10

Por una calle silenciosa de Islington —puertas elevadas sobre escalinatas de piedra, columnas que parecían centinelas, cristaleras de colores— bajaba Robert Hobden con el abrigo ondeando al viento de la noche. Ya eran más de las doce. Algunas casas se habían revestido de oscuridad; en otras, la luz se asomaba entre cortinas de tela gruesa. Hobden podía imaginar perfectamente el tintineo de los cubiertos y el de las copas al brindar. A media calle encontró la casa que iba buscando.

Había luces encendidas. De nuevo, captó el murmullo imaginario de una cena animada; a estas alturas irían ya por el brandy. Pero daba lo mismo: tanto si la luz estaba encendida como si no, iba a llamar al timbre. Mejor dicho, lo iba a dejar apretado hasta que alguien abriera la puerta.

Esperó menos de un minuto.

—¿Sí?

El que hablaba era un tipo elegante, de frente ancha y cabello oscuro peinado hacia atrás. Concentró en Hobden la mirada de sus desgarradores ojos castaños. Traje oscuro, camisa blanca. ¿Mayordomo? Tal vez. Daba lo mismo.

—¿Está el señor Judd?

—Es muy tarde, señor.

—Por extraño que parezca —respondió Hobden—, eso ya lo sabía. ¿Está?

—¿A quién debo anunciar, señor?

—Hobden. Robert Hobden.

La puerta se cerró.

Hobden se dio la vuelta y contempló la calle. Las casas de la otra acera parecían inclinarse hacia él: era un efecto de la altura y de las nubes que se acurrucaban tras un telón de terciopelo. Curiosamente, Hobden tenía el pulso estable. Poco antes había estado más cerca de la muerte que nunca, y sin embargo conservaba la calma. O a lo mejor estaba calmado precisamente porque se había acercado tanto a la muerte que no parecía probable que volviera a ocurrirle algo así esa misma noche. Mera cuestión de estadística.

No estaba seguro de que el intruso hubiera tenido la intención de matarlo. Todo había sido muy confuso: un instante estaba caminando de un lado a otro de la sala, esperando una llamada que no llegaba; al siguiente, tenía delante a un desconocido vestido de negro que le exigía el portátil con un susurro acuciante. Seguro que había forzado la puerta para entrar. Todo era ruido y miedo, el tipo agitaba el arma y justo entonces otro intruso, otro desconocido, y de pronto resultó que estaban todos fuera y había sangre en el suelo y…

Hobden había arrancado a correr. No sabía quién había recibido el disparo, ni le importaba. Había arrancado a correr. ¿Cuánto rato hacía de eso? En la época en que tenía prisa por llegar a los sitios, habría tomado un taxi. Así que enseguida había sentido los pulmones a punto de estallar, pero había seguido corriendo, dando pisotones al suelo con unos pies como peces planos, sintiendo hasta en los dientes la sacudida que reverberaba por todo su cuerpo. Dobló una esquina, luego otra. Ya ni se acordaba de cuánto tiempo llevaba viviendo en los sumideros de Londres; sin embargo, a los pocos minutos se había perdido. No se atrevía a mirar atrás. No era capaz de distinguir dónde terminaban sus pisadas y empezaban las ajenas; dos cintas de sonido que se entrelazaban como los anillos olímpicos.

Al fin, jadeando, se había detenido, a punto de desplomarse, en el portal de una tienda, donde suelen acechar los olores de la ciudad: suciedad y grasa derramada y colillas y siempre, siempre, el olor a pis de los borrachos. Sólo en ese momento tuvo claro que no lo seguía nadie. Sólo los fantasmas de la noche londinense, que salían cuando los ciudadanos se acostaban y hacían presa fácil de quien permaneciera en la calle.

—¿Tienes fuego, colega?

A él mismo le había sorprendido la fiereza de su respuesta:

—Vete a tomar por saco, ¿vale? ¡A tomar por saco!

Hay que reconocerles una cosa a los locos de la noche: son capaces de reconocer a quien está más loco que ellos. El loco se había escabullido y Hobden había recuperado el aliento, llenando los pulmones de aquel guiso de olores repulsivo, y había arrancado otra vez.

No podía volver a su casa. En ese momento, no; tal vez nunca. Era una noción extrañamente alentadora. Fuera a donde fuese, no volvería allí.

De hecho, no tenía muchos sitios adonde ir. Todos necesitamos un lugar en el que siempre encontremos las puertas abiertas. Hobden no lo tenía: las puertas de su vida se habían cerrado de golpe al aparecer su nombre en aquella lista; cuando por primera vez se echó a temblar al ver su nombre en los periódicos, pasando del suave adjetivo «provocador» al crudo «inaceptable». Y sin embargo, sin embargo…, todavía le quedaba alguna puerta por cuyas rendijas podía susurrar. La gente le debía favores. En aquellos tiempos, en plena tormenta, había mantenido la boca cerrada. Algunos interpretaron que eso significaba que valoraba más la supervivencia ajena que la propia. Nadie había establecido una conexión bien sencilla: que si ellos sufrían el mismo ostracismo que él, su causa experimentaría un retraso de años.

Nada que ver con el racismo, por mucho que la élite progre pretendiera lo contrario. Nada que ver con el odio, ni con la repulsión ante la diferencia. Tenía mucho que ver con el carácter, con la necesidad de reafirmar la identidad nacional. En vez de agacharse y aceptar aquel «multiculturalismo» impracticable, aquella receta para el desastre…

Pero no había tenido tiempo de ensayar argumentos indiscutibles. Necesitaba un santuario. Y también necesitaba poner en circulación su mensaje: visto que Peter Judd no pensaba contestar sus llamadas telefónicas, habría que obligarlo a acudir a la puerta.

Aunque Peter Judd, por supuesto, no se encargaba personalmente de abrir la puerta en su casa. A esas horas de la noche desde luego que no, pero probablemente tampoco a ninguna otra.

Se abrió la puerta y volvió a aparecer el tipo acicalado.

—El señor Judd no está disponible.

La ausencia de la coletilla «señor» tenía un eco propio. Sin embargo, Hobden no tuvo ningún reparo en bloquear la puerta con un pie.

—En ese caso, dígale al señor Judd que tal vez tenga que estar disponible a primera hora de la mañana. A los periódicos sensacionalistas les encanta tener las portadas listas a la hora de comer. Así tienen tiempo de organizar el material importante. Ya sabe, las fotitos de chicas. Las columnas de cotilleos.

Retiró el pie y la puerta se cerrró.

Pensó: ¿quién se habrán creído que soy? ¿Creen que me voy a poner boca arriba, agitando las cuatro patitas al aire, mientras fingen que soy un perro callejero al que nunca han invitado a entrar en sus casas?

Quizá fueron dos minutos, quizá tres. No los contó. Estudió de nuevo las nubes que descargaban a saber dónde y los tejados que se cernían sobre la otra acera, amenazando con desplomarse.

