abría la boca, articulaba algo y era una sola sílaba, «don…», y en la garganta se le quedaba detenida una consonante áspera que no llegaba a pronunciar, ahogada por la humillación y la vergüenza. De Guipúzcoa-22 se reía todo el mundo, y los pocos que no nos reíamos abiertamente tampoco teníamos el valor preciso para defenderlo, ni siquiera para mostrar un gesto de desagrado ante la cruel burla colectiva en que se convertía la clase.

Nadie estaba en ningún momento a salvo de un castigo, pues no podíamos conocer y cumplir sin equivocación el número infinito de normas que nos envolvían: más dañino aún era que nadie estaba tampoco a salvo de la vergüenza y del ridículo, así que algunos de los que se reían de Guipúzcoa-22 lo hacían empujados por un impulso de desquite, porque en otras ocasiones ellos habrían sido o serían las víctimas elegidas de otra humillación.

Nos decían, nosotros mismos nos lo acabábamos diciendo, que debíamos ser crueles para sobrevivir, pero muchas veces la supervivencia era una disculpa o una coartada para la crueldad, que se ejercía universal y sistemáticamente de arriba abajo, con una transparente equidad de principio físico, de teorema matemático. Nosotros, los reclutas, los conejos, los bichos, ocupábamos el último escalón en aquella jerarquía tan abrumadora como la de los círculos del cielo y del infierno en las teologías medievales, éramos los apestados y los parias, los intocables, el sumidero y el pozo ciego de todas las crueldades que descendían de grado en grado desde el pináculo hasta la base del edificio militar, pero quienes con más saña nos trataban no eran los oficiales, sino los cabos y los instructores que a lo mejor sólo llevaban tres meses más que nosotros en el ejército.

Dentro de nosotros mismos, en nuestra densidad de chusma y de carne de cañón, había también un hervidero constante de jerarquías y maldades, un amontonarnos y adelantarnos y pisarnos y darnos codazos y patadas que acababa resultando una sórdida repetición, a escala de nuestra miseria, en nuestro sótano de postergados, del edificio entero que nos gravitaba encima, y cuyas categorías y denominaciones tanto trabajo le costaba aprenderse a Guipúzcoa-22: no había piedad para el que se caía o tropezaba, para el que perdía el paso, para el que estaba tan gordo que no alcanzaba a subir la cuerda o a saltar el potro, para el extravagante, el afeminado o el lunático. Quien sufría un robo era culpable del empanamiento y la debilidad de haber permitido que le robaran. Quien no podía evitar un temblor de miedo en el pulso antes de lanzar una granada de mano era culpable de su cobardía. Los últimos de todos los parias, los definitivamente empanados, los que lo tenían más espantosamente claro, reunían todas las torpezas y todos los golpes de infortunio, los atraían con el imán maldito del empanamiento, y acababan castigados cada pocos días a hacer un retén o a catorce o quince horas seguidas de suplicio en medio del vapor y de la mugre inmunda de las cocinas, y cuando los demás reclutas, a partir de las seis de la tarde, disponíamos de unas horas de descanso, ellos desfilaban machaconamente en la oscuridad, perdiendo el paso, chocando los unos con los otros al no saber dar la media vuelta, exhaustos, embotados y ridículos, con las gorras torcidas y los andares de pato, reducidos al oprobio final del pelotón de los torpes.

Yo no sé todavía cómo me libré de él.

A medida que aprendía los rasgos de mi nueva identidad militar y que olvidaba o dejaba en suspenso las experiencias de mi vida adulta, yo regresaba a sentimientos y a estados de ánimo sumergidos durante mucho tiempo, no exactamente en las profundidades de la desmemoria infantil, sino en esa edad rara y fronteriza que ya no es del todo la infancia y todavía no es la adolescencia, los once y los doce años, cuando uno se ve extraviado casi de un día para otro en una confusión atemorizada y turbulenta cuyo resultado más común es una forma particularmente avergonzada y solitaria de amargura: las oscuridades bruscas y los quiebros agudos de la voz, el primer bozo sobre el labio todavía infantil, la inexplicable y agobiante culpabilidad de las manchas amarillas en las sábanas.

A los suplicios usuales de los doce años yo añadía el de mi apocamiento físico. Era tan torpe que no sabía ni darme una voltereta, y me quedaba paralizado delante de uno de aquellos artefactos temibles, el potro y el plinto, tan incapaz de saltarlos como un tullido. El profesor de gimnasia, un fascista alcohólico de bigote negro y gafas de sol que también nos daba Formación del Espíritu Nacional, se burlaba de mí y de los dos o tres que eran como yo, animando al resto de la clase a secundarlo en sus bromas, y nos decía, acercándosenos mucho, envolviéndonos en una pestilencia de cigarro ensalivado y coñac:

–Pues ya veréis la que os espera cuando vayáis a la mili.

Once años después aquel profesor de gimnasia se había muerto de cirrosis, pero su amenazante profecía estaba cumpliéndose, y otros individuos de hombría tan beoda y ademanes tan bestiales como los suyos se erguían delante de mí y de todos nosotros para someternos a un grado de temor y obediencia que se parecía mucho al del colegio salesiano donde yo había pasado los tres años más sombríos de mi vida. En la parte más íntima, en la más inconfesable de mí mismo, aquel miedo infantil era más fuerte que la discordancia ideológica y que las protestas de la racionalidad civil contra la mezcla de barbarie, tiranía y absurdo que reinaba en el interior del perímetro alambrado del campamento. Despojados de los puntos de referencia de la vida adulta, el desamparo que sentíamos los más débiles entre nosotros era el de la infancia. A los veintitrés años, a punto de cumplir veinticuatro, yo sentía intacto el miedo de los niños cobardes a ser golpeados y engañados por los más grandes del colegio.

Para que todo se pareciera más a las amarguras de esa época un instructor la tomó conmigo. Los instructores de vez en cuando la tomaban con alguien, no por nada, sino por el puro deleite y la arbitrariedad del dominio, igual que los niños más osados o más fuertes eligen una víctima sin el menor motivo personal, tan sólo por la comodidad o el poco esfuerzo de martirizarla. El capitán, el teniente, incluso el alférez de la compañía, eran figuras más o menos lejanas, demasiado elevadas sobre nosotros como para distinguirnos o castigarnos individualmente: llegaban a las ocho de la mañana y solían marcharse a las cinco o a las seis de la tarde, y yo creo que tenían ciertas dificultades oculares para vernos, las mismas que tienen los ricos para ver a los camareros o a los criados que les sirven, esa habilidad singular para que la mirada atraviese o simplemente no perciba a los inferiores que sólo poseen los que han vivido siempre instalados en el privilegio, y que ningún advenedizo es capaz de imitar. Eran los instructores, a los que también llamaban auxiliares, quienes estaban siempre con nosotros, justo encima de nosotros, quienes nos despertaban para diana y nos formaban para el desayuno, quienes nos azuzaban como los perros al ganado durante todo el día, quienes nos pasaban lista a la hora de retreta y nos vigilaban después del toque de silencio. Cualquiera de ellos tenía la potestad ilimitada e impune de amargarle la vida a un recluta. Aquel Ayerbe de la mirada oblicua y la visera sucia de la gorra caída sobre los ojos decidió que iba a amargarme la mía: le dio por mí, igual que al teniente, que en realidad no debía de ser mala persona, le había dado por Guipúzcoa-22, y se le notaba que desde la primera hora del día estaba vigilándome para atraparme en alguna equivocación, y que cuando yo la cometía y él se aproximaba a mí para darme una patada o un bofetón estaba siendo empujado por una especie de furioso éxtasis de crueldad. Dentro de nuestra miserable jerarquía de sumidero militar Ayerbe ostentaba el grado más alto, que era el de bisabuelo, o bisa, y que se conseguía cuando a uno le faltaban menos de dos meses para licenciarse. Los bisabuelos mostraban un abandono definitivo y mugriento en sus uniformes, como si llevaran años sin relevo en algún puesto de la jungla, llevaban partida la visera de la gorra de faena y en el interior de ésta, donde era tradición que los soldados escribieran la lista de los meses que les quedaban de servicio, habían tachado ya la mayor parte. Cada noche, después de la lista de retreta, los bisabuelos gritaban el número exacto de los días que les faltaban para licenciarse, y a nosotros, los reclutas, que nos quedaba más de un año, nos parecía aquel grito un insulto y el testimonio de un incalculable privilegio.

–¡Veinte días a tope! – gritaba Ayerbe, por ejemplo, que se licenciaría cuando nosotros jurásemos bandera, y su veteranía se nos antojaba tan prodigiosa y abrumadora como la vejez de un patriarca bíblico, y apenas podíamos concebir que también a nosotros nos fuera reconocido alguna vez el título de bisabuelos, el privilegio chulesco de llevar una gorra vieja y torcida sobre la cara, de contar por días y no por meses eternos nuestro futuro militar y de hacer que algún recluta recién llegado se muriera de miedo ante nosotros. A la formación de diana Ayerbe se presentaba en pijama, sólo que con la gorra y las botas puestas, y se rascaba la entrepierna echada hacia adelante mientras el cabo de cuartel nos pasaba lista, mirándonos desde muy alto, desde la dignidad de bisabuelo y la cima de la escalinata, y entonaba con más chulería que nadie la con signa predilecta de los veteranos:

–Conejos, vais a morir.

Volvíamos del desayuno, rompíamos filas, sin perder ni un minuto, sin que nos diera tiempo ni a ir al retrete, más deprisa, gritaban, que estáis empanaos, y teníamos entonces que recoger nuestros fusiles y que formar de nuevo para la instrucción, ahora con los cetmes al hombro, o apoyados en el suelo y rectos junto a la pierna derecha, la mano derecha extendida sobre el cañón, las puntas de los dedos rozando justo el disparador (habíamos aprendido también que en el ejército no se dice gatillo, como en la vida civil, sino disparador, y tampoco tanque, sino carro de combate: que los civiles y los reclutas dijeran gatillo y tanque eran indicios de su inferioridad, incluso de su afeminamiento). Gritaban, sobre el hombro, armas, ar, y levantábamos el fusil con la mano izquierda y lo elevábamos hacia el hombro y sujetábamos la culata con la mano derecha en una sucesión de movimientos minuciosos y perfectamente regulados, en un acto que duraba un segundo pero que estaba dividido en lo que los instructores llamaban varios tiempos. Con el fusil sobre el hombro derecho, firmes, aguardábamos la orden de media vuelta a la derecha, y cuando ésta era formulada aún quedaba algún incauto que la obedecía sin esperar a la voz ejecutiva, y todo el mundo se reía y el cabo se lo quedaba mirando y le decía:

–Esta noche te apuntas una tercera imaginaria, empanao.

Nos ordenaban media vuelta, girábamos al unísono con las cabezas levantadas y ahora esperábamos la orden de empezar a marchar, siempre con el pie izquierdo, la voz inarticulada y monótona que regiría y numeraría nuestros pasos, un dos er ao, nosotros en fila, guardando las distancias ya sin necesidad de cubrirnos, fijos en los hombros y el cogote del que teníamos delante, la cabeza alta, conejos, que no estáis pastando, la mano derecha sujetando la culata del fusil, el brazo izquierdo moviéndose hacia atrás y hacia adelante en sincronía con los pasos, ni demasiado alto ni demasiado bajo, justo hasta que los dedos rozaran el hombro del que nos precedía, recto pero no rígido, con rabia, maricones, las botas pisando con fuerza unánime la grava de las explanadas de instrucción, un dos er ao, filas rectas de uniformes caqui, de botas negras, de brazos levantándose y cayendo, de fusiles en diagonal, más fuerte, conejos, que tiemble el suelo, que haya un terremoto, que se note que somos los mejores, los pasos humanos sometidos a un ritmo de maquinaria hidráulica, la multitud subdividida en líneas rectas y en figuras geométricas que se ondulaban al unísono, con movimientos regidos por una sequedad de metrónomo, mientras en el cerebro de cada uno de nosotros iba desapareciendo cualquier residuo de pensamiento para dejar sólo la monotonía binaria del paso militar, uno dos, izquierda derecha, un dos, er ao.

Pero a veces aquella visión de maquinismo se malograba, porque un recluta particularmente torpe o empanado perdía el paso y la fila entera se descomponía. Perdían el paso con frecuencia el gigante vasco Guipúzcoa-22 y un gordo de la provincia de Cáceres que aseguraba tener los pies planos, aunque los médicos no le habían permitido librarse de la mili.

Para mi desgracia, uno de los que más perdían el paso en la 31a compañía era yo, y como el instructor encargado de mi pelotón era el feroz Ayerbe, cada vez que me equivocaba y que quería angustiosamente unirme al ritmo de la marcha común Ayerbe me insultaba a gritos, y entonces sí que ya no tenía yo ninguna posibilidad de recobrar el paso, muerto de miedo, nervioso, dando breves saltos ridículos a ver si por milagro cuando adelantara el pie izquierdo lo hacía al mismo tiempo que los demás y braceaba igual que ellos, y no al revés, como si mi brazo derecho fuera la aguja rota de un reloj. Ayerbe se acercaba a mí, primero despectivo y luego furioso, los ojos mirándome de lado bajo la visera partida y mugrienta de la gorra, y al oír sus insultos sin detener el paso ni acomodarlo al de los demás yo notaba que empezaba a enrojecer, que me picaba el cuerpo entero, estremecido por el presentimiento físico de que iba a ser golpeado y humillado en medio del patio, delante de todos los reclutas de la compañía.

A veces, por casualidad, recuperaba el paso enseguida, y durante el resto de la instrucción Ayerbe seguía vigilándome los pies haciendo como que no me miraba, pero hubo una ocasión en la que por mucho que me empeñé no supe unirme al paso común, y Ayerbe, fuera de sí, me dio patadas y puñetazos y me sacó de la fila sujetándome por las solapas de la guerrera, amenazándome a gritos con el pelotón de los torpes, con quince días seguidos de cocinas y de terceras imaginarias, con el calabozo, con la repetición íntegra del campamento si no aprendía a desfilar. Jadeaba de rabia, muy cerca de mi cara, me miraba con una expresión de odio que yo no creo haber visto en los ojos de nadie, con un encarnizamiento en el desprecio que parecía exigir para satisfacerse la abolición en mí de cualquier residuo de dignidad humana.

No recuerdo haber tenido entonces un sentimiento de rebeldía: sentí tan sólo vergüenza, una vergüenza de mí mismo en gran parte, de mi inhabilidad física, de la rigidez cobarde de mi cuerpo, que me hacía desfilar, como me gritaba Ayerbe, a piñón fijo, como si mis brazos y mis piernas se movieran sin coordinación y sin ritmo. Sentía más o menos la misma humillación que cuando en los primeros cursos del bachillerato me suspendían la gimnasia: el abuso al que estaba siendo sometido en público, delante de otros reclutas y de los instructores, era una prueba bochornosa de mi incompetencia, no de la crueldad de las normas a las que obedecíamos.

Perdiendo el paso me distinguía y me separaba de la mayor parte de los otros, los que sabían desfilar sin equivocarse nunca, pero no por eso me sentía más cerca de los que eran más o menos como yo, los otros segregados, los más torpes aún: el pobre y gigantesco Guipúzcoa-22, con sus andares de criatura de Frankenstein y sus mangas tan cortas que le dejaban siempre descubiertas las muñecas y una parte de los antebrazos, el gordo Cáceres, el de los pies planos, que tenía en las caderas y en el culo una amplitud de adiposidades femeninas, aquel recluta alucinado y alunado de Madrid que nunca supo formar ni saludar como era debido, y que tenía una piel tan pálida que se le traslucían las venas de las sienes. Lo último que yo quería era ser como ellos o unirme a ellos para defender en común nuestras dignidades humilladas: lo que yo quería era ser exactamente igual que los otros, unirme a su normalidad y confundirme y fortalecerme en ella, y en mi vileza prefería una improbable sonrisa o una palabra de compañerismo zafio por parte de los que mandaban que una señal de reconocimiento en la cara bondadosa y equina de Guipúzcoa-22: como casi todas las víctimas, lo que yo quería no era acabar con los verdugos, sino merecer su benevolencia, y cuando por fin logré aprender a marcar el paso sin equivocarme y a sincronizar el movimiento de los brazos y me vi libre de la amenaza del pelotón de los torpes empecé a mirar con cierto desdén a los que no habían tenido la misma habilidad o la misma suerte que yo.

Un poco antes de la jura de bandera empecé a pensar que en realidad Ayerbe no era un mal tipo. En los corros de la cantina, que se llamaba el Hogar del Soldado, le reí ostensiblemente alguna de sus gracias sórdidas de veterano, de bisabuelo sentencioso, sin que él pareciera considerarme mucho más con su mirada oblicua que cuando me ponía zancadillas en los ejercicios de instrucción, y fui de los que se acercaron a él para despedirlo el día en que le comunicaron la fecha exacta e inmediata de su licenciamiento. Una parte sumergida y proscrita de mí se rebelaba con asco contra tanta obediencia, pero lo cierto es que el rencor originado por la persecución a la que Ayerbe me había sometido acabó siendo menos intenso que mi gratitud por que hubiera dejado de acosarme.

