6: El ladrón de túmulos

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El ladrón de túmulos

Pico Tullido,

en el 76.º año de Djaf el Terrible

(-1599, según el cálculo imperial)

Ahora que por fin había llegado a la montaña, la gran labor de Nagash empezó en serio. Pasó los primeros meses rastreando las laderas, introduciéndose en cada fisura como una araña y buscando modos de adentrarse más en sus profundidades. Había esperado que los depósitos de abn-i-khat se encontraran cerca de la superficie y que los respiraderos fueran señales de antiguos impactos que señalarían el camino hacia la piedra ardiente, pero tras los primeros días se dio cuenta de que su teoría sólo era correcta a medias. Las fisuras eran en su mayor parte grietas poco profundas que se estrechaban rápidamente a medida que iban penetrando cada vez más en la roca. No se trataba de las cicatrices de múltiples impactos, sino de las marcas de un único y gigantesco impacto que se había producido en algún momento incalculable del pasado. La piedra ardiente se había hundido en lo más profundo de las entrañas de la montaña, resquebrajando sus laderas de granito como un cuenco de vino que hubiera caído al suelo.

Examinó la montaña sistemáticamente, comenzando en la base y ascendiendo más o menos en espiral. Durante el día se refugiaba en una de las fisuras más profundas, respirando el brillante vapor en un intento de recuperar parte del poder que había consumido. La exposición a la piedra ardiente ya estaba empezando a dejarse sentir. Descubrió que necesitaba ingerir más abn-i-khat para mantener las fuerzas, lo que le dejaba la piel invadida de terribles lesiones y brillantes rastros del mineral en los huesos. La luminosidad le penetraba la carne, de modo que se veía el funcionamiento de los músculos y los nudos arrugados en que se habían convertido los órganos protegidos dentro del pecho; pero mientras la mente siguiera aguda y las extremidades obedecieran sus órdenes, no prestaba mucha atención a los cambios.

Por fin, muchas semanas después, encontró una fisura a casi dos tercios del pie de la montaña que se hundía torcida en la piedra durante más de seis metros, y luego se abría formando una cueva ancha y de techo bajo que relucía debido a los restos de siglos de vapores subterráneos. Desde ese momento en adelante, la montaña fue la fortaleza de Nagash, su santuario para protegerse del sol abrasador y las intromisiones de los estúpidos hombres.

Nagash pasó meses registrando los túneles que salían de la gran cueva y descubrió una enorme y compleja red de pasadizos que recorrían la montaña agrietada. Marcó los pasadizos con jeroglíficos usando la punta de las dagas de bronce, elaborando lentamente un mapa del laberinto a medida que se iba adentrando cada vez más en sus profundidades. Raspó el residuo de las paredes de roca, juntó el polvo en la capucha de su capa e ideó diferentes maneras de filtrar el mineral del vapor que salía de las partes más profundas de la montaña, pero no pudo encontrar un modo de llegar a los depósitos propiamente dichos. Habría que prolongar los túneles, tendría que hundir más los pozos de exploración en la tierra y construir estructuras para subir la piedra a la superficie. Iba a necesitar un ejército de esclavos para conquistar la montaña y arrebatarle sus tesoros, así que el nigromante volvió a centrar su atención en la superficie una vez más.

Era muy tarde, y aunque la estación de las lluvias ya había pasado, densos mantos de bruma envolvían la ladera de la montaña. Luminosas franjas de vapor hacían que las capas más frías de bruma se retorcieran y danzaran; jugando así con la vista, creaban imágenes fantasmagóricas en la niebla. Nagash se detuvo al borde de la fisura y escuchó. Un silencio sepulcral se extendía por las laderas de la montaña y los campos de túmulos de abajo. A lo lejos podía oír las olas lamiendo la orilla rocosa del mar Ácido.

El nigromante se apretó la capa hecha jirones al pecho y emprendió el descenso por la ladera. El poder le bullía en las venas atrofiadas. Había ingerido los últimos fragmentos de piedra que había recuperado y también un sustancioso pellizco de polvo de la cueva para asegurarse de que dispondría de fuerzas más que suficientes para completar el ritual que había planeado.

