36
—Edie.
Stacey la miró con una sonrisa radiante desde la entrada de servicio. Iba vestida de negro como siempre, pero se había teñido parcialmente el pelo de blanco y se había rasurado una franja en un lado del cráneo. Pese a todo, o tal vez gracias a ello, estaba preciosa, realmente deslumbrante. Tenía una caja de cartón en la mano. Se la ofreció a Edie.
—Unas costillas y un par de raciones de chile de reno. He supuesto que estarías hambrienta. Invito yo.
Edie le dio las gracias.
—¿Cómo es que has cambiado al último turno?
Stacey hizo una mueca.
—La mitad de los empleados han llamado diciendo que estaban enfermos. Supongo que querían ver el final de la Iditarod en la tele. Yo he pensado que no me vendría mal un poco de dinero extra. —Se asomaron a una puerta de la parte trasera del edificio. Había unos críos turnándose para andar con un par de zancos por el aparcamiento. Stacey los saludó.
—Esos chicos me hacen gracia. Siempre están ahí —dijo, sacando unas llaves sujetas con una cadena al bolsillo de su delantal—. A veces les traigo a escondidas un poco de comida.
Uno de los niños se cayó de los zancos y enseguida volvió a montarse, riendo.
Edie giró la llave en la cerradura y Bonehead salió dando saltos, correteando y meneando alegremente su cuerpo sinuoso. Ella se agachó para acariciarlo.
—Mira qué monstruo peludo. Gracias por cuidármelo.
Stacey se mordió el labio inferior.
—Me alegro de que hayas vuelto, pero voy a echar de menos a este viejo perrazo. Nos lo hemos pasado de miedo juntos. ¡Chica, cómo le gusta caminar! —Inspiró hondo y, señalando la puerta trasera del café, dijo—: Me temo que debo volver. —Y todavía añadió—: El viejo Bonehead y yo somos compinches ahora. Vuelve a traérmelo cuando quieras. —Alzó las cejas con expresión suplicante—. Por favor.
Esperó a que la camarera volviera a entrar, le puso la correa a Bonehead y empezaron a cruzar el aparcamiento, donde los niños seguían jugando. Aunque la superficie había sido despejada, luego había caído una fina capa de nieve y se veían huellas de lobo por todas partes.
—Eh, chicos.
Ellos dejaron los zancos y se acercaron. Eran tres, todos varones, de unos once años. Llevaban el típico uniforme de Alaska: tejanos, parka de plumas y gorro con borla. Chicos guapos, bien atendidos. Uno de ellos empezó a acariciar a Bonehead.
—¿Veis esas huellas? —les dijo, señalando la maraña de pisadas—. Hay lobos por aquí. Deben de venir a hurgar en los cubos de basura. Probablemente no os harán nada, pero quizá deberíais ir pensando en volver a casa.
Los chicos estallaron en carcajadas. Se reían ruidosamente, agarrándose el estómago, y Bonehead empezó a gruñir.
Edie notó que se había ruborizado.
—Eh, niños, a ver. ¿Dónde está la gracia?
Lo cual solo sirvió para que volvieran desternillarse. Edie se agachó y examinó las huellas. No le cabía duda, eran de lobo, pero ahora vio que no solo no tenían orden ni concierto, sino que todas correspondían a las pezuñas delanteras. Se incorporó y fue a mirar los zancos. En la base tenían grabada la clásica huella de lobo con los cuatro dedos alargados y bien abiertos. Uno de los niños se acercó corriendo.
—¡Eh! ¡Son nuestros!
Edie le devolvió los zancos.
—¿Los hay con otro tipo de huellas?
—Claro —dijo él, con ese aire desdeñoso que los chicos reservan para los adultos estúpidos—. Lince, alce… de todo.
Una idea impresionante había empezado a tomar forma en su mente. Las huellas de alce que había visto en la orilla del lago. Hizo subir a Bonehead a la parte trasera de la camioneta y sacó la guía de fauna que guardaba en la guantera. Edie conocía a la perfección las huellas de todas las criaturas que vivían en la isla de Ellesmere. Le resultaban tan familiares como el zumbido del viento del noreste a través del hielo. En cambio, hacía solo unos días que había visto por primera vez huellas de alce. Al parecer, según observó en la guía, las huellas delanteras y traseras de un alce eran tremendamente parecidas, pero ahora vio con toda claridad que la distancia entre las pisadas que había en el lago resultaba anómala. Lo cual solo podía significar que las marcas eran falsas. Alguien había caminado sobre el hielo con zapatos y había regresado con unos zancos.