VII.

Para sobrevivir me ocultaba más hondo que nunca antes en mi vida. Emboscaba lo mejor de mí o lo más irreductiblemente mío para dejarlo a salvo no ya de la presión del exterior, sino de los mecanismos de obediencia, de embrutecimiento y olvido que también eran yo y que ya estaban dentro de mi alma antes de que los revivieran la disciplina y la claustrofobia del ejército.

La falta de términos de comparación y la pura fuerza de la monotonía pueden acabar otorgando un aire cotidiano de normalidad a los mayores absurdos y a las monstruosidades más bizarras. La repetición exhaustiva y unánime, en un lugar cerrado, de una cadena de actos que se justifican por sí mismos en virtud de una lógica inflexible, pero sin ningún vínculo con las realidades del mundo exterior, sume a quienes los practican en un espejismo de intemporalidad, en un estupor gradual de la inteligencia, atrapada ella misma en los automatismos rituales a los que al cabo del día no escapa ningún gesto, incluso ningún sueño ni deseo.

El sueño único y compartido de los tres mil reclutas del Centro de Instrucción era marcharnos cuanto antes de allí: contábamos avariciosamente cada día y cada hora, tachábamos con obstinada desesperación cada tarde una fecha en el calendario, y sin embargo el tiempo en el que vivíamos era eterno de tan exactamente repetido, y esa discordancia entre la eternidad y la duplicación idéntica de los días y el ansia nuestra de que pasaran cuanto antes terminaba por sumergirnos del todo en una ausencia perpetua de certidumbres temporales, más grave aún porque apenas recibíamos noticias del exterior ni sabíamos la fecha exacta de la jura de bandera, que iba cambiando cada día según los rumores difundidos por Radio Macuto: un día susurraba algún enterado que el Consejo de Ministros iba a reducir la mili a un año, y el campamento a cuatro semanas, y ya teníamos que modificar todos nuestros cálculos y hasta las tachaduras de nuestros calendarios, y al día siguiente, en la lista de retreta, un instructor nos notificaba con sarcasmo que lo llevábamos claro, que el campamento duraría tres meses, y no mes y medio, como nos dijeron al principio, y entonces la duración montañosa e incierta del porvenir de nuevo nos abrumaba, y éramos incapaces de imaginar que la mili terminaría alguna vez, aunque estuviera a punto de terminarse para los veteranos, igual que un niño no puede imaginar que alguna vez será como sus padres. Nuestra idea del tiempo se nos había vuelto tan cerrada como la del espacio y, del mismo modo que el paisaje exterior se reducía a los páramos que rodeaban las alambradas, nuestra perspectiva del futuro estaba limitada a la espera de los seis días de permiso que iban a darnos después de la jura de bandera.

No había nada individual ni único, nada que fuera súbito aparte de los arrestos, nada que no ocurriera porque estaba previsto y que no debiera ajustarse a una normativa tan detallada que terminaba siendo alucinatoria: el punto justo de la gorra que debía rozar los dedos de la mano derecha en el primer tiempo del saludo, los pasos que debían separarlo a uno de un superior en el momento de cruzarse con él para ir levantando la mano hacia la sien, la longitud reglamentaria del pelo en el cogote, el instante en que debían apagarse las luces en los dormitorios.

En aprender a arrodillarnos durante la consagración de una misa de campaña

–la gran misa castrense que precedería a nuestra jura- tardamos varios días, porque había que llevar a cabo una serie de movimientos tan inextricable como la construcción de un mecano: adelantar el fusil, hincar una rodilla en tierra, quitarse al mismo tiempo, con la mano derecha, la gorra, llevársela al pecho, inclinar la cabeza, justo en el momento en que sonaran las notas más agudas del cornetín de órdenes, cuando el sacerdote levantara la hostia y la banda atacase la versión más solemne del himno nacional: como decía nuestro capitán, un soldado español sólo rinde sus armas delante del Santísimo Sacramento.

En aprender las gesticulaciones y las inmovilidades casi de ópera china de la posición de rindan se nos iba más tiempo que en las prácticas de tiro, y las repetimos tanto que hasta los más torpes de nosotros llegamos a alcanzar una perfección sonámbula. No había nada que no estuviera sometido al principio de la repetición, y lo que más agotadoramente se repetía era la misma presencia humana: en el campamento no estábamos solos nunca, ni siquiera en los retretes, que ya he dicho que carecían de puertas, y que nos infligían a todos el escarnio de vernos acuclillados sobre un agujero hediondo que rebosaba de orines y heces, sujetándonos los pantalones para que no se nos mancharan y al mismo tiempo abrazándonos las rodillas desnudas para no caernos hacia atrás, bajando la cabeza, queriendo no ver al menos a los que nos veían. La mirada se acostumbraba a la monotonía de los uniformes, de las cráneos mal rapados y de los edificios idénticos y numerados de ladrillo igual que se acostumbraba el oído al ritmo de las botas, y aquella repetición permanente en el espacio y en el tiempo, mezclada con la inseguridad sobre las normas y el miedo constante a que nos sobreviniera un arresto, debilitaba y muchas veces abolía del todo nuestra individualidad, volviéndonos así maleables y dóciles, uniformando nuestra conciencia en el mismo grado en que habían uniformado nuestro paso y nuestro vestuario. Era fácil sentirse como aquel personaje del cuento de Papini que asiste vestido de dominó a un baile de carnaval en el que todo el mundo lleva también disfraz de dominó, y empieza a buscarse en los grandes espejos del salón de baile y tiembla de terror al no saber cuál entre todas las máscaras iguales y vestidas de blanco y negro es él, y ya se queda perdida para siempre su alma. Yo he visto fotos que me tomaron entonces, que mandé a mi familia o a mi novia, y en ellas soy tan plenamente un recluta que apenas me reconozco ahora, no sólo por el uniforme y por los años pasados, sino por la actitud y la sonrisa, que son las de un recluta atemorizado, pero no atormentado y tampoco solitario, un recluta exactamente igual a los otros que aparecen en la fotografía, con la cabeza ladeada, con una tentativa de chulería en la posición de la gorra, con los pulgares en el cinturón de la guerrera, un desconocido y al mismo tiempo alguien perfectamente familiar, no por ser yo, sino por ser cualquiera, cualquiera de los reclutas de mi reemplazo y cualquiera de los parientes que mandaban fotos militares a casa cuando yo era niño.

Me escondía para protegerme, pero también me escondía para disimular mi diferencia, para no señalarme, como habrían dicho mis mayores, empujado por una voluntad no demasiado noble de confundirme con los otros. Algunas tardes me escondía en la biblioteca del campamento, que era una habitación con unas pocas estanterías y unos pupitres de escuela de posguerra, con tablero inclinado y orificio para el tintero, con incisiones y rayaduras labradas durante décadas de monotonía escolar en la madera oscura y bruñida por el largo roce de las manos.

A las seis, ya casi de noche, después de la bajada de bandera y de la oración a los Caídos, cesaban durante tres horas nuestras obligaciones, a no ser que sufriéramos un arresto o que nos hubieran nombrado para algún servicio, y nos quedábamos rendidos y tirados sobre las literas o nos íbamos a matar el tiempo delante del televisor en el Hogar del Soldado. A veces yo reunía la fuerza moral necesaria para sobreponerme a la pura estupefacción del agotamiento físico y me pasaba una o dos horas en la biblioteca, y a pesar de su penuria y del frío que empezaba a subir del suelo de cemento la presencia de aquellos pocos libros ya me restituía poco a poco a mí mismo, aunque estuviera tan cansado y tan embrutecido que no lograse enterarme de lo que leía.

Bastaba el olor, el roce civilizado del papel, la quietud de aquel lugar en el que no había casi nadie. En aquella biblioteca leí por primera vez El tercer hombre, tan absorto en sus páginas como cuando leía a Julio Verne de niño, tan fuera de todo que cuando concluía el último capítulo y sonó el toque de fajina me pareció que salía de un sueño, uno de esos sueños detallados y felices cuyas imágenes lo siguen alentando a uno como un rescoldo de plenitud y entereza a lo largo de las horas diurnas.

Leía unos minutos cada noche, antes de que se apagaran las luces o me venciera el sueño, y procuraba aprenderme de memoria sonetos de Borges, y repetírmelos luego en silencio durante la instrucción o las marchas, como un alimento secreto del que nadie me podía privar, pero también gritaba «¡Aire!» al romper filas y echaba a correr y daba codazos y patadas para dejar cuanto antes mi fusil en los anaqueles de las armas, o para comprarme un bocadillo en el Hogar del Soldado, durante los diez minutos de descanso que teníamos cada mañana después de las dos primeras horas de instrucción. Tal vez sin darme cuenta me administraba yo mismo la dosis justa de encanallamiento que me era precisa para sobrevivir: veía caer a otros que no eran mucho más débiles que yo, los veía derrumbarse de pronto y romper a llorar o cometer audacias insensatas, no dictadas por la temeridad, sino por la pura desesperación, por el salvaje desamparo al que nos sometían y en favor del cual la mayor parte de nosotros conspiraba, y yo me decía a mí mismo que no iba a ser como ellos, y procuraba despreciarlos y no mirarlos a los ojos, no fuera a ser que descubriesen que yo era uno de sus semejantes.

Emboscado en mí mismo, me asomaba a mis ojos o a los del simulacro de recluta obediente en el que me había convertido, igual que un golfo asoma la cara por la boca del cabezudo de cartón dentro del cual gesticula y se esconde durante un desfile de feria. Al menos lograba resistirme a las formas más abyectas de la estupidez, al orgullo ridículo que los instructores y los mandos querían inocularnos, y que muchos de mis compañeros abrazaban, para mi sorpresa, con el entusiasmo de una religión o de una militancia política: venga, nos animaban, a ver si somos mejores que nadie, a ver si en el desfile de la jura quedamos por encima de las demás compañías, de esos maricones de la treinta y tres, la barbilla más alta, el taconazo más fuerte, que esos brazos se levanten con rabia, y resultaba que aquella arenga era más eficaz que las patadas y que las amenazas de arresto, y a más de un recluta gandul se le encendía la honra y ya desfilaba con una gallardía retadora, y podía ocuparse él mismo de llamarle la atención a otro que no compartiera su entusiasmo, dándole a su recriminación un tono emulatorio como de equipo americano: «Venga, hombre, ponle ganas, joder», me murmuraba siempre por encima del hombro Valencia-9, un imbécil entusiasta que iba detrás de mí en la fila, «que esto tenemos que conseguirlo entre todos». Yo no sé qué era más fuerte, el asco o la vergüenza ajena, que ya arreciaba hasta un grado de sonrojo cuando los instructores, en el calor de la instrucción, lanzaban una letanía de preguntas retadoras que contestaban al unísono la mayor parte de las voces, imitando sin éxito la mezcla de fanatismo helado y furia mecánica que suele verse en las películas americanas de marines:

–¿Quién desfila mejor que ninguna?

–¡La treinta y una!

–¿Quién marca el paso al revés?

–¡La treinta y tres!

Pero no era nada fácil resistir el embate obstinado de la tontería, no tanto porque fuera invencible en sí mismo o porque no se interrumpiera nunca, sino porque acababa encontrando dentro de mí y de cualquiera una respuesta, por débil y avergonzada que fuese, porque despertaba un instinto que yo no sé si estará en nuestros genes de primates o nos fue impreso en la infancia franquista como la marca indeleble de una ganadería: había un momento en el que yo también braceaba enérgicamente y me complacía en la unanimidad sin tacha de un rindan o un presenten, con su estrépito de botas y de culatas golpeadas. Es posible que una vez alcanzado un grado máximo de saturación en la unanimidad interminablemente reiterada de los gestos ningún miembro de una multitud pueda sustraerse a la identificación plena con ella, ni siquiera aunque busque refugio en el secreto y en la misantropía: al secreto no le basta la intimidad de la conciencia para salvaguardarse, necesita, aunque no lo parezca, asideros materiales, signos visibles de que la individualidad a la que pertenecía se mantiene intacta.

Pero casi toda nuestra vida individual, al poco tiempo de estar allí, al tercer o cuarto día, era un territorio devastado, el residuo último de un proceso de despojamiento que había comenzado con la pérdida de nuestra fisonomía, de nuestros nombres y de nuestras ropas civiles y terminaba en la ignominia máxima de la proscripción del pudor, cuando nos empujaban hacinados y desnudos por los pasillos con azulejos de las duchas, entre nubes hediondas de vapor y chorros de agua hirviente o helada que brotaban de las paredes y del techo, en una penumbra insana y húmeda como de sótano de hospital.

Las duchas estaban en un barracón separado de las compañías, y teníamos que salir corriendo hacia ellas con un mínimo de ropa, pues cuanta más lleváramos más peligro habría de que nos robaran. Salíamos en calzoncillos y camiseta al frío crudo de noviembre, con el jabón y la toalla en la mano, con los pies metidos en las botas de deporte, que eran unas botas de lona de un color verde castrense y con unas suelas de goma que despedían enseguida un olor fétido, agravado por el hecho de que nos lavábamos mucho menos de lo que hubiéramos debido.

Cruzábamos corriendo hacia el barracón de las duchas, azuzados a gritos por los instructores, y entrábamos a un vestíbulo encharcado y con azulejos antiguos, de un verde sanitario de los años cincuenta, con un aire de obvia decrepitud y dudosa higiene como el que solían tener las casas de baños públicos. Allí nos desnudábamos del todo, dejando la ropa interior donde podíamos, colgada de alguna percha, sin había suerte, o doblada encima de las botas, con gran peligro de que alguien le diera por casualidad o a propósito una patada y se nos empapara del agua sucia del suelo. La primera vez los reclutas no supimos qué había que hacer a continuación, porque no veíamos cabinas para duchas, sino un túnel ancho y oscuro delante de nosotros. Eran los veteranos o los instructores quienes nos empujaban sin miramiento hacia el túnel, algunas veces lanzándonos chorros de agua a presión con mangueras de riego, que nos quemaban la piel o nos dejaban morados de frío, y que en cualquier caso nos obligaban a internarnos en aquel pasadizo, medrosos y agrupados en la penumbra, en medio del vapor espeso, convertidos en un amontonamiento de carne pálida y rosada, de cuerpos blandos y violáceos que chocaban entre sí, con una desagradable superficie húmeda y lisa, como de vientre de batracio, algunos chillando con agudos tonos femeninos, por desahogo o por broma, algunos aprovechando para poner zancadillas o para conjurarse en contra de un empanao, de un gordo patético y temblón, de un sospechoso de afeminamiento.

No podíamos quedarnos quietos ni permanecer separados los unos de los otros, teníamos que correr bajo los chorros del agua que caían sobre nuestras cabezas o que brotaban diagonalmente de las paredes, corríamos resbalando sobre el suelo cubierto de una nauseabunda película de suciedad y de jabón, y mientras corríamos por el túnel que se quebraba en ángulos rectos teníamos que enjabonarnos y aclararnos, pues muy pronto se llegaba al final y si uno no había sido lo bastante rápido se encontraba embadurnado de jabón y con el pelo lleno de espuma y no tenía la posibilidad de volver, pues el río de cuerpos desnudos seguía viniendo y empujando y no permitía avanzar en sentido contrario. Aunque esto hubiera sido posible no habría quedado tiempo, ya estaban los instructores apurándonos, venga, conejos, deprisa, que no tenemos todo el día, maricones, que estáis aprovechando para poneros rabos: había que buscar la toalla, la ropa interior y las botas, porque éramos tantos y había tanto desorden y el aire estaba tan denso de vapor que era difícil ver algo con claridad en medio de aquella niebla de carne pálida y mojada, y más difícil todavía que no le hubieran quitado a uno algo, por necesidad o por gracia, porque había veteranos y también reclutas que estaban tramando siempre esa clase de bromas.

En mi calidad de empanado incorregible yo salí del túnel de las duchas con los ojos cegados por el jabón, tropezando desagradablemente con los cuerpos desnudos y reblandecidos por el calor que me rodeaban, y cuando al fin pude ver algo, rabiando de escozor, y cuando además encontré el sitio donde había dejado mis botas, mi gorra, mi ropa interior y mi toalla, descubrí con pavor que me habían robado la toalla y la gorra: de modo que no sólo no podía secarme y tenía que salir mojado al viento ártico de la explanada, sino que además iba a sufrir un arresto cuando me presentara en la formación con la cabeza descubierta, que era una de las mayores faltas que podían cometerse, uno de los mayores desastres que podían sobrevenirle a uno: ir sin gorra era como ir decapitado de antemano al patíbulo de los castigos y de las carcajadas soldadescas.

Miré a mi alrededor con la tonta esperanza de descubrir al ladrón, pero podía ser cualquiera, más iguales todos nosotros aún por el amontonamiento y la desnudez, y el frío creciente me laceraba menos que la infalible proximidad del castigo y del ridículo. Nadie parecía darse cuenta de mi desgracia, pero al mismo tiempo yo tenía un sentimiento de vejación colectiva, como si todo el mundo supiera ya lo que había ocurrido y se burlara de mí a mis espaldas. Un instructor batió palmas, en alguna parte sonó una sirena o una corneta: había que salir corriendo de las duchas porque llegaba el turno de otra compañía, y todo el mundo, salvo yo, estaba ya envuelto en sus toallas, se había puesto botas y gorras y se agolpaba ruidosamente para salir del barracón, peleando con rutinario fervor por no quedarse los últimos.

