CAPÍTULO VII
REBELIÓN Y EMANCIPACIÓN DE PORTUGAL
1640
Cómo se fue preparando la insurrección de Portugal.—Odio del pueblo portugués a los castellanos, aumentado desde que perdió su independencia.—Poco tino de los reyes de Castilla en el gobierno de aquel reino.—Opresión en que le tenían.—Carácter del pueblo portugués.—Su disgusto contra los ministros Olivares, Suárez y Vasconcellos.—Primer levantamiento en los Algarbes.—Es sofocado.—Crece con esto la audacia del conde-duque y la indignación de los portugueses.—Conjuración para libertarse del yugo de Castilla.—Tratan de proclamar al duque de Braganza.—Carácter de este príncipe y de su esposa.—Desacertadas medidas del gobierno español.—Sírvese de ellas el de Braganza para disponer mejor su empresa.—Cómo engañó al de Olivares.—Reunión y acuerdo de los conjurados portugueses.—Decide la duquesa de Braganza a su marido a aceptar la corona que le ofrecían.—Estalla la conjuración en Lisboa.—Asesinato de Vasconcellos.—Arresto de la virreina.—Rendición de la ciudadela y de los castillos.—El de Bragranza es proclamado rey de Portugal con el nombre de don Juan IV.—Juramento del nuevo rey.—Sensación que causa esta noticia en Madrid.—Acusase al de Olivares.—Cómo dijo éste la nueva al rey, y respuesta de Felipe.—Hondo disgusto del pueblo.—Procura el de Olivares no perder su privanza.—Comunica la noticia al general del ejército de Cataluña, y le previene que la oculte.—Queda otra vez rota la unidad de la península ibérica.
Coincidió con la entrada del marqués de los Vélez y del ejército real en Cataluña otra novedad todavía más grave, todavía de peores y más funestas consecuencias para la monarquía española que la insurrección de los catalanes, a saber: la rebelión de Portugal, la proclamación de su independencia, y tras ella la desmembración de aquel reino de la corona de Castilla. La manera como se fue preparando este acontecimiento nos confirma en la observación que hicimos al comenzar el anterior capítulo; que las revoluciones de los pueblos, por más que a veces parezca estallar de repente y coger de improviso, nunca se verifican sin que causas más o menos antiguas las hayan ido preparando, y que rara es la que no podría evitarse, por que casi todas pueden y deben preverse.
Antiguo era el disgusto, tan antiguo como la conquista de aquel reino hecha por Felipe II, con que los portugueses sobrellevaban la pérdida de su independencia y su sumisión al cetro de los reyes de Castilla. Este disgusto y esta impaciencia, natural en un pueblo con razón orgulloso de haber sabido conquistar su independencia, de haberla conservado muchos siglos y de haberse hecho con ella una grande y respetable potencia, sólo hubiera podido templarse, y andando el tiempo desaparecer, si los monarcas castellanos y sus gobiernos hubieran sabido con la justicia, con la política, con la prudencia y con la dulzura, hacer del pueblo conquistado un pueblo amigo y hermano. Mas ya antes de ahora hemos visto que no fue este por desgracia el camino que nuestros reyes siguieron. Al fin Felipe II procuraba encubrir disimulada y artificiosamente la opresión en que tenía a los portugueses, y la falta de cumplimiento de algunas de sus más solemnes promesas. Felipe III había mirado con cierto indolente desdén y despego a Portugal: una sola vez estuvo en aquel reino, y valiera más que no hubiera estado ninguna. La conducta de Felipe IV y del ministro Olivares, lejos de ser la que hubiera convenido para ir borrando las antiguas antipatías de pueblo a pueblo, lo fue muy a propósito para avivar, cuanto más para extinguir, los odios entre dos naciones, ambas soberbias y altivas, pero conquistadora la una, conquistada la otra, la una opresora y la otra oprimida. La obra de la unidad ibérica se había hecho en lo material: la unidad moral, la unidad política, la unidad fraternal no se había realizado, y cuando esta unión no se realiza, fácil es de augurar el divorcio de dos pueblos.
