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El amargo final
1. JUSTO CASTIGO
«La Alemania por la que viajábamos a finales de abril —escribió el corresponsal Alan Moorehead— presentaba escenas que escapaban a toda comprensión humana. A nuestro alrededor yacían cincuenta grandes ciudades reducidas a ruinas… Muchas no tenían suministro eléctrico, gas o agua corriente, por no hablar ya de un sistema racional de gobierno. La gente trepaba por las ruinas y se introducía de forma subrepticia en sótanos y portales en busca de botín como hormigas en un hormiguero… Todo el mundo se afanaba, y había algo de frenética actividad de insecto en lo que hacían. La vida se había tornado sórdida, y ni tenía un objetivo claro ni llevaba a ninguna parte».
Apenas había fábrica de la mayor sociedad industrial de la Europa occidental que no tuviese las chimeneas frías. Los negocios estaban vacíos, ya que tampoco había nada con lo que negociar. Los trenes no funcionaban, y los refugiados se arrebujaban en lugares ruinosos y superpoblados, sustentándose con sopa, patatas y desesperación. En los puertos no se movían más embarcaciones que los buques de guerra aliados, y las carreteras estaban abarrotadas de gentes de gesto desabrido: soldados con uniformes andrajosos o prendas mal avenidas de paisano que avanzaban penosamente hacia sus hogares; familias enteras que huían de los soviéticos; prisioneros y esclavos emancipados que vagaban por Alemania en busca de libertad, venganza o botín. Todo el país estaba cubierto, de una punta a otra, de una gruesa capa de polvo generada por incontables millones de explosiones: desde las ventanas, los muebles, los vehículos y las casas hasta los cadáveres e incluso los supervivientes. Los vencedores repararon en que los rostros de los alemanes estaban poseídos por la palidez física de la derrota, una mezcla de hambre, agotamiento y miedo al futuro. La risa se había convertido en una sensación innecesaria para jóvenes y viejos por igual.
La orgía de saqueos, destrucción y violaciones que siguió a la victoria del Ejército Rojo en Berlín y el resto de la Europa oriental no representaba, para Stalin, sino una merecida recompensa por la labor que habían llevado a término sus soldados, así como un merecido castigo para el pueblo alemán. El ejército imperial de Japón había estado conduciéndose de un modo similar en China desde 1937. También los soldados de Napoleón habían mancillado, un siglo y medio antes, el nombre de Francia durante su ocupación de España. Sin embargo, Europa no había visto, desde el siglo XVII, nada comparable a la proporción que alcanzó entonces el terror soviético. «Fue doloroso descubrir que la propaganda de Goebbels se había basado en la realidad y, de hecho, gozaba de no poca veracidad —escribió el periodista danés Paul von Stemann—. No era cosa de un soldado rojo, sediento de sexo, que forzase a una muchacha que le había llamado la atención, sino de un acto de venganza destructivo, odioso e indiscriminado. La edad o el aspecto eran lo de menos; las abuelas no tenían motivos para sentirse más seguras que sus nietas, ni las feas o tiñosas más que las aseadas y atractivas». Von Stemann se quejó ante un oficial estalinista por las numerosas violaciones de las que había sido testigo. «Olvídalo —le respondió el militar con severidad—. Mantente al margen: no tiene nada que ver contigo». La mayoría de los soviéticos, tanto entonces como en épocas posteriores, prefirió justificar lo que estaba sucediendo. Y así, por ejemplo, Valentín Krulik se encoge de hombros mientras afirma: «La gente guardaba demasiado odio acumulado y tenía que desahogarse».
A Ursula, la esposa de Hans Siwik, quien en otro tiempo había formado parte de la guardia personal de Hitler, la violaron en tres ocasiones los invasores de Berlín. Indignado, su marido señala sin atisbo alguno de ironía: «Ningún soldado alemán se habría comportado jamás como lo hicieron ellos». Waltraut Ptack, adolescente de trece años que había escapado con su madre, su hermano y su hermana de Prusia Oriental, se encontraba abrazada a ellos en una casa de recreo abandonada del litoral pomerano cuando llegó el Ejército Rojo. Oyeron gritar a las mujeres de las villas colindantes antes de que dos soldados abriesen de una patada la puerta de la suya. Uno de ellos, que hablaba alemán, entró anunciando: «Hitler kaputt!», antes de dirigir a aquel apocado grupo una arenga en torno a los crímenes cometidos por su país en la Unión Soviética, «Fue espantoso tener que oír todo eso —recuerda Waltraut— cuando sabíamos que nosotros no habíamos hecho nada malo. Fueron otros los que hicieron tales cosas». Los recién llegados violaron a su madre.