Se detuvo de nuevo al pie de la montaña con los sentidos extendidos al máximo. A lo largo de la última semana se había movido sigilosamente entre los túmulos observando la actividad de los sacerdotes mientras buscaba el lugar más adecuado para intentar llevar a cabo su experimento. Había averiguado que grupos de acólitos, a las órdenes de uno o más sacerdotes de alto rango, patrullaban el borde septentrional de la amplia llanura durante varias horas cada noche. Casi nunca se aventuraban más al sur, donde los túmulos eran mucho más antiguos, y se apresuraban a regresar al templo-fortaleza antes de la hora de los muertos. Nagash sospechaba que las patrullas suponían más bien un castigo para los acólitos perezosos que un auténtico intento de proteger los campos de túmulos de los intrusos. Se había cruzado con las patrullas en más de una ocasión durante sus exploraciones y ni siquiera habían sospechado nunca que se encontraba cerca. Los había oído charlar con nerviosismo lo bastante a menudo como para pensar que estaba empezando a entender parte de su lenguaje animal.

Había decidido que era mejor intentar el ritual después de que las patrullas hubieran regresado al templo para minimizar el riesgo de que lo descubrieran, pero eso limitaba cuánto podía alejarse de su guarida en la montaña y aun así regresar antes del amanecer. Tras convencerse de que no había nadie por allí, Nagash se dirigió al norte y al oeste, entre los túmulos más nuevos.

El túmulo en el que el sumo sacerdote había sepultado al jefe y a sus guerreros aún seguía relativamente intacto. Franjas de barro se habían escurrido sobre los cimientos de piedra durante los meses lluviosos y una capa de hierba amarillenta y de bordes afilados había crecido encima del montículo, pero aún se podía acceder con facilidad a la tapa de madera que habían colocado sobre la entrada. Habían encajado la tapa —redonda como la rueda de un carro y hecha de capas de madera cepillada— en el marco de piedra y habían rellenado las rendijas con tierra compacta.

Nagash se situó en la sombra que proyectaba la entrada del túmulo y extendió una mano descarnada y que brillaba débilmente. El poder estalló por sus extremidades mientras concentraba su voluntad en la tapa de madera. Las palabras de poder salieron como piedras de sus labios a medida que desataba un hechizo corto y concentrado.

Una luz verde brotó de los dedos del nigromante y recorrió la superficie de la madera. Las tablas se blanquearon de inmediato y crujieron desde dentro mientras las energías se comían la materia viva. El sonido de la madera pudriéndose se extendió, aumentando de volumen e intensidad, hasta que toda la tapa se desplomó con un estruendo hueco. Nagash atravesó rápidamente la entrada; sus pies descalzos levantaron secas nubes de polvo a cada paso.

Al otro lado de la entrada había un túnel corto, hecho con piedras encajadas, que conducía al centro del montículo. Nagash se movía con facilidad por la oscuridad, pues hacía mucho tiempo que sus ojos se habían adaptado a las condiciones de los profundos túneles que se abrían bajo la montaña. Después de unos diez metros, el túnel dio paso al túmulo propiamente dicho: una cámara parecida a una cúpula hecha de piedra y tierra compacta que apestaba a moho y descomposición. No había nada a modo de decoración en las paredes ni en las putrefactas plataformas de madera y cuero sobre las que yacían los cadáveres. Distaba mucho incluso de las criptas más humildes de Nehekhara.

El cuerpo del jefe descansaba sobre una plataforma situada en el centro del montículo, rodeado por los cuerpos de sus elegidos. La humedad y los estragos de los escarabajos y los gusanos habían dañado el cadáver, de modo que la carne y el músculo se habían licuado y desprendido del hueso. Los insectos se habían comido la mayoría de la piel que cubría el cráneo del jefe, lo que dejaba ver parte del pómulo y la mandíbula desdentada del guerrero.