Dejó McRae, giró por la avenida Spenard y se dirigió hacia el sur. Las zonas comerciales y los edificios empezaban a adquirir un aspecto de inconfundible sordidez. Llegó al fin a la hilera de casas destartaladas que Derek le había descrito y se detuvo. Justo delante tenía los escalones de una puerta mugrienta. Los subió despacio, prestando atención por si oía voces o movimiento en el interior. Su instinto le decía que no había nadie. Aguardó unos instantes y llamó con los nudillos. Otra vez. Nada. Se le ocurrió que quizá se había equivocado de sitio: aquel mundo de bloques y manzanas le resultaba tan ajeno a alguien criado en un asentamiento de dos calles en mitad de una tundra de miles de kilómetros, que no sería de extrañar que hubiera confundido un lugar por otro. Sacó las indicaciones escritas de Derek y rehízo mentalmente el trayecto. Pero cada intento que hacía la volvía a llevar allí. Llamó una vez más a la puerta. Cuando ya no pudo soportar más el frío por mucho que pateara el suelo, dio media vuelta y bajó los escalones.
Al llegar al estudio, llamó a Derek por teléfono y le explicó lo sucedido. Él pareció aliviado al oírla.
—Volveré a pasarme más tarde.
—¿No puedes esperar hasta mañana? No me gusta la idea de que andes de noche por allí.
Ella se echó a reír.
—Si me he pasado media vida viéndomelas con osos polares, yo creo que seré capaz de arreglármelas.
—A los osos polares no los mueve el dinero.
—Porque son más inteligentes.
—Escucha, Edie, te conozco mejor de lo que crees. Me da la impresión de que tienes un motivo personal para continuar con esta investigación. Algo de lo que no hablas. No te he preguntado…
—Porque sabes que no te lo contaría —lo interrumpió.
Derek soltó un prolongado suspiro lleno de irritación y teñido, también, de algo más.
—Quizá yo sea idiota —dijo Edie—, pero tengo mi olfato y no me gusta cómo huele esto. Ya intuí en su momento que había algo raro en aquellas pisadas, pero no sabía qué. Era el modo de andar. Quien dejó las huellas tenía problemas en la cadera derecha. Podría haber sido Schofield, de acuerdo, pero faltaban las marcas de salpicaduras en el hielo.
Le habló de los niños a los que había visto en el aparcamiento, detrás del Snowy Owl.
—¿Crees que Schofield simuló su propia muerte?
—Si lo que pretendía era desaparecer, ¿por qué habría puesto vigilancia en su oficina? Lo que yo creo es que Tommy Schofield quería pasar desapercibido unos días hasta que se olvidara la historia de los Stegner. Luego pensaba reaparecer.
Derek se quedó reflexionando un instante.
—Y en lugar de eso…
—Estoy pensando en el cobertizo para desollar piezas de caza que había en la cabaña de Schofield —dijo Edie—. Sería un lugar ideal para matar a un hombre. Debe de haber restos de sangre por todas partes allí dentro. Sangre animal o sangre de Tommy Schofield: difícil saberlo, sobre todo si después lo has limpiado. Lo que digo es que alguien había fregado ese cobertizo hacía muy poco y colocado un candado nuevo.
—¿Quién? —preguntó Derek.
—Escoge tú mismo.
Repasaron la lista de posibilidades. De los clientes del pabellón, el único al que habían identificado era el jefe de policía Mackenzie, pero cualquiera de ellos podría haber tenido motivos para deshacerse de Schofield. Luego estaban sus socios, aquellos dos rusos a los que Derek había visto en el motel Chukchi. Y luego estaba Galloway.
—¿Por qué habría escenificado Galloway el suicidio de Schofield? A él ya le habían colgado dos asesinatos. ¿Qué importaba uno más?
—Creo que podemos descartar a Galloway.
Se quedaron un rato sumidos en sus pensamientos. Edie dijo finalmente:
—Ahora suponte que Mackenzie, o cualquier otro del pabellón, quería quitarlos a los dos de en medio, a Galloway y Schofield, pero no consiguió dar con Galloway…
—Entonces…
—Entonces imagina que esa persona o personas se deshacen de Schofield, lo preparan todo para que parezca un suicidio, entregan el cadáver a los Viejos Creyentes para que lo presenten como el de Galloway y montan un gran circo en los medios, asegurando que el caso está cerrado.
—¿Y qué ganan los Creyentes?
—Justo lo que necesitan: que la policía de Anchorage deje de buscar a Galloway.
Derek consideró la idea un momento.
—Y luego sacan corriendo a su hombre de Alaska.
—Lo cual no debe de ser muy difícil cuando cuentas con una enorme frontera internacional sin vigilancia en ambos lados.
—Pero ¿cómo vas a probar que fue eso lo que ocurrió?
—Según la doctrina ortodoxa, el cuerpo de un cristiano fallecido debe ser devuelto a la tierra. Los Viejos Creyentes tienen sus diferencias con la iglesia ortodoxa, pero en este punto están de acuerdo. Ellos no incineran a sus muertos. Lo leí cuando me estaba documentando. Lo único que habrías de hacer para demostrarlo es desenterrar el cuerpo de «Peter Galloway». Y me apuesto cualquier cosa a que encontrarías a alguien extraordinariamente parecido a Tommy Schofield.
—Los Creyentes no accederían a una exhumación —dijo Derek.