La familia pasó las semanas siguientes sumida en un constante estado de terror. A los cuatro los reclutaron para hacer trabajos forzados en una granja. Las mujeres jamás se atrevieron a desnudarse ni a ir solas a ningún lado. En cierta ocasión, los reunieron a todos en un granero, y ellos dieron por sentado que los iban a fusilar. Sin embargo, lo que hicieron fue ponerlos a ver una película propagandística, parte de un torpe programa de desnazificación, en la que Hitler y sus colaboradores aparecían representados por actores cómicos. «Se suponía que debíamos reímos de su aspecto ridículo; pero lo cierto es que estábamos muertos de miedo, y no pudimos hacer otra cosa que permanecer sentados y en silencio».
A sus diecinueve años, Helga Braunschweig pasó los largos y aterradores días de la batalla en un sótano junto con su madre y otra veintena de mujeres. Cuando, por fin, cesaron los disparos, salieron, agradecidas, del refugio, y se encontraron con un grupo de soldados soviéticos que se daban la mano con entusiasmo mientras exclamaban: «¡Se acabó la guerra!». Acto seguido, se echaron a gritar su habitual: Uri! Uri! Las alemanas, en un principio atónitas e incrédulas, acabaron cediendo ante lo inevitable y les entregaron sus relojes y sus joyas. Cuando vieron que el estado de ánimo de los invasores se tornaba menos inhibido y más peligroso, no dudaron en retirarse de nuevo al sótano. Las de mayor edad instaron a las más jóvenes a ensuciarse la cara e incluso a embadurnársela con yemas de huevo. Entonces entró un oficial soviético y señaló, una tras otra, a varias de ellas: «¡Tú, tú y tú!». La madre de Helga le suplicó: «Deje a mi hija. Lléveme a mí», aunque él no le prestó la menor atención. La muchacha era virgen, pues, si bien había besado de forma apasionada a su novio, Wolfgang, en muchas ocasiones, jamás se había unido sexualmente a él. En aquel momento, obedeció, a regañadientes, las órdenes del oficial, que la hizo subir las escaleras, desnudarse y tumbarse en la cama. «Di por hecho que no tenía más elección».
Las habitantes de la aldea habían dado por supuesto que no les pasaría nada si se mantenían unidas. Sin embargo, al descubrir hasta qué punto estaban equivocadas, las mujeres de una de las familias se quitaron la vida. También hubo, por el contrario, una entusiasta nacionalsocialista que trató de congraciarse con los conquistadores ofreciéndose a ellos. «Lo que sucedió en la gran urbe de Berlín —apunta Helga al recordar aquellos días— tuvo, en cierto modo, carácter anónimo. Sin embargo, en nuestra modesta comunidad todo tenía una terrible condición personal». Tras la primera incursión soviética, ella y su madre pasaron diez días escondidas en el ático de una casa. «Durante las primeras semanas de su ocupación, los soldados rojos violaron a todas las mujeres de entre doce y sesenta años con que toparon —declaró un prisionero de guerra británico liberado en Pomerania—. Puede parecer exagerado, pero es la pura verdad. Las únicas que se libraron fueron las muchachas que lograron mantenerse ocultas en los bosques o que tuvieron el aplomo necesario para fingir… una enfermedad venérea».