Era como esos sueños en los que uno está desnudo y vulnerable en una habitación llena de gente o en medio de la calle, pero a diferencia de los sueños lo que a mí me ocurría en ese instante era verdad. Me dieron ganas ya de rendirme, de no soportar más vergüenza, más miedo, más humillación, desnudo y tiritando de frío y con espuma en los ojos, destinado a un arresto inmediato y a ser víctima segura de las risas de mis superiores y de mis compañeros de armas. Entonces vi, colgadas de una percha, una gorra y una toalla cerca de las cuales no había nadie, y en menos de un segundo yo me había convertido también en un ladrón, y además en un ladrón afortunado, porque nadie me vio coger lo que no era mío y la gorra me venía perfectamente bien, cosa del todo extraordinaria, dado que según los veteranos que me habían medido la cabeza en el almacén del vestuario la mía era una de las más rotundas en la remesa de tres mil que llegaron al campamento conmigo.

Después me di cuenta de que el dueño desdichado de aquella gorra, aparte de en el diámetro del cráneo, se me parecía también en el empanamiento, pues además de incauto no había tenido la precaución de escribir en el forro su nombre, su matrícula y su compañía. Salí corriendo con la gorra y la toalla del otro en ese estado de euforia nerviosa que suele sentirse al escapar de un peligro cierto e inmediato. Era como si el robo me hubiera dado de pronto un coraje del que hasta entonces había carecido, y yo creo que me mezclé a la carrera y al tumulto de los otros con unas ganas de sumarme a ellos que no había conocido hasta entonces, en parte por un instinto de esconderme entre los demás para que no se me atribuyera el robo, en parte también porque mi acto de vileza me daba la oportunidad de ser como los más peligrosos o los más desalmados entre ellos y de alejarme así del número de los tontos, de los que sufren robos, novatadas y arrestos, es decir, de las víctimas.

Volvía luego a mí mismo, me reconstruía, era absuelto no por la valentía, sino por la pureza intolerable del dolor, por un grado de inhabilidad y de espanto que me prohibía a mi pesar cualquier clase de apaciguamiento. No aprendía a hacer nada, no lograba aprenderme los mecanismos y piezas infinitas del fusil de asalto y de la granada de mano, y menos aún desarmarlos y armarlos con la suficiente rapidez, todo lo cual a algunos de mis colegas no dejaba de intrigarles, dado que yo tenía una carrera, si bien era evidente que los estudios universitarios no mejoraban la inteligencia: un paisano mío de la provincia de Jaén con el que había compartido yo la espera de la primera noche en la estación de Espeluy me preguntaba siempre que por qué yo, teniendo estudios, estaba de recluta pelón en vez de haberme hecho alférez de las milicias universitarias. Me lo preguntaba con esa mezcla de reverencia, lejanía y recelo con que todavía entonces miraba la gente de los pueblos a quienes tenían carrera, que para ellos solía ser la carrera de médico, la de abogado o la de maestro. Yo le contestaba con algún embuste, dado que jamás habría accedido a contar la verdad, que no me había presentado a los exámenes para las milicias por miedo a que me eliminaran de forma humillante en las pruebas de gimnasia.

Qué clase de alférez o de sargento habría sido yo, si me escondía donde fuera con tal de no saltar el potro, si ni siquiera era capaz de guiñar el ojo para hacer puntería con el fusil en los ejercicios de tiro ni de lanzar una piedra a la distancia suficiente en los preparativos para el manejo de las granadas de mano. Me tendía cuerpo a tierra, alineado junto a los otros, en la extensión pedregosa del campo de tiro, frente a los soportes blancos de las dianas, apoyaba la culata en el hombro, según me habían explicado, quitaba el seguro, guiñaba el ojo procurando que el punto de mira coincidiese con la pequeña guía metálica sobre la boca del fusil, y que a través del círculo del primero se viese la diana, pero yo no veía nada, en parte porque de pequeño no había aprendido a guiñar bien los ojos, igual que no había aprendido a lanzar piedras ni a darme volteretas, en parte también porque estaba muy nervioso, porque el artefacto pesado y rudo que tenía entre las manos me sobrecogía con su evidente condición de máquina de matar, de la que era fácil olvidarse durante los ejercicios de instrucción, pero no ahora, cuando habíamos contado las balas largas y puntiagudas antes de guardarlas en el cargador y habíamos encajado éste en el fusil, antes de tirarnos cuerpo a tierra y de esperar la orden de fuego, intentando distinguir a lo lejos los círculos concéntricos de las dianas.

Oíamos detrás de nosotros las pisadas de las botas de los instructores y del teniente, que recorrían la fila corrigiendo posturas y repitiendo normas de seguridad que en su propia enunciación ya daban miedo, no soltar de golpe el fusil cuando estaba cargado, no apuntar con él a nadie, quedarse quietos en el mismo sitio si se encasquillaba, no ponerse en pie, pedir ayuda y esperar. La espera solía ser lo que más difícilmente soportábamos, sobre todo las primeras veces, la primera de todas, cuando aún no habíamos presionado nunca el gatillo ni escuchado la explosión del disparo, cuando no conocíamos el dolor que provoca en el hombro el retroceso ni el olor del humo de la pólvora. El campo de tiro estaba en una hondonada entre lomas sin vegetación, y sobre una de ellas se veía una ambulancia, y a su lado la silueta negra y ensotanada del páter, que daba vueltas y leía un libro de oraciones, lejos, muy nítidamente recortadas sobre la tierra desnuda la furgoneta militar con la cruz roja sobre fondo blanco y la carnosa figura eclesiástica, a la que sólo le faltaba un sombrero de teja para completar su anacronismo.

Cuerpo a tierra, con los guijarros del suelo hiriéndome los codos, con las piernas bien separadas y el dedo índice de la mano derecha posado medrosamente en la curva del gatillo, aguardando la orden de disparar, que aún tardaría unos segundos eternos, yo escuchaba las pisadas del instructor detrás de mí y miraba de soslayo hacia la ladera donde el páter y la ambulancia constituían una estampa de mal agüero, un aviso de que en medio de toda aquella irrealidad podía irrumpir de pronto la muerte. Gritaban, fuego, y yo disparaba sin ver la diana y me aterraba el estampido multiplicado y súbito de los disparos a mi alrededor, que me hería los tímpanos y me dejaba medio sordo durante varias horas, percibiendo los sonidos y las voces como detrás de una niebla muy densa.

Trataba de corregir la posición, de ver algo por el punto de mira, pero el humo me picaba en los ojos, y cuando la orden de fuego se repetía una segunda vez tampoco sabía hacia dónde estaba disparando, y me dolía el hombro y me temblaban las manos, y ya era por completo incapaz de mantener un ojo guiñado, incluso de saber cuál de los dos era el que debía guiñar.

No acertaba nunca, no ya en la diana, ni siquiera en el panel rectangular en el que estaba dibujada: terminados los cinco disparos de cada ejercicio, había que echarse el fusil al hombro y correr hacia la diana para contar los impactos, quedándose luego junto a ella en posición de firmes hasta que los instructores y el teniente pasaban tomando nota de los resultados. El teniente, al menos, no era despiadado: miraba la diana intacta y luego me miraba a mí, que me ponía más rígidamente firme, y en su cara de catequista viejo aparecía un gesto de incredulidad: no podía creerse que yo no hubiera acertado ni una vez, y movía pesarosamente la cabeza y me vaticinaba que como siguiera disparando así me iban a quitar el permiso de la jura y además me obligarían a repetir el campamento, lo cual ya terminaba de aterrorizarme.

Un relamido individuo de la provincia de Granada resultó ser el recluta con mejor puntería de todo el campamento, y ganó un premio de quinientas pesetas instaurado por el coronel, que vino personalmente a entregárselo: éste

Granada-nosecuántos era el mismo que levantaba la mano cuando el capitán o el teniente preguntaban en las clases teóricas si alguien necesitaba alguna aclaración o tenía dudas, y el que se ofrecía voluntario para decir el nombre del coronel cada vez que

Guipúzcoa-22 no lograba recordarlo.

Me encontré con él en Granada siete u ocho años más tarde, en la oficina donde yo trabajaba, y aunque no lo había visto desde los días del campamento lo reconocí enseguida y descubrí que seguía guardándole todo mi rencor, que lo odiaba aún con la misma furia íntima y desconsolada que cuando nuestros superiores nos lo ponían como ejemplo y él sonreía delante de nosotros con la cabeza alta, con el uniforme impecable, con una sonrisa de satisfecha vanidad en su boca pequeña de enchufado, como un alumno modelo en un colegio de curas. Trabé conversación con él. No se acordaba de mí, desde luego, pero enseguida estuvo claro que todos sus recuerdos del ejército eran mucho más vagos que los míos. Tampoco se acordaba de aquel premio de quinientas pesetas que le había entregado el coronel delante de toda la formación, y me miró con algo de extrañeza, como si le pareciera muy raro o muy pueril que otra persona poseyera un recuerdo de su vida que a él se le había borrado, por su lejanía y por su irrelevancia: más pueril aún es sin duda que yo siga acordándome, que no me cueste nada ahora mismo revivir aquel rencor, aquel miedo a los estampidos secos de las balas, al ruido metálico de los cargadores, al olor de la pólvora en el aire helado de las mañanas de noviembre.

VIII.

Había una primera salida de uniforme, un primer domingo militar en la vida de uno, y aquella experiencia era tan definitiva para nuestro aprendizaje como la de la humillación permanente o la de las armas de fuego.

El domingo siguiente al de nuestra llegada salíamos por primera vez del campamento y nos parecía que hubiera pasado media vida desde que abandonamos el mundo exterior, con el que ahora confrontábamos nuestra recién adquirida identidad de reclutas. En las desiertas mañanas dominicales, siempre nubladas o lluviosas, iba uno por Vitoria vestido de quinto, de romano, de pistolo, de soldado de posguerra o de película en blanco y negro de los años cincuenta, con la visera rígida de la gorra llamada de paseo ensombreciéndole la mirada más de lo que la mirada ya estaba ensombrecida de por sí, que no era poco, con el ropón viejo del tres cuartos, con la guerrera de botones dorados y una entalladura como de los tiempos de la guerra de África y el cuello postizo de celuloide blanco que nos cogía un pellizco doloroso debajo de la nuez siempre que intentábamos abrochárnoslo. Contaban los enterados, los infalibles corresponsales de Radio Macuto, que en las guarniciones de Madrid los soldados ya se paseaban con uniformes modernos, no exentos al parecer de un cierto grado de dandismo: boina en vez de gorra, guerrera abierta y con solapas, corbata y no cuello duro, pantalón recto y zapatos, y no aquellos pantalones nuestros que se remetían en las botas exactamente igual que en los tiempos en que hacían la mili nuestros padres.

Pero esas noticias sobre los nuevos uniformes a casi todos nosotros nos parecían leyendas, igual que las especulaciones sobre el acortamiento a un año o a nueve meses del servicio militar, o sobre la declaración inmediata del estado de guerra en el País Vasco. Nosotros paseábamos por los domingos fríos y nublados de Vitoria nuestros ropones anacrónicos, y la ciudad, en el fondo, se correspondía con el anacronismo de nuestra presencia, una ciudad de soportales y miradores acristalados, con parques burgueses y estatuas de reyes godos, con una plaza en la que había un monumento enfático a una batalla de la guerra de la Independencia, con iglesias de piedras góticas empapadas de lluvia, con esa clase de papelerías-librerías un poco polvorientas que suele haber en ciertas calles estrechas de las capitales de provincia.

En el escaparate de una de ellas, acabo de acordarme, vi una novela recién publicada de Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento, y seguí viéndola cada uno de los domingos que paseé por Vitoria, inaccesible tras el cristal de la papelería cerrada, como un símbolo o un testimonio de todas las cosas que ahora no me pertenecían, como un recuerdo de la vida dejada atrás, suspendida en el tiempo, en la libertad del porvenir.

Los reclutas, como los novios pobres, mirábamos mucho los escaparates. Nuestro domingo militar era el paroxismo de lo peor que ha tenido siempre el domingo, especialmente el domingo por la tarde, que es cuando el tiempo ya se vuelca hacia el anochecer y cae sobre uno la dramática sombra del lunes, del lunes inmemorial que llevaba uno dentro desde los años de la escuela, y en mi caso, para mayor exactitud, del colegio salesiano Santo Domingo Savio, del que me doy cuenta que no paro de acordarme en relación con el ejército, sin duda por una afinidad entre ambas experiencias que sólo ahora he sabido descubrir, una afinidad o eso que llama Paul Auster la rima de los hechos: al clero español y al ejército español les debo las dos temporadas más sombrías de mi vida, los dos aprendizajes más dolorosos y más tristes, unidos por la disciplina, por el desamparo, por los uniformes, por la arquitectura penitenciaria, por los domingos, sobre todo por los domingos.

Descubríamos enseguida que una de las condiciones para sobrevivir a la mili era sobrevivir al domingo, al catálogo de domingos innumerables que iban a abrirse como agujeros negros delante de nosotros a lo largo de todas las semanas de nuestro servicio militar, y que empezaba con un primer domingo ansiado y ominoso, el primero en que a uno le dejaban salir del campamento, si es que había tenido la suerte de que no le metieran un arresto por empanao o por amontonao o de que no le tocara un servicio de cocina o de retén.

Era raro recobrar algunos hábitos civiles, aunque fuera con aquella ropa lamentable, que más que a un ejército de ocupación, como decían en las paredes de Vitoria pintadas abertzales, parecía pertenecer a un ejército vencido, a las fuerzas armadas de un país tan desastroso o tan pobre que no habían tenido dinero para renovar uniformes a lo largo de dos o tres generaciones. Durante los días de nuestro aprendizaje nos habíamos acostumbrado sin darnos cuenta a la normalidad irreal de los uniformes, y justo entonces nos tocaba salir a la calle por primera vez, y comprobábamos con extrañeza y algo de vergüenza que aquella normalidad del campamento no existía, que bastaba cruzar las alambradas y caminar hacia Vitoria y extraviarse en sus calles para verse a uno mismo extraño y anormal, rudo, menesteroso, más bien sucio. El mundo exterior, que tanto habíamos ansiado, se nos volvía de repente ajeno y hostil: el territorio de la libertad era una ciudad en la que uno se veía a sí mismo ridículo al descubrirse en los escaparates de las tiendas, ridículo y extranjero, mirado de soslayo, con burla y tal vez con desprecio. Se cumplía en nosotros el destino de todos los encerrados, que gastan la vida en imaginar el mundo que hay al otro lado de su encierro y que cuando llegan a él se encuentran perdidos y buscan instintivamente el regreso a las certezas y al abrigo de su cautiverio.

Con aquellas ropas y en aquella ciudad le entraba a uno el desaliento de los domingos antiguos, los de la primera adolescencia, cuando apenas tenía dinero más que para una bolsa de pipas y un par de Celtas cortos y se pasaba el día dando vueltas por las calles donde pasean las familias, con aquellos trajes que nos ponían entonces a los adolescentes apenas acabábamos de salir de la infancia, unos trajes muy serios, hechos en el sastre, de tela oscura, de cuadritos pequeños, con los pantalones estrechos, con un punto de audacia en las dos rajas posteriores de la americana, que debían de ser una moda reciente.

Al querer imaginarme paseando por Vitoria vestido de romano o pistolo la figura se me duplica como por un efecto óptico y me veo también en un domingo de Úbeda, cuando tenía doce o trece años, igual de solo y de asustado que en Vitoria, y más o menos igual de anacrónico, con mi traje oscuro y mi corbata, el traje que me había encargado mi madre en el sastre como una vestidura simbólica de la edad adulta, y que yo iba a abandonar muy pronto en favor de los pantalones vaqueros. En Úbeda, en los domingos de mis trece años, me estrangulaba un sentimiento abrumador de soledad, de miedo y de ridículo ante las mujeres, una congoja permanente, sobre todo en invierno, cuando anochecía enseguida y yo regresaba a mi casa pensando en los deberes que aún no había hecho y en las clases abominables del lunes, la gimnasia y las matemáticas, el miedo a las bofetadas de los curas salesianos, a las burlas de aquel profesor de gimnasia que me auguraba un porvenir más miserable en la mili que el presente que por culpa suya padecía.

También Vitoria guardaba un cierto parecido con las ciudades de mi primera adolescencia, tan comerciales y anticuadas, con sus tiendas de tejidos y de ultramarinos, sus mercerías y sus papelerías, y por sus calles paseaban familias que volvían de misa con abrigos opulentos y paquetes de dulces comprados en pastelerías de toda la vida.