Sobre las quejas generales que los portugueses tenían del gobierno de Castilla, como las exacciones y tributos con que se los sobrecargaba, la manera como se los exigían[239], el modo como eran repartidos los cargos del reino en castellanos, y no en los naturales corno se les había ofrecido, y otras semejantes, tenían además una que los había resentido en extremo, a saber: la pretensión de que las cortes portuguesas fuesen unas con las de Castilla, convocando a estas cierto número de diputados portugueses de los tres brazos, contra los privilegios concedidos a aquel reino por Felipe II. Y para tratar de esto se había llamado a Madrid a los nobles, prelados y caballeros portugueses. Así de la opresión que sufrían como de todas las violaciones de sus fueros culpaban los de Portugal, masque al rey, al ministro Olivares, por cuya mano sabían que se dirigía todo. A su vez el ministro para tenerlos sujetos había encomendado los negocios de Portugal a dos hombres, aduladores suyos, pero aborrecidos de los naturales; hombres de no escaso talento, pero de genio y costumbres correspondientes a las de su protector. Tales eran Miguel de Vasconcelos y Diego Suárez, hermanos políticos y secretarios de Estado de Portugal, con residencia el uno en Madrid y el otro en Lisboa[240]. Orgullosos e insolentes ambos, como el ministro que los había elevado y que los protegía, si el de Olivares en España tenía supeditado al rey don Felipe y era más soberano que su monarca, los otros en Portugal tenían esclavizada a la virreina doña Margarita de Saboya, duquesa viuda de Mantua, y eran los verdaderos virreyes. Con despotismo mandaba Vasconcellos en Lisboa como Olivares en Madrid, y las respuestas del secretario portugués no eran menos desabridas y altivas que las del ministro castellano. Como el arzobispo de Braga le preguntase un día con qué autoridad había castigado con las más atroces y degradantes penas a un hombre por una leve falta, Con la misma, le respondió, con que mandaré a su ilustrísima que vaya a residir a su diócesis, si se mete a criticar con demasiada libertad mis acciones.
Era el pueblo portugués demasiado altivo para dejarse abatir y humillar impunemente por aquellos tres soberbios personajes, que así violaban sus fueros como explotaban en provecho propio sus haciendas y fortunas. Ya en 1637, no pudiendo reprimir el aborrecimiento con que los miraba, y so pretexto de una nueva contribución que se los impuso, alborotáronse muchos lugares de los Algarbes; en Évora y otras ciudades hubo grandes desórdenes, y observábanse síntomas de un levantamiento general. Pero aquellos tumultos se sosegaron[241], y más adelante el consejo de Castilla y las cortes de Madrid de 1638, servilmente sometidas al rey, otorgaron grandes mercedes al conde-duque de Olivares, así por el socorro que había dado a Fuenterrabía como por haber ahogado el levantamiento de Portugal y conservado su unión con Castilla. Hízose con esto más audaz el primer ministro de Felipe IV, y no solamente impuso a aquel reino un excesivo tributo en castigo de la rebelión, sino que quiso reducirle a una provincia de Castilla, a cuyo efecto convocó a Madrid los tres arzobispos, de Lisboa, Évora y Braga, y a otros ilustres personajes, y arrestó a varios de los que a ello se negaron, o de los que con entereza le respondieron. Veían los portugueses amenazado el resto de libertad que les quedaba, y preparábanse para defenderla y sostenerla. Suárez y Vasconcellos, a cuya perspicacia, que la tenían, no se ocultaban las disposiciones de sus compatricios, avisaban de ello al conde-duque, y aún designaban al duque de Braganza como quien vendría a ser la cabeza del movimiento. Aconsejábanle por lo tanto, que estando rebelada Cataluña y aparejándose un ejército para invadirla, era una excelente ocasión para enviar allá tropas portuguesas, juntamente con los grandes y nobles del reino, y de esta suerte dejar a Portugal sin fuerzas y sin apoyo. Parecióle bien el pensamiento al conde-duque, e inmediatamente ordenó a la virreina que hiciera poner las tropas en marcha, y escribió a los grandes, y entre ellos al de Braganza, que se preparasen a pasar a Cataluña, so pena de confiscación de sus bienes y de otros castigos. Indignáronse con esto la nobleza y el pueblo portugués: rebosaban todos los corazones en ira; manifestábase ésta en todas las conversaciones; los sacerdotes desde los altares y púlpitos predicaban contra el gobierno opresor de Madrid, y prescribían al pueblo rezos y plegarias para que Dios los librara de él.
