7: El derecho de las reinas

7

El derecho de las reinas

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 76.º año de Djaf el Terrible

(-1599, según el cálculo imperial)

—Por favor, alteza, probad uno de estos. —Tephret estiró una mano viejísima y temblorosa hacia un cuenco dorado e intentó sacar unos cuantos dátiles confitados—. Os consumiréis si no coméis algo.

Se había dispuesto una cena ligera para la reina al borde del pequeño estanque que servía de elemento central del jardín del palacio. Neferata estaba apoyada contra el tronco de un pequeño árbol decorativo, rodeada por una multitud de platos dorados repletos de dulces y manjares orientales que no había probado. Estaban a finales de primavera, la estación de las lluvias, pero la noche estaba asombrosamente despejada. Neru brillaba en lo alto del cielo, y las gotas de lluvia de la tormenta de la tarde resplandecían como diamantes en las flores abiertas del jardín. El aire nocturno era cálido y el perfume de las flores resultaba embriagador. Peces grandes nadaban trazando lentos círculos justo bajo la superficie del agua; sus escamas opalinas relucían con un fantasmagórico tono blanco a la luz de la luna. Si escuchaba con mucha atención, la reina podía oír el susurro de las corrientes que provocaban a su paso.

Neferata detuvo la mano de Tephret con un suave roce y una sonrisa cariñosa. Estaban solas en el gran jardín, pues la reina les había ordenado a las otras doncellas que se retiraran en cuanto se sirvió la cena.

—Me temo que he perdido el interés por estas comidas extranjeras —le dijo a Tephret.

La piel de la doncella tenía un tacto suave y arrugado bajo los dedos de la reina. Su doncella favorita, que tenía ciento sesenta y cinco años, se estaba acercando al final de una vida larga y fiel. La reina la había visto crecer; había pasado de ser una chiquilla nerviosa a una anciana canosa, y durante todo ese tiempo, la lealtad de Tephret no había flaqueado.

¿Alguna vez se habría preguntado por qué su señora nunca había envejecido? ¿Alguna vez habría sentido celos de la duradera belleza de Neferata, mientras que la suya se marchitaba con el paso del tiempo? Si era así, Tephret nunca lo había demostrado. Otras doncellas habían ido pasando a lo largo de las décadas, pero ella se había quedado; hasta ese momento la reina no podía imaginarse la vida sin ella.

Tephret correspondió a la sonrisa de la reina, con un brillo en los ojos legañosos.

—¿Os atrapo un pez, entonces? —Sugirió, y un recuerdo repentino hizo que soltara una risita—. ¿Os acordáis de aquella vez en que le disteis aquel cuenco de licor rasetrano a la pequeña Ismaila y se emborrachó tanto que se metió en el estanque e intentó atrapar un pez con las manos?

—Y casi nos ahoga a la mitad mientras intentábamos sacarla —añadió Neferata—. Yo tenía algas en el pelo y a ti se te metió una rana por la parte delantera de la túnica.

—¡Así es! —exclamó Tephret, a la que se le iluminó el rostro—. ¡No me di cuenta hasta que regresamos a vuestro dormitorio y luego nos pasamos media noche persiguiendo a aquel bicho por la habitación!

Echó la cabeza hacia atrás y se rio, embelesada por el recuerdo, y Neferata se unió a ella.

—¡Ah, qué tonta era! —comentó Tephret mientras se limpiaba las lagrimas del rabillo de los ojos—. Pero era buena chica, pobrecilla. ¿Qué fue de ella?

Neferata suspiró.

—¡Oh!, su familia la casó con un noblucho de mala muerte. Creo que se llamaba Suheir. De eso hace ya muchísimos años.

—Muchísimos años —repitió Tephret, sacudiendo la cabeza—. Para mí es como si hubiera sido ayer.

—Lo sé —contestó Neferata en voz baja, sintiendo una repentina punzada al ver la expresión nostálgica que había aparecido en los ojos de Tephret. Agarró el brazo de la doncella con suavidad—. Debe de haber sido duro para ti ver cómo todas esas muchachas acababan formando SUS propias familias.