Cuando se volvió a abrir la puerta, nadie dijo una palabra. El señor Acicalado se limitó a echarse a un lado con una pose que habría valido para dibujar la palabra «regañadientes» en un jueguecito de sobremesa.

Lo acompañó por la planta baja, más allá de la sala de estar, tras cuya puerta cerrada resonaba el suave murmullo de la felicidad. No recordaba cuándo había acudido a una fiesta nocturna por última vez, aunque probablemente desde entonces en muchas se había hablado de él.

En la planta baja estaba la cocina, más o menos del tamaño del piso entero de Hobden, aunque amueblada con más detalles: madera y esmaltes relucientes, con un bloque de mármol que formaba una isla en el centro, del tamaño de un ataúd. La luz del techo era tan implacable que habría puesto en evidencia cualquier churrete de grasa, o salpicadura de salsa, pero no los había, ni siquiera en ese momento; el lavaplatos ronroneaba y en una de las encimeras había una hilera de copas, pero todo parecía una ordenada representación de las postrimerías de una fiesta en un catálogo dedicado al estilo de vida de la gente fina. De unos ganchos de acero inoxidable sujetos a un raíl pendían sartenes y ollas relucientes, cada una con su propósito particular: una para hervir huevos, otra para hacerlos revueltos, etcétera. Una fila de botellas de aceite de oliva, ordenadas según la región de procedencia, ocupaba todo un estante. Robert Hobden conservaba la mirada del periodista. Según qué perfil deseara escribir, podía usar aquellos objetos como muestra de las certidumbres propias de la clase media, o como cachivaches comprados por correo para remedar ese tipo de imagen. Por otro lado, ya no escribía perfiles. Y si lo hacía, nadie los iba a publicar.

Acicalado se quedó junto a la puerta, haciendo gala de su negativa a dejarlo a solas.

Hobden fue avanzando hacia el otro extremo de la estancia; se apoyó en el fregadero.

Ya no escribía perfiles, pero de haberlo hecho, y de haber sido su anfitrión del momento el objeto de su retrato, habría tenido que empezar por el nombre. Peter Judd. PJ para los amigos, y para todo el mundo. Con su pelo esponjoso y ese aire juvenil a sus cuarenta y ocho, y con su vocabulario salpicado de exclamaciones arcaicas —«¡Albricias! ¡Córcholis! ¡Virgen santísima!»—, Peter Judd había logrado convertirse en el rostro inofensivo de la derecha de la vieja escuela, tan popular entre el Gran Público Británico, que lo tenía por un idiota simpático, como para ganarse la vida con su renacer —una vez fuera del Parlamento— como escupidor de citas previo pago/personaje favorito de concursos de la tele, al tiempo que se le permitían pecadillos menores como metérsela a la niñera de sus hijos, desvalijar la hacienda pública y provocarle accesos de cólera al líder de su partido gracias a sus florituras imprevistas. («Qué ciudad tan elegante —había comentado en un viaje a París—. Quizá la próxima vez valga la pena defenderla»). No todos los que habían trabajado con él lo consideraban un bufón de cabo a rabo, y algunos de los que habían sido testigos de sus arrebatos lo acusaban de ser un estratega de la política, pero por lo general PJ parecía contentarse con una imagen pública que ya nadie sabía si era innata o conquistada con esfuerzo: una bala perdida con melena esponjosa y bicicleta. Y ahí estaba, cruzando a toda prisa la puerta de la cocina con un entusiasmo que obligó al señor Acicalado a dar un paso brusco a un lado para que no lo tumbara.

—¡Robert Hobden! —exclamó.

—PJ.

—Robert. Rob. ¡Rob! ¿Cómo estás?

—No me va mal, PJ. ¿Y a ti?

—Ah, pero claro. Seb, por favor, ocúpate del abrigo de Robert.

—No estaré mucho rato…

—Pero sí lo suficiente como para quitarte el abrigo. Qué fantástico, mira qué bien —dijo Judd, dirigiéndose a Seb, si es que así se llamaba el señor Acicalado—. Ya puedes dejarnos solos. —La puerta de la cocina se cerró. PJ siguió hablando sin cambiar de tono—: ¿Qué coño haces aquí, estúpido imbécil?


Le recordaba épocas más oscuras, misiones de las que uno podía no regresar. Él siempre había regresado, obviamente, pero otros no. No había modo de saber si la diferencia radicaba en las misiones o en los propios hombres.

Esa noche esperaba regresar. Sin embargo, ya tenía un cuerpo en el suelo y otro en una cama de hospital, un balance de víctimas tirando a alto si se tenía en cuenta que ni siquiera estaba dirigiendo una operación.

La reunión era junto al canal, cerca de donde terminaba el camino de sirga y el agua desaparecía por un túnel. Lamb lo había escogido porque no se fiaba de Diana Taverner y aquel lugar tenía los accesos limitados. Por la misma razón, llegó antes que ella. Eran casi las dos. Había un cuarto de luna, oculto de vez en cuando por nubes pasajeras. Al otro lado del canal había una casa con luces encendidas en las tres plantas, y desde allí le llegaba la cháchara y alguna risa ocasional de los que fumaban en el jardín. Había gente que celebraba fiestas entre semana. Jackson Lamb se puso a repasar la cuenta de cadáveres de su departamento.

Ella apareció por el lado del barrio de Angel, anunciando su llegada con el repique de sus tacones en el camino.

—¿Estás solo? —preguntó.

Él abrió los brazos, como si quisiera medir la estupidez de la pregunta. Al hacerlo, se le desabrochó la camisa y el aire de la noche le rascó la barriga.

Taverner miró más allá de Lamb, hacia la ladera arbolada que llevaba hasta la carretera. Luego lo miró a él.

—¿A qué te crees que estás jugando?

—Te presté una agente —dijo él—. Está en el hospital.

—Lo sé. Lo siento.

—Me la pediste del nivel de Lloyd Webber. Un escalón por encima de los que se dedican a afilar lápices. Pero ahora tiene una bala en la cabeza.

—Lamb —dijo ella—. Yo sólo le hice un encargo para el otro día. Lo que le haya pasado desde entonces difícilmente…

—No intentes disimular. Le pegaron un tiro delante de la casa de Hobden. Fue Jed Moody, queriendo o sin querer. Cuando no me robas el personal, te dedicas a sublevarlo. Le diste un móvil a Moody. ¿Qué más le diste? ¿Un montón de promesas? ¿Un billete a su futuro?

—Repasa las normas, Lamb —dijo Taverner—. Tú diriges la Casa de la Ciénaga y sabe Dios que nadie pretende sacarte de allí. En cambio, yo soy la jefa de operaciones, lo cual implica dirigir al personal. Todo el personal. El tuyo o el de quien sea.

Jackson Lamb se tiró un pedo.

—Dios, eres un bicho asqueroso.

—Eso me dicen —concedió Lamb—. De acuerdo, supongamos que tienes razón y esto no es de mi incumbencia. ¿Qué hago con el cadáver que tengo en la escalera? ¿Llamo a los Perros?

