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Al menos, dejemos claro lo siguiente: la Casa de la Ciénaga no está en una ciénaga; tampoco es una casa. La puerta principal da a un recoveco polvoriento entre locales comerciales del barrio de Finsbury, a tiro de piedra de la parada de metro del Barbican. A la izquierda hay un antiguo quiosco, convertido ahora en quiosco / verdulería / tienda con licencia para vender alcohol, con un floreciente negocio suplementario de alquiler de DVD; a la derecha, el restaurante chino New Empire, con las ventanas siempre oscurecidas por gruesas cortinas rojas. La carta, escrita a máquina y pegada por dentro del cristal, ha ido amarilleando con el tiempo, pero nunca la reemplazan; tan sólo la corrigen con un rotulador. Así como la clave de la supervivencia del quiosco ha sido la diversificación, la estrategia a largo plazo del New Empire ha consistido en atrincherarse, en ir tachando regularmente platos de la carta como quien tacha números de la tarjeta del bingo. Jackson Lamb sostiene la creencia fundamental de que al final el New Empire acabará ofreciendo sólo arroz tres delicias y cerdo agridulce. Todo ello servido detrás de esas cortinas rojas, como si la escasez de opciones fuera un secreto nacional.
La puerta principal, como ya se ha dicho, da a un recoveco. La vieja pintura negra está manchada por las salpicaduras de la calzada y al otro lado del panel de cristal fino de la parte de arriba no se ve ninguna luz encendida en el interior. Hay una botella de leche vacía que lleva tanto tiempo a la sombra del portal que el liquen la ha soldado a la acera. No hay timbre, y la rendija del buzón en la puerta ha cicatrizado como una herida en un cuerpo infantil: sería imposible meter un sobre —aunque nunca llega ninguno— empujando por la rendija. Es como si la puerta fuera de mentira, como si su única razón de existir consistiera en proveer una zona de refresco entre la tienda y el restaurante. De hecho, podrías quedarte sentado en la parada de autobús de la otra acera durante varios días seguidos sin ver a nadie que usara la puerta. Aunque si te quedaras demasiado tiempo sentado en la parada de autobús de la otra acera, tu presencia llamaría la atención. Podría sentarse a tu lado un tipo rechoncho, probablemente mascando chicle. Su presencia es desalentadora. Tiene un aire de violencia contenida, de haber llevado a cuestas su rencor durante tanto tiempo que ya ha dejado de importarle dónde lo descarga; y se te queda mirando hasta que te pierdes de vista.
Mientras tanto, la corriente de personas que entra y sale del quiosco es más o menos constante. Y siempre pasan cosas en la acera; siempre hay gente que va de aquí para allá. El cochecito del barrendero avanza con dificultad, empujando colillas, trocitos de cristales y tapones de botellas hacia sus fauces con los cepillos giratorios. Dos hombres que caminan en direcciones opuestas ponen en práctica la clásica danza para esquivarse, en la que cada uno repite la maniobra del otro, como en un espejo, pero consiguen pasarse sin chocar. Una mujer comprueba su reflejo en el escaparate mientras camina, sin dejar de hablar por el móvil. En lo alto zumba el helicóptero de una emisora de radio, que está informando sobre unas obras.
Y mientras pasa todo eso, que ocurre todos los días, la puerta permanece cerrada. Por encima del New Empire y del quiosco, las ventanas de la Casa de la Ciénaga se alzan hasta una altura de cuatro plantas hacia los inhóspitos cielos de Finsbury en octubre, mugrientas y descascarilladas, pero no opacas. Una pasajera que circulara en el piso superior de un autobús que se hubiera detenido durante cierto tiempo al pasar por delante —algo que puede ocurrir fácilmente por una combinación de semáforos, obras casi permanentes y la famosa inercia de los autobuses londinenses— vería en la primera planta unas estancias en las que predominan el amarillo y el gris. Amarillo viejo, gris viejo. El amarillo es de las paredes, o de lo que se alcanza a ver de las paredes tras los archivadores grises y las estanterías funcionariales, grises también, en las que se acumulan volúmenes de referencia anticuados; algunos están tumbados, otros se inclinan hacia sus compañeros en busca de apoyo; quedan algunos en pie, con la leyenda del lomo convertida en un texto fantasmal por el baño diario de luz eléctrica. Por todas partes hay carpetas de archivadores encajadas de cualquier manera en espacios demasiado pequeños; montones de ellas apiladas entre los estantes de tal manera que las de arriba se asoman, apretujadas, y amenazan con caerse. También los techos tienen un tono amarillento e insalubre, emborronado aquí y allá por alguna que otra telaraña. Las mesas y las sillas de esos cuartos de la primera planta son de metal, igual que las estanterías, de estilo funcional, y probablemente requisados y con el mismo origen institucional: un barracón desmantelado, o el edificio de administración de una cárcel. No hay sillas para recostar la espalda y quedarse mirando al vacío con expresión pensativa. Tampoco las mesas permiten que alguien las ocupe como si fueran una extensión de su personalidad, y las decore con fotografías y mascotas. Esos detalles conllevan por sí mismos cierta información: que quienes trabajan ahí no merecen la consideración suficiente como para que se tenga en cuenta su comodidad. Se espera que tomen asiento y desempeñen sus funciones con la mínima distracción posible. Y que luego salgan por una puerta trasera sin que los vean los barrenderos de la acera o las mujeres que caminan hablando por sus móviles.
Desde el piso superior del autobús ya no se ve con tanta claridad la planta siguiente, aunque sí se alcanza a distinguir un atisbo de los techos, manchados por la misma nicotina. Sin embargo, ni siquiera un autobús de tres pisos arrojaría demasiada luz: las oficinas de la segunda planta son inquietantemente similares a las de la primera. Además, la información grabada en las ventanas con letras doradas añade un dato que empaña toda curiosidad: «W. W. HENDERSON. NOTARIO Y FEDATARIO PÚBLICO». De vez en cuando, por detrás de las rimbombantes letras de palo de ese logotipo largo y redundante, aparece una figura y se queda contemplando la calle como si en realidad estuviera mirando otra cosa. Sea lo que sea, tampoco retiene su atención demasiado tiempo. Dentro de uno o dos segundos se habrá ido.
La planta superior ni siquiera provee ese entretenimiento, pues sus ventanas tienen las cortinas corridas. Es evidente que a quien la habita no le apetece nada que se le recuerde la existencia del mundo exterior, ni que los rayos del sol puedan perforar su pesadumbre. Sin embargo, también eso es una pista, pues señala que quienquiera que sea el que se aloja en esa planta tiene la libertad de escoger la penumbra, y la libertad de escoger suele reservarse a los que mandan. De modo que, evidentemente, el mando en la Casa de la Ciénaga —nombre que no aparece en ninguna documentación oficial, placa o membrete; en ninguna factura de la luz o contrato de arriendo; en ninguna tarjeta profesional, listín telefónico o listado de agencia inmobiliaria; nombre que en ningún caso es el nombre verdadero del edificio, salvo en el más coloquial de los usos— va de arriba abajo, aunque a juzgar por la decoración, deprimente en su uniformidad, la jerarquía tiene carácter restringido. O estás arriba del todo, o no lo estás. Y arriba del todo sólo está Jackson Lamb.