—¡Oh, no! —le aseguró Tephret, negando despacio con la cabeza—. No me hice ese tipo de ilusiones. No tenía familia después de todo, nadie que me buscara un marido apropiado.

—Yo podría haberlo hecho —dijo la reina—. Debería haberlo hecho. Era responsabilidad mía. Es que no podía soportar desprenderme de ti.

La doncella sonrió con cierta tristeza.

—Sois muy amable, alteza.

—No —repuso la reina—. Llámame Neferata. Nada más. Esta noche, hablemos como amigas. ¿De acuerdo?

Al principio, Tephret no supo bien qué decir. Al final, asintió con la cabeza.

—Habéis sido una amiga para mí —consiguió decir—. Puede ser que la única amiga que he tenido de verdad. ¿Parece raro?

—No para mí —contestó Neferata, y sintió el escozor de las lágrimas en el rabillo de los ojos—. Toma —le ofreció mientras cogía un cuenco de vino—. Bebe conmigo y hablemos un poco más de los viejos tiempos.

La doncella vaciló un momento. A Tephret nunca le había gustado mucho el sabor del vino y siempre había sido la que se mantenía despejada cuando Neferata y el resto de sus doncellas se emborrachaban. Empezó a hablar, quizá para expresar una negativa cortés, pero luego miró a la reina a los ojos y su determinación se esfumó. Sin una palabra, tomó el cuenco de vino con ambas manos y se lo llevó con cuidado a los labios.

Neferata sonrió para sí misma mientras observaba cómo bebía su doncella. En otro tiempo, podría haberle ordenado a Tephret que se bebiera el vino, pero ahora podía controlar a los otros con sólo una suave sugerencia. Es más, querían obedecer, como si nada pudiera complacerlos más. La reina sabía que era otro don del elixir de Nagash. Este se había manifestado con el paso del tiempo y había ido aumentando de potencia a medida que Arkhan y ella continuaban refinando la fórmula del nigromante. Hasta ahora, la reina había procurado utilizar ese don recién descubierto con moderación, pero esa noche pondría a prueba sus límites.

Se sentaron y hablaron en voz baja durante horas. Tephret bebía vino mientras hablaban de tiempos pasados; entretanto, Neferata observaba atentamente el majestuoso avance de la luna en lo alto. Cuando era casi medianoche, respiró hondo y dijo:

—¿Cuándo fue la última vez que saliste del Palacio de las Mujeres, Tephret?

La doncella hizo una pausa; sus labios se movieron en silencio mientras intentaba comprender la pregunta. Era bastante tarde, para lo que acostumbraba la reina, y Tephret se había bebido casi una jarra entera de vino.

—Por Asaph, veamos… —farfulló la doncella—. Debía de ser el sexagésimo segundo año de Geheb, creo. Ese fue el año en el que fui presentada al rey y me convirtió en vuestra doncella. Sólo tenía ocho años. Eso fue…

—Hace más de ciento cincuenta años —observó la reina, que se quedó mirando a Tephret un momento, luego se inclinó y le sacó el cuenco vacío a la doncella de las manos—. Demos un paseo —sugirió Neferata mientras cogía la mano de Tephret y tiraba suavemente de la anciana para que se pusiera en pie.

Tephret frunció el entrecejo, desconcertada.

—¿Adónde? Es hora de regresar a la alcoba, ¿o queréis visitar a vuestra prima Khalida?

La reina negó con la cabeza.

—Khalida se fue, ¿te acuerdas? —le recordó a Tephret—. Se casó con el príncipe Anhur hace años. Ahora gobierna como reina de Lybaras.

—¡Oh, por supuesto! —respondió Tephret, reprendiéndose a sí misma—. Perdonadme, alteza. La memoria me juega malas pasadas a veces.

La reina le apretó la mano.

—No hay nada que perdonar, salvo que has olvidado llamarme por mi nombre. Vamos.

—¿Y adónde vamos?

—Al palacio propiamente dicho —respondió la reina—. Has estado aquí encerrada demasiado tiempo, Tephret. Es hora de liberarte.

Para sorpresa de la reina, Tephret se paró en seco y tiró de la mano de la reina con una fuerza sorprendente.

—¡No podemos! —Exclamó, abriendo mucho los ojos—. ¡No está permitido!