Si hasta entonces no había logrado que ella le prestara atención, en ese momento la captó del todo.

—¿Moody?

—Ajá.

—¿Está muerto?

—El famoso sueño eterno.

Al otro lado del agua, los fumadores dieron con un chiste más gracioso de lo normal. El viento rizó la superficie del canal.

—Si querías subcontratar —dijo Lamb— podrías haber tenido más cuidado a la hora de escoger. Joder, o sea… ¿Moody? Ése no valía para nada ni cuando valía para algo. Y ya ha pasado mucho tiempo desde entonces.

—¿Quién lo ha matado?

—¿Te apetece oír algo gracioso? Ha tropezado solito.

—A los de Límites les sonará muy bien. Aunque quizá te convenga ahorrarte lo de que es gracioso.

Lamb echó la cabeza atrás y se rió en silencio, mientras las sombras de las hojas oscilaban en su rostro tembloroso. Sin duda, a Goya le habría gustado retratar un rostro como aquél.

—Bueno. Muy bueno. Límites, claro. Entonces ¿llamo a los Perros? Joder, es un muerto. ¿Por qué no llamo a la poli? Da la casualidad de que llevo un móvil encima.

La miró con una sonrisa. Los dientes, cada uno con su forma distinta, brillaban por la humedad.

—De acuerdo.

—Al forense. Es lo suyo, ¿no?

—Ya te he entendido, Lamb.

Jackson se palpó los bolsillos y por un instante ella creyó, horrorizada, que se estaba bajando la bragueta, pero resultó que buscaba un paquete de Marlboro. Sacó un cigarrillo con los dientes y luego, como si se le acabara de ocurrir, le acercó el paquete a ella.

Taverner cogió uno. Hay que aceptar lo que se ofrece con amabilidad. Se crean vínculos. Se ganan aliados.

Por supuesto, quien le había enseñado eso no pensaba en alguien como Jackson Lamb.

—Habla —le dijo.


—Yo también me alegro de verte, PJ.

—¿Estás como una puta cabra?

—No contestabas mis llamadas.

—Claro que no, eres un puto agente tóxico. ¿Alguien te ha visto venir?

—No lo sé.

—¿Cómo me respondes semejante mamonada?

—¡Es la única mamonada que se me ocurre! —exclamó Hobden.

El timbre de su voz hizo vibrar algún objeto metálico.

Eso calmó un poco a PJ, por lo menos en apariencia.

—Ya —dijo—. Ya. Vale. Caramba. Me imagino que tendrás algún motivo.

—Alguien ha intentado matarme —dijo Hobden.

—¿Matarte? Ya, vale. Hay mucho fanático suelto por ahí. O sea, no es que seas el tipo más popular del…

—No era ningún fanático, PJ. Era un agente secreto.

—Un agente secreto.

—Estamos hablando de asesinato.

La inmersión de Judd en su personaje público no sobrevivió a esa palabra.

—Va, venga, joder. ¿Qué ha pasado? ¿Un encuentro al límite en un paso de cebra? Tengo invitados, Hobden. El puto ministro de Cultura está ahí arriba, y tiene la retentiva de un mosquito, por eso tengo que…

—Era un agente secreto. Llevan tiempo siguiéndome. Entró en mi piso y apuntó con una pistola y… Y disparó a alguien. Si no me crees, pon las noticias. O, mejor dicho, no las pongas. Lo habrán censurado. Pero llama al ministro de Interior. Seguro que él lo sabe. Había sangre en la acera. Delante de mi casa.

PJ sopesó el asunto: la probabilidad de que hubiera ocurrido algo así, comparada con la de que Hobden se presentara en su cocina.

—De acuerdo —dijo al fin—. Pero vives en el culo del mundo, Robert. O sea, ahí deben de allanar pisos cada semana. ¿Por qué ha de ser distinto tu caso?

Hobden dijo que no con la cabeza.

—No me estás escuchando.

Siguió moviendo la cabeza: aún no le había contado toda la historia. Lo que le había ocurrido en Max’s la otra mañana: el café derramado. No le había dado importancia en su momento, pero desde la aparición del pistolero había revisado su historia reciente para concluir que lo de esa noche no había sido un accidente aislado, sino una culminación. Al coger sus llaves para irse del café, su lápiz de memoria había quedado suelto y había rebotado en la mesa. Nunca había pasado algo así. ¿Por qué no le sonaron entonces las alarmas?

—Intentaron robarme mis archivos. Quieren comprobar cuánto sé.

En ese momento PJ adoptó una expresión nueva, de seriedad; un lado suyo que el público nunca veía.

—¿Tus archivos?

—No los consiguieron. Copiaron mi lápiz de memoria, pero…

—¿Qué coño contienen esos archivos, Hobden?

—Es una copia falsa. Sólo son números. Con un poco de suerte creerán que es un código y perderán tiempo intentando…

—Qué. Contienen. Exactamente. Tus. Archivos.

Hobden alzó las manos a la altura de los ojos y se las examinó un momento. Temblaban.

—¿Has visto? Podría estar muerto. Podrían haberme matado.

—Dame fuerzas.

Peter Judd se puso a rebuscar en la cocina, con la certeza moral de que en algún lugar habría alcohol, aunque… ¿de qué le iba a servir? Apareció una botella de vodka. ¿Sería del que se usaba para cocinar? ¿Se usaba el vodka para cocinar? ¿PJ iba murmurando todo eso, o tan sólo lo anunciaba a gritos por medio del lenguaje corporal mientras buscaba un vaso y derramaba en él una cantidad generosa de líquido?

—Entonces… —Le pasó el vaso a Hobden—. ¿Qué contienen esos archivos? ¿Nombres? —Soltó aquella risotada repentina, como un ladrido, que tanto gustaba a las audiencias de la tele—. Mi nombre no estará por ahí. —Bajo el ladrido se insinuaba un mordisco—. ¿Verdad que no?

—No hay ningún nombre. Nada parecido.

Era una buena noticia, pero que provocó la siguiente pregunta:

—Entonces ¿en qué lío te has metido?

—Cinco tiene una operación en marcha —dijo Hobden—. Hace tiempo que lo sé. O no lo sé exactamente. Sabía que iba a ocurrir algo, pero no sabía qué en concreto.

—Ay, por el amor de Dios. A ver si dices algo que se entienda.

—Estaba en Frontline. Una noche, el año pasado.

—¿Aún te dejan entrar?

Un fogonazo de rabia.

—Pago mi abono. —Hobden se terminó el vodka y tendió el vaso para que se lo rellenara—. Diana Taverner estaba allí, con uno de esos periodistas progres, amiguitos suyos.

—Nunca he tenido claro qué me molesta más —dijo Peter Judd mientras llenaba el vaso de Hobden—. Que hayan puesto mujeres al mando del MI5, o que lo sepa todo el mundo. O sea, ¿no lo llamaban servicio secreto?

Convencido de que ya había oído la frasecita en algún lugar, probablemente en cualquier debate por la tele, Hobden no hizo caso.