Las grotescas situaciones a que dio pie la adicción del Ejército Rojo al alcohol no cesaron tras la batalla. La noche del 2 de mayo, por ejemplo, el gobernador militar de Lodz se emborrachó y mandó hacer sonar todas las sirenas de la ciudad para celebrar la caída de Berlín, con lo que sembró el pánico entre civiles y militares: los soldados adscritos a las unidades de artillería antiaérea rompieron el fuego ante lo que pensaban que era una incursión, y esto, a su vez, provocó la huida impetuosa de los habitantes de la ciudad. Por su parte, los soldados que servían en los controles de carreteras vieron correr hacia ellos numerosos coches y ciudadanos, y dando por hecho que estaban siendo víctimas de un ataque, no dudaron en ponerse a disparar, con lo que mataron e hirieron a docenas de personas. La NKVD arrestó al gobernador.
A muchos de los soviéticos que se hallaban al servicio de la Wehrmacht los despacharon de forma sumaria. «A los hombres de Vlásov los mataron a patadas allá donde los encontraron —afirma Guennadi Ivánov—. Por lo común, tratábamos de disuadir a los hombres de ejecutar a los prisioneros. Sin embargo, no era nada fácil. Llevábamos una existencia en la que la vida de las personas carecía por completo de valor: lo único que importaba era sobrevivir y cuidar de uno mismo». Un día o dos antes del final de la contienda, Valentín Krulik recibió órdenes de tomar consigo a veinticinco hombres para aceptar la rendición de un nutrido grupo de alemanes que esperaban en la carretera, montados en camiones. Cuando llegaron a donde se encontraba la columna, no pudo sino alarmarse ante el hecho de hallarse rodeado de tantos soldados enemigos armados hasta los dientes. Con un gesto, les indicó que lo siguiesen hasta las posiciones soviéticas, y marchó delante de ellos hasta que llegaron a un cuartel general de campaña.
—¿Qué hay en los camiones? —quiso saber uno de los oficiales.
—Alemanes —respondió el teniente.
—En ese caso, hazlos salir de los vehículos, y que los lleven a quinientos metros de aquí.
Krulik jamás preguntó qué sucedió con los prisioneros, aunque tampoco le costó hacerse una idea.
Angustiados, los comunistas alemanes se quejaron de que, cuando, llenos de gozo, presentaron sus credenciales ante sus liberadores, éstos los trataron casi como a nazis. Yelena Kogan, intérprete de la NKVD en Berlín, vio a un hombre que gritaba, al lado de su esposa encinta: «¡Bravo! ¡Los obreros han aplastado a esos sucios fascistas!». Los soviéticos que lo oyeron le replicaron en tono mordaz: «¿Y dónde estabais los obreros alemanes cuando vuestro país invadió la Unión Soviética?». Vasili Filimonenko no albergaba un ápice de compasión por ellos. «No nos engañemos —observa—: Habían atacado nuestro país, y se merecían todo lo que les estaba ocurriendo». Este hijo de campesinos analfabetos de una aldea cercana a Nóvgorod llevaba combatiendo cuatro interminables años, después de haber pasado toda la vida en la indigencia. Su hermana Evdokía había muerto con diecisiete años en Stalingrado, donde ejercía de enfermera. Mucho más tarde, no pudo menos de indignarse cuando se permitió a Alemania erigir un monumento conmemorativo de la guerra en Rusia, «sobre un suelo bañado con nuestra sangre. No es una cuestión de venganza, sino de justicia; el recuerdo del terrible dolor de nuestro pueblo. Por todos los que murieron de los nuestros, los crímenes de guerra de Alemania no pueden olvidarse».
«Lo que hizo el Ejército Rojo en nuestra tierra —afirma, por su parte, Yelena Kogan— constituye la peor mancha de su expediente bélico». Cuando llegaron a los aliados occidentales las primeras noticias de las atrocidades que estaba cometiendo la Unión Soviética en toda la región oriental de Alemania, fueron muchos los soldados angloamericanos que se sintieron desconcertados, dado el afecto que, desde 1941, les habían instado a profesar al «tío Joe». El capitán David Fraser escribió con cierto aire de cinismo: «El pueblo británico quedó sorprendido y conmovido a un tiempo al descubrir que muchas naciones europeas miraban al régimen soviético y al Ejército Rojo con un horror y una inquietud mucho mayores que los que había provocado con anterioridad la Alemania nazi. Cualquier muestra de solidaridad en relación con las víctimas de los bolcheviques… tenía cierto saborcillo de indulgencia para con los alemanes».