Hallábanse pues, como lo expresa un autor coetáneo, «la nobleza más que nunca oprimida y desestimada, cargada la plebe, quejosa la iglesia», y las miradas de todos se fijaban en el duque de Braganza como en la persona a quien competía ser su libertador, siendo como era el sucesor más inmediato al trono que había quedado de la antigua dinastía real portuguesa.
Como nieto que era el duque de Braganza de la infanta doña Catalina, que disputó a Felipe II los derechos al trono portugués[242] nadie en efecto los tenía mayores y más legítimos a ceñir la corona de Portugal en el caso de recobrar el reino su antigua independencia. Su padre el duque Teodosio le había legado el odio a los castellanos; pero el carácter del hijo, pacífico, templado, y aún indolente, más dado a los placeres y diversiones que a los negocios, aunque apto, capaz y entendido para manejarlos si se dedicara a ellos, le hacían poco apropósito para jefe de una revolución, que exige en el que ha de ponerse a la cabeza ambición, audacia y actividad. Mas lo que a él le faltaba de estas condiciones sobrábale a la duquesa su esposa, doña Luisa de Guzmán, hermana del duque de Medinasidonia, la cual no dejó de instigar a su marido e inducirle a salir de su indiferencia, y a no desaprovechar la ocasión de recobrar la antigua grandeza y poderío de su casa. Ayudóla a ello, y fue el alma de la conspiración un cierto Pinto Riveyro, mayordomo de la casa, hombre muy para el caso, por su osadía, su astucia y su disimulo. Como el duque se hallaba retirado en su hacienda de Villaviciosa, dedicado al parecer solamente al ejercicio de la caza y a otros pasatiempos, la conjuración se hubiera llevado adelante sin que se apercibiese ni sospechase la menor cosa la corte de Madrid, a no ser por la sagacidad de Vasconcellos y Suárez, los cuales dieron conocimiento al ministro de los síntomas que advertían y del peligro que bajo aquellas apariencias se ocultaba.
Los medios que el de Olivares ideó para ocurrir a aquel peligro fueron tan desacertados como lo eran generalmente todos sus arbitrios. Con el fin de sacar al de Braganza de Portugal ofrecióle primeramente el gobierno de Milán. Excusóse el portugués con su delicada salud y su falta de conocimientos en los negocios de Italia. Escribióle después el de Olivares que estando el rey don Felipe para hacer jornada a Aragón con motivo de la rebelión de Cataluña, y queriendo ir rodeado de sus nobles de Castilla y de Portugal para decoro y honra de su persona, era justo que le acompañase al frente de la nobleza portuguesa, a cuyo efecto le esperaba en Madrid. Conoció sin duda el de Braganza el artificio, y expuso que la escasez de sus rentas (y eran por cierto muy pingües) no le permitían presentarse con el decoro correspondiente a su clase y nacimiento. Esta no muy disimulada negativa puso ya en cuidado a la corte; y cuando todo el mundo esperaba alguna medida eficaz y severa, causó general sorpresa el rumbo que dio al negocio el de Olivares.
Y era ciertamente para sorprender la orden que envió al de Braganza dándole amplia autorización para que visitase las costas de Portugal, que decía estar amenazadas de franceses, y guarneciese y pusiese en estado de defensa las plazas. Esta comisión que sobre ser de confianza, equivalía a poner en manos del portugués las fuerzas y las ciudades principales, y era como abrirle las puertas del reino, suponían los más avisados que llevaba envuelta una segunda y secreta intención. Y así era la verdad, porque al mismo tiempo se envió orden reservada a don Lope de Osorio, que mandaba las galeras de España, para que cuando supiese hallarse el príncipe en algún puerto, fuese allá, le convidase a entrar en su bajel, y le retuviese prisionero. Pero fallóle al conde-duque este indigno y siempre extraño expediente, lo primero porque una tempestad impidió a la flota de Osorio acercarse a las costas, y lo segundo porque ya el príncipe, a quien hizo cauteloso lo desmedido de la confianza, supo acompañarse de personas que merecían bien la suya.
