14
Como nunca había ido a su piso ni había perdido tiempo en imaginar cómo sería, ver su apariencia no supuso ni una sorpresa ni una confirmación: una manzana art déco en St. John’s Wood, de aristas redondeadas y ventanas con marco metálico. Orwell había vivido cerca de allí y era probable que hubiese usado algún detalle local para construir su futuro fascista, pero aquella manzana en particular parecía más bien ordinaria a primera hora de la mañana, con su entrada comunitaria y un sistema de apertura que no dejaba de zumbar. Sólo el cartel que prometía cobertura de circuito cerrado insinuaba un mundo de Gran Hermano, pero el cartel siempre es más barato que las cámaras. La sociedad de Reino Unido debía de ser la más vigilada del mundo, pero sólo cuando el dinero salía de los bolsillos del pueblo, mientras que las constructoras privadas solían preferir la opción más barata de instalar una cámara falsa. A Jackson Lamb le costó un minuto forzar la cerradura, algo menos antigua que el edificio, pero tampoco demasiado. Si no hubiese andado con cautela, las baldosas del vestíbulo habrían resonado con sus pasos. Por debajo de una de las puertas de la planta baja se filtraba algo de luz.
Lamb subió por la escalera: más silenciosa y fiable que el ascensor. Era como ponerse un abrigo viejo. «Normas de Moscú», había decidido al reunirse con Diana Taverner junto al canal. Ella estaba supuestamente de su lado —era, supuestamente, su jefa—, pero había jugado sucio, de modo que se aplicaban las reglas de Moscú. Y ahora, con la partida de Diana extendida ya en todas las direcciones, como en un tablero de Scrabble, tocaba aplicar las normas de Londres.
Si las normas de Moscú servían para cubrirse las espaldas, las de Londres eran para taparse el culo. Las normas de Moscú se habían escrito en la calle, mientras que las de Londres procedían de Westminster y, en su versión resumida, rezaban así: siempre paga alguien; asegúrate de no ser tú. Nadie lo sabía mejor que Jackson Lamb. Y nadie dominaba mejor ese juego que Di Taverner.
Se detuvo al llegar a la planta de Catherine Standish. No se oía nada, salvo el zumbido eléctrico constante que emitía la lámpara. El piso de Catherine era el de la esquina; su puerta, la que le quedaba más a mano. Cuando pegó el ojo a la mirilla no vio ninguna luz. Sacó la ganzúa de nuevo. No le sorprendió descubrir que Catherine había cerrado con llave las dos cerraduras; tampoco que hubiera pasado la cadena por dentro. Estaba a punto de encargarse de ese tercer obstáculo cuando ella habló desde el otro lado de la puerta, abierta ya un par de centímetros.
—Seas quien seas, apártate de la puerta. Estoy armada.
Lamb estaba seguro de no haber hecho ningún ruido, pero eso daba igual: Catherine Standish era muy nerviosa. Probablemente se despertaba cada vez que las palomas sobrevolaban el edificio.
—No estás armada —le dijo.
Hubo un momento de silencio. Luego:
—¿Lamb?
—Déjame entrar.
—¿Qué quiere?
—Ahora mismo.
Nunca le había caído bien Lamb, y él no podía culparla por ello, pero al menos sabía cuándo debía actuar. Retiró la cadena para dejarlo entrar y luego cerró la puerta, al mismo tiempo que encendía la luz del recibidor. Llevaba una botella en la mano. Sólo era de agua mineral, pero de haber sido un intruso de verdad podría haberle hecho mucho daño con ella.
A juzgar por su expresión, parecía que lo consideraba como un intruso de verdad.
—Vístete.
—Estoy en mi casa. No puede…
—Que te vistas.
Con aquella luz inesperada, se la veía vieja; el cabello gris caía suelto sobre los hombros. El camisón parecía salido de una ilustración de un libro de cuentos de hadas. Le llegaba hasta los tobillos y se abotonaba por delante.