Neferata se volvió, se acercó a la anciana doncella y la miró fijamente a los ojos.

—¿Confías en mí, dulce Tephret? —preguntó.

La doncella se quedó callada, con una respuesta a medio formar en los labios temblorosos. Miró a la reina a los ojos y se relajó de inmediato.

—Con mi vida —contestó débilmente—. Pero…, pero ¿qué dirán los sirvientes del rey? ¿Y vuestra máscara?

—No dirán nada —aseguró Neferata con firmeza—. Esta noche precisamente iremos adonde queramos y no ocultaremos quiénes somos. ¿Lo entiendes?

—No —confesó Tephret, sacudiendo la cabeza—. Pero eso no importa. Voy a donde vos vayáis.

Neferata le apretó la mano y sonrió.

—Eso es, querida. Tú sígueme.

La reina condujo a su doncella favorita por pasillos iluminados con lámparas, a través de habitaciones y galerías que ambas habían recorrido durante toda su vida. Las servidoras se apartaron para dejarlas pasar, maravillándose del modo en el que la reina y la doncella paseaban de la mano, como buenas amigas. Hablaban entre ellas mientras caminaban, compartiendo recuerdos y riéndose suavemente con las historias mutuas.

Atravesaron el salón de la Meditación Reverente, perdidas todavía en el pasado. Tephret apenas se detuvo cuando la reina llegó al final del salón y abrió una de las pesadas puertas exteriores. Quiso la suerte que dos sirvientes del palacio pasaran por delante de la sala cuando la reina salió. Uno de ellos, una mujer más joven, le echó un vistazo a la reina y se desmayó. El otro se quedó paralizado, con los ojos como platos y boquiabierto mientras Neferata se acercaba.

—Ocúpate de tu compañera —ordenó mirando al sirviente a los ojos—. Y no le cuentes a nadie lo que has visto.

El sirviente cayó de rodillas, tembloroso y mudo, y pegó la frente al suelo mientras la reina y su acompañante pasaban majestuosamente.

Tephret seguía a Neferata como una niña obediente, aferrando la mano de la reina y mirando sin disimulo el entorno desconocido. Neferata se sentía mareada; el pulso le latía con aceleración mientras caminaba libremente por los salones por los que se había visto obligada a merodear durante casi un año. Otros sirvientes se cruzaron en su camino y a todos los dejó postrados sobre las baldosas de mármol, atónitos y temblando de la impresión. Saboreó sus expresiones asombradas y boquiabiertas, y su inmediata sumisión. «Así es como será desde esta noche en adelante —se juro a sí misma—. Recorreré estos salones siempre que me plazca. Volveré a ver a mis hijos. Y nadie se atreverá a decir lo contrario».

Moviéndose abiertamente, Neferata cubrió la distancia hasta el ala abandonada del palacio mucho más de prisa de lo esperado. Durante un momento, lo único que pudo hacer fue quedarse de pie ante la entrada de los sirvientes. Sentía el corazón en la garganta.

Tephret se estaba tambaleando. La hora y el vino la estaban abrumando.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó, desconcertada. La reina respiró hondo.

—Tengo un regalo para ti —contestó—. Ya no está lejos.

La doncella atisbó a través de la entrada.

—Está muy oscuro ahí dentro.

—Lo sé —dijo Neferata—. Lo sé. Tú agárrate de mi mano. Todo saldrá bien.

Y así, su decisión fue irrevocable. Ahora no podía echarse atrás. Aunque sólo fuera por eso, su orgullo no se lo permitiría.

Tephret la siguió hacia la oscuridad sin titubear. No dijo ni una palabra mientras caminaban entre el polvo y los escombros, ni se inquietó por los sonidos de las criaturas que correteaban fuera de su campo visual. Lo único que hizo fue apretar más la mano de la reina y seguir adelante.

Neferata apenas se detuvo al abrir de un empujón la puerta del santuario, como si estuviera entrando simplemente en una habitación del Palacio de las Mujeres. Llevó a Tephret hasta el brasero con carbones amontonados y luego avivó las brasas, hasta que ardieron suavemente.