Al final, cambia el semáforo. El autobús arranca con un estertor y se abre camino hacia St. Paul. En los últimos segundos de atisbo, nuestra pasajera del piso superior podría preguntarse cómo debe de ser trabajar en esas oficinas; cabe incluso que invoque una fantasía breve en la que el edificio, en vez de dedicarse a una práctica legal en decaimiento, se convierta en una mazmorra erigida para castigar a quienes han fracasado en algún servicio mayor: por delitos de drogas, alcohol y lascivia; de política y traición; de duda y desgracia; y por el descuido imperdonable de permitir que un hombre se detonara a sí mismo en un andén del metro, matando o mutilando a un balance estimado de ciento veinte víctimas y causando daños materiales por valor de treinta millones de libras, más allá de la pérdida estimada de otros dos mil quinientos millones previstos por ingresos turísticos. En dicha fantasía, las oficinas se convierten, de hecho, en una mazmorra administrativa en la que puede encerrarse a una banda de inadaptados que han dejado de ser útiles, junto con una sobrecarga de papeleo predigital, y dejarlos allí hasta que acumulen polvo.
Dicha fantasía no vivirá más allá del tiempo necesario para que el autobús pase por debajo del siguiente puente peatonal, por supuesto. Pero hay una corazonada que sí podría durar algo más: la que indica que los amarillos y los grises que dominan la paleta de colores no son lo que aparentan en primera instancia: que el amarillo no es amarillo en absoluto, sino un blanco exhausto por los alientos estancados y el tabaco, por los vapores de los fideos recalentados y de las gabardinas puestas a secar en los radiadores; que el gris no es gris, sino un negro despojado de su contenido. Sin embargo, ese pensamiento también se desvanecerá demasiado deprisa porque hay pocas cosas relacionadas con la Casa de la Ciénaga que se conserven en la mente; sólo su nombre ha perdurado, ya que nació hace años en una conversación casual entre espías:
«Han proscrito a Lamb».
«¿Adónde lo han mandado? ¿A algún lugar horroroso?».
«El peor de todos».
«Dios, ¿no será la Ciénaga?».
«Exacto».
Y en un mundo de secretos y leyendas no hizo falta nada más para dar un nombre al nuevo reino de Jackson Lamb: un lugar de amarillos y grises donde antaño todo era negro y blanco.
Poco después de las siete de la mañana se encendió una luz en la ventana de la segunda planta y apareció una figura detrás de «W. W. HENDERSON. NOTARIO Y FEDATARIO PÚBLICO». Abajo, en la calle, pasó un camión de reparto de leche. La figura se quedó quieta un momento, como si esperara que el camión emitiese alguna señal de peligro, pero se retiró en cuanto lo hubo perdido de vista. Dentro, reanudó su faena poniendo boca abajo una bolsa de basura negra empapada para vaciar su contenido sobre unas hojas de periódico esparcidas por la alfombra, gastada y descolorida.
El aire se contaminó de inmediato.
Con las manos enfundadas en guantes de goma y la nariz arrugada, se arrodilló y empezó a recoger muestras entre el revoltijo.
Cáscaras de huevo, restos de verduras, posos de café en filtros de papel derretidos, bolsitas de té del color del pergamino, un trozo de jabón, etiquetas de botes, un bote de plástico, cogollos de papel de cocina manchado, sobres marrones desgarrados, tapones de corcho, tapones de botella de rosca, el alambre de la espiral de una libreta, y su contratapa negra de cartón, algunos fragmentos de vajilla rota que no encajan entre sí, bandejitas de aluminio de comida para llevar, pósits arrugados, una caja de pizza, un tubo de pasta de dientes gastado, dos tetrabriks de zumo, una lata vacía de betún, una cucharilla de plástico y siete paquetes cuidadosamente envueltos con páginas de la revista de información política Searchlight.
Y otras muchas cosas no tan fáciles de identificar a primera vista. Todo ello bien empapado y brillante, como una babosa, a la luz cenital de la lámpara. El hombre se puso en cuclillas. Cogió el primer paquete envuelto con Searchlight y lo desenvolvió con el máximo cuidado posible.
El contenido de un cenicero cayó en la alfombra.
El hombre dijo que no con la cabeza y dejó los papeles apestosos en el montón.
Se detuvo un momento al oír un ruido procedente de la escalera del fondo, pero no se repitió. Todas las entradas y salidas de la Casa de la Ciénaga pasaban por un patio trasero que tenía las paredes llenas de moho y cieno, y todos los que entraban hacían un ruido fuerte y desagradable porque la puerta se quedaba atascada y —como a casi todos los que la usaban— había que darle una buena patada. Sin embargo, a pesar de que aquel ruido había sido distinto, movió la cabeza y decidió que lo habría emitido el edificio al despertarse; debía de estar flexionando los dinteles, suponiendo que fuera eso lo que hacían los edificios por la mañana después de una noche de lluvia. Lluvia que le había caído encima mientras recogía la basura del periodista.
Cáscaras de huevo, restos de verduras, posos de café en filtros de papel derretidos…
Cogió otro paquete envuelto con un papel arrugado en el que un titular denunciaba una manifestación del Partido Nacionalista Británico, y lo olisqueó con cautela. No olía a cenicero.
—El sentido del humor puede ser muy cabrón —dijo Jackson Lamb.
River soltó el paquete.
Lamb estaba apoyado en el quicio, con un brillo leve en las mejillas, como solía pasarle en cuanto hacía un poco de ejercicio. Subir las escaleras contaba como tal, aunque no se hubiera oído el menor crujido. Ni siquiera River era capaz de subir con tanto sigilo, y eso que no cargaba con el peso de Lamb, que lo tenía casi todo concentrado en el centro del cuerpo, como en un embarazo. En ese momento le rodeaba la barriga un impermeable gris y harapiento, mientras el paraguas que le colgaba del brazo goteaba en la alfombra.
Esforzándose por disimular que el corazón se le acababa de hundir entre las costillas, River preguntó:
—¿Usted cree que nos está llamando nazis?
—Hombre, claro. Es obvio que nos está llamando nazis. Pero me refería a que lo estás haciendo en la mitad del despacho que le corresponde a Sid.
River recogió el paquete que acababa de soltar, pero se le desmontó porque el papel estaba demasiado húmedo para sujetar su contenido y derramó un guiso de huesecillos y pieles sueltas que, por un momento, parecieron pruebas de un infanticidio brutal. Pero luego el conjunto adquirió la forma de un pollo: un pollo deforme —todo patas y alas—, pero con aspecto reconocible de ave. Lamb resopló. River se frotó las manos, enguantadas, y al hacerlo convirtió algunos fragmentos de papel mojado en bolas, que luego se sacudió sobre el montón. Las tintas de color rojo y negro no desaparecían tan fácilmente. Los guantes, antes amarillos, habían adoptado el color de los dedos de un minero.
—Qué listo —dijo Lamb.
Gracias, pensó River. Gracias por señalarlo.
Se había pasado la noche anterior apostado delante de la casa del periodista hasta más allá de la medianoche, refugiándose como buenamente podía debajo de la estrecha cornisa del edificio de la acera de enfrente, bajo una lluvia que parecía una pesadilla de Noé. Casi todos los vecinos habían cumplido con su deber cívico y habían dejado sus bolsas negras alineadas como una piara de cerdos sentados, o los contenedores con ruedas que suministraba el ayuntamiento, montando guardia junto a sus puertas. Pero de la casa del periodista no había salido nada.
A River la lluvia helada le bajaba por el cuello y le trazaba un mapa del camino que llevaba hasta la raja del culo. Sabía que daba igual cuánto rato estuviera allí: no lo iba a pasar bien.
—Que no te pillen —le había dicho Lamb.
Pues claro que no me van a pillar, joder, había pensado él.
—Lo intentaré.
—Y aparcamiento reservado a los residentes —había añadido Lamb, como si compartiera una contraseña ancestral.