Un letrero en euskera, un cartel con fotografías de presos etarras, la pared de un frontón furiosamente cruzada de consignas escritas con espray, me devolvían la conciencia del lugar donde estaba. Pero a pesar de todo, a media mañana, recién bajado del autobús que me traía del campamento, era una delicia recobrar las cosas comunes, de repente singulares y valiosas, las pocas horas de libertad, el privilegio de caminar por ahí sin ir en línea recta ni marcando el paso, el gusto de estar solo, de mirar los periódicos y las revistas desplegados en un kiosco, de leer Triunfo o El País mientras tomaba un café y fumaba tranquilamente un cigarrillo, sentado en algún bar, mirando sin propósito por las cristaleras, enterándome de lo que había ocurrido fuera de las alambradas del campamento en aquella semana con parecida avidez y extrañeza que si hubiera vuelto de una estancia muy larga en otro país.

Íbamos a Vitoria para darnos el gusto de no escuchar gritos ni obedecer órdenes durante unas horas, para mirar a las mujeres, para llamar por teléfono desde locutorios abarrotados de reclutas, para morirnos de aburrimiento viendo llover en alguna plaza con soportales umbríos: pero íbamos sobre todo a comer, a paladear verdadero pan y verdadera comida, no la basura industrial que nos suministraban en los comedores del campamento; íbamos a comer como era debido, en calma, con tranquilidad, sin el sofoco de subir corriendo las escaleras y de abrirnos paso entre los otros para encontrar un puesto en la mesa, sin la angustia de comer tan rápido que los demás no pudieran quitarnos la comida y que ésta ya hubiera terminado cuando sonara la corneta.

Más que la lujuria o que las ganas de libertad lo que nos empujaba cada domingo hacia Vitoria era el hambre, el hambre multitudinaria de tres mil estómagos desconsolados de café con leche que no era café, de cacao con sabor a cieno, del olor a internado y a cárcel de las cocinas, de aquellas recetas malditas que se repetían un día sí y otro no, pollo al chilindrón, lentejas con chorizo y garbanzos con callos, y cuando la nube de reclutas caía sobre la ciudad se concentraba en un par de calles del casco antiguo, detrás de la catedral, la Zapatería y la Cuchillería, o la Cuchi y la Zapa en nuestro lenguaje soldadesco, en bares de bocadillos y restaurantes baratos, de modo que acabábamos comiendo tan amontonados como en el cuartel, aunque de manera más sustanciosa: comíamos, todos, un plato soñado durante toda la semana, transmitido por la sabiduría de reemplazo en reemplazo, un plato combinado que se llamaba un Urtain, y que hacía honor a su nombre, aquel pobre boxeador cuya fama aún no se había apagado al final de los setenta. Los veteranos se lo decían a los reclutas, y los más listos entre éstos a los menos espabilados:

–Lo que hay que tomar en la Zapa es un urtain.

El urtain, lo mismo por su tamaño que por su composición y su textura, era más que un plato el sueño materializado del hambre, como los jamones y los pavos que soñaba Carpanta en los tebeos: dos chuletas de cerdo a la parrilla, dos huevos fritos, una montaña de patatas fritas, pan, vino, gaseosa y postre, todo por ciento cincuenta pesetas, en algún comedor angosto y populoso de reclutas, con la televisión a todo volumen, con el aire espeso de olores de cocina y seguramente también de olores cuartelarios, los que traíamos nosotros, los que pertenecían a nuestra propia falta de higiene personal y los que habíamos heredado de la mugre de otros, los soldados cuyos tres cuartos y uniformes de domingo llevábamos nosotros ahora.

Comerse un urtain, el primero de todos, después de una semana de soportar el rancho del campamento, constituía un delirio de gula, aunque ni los huevos ni la carne fueran demasiado frescos y las patatas estuvieran refritas. En la imaginación cuartelaria, en los paraísos artificiales que todos acabábamos compartiendo, el sueño del urtain se situaba en una posición tan de privilegio como el sueño de la novia con la que se iban a satisfacer las más desatadas ambiciones carnales durante el permiso de la jura. El urtain, la novia a la que se llamaba por teléfono los fines de semana y a la que se le escribían cartas laboriosas y sentimentales en hojas de papel rayado, las mujeres innominadas y desnudas que aparecían en las revistas pornográficas, las borracheras de cubata de ron en alguna discoteca, en el curso de las cuales alguna chica carnosa y ardiente se daría el lote con uno de nosotros: esos eran los sueños del recluta, manifestados en voz alta, exagerados por el exhibicionismo, por la simple y mecánica competitividad masculina en un lugar disciplinario y cerrado, y muchos los repetían por imitación, y otros por un simulacro de hombría y orgullo, y al final, cuando llegaba el domingo, todos salíamos a la calle tan idénticos en nuestros sueños como en nuestros uniformes, y algún tímido, que jamás en su vida se atrevió a mirar a una mujer en Vitoria, se apartaba unos pasos del grupo de reclutas y le decía a alguna un piropo, un piropo lamentable, entre cobarde y jactancioso, que seguramente ya era antiguo cuando mis tíos o mi padre se fueron a la mili:

–Como te dé un beso a pulso se te caen las bragas a plomo.

–Eso es un cuerpo, y no el de la Guardia Civil.

–No vayas por el sol, bombón, que te derrites…

Llegábamos a Vitoria en una turba cimarrona, en una chusma mestiza de orígenes y acentos, rapados, renegridos, con nuestras gorras absurdas y nuestros tres cuartos arrugados como harapos, sucios y vulgares, representando sin duda lo más lamentable del mundo exterior en aquella ciudad en la que parecía unirse la condición administrativa y levítica de las capitales de provincia castellanas con la altanería y la oficialidad del gobierno vasco recién instalado (unas semanas después de que llegáramos nosotros al campamento se había aprobado en referéndum el estatuto de autonomía).

Éramos la encarnación populosa de las peores pesadillas del nacionalismo euskaldun, una invasión de pobres, de desmedrados campesinos extremeños, jiennenses o canarios que sólo entonces habían salido de sus pueblos, y que gracias al ejército español estaban viendo mundo y aprendían a fumar porros y a usar la jerga de la droga y las cárceles. Nuestra condición de chusma gregaria y marginal nos empujaba a agruparnos instintivamente en el gueto soldadesco de la Zapatería y la Cuchillería, por donde apenas iba gente de paisano, igual que en los barrios para negros o turcos de las desalmadas capitales europeas apenas se ven caras de piel blanca. Salíamos huyendo del recinto militar y acabábamos hacinándonos en calles y bares donde sólo había reclutas, y el humo de los restaurantes baratos donde se asaban las chuletas de los urtain nos atraía y nos identificaba como los olores a guisos y las músicas africanas o árabes en un suburbio de París.

En el juego de aprendizajes y de olvidos que determinaba nuestra instrucción militar una de las cosas que habíamos olvidado primero eran los buenos modales en las comidas, así que la mayor parte de nosotros, salvo unos pocos exquisitos definitivos, comíamos haciendo toda clase de ruidos de masticación y deglución y hablábamos con la boca llena, ayudándonos sonoramente del tinto con gaseosa para bajar los colosales bocados de chuleta de cerdo y las sopas de huevo frito que engullíamos. El calor de la comida, del vino y del coñac, el sofoco de los comedores pequeños y poco ventilados, llenos de humo y de voces, nos producían una mezcla de excitación nerviosa y de invencible somnolencia, la somnolencia dulce y embrutecida del hartazgo, y después de comer solíamos irnos al cine, aún de día, a una hora infantil, las cuatro de la tarde, porque no teníamos otra cosa que hacer y estábamos ya cansados de dar vueltas por Vitoria, aquella ciudad de cielo gris y mujeres demasiado bien vestidas y con caras severas que a muchos nos producían una timidez exagerada por el miedo al ridículo que también era parecida a las timideces de la adolescencia: el uniforme nos resultaba ahora tan vejatorio como los granos en la cara diez años antes.

Llegábamos al cine sin darnos cuenta todavía de que estábamos repitiendo el primer paso en el ritual de la desolación de los domingos: no calculábamos que cuando saliéramos ya sería de noche, ya tendríamos que ir pensando en volver al cuartel, y no sólo porque se acercaba la hora de retreta, sino por un motivo más melancólico aún, porque no teníamos absolutamente nada que hacer, porque se oían en todas partes los resultados de los partidos de fútbol en los transistores y nos faltaban ánimos o dinero para entrar en las cafeterías, en esos bares desiertos y demasiado iluminados de los domingos por la noche.

El primer domingo de mi cautiverio militar yo vi la película Hair de la que recuerdo confusamente que trataba de hippies y de soldados que mueren en la guerra de Vietnam, pero cuya música, que me gustaba mucho, permanece muy clara en mi memoria. Age of Acuario y Let the sunshine in, dos canciones que se habían escuchado mucho en la radio cuando yo tenía trece o catorce años y que alcanzaron de nuevo una gloria fugaz gracias a aquella película, traían una emoción de rebeliones y desobediencias lejanas, con toda su tontería y todo su entusiasmo, con su magnífica alegría coral y su misticismo astrológico, y en la butaca del cine, aquella tarde de domingo, a mí se me formaba un nudo en la garganta y me venían las lágrimas a los ojos, y como estaba en la oscuridad, y a salvo por tanto del ridículo, me permití llorar un rato, debilidad ésta a la que un número sorprendente de personas suele abandonarse en los cines.

Habría muchos domingos así, los domingos innumerables del ejército, tan parecidos entre sí, tan idénticos en la memoria, convertidos en un puro sentimiento de amargura y desamparo, de incierta decepción, la decepción del día que tanto pareció prometer y no condujo a nada, tan sólo a la caída de la noche, al regreso desganado o angustioso primero al campamento y luego al cuartel, la sensación de haber entrado al cine cuando aún era de día y de salir en plena oscuridad, como si el tiempo nos hubiera estafado mientras veíamos tontamente una película, como si hubiera ocurrido mientras tanto un cataclismo, el de la extinción de la luz diurna.

En las ciudades con acuartelamientos la noche del domingo tiene un dramatismo particular, como una mayor densidad de las sombras nocturnas, un contraste más fuerte entre la claridad y la oscuridad, entre las luces blancas de las farolas y la tiniebla de los descampados y de las calles suburbiales por las que corren los soldados en dirección al cuartel unos minutos antes del toque de retreta, arrancados de los bares o de los cines, de la vida común, borrachos todavía, lentos y turbios de hachís, exaltados por las horas de libertad, conversando o cantando canciones soeces mientras corren, deteniéndose a encender cigarrillos, a terminar de abotonarse una guerrera, mirando el reloj con un miedo invencible al arresto, a que empiece a sonar la corneta y ellos la oigan todavía de lejos.

El anochecer del primer domingo militar, a la salida de los cines, era un recuerdo y una profecía, un resumen de los domingos más tristes de la infancia y de la adolescencia y el vaticinio de todos los anocheceres de domingo que vendrían después, no sólo en el ejército, sino en la inimaginable vida de libertad a la que regresaríamos cuando aquello terminara, cuando fueran pasando los años y se volviera lejano el recuerdo de la mili. Incluso ahora, en el futuro de catorce años después en el que escribo, no hay domingo que no se me haga un poco lúgubre a medida que anochece, sobre todo si he cometido la imprudencia de entrar en un cine cuando aún era de día, o si en un bar o en la radio de un taxi escucho los anuncios de coñac y las voces lejanas y acuciantes de los locutores deportivos transmitiendo en directo algún partido de máxima rivalidad provincial.

Uno de los mayores misterios de la vida es el de la imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde: yo ni siquiera lo fui la tarde del domingo en que juré bandera, cuando viajaba hacia el sur en un autocar lleno de soldados para disfrutar el permiso de una semana que nos daban antes de incorporarnos al cuartel. No podía creerme que había terminado el campamento, que no vería nunca más los barracones y las alambradas, el páramo invernal de las afueras de Vitoria. De domingo a domingo se dilataba ante mí un tesoro incalculable y acuciado de tiempo, un reino de libertad de seis días que iba a acabar como empezaba, en otro anochecer de carreteras que atravesaban paisajes despoblados y noticiarios futbolísticos en los altavoces del autocar. Pero entonces no viajaría a Vitoria, sino más lejos, hacia el norte, a San Sebastián, y ya no iba a ser un recluta, sino un soldado de Infantería, un miembro del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67. Ardor guerrero vibra en nuestras voces, decía el himno, y de amor patrio henchido el corazón…

IX.

El cuartel era un edificio con torreones de ladrillo al otro lado del río, un río ancho y lento, cenagoso, del que ascendía una niebla húmeda, un olor muy denso a vegetación, a limo, a aguas corruptas, a tierra y hojas empapadas, a lluvia, el olor del norte, que para muchos de nosotros, venidos del secano, constituía un misterio y una novedad. El río, a medianoche, iluminado sólo por las farolas del puente que aún no habíamos empezado a cruzar, era también una frontera y un foso, un río abstracto, todavía sin nombre, un río silencioso y oscuro entre dos orillas borradas por una espesura de helechos, y sobre él, por encima de la niebla, que volvían amarillenta o rojiza los faroles del puente, tras un muro de árboles, se veía el mástil de la bandera y la fachada del cuartel, las torres con sus ventanas enrejadas y a oscuras, todo con una imprecisión nocturna que exageraba dimensiones y efectos, como un aguafuerte romántico o un decorado tenebroso de ópera, el puente con los globos amarillos de los faroles, las arboledas estremecidas por la brisa que venía del mar, la niebla, la oscuridad húmeda, las garitas donde montaban guardia soldados con las caras cubiertas por pasamontañas, la luz escasa que provenía de los portalones del cuartel, que acababan de abrirse para recibirnos.

Habíamos llegado a San Sebastián, al barrio de Loyola, nos habíamos bajado de los autobuses a este lado del río, nos alineábamos sobre el puente, buscábamos nuestra documentación militar, hablábamos en voz baja, rodeados por nuestro propio rumor de multitud acobardada, si bien ya no éramos del todo vulnerables, pues teníamos la veteranía del campamento y la jura de bandera, una veteranía escasa, pero no desdeñable, una ventaja de seis semanas sobre los nuevos reclutas que ahora estarían llegando a Vitoria, aún con ropas civiles, asustados, empanados, perteneciendo de pronto a otra categoría de la especie militar, la más ínfima, la única que estaba por debajo de la nuestra.

Nosotros ya sabíamos saludar y disparar, ir a paso ligero o a paso de maniobra, armar y desarmar el cetme, gritar aire al final de cada formación, llamar usía a un coronel y vuecencia a un general, discernir instantáneamente el número de estrellas en una bocamanga y el número de puntas de cada estrella, defender a codazos y a patadas nuestro turno para comprar un bocadillo y un refresco en medio del mogollón del Hogar del Soldado, envolvernos los calcetines dobles en plástico y en hojas de periódico para que los pies no se nos helaran: cada día tachado en el calendario había sido una victoria, un paso más hacia la sumisión y el probable encanallamiento, cada astucia aprendida un arma nueva para sobrevivir, y el día de la Jura de bandera y de la partida de Vitoria había tenido algo de punto final, pero ahora, en la medianoche de nuestra llegada al cuartel, teníamos en el fondo casi tanto miedo como cuando llegamos al campamento, y ya empezaban a alejársenos los recuerdos de los pocos días que acabábamos de pasar en libertad y los paisajes ahora remotos a los que pertenecíamos, ya se nos desvanecían en la uniformidad caqui y verde oscuro a la que regresábamos los colores de la vida civil.

Nos dábamos cuenta de que estábamos empezando de nuevo, y aquel edificio de ladrillo al otro lado del río era un enigma absoluto, un castillo de irás y no volverás, tan sumergido en la oscuridad y en la niebla densa y húmeda del Cantábrico como en los rumores difundidos por la ignorancia, por las confusas sabidurías soldadescas, toda una tradición oral de advertencias y peligros. Íbamos a vivir un año entero en el interior de aquellos muros, y que nos hubieran destinado allí ya era en parte una desgracia, un infortunio añadido al de haber comenzado la mili en Vitoria, pero ya iba acostumbrándome yo a que en el ejército me tocaran las peores posibilidades de la mala suerte, no como a otros, los felices enchufados que después del campamento habían sido destinados a Burgos, a las oficinas señoriales de la Capitanía general, o a Pamplona, donde se contaba que la disciplina militar era más bien relajada y que hacía un clima delicioso, o a la paradisíaca Logroño, donde jamás había atentados terroristas ni peligro de estado de excepción.

Se podía no tener enchufe y merecer sin embargo algún golpe de buena suerte, pero el mío estaba claro que era un caso imposible, pues además de carecer de cualquier influencia a la que arrimarme siempre acababa en lo peor, y lo peor, decía Radio Macuto, era que lo destinaran a uno a Infantería y a San Sebastián, y dentro de San Sebastián a aquel cuartel de Cazadores de Montaña -de nombre, por cierto, tan sugerente como amenazador- frente a cuyas puertas ahora estábamos formando, después de la medianoche, agotados al cabo de tantas horas de viaje en autocar, asustados y hambrientos: había algo más funesto aún, un último círculo de la mala suerte, se murmuraba en nuestras filas, conforme nos íbamos aproximando al cuerpo de guardia, a la oficina donde un sargento examinaba la documentación de los recién llegados, y era que dentro del cuartel le tocara a uno la segunda compañía, la más dura de todas, la que se encargaba en exclusiva de hacer las guardias.