La criada giró despacio sin moverse del sitio mientras la luz de color naranja llenaba la habitación. Recorrió con la mirada los estantes repletos, los divanes manchados y las mesas de trabajo abarrotadas. Neferata vio la mirada de inocente asombro que mostraba su rostro y comprendió que la anciana estaba buscando el regalo que le había prometido. Observó cómo los ojos de Tephret se posaban en el círculo ritual situado en el otro extremo de la habitación…, y entonces vio la forma acurrucada de Arkhan, justo al borde de la luz. Tephret se volvió hacia el inmortal de inmediato y, a continuación, agarró el brazo de la reina.

—¡Hay alguien ahí! —susurró con voz trémula.

—Ya lo sé —contestó la reina—. No pasa nada, Tephret. No hay nada que temer.

Arkhan se movió y levantó la cabeza despacio al oír la voz de la doncella. Se inclinó hacia adelante, adentrándose en la luz que proyectaba el fuego, y Tephret le vio la cara.

—¡Ah! —exclamó Tephret, abriendo mucho los ojos, aterrorizada. Se llevó la mano a la boca a la vez que su voz se convertía en un gritó—. ¡Oh, dioses misericordiosos! ¡Asaph, protégenos!

Neferata apartó la mano de Tephret y la agarró por la barbilla.

—¡Calla! —Ordenó, volviendo la cabeza de la doncella para poder mirarla a los ojos—. No tengas miedo. No hay nada que temer, ¿entendido?

La voz de Tephret se redujo a un quejido. Neferata oyó el golpeteo de los pesados eslabones de hierro, y luego Arkhan habló:

—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿Qué hace ella aquí?

—Es la hora —le dijo la reina sin apartar la mirada de Tephret—. Ha pasado un mes. Lamashizzar reunirá al conciliábulo para crear el elixir. ¿Correcto?

—Sí —respondió Arkhan—. Pero ¿qué tiene eso que ver con ella?

—Entonces, este es el momento que hemos estado esperando —explicó Neferata—. Pero antes de enfrentarnos al rey necesitaremos disponer del máximo de fuerzas.

El inmortal soltó un suspiro exasperado.

—Muy bien, pero eso no explica…

Neferata apartó la mirada de la doncella y la clavó en Arkhan.

—Hace meses, me dijiste que el elixir se podía hacer aún más potente utilizando un recipiente vivo.

A una pequeña parte de la mente de la reina le sorprendió lo tranquila que sonaba.

Arkhan estaba desconcertado.

—No —balbuceó, negando con la cabeza—. Me habéis entendido mal. Es…, es demasiado vieja…

—¿Y eso qué tiene que ver? —soltó Neferata—. Está viva y está aquí. Si eres la mitad de hábil de lo que afirmas, deberías conseguir que esto funcionara.

Un gemido escapó de los trémulos labios de Tephret. Ahora estaba llorando y temblaba debido al esfuerzo de contener el miedo.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz temerosa y casi infantil—. ¿De qué estáis hablando? No entiendo…

Neferata apoyó un dedo sobre los labios de la doncella.

—Calma, querida —dijo, y mostró una sonrisa forzada—. Estás a punto de recibir tu regalo.

Cogió la mano de Tephret y la condujo al otro lado de la habitación. Sostuvo la mirada de la doncella todo el tiempo.

—Has hecho tanto por mí —le dijo Neferata—. Durante tantos años me has servido sin vacilar ni quejarte. Y ahora, querida, voy a liberarte.

La reina la condujo al centro del círculo y colocó las manos en las mejillas de la otra mujer.

—No tengas miedo —le aseguró la reina, recurriendo al poder del elixir que le recorría las venas—. Todo va a ir bien. Quédate aquí un momento, y luego nadie en toda Lahmia volverá a darte órdenes nunca. ¿Lo entiendes?

Despacio, paulatinamente, Tephret se relajó. Cuando volvió a hablar, su voz sonó pequeña y débil.

—Lo entiendo, Neferata.

La reina sonrió y notó el sabor de las lágrimas en los labios.

—Eso es, querida. —Se inclinó hacia adelante y apoyó la frente contra la de Tephret—. Has hecho tanto por mí, durante tantos años. Te has ganado tu descanso. Parte de ti siempre estará conmigo —añadió, y luego retrocedió hasta salir del círculo.