Frustrado este ardid de su inicua política, intentó el ministro adormecer a su oculto enemigo con la lisonja y el halago, escribiéndole tan afectuosamente como si fuese su más íntimo amigo, y poniendo a su disposición hasta cuarenta mil ducados para que pudiera levantar tropas. Insigne indiscreción y torpeza la del de Olivares; pues si bien en secreto prevenía a los gobernadores españoles que si se les presentaba ocasión favorable le prendiesen y enviasen a España, esto era una alevosía que no curaba les riesgos de la imprudencia. Obcecado andaba también Vasconcellos con la seguridad, más extraña en él que en otro, que mostraba en aquel caso: y con razón se manifestaban atónitos, así la virreina de Portugal como las personas de Madrid y de Lisboa fieles al rey, que observaban tan, peregrina conducta. Lo que sucedió fue que el de Braganza, más discreto o astuto, fingió dejarse engañar para burlar mejor a quien con tales trazas buscaba cómo engañarle. De contado puso en las plazas gobernadores de su confianza; las visitó después, acompañado de gente valerosa y resuelta; con el dinero que recibió se hizo nuevos partidarios y amigos, recorrió todo el reino con aparato y magnificencia casi real; acudían de todas partes a verle y saludarle, y Lisboa le recibió con poco menos pompa que a un soberano. El rey de España, que sabía el designio secreto que en esto se había propuesto su ministro, le tenía por el político más profundo del mundo, y compadecía a los que le criticaban y murmuraban. Entretanto el de Braganza, grandemente ayudado de Pinto Riveyro, hacía a mansalva su negocio, preparando a los nobles, al clero, a los comerciantes, labradores y artesanos, hablando a cada cual en su lenguaje, y ponderándoles los males que les hacía sufrir el gobierno opresor de Castilla y las ventajas que reportarían de recobrar su libertad, no necesitando de hacer grandes esfuerzos para persuadir a unas gentes que estaban harto predispuestas a dejarse convencer y arrastrar.
Creció el descuido de nuestra corte al ver al de Braganza, cuando se le suponía más satisfecho del mando, retirarse otra vez voluntariamente a su hacienda de Villaviciosa, y enviar al ejército de Cataluña todos los soldados portugueses que le habían pedido. Desvaneciéronse en Madrid los temores de los recelosos, que era cabalmente lo que él se proponía y buscaba. Pero quedaba en Lisboa Pinto Riveyro trabajando por él con inteligencia y maestría. El 12 de octubre (1640) se juntaron en el jardín de don Antonio de Almada muchos nobles portugueses, y entre ellos el arzobispo de Lisboa don Rodrigo de Acuña. Este prelado, que se hallaba resentido de la virreina porque había preferido a otro para la silla arzobispal de Braga, que es la primada de aquel reino, pronunció un vigoroso discurso, ponderando las injusticias, las vejaciones y tiranías que estaban sufriendo del gobierno de España. Cada cual después enumeró las tropelías de que era o había sido víctima, excitó el furor de la reunión la medida de hacerlos ir a Cataluña, y quedó resuelto recurrir a las armas para sacudir el insoportable yugo de los castellanos[243].