Aparcamiento reservado. ¿Y qué?
Tardó en entender que eso significaba que no podría quedarse sentado en el coche. No se lo podía tomar en plan cómodo, con un techo encima de la cabeza para protegerse de la lluvia mientras esperaba a que aparecieran las bolsas. La probabilidad de que un vigilante de aparcamientos —o como sea que los llamen hoy en día— se dedicara a hacer rondas después de la medianoche era reducida, pero no dejaba de existir.
Lo último que necesitaba: una multa por aparcar mal. Multa con localización. Su nombre escrito en un registro.
«Que no te pillen».
Así que le había tocado refugiarse bajo ese alero diminuto mientras llovía a cántaros. Peor aún, le había tocado vigilar una luz temblorosa tras las finas cortinas del apartamento del periodista, en la planta baja; le había tocado ver una sombra que aparecía tras ellas cada dos por tres. Como si el tipejo de dentro, seco como una tostada, se estuviera partiendo el pecho de risa al pensar que River esperaba bajo la lluvia a que él sacara la bolsa de basura para poder llevársela y examinarla en secreto. Como si el periodista supiera todo eso.
Esta idea se le había pasado por la cabeza poco después de la medianoche: a lo mejor lo sabía.
Así había funcionado el asunto durante los ocho meses anteriores. De vez en cuando, River tomaba el panorama general y lo sacudía bien, como si fuera un rompecabezas con las piezas sueltas. A veces la colocación de las piezas cambiaba por completo; a veces no encajaban de ningún modo. ¿Por qué quería Jackson Lamb la basura de aquel periodista? ¿La ansiaba tanto como para encargar a River su primera tarea fuera de la oficina desde que lo asignaron a la Casa de la Ciénaga? A lo mejor no se trataba de conseguir la basura. A lo mejor se trataba de que River pasara horas y horas bajo la lluvia mientras el tipejo se moría de risa y hablaba por teléfono con Lamb.
La lluvia ya estaba prevista. Joder, si cuando Lamb le encargó la faena ya estaba lloviendo.
«Aparcamiento reservado», le había dicho.
«Que no te pillen».
Al cabo de diez minutos, River había decidido que ya estaba bien. Lamb se iba a quedar sin bolsa de basura; si se la conseguía no serviría para nada, sólo para recordarle que lo habían mandado a hacer el idiota por ahí… Al desandar el camino había cogido una bolsa cualquiera de basura; la había metido en el maletero del coche que tenía estacionado junto al parquímetro. Y se había ido a casa. A la cama.
Allí se había tirado dos horas contemplando cómo se recomponía solo el rompecabezas. Tal vez el «que no te pillen» de Jack Lamb sólo significaba eso: que la tarea que habían asignado a River era importante y no debía dejar que lo pillaran. No de una importancia crucial, pues en ese caso Lamb habría mandado a Sid, o tal vez a Moody, pero sí de la importancia suficiente como para que no hubiera más remedio que hacerlo.
O también podía ser una prueba. Una prueba para descubrir si River era capaz de salir bajo la lluvia y volver con una bolsa de basura.
Poco después salió de nuevo a la calle y dejó la bolsa de basura en el primer contenedor que encontró. Luego, mientras caminaba lentamente por delante de la casa del periodista, apenas podía dar crédito a lo que vio allí, apoyado en la pared, bajo la ventana: una bolsa negra cerrada con un nudo…
El contenido de esa bolsa estaba en aquel momento esparcido por el suelo, delante de él.
—Te dejo para que lo puedas ordenar, ¿vale? —dijo Lamb.
—¿Qué estoy buscando exactamente?
Pero Lamb ya se había ido: esta vez sí que se le oía bajar la escalera, incluido el eco de cada crujido, cada quejido de la madera, y River se quedó solo en la mitad del despacho que correspondía a Sid; seguía rodeado de una basura que no olía demasiado bien; y seguía afligido por el peso de la sensación —leve, pero inconfundible— de que Jackson Lamb lo estaba usando como saco de boxeo.
Las mesas de Max’s siempre estaban demasiado juntas, fruto del optimismo que se anticipaba a una oleada de clientes que jamás se iba a producir. Max’s no era popular porque se comiera muy bien; reutilizaban las cargas de café y los cruasanes estaban rancios. Que un cliente repitiese era la excepción, no la norma. Sin embargo, había uno habitual, y cada mañana, en cuanto lo veía cruzar la puerta con los periódicos bajo el brazo, el empleado de la barra empezaba a prepararle su café. Daba lo mismo que el personal cambiara a menudo: los detalles pasaban de un camarero a otro junto con las instrucciones de uso de la máquina para hacer capuchinos. «Gabardina beige. Pelo más bien marrón, clareando. Enojado a todas horas». Y, por supuesto, los periódicos.
Aquella mañana por las ventanas se veía una llovizna nebulosa. La gabardina goteaba en el suelo de damero de linóleo. De no ser porque llevaba los periódicos dentro de una bolsa de plástico, se podría haber hecho con ellos una escultura de papel maché en un momento.
—Buenos días.
—Hace un día horrible.
—Aun así, siempre nos alegramos de verlo, señor.
Era el Max de la mañana, pues Robert Hobden adjudicaba a todos ese mismo nombre. Si querían que los distinguiera, que no trabajaran en la misma barra.
Ocupó su rincón habitual. Había otros tres clientes en el bar. Entre ellos, una pelirroja sentada a la mesa contigua, de cara a la ventana. Tenía un impermeable rojo colgado del respaldo de la silla. Llevaba una camisa blanca sin cuello y leggings negros cortados a la altura del tobillo. Se fijó en eso porque tenía los pies enroscados a las patas de la silla, como hacen los niños cuando se sientan. Delante de ella, un portátil de tamaño infantil. No le quitaba ojo.
Max le sirvió el café con leche. Con un gruñido de agradecimiento, Hobden colocó las llaves, el móvil y la cartera ante sí, como siempre. Odiaba sentarse con bultos en los bolsillos. Añadió el rotulador y un cuaderno. El rotulador era de punta fina de fieltro; el llavero era un lápiz de memoria. Y llevaba periódicos de calidad, más el Mail. Formaban una pila de diez centímetros de altura, de los que leería más o menos cuatro; los lunes mucho menos, porque llevaban todas las noticias de deportes. Era jueves, poco más de las siete. Llovía otra vez. Había llovido toda la noche.
Telegraph, Times, Mail, Independent, Guardian.
En algún momento de su vida había escrito para todos ellos. No era algo en lo que pensara, sino más bien una ocurrencia que lo inquietaba casi todas las mañanas, más o menos a esa misma hora: meritorio —nombre que se le antojaba ridículo— en Peterborough, mudanza inevitable a Londres, y períodos de distinta duración en las secciones principales, sucesos y política, antes de ascender, a los cuarenta y ocho, al destino final: una columna semanal. Dos, de hecho. Los domingos y los miércoles. Apariciones habituales en Question Time. De agitador a rostro aceptable de la discrepancia: no le importaba reconocer que en su caso el recorrido se había alargado, pero eso endulzaba la llegada a la meta. De haber podido congelar la película de su vida en ese momento, no habría encontrado demasiados motivos de queja.
Ya no escribía para los periódicos. Y si algún taxista lo reconocía, no era por los mejores motivos.
Dejó a un lado, por un rato, el impermeable beige; el cabello ralo y amarronado era un accesorio fijo, igual que la mirada de cabreo. Robert Hobden destapó el rotulador, bebió un sorbo de café con leche y se puso a trabajar.