Arkhan la estaba esperando. El inmortal tenía una extraña expresión de preocupación.

—No lo entendéis —insistió, aunque en voz tan baja que sólo ella pudo oírlo—. Si de verdad la queréis, no debéis hacer esto.

La reina observó a Tephret un momento; luego, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No —aseguró—. Es demasiado tarde. La necesito una última vez.

Se volvió hacia el inmortal y lo sometió a todo el peso de su mirada.

—Haz lo que tengas que hacer —le ordenó—. El rey estará aquí en poco más de una hora.

Arkhan se puso tenso.

—Muy bien —dijo con voz hueca—. Preparaos, alteza.

Neferata asintió con la cabeza, limpiándose las lágrimas de los ojos.

—Estoy lista —contestó.

El inmortal le hizo una reverenda y luego se dirigió a una mesa cercana. La reina observó, sorprendida, cómo cogía un cuchillo pequeño y comprobaba el filo contra la base del pulgar.

No estaba preparada para lo que ocurrió después. No estaba preparada en absoluto.

El sonido de unos pasos resonó por la oscuridad. Neferata se concentró en el sonido. Sus sentidos estaban afinados al máximo y pudo distinguir nueve grupos diferentes de pasos. Uno se movía con una elegancia felina, por lo que supuso que se trataba de Abhorash, el paladín del rey. Dos más eran ágiles y torpes. Los borrachos podían ser prácticamente cualesquiera.

Los pasos se acercaron, luego de pronto se oyó un bufido de sorpresa y todos se detuvieron justo fuera de la puerta del santuario. Neferata oyó la voz de Lamashizzar susurrando con urgencia. Sin duda, había visto la luz del brasero filtrándose por debajo de la puerta del santuario.

Oyó un chirrido metálico: resonó débilmente, y la reina supo que se trataba de hierro afilado por el tono, tan inconfundible como una nota musical. A continuación, se oyeron los pasos felinos y, después de un momento, la puerta que conducía a la cámara se abrió despacio. Abhorash entró, con la espada preparada, y el rey y el resto del conciliábulo lo seguían de cerca.

Neferata los aguardaba al borde del círculo ritual, con la cabeza bien alta. Arkhan permanecía a un lado con las manos unidas a la espalda. Detrás de ellos, los restos ensangrentados de Tephret todavía yacían tirados en el centro del círculo. La reina mantenía las manos extendidas a la altura de la cintura, con las palmas hacia fuera, como una diosa que les diera la bienvenida. Tenía la túnica de lino manchada de color carmesí, del cuello a las mangas, y la barbilla teñida de rojo por la sangre fresca.

Abhorash, el guerrero adusto e implacable, retrocedió con un grito de sorpresa y asombro al ver a Neferata. Incluso Lamashizzar, que la conocía desde la infancia, se quedó momentáneamente atónito ante su rostro descubierto y manchado de sangre. El resto del conciliábulo se la quedó mirando como si se tratara de la visión de una diosa vengativa que hubiera venido para aplicarles un terrible castigo. Ubaid cayó de rodillas con un gemido y el rostro lleno de terror extasiado.

Teniendo en cuenta la escena que se desarrollaba ante él, fue asombroso que el rey lograra, por fin, encontrar la voz.

Lamashizzar dio un paso vacilante hacia Neferata.

—¡Cómo te atreves! —gritó. Las palabras brotaron de su garganta en forma de susurro entrecortado—. Esto es indignante. ¡Un atentado contra la corona!

Neferata lo miró a los ojos sin inmutarse, pero no fue a su marido a quien vio. Su mente apenas podía ver nada más allá de los horrores de la última hora. Todavía podía oír el eco de los gritos de Tephret en su cabeza. Había aguantado mucho tiempo, dadas las cosas horribles que Arkhan le había hecho. La reina había observado cada angustioso segundo. Le debía eso al menos a la pobre Tephret.

—Esto —dijo Neferata con voz sombría— es por el futuro de Lahmia. Has olvidado tus deberes para con tu gente, hermano, así que voy a encargarme yo misma del asunto. Desde este momento.

El rostro de Lamashizzar palideció de rabia.