Nagash torció el gesto en señal de desagrado. «Aficionados». Había esperado encontrar los cadáveres en mejor estado. Era más fácil hacer que el poder recorriera músculo que animar hueso desnudo. Miró a su alrededor y vio que ninguno de los otros cuerpos estaba en mejores condiciones, así que sacó la daga con una mueca de irritación y se puso a trabajar.

La tierra húmeda hizo que dibujar el círculo ritual resultara una tarea sencilla, aunque fue mucho más difícil rellenar los símbolos mágicos con la precisión necesaria. Tuvo que hacer cortes profundos en la tierra para grabar las líneas adecuadas, lo que le llevó mucho más tiempo del que había planeado. Para cuando estuvo listo, calculó que no faltaba más de una hora para que amaneciera. Ni siquiera había empezado como era debido y el experimento ya se había topado con un problema.

Nagash se guardó la daga, se situó en el borde del círculo y levantó los brazos. Comenzó con una larga letanía de maldiciones, concentrando su rabia y su deseo en la invocación de los nombres de todos aquellos, vivos y muertos, que lo habían ofendido y lo habían arrojado al yermo. «Khefru. Neferem. Nebunefer. Hekhmenukep. Rakh-amn-hotep. Lamashizzar…». La letanía continuó interminablemente, hasta que al final estaba bufando de rabia. En algún momento, los nombres dejaron paso a palabras de poder, y el aire frío y húmedo crepitó debido a la fuerza de la voluntad del nigromante.

Recurrió intensamente al poder que había absorbido y lo dirigió hacia el círculo y el cuerpo del jefe.

—Levántate —exigió—. Levántate. ¡Tu señor te lo ordena!

La cámara se fue tiñendo lentamente de un brillo verdoso que emanaba primero de Nagash y luego del propio cuerpo del jefe. La luz verde se acumuló en las cuencas de los ojos del cadáver. Un estremecimiento recorrió la carne putrefacta: los músculos se contrajeron y despertaron colonias enteras de escarabajos y gusanos que se retorcían.

Nagash observó con una expresión triunfal cómo se arqueaba la columna del cadáver. Un brazo quedó colgando por un lado de la plataforma y se derramó carne pútrida por el suelo. A continuación, despacio, como si una soga invisible tirase de él, el jefe se incorporó. La calavera se orientó hacia el nigromante mientras su mandíbula desnuda se movía como si intentara hablar.

—¡Levántate! —ordenó Nagash—. ¡Ven!

El cadáver se detuvo un momento, como si no estuviera seguro de sus fuerzas, y Nagash redobló la concentración. El cuerpo del jefe se estremeció bajo el azote de la voluntad del nigromante y pasó las piernas titubeando por encima del borde del armazón. La madera se rompió por el movimiento del peso, lo que casi provocó que el cadáver cayera al suelo. Este se tambaleó un momento de modo vacilante sobre los pies descalzos y desiguales, pero luego pareció encontrar el equilibrio. Enderezó la espalda a ritmo lento y constante. El cadáver dio media vuelta con cuidado para volverse hacia quien lo había invocado. Fuego compacto titilaba donde en otro tiempo habían estado sus ojos.

Nagash echó los labios hacia atrás, mostrando una espantosa sonrisa de triunfo. Crueles carcajadas brotaron de su pecho. Y entonces, el cadáver jefe alzó los brazos huesudos y avanzó tambaleándose para intentar agarrarlo por el cuello.

Estaba tan seguro de que controlaba al cadáver que al principio no se dio cuenta de que estaba en peligro. Sólo cuando los dedos avariciosos del jefe se encontraban a escasos centímetros de su garganta, Nagash se echó hacia atrás, asombrado.

—¡Atrás! —ordenó con un movimiento de la mano mientras aplicaba aún más energía al hechizo.

Pero el cadáver no se detuvo. Avanzó con paso inseguro, con los dedos extendidos y las óseas mandíbulas abriéndose y cerrándose hambrientas. Nagash soltó un gruñido e intentó apartar los brazos del monstruo. Este se tambaleó un momento, pero se recuperó con una velocidad inquietante. A cada momento que pasaba parecía que su fuerza e inteligencia aumentaban. Nagash maldijo las caóticas energías de la abn-i-khat e hizo desaparecer, furioso, las energías del ritual.

