21

Se encendió la señal de radio del punto de control y volvió a sonar la voz Sammy Inukpuk.

—¿Cómo?

Derek Palliser carraspeó e hizo un esfuerzo para hablar con claridad. En el centro de comunicaciones del cuartel general de Nome había siempre tanto bullicio que a veces costaba que la gente te oyera al otro lado de la línea.

—Digo que los nuevos botines para perros que querías los he incluido en el suministro de hoy. Los tendrás en Anvik.

—Ajá. —Sammy parecía distraído.

—¿Pasa algo?

—No, no. Todo bien. El equipo está corriendo de fábula. Supongo que estoy cansado, simplemente.

Hubo una pausa. La adjunta de Aileen Logan, Chrissie Caley, se acercó y le lanzó a Derek una sonrisa. Aileen se había ido todo el día a Anchorage para celebrar una rueda de prensa, pero Chrissie parecía tomarse con una calma admirable la responsabilidad de asumir el mando. Derek esperó a que Chrissie se alejara antes de reanudar la conversación con Sammy.

—¿Me oyes? —La voz de Sammy le llegó otra vez, aunque sonaba apagada. Se produjo un silencio mientras Derek buscaba algo qué decir. Desde que había regresado de su tour por los bajos fondos de Anchorage estaba distraído. Le costaba sacarse a aquella chica flaca de la cabeza; o más bien, a su bebé. Solo había pasado diez minutos con ellos, exactamente diez, pero esos pocos minutos figuraban entre los más deprimentes de su vida. Pensaba en aquella pobre criatura casi continuamente. ¿Qué oportunidades tendría creciendo en un cuarto diminuto y oyendo cómo se follaban a su madre por dinero en la habitación de al lado? A lo largo de los años, Derek había visto muchas clases de infierno, pero lo de esa criatura, la vida que tenía por delante, constituía para él una nueva dimensión.

—Perdona, Sammy, me he distraído —dijo, haciendo un esfuerzo para centrarse, aunque sin lograrlo demasiado.

—Decía que estoy bien, solo cansado. —Hubo una breve pausa, el tiempo suficiente para que ambos se sintieran decepcionados; luego Sammy preguntó—: ¿Nancy ha dado señales de vida? —Nancy era la novia intermitente de Sammy allá en Autisaq. A él le habría gustado que hubiera viajado a Alaska para apoyarle, pero Nancy había dicho que necesitaría un nuevo par de botas de nieve y que no disponía del dinero. Y cuando él se ofreció a pagárselas con el fondo de los patrocinadores, había dicho que no disponía de tiempo. Siendo como era un optimista, Sammy creía que se hacía la enfurruñada por algún motivo y que pronto se le pasaría. Derek sospechaba que había otros motivos, más oscuros, de que ella no hubiera acudido: motivos relacionados con el vecino de Sammy, Apiuk, al cual había visto salir a hurtadillas de la casa de Nancy la noche antes de que partieran para Alaska.

—Seguro que ha hablado con Edie —mintió Derek— y que ella se ha olvidado de pasarte el mensaje. —Una vez más, le llamaba la atención el intenso deseo que sentía de que Sammy terminara la carrera, de estar allí presente cuando cruzara la línea de meta con su equipo de perros. Desde luego no le parecía que tuviera sentido minar su moral contándole ahora la verdad.

—¿Ella está ahí? Quiero decir, Edie.

—No, no. Está en Anchorage, como acordamos —se oyó decir. Se estaba poniendo evasivo, era consciente, pero no creía tener otra alternativa. Lo último que Sammy necesitaba ahora mismo era un montón de preocupaciones—. Pero, oye —añadió en un tono que pretendía ser alentador—, estamos los dos alucinados contigo. Lo estás haciendo fenomenal. ¿Crees que terminarás dentro de las dos semanas?

—Eso creo —dijo Sammy. Hubo una breve pausa, como si esperase que Derek dijera algo, y enseguida—: Bueno, muy bien. Me parece que será mejor que vuelva a la pista.