Había luz en las ventanas. Antes de abrir la puerta, Ho sabía ya que había alguien en la Casa de la Ciénaga. Pero lo habría descubierto igualmente: huellas húmedas en la escalera, sabor a lluvia en el ambiente. De uvas a peras, Jackson Lamb se adelantaba a Ho; aparecer de manera imprevista antes del amanecer tenía una función meramente territorial. Podéis pasar aquí dentro tanto tiempo como queráis, le estaba diciendo Lamb. Pero cuando derriben las paredes y cuenten los huesos, los que aparecerán encima del todo serán los míos. Había unas cuantas buenas razones para tener manía a Jackson Lamb y ésa era una de las favoritas de Ho.
Sin embargo, esa vez no era Lamb, o no sólo él. Ahí arriba había alguien más.
Podía ser Jed Moody, pero sólo en sueños. A Moody le gustaba arrancar a las nueve y media, y hasta las once no solía estar listo para nada más complejo que preparar una infusión caliente. A Roderick Ho no le caía bien Jed Moody, pero eso no representaba ningún problema; Moody no contaba con caer bien a nadie. Incluso antes de que lo asignaran a la Casa de la Ciénaga, probablemente tenía menos amigos que puños. Así que Ho y Moody se soportaban y compartían despacho: a ninguno de los dos le caía bien el otro, a ninguno de los dos le importaba. Pero no cabía la menor posibilidad de que Moody hubiera llegado antes que él. Ni siquiera eran las siete.
Parecía más probable que fuera Catherine Standish. Ho no recordaba que Catherine hubiese llegado alguna vez la primera, y si él no lo recordaba era porque no había ocurrido, pero al menos solía llegar justo después de él. Ho siempre oía el gemido agónico de la puerta, luego sus pisadas suaves en la escalera y luego nada más. Trabajaba dos plantas más arriba, en el pequeño despacho contiguo al de Lamb, y como estaba fuera de la vista era fácil olvidarse de ella. De hecho, era fácil olvidarse incluso teniéndola a la vista. La probabilidad de percibir su presencia era mínima. Así que no se trataba de ella.
Mejor así. A Ho no le caía bien Standish.
Subió a la primera planta. Colgó su impermeable de una percha en su oficina, encendió el ordenador y fue a la cocina. Por la escalera bajaba un olor extraño. Algo podrido acababa de reemplazar al aroma de la lluvia.
Así que le quedaban los siguientes sospechosos: Min Harper, un idiota nervioso que no paraba de palparse los bolsillos para comprobar si había perdido algo; Louisa Guy, a quien Ho no podía mirar sin pensar en una olla a presión que echaba humo por las orejas; Struan Loy, el chistoso de la oficina —a Ho no le caía bien ninguno de ellos, pero Loy le caía especialmente mal: ser el chistoso oficial de la oficina era un delito cada vez más común— y Kay White, que antaño trabajaba en la última planta, compartiendo despacho con Catherine, pero la habían degradado a la inferior porque «nunca cerraba la puta boca»: gracias, Lamb. Gracias por dejar que suframos los demás. Si no aguantabas su parloteo, ¿por qué no la mandaste de vuelta a Regent’s Park? Claro que ninguno de ellos iba a volver a Regent’s Park ya que allí todos tenían su pequeña historia; manchas de pura torpeza en los anuarios del servicio secreto.
Y Ho conocía la forma y el color de cada una de esas manchas: delitos por drogas, borracheras, lujuria, política y traición. La Casa de la Ciénaga estaba llena de secretos y Ho conocía el tamaño y la profundidad de cada uno de ellos, con dos excepciones.
Eso le hizo pensar en Sid. Tal vez fuera Sid quien había hecho ruido arriba.
Y había que reconocer una cosa de Sid Baker: Ho no sabía por qué delito se le castigaba. Era uno de los dos secretos que se le escapaban.
Era probable que ésa fuera la razón por la que Sid no le caía bien.
Mientras se calentaba el agua en el hervidor, Ho repasó algunos secretos de la Casa de la Ciénaga: pensó en Min Harper, el idiota nervioso que se había dejado un disco con información clasificada en un tren. De no haber tenido el disco una funda de color rojo brillante estampada con la leyenda «TOP SECRET» habría salido mejor parado. Y también si la mujer que se lo encontró no se lo hubiera pasado a la BBC. Hay cosas que parecen demasiado buenas para ser verdad, salvo que le pasen a uno: a Min Harper le había parecido que el episodio había sido demasiado terrible para creérselo; y sin embargo había ocurrido. Y por eso Min se había pasado los dos últimos años de lo que en otro tiempo parecía una carrera prometedora a cargo de la trituradora de documentos de la primera planta.
Empezó a salir vapor por la boca del hervidor. La cocina estaba mal ventilada y el yeso del techo se desconchaba a menudo. Con el paso del tiempo, podría derrumbarse todo el edificio. Ho echó agua en una taza con una bolsa de té. Así se cortaban los días, en dados y rodajas: divididos en los momentos que se dedicaban a servir un té o ir a por sándwiches, a su vez divididos mentalmente con el repaso de los secretos de la Casa de la Ciénaga, con dos excepciones… El resto del tiempo lo pasaría ante su monitor, introduciendo con gestos elocuentes datos de incidentes ya cerrados tiempo atrás, aunque solía dedicar la mayor parte de la jornada al intento de desvelar el segundo secreto, el que lo reconcomía y le quitaba el sueño.
Rescató la bolsa del té con una cucharilla y entonces se le ocurrió una idea: sé quién hay arriba. Es River Cartwright. Tiene que ser él.
No se le ocurría ni una razón por la que Cartwright pudiera estar allí a esa hora de la mañana, pero daba igual: hagan sus apuestas. Ho apostó por Cartwright. El que estaba arriba en ese momento era él.
Resuelto. A Ho, River Cartwright le caía mal de verdad.
Regresó con la taza a su escritorio, donde el monitor ya había cobrado vida.
Hobden dejó a un lado el Telegraph, con una foto de Peter Judd en plena mueca. Había tomado algunas notas sobre las elecciones que se acercaban —el jefe de Cultura de la oposición había presentado su renuncia, con la carrera truncada por un infarto en el mes de enero— y nada más. Siempre que un político se bajaba del carro por su propia voluntad valía la pena mirar con atención, pero Robert Hobden ya era un veterano en diseccionar una noticia. Seguía leyendo los textos como si estuvieran en Braille; los relieves del lenguaje le permitían descubrir si una noticia había sido censurada, con la excusa de los asuntos de Estado; o si la banda de Regent’s Park había dejado sus huellas en el asunto. Tal como parecía probable en ese caso: un político que se retiraba al quinto pino tras un susto por su salud. Y Robert Hobden se fiaba de su instinto. Aunque no estuviera publicando, no dejaba de ser periodista. Sobre todo si sabía que tenía una noticia y esperaba que asomara la aleta entre el oleaje de la información diaria. Antes o después, acabaría emergiendo a la superficie. Y cuando emergiera, él sabría reconocerla.
Mientras tanto, seguiría pasando la red por el mar de letra impresa. Tampoco es que estuviera demasiado ocupado. Hobden ya no estaba tan conectado como antes.
Había que reconocerlo: Hobden era un paria.