—No haría falta. Olvidas que incluso en Alaska existe una cosa llamada ley.
—Yo pensaba que no creías en la ley.
—Y no creo. Creo en la justicia.
En segundo plano Edie oía la voz de Zach y unos grititos de bebé. «La mejor banda sonora de todas», pensó.
Al terminar la llamada, preparó un té bien caliente y se sentó a meditar en el sofá. Luego, obedeciendo a un impulso, se levantó, fue a la cómoda donde había escondido los papeles que se había llevado de la oficina de Schofield y los revisó una vez más. Se detuvo al llegar a un papel de carta con el encabezado: «Kachemak Properties. Director: Tommy R. Schofield». En el papel figuraban unas notas a mano, como puntos de discusión; debajo, sujeto con un clip, había una especie de contrato entre Kachemak y alguien con un nombre insólito: Tryggve.
Se preguntó cuánto de todo aquello podría aclararle Sharon, la secretaria de Schofield. Ahora que su jefe presumiblemente estaba muerto, tal vez estaría más dispuesta a hablar.
Sharon respondió al segundo timbrazo. A Edie no le hizo falta presentarse.
—Bueno, seguimos su consejo y fuimos a ver a Annalisa Littlefish —dijo. Se la imaginó sentada en su silla rosa con una bata rosa. Así le resultaría más fácil lo que estaba a punto de hacer.
—Como ya le expliqué, yo no sé gran cosa. —Su tono se había vuelto mucho menos vivaz.
—Veamos. Tenemos indicios de tráfico de personas, proxenetismo de menores, estupro.
—Yo no sé nada de todo eso.
—Sabe lo suficiente para ser acusada de un delito de complicidad y encubrimiento. —El término lo había sacado de las películas de polis que miraba a veces con Sammy, durante las noches oscuras, a falta de otra cosa mejor.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego Sharon dijo:
—¿Qué quiere?
—Si espera encontrar otro trabajo en Homer, Sharon, será mejor que empiece a hablar.
—Ya le conté todo lo que sabía. —Pretendía resultar tajante, pero le salió un tono resentido y asustado.
—¿Kachemak Properties le suena de algo?
—Claro. Era una especie de empresa tapadera que Tommy, el señor Schofield, montó para tratar con el señor Hallstrom.
—¿Byron Hallstrom?
—Sí. Tommy nunca tuvo el dinero necesario para comprar las parcelas de costa y urbanizarlas. Él actuaba solo como agente.
—Pero los Viejos Creyentes no querían vender. ¿Schofield trató de chantajear a Peter Galloway y a los demás Creyentes para que vendieran las tierras?
Sharon se quedó callada. Al fin, dijo:
—Creo que el señor Schofield lo habría considerado más bien un modo de persuasión.
—Hábleme de Tryggve. ¿Era la organización de Hallstrom?
—Sí.
—¿Había alguien más implicado?
Otro breve silencio.
—En un momento dado —dijo—, la señora Hillingberg intentó meterse a la fuerza. Pero ella y Tommy se acabaron peleando.
—¿Cómo que se acabaron peleando?
—Oí que Tommy… en fin, que se ponía como loco al teléfono. A él nunca le había caído muy bien la señora Hillingberg.
—¿Había alguna historia entre ellos?
—Creo que fueron juntos a secundaria.
Sharon titubeó.
—¿Y?
—Mis padres me contaron una vez que corría el rumor de que él se enamoró de ella. Pero que ella lo trató muy mal.
—¿Cómo que lo trató mal?
—Bueno, no sé —dijo a la defensiva—, Tommy sufrió una especie de crisis nerviosa, decían mis padres, y tuvo que dejar el colegio. Por eso no fue a la universidad.
—¿Porque ella lo había tratado mal?
—El señor Schofield era un tipo solitario. Se burlaban de él a causa de sus piernas. Pero tenía un perro. Mis padres decían que Marsha pagó a un psicópata de la zona para que le rompiera las piernas al perro con un bate de béisbol. Dejaron al perro en el porche de Tommy con una nota donde lo llamaban lisiado y le decían que se relacionara con sus iguales.
Edie dejó a Bonehead en el estudio y se dirigió con la camioneta hacia el sur, hasta la casa destartalada del final de la avenida Spenard. El aparcamiento estaba vacío y una leve capa de nieve había borrado el rastro que había dejado antes. Ahora había pisadas frescas que iban hasta la puerta. Sintió que se le aceleraba el pulso. Lena estaba en casa. Subió los escalones, se detuvo un momento y llamó con los nudillos. Oyó unos pasos aproximándose. No se encendió ninguna luz en el interior, pero se abrió la puerta y apareció una figura en el umbral.
—Pase —dijo una voz femenina.
Ya mientras daba el primer paso, Edie Kiglatuk comprendió que había sido una estúpida. Apenas un instante más tarde, un lapso demasiado breve para que pudiera volverse, notó una ráfaga de aire y oyó un crujido. Luego nada.