Aquellos soldados inmóviles a ambos lados del puente, con las caras ocultas tras los pasamontañas y las manos enguantadas apoyándose en el cañón y en la culata del cetme, que les colgaba de los hombros, en una postura menos marcial que cinematográfica, pertenecían a ella, a la segunda, y también aquellos cuyos ojos veíamos asomar por las mirillas de las garitas, vigilándonos, viéndonos acercarnos en fila y uno a uno a la entrada del cuartel, al vestíbulo donde estaba el cuerpo de guardia y donde había un banco muy largo apoyado contra la pared en el que dormitaban mano sobre mano una media docena de soldados, los arrestados a Prevención, a la Preve, que si el oficial de guardia era benévolo podrían irse al cabo de un rato a dormir a sus compañías, pero que en caso contrario pasarían la noche entera allí, sentados en el banco, como en un velatorio, durmiéndose cada uno sobre el hombro de otro, roncando con la boca abierta, poniéndose firmes de un salto si al oficial de guardia le daba por ordenarlo.

Nada más entrar a aquel vestíbulo se veía que el cuartel era otro mundo distinto al campamento, un espacio menos desolador, como más vivido y gastado, con un punto casi noble de antigüedad o linaje, manifestado, por ejemplo, en las vidrieras emplomadas de las puertas, vidrieras que tenían dibujados escudos de armas, o en los dinteles de madera bruñida de las salas de oficiales y suboficiales, o en las panoplias polvorientas de armas que colgaban de las paredes, como en los salones de un castillo de película. El cuartel era un edificio de los años veinte, y su arquitectura de ladrillo con aleros pronunciados y decoraciones entre mudéjares y platerescas se parecía mucho a la de los pabellones de la exposición universal de Sevilla de 1929, lo cual ya constituía una ventaja con respecto a los barracones desnudos y a la inhóspita funcionalidad del C.I.R.

El patio del cuartel, mirado a aquella hora de la noche, casi a oscuras, impresionaba por su amplitud sombría y su forma geométrica, cuyo centro exacto era el monolito, el monumento en homenaje a los Caídos, al que no era infrecuente, supimos enseguida, que los soldados llamaran el Manolito, y del que les explicaban a los conejos más ingenuos que tenía oculta en su base una trampilla por la que se pasaba bajo tierra al monolito o manolito del contiguo cuartel de Ingenieros, que no sólo era contiguo, sino también idéntico, como duplicado del nuestro al otro lado de un eje de simetría.

En el cuerpo de guardia nos daban un papel con nuestro destino provisional, y nos formaban en pelotones al mando de un cabo o de un cabo primero que debía guiarnos a la compañía donde íbamos a dormir esa noche. Cuando yo leí en el papel el número de la que me había correspondido casi me dio un escalofrío, la segunda, por supuesto, como si no hubiera otra, como si a mí no pudiera tocarme nada más que lo peor. «Venga, conejos, rápido, y sin hacer ruido», dijo el cabo, en voz baja, y nos llevó a unos diez o doce desgraciados bajo unos soportales y luego por unas escaleras que desembocaban en una galería, y allí nos detuvimos de nuevo, en la oscuridad, amontonados, sujetando muy fuerte nuestros petates, oyendo voces que murmuraban cerca de nosotros, los conejos, ya han llegado los conejos, voces alarmantes de veteranos que nos acechaban sin duda con la intención de someternos al escarnio de las novatadas. Había otra mesa, alumbrada por un flexo, y tras ella un suboficial o un cabo que comprobaba otra vez nuestros nombres en una lista mecanografiada, y alguien más que nos iba entregando a cada uno dos mantas y que nos señalaba la puerta entornada de un dormitorio, advirtiéndonos que no se nos ocurriera encender la luz para acostarnos.

Entré en él tanteando las paredes, alumbrándome con la llama del mechero: había varias filas de literas, casi todas ellas ocupadas por soldados que dormían, pero aquel no era un dormitorio tan vasto como el del campamento, sino una habitación no demasiado grande, con las literas tan próximas entre sí que era difícil no tropezar con alguna. Olía densamente a humedad, a sudor masculino y a calcetines sucios. Encontré una litera que estaba vacía, aunque sin ropa de cama, nada más que un colchón forrado de lona sobre el somier, y también una taquilla libre, en la que guardé mi petate, cerrándola después con mi candado, y me subí haciendo un mínimo de ruido a la litera, que era la de arriba, procurando no despertar al soldado que roncaba debajo de mí. No me desnudé, tan sólo me quité las botas, me tendí sobre la lona del colchón, que estaba un poco húmeda, y me envolví como pude en las mantas, sin lograr que me protegieran del frío, aunque encogía las rodillas contra el vientre y me quedaba inmóvil, con la vana intención de conservar el calor, y también de pasar desapercibido, de lograr que no se despertaran los soldados que roncaban o dormían en silencio o murmuraban en sueños a mi alrededor.

Era a finales de noviembre, y a medida que progresaba la noche el frío húmedo del río helaba los barrotes metálicos de la litera y se filtraba poco a poco bajo las mantas. Pero no era sólo el frío lo que alejaba el sueño, era también el miedo, el miedo abstracto a un lugar a oscuras y poblado de desconocidos, y también el miedo a los veteranos que aprovecharían la noche y la impunidad para poner en práctica sus más feroces novatadas: volcar de golpe las literas de los conejos dormidos, despertarlos tirándoles sobre la cara un cubo de agua fría o de orines, ponerse una gorra de sargento o de oficial para obligarlos a cumplir órdenes humillantes, alinearlos desnudos en el pasillo de una compañía, cada uno sujetando la picha del que tenía al lado, estamparles en el culo el sello de la compañía… Otra broma muy celebrada, a la que llamaban la horca, consistía en atarle a alguien que estuviera dormido el cordón con la llave de la taquilla, que todos llevábamos al cuello, a un barrote de la cabecera. Entonces se le daba un grito junto al oído, o se le tocaba diana con la corneta, y el dormido despertaba de golpe y quería incorporarse, y el cordón atado al barrote casi lo estrangulaba, entre grandes carcajadas de la concurrencia.

Las noches en que llegaba al cuartel una remesa de conejos, los sargentos de semana, que pernoctaban en las compañías, tendían inopinadamente a desaparecer, y los oficiales de guardia no solían oír el escándalo de golpes, carreras, carcajadas y gritos que se organizaba en algunas de ellas. Como las novatadas estaban prohibidas, los oficiales y los suboficiales procuraban no enterarse de su existencia, a fin de no interferir en las celebraciones de aquella inveterada y recia tradición militar, que al parecer tanto contribuía a fortalecerles el ánimo a los recién llegados.

Encogido de frío, alerta y rígido en la oscuridad, asomando apenas la cara entre las mantas, yo escuchaba en mi primera noche de cuartel portazos y pasos que se acercaban, risas y gritos de borrachos, estrépitos de carreras, de taquillas golpeadas a puñetazos o a patadas, y cuando el ruido se amortiguaba o se alejaba casi me dormía, pero me despertaba enseguida, tan rápido como se despierta un perro, igual de asustado, incapaz de imaginarme cómo reaccionaría si era sometido a la brutalidad de una humillación, si la aceptaría como una res o me sublevaría o amontonaría contra ella, arriesgándome entonces a sufrir una crueldad aún mayor.

Sobre mi cabeza, en la oscuridad, vibraba el suelo de otro dormitorio, se oían golpes y pasos, aunque ya debían de ser las dos o las tres de la madrugada. De tanto despertarme y dormirme y no poder mirar el reloj se me producía un trastorno absoluto del sentido del tiempo, una confusión de realidad e irrealidad, de vigilia repetida exactamente en el sueño, de lucidez enturbiada por alucinaciones. Estaba pensando que faltaría muy poco para el amanecer y que no iba a poder dormirme cuando se abrió violentamente una puerta y una luz móvil y multiplicada de linternas que me hirió los ojos me hizo descubrir que en realidad había estado dormido hasta ese momento, dormido y soñando el insomnio. Cerré los ojos, instintivamente me encogí más aún. Las linternas seguían moviéndose en la sombra, y alguien golpeaba con ellas la chapa resonante de las taquillas.

–¿Hay conejos aquí? – dijo a mi lado una voz ronca y beoda.

–A ver, los nuevos, que se levanten y se identifiquen, orden del cabo de cuartel -añadió alguien más cerca, con un tono amenazador y persuasivo de oficiosidad-. Lo lleva claro el que se esconda, por mis muertos.

Es tan idiota uno en situaciones de amenaza, tan dócil, tan cobarde, que yo no estuve muy lejos de obedecer a aquella voz, y si no lo hice no fue por astucia, ni por entereza, porque me habría rendido sin la menor dificultad, sino porque las linternas se apagaron enseguida, y los intrusos se fueron, aburridos, supongo, con un desinterés de juerguistas cansados, con ese aburrimiento de los muy brutos cuando les falta público, cuando no logran la aquiescencia inmediata de sus posibles víctimas. Los pasos se perdieron, dejé de oír gritos ahogados y rumores de voces, volví a dormirme, aterido de frío, vestido con mi uniforme completo, salvo las botas y la gorra, bajo las mantas que olían a sudor y a humedad.

La luz de la mañana desmintió una parte de las impresiones y las incertidumbres algo fantasmales de la noche anterior. A diferencia del campamento, donde la mirada sólo descubría amplitudes ilimitadas de desolación, y donde el cielo nublado se confundía a lo lejos con la grisura de los páramos, sin más fronteras o puntos de referencia que las alambradas y las torretas de vigilancia, el cuartel era un sitio perfectamente cerrado y ordenado, una arquitectura del todo inteligible, de una racionalidad geométrica: el rectángulo del patio, con el monolito o manolito en el centro justo, en la confluencia de los senderos de grava; las filas idénticas de puertas y ventanas de las compañías y de las dependencias de servicio, la galería, sostenida por columnas, que daba la vuelta al patio, las dos torres frontales, con sus reflectores de vigilancia.

El cuartel era, en sí mismo, como una materialización o visualización de la disciplina militar, del orden absoluto y numérico al que nos sometíamos todos. Las ventanas y las puertas se sucedían en los muros tan rítmicamente como nuestros pasos en los desfiles, y todo tenía un aire menos de marcialidad que de aritmética, una perfección de lugar cerrado, de maqueta o croquis de cuartel. También el tiempo, igual que el espacio, estaba regulado por divisiones y subdivisiones que cuadriculaban nuestras vidas con la precisión de un mecanismo de relojería, pero enseguida se daba uno cuenta de que aquel mecanismo no era angustioso y digital, como el del campamento, sino que se movía con una lentitud de mecanismo primitivo, de artefacto anticuado e hidráulico.

Desde la primera mañana, desde el primer toque de diana y la formación del desayuno, advertía uno que el tiempo en el cuartel pasaba más despacio que en el campamento, y que todas las cosas, debajo de la apariencia impecable del orden, estaban regidas por un principio de lentitud y desgaste, de oculta negligencia, de abotargada duración. A los conejos se nos notaba que lo éramos no sólo en la pusilanimidad y en el empanamiento, sino sobre todo en la rapidez y la exactitud con que cumplíamos las órdenes, en lo poco usados que estaban lo mismo nuestros uniformes que nuestros gestos. Nos habían adiestrado en una angustia de tareas cumplidas al segundo, en la aterradora incertidumbre sobre el minuto próximo, y ahora, al llegar al cuartel, teníamos que aprender exactamente lo contrario, no la máxima rapidez, sino la más inerte lentitud, no el miedo de no saber nunca qué iba a ocurrimos, sino la seguridad letárgica de que todo lo que nos ocurriera en los primeros días iba a seguir repitiéndose sin variaciones perceptibles a lo largo del próximo año.

En el cuartel nos sorprendía el aire de desahogo y desgana con que los veteranos hacían instrucción, sin la rigidez mecánica y asustada que teníamos nosotros, con una dosis mínima de demora en cada gesto, la justa para no atraer un castigo. En el cuartel eran frecuentes las barbas y los uniformes de faena arrugados y sucios, y no se entraba corriendo y atropellándose en el comedor, ni se salía masticando el último bocado. A los superiores, cuando uno se cruzaba con ellos, se los saludaba llevándose la mano derecha al botón de la cinta de la gorra, rozando éste apenas con los dedos extendidos, pero ese gesto, que en el campamento tenía la rigidez crispada de un mecanismo de resortes, en el cuartel se contaminaba de un aire indudable de flojera, y los dedos no llegaban a extenderse del todo ni la cabeza ni el pecho se alzaban, y por supuesto uno no se detenía ni daba un taconazo.

Ahora el arte que nos correspondía aprender no era el de la obediencia instantánea, ni el de la encarnizada competitividad, sino el arte sutil, aunque nada heroico, del escaqueo, o acción de escaquearse, verbo reciente de nuestro vocabulario militar a cuya conjugación dedicaríamos una gran parte de los meses futuros. Escaquearse no era desobedecer, sino hacer más o menos lo que le daba a uno la gana fingiendo que obedecía; escaquearse era desaparecer durante horas con el pretexto de una tarea que podía completarse en segundos, o conseguir que a uno lo dieran de baja en el botiquín gracias a una dolencia marrullera e inventada. Había maestros absolutos en el escaqueo que se las arreglaban para no dar golpe a todo lo largo de la mili, o para disfrutar más permisos que nadie, y había también escaqueos menores que requerían un grado semejante de astucia y de sabiduría: en la gimnasia alguien se escaqueaba en camiseta y pantalón corto y se iba a dormir mientras los demás sudaban corriendo por el patio; a un oficinista lo mandaban a San Sebastián a comprar cartulinas o gomas de borrar y se escaqueaba para todo el día; el sargento de semana le ordenaba a un arrestado que limpiara los cristales de una ventana, y el trabajo duraba horas y horas, pues cuando no faltaba la balleta[1] era preciso ir a la furrielería en busca de limpia-cristales, y si había suerte y el furriel no estaba escaqueado en otra parte requería un vale de la oficina firmado por el sargento de semana o el cabo de cuartel para entregar el material…

Era la suma de todos aquellos escaqueamientos ínfimos la que daba su ritmo al tiempo del cuartel, y hacía falta tener desde el principio la suerte, la habilidad o el enchufe necesarios para situarse en una posición que facilitara la tarea diaria de escaquearse sin sobresalto ni peligro. Hacía falta, para decirlo en términos militares, que le cayera a uno un buen destino, y esa circunstancia se dilucidaba en los primeros días de nuestra llegada. Había que lograr, informaba Radio Macuto, que lo destinaran a uno a lo que fuera, cualquier cosa menos quedarse en fusilero sin graduación, en carne de maniobra y de garita.

Había quien ya desde el principio sonreía con la suficiencia de los privilegiados, había individuos con gafas y ademanes fluidos que aseguraban que irían destinados a la plana mayor del batallón, sugiriendo parentescos o influencias que a los demás nos degradaban al rencor de la envidia. Había cocineros que tenían garantizado de antemano un estupendo porvenir en la cocina de oficiales, y médicos que se sabían destinados a no dar golpe y a repartir aspirinas en el botiquín. Los músicos esperaban con tranquila paciencia la hora de incorporarse al escaqueo perpetuo de la banda, y los casados o enfermos vivían en la expectación dolorosa de que les llegara la licencia. Pero los demás, casi todos, aguardábamos a que nos seleccionaran para algo con más temor que esperanza, y mientras tanto procurábamos aprender a escaquearnos, sustrayendo minutos a las obligaciones como rateros que distraen sin demasiada habilidad unas pocas monedas, esperando, aguantando, habituándonos gradualmente a la particular lentitud del tiempo, igual que si nos acostumbráramos a un clima más caliente o a un exceso de altura.

Nos hacían formar, a los recién llegados, nos clasificaban, nos numeraban, nos distribuían según normas misteriosas, variables y seguramente arbitrarias, nos pasaban lista, nos llevaban a un aula con pupitres de formica para rellenar impresos multicopiados con datos que ya habíamos escrito docenas de veces desde que ingresamos en el Ejército. En el apartado de Estudios yo resaltaba siempre mi licenciatura universitaria, con la tonta esperanza de que eso me deparase alguna ventaja, y en el de habilidades especiales consignaba mis conocimientos de mecanografía y de idiomas, exagerándolos con una mezcla de oportunismo y de absurda vanidad.