Divididos estaban sobre la forma de gobierno que deberían darse. Querían algunos erigirse en república federativa al modo de la de Holanda. Preferían otros la monarquía, pero andaban discordes sobre la persona en cuyas manos habían de poner el cetro, proponiendo unos al de Braganza, otros al de Aveyro, y otros al de Villareal. El arzobispo, afecto a la casa de Braganza, les representó que no era posible librarse de la dominación de España, sino restituyendo la corona de Portugal a quien por derecho dinástico le pertenecía; y que por otra parte el duque de Braganza era ya el hombre más poderoso del reino, digno además por su dulzura, su bondad y su prudencia. Adhiriéronse todos al fin a la proposición del prelado, y no se disolvió la junta sin señalar los días en que deberían reunirse para acordar los medios de asegurar el éxito de la empresa. Apresuróse Pinto Riveyro a informar reservadamente al príncipe de esta resolución, aconsejándole que fuera a Lisboa para dar con su presencia aliento a los conjurados. Mostróse por algún tiempo el de Braganza irresoluto, vacilante y como remiso en aceptar el trono que le ofrecían: él hizo de modo que le rogaran e instaran, y a las diferentes comisiones que con este objeto se le presentaron no daba nunca una respuesta categórica; fuese verdadero amor a la vida tranquila y retirada a que se había acostumbrado, fuese timidez de carácter o política profunda, dejábase solicitar, ni concedía, ni negaba, ni desanimaba, ni daba calor al plan de su proclamación.
Fuese la verdadera causa de esta conducta la que quisiera, sacó al duque y a los conjurados de este embarazo la duquesa su esposa, mujer de tanta travesura como talento, de tan noble ambición como de habilidad y viveza para los grandes negocios. ¿Qué vale más, le dijo un día: morir con una corona, o vivir en un retiro arrastrando toda la vida las cadenas? La muerte te espera en Madrid, acaso también en Lisboa; pero en la corte de Castilla morirás como un miserable, mientras en la de Portugal podrás morir cubierto de gloria y como rey. Depón, pues, todo temor, y no vaciles en el partido que debes tomar. En efecto, ya no vaciló más el duque; don Pedro Mendoza llevó la noticia de su resolución a los conjurados; y ocupáronse ya estos en concertar el tiempo y el modo de dar el golpe, entendiéndose para todo con el príncipe por medio de Pinto. Cosa admirable fue, que entre tantos como sabían ya lo que se tramaba en el tiempo que medió hasta su ejecución, hombres y mujeres de alta y de baja clase, nadie reveló el secreto, que es el mejor testimonio de que la conspiración era popular. Algo sospechó Vasconcellos, y algo se barruntaba en la corte de Madrid; por lo cual se ordenó al de Braganza que viniese inmediatamente, porque el rey deseaba que le instruyera personalmente y de palabra de la disposición y estado de las tropas y de las plazas de Portugal. El príncipe por consejo de su esposa contestó que se preparaba a venir, y para persuadirlo mejor envió un gentil-hombre de su confianza, el cual comenzó por alquilar una gran casa, amueblarla con magnificencia, admitir buen número de criados, vestirlos con ricas libreas, y hacer otros gastos y preparativos semejantes. Mas a pesar de todo la corte andaba ya muy recelosa, y otra orden apremiante del rey mandando presentar al duque hizo necesario apresurar el golpe en Portugal. Todo estaba ya preparado[244].
A las ocho de la mañana del 1.º de diciembre (1640) salieron los conjurados de los puntos en que se habían reunido, y se encaminaron armados al palacio de Lisboa. Un pistoletazo disparado por Pinto Riveyro fue la señal para atacar la guardia castellana y alemana, al grito de: ¡Libertad, libertad! ¡Viva don Juan IV, rey de Portugal! Un sacerdote iba delante llevando en una mano un crucifijo, en la otra una espada, animando al pueblo con voz terrible y dándole ejemplo de intrepidez y valor. Así fue acometida la guardia castellana que ocupaba el fuerte, quedando arrollada después de alguna resistencia. Ninguna opuso la alemana, porque fue enteramente sorprendida. Mientras el venerable don Miguel de Almeida corría por todas partes arengando al pueblo, que le correspondía entusiasmado, Pinto Riveyro al frente de su bando penetró en palacio en busca de Vasconcellos. Salía de su cuarto el teniente corregidor de Lisboa: ¡Viva el duque de Braganza, nuestro rey! le gritaron los conjurados.—¡Viva Felipe IV, rey de España y de Portugal! contestó el magistrado; y al acabar estas palabras un tiro de pistola le quitó la voz y la vida. A don Antonio Correa, a quien encontraron después, primer comisionado de Vasconcellos, le dieron algunas puñaladas y le dejaren por muerto tendido en el suelo. El capitán español Diego Garcés, que estaba a la puerta del aposento del ministro, echó mano a la espada para detenerlos, pero acometido por todos hubo de arrojarse por la ventana, y salvó la vida, aunque quebrantándose una pierna. Entraron los conjurados en la cámara de Vasconcellos, y aquel hombre que un momento antes había blasonado de que imitaría el valor y la serenidad de César, fue hallado escondido en una alhacena; descubrióle una criada; Tello le tiró un pistoletazo, y los demás le atravesaron con sus espadas. Su cadáver fue arrojado por el balcón a la plaza de palacio a los gritos de: El tirano ha muerto. ¡Viva la libertad! ¡Viva don Juan IV, rey de Portugal![245].