Su percepción del contexto cambió por el tono de voz de Lamb. Estaba en su casa, pero seguía perteneciendo a la agencia y él seguía siendo su jefe. Si se había presentado allí en plena noche, sería que estaba ocurriendo algo que no debería ocurrir.
—Espéreme aquí —le dijo, señalando una puerta abierta, y desapareció en su dormitorio.
Antes de descubrir que quien estaba forzando la puerta de su casa era Lamb, por la mente de Catherine habían pasado los pensamientos más obvios: que iban a robarle, o que alguien pretendía violarla. Agarrar la botella que tenía en la mesita había sido una respuesta automática. Y al ver quién era se había llegado a preguntar si tal vez acudía con la intención de ligar con ella. Había dado por hecho que estaría borracho; se había preguntado si estaría loco. Luego, mientras se vestía a toda prisa, se preguntó por qué no había corrido a coger el teléfono en vez de la botella; por qué su primera respuesta a aquel último susto no había sido sólo el miedo. La adrenalina que la había recorrido por dentro le había dado más sensación de tensión que de pánico. Como si llevara años esperando y aquella manipulación nada silenciosa de su cerradura hubiera sido como la última pieza de un rompecabezas que por fin entendía del todo.
La primera pieza la había encontrado al descubrir el cadáver de Charles Partner.
Se puso el vestido que había dejado preparado para la mañana. Se recogió el pelo en una coleta y se miró al espejo. «Me llamo Catherine y soy alcohólica». Se le hacía raro mirarse al espejo sin que cobraran vida en su mente esas palabras. Durante mucho tiempo se había tenido por cobarde. Le había costado un tiempo entender que dejar de beber exigía valor y que una parte no pequeña de dicho valor consistía en ser capaz de pronunciar esa afirmación en público. Estirar el brazo para coger un arma, en vez de un teléfono, era una manera de poner de manifiesto ese valor. Tras perder todos sus apoyos, le había costado un gran esfuerzo reconstruir su vida; y aunque a menudo no pareciera gran cosa, era la única vida que tenía y no estaba dispuesta a entregarla sin pelear. El hecho de que la única arma a su alcance fuera una botella podía etiquetarse como una de esas pequeñas ironías de la vida.
«Me llamo Catherine y soy alcohólica». A favor del mantra de Alcohólicos Anónimos se podía decir una cosa: te salvaba del peligro de olvidar lo que eras.
Lista para enfrentarse a su monstruoso jefe, se reunió con él en la otra habitación.
—¿Qué pasa?
Él se había quedado junto a la estantería, acumulando información.
—Luego. Vamos.
Y se dirigió a la puerta sin mirar atrás. Daba por hecho que ella le seguiría los pasos.
A lo mejor pegarle con la botella habría sido la mejor opción.
—Estamos en plena madrugada —le dijo—. No voy a ningún lado si no me cuenta qué ha pasado.
—Bien que te has vestido, ¿no?
—¿Qué?
—Que te has vestido. O sea, que ya estás lista para salir. —A juzgar por la expresión de su cara, a la que ella ya estaba acostumbrada, daba por hecho que Catherine haría cualquier cosa simplemente porque él se lo ordenaba—. ¿Podemos irnos ya?
—Me he vestido porque no tengo ninguna intención de seguir en camisón mientras usted invade mi espacio. Si quiere que vaya a algún lado, ya puede empezar a hablar.
—Joder, ¿te has creído que venía con la ilusión de pillarte en ropa interior? —Sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo llevó a la boca—. La mierda ha llegado al ventilador. A lo grande. O sales ahora conmigo, o pronto vendrá a buscarte gente menos amistosa que yo.
—No se lo encienda aquí dentro.
—No, me lo encenderé en cuanto salga, en menos de un minuto. Vienes o te quedas. Tú misma.
Catherine se echó a un lado para dejarlo salir.