Aguardábamos en filas, en posición de descanso, contestábamos presente poniéndonos firmes cada vez que era pronunciado nuestro nombre, y al oírlo siempre nos estremecíamos de miedo y también de esperanza, pues no sabíamos nunca si nos estaban designando para un castigo o para un privilegio. En voz baja se murmuraba que a una parte de nosotros los destinarían a la Legión, por falta de voluntarios, o que a los que hubieran obtenido las puntuaciones más altas en tiro durante el campamento los destinarían a los convoyes de escolta de los mandos superiores, o que iban a licenciar a un cierto número de soldados, por exceso de cupo… Radio Macuto estaba emitiendo siempre, y como en el cuartel, durante los primeros días, las zonas de incertidumbre eran tan anchas, y el tiempo tan desocupado y tan lento, los boletines informativos del rumor y del chisme no conocían tregua. Nos formaban en el patio después de comer, en tardes soleadas y tibias que nos sumían en pesados trances de siesta, y un sargento o un cabo furriel nos indicaban que los soldados cuyos nombres fuesen leídos a continuación debían dar un paso al frente, o a la derecha o a la izquierda, y eso ya nos sometía a una angustiosa expectativa. Cada nombre que era leído provocaba un movimiento brusco en las filas de la compañía, alguien que se ponía firmes, que se golpeaba los costados con las manos abiertas, que gritaba presente y daba un paso a la derecha o a la izquierda pisoteando la grava con las suelas de las botas, quedándose, en cierto modo, a la intemperie, más vulnerable que los otros, inapelablemente elegido, aunque no supiese para qué. La lista de nombres de pronto se interrumpía, y los incluidos en ella eran llevados en formación a alguna parte que los demás ignoraban, sustituyendo el desconocimiento por las hipótesis absurdas o las suposiciones disimuladas de certezas:

–Ésos lo llevan claro: van a limpiar retretes.

–Son enchufados, seguro que los mandan de oficinistas al gobierno militar.

–Van a hacerles un reconocimiento médico.

–Son testigos de Jehová. Seguramente van a licenciarlos porque su religión les prohíbe llevar armas.

Desaparecían, y regresaban al cabo de minutos o de horas, sin contar nada preciso, como enfermos a quienes el médico no les ha dado un diagnóstico claro. Desaparecían o desaparecíamos, porque una vez mi nombre también estuvo en una de esas listas, y temblé igual que los demás (o más que muchos de ellos, pues no creo que me deba incluir entre los menos cobardes), pensando que ahora sí que iban a darme un puesto de oficinista o de intérprete o que se habían enterado de mi récord inverso durante los ejercicios de tiro y me iban a devolver al campamento. El miedo más radical estaba siempre dentro de uno, aletargado en las horas o días de aburrimiento, dispuesto siempre a irrumpir con rápida crudeza, como un dolor que desaparece y casi se olvida hasta que de pronto vuelve su punzada: me quedaba distraído en el patio, fumando un cigarro mientras esperaba a que me llamaran para una prueba de mecanografía, en uno de aquellos paréntesis de tiempo baldío a los que aún no me acostumbraba, y de pronto oía un grito, y regresaba al mundo y alzaba los ojos y era que alguien con galones en la bocamanga me estaba maldiciendo porque yo no lo había saludado cuando pasaba junto a mí, y yo tiraba el cigarro y me ponía firme y me ardía la cara, me llevaba la mano derecha a la gorra, murmuraba, a la orden, y aquel tipo me gritaba que lo repitiera más alto, a la orden qué, decía, y entonces yo me daba cuenta de que ni siquiera se trataba de un sargento, sino de un cabo primero, a la orden, mi primero, y el tipo apretaba el puño y me golpeaba con una especie de suave o cautelosa crueldad en el centro del pecho, ten cuidado conmigo, ten cuidado conmigo porque si no lo llevas claro: se erguía, se calaba aún más la gorra sobre los ojos, me miraba de un modo que me hacía acordarme de la mirada de Clint Eastwood en algún polvoriento spaguetti western, daba la vuelta, con las manos a la espalda, y se alejaba a grandes zancadas, haciendo como que no oía las burlas y hasta las risas mal contenidas de los veteranos.

Era el idiota del cuartel, supe enseguida, un militar vocacional, un reenganchado, el Chusqui, un chusquero, un atravesado y una mala bestia, el cabo primero de la Policía Militar. Era una sabandija, era más bajo y seguramente tenía menos años que yo, pero no por eso a mí me había asustado menos, y si la tomaba conmigo podía amargarme un año entero de mi vida, con aquella potestad aterradora e impune de la que se investía cualquiera que ostentase un grado mínimo de autoridad, un miserable galón rojo y amarillo de cabo primero. Estaba recuperándome todavía de aquel amargo sobresalto cuando de nuevo el corazón me dio un vuelco en el pecho: alguien gritaba mi nombre, porque me había llegado el turno para la prueba decisiva de mecanografía.

X.

El nombre había sido casi lo que más impresión hacía de aquel Regimiento, Cazadores de Montaña, que cuando lo leí por primera vez, aún en Vitoria, en la tarjeta que me dieron el día antes de la jura de bandera, me sugirió novelesca y amenazadoramente una fortificación en la ladera o en la cima de alguna montaña, en los Pirineos, en la linde con Francia, a donde el regimiento fue enviado un poco después de que yo me licenciara, por cierto, con la misión, decían, de impermeabilizar la frontera, de vigilarla para que no se infiltraran a este lado los comandos etarras que por aquellos años se daban una vida tan regalada en el país vasco-francés.

Cuando lo supe, ya relativamente a salvo del ejército, pero desorientado todavía en la vida civil, me pregunté qué clase de impermeabilización, palabra ya en sí laboriosa, habrían podido llevar a cabo mis compañeros de armas en las estribaciones boscosas de los Pirineos, con sus cetmes viejos, que o se disparaban solos y mataban a alguien o se quedaban encasquillados o tenían tan torcido el punto de mira que jamás daban en el blanco, con la costumbre inveterada del apoltronamiento y del escaqueo, compartida universalmente por mandos y soldados, que nos convertía a todos en una máquina formidable de ineptitudes y desastres.

A quienes decidieron aquella misión, en la que yo me salvé por unas pocas semanas de participar, a los altos cargos del Ministerio de Defensa o de la Capitanía General de Burgos, les debió de pasar como a mí, que se dejaron seducir por el largo nombre épico de la guarnición, Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antiguo Tercio Viejo de Sicilia, lo cual sugería al mismo tiempo los heroísmos de los tercios de Flandes y una modernidad de fuerzas de intervención inmediata, de comandos alpinos, de escaladores y esquiadores buscando al enemigo por los precipicios de los Pirineos, combatiendo con sagacidad y nervio guerrillero a los canallas impunes que bajaban de Biarritz o de San Juan de Luz por una cómoda autopista sin controles aduaneros y mataban a alguien en San Sebastián de un tiro en la cabeza, lo dejaban desangrándose en una acera ancha y transitada, huían tranquilamente a pie hacia el coche y volvían a casa a tiempo para el sano poteo con la cuadrilla y la cena en familia, durante la cual verían tal vez la noticia ya rutinaria del atentado en los telediarios españoles, tan confortables ellos en sus destierros en el sur de Francia, en Iparralde, donde se acogían al estatuto de refugiados políticos.

Pero en lo único que se nos notaba a los Cazadores de Montaña que lo éramos era en el uniforme de franela verde oscuro y en las botas de suela más gruesa de lo normal que nos daban en invierno, y quizás también en una propensión montañera a las barbas feraces, lo mismo entre los soldados que entre los oficiales: en el cuartel, la democracia y la constitución se notaban sobre todo en que estaban permitidas las barbas, y lo cierto era que en el Hogar del Soldado o en la sala de oficiales se veían más rostros barbudos que en una facultad de ciencias políticas o en un bar de Herri Batasuna.

Si en el campamento habíamos ido disfrazados de reclutas tristes de posguerra, en el cuartel nos disfrazaban de cazadores de montaña, y es posible que la sola fuerza del nombre y del uniforme, de la franela espesa para resistir el frío y de las botas con suela de neumático para escalar riscos y pisar nieve helada, impulsara a nuestros superiores a enviarnos de vez en cuando a una montaña de verdad, no por ningún motivo práctico, pues aún no se le había ocurrido a nadie en Madrid o en Burgos que aquel regimiento pudiera tener alguna utilidad militar, sino cumpliendo el principio de irrealidad claustrofóbica y reglamentada en el que todos vivíamos, no sólo los mandos, sino también los soldados, a los que se nos contagiaba sin que nos diéramos cuenta una parte degradada y residual de las fantasmagorías castrenses.

Había, pues, una montaña, de la misma manera que había un cuartel y un monolito, y la instrucción de los cazadores de montaña no estaba completa hasta que no ascendían a ella. De modo que una de nuestras primeras noches en el cuartel, durante la formación de retreta, cuando todas las compañías se alineaban geométricamente en torno al monolito o manolito, también llamado monumento a los Caídos, que era el tótem corintio de nuestros heroísmos guerreros, el sargento de semana, después de pasarnos lista, leer los servicios y las efemérides (en las que nunca faltaba, por cierto, la de alguna hazaña del ya extinto caudillo), el menú del día siguiente y el valor calórico-energético de la papeleta de rancho, y antes de que la orden de rompan filas provocara en nosotros el grito ritual de alegría (¡aireeee!) y la estampida hacia los dormitorios, nos comunicó a los nuevos, no sin una sonrisa de condescendiente sadismo, que nos fuéramos preparando, porque a la mañana siguiente marchábamos de maniobras a nuestra montaña particular, que se llamaba Jaizkibel y venía a ser, como el cuartel, una isla de soberanía militar y española en medio de la hostilidad del País Vasco. Cerca de mí se oyó murmurar la voz de un veterano:

–A mí me jodería.

Esa era otra frase acuñada del idioma militar, y servía de réplica en un número inusitadamente amplio de circunstancias, siempre que a alguien le ocurría algún desastre o contratiempo del que uno, por casualidad o por astucia, se había escapado. Era una expresión a medias de alivio y a medias de burla hacia las desgracias de otro, y aunque muchos de los recién llegados la usaban en realidad formaba parte de las prerrogativas verbales de los veteranos, los cuales, en su grado más alto, el de bisabuelos, adquirían también el derecho casi nobiliario a hablar de sí mismos en tercera persona:

–El bisa va a sobar a la piltra -anunciaba uno, bostezando y rascándose la nuca debajo de la gorra mugrienta, y se retiraba a su camareta con una dignidad perdularia, seguido por las miradas admirativas de los nuevos, que tomaban nota de cada una de las palabras usadas por el veterano, a fin de incorporarlas al propio idioma y usarlas cuanto antes para humillar a los que llegaran tras ellos.

–A ver, conejo, cuánta mili te queda.

–Más o menos un año…

–A mí me jodería.

Tal como había anunciado el sargento, a la mañana siguiente, a las ocho, después del desayuno, que al menos era más sustancioso y sosegado que el del campamento, los padres, abuelos y bisabuelos de la compañía que estaban fuera de servicio se dieron el gusto de ver cómo los conejos nos preparábamos para salir de maniobras, para cumplir en la temible montaña de Jaizkibel, de la que todo el mundo contaba barbaridades, nuestro destino de cazadores de montaña. Nos hablaban de vientos homicidas que derribaban a los hombres durante las escaladas y de tormentas de nieve en medio de las cuales se extraviaban soldados inexpertos que aparecían luego congelados. Se afanaba uno preparando su equipo de guerra, el que le acababan de asignar, la mochila, el saco de dormir, los cubiertos, la bandeja de estaño, los vasos y platos de metal, que nos envolvían en un ruido de buhoneros, el casco, que no nos habíamos puesto nunca, y que tendía a estarnos demasiado grande y a bailarnos lastimosamente en la cabeza, los cargadores, el cetme completo, al que ya todos llamábamos el chopo, el machete, la ropa de invierno, para no morirnos de frío en la cima de aquella montaña, las camisetas de felpa, los calcetines de lana picante, los pijamas de franela traídos de nuestras casas. Los cabos y los cabos primeros llevaban subfusiles, o metralletas, según la terminología ignorante de la población civil, y los oficinistas, por algún motivo misterioso, iban a la temible montaña armados con pistolas, pero pistolas de madera, rudamente talladas y barnizadas y enfundadas en las pistoleras que se ataban al cinto.

Los cabos, los cabos primeros y los sargentos pasaban ladrando órdenes entre las camaretas, en la furrielería y en la armería se agolpaba un tumulto de soldados en busca de armas o de municiones o de cascos. La urgencia se volvía angustiosa, como antes de la jura, había que ordenarlo y que guardarlo todo y a mí todo se me perdía y se me acababan los minutos antes de bajar a formación. Ya estaba sonando la corneta y yo aún no había pasado los cordones por las hebillas infinitas de mis botas nuevas de montaña, pero ese toque no era para nosotros, me tranquilizaba, reconocía sus notas, que estaban anunciando la llegada del coronel al acuartelamiento. A lo mejor un veterano que andaba escaqueado con una escoba y un recogedor por las honduras de las camaretas se me quedaba mirando, siguiendo con los ojos mis carreras de un sitio para otro, de la taquilla a la mochila, y murmuraba como una condolencia, rascándose la barba o la nuca:

–¿Adonde vas con tanta prisa, conejo?

–A Jaizkibel.

–A mí me jodería.

Y a mí también, y a todos, supongo, salvo a algunos perturbados y algunos fanáticos, como el Chusqui, aquel cabo primero vocacional que se había reenganchado al terminar su mili y que era tan bruto que nunca aprobaba los exámenes de ingreso en la academia de sargentos. El Chusqui, algunos tenientes y capitanes jóvenes, algunos sargentos atléticos y chulescos que ostentaban pequeñas banderitas españolas en las correas de los relojes, agradecían la llegada de las maniobras, de la subida a Jaizkibel, como una liberación de la rutina cuartelaria, del encierro nada heroico en el que vivían los militares en San Sebastián, rodeados por un paisaje que para la mayor parte de ellos era extraño y de una población hostil, amenazados, en peligro siempre de recibir un tiro o de saltar por los aires al encender por la mañana el contacto del coche. Si la vida militar era la preparación y la espera de algo que nunca sucedía, las maniobras tenían para los oficiales y los sargentos más jóvenes o más fervientes como un grado mayor de aproximación a la guerra, y allá se los veía excitados y enérgicos por el patio, apenas reconocibles todavía para mí, no individualizados, resumidos en la apostura idéntica, en los gritos, en los ademanes de las órdenes, frenéticos y extraviados en el desorden que ellos mismos agravaban con sus interjecciones, tratando de organizar aquel escándalo de compañías que formaban con todos los pertrechos, de camiones y jeeps que no acababan de alinearse, de piezas de artillería ligera, de remolques con la cocina de campaña, de mulos, mulos antiguos y tranquilos que cargaban las ametralladoras desmontadas y las cajas de municiones, mulos grandes y fuertes, como en la batalla del Ebro, como en la del Marne, imagino, sólo que a finales de 1979, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antes llamado Tercio Viejo de Sicilia, parte del cual se disponía a salir de maniobras en una mañana húmeda y luminosa de diciembre con el mismo imponente despliegue de soldados, armas y vehículos que si se dirigiera hacia un campo de batalla, a la confrontación sanguinaria y heroica en la que la Infantería cargaba siempre con la parte más dura, pero también la más gloriosa, la definitiva, la que decidía, a pesar de todos los avances tecnológicos, el curso de una guerra.

Y allí íbamos nosotros, infantes o conejos, obedeciendo órdenes con prontitud desorientada y mecánica, firmes, ar, de frente, ar, derecha, ar, paso de maniobra, ar, cargados como buhoneros, lentos como galápagos bajo el peso de las mochilas y los cetmes, desfilando delante del coronel al son del himno que tocaba la banda, ardor guerrero vibra en nuestras voces, nosotros, la fiel infantería, la celebrada carne de cañón, subiendo a los camiones que ya temblaban con los motores en marcha y nos sofocaban de humo negro, porque también eran camiones viejos, aunque no de la batalla del Ebro ni de la del Marne, pero sí de muy ruidosos mecanismos, con los frenos inseguros y la suspensión inexistente, camiones altos, con una aterradora propensión a volcar en las curvas, o al menos a inclinarse cortándonos la respiración, sobre todo si los soldados veteranos que los conducían daban en la gracia de asustar a los pelotones de conejos que viajábamos en ellos, amontonados como ovejas, sentados bajo las lonas con remiendos sosteniendo nuestros fusiles entre las piernas y viéndonos ridículos los unos a los otros con nuestros cascos torcidos y también anacrónicos, pues su forma era idéntica a la de los cascos alemanes de la Segunda Guerra Mundial…

Era nuestro segundo o tercer día en el cuartel y el primero en que salíamos más allá de los muros de ladrillo y de los portalones herrados, de modo que el paisaje que vimos al cruzar el puente sobre el río me pareció casi desconocido a la luz de la mañana. Aún quedaban rastros de niebla en el aire, una opacidad parda y azulada en las orillas boscosas, pero hacía una mañana magnífica de luz invernal, y en las laderas verdes y suaves de los cerros se levantaba un vapor de tierra fértil, como de estiércol calentado por el sol. Algunas veces olía intensamente a mar y se escuchaban sobre nuestras cabezas graznidos y aleteos de gaviotas que volaban hacia el interior siguiendo el cauce del río.