El pueblo, que en tales casos goza y se recrea con los espectáculos sangrientos, entretúvose por espacio de dos días en hacer objeto de sus brutales diversiones el cuerpo de aquel soberbio ministro que pocos momentos antes traía sujeto y hacía temblar a todo Portugal. No hay afrenta ni escarnio imaginable que no se ejecutara con él en medio de la más horrible algazara; hasta que Pinto con hipócrita piedad mandó llevarle a la iglesia para darle sepultura, envuelto en un paño viejo que al efecto compraron los hermanos de la Misericordia. El fin trágico y miserable que tuvo Vasconcellos es una de las muchas lecciones con que a cada paso está enseñando la historia a los hombres que ejercen autoridad y ocupan altos puestos de un estado, cuan expuestos están a ser víctimas de la venganza pública, cuando en vez de gobernar con justicia y con moderación se ensoberbecen y ciegan con el poder, y tiranizan y esclavizan los pueblos.
Otros en tanto habían ido a la cámara de la virreina, la cual se hallaba acompañada de sus damas y del arzobispo de Braga. Esta señora, más valerosa que Vasconcellos, cuando vio que forzaban ya su misma puerta se presentó a los conjurados y procuró aplacarlos diciendo, que pues el ministro a quién aborrecían como la causa de sus males había sido ya sacrificado a la venganza del pueblo, debían aquietarse, y ella les prometía el perdón si cesando el tumulto volvían a la obediencia del rey. Respondióle a esto don Antonio de Meneses, que tantos varones principales no se habían levantado para quitar la vida a un miserable, que debió perderla por mano del verdugo, sino para poner en la cabeza del duque de Braganza la corona que de derecho le pertenecía. Invocó otra vez la virreina la autoridad del monarca español, y replicóle Almeida que Portugal no reconocía más rey que el duque de Braganza, gritando todos: ¡Viva don Juan, rey de Portugal! Quiso todavía aquella señora salir de palacio para hablar al pueblo, pero impidióselo don Carlos Norohna, aconsejándola que no se expusiera a sufrir sus insultos.—¿Qué puede hacerme a mí el pueblo? preguntó la duquesa.—Nada más, señora, replicó Norohna, que arrojar a Vuestra Alteza por la ventana.
Hombre impetuoso y vehemente el arzobispo de Braga, que estaba a su lado, al oír tan descomedida respuesta arrancó la espada a uno de los conjurados, y Dios sabe lo que en su acaloramiento hubiera hecho si Almeida no le detuviera y apartara, diciéndole que sobre ser aquel un arranque impropio de su dignidad exponía mucho su vida, porque el pueblo le aborrecía de muerte, y había estado en poco que los conjurados no le hubieran designado por víctima[246]. Pero la virreina y el primado fueron retenidos, y los castellanos que había en Lisboa presos, mientras se sacaba de las cárceles a los reos de Estado, y en los consejos y tribunales se proclamaba al de Braganza rey de Portugal. Faltaba apoderarse de la ciudadela, de la cual eran dueños todavía los españoles, y sin la cual no podían decir los conjurados que dominaban la ciudad. A este fin presentaron a la virreina una orden mandando al gobernador que la entregara, y la forzaron a firmarla bajo la amenaza que de no hacerlo degollarían irremisiblemente todos los españoles residentes en Lisboa. Esperaba todavía la virreina que el gobernador comprendería que era un escrito arrancado por la violencia, pero se equivocó, porque el gobernador don Luis del Campo, o por credulidad o por falta de valor, cumplió la orden rindiendo la fortaleza a los conjurados[247]. Los demás fuertes se fueron rindiendo, por igual engaño unos, otros por cobardía, y alguno, doloroso es decirlo, por cohecho.