Dorothea Goesse, esposa de un oficial austríaco al mando de los cosacos que luchaban para la Wehrmacht, observaba la entrada del Ejército británico en la ciudad fronteriza de Klagenfiirt cuando vio aproximarse, proveniente del lado opuesto, una columna de guerrilleros comunistas yugoslavos. «Parecían —a su decir— Alí Babá y los cuarenta ladrones». Recordaba que su padre había dicho, mucho antes, en septiembre de 1939: «Se acercan tiempos terribles». Y casi seis años después, habían llegado. «En nuestro caso —afirmaba la señora Goesse, cuya familia había habitado el mismo castillo durante trescientos años—, se estaba hundiendo todo un mundo».
La muerte de Hitler garantizó la inmediatez del final de la guerra, aunque no acabó con las muertes. En los campos de batalla alemanes, checos, neerlandeses, escandinavos, bálticos y yugoslavos no se apagó el fuego a un mismo tiempo: los distintos rincones de Europa fueron, más bien, quedando en silencio de forma sucesiva, a medida que, uno a uno, los distintos adalides hitlerianos iban sometiéndose a lo inevitable. Así, mientras los soldados que habían vencido en Berlín se disponían a recoger los frutos de la victoria, muchos de sus camaradas se vieron obligados a luchar con uñas y dientes frente a tropas alemanas que preferían morir a convertirse en prisioneras de los soviéticos. Tras la rendición final, se desarmó a un total de 3 404 950 soldados de Hitler, la mayoría de los cuales seguía oponiendo resistencia a los aliados tras la caída de Berlín.
La noche del 1 de mayo, el almirante Karl Dónitz anunció en la radio alemana, desde su cuartel general, situado al norte de Pión, la muerte de Hitler y su propio nombramiento en calidad de sucesor elegido del Führer:
¡Hombres y mujeres de Alemania; soldados de sus fuerzas armadas! Nuestro Führer , Adolf Hitler, ha muerto. El pueblo alemán se halla postrado en señal de respeto y duelo extremos. Él, que supo reconocer el espantoso peligro que suponía el bolchevismo, se consagró en cuerpo y alma a luchar contra esta amenaza. Su lucha y su inquebrantable trayectoria vital han culminado con su muerte heroica en la capital del Reich alemán. Su vida brindó un servicio irrepetible a Alemania, y su misión en lo tocante a la batalla contra la avalancha bolchevique es aplicable tanto a Europa como al resto del mundo civilizado. El Führer me ha nombrado su sucesor. Consciente de la responsabilidad que tal hecho comporta, me hago cargo de la dirección del pueblo alemán en estos aciagos momentos.
De este modo, se introdujo en la tragedia un elemento de comedia negra: en lugar de sacar provecho de la oportunidad que se le presentaba de ofrecer su capitulación inmediata y salvar miles de vidas, el remedo de gobierno establecido por Dónitz permitió que la carnicería se prolongase una semana más. El almirante trató de negociar con los aliados occidentales mientras mantenía su resistencia ante los soviéticos. Siguieron ejecutándose sentencias de muerte por deserción y amotinamiento. En el frente oriental, los soldados sostuvieron la lucha, incapaces de dar con un modo de detenerse.
«Yo no lloré la muerte de Hitler —asegura Karl Godau, capitán de la 10.a blindada de la SS—, pero sí que sentí, como todos, que conllevaba el final de todo. No podíamos siquiera imaginar qué sucedería a partir de aquel momento. Después de todas las amenazas de los aliados, era evidente que no nos esperaba nada bueno». Maria Brauwers, natural de Jünkerath, sí se afligió al conocer la noticia. «No sabía nada del Holocausto —afirma—, pero sí recordaba todas las cosas buenas que había hecho el Führer antes de la guerra, en especial por los jóvenes».