Siempre era consciente de la presencia física de Lamb. Ocupaba más espacio del que le correspondía. A veces, Catherine estaba en la cocina de la Casa de la Ciénaga y él decidía que también tenía que estar allí: sin tiempo de darse cuenta siquiera, se encontraba apretada contra la pared, esforzándose por mantenerse fuera de su órbita mientras él rebuscaba en la nevera para zamparse la comida de los demás. Catherine no creía que lo hiciera queriendo. Simplemente, no prestaba atención. O estaba tan acostumbrado a vivir exiliado dentro de su propia piel que daba por hecho que los demás le cederían el espacio.
Esa noche, Catherine era más consciente que nunca. En parte porque Lamb estaba en su casa, oliendo a tabaco, al alcohol del día anterior y a la comida para llevar de la cena; con una ropa que parecía a punto de fundirse; empeñado en medirla con su mirada. Pero había algo más. Esa noche, daba la impresión de llevar mucho lastre a cuestas. Lamb era siempre reservado, pero ella nunca lo había visto con cara de preocupación. Como si su paranoia se cumpliera por fin. Como si hubiera encontrado un enemigo nuevo, aparte de su pasado, que siempre lo acechaba a la sombra de su propio cuerpo.
Catherine cogió las llaves que tenía en un cuenco, descolgó el abrigo del perchero, agarró el bolso, que pesaba más de lo esperado, dio dos vueltas de llave a la cerradura al salir y bajó por la escalera.
Lamb estaba en el vestíbulo con el cigarrillo, aún sin encender, en la boca.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Catherine—. ¿Y a mí por qué me afecta?
—Porque eres de la Casa de la Ciénaga. Y a la Casa de la Ciénaga le llega oficialmente, desde esta noche, la mierda al cuello.
Catherine hizo un breve repaso mental de la actividad de los últimos días: no recordó nada particular, más allá de la habitual redacción de listas y revisión de datos.
—No me lo cuente —propuso—. A Cartwright se le ha fundido un fusible y ahora nos tenemos que quemar todos con él.
—No vas del todo desencaminada —reconoció Lamb. Abrió la puerta de un empujón, salió él primero y examinó la zona de aparcamiento—. ¿Estos coches son los habituales?
—¿Se cree que me fijo en eso? —preguntó ella. A continuación añadió—: Sí. Son los de siempre.
Esto le granjeó una mirada rápida de Lamb, que dijo:
—Baker está herida. Moody está muerto. Es probable que estemos todos en busca y captura y yo preferiría no pasarme los dos próximos días respondiendo preguntas estúpidas en los sótanos de Regent’s Park.
—¿Sid está herida?
—Y Moody está muerto.
—¿Herida de gravedad?
—Ninguna herida es tan grave como la muerte. ¿Has oído lo que te he dicho?
—Siempre he sabido que Jed Moody acabaría mal. En cambio, Sid me cae bien.
—Estás llena de sorpresas, ¿sabes? —dijo Lamb.
La guió para salir por el patio delantero del edificio, con sus plazas de aparcamiento para vecinos, rodeado por un muro bajo y unos matorrales altos y anodinos. Entonces vio el monovolumen aparcado en la otra acera.
Al ver cómo reaccionaba Lamb, Nick Duffy dijo:
—Espero que no nos lo ponga difícil.
—¿Tan difícil podría ser? —preguntó Webb.
Lo llamaban James «Spider». Webb; aquel comentario suyo revelaba algo tan evidente como el mote que le habían puesto. Webb tenía menos de treinta años y estaba empeñado en creer que si alguien tenía veinte años más que él podía considerarse afortunado por haber sobrevivido al diluvio universal.
Duffy reprimió un suspiro. Llevaba toda la noche arreglándoselas con el triste material que tenía a su disposición: se había visto obligado a mandar a Dan Hobbs a buscar él solito al loco de la informática de la Casa de la Ciénaga. Eso había acabado bien, con Hobbs dándole una paliza a un ciudadano. Así que Ho había desaparecido y los otros caballos lentos habían tirado los teléfonos, salvo que se hubieran reunido todos en una cloaca, debajo de Roupell Street. Mientras tanto, Duffy se había visto obligado a reclutar a agentes que no pertenecían a los Perros, como en el caso de Spider Webb, para equilibrar la partida.