Y eso también tenía que ver con Regent’s Park: él había escrito en todos aquellos periódicos, pero los espías habían puesto fin a su carrera. Así que ahora se pasaba las mañanas en Max’s, acechando, a la espera de la noticia… Es lo que pasaba cuando creías tener una exclusiva: te preocupaba que los demás también la descubrieran. Que tu exclusiva se viera amenazada. Y si había espías de por medio, el peligro se duplicaba. Hobden no era idiota. En su cuaderno no había nada que no fuera de dominio público; cuando pasaba las notas al ordenador, sumándoles alguna que otra especulación, las guardaba en el lápiz de memoria para dejar limpio el disco duro. Y tenía una copia falsa, por si alguien se hacía el listo. No era un paranoico, pero tampoco era idiota. La noche anterior, caminando arriba y abajo por su piso, inquieto por la sensación de que se le había olvidado alguna tarea, había repasado todos los encuentros imprevistos de los últimos tiempos, cualquier desconocido que le hubiese dado conversación, pero no se le había ocurrido ninguno. Luego había repasado otros encuentros recientes, con su ex mujer, sus hijos, antiguos colegas y amigos, y tampoco se le había ocurrido ninguno. Fuera de Max’s, nadie le daba ni los buenos días… La tarea que se le había olvidado era sacar la basura, pero al final sí se había acordado.
—¿Me disculpa?
Era la guapa pelirroja de la mesa contigua.
—Digo que si me disculpa.
Resultó que hablaba con él.
Trocitos de pescado. El último paquete de Searchlight contenía trocitos de pescado; no las cabezas y las espinas que podrían indicar que el periodista era un cocinillas, sino restos endurecidos de rebozado y piel, junto con algunos trozos de patatas carbonizadas que sugerían que el negocio de comida para llevar de su barrio no era el mejor.
River había repasado ya casi la mayor parte de la basura sin encontrar nada que pudiera ser una pista. Ni siquiera los pósits, después de haberlos alisado con cuidado, revelaban más que listas de la compra: huevos, té en bolsas, zumos, pasta de dientes; las ideas originales que habían generado todos esos desechos. Y el cartón de la contratapa de un cuaderno con espiral no era más que eso; no había sobrevivido ninguna página. River había pasado la yema del dedo por el cartón por si acaso detectaba el surco de algún garabato, pero no había encontrado nada.
Sonó un golpetazo en el techo. Las famosas convocatorias de Lamb.
Ya no eran los únicos en el edificio. Habían ido aumentando hasta ocho; la puerta se había abierto dos veces, y la escalera había crujido sus bienvenidas habituales. Los ruidos que se habían filtrado hasta la planta inferior eran de Roderick Ho. Solía ser el primero en llegar y el último en irse, aunque lo que hacía a lo largo de las horas que transcurrían entre uno y otro extremo era un misterio para River. En cualquier caso, las latas de cola y las cajas de pizza que rodeaban su escritorio invitaban a pensar que se estaba construyendo un fuerte.
Las otras pisadas habían seguido subiendo más allá de la planta de River, de modo que debían de pertenecer a Catherine. Tuvo que escarbar para recordar su apellido: Catherine Standish. Le pegaba más llamarse Miss Havisham[1]. A River no le constaba que llevara puesto un vestido de novia, pero, para el caso, podría haberse paseado por ahí envuelta en telarañas.
Otro golpe en el techo. De haber tenido una escoba a mano le habría contestado por el mismo medio.
La basura había migrado. Al principio estaba contenida en la isla de periódicos extendida en el suelo; luego se había desparramado hasta llegar a cubrir buena parte de la mitad del despacho que correspondía a Sid. El olor, más democrático, invadía toda la sala.
Había un rizo de piel de naranja, tan difícil de interpretar como la caligrafía de un médico, debajo del escritorio.
Otro golpe.
Sin quitarse los guantes, River se puso de pie y se encaminó a la puerta.
Tenía cincuenta y seis años. Las pelirrojas tirando a jóvenes no solían hablar con él. Sin embargo, cuando Robert Hobden le lanzó una mirada inquisitiva descubrió que ella sonreía y asentía; todas las señales de receptividad que un animal puede mostrar a otro cuando quiere o necesita algo.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—¿Es que se supone que estoy trabajando? ¿En un encargo?
Hobden odiaba esa entonación interrogativa. ¿Cómo se las arreglaban los jóvenes para que sus interlocutores supieran si esperaban una respuesta? Sin embargo, ella tenía la piel levemente espolvoreada de pecas, y el escote de la blusa, desabrochado, le permitió comprobar que descendían incluso por los pechos. Allí pendía un relicario de una fina cadena de plata. No llevaba alianza. Siguió fijándose en esos detalles incluso cuando ya no tenían ninguna relevancia.
—¿Sí?
—Es que no he podido evitar fijarme en el titular, ¿sabe? ¿En su periódico? Uno de los periódicos…
Alargó un brazo para darle un toque a su ejemplar del Guardian, ofreciéndole de paso una mejor vista de sus pecas, su relicario… Resultó que no se refería a un titular, sino a una llamada de portada por encima de la cabecera: remitía a una entrevista a Russell T. Davies en el suplemento.
—Mi trabajo es sobre los héroes de los medios de comunicación, ¿sabe?
—Por supuesto que sí.
—¿Perdón?
—Perdonada.
Apartó del periódico el suplemento G2 y se lo pasó.
Ella lo recibió con una sonrisa encantadora y le dio las gracias, y Hobden se fijó en la belleza de sus ojos, de un verde azulado, así como en la leve hinchazón y la hermosura del labio inferior.
El caso es que al recostarse en su asiento la mujer debió de calcular mal la extensión de sus bonitas piernas, porque al instante estaba todo manchado de capuchino, y ella dejó de hablar en tono de damisela.
—Vaya, mierda, lo siento.
—¡Max!
—Creo que he…
—¿Puede traernos un trapo?
Para Catherine Standish, la Casa de la Ciénaga era como la roca de Pincher Martin[2]: húmeda, horrible, dolorosamente familiar, algo a lo que agarrarse cuando empezaban a arreciar las olas. Sin embargo, siempre le costaba abrir la puerta. Seguro que era fácil arreglarlo, pero como la Casa de la Ciénaga era lo que era, no podían llamar a un carpintero: había que rellenar un formulario de mantenimiento; hacer una petición para el desembolso correspondiente, y solicitar un pase para un carpintero que contara con la aprobación reglamentaria. La subcontratación era «fiscalmente correcta» según las normas vigentes, aunque la cantidad de dinero invertida en escrutar el historial de los contratados para vetarlos invitaba a pensar más bien lo contrario. Y después de rellenar todos esos formularios había que mandarlos a Regent’s Park, donde alguien los leería, los marcaría con sus iniciales, les estamparía un sello y no les haría ni caso. Así que Catherine tenía que pasar cada mañana por lo mismo: empujar la puerta con el paraguas en una mano, la llave en la otra y el hombro alzado para que el bolso no resbalara al suelo. Y todo eso con la esperanza de conservar el equilibrio cuando al fin la puerta se dignara a abrirse. Pincher Martin lo tenía más fácil. En su roca del Atlántico no había puertas. Aunque allí también llovía.
La puerta cedió por fin con su gruñido habitual. Catherine se detuvo para sacudir el paraguas y quitarle el exceso de agua. Alzó la mirada al cielo. Seguía gris y denso. Una última sacudida, y se encajó el paraguas bajo el brazo. Había un paragüero en el vestíbulo, pero era la mejor manera de no volver a ver su paraguas jamás. En el primer rellano, por una puerta entreabierta, atisbó a Ho sentado ante su escritorio. Él no alzó la mirada, aunque Catherine sabía que la había visto. Ella fingió a su vez no verlo, o por lo menos eso fue lo que debió de parecer. En realidad, fingía que Ho era un mueble, lo que requería menos esfuerzo.