El cabo Helmut Fromm, soldado de dieciséis años procedente de Heidelberg, vivió la agonía del 9o ejército cuando éste se vio asediado en los campos y bosques situados al sur de Berlín después de la caída de la capital y la muerte de su dirigente. Los miles de soldados que se encontraban en su misma situación caminaron a duras penas hacia poniente, ya formando parte de cuerpos organizados, ya en solitario, como una gigantesca multitud que se hubiese congregado para ver un partido de fútbol y se dispersara una vez acabado el encuentro. La diferencia radicaba en que ellos iban armados, y habían de enfrentarse a los soviéticos con que tropezaban a su paso. Las carreteras y los campos que las rodeaban estaban plagados de fugitivos, víctimas de las frecuentes incursiones de la aviación roja, que compartían su desgracia con decenas de miles de refugiados civiles de los dos sexos y todas las edades, aferrados a sus escasas posesiones. Los restos de la unidad de Fromm se hallaban a las órdenes de un joven teniente de la Luftwaffe, e incluían a dos mujeres de uniforme. De pronto, al llegar a un camino de herradura en medio de un bosque, vieron dos carros soviéticos, que no dudaron en dispararles. «¡Rápido! —les gritó su oficial—. ¡Corran mientras recargan!». Una de las mujeres quedó inmóvil en medio del camino, mirando al T-34 que tenía delante «como un conejo paralizado». «¡Vamos, perra estúpida!», le encajó su superior, que echó a correr hacia ella y la arrastró hasta la arboleda. Todos siguieron caminando sin descanso, sin pensar siquiera en combatir: sólo querían alcanzar las líneas estadounidenses. Sin embargo, cuando llegaron a Halle y encontraron tropas de Stalin, sintieron desvanecerse todas sus esperanzas. Estaba oscureciendo, y los proyectiles no dejaban de caer a su alrededor. Fromm vio a un soldado enemigo que les disparaba desde lo alto de un campanario, y le respondió con una inútil ráfaga de subfusil. «Parecía que el mundo estuviese llegando a su final».
Se unieron a un reducido grupo de hombres parapetados tras un Tiger que avanzaba con lentitud. Tras una gran explosión, Fromm alargó la mano, aturdido, para coger su Schmeisser y se lo encontró cubierto de los intestinos del compañero que tenía al lado. A punto de vomitar, se deshizo del arma. Tras colocar a un gemebundo adolescente sobre el blindaje de uno de los vehículos, se internaron de nuevo en el bosque. Las orugas de los carros rodaban sin piedad por encima de los heridos que yacían ante ellos, y Fromm no pudo menos de sorprenderse al descubrir que apenas lo conmovía su sufrimiento. El único sentimiento que quedaba en él eran las ansias de sobrevivir. Abandonó aquel tanque de paso lento para seguir a un oficial al que había visto estudiar un mapa a la luz de una linterna, toda vez que le dio la impresión de saber adónde iba. Había soldados pululando por todas partes. De súbito, se erigió ante ellos una sombra envuelta en la oscuridad, que hizo que se levantase una docena de armas en ademán defensivo. La amenazante figura sin rostro dijo: «Si empezáis a dispararme, moriréis todos; pero si seguís este camino, saldréis de ésta».
A primera hora de la mañana, sin embargo, volvieron a ser objeto del fuego del enemigo. Fromm había cogido otra arma, pero prefirió ocultarse por completo tras un montón de troncos. «No seas blandengue —le espetó uno de la SS—: Levántate y colócate donde tengas campo de tiro». Al ver que el arma estaba atascada tras haberse llenado de arena, el muchacho optó por abandonarla. Por fin reanudaron, sonámbulos, el avance, y cuando volvió a caer la tarde, ya habían llegado a una aldea. «Si nos damos prisa, salvaremos el pellejo», le indicó un soldado de la SS que resultó tener un amigo común con él en Heidelberg. Hubo un momento propio de pesadilla cuando uno de los alemanes chocó con un soviético enorme que salía de una casa. Los dos hombres gritaron sobresaltados y echaron a correr en sentidos opuestos. A la mañana siguiente, mientras hacía lo posible por descansar al borde de la carretera, Fromm vio pasar a gran velocidad un Volkswagen anfibio en el que viajaba un general de la Luftwaffe cargado de condecoraciones. El joven montó en cólera al comprobar que los paladines que los habían llevado a la guerra disfrutaban de vehículos mientras que los soldados tenían que hacer el camino a pie. Aquello le pareció el colmo. Tras ponerse en pie, no sin dificultad, siguió caminando casi inconsciente.