—Era la noche de las elecciones europeas y el PNB había mejorado sus resultados. ¿Te acuerdas?

—Pues claro que me acuerdo.

—Y eso era lo que se debatía. El plumilla, un tal Spencer, se emborrachó y empezó a escupir las típicas tonterías sobre cómo los fascistas estaban mandando y que cuándo iban a hacer algo Taverner y su panda. Y ella dijo…

Al llegar ahí, Hobden cerró los ojos y los apretó con fuerza mientras recordaba el resto de la historia.

—Algo así como «Sí, ya lo tenemos controlado». Joder, no recuerdo las palabras exactas, pero le dio a entender que ya estaba ocurriendo algo. Que ella misma estaba organizando algo no sólo contra el PNB, sino también contra lo que ella llamaba la extrema derecha. Y todos sabemos a quién incluye eso.

—¿Y lo dijo delante de ti?

—No se había enterado de mi presencia.

—O sea que la Segunda del MI5 anunció sus intenciones de golpear al PNB, de golpear a la derecha…, ¿y todo eso en un bar?

—Habían bebido, ¿vale? Mira, el caso es que ha pasado. Está pasando. ¿No has visto las noticias? —PJ lo miró con frialdad—. Lo del chico en el sótano…

—Ya sé a qué te refieres. ¿Estás diciendo que se trata de eso? ¿Que es una operación del servicio secreto?

—Bueno, es una jodida casualidad, ¿no te parece? Que me asalten la misma semana en que está ocurriendo eso, que alguien intente matarme el mismo día en que…

—Si es una operación —dijo PJ—, es la más chapucera que he visto en mi vida, y eso incluye la puta bahía de Cochinos.

Bajó la mirada hacia la botella que aún sostenía y luego se puso a buscar otro vaso. El candidato más próximo era una copa de tallo alto que había junto al fregadero, sin aclarar. Vertió un chorro en la copa y soltó la botella.

—¿Por eso has venido?

—¿Qué te parece?

PJ le dio un bofetón y el sonido rebotó por toda la cocina.

—A mí no me contestes en ese tono, bicho raro. No olvides quién es quién. Tú eres un tipo que en otro tiempo fue periodista, cuyo nombre apesta de aquí a Tombuctú. Yo soy un miembro del leal gabinete de Su Majestad. —Se miró el puño de la camisa, mojado—. Y ahora me has hecho derramar la bebida.

Hobden, con una voz temblorosa como un garbanzo dentro de un silbato, exclamó:

—¡Me has pegado!

—Sí, bueno. La cosa está muy caliente. Bah, por el amor de Dios. —Echó más vodka en el vaso de Hobden. Hobden era un sapo, pero no un sapo ignorante. Olvidarlo había sido un error. Aun así, PJ estaba furioso—. Me llamabas porque esa… esa… esa obra de teatro la ha organizado el MI5 para desacreditar a la derecha. Acabas de explicarme ahora mismo que te están vigilando, ¿y me llamabas por teléfono? ¿Estás como una puta cabra?

—Alguien tenía que enterarse. ¿A quién más podía llamar?

—A mí no.

—Hace años que nos conocemos…

—No somos amigos, Robert. No te equivoques. Siempre me has tratado bien en la prensa, y lo respeto, pero hablemos claro: estás acabado, joder, y asociarse contigo ya no está bien visto. Así que ya te puedes ir a otra parte con tus problemas.

—¿Adónde sugieres que vaya?

—Bueno, se me ocurre que podrías ver a tus amiguitos del Partido Patriótico Británico.

La marca roja que había dejado la mano de PJ en la mejilla de Hobden se oscureció.

—¿Amiguitos? ¿Amiguitos míos? ¿A quién crees que culparon cuando apareció aquella lista en las redes? ¡La mitad de las amenazas de muerte que recibo vienen de aquellos a los que antes apoyaba! Desde su punto de vista, si no llega a ser por mí les habrían dejado vivir en paz. Porque todos sabemos de quién fue la responsabilidad de publicar esa lista. ¡De la misma banda de delincuentes de izquierdas que ahora me están acosando!

—Tal vez sí. Pero sigo sin acabar de entender por qué eso implica que tengas que presentarte en la puerta de mi casa en plena noche…

—Porque alguien tiene que detenerlo —dijo Hobden.


—Habla —dijo Lamb.

Luego aproximó el mechero hacia la cara de Taverner, como si la amenazara.

Ella se inclinó hacia delante para acercarse a la llama. El séptimo del día: empezaba a acostumbrarse a tener los pulmones llenos de humo. Exhaló. Dijo:

—¿Alguna vez te has preguntado por qué hacemos lo que hacemos?

—Taverner, son más de las dos y mi equipo ya tiene menos personal que ayer. Avancemos, ¿vale?

—Ha habido quince intentonas terroristas fracasadas desde el siete de julio, Jackson. Tiene que ser cierto. Lo he leído en el periódico.

—Mejor para nosotros.

—Salía en la página once, en el faldón de abajo.

—Si querías hacerte famosa, quizá el servicio secreto no fuera el camino adecuado.

—No tiene nada que ver conmigo.

Jackson Lamb sospechaba que sí tenía mucho que ver con ella.

—Nuestros fracasos tienen más eco en la prensa que nuestros logros. Tú deberías saberlo mejor que nadie. ¿Un dosier sucio? ¿Armas de destrucción masiva? Vale, eso fue cosa de Seis, pero… ¿te crees que le importa a alguien? —Sus palabras llegaban ya más deprisa y cada una dejaba un rastro de tabaco en el aire, entre ellos dos—. Hace poco se hizo una encuesta. El cuarenta y pico por ciento de la población cree que Cinco tuvo algo que ver con la muerte de David Kelly a las cuarenta y ocho horas de hacerse pública su opinión sobre las armas masivas en Irak. Cuarenta y pico por ciento. ¿Cómo te crees que me hace sentir eso?

—Te hace sentir que deberías hacer algo al respecto —respondió Lamb—. Déjame ver si lo adivino: has urdido un plan medio tonto que tiene que ver con un grupo neofascista que secuestra a un chico musulmán y amenaza con cortarle la cabeza en YouTube. Claro que no va a ocurrir porque un miembro del grupo es uno de los tuyos. Así que cuando Cinco dé el paso para rescatarlo en el último segundo, tendrás todos los altavoces del mundo a tu disposición para subrayar la implacable eficacia de la organización. —Exhaló una bocanada de humo—. ¿Caliente?

—¿Medio tonto?

—Venga ya, por el amor de Dios. Tenemos un agente muerto y otra en cuidados intensivos, y eso que tú te esfuerzas por impedir que todo esto salga en los papeles. Y por si lo habías olvidado, los dos agentes son míos. O lo eran.

—Lamento lo de Sid Baker.

—Genial.

—Por lo visto Moody ha tropezado con su polla, y no me voy a responsabilizar de eso. Pero lo de Baker sí lo lamento.