La parte más positiva era que Lady Di había acertado. Ahí estaba Lamb, recogiendo personalmente a Catherine Standish. O sea que, si no hacía nada especialmente digno de mención, Duffy se anotaría en su columna por lo menos un éxito.
—Te llevarías una buena sorpresa —dijo, en respuesta a Webb.
Se bajaron del monovolumen y cruzaron la calle.
Lamb y la mujer los vieron llegar. No tenían demasiadas opciones, y Duffy lo sabía: podían volver a entrar, lo cual no les iba a servir de gran ayuda; o podían arrancar a correr. Pero si Lamb tenía algunas virtudes escondidas bajo su pinta desaliñada, la rapidez no se contaba entre ellas.
A dos metros ya de la pareja, que esperaba inmóvil, Duffy dijo:
—Qué noche tan ajetreada.
—¿Estás reclamando horas extras? —preguntó Lamb—. Te has equivocado de persona.
—Necesito saber si alguno de los dos va armado —dijo Spider Webb.
—No —respondió Lamb, sin preocuparse de mirarlo siquiera.
—Tendré que comprobarlo personalmente.
Lamb, todavía sin mirar a Webb, dijo:
—Nick, no llevo nada. Ni pistola ni cuchillo, ni siquiera un cepillo de dientes explosivo. Pero si a tu perrito faldero le apetece cachearme, será mejor que cachee antes a mi colega. Porque luego no podrá hacerlo con las dos muñecas partidas.
—Joder —dijo Duffy—. Nadie va a cachear a nadie. Webb, métete en el coche. Señorita Standish, usted va delante. Jackson, tú y yo vamos detrás.
—¿Y si nos negamos?
—Si fueras a negarte no lo habrías preguntado. Venga. Todos llevamos ya demasiado tiempo en esto. Vámonos a Regent’s Park, ¿vale?
Más adelante le dio por pensar que Lamb lo había engatusado. ¿Llamarlo Nick? Se conocían, claro, pero no se podía decir que fueran amigos. Y Duffy era el jefe de los Perros, y no era fácil ablandarlo con lisonjas. Pero le convenía no ignorar que Lamb, al contrario que él, había hecho de espía encubierto. Los críos como Webb podían ver en él tan sólo a un tipo quemado; en cambio, los de las generaciones anteriores recordaban cuál era la causa de la quemazón… Joder, pensó Duffy. Le debía de haber parecido tan difícil como darle cuerda al reloj. Pero todo eso se le ocurrió luego, cuando ya estaba en Regent’s Park y hacía mucho que Lamb y Standish habían desaparecido.
Montaron los cuatro en el coche y Webb lo puso en marcha.
Lamb estornudó dos veces, luego sorbió e —Catherine no lo vio; iba mirando hacia delante— hizo un ruido como si se secara los mocos con la manga. Ella se alegró de no ir sentada a su lado.
Se les acercaba un goteo esporádico de tráfico; nada que ver con el torrente, y la posterior inundación, que invadiría esas mismas calles al cabo de una o dos horas. La ciudad aún estaba a oscuras, pero se oían ya los primeros susurros del amanecer y la luz de las farolas empezaba a perder su dominio del aire. Cuántas mañanas había pasado, a horas parecidas, esperando que se colara la luz en su habitación. Los primeros cientos de veces los había pasado intentando no pensar en la bebida. Ya no le ocurría tan a menudo, y a veces incluso lograba dormir hasta que sonaba el despertador, pero eso no cambiaba nada: las horas del amanecer no le resultaban desconocidas. Aunque no solía pasarlas en un coche; y normalmente no estaba arrestada. Porque daba igual cómo lo llamaran: eso era lo que estaba pasando. Lamb y ella estaban bajo arresto. Aunque en realidad tendría que haber sido sólo ella y Lamb tendría que haber estado en otro lugar. ¿Por qué había ido a buscarla?