En el siguiente rellano estaban cerradas las puertas de los dos despachos, pero se veía luz por debajo de la de River y Sid. Un olor rancio contaminaba el aire: pescado podrido y verduras pasadas.
Al llegar a su oficina, en la planta superior, dejó el impermeable en una percha, abrió el paraguas para que se secara bien, y le preguntó a la puerta de Jackson Lamb, cerrada, si quería un té. No obtuvo respuesta. Enjuagó el hervidor, lo llenó de agua y lo puso a hervir. De vuelta en su escritorio, encendió el ordenador, se repasó el pintalabios y se cepilló el pelo.
La Catherine del espejo de su polvera tenía diez años más que la que esperaba ver. Pero eso era culpa suya, de nadie más.
Su pelo aún parecía rubio, pero sólo de cerca, y ya nadie se acercaba tanto. De lejos parecía gris, aunque conservaba la densidad y las ondas; como los ojos eran del mismo color, daba la sensación de que se estaba destiñendo hasta volverse monocroma. Se movía con lentitud y vestía como en una ilustración de novela infantil de antes de la guerra: casi siempre llevaba sombrero, nunca vaqueros, ni pantalones por lo general; ni siquiera faldas, sólo vestidos con mangas que se volvían perezosas al llegar a los puños. Si acercaba la polvera a la cara, veía el rastro de los daños causados bajo la piel, las arrugas por las que se había ido filtrando la juventud. Un proceso acelerado por decisiones insensatas, aunque al echar la vista atrás resultaba asombroso comprobar que, muy a menudo, parecía que las decisiones no hubieran sido tales, sino una mera cuestión de dar un paso detrás de otro. Al año siguiente cumpliría cincuenta. Son muchos pasos para haberlos dado uno detrás de otro.
El agua hervía. Se sirvió un té. De vuelta en su escritorio —en un despacho que, gracias a Dios, no compartía con nadie desde que, por orden de Lamb, habían desterrado a Kay White a la planta inferior— reemprendió el trabajo donde lo había dejado el día anterior: un informe sobre las ventas de inmuebles durante los tres últimos años en la zona de Leeds y Bradford, con referencias cruzadas con los informes de inmigración del mismo período. Los nombres que aparecían en los dos listados se cotejaban con la lista de vigilancias de Regent’s Park. A pesar de que Catherine no había encontrado todavía ningún nombre que hiciera sonar las alarmas, los repasaba uno por uno y anotaba los resultados por país de origen, con Pakistán a la cabeza. Según cómo se mirasen, los resultados podían servir como prueba de la imprevisibilidad de los movimientos de la población y sus inversiones inmobiliarias, o bien como un gráfico en el que acabaría por establecerse un patrón que sólo sabrían interpretar los que ocupaban, dentro de la cadena de captación de información, lugares más altos que el de Catherine. El mes anterior había terminado un informe similar de Mánchester y su cinturón urbano. Luego le tocaría a Birmingham, o Nottingham. Los informes se mandaban por mensajero a Regent’s Park, donde Catherine confiaba en que las reinas de las bases de datos les prestaran más atención que a sus solicitudes de gastos para mantenimiento.
Al cabo de media hora se tomó un descanso y se cepilló de nuevo el pelo.
Cinco minutos después, River Cartwright subió la escalera y entró en el despacho de Lamb sin llamar.
La chica estaba de pie y usaba el periódico como una especie de dique para impedir que el capuchino mojara su portátil, y durante un segundo Hobden sintió una punzada de enojo como propietario —el periódico era suyo y ya no habría manera de leerlo—, pero duró poco. Además, necesitaban un trapo.
—¡Max!
Hobden no soportaba esa clase de escenas. ¿Por qué era tan torpe la gente?
Se levantó y se dirigió a la barra, donde se encontró con Max, que, trapo en mano, reservaba su sonrisa para la pelirroja, que seguía aplicando el Guardian al café derramado sin la menor eficacia.
—Ningún problema, ningún problema —le decía el camarero.
Bueno, en realidad sí que era un problema, pensó Robert Hobden. Todo aquel follón, con el café derramado por todas partes, era un problema porque él sólo pretendía que lo dejaran en paz mientras repasaba la prensa del día.
—Lo siento mucho —le dijo la chica.
—No pasa nada —mintió.
—Vale. Ya está arreglado —dijo Max.
—Gracias —dijo la chica.
—Le traigo otro café.
—No, puedo pagar…
Pero eso tampoco era un problema. La pelirroja volvió a ocupar su mesa y se disculpó, señalando el periódico empapado de café.
—¿Quiere que le vaya a buscar otro…?
—No.
—Pero es que…
—No. No tiene ninguna importancia.
Hobden sabía que no se le daba bien manejar ese tipo de situaciones con elegancia y soltura. Tal vez debería aprender de Max, que acababa de regresar con tazas nuevas para los dos. Se lo agradeció con un gruñido. La pelirroja soltó un trino dulce, pero era una impostura. Estaba en pleno bochorno; habría preferido cerrar el portátil y pirarse de allí.
Hobden se terminó la primera taza; la dejó a un lado. Bebió un sorbo de la segunda.
Agachó la cabeza hacia el Times.
—¿Se ha caído?
Al ver a Lamb despatarrado tras su escritorio costaba imaginar que estuviera trabajando; costaba incluso imaginar que pudiera ponerse en pie, o abrir una ventana.
—Preciosas caléndulas —respondió Lamb.
El techo descendía por la inclinación del tejado. Había una claraboya encastrada en esa parte, siempre con la cortina corrida. Como a Lamb no le gustaba la iluminación cenital, estaban en penumbra: la principal fuente de luz era una lámpara plantada encima de un montón de listines telefónicos. Más que una oficina parecía una madriguera. Un reloj aparatoso resonaba con arrogancia en una esquina del escritorio. En la pared había un tablero de corcho, cubierto con lo que parecían cupones descuento de diversos restaurantes; algunos estaban tan amarillos y arrugados que nadie creería que aún tenían validez.
River pensó en quitarse los guantes de goma, pero decidió no hacerlo porque estaban muy pegajosos y tendría que pellizcar la punta de cada dedo para luego poder tirar de ellos. En vez de eso, dijo:
—Un trabajo sucio.
Para su sorpresa, Lamb contestó con una pedorreta.
La barriga de Lamb quedaba escondida tras el escritorio, pero no bastaba con ocultarla. La barriga de Lamb quedaba en evidencia incluso detrás de una puerta cerrada, porque estaba presente en su voz, por no hablar de la cara y los ojos. Estaba presente en su manera de hacer una pedorreta. Alguien había señalado en alguna ocasión que se parecía a Timothy Spall echado a perder, lo cual dejaba abierta la cuestión de qué pinta tendría Timothy Spall sin echar a perder, aunque la descripción no dejaba de ser adecuada. Dejando a Spall de lado, la barriga, los carrillos sin afeitar y el pelo —de un rubio sucio, engominado, peinado hacia atrás desde la frente alta y ondulado al llegar al cuello— lo convertían en la viva imagen de Jack Falstaff. Un papel que Timothy Spall debería plantearse interpretar.
—Bien dicho —contestó a la pedorreta de Lamb—. Bien hecho.
—Aunque podría implicar una crítica velada —apuntó Jack Lamb.
—Ni se me habría ocurrido.
—No. Bueno. Lo que sí se te ha ocurrido es hacer ese trabajo sucio en el lado del despacho de Sid.
—Es difícil mantener el contenido de toda una bolsa de basura en su sitio. Los expertos lo llaman «deslizamiento de basura».
—No eres un gran admirador de Sid, ¿verdad?