—Me aseguraré de que lo pongan en su historial médico. Ya sabes, ese que cuelgan al pie de la cama, donde pone a qué hora le han cambiado el catéter. Joder. ¿De verdad creías que esto iba a salir bien?

—Todavía puede salir.

—Y una mierda. Las ruedas han empezado a salirse cuando ni siquiera las habías atornillado todavía. Háblame de Hobden. ¿Por qué es tan peligroso?

—No estoy segura de que lo sea.

—No he venido a hacer esgrima contigo. Mandaste robarle los archivos y revisarle la basura. ¿Por qué?

Ella se tocó brevemente la frente con la palma de la mano. Cuando volvió a mirar a Lamb, él tuvo la sensación de que casi podía ver a través de su piel. Las venas bien tensas sobre los huesos relucientes. Si le daba un toquecito con la uña, se partiría en añicos.

—¿Conoces a David Spencer? —preguntó Diana Taverner.

—¿El de la contra del Guardian?

—Eso era antes. Lo echaron. En cualquier caso, sí, me refiero a él. Éramos amigos. ¿Te parece raro? ¿Yo, amiga de un periodista rojillo?

A Lamb nada le sonaba raro; salvo, tal vez, que alguien tuviera amigos.

—Estábamos en el club Frontline la noche de las elecciones europeas. La noche en que el PNB ganó dos escaños, ¿te acuerdas?

Lamb asintió.

—Vimos llegar los resultados y Dave se volvió histérico, como era de prever. Bebe mucho. También lo echaron por eso. En cualquier caso, se empezó a enrollar como si fuera culpa mía. Qué pasa con los tuyos, decía todo el rato. Ya es hora de que pilléis a esos pelagatos fascistas y los saquéis de la foto…

—Ay, joder —dijo Lamb.

—No sé qué le dije. Cualquier cosa para que se calmara. Pero algo dije, sí. Que ya los teníamos en nuestros planes. Algo así. Nada específico. Nada que se me pudiera atribuir en ninguna cita entre comillas.

—Pero todo a oídos de Hobden.

—Bueno, tampoco es que supiera que estaba allí. Estaba al acecho. Pasaba inadvertido.

—Pues claro, ¿no te jode? Es un puto paria. —Lamb movió la cabeza—. Así que tienes a un periodista que simpatiza con la extrema derecha enterándose de que hay una operación contra la extrema derecha. Uno que ya estaba cabreado porque sus inclinaciones extremistas se habían hecho públicas y el servicio secreto había tenido algo que ver con eso, ¿verdad? No me extraña que quisieras averiguar cuánto sabe antes de echar a rodar la pelota. ¿Qué había en sus archivos?

—Mucha mierda. El número pi con más o menos un millón de cifras. Y tú creías que los paranoicos éramos nosotros.

Lamb tan sólo se consideraba cauteloso. Lo que había hecho Hobden lo habría hecho él también, como los turistas que llevan una cartera falsa: un par de dólares para los ladrones autóctonos, con las tarjetas y los cheques de viaje metidos dentro de un calcetín.

—Y entonces enviaste a Moody. ¿Para qué? ¿Para estar más segura? ¿Para robarle el disco duro? —Esperó un momento—. Iba armado.

—Por el amor de Dios, Lamb, no creerás que yo lo autoricé.

—A estas alturas, ya nada me sorprende.

—Se suponía que iba a coger su portátil. Se suponía que todo iba a parecer como un robo de un yonqui.

—En ese caso, lo añadiremos a la lista de éxitos de la carrera de Moody. —Soltó un escupitajo ruidoso sin previo aviso. Luego añadió—: Así que ahora tenemos a Sid Baker en el quirófano, esperando a que le saquen una bala de la cabeza. Por lo que concierne a Moody, él mismo debió de darse cuenta de que la cosa ya estaba más que jodida. Así que intentó limpiar el rastro, lo cual implicaba retirar el micrófono que había instalado en mi despacho. Y tropezar con la polla en la oscuridad, como tú misma dices.

—¿Estaba solo en ese momento?

—Al final todos estamos solos, ¿no te parece? ¿En esos momentos finales? —Lamb lanzó la colilla agonizante al canal oscuro—. En cualquier caso, esto se acabó. Para él y para ti. Para toda la operación.

—Aún puede funcionar.

—No, no puede. Tal vez antes Hobden no tuviera ni idea, pero eso ha cambiado. Ah, y encima ha desaparecido. ¿No te lo había dicho? La única opción que tienes es tirar del enchufe.

—Hobden es un chiste. Los únicos periodicuchos que publicarían algo escrito por él tienen nombres como uk Watch, y sólo los lee esa gente que se pasa la vida echando espuma por la boca.

—No hablo de lo que pasará luego. Hablo de esta noche. Todas esas facciones, el PPB, los Nazis de Reino Unido, los demás cabrones, tal vez se odien entre ellos, pero no tanto como odian a todos los demás. Hobden conseguirá correr la voz, si no lo ha hecho ya. Retira a tu agente. Ahora mismo. De lo contrario, Moody y Baker no serán las únicas víctimas de esta noche.

Ella le dio la espalda.

—¿Taverner?

—Son un grupo cerrado. No reciben información de nadie más.

—Ya te gustaría. Pero fíjate en cómo lo has manejado hasta ahora. Esto se ha desmontado más rápido que si lo hubieras comprado en Ikea, y eso que eres una profesional. ¿Crees que los payasos contratados por tus agentes para esta farsa han mantenido la boca cerrada? En cualquier momento, uno de ellos recibirá una llamada de alguien que conoce a alguien que conoce a Hobden para decirle que los han engañado, lo cual significa que en este mismo momento hay dos personas que corren un grave peligro. Tu agente y ese chico. —Lamb pestañeó—. Que sólo es un cabrón con mala suerte por tener el color de piel que no corresponde, ¿verdad?

Ella no contestó.

—Ay, joder —dijo Lamb—. ¿Será que aún puede ser peor?


—Porque hay que pararlo —insistió Hobden—. ¿No te das cuenta?

—Si es una operación del servicio secreto, es obvio que la pararán —señaló Peter Judd—. Es difícil que Cinco permita que le corten la cabeza a alguien por internet. Sólo se trata…

—Ya sé de qué se trata. Se trata de que la gente se olvide de las bombas en el metro y de todas esas redadas al amanecer, que siempre acaban con todos los inculpados absueltos. No, tendremos vídeos de acción de nuestros valientes agentes rescatando a un pobre chiquillo de piel oscura, y de paso resulta que por el mismo precio pintan a la derecha como una banda de cabrones locos y asesinos. Eso es lo que quiero impedir. ¿Y tú? ¿Quieres permitir que se salgan con la suya?

—Teniendo en cuenta su historial, dudo que lo consigan. Pero aún no me has explicado por qué vienes a contarme todo esto a mí.