—¡Estúpida y arrogante arpía! —gruñó. Se abalanzó hacia ella, le agarró ambos brazos y la sacudió bruscamente—. ¡Cuando te lleve de vuelta al Palacio de las Mujeres te voy a dejar medio muerta a base de latigazos! ¿Oyes lo…?

La mano pequeña y esbelta de Neferata se movió demasiado de prisa como para que los ojos mortales pudieran seguirla. Apoyó la palma contra el pecho del rey y empujó, y Lamashizzar salió despedido hacia atrás como si no fuera nada más sólido que un muñeco de paja. Abhorash se apartó con agilidad dejando que el rey se estrellara contra las formas borrachas de lord Adio y lord Khemri. Todos cayeron al suelo formando una maraña de extremidades que se sacudían.

—Soy la reina —dijo con frialdad—. Y desde esta noche en adelante, no hay ningún lugar en este palacio en el que se me prohíba entrar. Seguirás siendo el rey de Lahmia, hermano, pero ten presente que yo soy la reina de Lahmia, y cuando hable, escucharás con atención lo que diga. A partir de ahora, gobernaremos esta ciudad juntos. ¿Me has entendido?

Lamashizzar se liberó de los libertinos paralizados. Su rostro era una máscara de odio, pero Neferata pudo ver un atisbo de miedo en sus ojos. Aun así, logró soltar un gruñido desafiante.

—¡Detenla! —le ordenó a Abhorash—. ¡Se ha vuelto loca! ¡Acaba con ella!

—No hará nada semejante —repuso la reina con calma. Miró al paladín del rey y sonrió—. Estos hombres son míos ahora, hermano…, todos y cada uno de ellos. Me servirán gustosos porque puedo proporcionarles algo que tú no puedes darles.

Eso rompió el hechizo. W’soran despertó con fuego en la mirada.

—¡El elixir! —exclamó entre dientes.

Neferata asintió con la cabeza.

—Os ofreceré el poder que habéis ansiado durante tanto tiempo —añadió—. Y a cambio, me serviréis igual que a vuestro rey.

Abhorash se agitó.

—Yo no quiero poder —repuso con voz profunda.

La reina dio un paso hacia él, situándose al alcance de la espada del paladín.

—No, tú ansías algo mucho más difícil de lograr. Ansías perfección. No es suficiente ser el paladín del rey; hay otros seis en Nehekhara que pueden reclamar tal título por legítimo derecho. No, tú quieres ser el guerrero más grande, el arquetipo de los combatientes. Por eso, aceptaste la oferta del rey en primer lugar, ¿verdad? Para poder disponer de toda la eternidad para afinar tus destrezas más allá del saber de los mortales.

El poderoso guerrero palideció ante el implacable análisis de la reina. Los otros la miraron como si fuera un oráculo, sin detenerse a pensar que, a través de Arkhan, disponía de más de un siglo de conocimientos sobre cada una de sus esperanzas y deseos.

La reina observó a los nobles reunidos.

—Lamashizzar os ha fallado por última vez —les dijo—. Inclinaos ante mí y os daré todo lo que deseáis. La elección es vuestra.

W’soran no vaciló. Cayó de rodillas y se postró ante la reina. Ankhat y Ushoran hicieron lo mismo, y los tres jóvenes libertinos —Adio, Khemri y Zurhas— los imitaron. Ubaid, que ya estaba arrodillado, simplemente le hizo un gesto de deferencia con la cabeza a la reina, como había hecho tantas veces antes.

Sólo quedaba Abhorash. La reina se volvió para mirarlo con una ceja enarcada. El paladín le sostuvo la mirada durante un largo y silencioso momento, y luego volvió a envainar la espada.

Lamashizzar, que sólo momentos antes era el indiscutido soberano de la ciudad más importante de Nehekhara, sólo pudo quedarse mirando con una furiosa expresión de impotencia.

—¿Qué quieres, hermana? —gruñó.

Neferata sonrió.

—Por ahora, trae un martillo y un cincel de hierro —contestó la reina de Lahmia, saboreando su triunfo. Señaló con un dedo manchado de sangre hacia Arkhan el Negro—. Vas a liberarlo.