Íbamos en dirección a la frontera, alejándonos de San Sebastián, un convoy largo y lento de camiones con toldos verde olivo que iban dejando tras de sí nubarrones de humo negro y cantos golfos de soldados que se convertían en bramidos si aparecía una chica caminando por una acera o conduciendo un coche con el propósito impaciente de adelantar a la columna de vehículos militares. Levantaban los toldos, agitaban las gorras o los cascos, silbaban, chillaban como simios, formulaban a gritos hipótesis sobre el humedecimiento de las bragas que habría provocado en ella nuestra aparición, competían por sugerirle las más diversas posibilidades y posturas sexuales, y cuando el coche conducido por la mujer sola adelantaba por fin o el semáforo donde nuestro camión había estado detenido se ponía en verde y ya perdíamos de vista a la que iba por la calle, aún quedaba atrás como un eco del bramido militar, tan espeso y tan irrespirable e insalubre como la humareda negra de los tubos de escape.

Sentado en la caja del camión, entre el tumulto de mis compañeros de armas, yo procuraba eludir, como algún otro soldado silencioso cuya mirada se cruzaba conmigo, el sentimiento de vergüenza, no sólo vergüenza ajena, sino también propia, porque en aquellas circunstancias yo estaba sumergido en la brutalidad tan plenamente como si la secundara, y si una de las mujeres a las que mis vehementes compañeros de armas dedicaban piropos alzaba la vista y veía mi cara entre las que se asomaban por la parte trasera del camión no habría tenido motivos para distinguirla de las otras, ni para exceptuarme a mí de la ira y del oprobio que sin duda sentía.

Cruzando broncos suburbios industriales con bloques de pisos ennegrecidos y murallones de cemento en los que se repetían pintadas en euskera y grandes carteles con fotos en blanco y negro de presos etarras no era difícil imaginarse que de verdad pertenecíamos a un ejército que se desplegaba por un país en guerra, ni costaba nada percibir la hostilidad en las caras de la gente que se detenía al ver pasar nuestro convoy. Grandes pancartas tendidas sobre la calle, de balcón a balcón, parecían desafiarnos exactamente a nosotros: GORA ETA MILITARRA, TXAKURRAK KANPORA, INDEPENDENTZIA.

Desaparecían los edificios y los murallones con pintadas, y sin mediación ni previo aviso ya estábamos otra vez en medio de un paisaje del todo rural, de una quietud arcádica, casi con el aire de confortabilidad que tiene el campo en un país escandinavo, pero apenas se había acostumbrado la mirada a los tejados ocres de los caseríos, a las chozas de heno, a las arboledas umbrías, a la ondulación perfecta de una pradera en la que pastaban vacas solemnes, incluso notariales, la clase de vacas que ya no deja de ver quien viaja hacia el norte por las extensiones verdes y lluviosas de Europa, de pronto el paisaje parecía reventado y asolado por un apocalipsis, por alguna barbaridad de cemento, los pilares de hormigón del puente de una autopista, los hangares y las maquinarias y los taludes de escoria de una acería abandonada, una brutal ciudad dormitorio, un río de espumas negras y agua pestilente junto a una fábrica de papel o una planta química: así vi una vez, desde lejos, varios meses más tarde, surgiendo en medio de un paisaje que se ondulaba hacia el mar, las alambradas y las zanjas inmensas y las torres ciegas de cemento de la central nuclear de Lemóniz, rodeada por garitas de vigilancia en las que se veían siluetas encapotadas de guardias civiles con tricornio.

Pero ahora ascendíamos, nos alejábamos hacia el nordeste, por carreteras cada vez más estrechas, viendo una franja de mar cada vez más amplia y más difuminada en niebla azul, deslumbrada por el sol, y en vez de entre colinas suaves e iguales con praderas brillantes y manchas de caseríos estábamos internándonos en un territorio más despoblado y más abrupto, con un aire más transparente y frío. Costeábamos la ladera de una montaña que tal vez ya era Jaizkibel, y desde la boca trasera del camión veíamos extenderse el país onduladamente hacia los valles ya muy lejanos y el mar. En cada curva el camión se inclinaba y crujían los neumáticos, y una vez caía hacia adelante una fila de soldados y otra la contraria, y si no andaba uno con cuidado se le escapaba el fusil o un cargador o la mochila y tenía que recuperarlo a gatas, conteniendo las nauseas y sujetándose donde podía cuando en la siguiente curva el camión se volcaba de nuevo, y procurando entonces no mirar hacia afuera para no morirse de miedo y de vértigo ante los precipicios que se abrían a unos centímetros de nosotros.

Pero yo ya no sentía el desvalimiento que me había lacerado y amargado en Vitoria, la angustia de ser débil y estar perdido sin remisión, de haber sido despojado de identidad y de nombre. Ahora, al menos, llevaba el mío, y había comprobado que me era posible sobrevivir, y contar y tachar los días que iban acortando mi cautiverio: casi dos meses habrían pasado muy pronto, y estaba claro que el único secreto era aguantar, y que uno aguantaba, no por astucia ni coraje, sino por el puro instinto de adaptarse a todo, de anestesiarse o endurecerse en la adversidad, de limitar el mundo al ámbito mezquino en el que por ahora tenía que vivir.

Pero quizás lo que ahora me hacía más fuerte, como a todos, no era tanto la capacidad de resistir como el hecho gradualmente obvio de que la instrucción militar estaba cumpliendo sus propósitos. En la cima de Jaizkibel, en una explanada rodeada de barracones prefabricados y presidida por un mástil en el que una inmensa bandera roja y amarilla restallaba al viento del Cantábrico, los recién llegados al regimiento de montaña saltamos de los camiones con chapucera prontitud de aprendices de comandos y formamos por compañías alrededor de la bandera con caras pálidas de mareo y de hambre, más demacradas por los principios de barba que casi todos habíamos empezado a dejarnos.

Desde aquel momento, y hasta que a las diez de la noche, una hora antes de lo habitual, sonó el toque de silencio y se apagó la luz en los barracones, no tuvimos más descanso que el de la media hora que nos concedieron para almorzar, y a la mañana siguiente, antes del amanecer, ya estábamos corriendo por laderas y riscos en pantalón de deporte, y luego reptando y disparando los cetmes y desollándonos las rodillas y los codos, y más tarde disparando ráfagas de subfusil o aplastándonos contra el suelo para que las ráfagas que disparaban otros no nos dieran, o lanzando granadas de mano hacia un barranco en el que retumbaban las explosiones como los truenos de una tormenta.

Durante unos días, en la cima de aquella montaña tan apartada del mundo real como el Sinaí, de aquel monte simbólico que parecía existir tan sólo para justificar el nombre y la propia existencia de nuestro regimiento, fuimos cazadores de montaña, soldados alpinos, disciplinados y gregarios ermitaños, salvajes hambrientos que se lanzaban hacia las grandes ollas de potaje humeante como búfalos hacia un abrevadero, gañanes devastados por el agotamiento que se desplomaban sobre los colchones y se dormían instantáneamente, y roncaban y carecían de sueños y despertaban otra vez a las ocho de la mañana y salían corriendo, sin el menor pensamiento ni recuerdo, para formar a la luz morada del amanecer, tiritando de frío, viendo surgir sobre una sucesión fantástica de montañas azuladas que ya pertenecían a Francia la primera claridad del sol. Cuando nos pasaban lista gritábamos ¡Presente! con una furia que habíamos desconocido hasta entonces, la misma con la que gritábamos ¡Aire! al romper filas o ¡A mogollón! o ¡Maricón el último! cuando aparecía a última hora de la tarde la furgoneta de los bocadillos, el tabaco y las bebidas.

En Jaizkibel nos enseñaban a luchar cuerpo a cuerpo, a derribar al improbable enemigo golpeándole la cara con la culata del cetme o clavándole en el estómago la bayoneta, y lanzando justo entonces un grito de agresión que las primeras veces daba mucha vergüenza emitir, porque era como esos gritos que lanzan los luchadores de kárate o de judo, de modo que echaba uno el cuerpo hacia adelante y esgrimía el fusil sin ninguna convicción, sin mirar a los ojos del contrario, para no morirse de risa o no enrojecer de vergüenza, y el grito apenas le salía del cuerpo, y eso con mucha dificultad, pero entonces se le acercaba el sargento instructor y ordenaba, ¡más fuerte, maricones, que no se os oye, que parecéis gatos maullando!, así que para que no lo arrestaran uno tenía que dar un salto al frente con una teatralidad de samurai y lanzar un grito rabioso, que se confundía entonces con los gritos de todos los demás, con el estrépito de las armas que chocaban entre sí y los gritos no menos feroces ni roncos de los instructores.

Y ocurría, para nuestra sorpresa, que el grito acababa convirtiéndose en un rugido de gozo y casi deliberación, y que uno, al gritar, se lanzaba contra el adversario empuñando el cetme y apuntándole al estómago con la bayoneta, sobre todo si se daba la circunstancia de que ese adversario era un poco más bruto que uno y ya lo había derribado previamente en el simulacro de lucha cuerpo a cuerpo, entusiasmándose tanto que le había dado un culatazo: nos levantábamos del suelo, me levantaba yo, apoyándome en el fusil, jadeando, trastornado de rabia y de agresividad, de bochorno y ridículo, y entonces el grito era más fuerte aún, y los ojos que se clavaban en las pupilas del otro ya no reflejaban burla ni complicidad, sino odio, y el alma de uno era sustituida por la ira cruel de un desconocido que hasta ese momento uno mismo ignoraba que formara parte de él.

Era como pelearse con diez años, como traspasar sin darse cuenta, igual que hacen los niños, la frontera entre el juego y la agresión, entre el desafío y la crueldad. Nos ordenaban alinearnos en el punto más bajo de una ladera, y cuando sonaba un silbato teníamos que tirarnos cuerpo a tierra y ascender reptando con el casco y la mochila y los cuatro kilos y medio del fusil en la mano, reptando sin levantar la cabeza, sin incorporarnos ni un centímetro, porque una ametralladora disparaba ráfagas entrecortadas hacia nosotros. Sonaba otra vez el silbato, nos incorporábamos, echábamos a correr, y al cabo de unos segundos había que arrojarse nuevamente a tierra porque las ráfagas de ametralladora iban a empezar otra vez.

Aplastado contra el suelo notaba uno la lisura, casi la curva del mundo, lo excitaba y lo colmaba el olor de la hierba, de la tierra húmeda y oscura, más intenso que el de la pólvora, como un paréntesis íntimo y fugaz de absolución, y el ritmo entrecortado de los disparos le impedía oír el de su propio corazón, los latidos excitados del miedo.

Había de pronto algo ignorado hasta entonces, la fascinación de las armas, la ebriedad del ejercicio y de la fuerza física, que para los débiles puede alcanzar paroxismos de delirio, sueños de vengativa arrogancia. Lo que más miedo había dado, una vez vencido, se convertía en motivo de euforia, y había como una alucinación de volver al límite de lo que hasta entonces aterraba, el instante en que se arrancaba el seguro a una granada de mano y se contaban los tres segundos justos que se podía tardar en lanzarla, o aquel otro en que el dedo índice, que había rozado el disparador del fusil, que sólo se había atrevido a pulsarlo en golpes sucesivos, de pronto se quedaba como aferrado a él, y en vez de tiro a tiro disparaba a ráfaga, y el cuerpo entero era sacudido por el temblor y la convulsión del retroceso.

La granada era un cilindro de plástico negro, que por lo demás no se parecía en absoluto a las granadas de las películas y de los tebeos. La granada de mano era un mecanismo que nos había dado terror cuando nos mostraban sus diagramas, la simpleza letal de su funcionamiento, y luego era algo que uno sostenía en su mano derecha, una cosa neutra, vulgar, que no pesaba nada, un cilindro de plástico que se apresaba entre los dedos y del que se retiraba en décimas de segundo un detonador, y luego se arrojaba al vacío de un barranco y enseguida se tiraba uno al suelo y se tapaba la cabeza con las dos manos y vibraba la tierra y se escuchaba muy lejos una explosión trivial. Aquella cosa negra de plástico contenía una carga inconcebible de muerte y destrucción, y mientras a uno le llegaba su turno en la fila de soldados le temblaban las manos y tenía encogido el estómago, y a mí casi me fallaban las piernas cuando un capitán me entregó la granada que me correspondía y apuré los últimos segundos de plazo para arrojarla, pero en el instante en que me puse en pie después de percibir en todo el cuerpo la vibración de la tierra sentía una excitación parecida a la de la cocaína, una mezcla de euforia y de alivio, la sensación de haberme salvado y de deseo de volver a exponerme al peligro.

Era ese límite el que traspasábamos en Jaizkibel, tan sólo al cabo de uno o dos días, el del agotamiento físico y moral y el del peligro y la excitación de las armas de fuego, la ofuscación de la pólvora, los espasmos de una ráfaga de subfusil, el retroceso violento de un disparo de cetme, el de una pistola de calibre nueve largo, que era el mismo que usaban los terroristas, y que yo descubrí que me gustaba disparar, sin duda porque lograba el alivio de algunos impactos en el blanco. Lo que sorprendía de aquellas pistolas era su peso y su materialidad, su rudeza de hierro, la dificultad de sostenerlas antes del disparo y de resistir luego el retroceso. Por culpa del cine, de las películas del oeste y de las de Humphrey Bogart, casi todo el mundo imagina que una pistola es tan liviana y personal como una estilográfica. Las pistolas, en realidad, son herramientas pesadas, de manejo difícil, y para apuntar con ellas hace falta sostenerlas entre las dos manos y separar bien las piernas y no soltarlas después de la deflagración que atruena los oídos.

Yo disparaba una pistola y veía con sorpresa y con un sobresalto de orgullo que en la silueta humana que había frente a mí se dibujaba la mancha oscura de un impacto. Me colgaba del hombro un subfusil, me alineaba en un pelotón de soldados, empezaba a avanzar y a disparar al oír un silbato, muy cerca de los blancos, porque el subfusil es una arma tan cruel como inexacta, de modo que sólo sirve para matar a un enemigo próximo, para segar vidas tan indiscriminadamente como se siegan los tallos de un trigal. A diferencia de la pistola y del cetme, el subfusil no pesaba nada, no requería precisión, ni siquiera era preciso apretar el gatillo. Bastaba una presión muy leve del índice sobre el metal curvado del disparador y de pronto era como si delante del pelotón que avanzaba un viento mortífero fuera derribándolo todo, una guadaña invisible y aniquiladora, objetiva, manejada sin ningún esfuerzo, sin premeditación ni maldad.

A lo lejos se veía siempre el Cantábrico, y en esa distancia parecían perderse los tableteos de los subfusiles y los cetmes, los disparos secos de pistola, la explosiones hondas de las granadas de mano. Veíamos la bruma húmeda y malva de los amaneceres sobre las montañas de Francia, el esplendor dramático de las puestas de sol, un disco rojo que se hundía lentamente en el mar, todo muy lejos siempre, como la vida real en la que no vestíamos uniformes ni manejábamos armas de fuego. Nos repartían la comida en bandejas de aluminio y la devorábamos sin levantar la cabeza ni mirar a nuestro alrededor, y cuando se hacía de noche, después de la bajada de bandera y de la formación de homenaje a los Caídos, deambulábamos una o dos horas en la oscuridad, muy abrigados contra el viento, las gorras sobre los ojos, ahuecando las manos para proteger las brasas de los cigarrillos, conversando en grupos pequeños, viendo luces remotas de barcos, luces inciertas de ciudades o puertos a donde ya nos parecía improbable que regresáramos alguna vez.

XI.

Una mañana de niebla, en Jaizkibel, durante la formación posterior al desayuno, fue leído mi nombre, y al oírlo me dio el corazón un vuelco, de ansiedad sobre todo, porque a aquellas alturas yo ya no creía que me fueran a seleccionar para ningún destino, aunque había escrito muy rápido y con muy pocas faltas en la prueba de mecanografía que hicieron recién llegado al cuartel, y aunque muchas veces, en todos los formularios que llenaba, repetía mi titulación superior, el número de mis pulsaciones en la máquina, el catálogo exagerado de los idiomas que hablaba.

También rellenábamos, con igual frecuencia, misteriosos tests psicológicos, en los que se nos solicitaba que averiguáramos secuencias de fichas de dominó o que atribuyéramos significado a vagas manchas de tinta, y yo temía siempre que de mis respuestas se dedujera algún maleficio para mí, un testimonio sobre las inestabilidades ocultas de mi carácter, sobre mi ateísmo o mis ideas políticas. Más que nunca comprobaba mi convicción antigua de las afinidades entre la Psicología y la Policía: en los formularios de test, junto a las preguntas de apariencia neutra, se ofrecían tres posibilidades a cuál más baladí, pero al tachar con el bolígrafo uno de los tres cuadritos en blanco yo siempre tenía la sospecha de haber elegido la opción más funesta, y de haber firmado con aquella cruz la prueba irrebatible de mi imbecilidad o la exacerbación de mi infortunio. Imaginaba insomnes psicólogos y grafólogos militares escrutando mis respuestas y deduciendo de ellas lesiones cerebrales o rebeldías o instintos conspiratorios, y como después de la primera prueba de mecanografía nadie me comunicó ningún resultado supuse que mi mala suerte y mi pusilánime activismo político en la universidad se aliaban para negarme el destino ansiado de oficinista y arrojarme sin remisión al pozo más negro de la mili y de San Sebastián, la segunda compañía, en la que por lo pronto, aunque de manera provisional, aseguraban, me habían encuadrado.