River no contestó.
—Bueno, tampoco ella es tu mayor admiradora —remató Lamb—. Aunque no es que haya demasiada competencia por ocupar ese papel. ¿Has encontrado algo interesante?
—Defíname «interesante».
—Hagamos ver, por un momento, que soy tu jefe.
—Tan interesante como puede llegar a serlo el contenido de una bolsa de basura doméstica, señor.
—¿Puede elaborar un poco más su respuesta?
—Vacía el contenido de los ceniceros en una hoja de prensa. Lo envuelve como si fuera un regalo.
—Suena a loquito.
—Es para que el cubo de la basura no huela a tabaco.
—Pero se supone que los cubos de la basura han de oler. Por eso se sabe que son cubos de la basura.
—¿Qué sentido tenía este encargo?
—Creía que te apetecía salir del despacho. ¿No te he oído decir que querías salir del despacho? ¿Más o menos unas tres veces al día durante no sé cuántos meses?
—Claro. Al servicio de Su Majestad, etcétera. Así que ahora me dedico a revisar restos ajenos, como un basurero. ¿Se puede saber qué estoy buscando?
—¿Quién dice que estés buscando algo?
River se lo quedó pensando.
—Entonces ¿sólo queremos que sepa que lo estamos vigilando?
—¿Y por qué usas la primera del plural, rostro pálido? Tú no quieres nada. Tú sólo quieres lo que yo te digo que quieras. ¿No había ningún cuaderno viejo? ¿Ninguna carta troceada?
—Parte de un cuaderno. Una espiral. Pero sin hojas. Sólo el cartón de detrás.
—¿Alguna prueba de que consuma drogas?
—Una caja vacía de paracetamol.
—¿Condones?
—Supongo que los tira por el váter —dijo River—. Si es que se da la ocasión.
—Van en bolsitas de plástico.
—Ya me acuerdo. No. Nada de eso.
—¿Botellas de alcohol vacías?
—Doy por hecho que las recicla.
—¿Latas de cerveza?
—Ídem.
—Vaya por Dios —dijo Jackson Lamb—. ¿Será cosa mía, o es verdad que desde 1979, más o menos, ya nada es divertido?
River ni siquiera pretendió fingir que le importaba.
—Creía que nuestro trabajo consistía en preservar la democracia —dijo—. ¿De qué modo puede contribuir a eso acosar a un periodista?
—¿Lo dices en serio? Debería ser uno de los elementos clave en la evaluación de nuestros resultados.
Lamb pronunció esa frase como si la hubiera leído en algún formulario que acabara de tirar.
—Hablemos de este caso particular, entonces.
—Intenta no pensar en él como periodista. Míralo más como un peligro potencial para la integridad del cuerpo político.
—¿Es eso?
—No lo sé. ¿Hay algo en su basura que lo sugiera?
—Bueno, es fumador. Pero en realidad eso todavía no consta en la lista oficial de amenazas a la seguridad pública.
—Todavía —confirmó Lamb, de quien se sabía que solía dar alguna que otra calada en el despacho. Luego añadió—: Vale. Ponlo por escrito.
—Póngalo por escrito —repitió River. No llegaba a ser una pregunta.
—¿Tienes algún problema, Cartwright?
—Tengo la sensación de trabajar en un periódico sensacionalista.
—Ya te gustaría. ¿Sabes lo que ganan esos cabrones?
—¿Quiere que lo mantenga bajo vigilancia?
Lamb se echó a reír.
River esperó. Costó un rato. Lamb no reía porque cediera genuinamente a la diversión; era más bien un desarreglo temporal. Una risa que nadie querría oír en boca de alguien con un palo en las manos.
Cuando paró de reír, lo hizo de una manera tan abrupta como había comenzado.
—Si fuera eso lo que quiero, ¿crees que te lo encargaría a ti?
—Estoy capacitado para hacerlo.
—¿De verdad?
—Estoy capacitado para hacerlo —repitió River.
—Déjame que lo diga de otra manera —propuso Jack Lamb—. Supongamos que quisiera hacerlo sin provocar la muerte de docenas de transeúntes inocentes. ¿Crees que serías capaz?
River no contestó.
—¿Cartwright?
«Que te den», habría deseado decir. En vez de eso, prefirió repetir «estoy capacitado», aunque de tanto repetirlo sonaba como una admisión de la derrota. Estaba capacitado. ¿De verdad lo estaba?
—No habrá heridos —dijo.
—Me encanta saber tu opinión —le dijo Lamb—. Aunque eso no es lo que pasó la última vez.
El siguiente en llegar fue Min Harper, seguido de cerca por Louisa Guy. Charlaron un poco en la cocina, aunque a los dos les representaba un esfuerzo excesivo. La semana anterior habían compartido un rato en el pub de la acera de enfrente, que era como un agujero infernal: un lugar de pesadilla que ni siquiera tenía ventanas, en el que sólo entraban quienes iban por la cerveza y el tequila. Sin embargo, habían acudido los dos, acuciados por la necesidad de beber algo sin dejar pasar más de sesenta segundos desde su salida de la Casa de la Ciénaga, un margen tan estrecho que no les daba para buscar un lugar más agradable.
La conversación había versado sobre algo concreto al principio (Jack Lamb es un cabrón), luego se había vuelto especulativa (¿por qué será tan cabrón Jack Lamb?) antes de derivar hacia lo sentimental (¿verdad que sería maravilloso que a Jack Lamb lo pillara una trituradora?). Luego, al cruzar la calle para dirigirse al metro, la despedida había sido incómoda. ¿Qué estaba pasando? No era más que la típica copa al salir del trabajo, sólo que en la Casa de la Ciénaga nadie iba a tomar una copa al salir del trabajo. Se las habían arreglado fingiendo que no estaban juntos y yéndose cada uno a su andén sin pronunciar palabra. En cualquier caso, desde aquel día ya no rehuían el encuentro, algo nada habitual. En la Casa de la Ciénaga casi nunca coincidían dos personas en la cocina.
Enjuagaron sus tazas. Encendieron el hervidor.
—¿Me lo parece a mí, o hay algo que huele mal por ahí?
Arriba se cerró de golpe una puerta. Abajo se abrió otra.
—Si te dijera que eres tú, ¿te enfadarías mucho?
Intercambiaron miradas y sonrisas que desaparecieron de ambos rostros exactamente al mismo tiempo.
A River no le costaba ningún esfuerzo recordar la conversación más significativa que había tenido con Jackson Lamb. Se había producido ocho meses antes, y había empezado al preguntar él cuándo le iban a asignar alguna tarea que mereciera tal nombre.
—Cuando se aposente el polvo.
—¿Y cuándo será eso?
Lamb había contestado con un suspiro, un lamento por tener que responder preguntas estúpidas.
—La única razón de que haya polvo en el aire son tus contactos, Cartwright. Si no fuera por tu abuelo, no hablaríamos de polvo. Hablaríamos de glaciares. Hablaríamos de cuando se derritan los glaciares. Sólo que ni siquiera hablaríamos, porque tú ya serías un recuerdo lejano. Alguien de quien acordarse de vez en cuando para que Moody no estuviera siempre pensando en sus cagadas, o para que Standish dejara la botella.
River había medido la distancia entre la silla de Lamb y la ventana. La persiana no iba a ofrecer resistencia. Si River tuviera un buen punto de apoyo, Lamb sería una mancha en la acera con forma de pizza, en vez de estar vivo para tomar aliento y añadir:
—Pero resulta que no, que tienes un abuelo. Feliputaciones. Conservas tu trabajo. Pero el inconveniente es que no lo disfrutarás mucho. Ni ahora ni nunca. —Tamborileó con dos dedos, como si estuviera tatuando el escritorio—. Órdenes de arriba, Cartwright. Lo siento, yo no pongo las normas.