Esperaba que el cadáver se desplomase a sus pies. Este en cambio se lanzó hacia adelante agarrando a Nagash por el cuello. Los dedos huesudos se hundieron en la carne no viva del nigromante, desgarrando el músculo ceroso que había debajo. Atónito, Nagash luchó para liberarse de las garras del jefe. Clavó la mirada en los fuegos compactos que seguían ardiendo en las cuencas del cadáver y, de pronto, comprendió que lo dirigía otra voluntad que no era la suya.

El débil sonido de unos cánticos resonó por el oscuro túnel procedente de la entrada del túmulo. ¡Los sacerdotes! No habían sido tan descuidados ni habían estado tan ciegos como él había pensado.

Mientras forcejeaba con el jefe, Nagash vio que los cuerpos de los sirvientes también estaban empezando a moverse. Las energías de su ritual se habían disipado, pero el nigromante apretó la mano contra el pecho del jefe y arremetió con su voluntad. El cadáver se tambaleó un poco, pero reanudó el ataque casi al instante.

Si hubiera sido un hombre vivo, Nagash ya habría muerto. Tal y como estaban las cosas, en cuestión de un momento el resto del séquito del jefe lo rodearía y lo haría pedazos.

La rabia se apoderó del nigromante. ¿Él, que había llegado a dominar las energías de la Pirámide Negra y en su día había tenido a sus órdenes ejércitos de guerreros tanto vivos como muertos, derrotado por un puñado de cadáveres y un grupo de salvajes vociferantes? ¡Inconcebible!

Nagash recurrió a sus reservas de poder, cada vez más escasas, con un rugido y sintió que las extremidades le ardían gracias a una fuerza antinatural. Agarró la muñeca derecha del jefe con la mano izquierda y, apretando, destrozó los pequeños huesos e hizo que lo soltara; luego, sacó una de las dagas de bronce y atravesó la frente del cadáver con ella. El monstruo se tambaleó, pero no cayó. Nagash soltó un gruñido y retorció el cuchillo a derecha e izquierda, hasta que las vértebras se partieron; a continuación, le arrancó la cabeza de los hombros. El cuerpo se desplomó de inmediato, y a la vez que la magia que lo había animado se desvanecía de pronto, se desintegró.

Nagash tuvo tiempo de desenvainar el segundo cuchillo antes de que los sirvientes del jefe lo rodearan. Había cinco de aquellas desgarbadas criaturas, cuyos ojos ardían con malicia mientras intentaban atraparlo con manos parecidas a garras. El nigromante atacó con sus toscas armas, cortando dedos y atravesando manos, pero los cadáveres seguían acercándose. Lo pinchaban con huesos astillados y trataban de morderlo con sus mandíbulas putrefactas. Aplastó el cráneo de uno de los cadáveres que lo miraba con avidez, destrozándolo como si fuera un melón podrido, y luego le hizo añicos la rodilla a otro. El cadáver cayó a sus pies y le rodeó las piernas con los maltrechos brazos.

Otra extremidad envolvió el cuello de Nagash y apretó con una fuerza aterradora mientras una cuarta criatura le mordía el brazo izquierdo. Sintió que lo levantaban del suelo. Le dio patadas entre gruñidos a la criatura que le sujetaba las piernas y consiguió aplastarle el cuello y el hombro con un violento golpe. El cadáver retrocedió; un brazo le colgaba al costado inutilizado. Una vez que estuvo libre de sus garras, Nagash giró la cintura y hundió la daga en el cuello de la criatura que le estaba destrozando el costado con los dientes. La carne podrida se abrió como tela mojada. El nigromante movió la muñeca y la cabeza del monstruo se soltó con un estallido húmedo.