Quedó pues triunfante la conspiración en menos de tres horas: este breve plazo bastó para consumar una de las más grandes revoluciones que pueden hacerse en un pueblo, lo cual no se realiza sino cuando hay justicia en el fondo de la causa, y cuando la opinión pública está muy preparada y madura. Nombróse al arzobispo de Lisboa presidente del consejo y teniente general hasta que llegara el nuevo rey, y diósele por consejeros a don Miguel de Almeida, don Pedro Mendoza y don Antonio de Almada, principales agentes de la revolución. Abiertas las puertas de la cámara del consejo a petición de la multitud, se desplegó el estandarte real, y se paseó por calles y plazas, proclamando el pueblo entero ebrio de alegría, ¡Libertad, viva nuestro rey don Juan IV! Aquella misma tarde despachó el arzobispo correos a todas partes con órdenes para que se proclamara rey de Portugal al duque de Braganza con el nombre de don Juan IV, y al clero y magistrados para que hiciesen procesiones públicas dando gracias a Dios por haberlos librado de la tiranía de los castellanos[248].
Lisboa se dedicó a preparar el recibimiento solemne a su nuevo monarca. Intimóse a la virreina que desocupara el palacio. Al trasladarse aquella señora al alojamiento que le destinaron, que era un convento extramuros de la ciudad, rodeada de sus damas, y acompañada del arzobispo de Braga, que no quiso desampararla nunca, atravesó la ciudad con tan majestuoso continente, que a pesar de agolparse en toda la carrera una inmensa muchedumbre, todo el mundo la miraba con respeto, y nadie se atrevió a dirigirle un solo insulto[249]. A buscar al nuevo soberano en su retiro de Villaviciosa marcharon Mendoza y Melo, y el arzobispo no cesaba además de despacharle correos para que apresurase su ida. Caminaba ya el duque lentamente hacia la corte, pero en el llano de Montemor tomó una posta y se dirigió a Aldea Gallega. Desde allí en una humilde barca de pescadores atravesó el Tajo, llegó de incógnito a la plaza del palacio real de Lisboa, y pasando por entre una multitud de gentes sin que nadie le conociera, se entró en la casa de la Compañía de Indias, magnifico depósito y almacén de riquezas en otro tiempo, entonces desamparada y pobre. Hizo esto el de Braganza por cierta desconfianza de lo que suelen ser las cosas humanas, para informarse por sí mismo de la verdadera disposición del pueblo.
Mas no podía estar mucho tiempo oculta su llegada. El pueblo al saberlo abandonó sus labores y se entregó de lleno al regocijo. Agolpóse a la casa de la Compañía, y pidió que saliera al balcón. Aclamaciones de júbilo resonaron al verle por todas partes. Desde luego comenzó el nuevo soberano a dar pruebas de su discreción y talento. Como el magistrado propusiera dar diversiones al pueblo, Nosotros, respondió, celebraremos fiestas después de haber hecho los preparativos para defendernos contra nuestros enemigos. Con la misma discreción y cordura se condujo en la provisión de los primeros empleos, y en el restablecimiento del orden público, cosas ambas difíciles después de un gran sacudimiento, y en que no preside siempre el acierto y el tino, por lo mismo que se despiertan muchas ambiciones, y las pasiones están vivas y agitadas. Señalóse día para su entrada pública y para su coronación, y uno y otro se hizo con la solemnidad que correspondía. Puesto el rey de rodillas ante un altar que se erigió en la plaza de palacio, y con la mano puesta sobre los Santos Evangelios, juró regir y gobernar el reino con justicia y mantener los usos, privilegios y fueros concedidos por sus mayores, y a su vez los tres estados, clero, nobleza y pueblo, le juraron a nombre de la nación obediencia y fidelidad, recibiéndole por su legítimo rey. Así quedó consumada una de las mayores revoluciones que puede hacer un pueblo. Portugal se segregó otra vez de España; volvió a constituirse en reino independiente y libre, y se rompió de nuevo la unidad ibérica, la obra que había costado tantos siglos de esfuerzo a nuestros mayores, y todo por la desacertada política de los príncipes de la casa de Austria, y por las injusticias y las imprudencias de sus ministros y gobernadores.