A muchos soldados aliados se les hizo turbador el hecho de pasar los últimos días de la guerra luchando contra chiquillos. El servidor de una ametralladora británica, que estaba atacando una casa defendida por integrantes de las Juventudes Hitlerianas, decidió apuntar a una puerta lateral por la que parecía evidente que, más tarde o más temprano, tratarían de escapar los acosados alemanes. Minutos después, salió corriendo una figura, que cayó en medio de la calle, retorciéndose y gritando, tras ser víctima de una ráfaga de su arma. Cuando volvió a apretar el gatillo, pudo ver el rostro del muchacho que se desplomó sin vida ante su fuego. «Sus rasgos quedaron impresos en mi mente desde entonces. Siempre me he preguntado si no habría podido crecer y convertirse en un hombre de provecho de no haber disparado yo aquella segunda vez».
«Los quinceañeros eran muy peligrosos, ya que no tenían conciencia alguna del comportamiento propio de un adulto —recuerda el comandante Bill Deedes—. Eran capaces de sacar una granada después de que los hiciésemos prisioneros». Al soldado raso Walter Brown y su pelotón de la 90.a división estadounidense les repugnó el darse cuenta de que habían matado a diez de los combatientes de un grupo de quince adolescentes alemanes que los habían atacado desde la ladera de un monte cercano a la frontera checoslovaca: «Nos sentimos como carniceros, y sin embargo, aquellas balas habrían acabado con nosotros tanto como las de cualquier soldado de la SS». Un joven prisionero lanzó un «pasapurés» al coronel de los Scots Greys el 2 de mayo, y el británico no dudó en abatirlo con su pistola. «Las leyes de la guerra quedaron muy malparadas durante la última fase: nosotros perdimos a tres oficiales a manos de aquellos niños soldado —afirma Deedes—. Hasta entonces nos habíamos andado con remilgos, pero lo cierto es que dejamos de tenerlos con las Juventudes Hitlerianas. Yo me encontré más nervioso, más inquieto incluso que en Normandía. Nos enfrentábamos a individuos que eran capaces de matar a un par de nuestros hombres por propia iniciativa, sin seguir un plan militar o responder a defensa organizada alguna. La guerra se volvió mucho menos formal y organizada y, en muchos sentidos, más peligrosa en consecuencia».
No era infrecuente que aquellos muchachos siguieran combatiendo en circunstancias que habrían hecho desistir a cualquier soldado adulto. Los británicos se encontraron con que el campo de aviación de Wunstorf, localidad situada en las cercanías de Hannover, estaba defendido por un grupo de jóvenes hitlerianos armados con cañones antiaéreos de 40 mm que hicieron estragos entre los hombres que conformaban el pelotón del 13.o de paracaidistas, unidad que iba en cabeza. El sargento Scott, que formaba parte del equipo médico del batallón, avanzó montado en una motocicleta en la que podía distinguirse claramente una cruz roja. Una bala le destrozó la cabeza. Cuando se acercó el doctor David Tibbs, uno de los heridos le dijo: «Por favor, señor. ¿Podría quitarme de la guerrera los sesos del sargento Scott?». Tibbs colocó con gran respeto aquellos espantosos restos del finado al borde de la carretera. Un Sherman exterminó a los artilleros alemanes. Poco después, cuando el médico intentaba tratar a uno de los heridos del enemigo, el adolescente le escupió y se alejó de él rodando. No cabe duda de que Goebbels había obtenido una victoria.
El 6 de mayo, apareció en el cuartel general del 13.o de húsares reales británicos un «aterrador matón» con un brazalete de la Cruz Roja que aseguró no ser más que un refugiado. No obstante, cuando lo registraron y le encontraron una pistola, confesó pertenecer a la infantería de marina alemana. «Tras ciertas discusiones —escribió el ayudante de la unidad—, llegamos a la conclusión de que era un huno de tomo y lomo; así que lo enviamos al garaje para que acabara con él un pelotón de fusilamiento». La postura que tenían algunos soldados respecto de operaciones como ésta era causa de no poca estupefacción entre sus camaradas. El soldado raso Ron Gladman no pasó por alto que varios de los integrantes de la compañía del regimiento Hampshire parecían disfrutar sirviendo en dichos pelotones cuando de ejecutar presuntos espías y malhechores se trataba: «Siempre se ponían sus mejores uniformes».