El último cadáver se estrelló contra él y le apretó el pecho con las manos. Nagash cayó hacia atrás, aunque a la vez siguió acuchillando desenfrenadamente con la daga. Cuando estuvo en el suelo, las criaturas se abalanzaron sobre él, lo inmovilizaron y lo desgarraron con las mandíbulas. El nigromante se retorció y pataleó. Los dientes se le hundieron en la mejilla, rasgando la carne cerosa. Nagash levantó el arma que sostenía en la mano izquierda y la hundió tan hondo en el tórax de un cadáver que el cuchillo se enganchó sin remedio. Soltó el mango de la daga, furioso, y enterró más la mano, más allá de los órganos marchitos y los músculos correosos, hasta que sus dedos se cerraron alrededor de la columna de la criatura. Apretó, aplastando las vértebras, y luego apartó al monstruo lisiado de un empujón. Momentos después, el último cadáver se desplomó con el cráneo machacado bajo el pomo de la daga del nigromante.

Nagash se liberó de los cadáveres a patadas, y gruñendo como un animal, volvió a ponerse en pie, tambaleante. Los dientes de los cadáveres le habían abierto heridas espeluznantes en la cara, el pecho y el brazo, pero no sentía dolor. La carne le ardía y los huesos le temblaban. Le salían volutas de humo de los jirones de piel que le colgaban de la mejilla.

Salió precipitadamente del túmulo con un grito de guerra nehekharano en los labios y los ojos ardiendo de ira. Media docena de sacerdotes esperaban fuera, formando un semicírculo y salmodiando, con los brazos levantados hacia el cielo. Aproximadamente una docena de acólitos los asistían, sosteniendo en alto faroles esféricos que ya estaban medio apagados debido al esfuerzo del conjuro de los sacerdotes.

Nagash extendió la mano y soltó palabras de poder. Arcos de fuego verde surgieron de las puntas de sus dedos y atravesaron a la mitad de los sacerdotes. Estos cayeron gritando y la piel se les fue ennegreciendo mientras se quemaban desde dentro hacia fuera. Los palos de los faroles cayeron cuando los acólitos huyeron despavoridos, y las esferas se reventaron al chocar contra el suelo.

Los demás sacerdotes retrocedieron, impresionados y horrorizados. Aguardó a que contraatacaran, desatando también virulentas embestidas, pero tal contraataque nunca se produjo. Nagash avanzó hacia ellos con la daga preparada. Atacó con el cuchillo, y uno de los salvajes se desplomó con el cuello abierto. Los dos últimos se dieron la vuelta para huir, gimiendo y farfullando imprecaciones hacia los cielos. Nagash se abalanzó sobre ellos, asestando tajos y puñaladas, hasta que los dos quedaron tendidos, mudos y rotos a sus pies.

Nagash se tambaleó, ensangrentado y desgarrado, y con la respiración agitada por el esfuerzo. Prácticamente no le quedaba poder, y el combate y el fuego de la abn-i-khat le habían destrozado la carne. Aún podía oír los gritos de los acólitos, perdiéndose a lo lejos, hacia el noroeste. Nagash echó la cabeza hacia atrás y aulló. «Ya voy —pensó con ferocidad—. ¡No hay ningún sitio al que podáis huir en este desolado lugar en el que estéis a salvo de mí!».

Se volvió, con músculos temblorosos, para regresar a la seguridad de la montaña… y vio que no estaba solo. Un acólito permanecía en pie, observándolo con ojos como platos y boquiabierto por el miedo. Era joven, apenas lo bastante mayor como para que se lo considerase un hombre, y aferraba el palo de su farol con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

Cuando la despiadada mirada de Nagash se posó en él, el acólito cayó de rodillas despacio e hizo una profunda reverencia. El nigromante lo estudió un momento, considerando qué hacer. Al final, simplemente asintió con la cabeza en silencio y se alejó. A decir verdad, no estaba seguro de que le quedasen suficientes fuerzas para matar al joven y aun así regresar al pie de la montaña.

Poder. Todo se reducía al poder. Había pensado que poseía suficiente y casi paga ese error con su vida. Mientras atravesaba tambaleándose la llanura sin vida hacia la lejana montaña, con el amanecer a menos de media hora, Nagash juró que no volvería a cometer el mismo error.