Grande admiración y sensación profunda causó la noticia de estos sucesos en la corte de España, que se hallaba, como de costumbre, entretenida con unas fiestas de toros, celebradas estas para agasajar a un embajador de Dinamarca, y en cuyo espectáculo habían hecho de actores los principales de la nobleza. No comprendía nadie cómo un suceso de tanta monta y que necesitaba de larga preparación y no podía realizarse sin ser sabido por muchos, había cogido tan desprevenidos a la virreina y los ministros; ni tampoco comprendía cómo los gobernadores de las plazas las habían entregado con tanta facilidad, que parecía haber estado de inteligencia con los rebeldes. Los cargos se dirigían de público principalmente contra el ministro favorito, a quien se acusaba de tan imbécil e inepto como soberbio y tirano. Olivares sintió al propio tiempo abatimiento y desesperación. Todo el mundo sabía ya la novedad menos el rey. Temeroso el conde-duque de que alguno se la comunicara de modo que excitase su indignación contra él, determinó darle él mismo la mala nueva en una forma bien singular. Es fama que hallándose un día entretenido con el juego el indolente monarca, se llegó a él el de Olivares con alegre rostro y le dijo: Señor, traigo una buena noticia que dar a Vuestra Majestad. En un momento ha ganado V. M. un ducado con muchas y muy buenas tierras.—¿Cómo es eso? le preguntó el buen Felipe.—Porque el duque de Braganza ha perdido el juicio: acaba de hacerse proclamar rey de Portugal, y esta locura da a V. M. de sus haciendas doce millones. Aunque no era grande la penetración del rey, algo comprendió de lo que había, y solamente dijo: Pues es menester poner remedio. El semblante del rey se nubló, y el de Olivares sospechó si se nublaría también la estrella de su privanza[250].
Para evitarlo procuraba distraer al monarca con nuevas diversiones, pero el pueblo con su buen instinto le servía de avisador. Un día, al salir el rey a una cacería de lobos, le gritó el pueblo en las calles: Señor, señor, cazad franceses, que son los lobos que tememos. Recelaba ya también el ministro de los grandes y de la misma reina: a ésta le puso al lado su mujer, haciéndola su compañera asidua, para que apenas pudiese hablar con el rey sino en su presencia: y con aquellos cometía todo género de desafueros por cualquiera murmuración que supiese, al mismo tiempo que prevenía a los sacerdotes que en los sermones procuraran tranquilizar al pueblo: todo efecto de los remordimientos y de los temores que sentía: pero ninguna medida salvadora respecto a Portugal, de esas que en los momentos supremos de una nación pueden reponerla de su aturdimiento, y remediar o atenuar los efectos de una gran catástrofe. Pensó en conservar su privanza, y respecto a lo demás contentóse al pronto con informar al marqués de los Vélez de lo acontecido, encargándole ocultara la noticia a su ejército, y que no cundiera en Cataluña, ya para que no se envalentonaran los catalanes, ya para evitar la deserción de los portugueses.
Tal era la situación de España al terminar del año 1640: año de fatal recordación para todo el que abrigue sentimientos de españolismo y de dignidad nacional. En él, por la inconveniente política de nuestros reyes y por las insignes imprudencias de un ministro favorito, orgulloso y desatentado, perdimos un reino y nos veíamos amenazados de perder una importante provincia de la monarquía.