Derek le deseó una buena jornada. En cuanto se interrumpió la comunicación, le invadieron los remordimientos por haberle fallado a su amigo. Habría deseado rebobinar y volver a mantener la conversación. Sammy había recorrido 800 kilómetros por uno de los territorios más duros del mundo con un trineo de carrera, un reducido paquete de provisiones y dieciséis (ahora quince) perros como única compañía. Había seguido adelante día y noche, durmiendo de pie en el trineo, si es que conseguía dormir, y comiendo en marcha; toda su vida estaba concentrada en la delgada cinta helada del camino. Salvo que hubiera una emergencia, la conversación que acababan de mantener habría de ser el último contacto directo que Sammy establecía hasta que alcanzara el refugio de carretera situado a pocos kilómetros de Nome. En adelante, Derek y Edie habrían de conformarse con el resumen esquemático de sus progresos extraído de la posición que marcara el rastreador GPS y de las nimias informaciones transmitidas vía correo electrónico por los encargados de cada punto de control.

Una vez terminada la conversación, Derek caminó lentamente hacia el apartamento de Zach Barefoot. Al llegar a la calleja sin nombre donde se encontraba el motel Chukchi, se detuvo. No había oscurecido aún, ni oscurecería en varias horas, pero el rótulo estaba encendido. Mientras permanecía allí, un hombre fornido de cara alargada y nariz prominente salió del motel, bajó la escalera y, tras montarse en una motonieve, se alejó a toda velocidad. No había pasado mucho tiempo cuando el rótulo se apagó. Pensó en la joven del bosque de Meadow Lake que había escrito Шахта, «mío», en el limpiaparabrisas. Armándose de valor, bajó por la calleja hacia el motel.

En recepción había un viejo inupiaq desdentado. Estaba tallando un pedazo de marfil de morsa con una navaja.

—Quisiera una habitación —dijo Derek.

El hombre alzó la vista. Tenía la piel de la tundra —correosa, parda, arrugada— y unos ojos legañosos con cataratas. Derek dedujo por su manera de parpadear que no veía gran cosa.

—Lo tenemos todo lleno —dijo el viejo.

Él se mantuvo firme y repitió lo que quería. El viejo asintió.

—Tendría que volver a las nueve —dijo—, o quizás a las diez.

Derek se inclinó y tomó el pedazo de marfil de morsa.

—¿Tiene problemas de vista o le pagan para mirar para otro lado?

—Yo ya he visto todo lo que tenía que ver en este mundo —dijo el viejo, alargando la mano y recuperando su talla.

La puerta de la casa de Zach estaba abierta. Derek llamó en voz alta y una mujer asomó la cabeza por la esquina de una de las habitaciones. Reconoció de inmediato a Megan Barefoot por las fotos que había en el apartamento, aunque ahora, vista al natural, le llamó la atención lo mucho que se parecía a Edie. La misma frente despejada, las cejas arqueadas, la expresión de energía apenas contenida. Ella se había llevado un dedo a los labios y daba la impresión de acabar de levantarse.

—Zoe está durmiendo.

Derek se presentó entre susurros. Megan sonrió y le dijo que Zach le había hablado mucho de él. Pensando en el bebé dormido en la habitación contigua y en la criatura de Anchorage, Derek sintió una palpitación en la sien.

Había logrado pasar todo ese tiempo en Alaska sin pensar demasiado en su propia cría. Una negación, habría dicho Edie Kiglatuk, si hubiera sabido que tenía una hija. Se lo había callado para que ella no se enterase. ¿Cuánto hacía desde la última vez que había visto a Serena? Casi cuatro años ya. Ahora tendría cinco. Su madre no se encargaría ciertamente de mantener vivo su recuerdo. Ella era el motivo, al menos en parte, de que hubiera perdido el contacto y no hablase del tema. Esa mujer había hecho que todo resultara demasiado difícil y doloroso, y demasiado caro. Lo cual, en realidad, no era excusa, y lo sabía. Él tenía una conexión satélite de Internet en el destacamento de policía de Kuujuaq. La tenía desde hacía casi dos años. Joder, ni siquiera sabía dónde vivían Serena y su madre ahora. Pero podría haberla localizado; podría haberse tragado toda la mierda que ella hubiera querido y haber suplicado para contactar otra vez con Serena. A cambio, podría haberle ofrecido a la madre un envío regular de dinero. Joder, ahora mismo podría estar hablando por Skype con su hijita. Y sin embargo, ni siquiera sabía qué aspecto tenía.