Inesperadamente, en Jaizkibel, a las nueve de la mañana, entre la niebla fría de diciembre, que borraba el paisaje de las montañas y el mar y afantasmaba los volúmenes de los barracones y las siluetas de los soldados inmóviles, un cabo primero dijo mi nombre y me ordenó salir de la formación, y los demás soldados me miraron de reojo, con una mezcla de alivio y de curiosidad, como se mira a quien va a ser castigado o excluido sin que se sepa aún por qué. Me latía muy fuerte el corazón y me temblaban las piernas cuando fui conducido al barracón de los oficiales. La mera proximidad de aquellos hombres nos amedrentaba, sobre todo en el espacio que sólo pertenecía a ellos, y que para nosotros tenía algo no sólo de prohibido, sino también de remoto, como las expresiones de sus caras o la altivez de sus modales: aquella manera, por ejemplo, de mirar hacia un punto más bien elevado del aire, de modo que sus pupilas nunca se encontraban del todo con las de un inferior, aunque se cruzaran fugazmente con ellas.

Al entrar en la barraca prefabricada donde un oficial me estaba esperando me quité la gorra, según prescribían las ordenanzas, sosteniéndola sobre el brazo derecho, doblado a la altura del codo, en ángulo recto con la vertical de mi figura. Me cuadré, la barbilla alzada, apretando las mandíbulas, los talones juntándose sonoramente, pero no tan fuerte como para que el capitán que había sentado detrás de una mesa, fumando abstraídamente un cigarrillo, se volviera hacia mí o diera alguna prueba de haberme visto. Antes de hablar me aclaré la garganta:

–A la orden de usted, mi capitán. No dijo nada, siguió mirando hacia afuera, por el cristal medio empañado, apartando exageradamente de la cara la mano que sostenía el cigarrillo cada vez que le daba una calada, como si en realidad le molestara el humo y sólo fumara por sentido del deber. Tenía una cabeza más bien pequeña, pero de ángulos muy poderosos, con la nariz curva y afilada y los pómulos agudos, la frente calva y la nuca alta y rapada, y el cuello musculoso y muy ancho en proporción a la cabeza. Sobre la mesa, delante de él, había algo que parecía un expediente, y en un carrito metálico, contra la pared, una máquina de escribir portátil. Afuera sonaba el toque de llamada, y los soldados corrían a formar con los cetmes al hombro. Por primera vez lograba escaquearme de algo. Hacía calor en aquella oficina, sobre todo viniendo de la intemperie helada y sabiendo que iba a volver muy pronto a ella: el capitán tenía cerca de los pies una pequeña estufa eléctrica. Sin darme cuenta debí de relajar mi postura, porque mis aptitudes para la marcialidad eran muy limitadas, y porque el capitán no parecía reparar en mi presencia. Pero justo entonces se volvió hacia mí y detuvo la mirada no exactamente en mis ojos, sino un poco más arriba, tal vez no más de unos milímetros.

–¿Te he ordenado descanso?

–No, señor -volví de golpe a la posición de firmes, sin reparar en que había cometido otro error, y no pequeño. Por equivocaciones menos graves lo arrestaban a uno.

–«No, mi capitán» -me corrigió-. En el ejército no hay señores.

–No, mi capitán -repetí: la barbilla alzada, el codo contra las costillas, el brazo derecho en ángulo recto, la visera de la gorra hacia afuera, justo encima de la palma de la mano-. A la orden, mi capitán.

–Descansa.

–A la orden.

Las piernas ahora separadas, las manos juntas a la altura del vientre, la derecha apretando la izquierda, nunca al revés: también, me acuerdo ahora, el pie derecho tenía que estar un poco más adelantado que el izquierdo, detalle éste que durante las formaciones del campamento los instructores solían encargarse de recordarnos a patadas. El capitán tiró al suelo el cigarrillo y lo aplastó con el tacón de la bota, y luego se puso en pie y dio unos pasos hacia mí, mirándome a los ojos, aunque no a la altura que a mí me habría permitido devolverle la mirada, esquivando los míos. En la mano derecha sostenía un papel en blanco.

–¿Sabes escribir a máquina?

–Sí, mi capitán.

–Pues demuéstramelo -señaló hacia la máquina de escribir, tendiéndome la hoja en blanco.

–A la orden, mi capitán.

Tenía las manos ásperas, rojas y torpes por el frío, endurecidas por los ejercicios con las armas. Aquellas manos de uñas sucias que habían empuñado un fusil y una pistola y manejado una granada no eran del todo las mías, y el nerviosismo me las volvía aún más ajenas, pero era preciso que recobraran su antigua habilidad, su rapidez en el teclado, y al apoyarlas sobre él, después de haber introducido la hoja de papel en el carro, mientras esperaba a que el capitán me diese la orden de empezar a copiar un decreto o una lista de ascensos o condecoraciones del diario oficial del ejército, reconocí en ellas un gesto antiguo de expectación tensa y gusto de escribir. A través de mis manos, del tacto de las yemas de mis dedos sobre las teclas de aquella máquina, me reconocía o me recobraba en parte a mí mismo.

El capitán, en pie detrás de mí, mirando el carro y el papel por encima de mis hombros, dijo ya, como si diese la señal de salida en una carrera, y yo me puse a copiar y me olvidé de todo, o fueron mis manos y una parte automática de mi inteligencia las que emprendieron por su cuenta aquel ejercicio de mecanografía, aquel galope asustado y furioso de los dedos que saltaban sobre las teclas al mismo tiempo que mis ojos leían sin comprender nada las palabras y los nombres escritos en el diario oficial.

Detrás de mí el capitán fumaba y observaba, con el humo del cigarrillo subiendo a un lado de su cara de cera, y al cabo de no más de un minuto dijo basta y yo separé las manos del teclado y las posé en el filo de la mesa, mirando el folio que no había completado, descubriendo tachaduras, equivocaciones y faltas, notando todavía un cierto temblor en las puntas de los dedos.

Me puse de pie, me hice a un lado para que el capitán se acercara sin rozarme a la máquina, lo vi arrancar la hoja del carro con una especie de brusca exactitud y revisarla muy de cerca, aunque sin comparar lo escrito por mí con el modelo del diario. Ahora pienso que le habría correspondido llevar un monóculo: me doy cuenta retrospectivamente, o tan sólo lo imagino, que aquel capitán afectaba una distinción austrohúngara, una suficiencia como de deportista de los tiempos en que sólo los aristócratas y los militares de carrera practicaban deportes. Había al mismo tiempo en su cara una lisura de cera y una dura angulosidad de pedernal. No me dijo nada, no manifestó satisfacción ni fastidio, y si me miró directamente a los ojos al ordenarme que me fuera la mirada duró menos de una fracción de segundo.

Unos días más tarde, ya de regreso en el cuartel -después de los barracones y del frío de Jaizkibel el cuartel era de pronto un hogar recobrado-, mi nombre fue pronunciado de nuevo al final de la lista de retreta, y yo temí que fuera para comunicarme un castigo por alguna falta que desconocía haber cometido, o para asignarme una de aquellas tareas humillantes que según el folklore soldadesco se ganaban sin remisión los que decían poseer estudios o saber mecanografía o idiomas.

Llovía mucho esa noche, como tantas de aquel invierno y de los meses que le siguieron, y estábamos formados bajo los soportales, amontonándonos los unos encima de los otros, casi en la oscuridad, oyendo apenas, por el ruido de la lluvia y el ronroneo irrespetuoso de los veteranos, los turbulentos bisabuelos, la voz del sargento de semana, que después de pasar lista leía los servicios y los arrestos. A mí me ordenó más bien amenazadoramente que no me marchara después del rompan filas, así que cuando los demás gritaron aire, como todas las noches, y salieron corriendo como en una estampida hacia las escaleras de los dormitorios, yo permanecí quieto y asustado, igual que cuatro o cinco soldados a los que también se les había prohibido marcharse. El sargento vino hacia mí, con el cuaderno de la lista bajo el brazo y la gorra caída sobre los ojos, y me dijo en un tono de perfecto desprecio:

–Mañana a las ocho en punto te presentas en la oficina de la compañía. Te han nombrado escribiente.

Ahora me parece algo ridículo, pero aquella fue una de las grandes alegrías de mi vida, no mucho menos intensa que la que recibí años más tarde cuando el redactor jefe de un periódico me dijo que iba a publicarme mi primer artículo. Para sobrevivir uno acomoda siempre sus sueños a sus posibilidades, se cobija como puede en cualquier resquicio tan sólo un poco hospitalario de su malaventura, y eso son incapaces de advertirlo o de aceptarlo los doctrinarios del sufrimiento, que siempre exigen para ennoblecerse o para ennoblecer a otros desdichas absolutas, obras maestras de la amargura o del fracaso. En el campamento y en el cuartel yo había conocido a alguno de aquellos héroes ostensibles del dolor, que no por casualidad solían tener estudios universitarios, y que precisamente por eso estaban convencidos de sufrir más que la soldadesca iletrada que los envolvía: lo que les molestaba del servicio militar parecía que no era su sinrazón permanente y su inútil barbarie, sino el hecho de que ellos se vieran obligados a cumplirlo.

Por inercia, por necesidad de conversar con alguien, seguramente también por vanidad, yo me había aproximado a alguno de ellos, me había reconocido a veces en el desamparo y en la debilidad física que manifestaban casi todos, en el modo furtivo con que sacaban un libro de un bolsillo del uniforme de faena aprovechando unos minutos de descanso, en el pavor y en la extrañeza de un mundo agobiante en el que nada más que la obediencia ciega y la brutalidad física importaban. Pero también había algo muy poderoso, aunque todavía desconocido para mí, que me apartaba de ellos, y era tal vez el aire de exclusividad con que vivían un cautiverio común, la apariencia entre puritana y exquisita de no transigir nunca con los alivios vulgares que otros aceptaban, fuesen el grito jubiloso de aire después de romper filas o una cerveza tibia de litro compartida en el Hogar del Soldado mientras se veía una película en la televisión.

A mí, que me destinaran a la oficina, o para ser más exactos que me nombraran escribiente, me dio la noche en que lo supe una felicidad sin paliativos, pero era tan incapaz entonces de mostrar mis sentimientos verdaderos ante quienes me parecían más sofisticados o de mejor crianza que yo que oculté lo mejor que pude mi entusiasmo al contarles la noticia más tarde a los dos o tres universitarios con los que había hecho una cierta amistad. Experimentaba algo que después ha sido muy frecuente en mi vida, pero que entonces no sabía entender: que se me manifestaran afectuosas condolencias por algo que en realidad a mí me alegraba mucho, y que había deseado mucho más de lo que pudieran imaginarse quienes me felicitaban tan tristemente por haberlo conseguido.

La alegría da insomnio: uno no quiere resignarse a dormir. Me imaginaba, en la oscuridad instantánea que sobrevenía después del toque de silencio, un apacible porvenir de oficinista, sin guardias, sin maniobras, sin caminatas sobre el barro, copiando a máquina escritos oficiales y listas de nombres y aprovechando las horas de holganza, que seguramente serían muchas, para leer cerca de alguna estufa eléctrica los poemas de Borges, las novelas de Graham Greene, de Juan Carlos Onetti y de John le Carré que entonces, como ahora, me gustaban tanto. Después de dos meses amargos de empanamiento y desamparo veía abrirse ante mí el reino cálido del escaqueo militar, y cuando pensaba en mis compañeros, en los que ahora dormían o conversaban en voz baja o se masturbaban cautelosamente o gritaban bromas a mi alrededor, los que no habían logrado ningún destino, los que iban a pasarse cerca de un año haciendo guardias y marcando el paso, cuando me comparaba con ellos, casi me decía canallescamente:

–A mí me jodería.

A las siete en punto, en cuanto empezó a sonar el toque de diana, me desperté de un sueño ligero y feliz y salté de la litera, abrí como un autómata la taquilla con la llave que llevaba, como todos, colgada del cuello, de un cordón de zapatos, me puse la guerrera, los pantalones y la gorra, metí los pies en las botas, salí corriendo de la compañía, bajé atropellándome con otros las escaleras hacia el patio, donde seguía lloviendo y aún era de noche, busqué mi sitio en la fila, bajo los soportales, me cubrí con el soldado que tenía delante, me golpeé los talones con las botas flojas y los costados del pantalón con las manos abiertas cuando el cabo de cuartel dio la orden de firmes, aguardé a que se pusiera firme también él para darle novedades al sargento de semana, quien a su vez le ordenó que nos ordenara derecha y descanso, a fin de ordenarnos luego que volviéramos a ponernos firmes, porque iba a darle novedades al oficial de guardia, que le ordenaría que nos ordenara lo mismo que él le había ordenado al cabo de cuartel… Una de las tareas más constantes en el ejército era la de dar y recibir novedades, que se transmitían como impulsos de telégrafo desde los rangos más bajos a los más altos, desde el cabo cuartel dándole novedades al sargento de semana al coronel del regimiento dándoselas al general gobernador militar, pero las novedades que se daban de manera incesante eran siempre las mismas, es decir, que no había novedad.

Esa madrugada a mí me daba igual, incluso me complacía en aquel mecanismo repetido, amplificado, automático, perfectamente inútil. Yo iba a ser escribiente, me faltaba una hora para presentarme en la oficina, para ponerme a escribir a máquina y escaquearme en sutiles tareas administrativas mientras los demás hacían gimnasia en calzón corto o marcaban el paso con el cetme al hombro sobre la grava del patio, calados por la lluvia, entontecidos por la monotonía de las órdenes y de los movimientos, muertos de tedio y ateridos por la humedad en las garitas de las guardias, mirando subir la niebla sobre el río Urumea.

Y unos minutos antes de las ocho, cuando la compañía entera vibraba con la agitación de las órdenes y de los fusiles recién sacados de la armería, aquel estrépito singular de culatas y hebillas golpeando los costados, de cargadores chocando entre sí o ajustándose secamente en su lugar, de taquillas abriéndose y cerrándose, aquella premura de estar formados a las ocho en punto para la izada de bandera, yo caminé en dirección contraria a la del turbión de soldados que se lanzaba hacia la salida de la compañía: no bajaría a formar, y era posible que tardara mucho tiempo en cargar de nuevo con un fusil; había triunfado en la vida.

Llamé a la puerta de la oficina, y nadie respondió: recordé algo que olvidaba siempre, que en el ejército no se llama nunca a una puerta, que se abre con energía, se asoma la cabeza, se distingue instantáneamente a la persona de más graduación que haya en ella, y sin soltar el pomo se le pone uno a la orden.

–A la orden, mi brigada, ¿da usted su permiso?

Había un brigada menudo y pelirrojo y dos soldados con barba sentados alrededor de una mesa, y nada más entrar allí se notaba que la oficina era un espacio más cálido, casi hogareño, no sólo por lo reducido de sus dimensiones y por la estufa de butano que ardía en un rincón, sino porque además olía a café caliente, a cigarrillos rubios y a coñac: el brigada estaba leyendo el periódico y tomándose un café con leche al que le añadía de vez en cuando chorros prudentes de coñac, y los dos oficinistas desayunaban tan calmosa y tan privadamente como él, aunque sin la añadidura del licor, que debía de ser un privilegio de la superioridad.

–A la orden, mi brigada -me cuadré lo mejor que pude y me presenté de la forma exactamente reglamentaria, es decir, recitando mi nombre y mis dos apellidos: era una forma ridícula de presentarse, y en realidad sólo la usaban los conejos más empanados y los pelotas más febriles.

–Descansa, hombre, descansa, que tampoco es para tanto -dijo el brigada, y le guiñó el ojo a uno de los oficinistas, al mismo tiempo que sorbía un trago de café con leche recién bautizado de coñac-. ¿Tú eres el escribiente nuevo?

–Sí, mi brigada -me sorprendió que me mirara tranquilamente a los ojos: los suyos eran pequeños, de color azul claro, un poco húmedos. Tenía la piel muy blanca con pecas rojizas y el pelo liso y escaso, de un violento color zanahoria. Sólo me di cuenta de lo pequeño que era cuando se puso en pie, haciéndoles un gesto a los otros para que no se levantaran.

–Pues nada, hombre, a ver si aprendes rápido y les ayudas a éstos, que falta les hace.

El brigada acababa de salir cuando inmediatamente abrió de nuevo, y esta vez no tuvimos tiempo de obedecer al gesto de calma que nos hizo y los tres nos levantamos automáticamente. Volvió a mirarme muy fijo, como si me conociera de algo.

–Oye, por curiosidad, ¿tú eres de la provincia de Jaén?

–Sí mi brigada.

–¿Y de Úbeda?

–Sí, mi brigada.

–Hay que ver, lo que es la vida -el brigada me sonrió y me dio una palmada en el hombro, y al ver que todavía quedaba un poco de coñac en la copa que había estado vertiendo en el café con leche aprovechó para apurarla-. Me mandan destinado a donde Dios tiró el palustre y al primero que me encuentro es a uno de mi pueblo.

–Joder con el conejo -dijo uno de los oficinistas cuando el brigada se marchó, no sin advertimos que no nos levantáramos, y que si nos hacía falta encontrarlo estaría en la sala de suboficiales-. Has caído de pie.