La sonrisa de dientes amarillentos que acompañó al comentario no transmitía el mínimo pesar.
—Menuda mierda —dijo River.
—No, lo que fue una mierda te lo voy a decir yo. Ciento veinte personas muertas o mutiladas. Treinta millones de libras en daños materiales. Dos mil quinientos millones en ingresos turísticos tirados por el desagüe. Y todo por tu culpa. Y eso, eso sí que es una mierda.
—Pero es que no pasó —dijo River Cartwright.
—¿Eso crees? Hay imágenes de circuito cerrado del momento en que el chico tiró de la cuerda. En Regent’s Park todavía pasan el vídeo. Ya sabes, para recordarles lo jodido que puede llegar a ser todo si no hacen bien su trabajo.
—Era un ejercicio.
—Y tú lo convertiste en un circo. Destrozaste King’s Cross.
—Veinte minutos. En veinte minutos todo funcionaba otra vez.
—Destrozaste King’s Cross, Cartwright. En hora punta. Convertiste tu evaluación de ascenso en un circo.
River tenía la clara impresión de que a Lamb le parecía divertido.
—No hubo muertos.
—Un infarto. Una pierna rota. Tres…
—Habría tenido el infarto igualmente. Era un anciano.
—Tenía sesenta y dos años.
—Me alegro de comprobar que estamos de acuerdo.
—El alcalde quería tu cabeza en una bandeja.
—El alcalde estaba encantado. Le permitió hablar de comités de supervisión, y de la necesidad de perfeccionar los procesos de seguridad. Le sirvió para aparentar que era un político serio.
—¿Y te parece una buena idea?
—No hace daño a nadie, teniendo en cuenta que el tipo es idiota.
—A ver si nos centramos un poco —dijo Lamb—. Te parece una buena idea haber convertido el servicio secreto en un balón de fútbol en manos de los políticos por culpa de tu… ¿Cómo lo llamarías? ¿Daltonismo auditivo?
«Camisa azul, corbata blanca».
«Camisa blanca, corbata azul».
—Yo oí lo que oí.
—Me importa un comino lo que oíste. La cagaste. Así que ahora estás aquí, en vez de en Regent’s Park, y lo que podría haber sido una carrera brillante se ha convertido en… ¿Sabes en qué? En un miserable trabajo de oficina, creado especialmente para que le ahorres un montón de dolor a la gente y te las pires. Y todo eso lo tienes por cortesía del abuelo. —Otro nuevo fogonazo de dientes amarillentos—. ¿Sabes por qué lo llaman Casa de la Ciénaga? —siguió Lamb.
—Sí.
—Porque podría perfectamente estar en…
—En una ciénaga. Sí. Y también sé cómo nos llaman.
—Nos llaman caballos lentos —dijo Lamb, como si River no hubiera dicho nada—. Casa de la Ciénaga. Caballo lento. Qué agudos, ¿no?
—Supongo que dependerá de su definición de…
—Me has preguntado cuándo tendrías una tarea de verdad.
River guardó silencio.
—Bueno, pues eso ocurrirá cuando todo el mundo haya olvidado que destrozaste King’s Cross.
River no contestó.
—Ocurrirá cuando todo el mundo olvide que te has sumado a los caballos lentos.
River no contestó.
—Y para eso ha de pasar la hostia de tiempo —dijo Lamb, como si cupiera una mínima posibilidad de que a River se le hubiera escapado ese detalle.
River dio media vuelta para marcharse. Pero antes necesitaba saber algo.
—¿Tres qué?
—¿Tres qué de qué?
—Ha empezado a decir que hubo tres no sé qué. En King’s Cross. No ha terminado la frase.
—Ataques de pánico.
River asintió.
—Sin contar el tuyo —remató Lamb.
Y ésa había sido la conversación más significativa de River con Jackson Lamb.
Hasta ese día.
Al final, en algún momento llegaba Jed Moody. Un par de horas más tarde que todos los demás, pero nadie le daba ninguna importancia porque a nadie le importaba un pimiento y, en cualquier caso, nadie quería que Moody lo mirase mal, cosa difícil porque Moody tendía a mirar mal a todos y a todo. Para Moody, un buen día era cuando alguien se instalaba en la parada de autobús de la otra acera, o pasaba demasiado rato en alguno de los jardines del Barbican, que quedaban al otro lado. Cuando ocurría eso, a Moody le tocaba salir, aunque nunca era nada serio: siempre eran críos de la escuela de teatro de la misma calle, o un sintecho que buscaba dónde sentarse. Sin embargo, fuera quien fuese, Moody salía mascando chicle y se sentaba a su lado: nunca les daba conversación; se limitaba a sentarse y mascar chicle. Con eso bastaba. Y cuando regresaba a la oficina su paso parecía más ligero durante cinco minutos: no tanto como para que su compañía se volviera apetecible, pero sí lo suficiente para pasar a su lado por la escalera sin temer que te pusiera una zancadilla.
No era un secreto para nadie: odiaba estar entre los caballos lentos. En otro tiempo había pertenecido a los Perros, pero todo el mundo sabía cuál había sido la cagada de Moody: permitir que un oficinista de tres al cuarto le diera una paliza antes de largarse con más o menos tropecientos millones de libras. Incluso sin ese lío final, no era precisamente una acción muy inteligente para alguien que trabajaba en los Perros, la división de seguridad interna de la agencia.
Así que Moody llegaba tarde y desafiaba a cualquiera que se atreviera a afeárselo. Cosa que nadie hacía. Porque a nadie le importaba.
En cualquier caso, Moody no había llegado aún, y River Cartwright seguía arriba, con Jackson Lamb.
Éste recostó la espalda en el asiento, con los brazos cruzados. No se oyó nada, pero se hizo evidente que acababa de tirarse un pedo. Movió la cabeza con expresión de tristeza, como si se lo atribuyera a River, y dijo:
—Ni siquiera sabes quién es, ¿verdad?
River, que tenía la mitad de la cabeza aún en King’s Cross, preguntó:
—¿Hobden?
—Probablemente en el apogeo de su carrera tú todavía ibas al cole.
—Tengo un recuerdo vago. ¿No era un comunista?
—En esa generación todos eran comunistas. Aprende un poco de historia.
—Usted tiene más o menos su edad, ¿no?
Lamb lo dejó pasar.
—La Guerra Fría también tuvo su lado bueno, ¿sabes? Tuvo el mérito de liberar el descontento de los adolescentes haciendo que llevaran pancartas en vez de navajas. Asistían a reuniones interminables en las trastiendas de los pubs. Desfilaban en defensa de causas por las que nadie más salía de la cama.
—Cuánto lamento habérmelo perdido. ¿Todavía se consigue en DVD?
En vez de contestar, Lamb desvió la mirada hacia la espalda de River para señalarle que no estaban solos. River se dio la vuelta. Había una mujer en el umbral. Era pelirroja, tenía la cara levemente espolvoreada de pecas y llevaba un impermeable negro abierto —aún brillante por la lluvia matinal—, encima de una camisa blanca sin cuello. En el pecho llevaba un relicario colgado de una cadena de plata. Una leve sonrisa bailaba en sus labios.
La mujer sostenía bajo el brazo un portátil del tamaño de un cuaderno de ejercicios.
—¿Has triunfado? —preguntó Lamb.
Ella asintió.
—Bien hecho, Sid —dijo él.