Entonces se abrió la puerta y apareció Zach con un pack de seis cervezas en cada mano. Al ver a Megan, su rostro se iluminó como un cristal de hielo al sol. Dejando las cervezas, corrió hacia su mujer y la abrazó. Luego, cogidos de la mano, se deslizaron en la habitación donde dormía la niña.

Derek se sentó en el sofá y abrió una lata. Al cabo de un rato, no habría sabido decir cuánto, Zach reapareció solo en la sala de estar. Le brillaba en la cara esa clase de amor que pocas veces llegas a ver, pero siempre estás deseando. Se fijó en la lata de cerveza abierta.

—El tipo no pierde del tiempo —dijo, amigable. Tomó una lata, se sentó en el sofá y la alzó sonriendo—. Brindo por tu estilo.

Derek soltó una risa ronca; confió en que no sonase demasiada amarga. Zach, en todo caso, no se dio cuenta.

—Están preciosas ahí acostadas juntas, profundamente dormidas —murmuró. Se bebió su cerveza y, secándose con el dorso de la mano, suspiró con satisfacción.

—Seguro. —Derek se llevó la mano a la boca y se mordió el pulgar—. ¿Tienes algo que hacer esta noche, allá a las diez?

Zack se incorporó, intrigado, y tomando otra lata, respondió:

—¿Por qué? ¿Tienes planes?

—Sí.

Zach dejó la lata.

—¿Debo abstenerme de la segunda?

Derek sonrió y le dio una palmadita en el hombro.

—No —dijo—. Nos va a hacer falta toda la cerveza que podamos tragarnos.

A ochocientos kilómetros de allí, en Anchorage, Edie Kiglatuk había quedado con Aileen Logan en un barucho de estilo pionero llamado Klondyke, al este del centro de la ciudad. Aileen la había llamado unas horas antes, diciéndole que quería conocer mejor cómo entrenaban a los perros de trineo en Autisaq y proponiéndole que salieran a tomar algo. El local en sí era un antro húmedo y apestoso de techo bajo y escasa iluminación, cosa que no le confería un aire íntimo, sino más bien chabacano. En las paredes había retratos de cuerpo entero de mujeres. De hecho, había mujeres por todas partes.

Una camarera con varios piercings faciales se acercó, saludó a Aileen por su nombre y preguntó qué querían tomar. La clave estaba en el nombre del bar, comprendió Edie. Klondyke.[2]

—¿Te vale un Jack Daniel’s? —dijo Aileen sonriendo.

—Estaba pensando en una Coca —dijo Edie. Bastantes veces había roto ya la abstinencia. No le apetecía repetir el proceso.

Aileen observó cómo se alejaba la camarera.

—Dime, ¿cuánto llevas sin beber? —preguntó.

Edie arrugó el ceño. ¿No le había propuesto que fuesen allí para hablar de perros de trineo?

—Mira —dijo—, yo soy una persona muy sencilla. Me gustan las viejas comedias del cine mudo, me gusta la carne y amo a mi familia. Lo que no me gusta es que la gente a la que apenas conozco me haga preguntas personales.

Aileen alzó las manos con aire burlón y dio un silbido.

—Daría cualquier cosa por verte cuando te enfadas de verdad —dijo, riendo a carcajadas.

Hablaron un rato de la Iditarod, chismes sin importancia más que nada.

—Tienes a un tipo muy bueno en la carrera. Sammy, ¿verdad? —dijo Aileen—. Lo vi en la salida. Un tipo con agallas.

—Allá donde vivimos, eso va incluido en el lote.

—Una vida muy dura en Ellesmere, ¿no? Supongo que Alaska debe parecerte casi sureña.

—Es lo más al sur que he bajado.