Detrás de ella, Lamb dijo:
—Ha sido Loy, ¿verdad?
Duffy no contestó.
—Mi apuesta es Loy. Era el más fácil de coaccionar. A Taverner le habrá costado unos tres minutos.
Desde el asiento delantero, junto a Webb, Catherine dijo:
—¿Tres minutos para qué?
—Para conseguir que accediera a todo lo que le dijese. Está reescribiendo el argumento. Todo para meter la Casa de la Ciénaga en la foto.
—Este viaje se nos hará mucho más rápido si posponemos la conversación hasta que lleguemos allí —dijo Duffy.
—¿En qué foto? —preguntó Catherine.
—La de la ejecución de Hassan Ahmed. —Lamb volvió a estornudar. Luego añadió—: Taverner pretende aplicar una política de tierra quemada, pero no le va a salir bien. Al final, lo que te delata siempre es el encubrimiento, Nick. Ella lo sabe, pero cree que va a ser una excepción. Es lo que piensan todos. Y todos se equivocan.
—En mi última visita a Regent’s Park, Diana Taverner era la jefa. Mientras eso no cambie, haré lo que me diga.
—Esto les va a sonar muy bien a los de Límites. Joder, creía que eras el jefe de los Perros. ¿Tu trabajo no consiste en asegurarte de que nadie funcione por su cuenta?
Catherine miró hacia el lado. Duffy había dicho que el conductor se llamaba Webb. Le dio la impresión de que tenía la misma edad y tipología que River Cartwright, aunque tenía pinta de ser de esos que meten enseguida un pie en el agua para probar la temperatura cuando les mandan zambullirse. Él vio que lo estaba mirando: apenas un vaivén de los ojos, que permanecían fijos en la calzada. Una sonrisa leve le curvó los labios.
Catherine apenas alcanzaba a vislumbrar lo que ocurría, pero saber de qué lado estaba le brindaba un cierto consuelo.
—Mira —dijo Duffy al fin—. Lo único que sé es que en Park querían verte. Y ya está. Así que pierdes el tiempo al intentar averiguar qué pasa.
—Lo que pasa ya lo sé. Taverner se está cubriendo el culo. El asunto es que está tan ocupada con eso que se ha olvidado de Hassan Ahmed. ¿Te acuerdas de Hassan Ahmed, Nick? —Duffy no contestó—. Taverner prefiere que le corten la cabeza antes que reconocer que todo ha sido por culpa suya. Por eso quería a Loy, que sin duda habrá confirmado su versión de los hechos a estas alturas. Y con Moody muerto, bueno, puede pintarlo todo del color que le dé la gana. Seguro que él no le lleva la contraria.
Delante, Catherine decidió que las calles empezaban a parecer lo que eran: lugares donde se celebraban negocios y la gente se movía libremente en vez de ir dando saltos de sombra en sombra. Se movía como si la calle fuera suya.
—Pero todo se aclarará, Nick. Lo más sensato sería olvidar las normas de Londres que ha establecido Lady Di y concentrarse en encontrar a ese chico antes de que lo maten a él también. Eso, si no ha pasado ya. —Volvió a estornudar—. Joder, ¿lleváis un gato por aquí, o qué? Standish, ¿llevas pañuelos en ese bolso?
Catherine subió el bolso para posarlo en las rodillas, abrió la cremallera y sacó la pistola que Lamb había dejado allí mientras ella se vestía. El seguro se veía con toda claridad y lo desactivó con un chasquido antes de apuntar el arma al blanco elegido.
—Todos sabemos que no te voy a matar de un tiro —le dijo a Webb—. Pero si hace falta te dispararé al pie. Así de paso te borraría esa sonrisita, ¿no?
—Desde aquí podéis volver andando a casa —dijo Lamb—. Si os parece bien.