—Porque los dos sabemos que la corriente está cambiando de sentido. Las personas decentes de este país están hartas de que los zumbados izquierdosos de Bruselas las usen como rehenes, y cuanto antes tomemos el control sobre nuestro futuro, nuestras fronteras…

—¿Me vas a soltar un sermón en serio?

—Ocurrirá, y dentro del período de vuestro gobierno. Los dos lo sabemos. Tal vez no sea en esta legislatura, pero probablemente en la siguiente. Los dos sabemos dónde esperas estar viviendo tú cuando llegue ese momento, y no es en Islington, ¿verdad? —Hobden había revivido. Le brillaban los ojos. Respiraba con normalidad—. Es en Downing Street.

—Bueno, claro.

El PJ maledicente y resplandeciente de diez minutos antes, el PJ que había abofeteado a Hobden, ya no estaba en la cocina; ocupaba su lugar la figura titubeante tantas veces vista en incontables programas de televisión y en no pocas grabaciones de YouTube.

—Obviamente, si me brindan la oportunidad de prestar un servicio, abandonaré el tajo.

—Y querrás llevar a tu partido aún más a la derecha, pero… ¿Qué pasa si ese territorio ya está ocupado? ¿Y si uno de los grupos que lo ocupan es famoso sobre todo por haber intentado ejecutar a alguien en directo, en horario de máxima audiencia?

—Esto sí que es ridículo. Ni los más sucios libertinos de tu antigua profesión van a equiparar el gobierno de Su Majestad con…

—Bueno, si se enteran de tu conexión con uno de esos grupos puede que sí lo hagan. —Por fin habían llegado al meollo del asunto—. No des por hecho que si nunca lo comenté por escrito fue porque lo interpretaba como un desliz de juventud. Simplemente, nunca quise oírte negándolo en público. Tú estás hecho para ser primer ministro. Contigo al timón, este país puede recuperar su grandeza. Y los que creemos que hace falta un movimiento fuerte no queremos oírte pidiendo perdón por defender las causas en las que verdaderamente crees.

PJ posó el vaso con mucho mimo en la encimera.

—Nunca he tenido escarceos con el extremismo —dijo en tono sereno.

Volvía a ser Peter Judd, el erudito del pueblo: acababa de recurrir exactamente al mismo tono que usaba en la tele cuando quería enmendarle la plana a alguien y de paso hacerle saber que no había nadie, o casi nadie, tan equivocado como él.

—Da la casualidad de que escribí un reportaje sobre las actividades de algún grupo marginal a principios de los noventa y para documentar esa información tuve que asistir a una o dos reuniones. —Se acercó más para que Hobden percibiera su aliento—. Además, ¿de verdad crees que te queda algo de credibilidad? —Tenía la voz aterciopelada—. Ahora crees que el coche con el que circulabas por la vida ha sufrido un accidente, pero pronto te parecerá que vas en un lecho de plumas. Comparado con lo que vendrá a continuación.

—No quiero provocar ningún escándalo. Es lo último que deseo. Pero si quisiera… —Lenta, cuidadosamente, Hobden se terminó el contenido del vaso—. Pero si quisiera, no necesitaría credibilidad. Tengo algo mucho más útil. —Dejó el vaso vacío junto al de PJ—. Tengo una fotografía.


—Ay, joder —dijo Lamb—. ¿Será que aún puede ser peor?

—No se trata tan sólo de mejorar la reputación de Cinco. Estamos en guerra, Jackson. Seguro que te has dado cuenta, incluso desde la Casa de la Ciénaga. Y necesitamos todos los aliados posibles.

—¿Quién es?

—No se trata de quién es él, sino de quién es su tío.

—Ay, la hostia —dijo Lamb—. No me digas.

—El hermano de su madre es Mahmud Gul.

—Por el amor de Dios.

—El general Mahmud Gul. Actualmente, el segundo del directorio paquistaní al mando de las relaciones entre servicios secretos.

—Sí. Gracias. Ya sé quién es. Joder.

—Considéralo como una operación destinada a fomentar la unión de dos comunidades —dijo Taverner—. Cuando rescatemos a Hassan, ganaremos un amigo. ¿No crees que nos resultará útil? ¿Un amigo en el servicio secreto paquistaní?

—¿Y has pensado también en la otra cara? Si esto sale mal, y sabe Dios que de momento no va demasiado bien, habrás asesinado a su sobrino.

—No va a salir mal.

—Si no fuera porque tu estupidez me da ganas de vomitar, encontraría conmovedora tu fe. Interrumpe la operación. Ya.

Otra oleada de risas flotó sobre el canal, pero ya no parecía tan auténtica; impulsada por el alcohol, más que por el ingenio.

—De acuerdo, supongamos que lo hago. La interrumpo. Esta noche. —Sus ojos se concentraron por un instante en algo que quedaba más allá del hombro de Lamb y luego volvieron a posarse en su rostro—. Un día antes de lo previsto. No quiere decir que no pueda funcionar todavía.

—Cuando oigo a alguien decir eso… —empezó a decir Lamb, pero ella lo interrumpió.

—De hecho, funcionará aún mejor. No será un rescate en el último momento. Recuperamos al chico veinticuatro horas antes de la señalada para la decapitación. ¿Y por qué? Porque somos buenos. Porque sabemos lo que hacemos. Porque tú sabes lo que haces.

Dio la sensación de que Lamb se asfixiaba.

—Estás como una cabra —dijo cuando pudo hablar.

—Funciona. ¿Por qué no?

—Bueno, para empezar, no hay ningún rastro por escrito. Ninguna investigación. ¿Cómo se supone que lo he encontrado? ¿Por inspiración divina? Lo secuestraron en las putas calles de Leeds.

—Lo trajeron aquí. No están tan lejos.

—¿Están en Londres?

—No están lejos —repitió ella—. Por lo que respecta al rastro, ya inventaremos una leyenda. Caramba, ya casi lo hemos hecho. Hobden es nuestra puerta de entrada. Fue tu equipo el que lo detectó y le robó los archivos.

—Que sólo contienen un montón de mierda —le recordó Lamb.

—No necesariamente. Por lo menos, cuando decidamos qué queremos que contengan.

La luz iluminaba el rostro de Taverner lo suficiente para que Lamb se diera cuenta de que hablaba absolutamente en serio. Con toda probabilidad se había vuelto loca. No era la primera vez que ocurría algo así en su trabajo, y ser mujer tampoco debía de ayudar demasiado. De haber estado en su sano juicio, se habría dado cuenta de que había un punto débil en su razonamiento: que a él, Jackson Lamb, le importaba menos que un carajo lo que pudiera ofrecerle.

O a lo mejor sí se había dado cuenta.

—Piénsatelo un momento. Piensa en lo que podría significar.

—Lo que estoy pensando es que hay un cadáver en mi escalera.

—Se cayó él solo. Lo único que tendrás que añadir al escenario es una botella vacía.

Sus susurros habían adquirido un tono de urgencia; hablaban de muerte, de muertes ajenas. También hablaban de esos momentos que liquidan una carrera, y tal vez de algo distinto.

—Redención.