Llegaron las bebidas en jarras de cristal cubiertas con una fina capa de escarcha. Aileen se bebió la suya de golpe. Aquella mujer era capaz de ventilarse una buena cantidad de cerveza.

—A los alasqueños todo lo que queda fuera del estado nos parece el mundo exterior —dijo Aileen—. Podemos llegar a ser bastante duros con los forasteros. —A Edie, por su modo de decirlo, no le cupo duda de que estaba enviándole un mensaje.

—Los forasteros también pueden ponerse duros. —Ser forastero, pensaba Edie, tenía poco que ver con la geografía y mucho con el paisaje mental.

—Como tu amigo Sammy —dijo Aileen con un tonillo peculiar.

—Sí, como Sammy. —Las dos mujeres se miraron a los ojos. En ese momento, sin necesidad de decir nada más, quedó bien claro para ambas que Aileen le estaba lanzando una advertencia amistosa para que no continuara entrometiéndose en la investigación de las muertes de Lucas Littlefish y Jonny Doe. Pero ¿por qué? ¿Qué tenía ella que ver con todo ese asunto?

Aileen se excusó y se fue al baño. Entretanto, la camarera se acercó otra vez.

—¿Tu primera vez aquí? —dijo. Y al ver que Edie asentía, añadió—: ¿Te gusta la decoración? A la mayoría de gente le vuelve loca esta decoración.

—Ya lo he visto.

La camarera prosiguió como si no la hubiese oído.

—Esa dama —dijo, señalando un mural de una mujer menuda con una cara de aspecto regio— es Alaska Nellie. Era muy bajita, como un metro sesenta, pero se dedicaba a la caza mayor. ¿Puedes creerlo?

Edie, un metro cincuenta y ocho, respondió:

—Lo intentaré.

Cuando se fue la camarera, Edie se puso a evocar con nostalgia los viejos tiempos. ¡Los viejos tiempos! ¡Qué sencillo parecía todo entonces! Si quería una copa o una comida (o un polvo, ya puestos), lo conseguía sin más. Cuando el espíritu —o el estómago— la impulsaba, salía de caza y mataba a un animal. Parecía tan sencillo sacrificar una vida en aquel entonces. Tomabas una escopeta y un komatik, un trineo, y una docena de perros y volvías a casa con algo de carne. Ella había llegado a creer que así liberaba a los animales de su cuerpo para que pudieran renacer. El acto de matar no le parecía tanto quitar una vida como liberar un espíritu.

Pensándolo ahora, le resultaba difícil creer que hubiera podido ver las cosas de un modo tan simple, tan en blanco y negro. La simplicidad era un lujo de la juventud. Cuanto más envejecías, más cuenta te dabas de que nada era tan sencillo. Ni siquiera la muerte. Especialmente la muerte.

Aileen reapareció y volvió a sentarse.

Edie levantó la vista.

—¿Qué pretendías decirme antes? ¿Tienes motivos para creer que podría estar metida en un lío?

Aileen se agarró la nuca con ambas manos, en un gesto que denotaba una seguridad total.

—Como te he dicho, Edie, podemos ser muy duros con los forasteros. —Apuró su cerveza y pidió otra a la camarera con una seña—. Bueno, hablemos ahora de esos huskies vuestros. Confieso que he de sacarme el sombrero, chicos. Está claro que sabéis criar a un perro de trineo duro de verdad. Si no es una pregunta personal, ¿cuál es vuestro secreto?

Edie se encogió de hombros.

—Nosotros decimos que o bien los perros tienen el ihuma adecuado, el corazón, para entendernos, o bien no lo tienen. Igual que la gente. —Eso también sonaba muy simple. Y no obstante, el ihuma convertía incluso el acto más elemental en un complejo laberinto.

Aileen se echó a reír —el aliento le olía a cerveza— y se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa. Tenía ese tipo de manos con las que podrías estrangular gatitos fácilmente.

—Bueno, ¿y qué haces con los perros malos, Edie Kiglatuk? Con los que no tienen el ihuma adecuado.

Edie observó sus manos y luego volvió a mirarla a los ojos.

—Los convertimos en gorros de piel.