—¿De qué coño estás hablando?

—Rehabilitación.

—No necesito ninguna rehabilitación. Estoy feliz donde estoy.

—En ese caso, eres el único. Joder, Jed Moody habría dado el huevo izquierdo por volver a Regent’s Park.

—Pues mira adónde lo ha llevado.

—A demostrar que era un caballo lento. ¿Los demás son igual de malos?

Lamb hizo ver que se lo pensaba.

—Sí —respondió al fin—. Probablemente.

—No tiene por qué ser así. Haz todo lo que te pido y te convertirás en un héroe. Otra vez. Y tus chicos y chicas también. Piénsalo, los caballos lentos de nuevo entre los purasangre. ¿No quieres darles esa oportunidad?

—No especialmente.

—Vale, pero ¿has pensado en la parte negativa? ¿Moody estaba solo de verdad cuando se partió el cuello? —Ladeó la cabeza—. ¿O estaba acompañado?

Lamb le mostró los dientes.

—Ya hemos hablado de eso. Llama a los Perros. Cuando acaben de destrozarte, quizá les queden fuerzas todavía para meterse con nosotros. —Soltó un bostezo cavernoso sin el menor disimulo—. En cualquiera de los dos casos, me da lo mismo.

—Te da igual quién se lleve la paliza.

—Tú lo has dicho.

—¿Y si es Standish?

Lamb dijo que no con la cabeza.

—Das palos de ciego por si puedes alcanzar a alguien. Standish no tiene nada que ver. Está en casa, durmiendo. Te lo garantizo.

—No me refiero a esta noche.

Por una vez, Taverner tuvo la sensación de que el dardo había rozado la diana. Lo notaba por el lenguaje corporal de Lamb: una relajación de los músculos que rodean la boca; una señal artificial para fingir que algo no importa.

—Catherine Standish… Estuvo a punto de acusada de traición. ¿Crees que eso se borró?

A la luz de la luna, los ojos de Lamb se veían negros.

—Dudo que quieras abrir ese bote, lleno de gusanos.

—¿Crees que me apetece? Tienes razón, lo de esta noche se nos ha ido de las manos. Yo quiero que se acabe, deprisa y en silencio. Con alguien de mi confianza a las riendas. Y, te guste o no, la Casa de la Ciénaga ya forma parte de esto. Os lo pondrán todo patas arriba. Y la pobre Catherine… Bueno, ella ni siquiera es consciente del lío en el que estuvo a punto de meterse, ¿verdad?

Lamb contempló el canal. En la superficie temblaban algunas luces, reflejos sueltos de orígenes diversos. Había unas cuantas casas flotantes envueltas en la oscuridad, con las cubiertas de los camarotes llenas de macetas, algunas con brotes que llegaban hasta el agua, con sus bicicletas cuidadosamente apiladas. Rastros de un estilo de vida alternativo, o escondrijo para fines de semana alternativos. Qué más daba.

—Eso fue antes de que llegaras tú. Pero ya sabes por qué estoy en la Casa de la Ciénaga.

No era una pregunta.

—He oído ya tres versiones distintas —dijo Diana Taverner.

—La verdadera… Es la peor de las tres.

—Ya me lo imaginaba.

Lamb se inclinó hacia delante.

—Has usado la Casa de la Ciénaga como si fuera tu caja de juguetes particular, y eso me cabrea. ¿Lo tienes claro?

Taverner quiso hurgar a fondo en la herida.

—Te importa tu gente, ¿no?

—No, creo que son una panda de putos perdedores. —Se acercó más a ella—. Pero son mis perdedores. No los tuyos. Así que voy a hacer lo que me pides, pero con algunas condiciones. Moody desaparece. Baker ha sido víctima de un asalto por la calle. Quien vaya a trabajar conmigo esta noche ha de estar a prueba de incendios. Ah, y te queda una deuda salvaje conmigo. Deuda que, ya puedes creerme, se reflejará en mi hoja de gastos hasta la eternidad.

—Podemos salir todos de ésta cubiertos de gloria —señaló ella.

Era un comentario imprudente, pero Lamb rechazó las siete u ocho respuestas probables; se limitó a negar con la cabeza con muda incredulidad y volvió a mirar hacia la superficie del canal, donde algunas esquirlas de luz se balanceaban en un desbarajuste silencioso.


—Tengo una fotografía —dijo Hobden—. Se te ve haciendo el saludo nazi, con un brazo en torno a Nicholas Frost. Ya nadie se acuerda de él, claro, pero era el líder del Frente Nacional en esa época. Muerto de una puñalada en una manifestación pocos años después, lo cual ya me parece bien. Era de los que dan mala imagen a la derecha.

Al cabo de un largo rato, PJ contestó:

—Esa fotografía se destruyó.

—Me lo creo.

—Tanto que se puede decir que nunca existió.

—En cuyo caso, no tienes de qué preocuparte.

Los distintos PJ que se habían presentado hasta el momento —el modoso, el torpe, el malvado, el cruel— se fundieron en uno, y por un instante el verdadero Peter Judd asomó tras el colegial crecidito y se dedicó a hacer lo que hacía siempre: sopesar con quién hablaba en función de la amenaza que representaba, y establecer de qué modo podía liquidar limpiamente esa amenaza. «Limpiamente» significaba sin repercusiones. Si todavía existía esa foto y estaba en manos de Hobden, las consecuencias podían ser catastróficas. A lo mejor se estaba marcando un farol. Sin embargo, el mero hecho de que Hobden conociera la existencia de esa foto ya hacía que en el marcador de alarmas de PJ la aguja avanzara hasta la zona roja.

Primero, neutralizar las consecuencias.

Ya se ocuparía más delante de liquidar la amenaza.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Quiero que corras la voz.

—¿La voz de qué?

—De que todo este montaje, la supuesta ejecución, es falso. De que La Voz de Albión, que nunca ha sido más que una banda de camorristas callejeros, ha sido infiltrada por el servicio secreto. De que los han convertido en herramienta para una operación de relaciones públicas y no van a salir bien parados. —Hobden se detuvo—. Me da igual lo que les pase a esos idiotas. Pero el daño que le están haciendo a nuestra causa es incalculable.

PJ dejó pasar lo de «nuestra». Nuestra causa.

—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Anunciarlo en la Cámara?

—No me digas que no tienes contactos. Si tú pronuncias la palabra adecuada al oído adecuado, llegaremos mucho más lejos que si lo hago yo. —Había una nueva urgencia en su voz—. Si pudiera encargarme de esto yo solo, no te involucraría a ti. Pero ya te lo he dicho. No son mis amiguitos.

—Tal vez sea demasiado tarde —dijo PJ.

—Tenemos que intentarlo. —Exhausto de pronto, Hobden se frotó la cara con una mano—. Podrán decir que era una broma que se les fue de las manos. Que la intención no era que se derramara sangre.

Fuera de la cocina sonó una conmoción. Voces que llamaban desde arriba de la escalera: «¿PJ? ¿Dónde coño te has metido?». También: «¿Cariño? ¿Dónde estás?». Lo último, con algo más que una insinuación de enojo.

—Ahora mismo subo —respondió PJ. Y luego—: Será mejor que te vayas.

—Harás esa llamada.

—Yo me encargo.

Algo en su mirada rabiosa convenció a Hobden de que no debía insistir.


Lamb se fue. Taverner se quedó mirando hasta que su figura abultada se fundió con las sombras mayores, y aún otros dos minutos, antes de permitirse un poco de relajación. Miró el reloj: las dos y treinta y cinco.

Un cálculo mental rápido: a Hassan le quedaban unas veintiséis horas. Horas muertas.

En condiciones ideales, Diana Taverner habría estirado aún más la cuerda; habría esperado hasta que todos los televisores de la tierra tuvieran activada la cuenta atrás antes de poner en marcha el rescate. Sin embargo, tendría que actuar esa noche. Además, la vuelta positiva que había conseguido darle —que no era un rescate en el último instante, sino una operación controlada, libre de todo pánico— iba a funcionar bien. Sin correr ningún peligro. Ésa sería la conclusión del informe final: que Cinco lo había tenido todo bajo su control desde el principio. Así, al llegar la mañana, Hassan estaría a salvo en su casa; el agente de Taverner saldría de las profundidades de su escondrijo y ella misma estaría recibiendo felicitaciones y vería subir la valoración del servicio secreto como un cohete. Y para colmo no había ninguna posibilidad de que Ingrid Tearney volviera de Washington a tiempo para robarle la gloria.

Sin embargo, no representaba un gran consuelo que en ese momento todo estuviera en manos de Jackson Lamb. Lamb era peor que cualquiera que hubiese cometido una cagada en la agencia, era una bala perdida, alguien que había soltado las amarras por su propia voluntad. Al preguntarle si sabía por qué había acabado en la Casa de la Ciénaga, la estaba amenazando; le estaba preguntando si sabía exactamente qué había hecho. Si la cosa se jodía esa noche, Lamb no dejaría la limpieza en manos de los Perros. Se encargaría él mismo de limpiarlo todo.

En cuyo caso, era aconsejable disponer de un plan de contingencia.

Sacó el móvil del bolsillo; marcó un número. Sonó cinco veces antes de obtener respuesta.

—Taverner —dijo—. Perdón por molestar. Es que acabo de tener una conversación extraña con Jackson Lamb.

Sin dejar de hablar, echó a andar por el camino de sirga y pronto se la tragaron las sombras.


Era tarde, tarde, pero la fiesta seguía a tope. Alguna que otra raya de coca también contribuía. PJ había decidido dejarlo pasar, pero pensaba hablar luego con los culpables, una buena bronca antes de que se terminara la semana. En la oposición se podían permitir ciertos desvaríos, y con el partido en el gobierno otros aún mayores, pero dentro del gabinete había que respetar algunas normas. Ninguno de los cachorrillos que participaban en aquello estaban a la altura de PJ, por supuesto, pero si creían que no se había dado cuenta de lo que hacían le estaban faltando gravemente al respeto.

Pero eso podía esperar. Durante la media hora transcurrida desde la partida de Hobden, PJ había repasado su historia de arriba abajo y había decidido que probablemente era cierta. Incluso en el mundo de las redes, en el que las teorías de la conspiración se extendían más deprisa que el acné de los blogueros, a PJ no le costaba demasiado creerse que algunos elementos del MI5 pudieran haber tramado aquella especie de gran guiñol; incluso le impresionaba un poco. Menos capas y espadas, y más reality show: así se capturaba la imaginación del pueblo. Y nada más realista que el derramamiento de sangre.

Lo que no había decidido era cómo debía reaccionar. Por mucho que Hobden anunciara la llegada del Juicio Final, PJ tenía la sensación de que el electorado sabía distinguir entre la versión de la derecha que ofrecía la clase dominante y la que se cocía en las barriadas. Además, si seguía el razonamiento de Hobden, daba lo mismo que la trama fracasara o triunfara: en ambos casos, la extrema derecha quedaba como una banda de cabrones asesinos. Y teniendo en cuenta que a PJ le importaba un pito si un inmigrante —o, como mucho, autóctono de segunda generación— sobrevivía o moría; y que además esperaba estar algún día en una posición en la que le convendría personalmente que el servicio secreto conservara su fortaleza, la balanza se fue inclinando a favor de la decisión de no levantar un dedo.

Aunque también estaba la foto. Si existía. En el reducto íntimo de la mente de PJ no tenía demasiado sentido fingir que nunca había existido, pero dar por hecho que seguía existiendo ya era algo bien distinto, pues eso se había resuelto, teóricamente, con una cantidad seria de dinero, unas cuantas promesas y un acto de violencia. Tras tanto tiempo parecía difícil que hubiera subsistido alguna copia, pero —suponiendo que así fuera—, había pocos candidatos a encontrarla tan capacitados como Robert Hobden. Aun dejando de lado sus conexiones con la extrema derecha, la carrera de Hobden había destacado tanto por su capacidad de destapar pecados políticos como por su pomposidad petulante, y, antes incluso de caer en desgracia, desde el poder se lo esquivaba con cuidado. Precisamente porque no lo sabía todo, parecía aún más probable que no se tratara de un farol: de haber tenido la mínima pista de que la muerte de Nicholas Frost en aquella manifestación del Frente Nacional no era lo que parecía, no habría dudado en plantear el asunto. Así que, dando por cierto que existía la foto y que Hobden tenía una copia… ¿adónde llevaba el asunto? O sea, ¿adónde llevaba a PJ?

Lo llevaba a tapar las grietas. Echó la silla hacia atrás, se disculpó con un gesto ante su esposa y movió los labios para articular en silencio la palabra «teléfono». Ella creería que tenía algo que ver con el asunto del rehén, y así era, por supuesto. Así era.

Encontró a Sebastian en el rellano de la planta superior, donde se había sentado a contemplar la calle en silencio. Una de las palabras que se usaban para describir a Sebastian era «factótum». PJ había oído incluso cómo lo llamaban «mayordomo», o incluso «Batman». La última era bastante buena, por cierto. El cruzado de la capa. Actos oscuros por una buena causa. Una buena causa era la de PJ, claro.

Si existía la foto: bueno. Cuando uno estaba en el gobierno había ciertas normas que respetar, pero una de ellas, que las resumía todas, consistía precisamente en no permitir que alguien te pusiera una navaja en el cuello.

Antiguamente, los que estaban en el poder esquivaban a Robert Hobden con cuidado. En esos tiempos, también existía la opción de pasarle por encima. Pero antes tenía que tapar esas grietas: correr la voz, como le había pedido Hobden. PJ no mantenía relaciones personales con quienes habitaban más allá de los límites de lo aceptable, pero el caso era que tampoco le hacía falta. ¿Para qué sirve tener un Batman?

—Seb —anunció—, necesito que hagas unas llamadas.