El mariscal de campo Von Manstein, acaso el más brillante de todos los adalides de Hitler —por más que hubiese caído en desgracia en 1944—, se había retirado a una casa de Schleswig-Holstein con la intención de esperar allí a que acabase todo. El 3 de mayo, invitó al mariscal de campo Von Bock a tomar el té con él. El ayudante de aquél se hallaba en el exterior de la mansión de su comandante cuando vio una serie de cazas británicos atacar con sus ametralladoras una carretera cercana. Poco después, hicieron llamar a Von Manstein del hospital: los aviones habían alcanzado el vehículo de Von Bock, y habían herido de muerte al anciano mariscal de campo, además de matar a su esposa y su hija. Envuelto en vendajes, aquél vivió lo suficiente para rogar, balbuciente, a su amigo: «Manstein, ¡salve Alemania!».
Las tropas alemanas destacadas en Hungría seguían luchando con furia llegado el día 3 de mayo. En la unidad de Valentín Krulik, perteneciente al 6.o ejército de guardias blindado, tuvo lugar un episodio digno de comedia negra: El jefe de la compañía se hallaba friendo huevos para unos cuantos compañeros cuando se asomó a la ventana y vio, en la calle, a una serie de hombres que corrían como si les fuese en ello la vida. Pidió a Krulik que investigase qué estaba sucediendo, y el teniente regresó, al rato, para informar de que los alemanes estaban avanzando en dirección a sus posiciones. Su superior dejó la sartén y corrió al exterior con la intención de contener a los soldados que huían; de hecho, los hizo detenerse en seco disparando al aire su metralleta. «¡Muchachos! —gritó—. ¿No sabéis qué día es hoy? ¡Día de préstamos estatales! ¡Y si no volvéis a vuestros puestos, no vais a ver un solo kopek!». En consecuencia, regresaron a sus posiciones. «No dejamos de sufrir bajas hasta el final mismo de la contienda —afirma Krulik—. Si no nos hubiésemos mostrado dispuestos a encajarlas, la cosa habría durado mucho más. Estábamos deseando acabar con todo aquello: todos estábamos ya desesperados por volver a casa».
Durante aquel período, la inocencia propia de la infancia pareció asumir trazas de locura. Un observador de Niemegle, población situada en la ruta por la que avanzaban los soviéticos, vio a un grupo de alemanes de, gesto lúgubre recorrer la calle principal en dirección a la línea de combate, bajo la atenta mirada de un puñado de criaturas que parloteaban y soltaban eufóricas carcajadas con la boca manchada de chocolate. La fábrica de dulces del lugar había abierto sus puertas para distribuir todas sus existencias entre los aldeanos antes de que pudiesen aprovechar a los invasores.
Gottfried Selzer, joven artillero cuya unidad se hallaba desplegada en la frontera checa, dio gracias a Dios porque el Ejército Rojo estuviese demasiado ocupado en Praga y Berlín para preocuparse de aquel sector. El 6 de mayo, se extendió entre los suyos —al igual que en el resto de la Wehrmacht— el rumor de que los angloamericanos tenían intención de armar a los alemanes para que se enfrentasen a los soviéticos. Dos días después, al anochecer, su comandante los reunió a todos. «Se acabó —les anunció—. Ahora, que cada uno haga lo que esté en sus manos por llegar a su hogar en el mejor estado posible». Los oficiales se alejaron montados a caballo, en tanto que quienes pertenecían a las clases de tropa se arrancaron las insignias y las sustituyeron por brazaletes blancos antes de ponerse a caminar junto con otros muchos miles de soldados. Selzer quedó desconcertado «al observar el modo como se desmoronaba el poderoso Ejército alemán». Él y unos cuantos de sus camaradas cruzaron el Neisse para caer presos de los polacos. Tras escapar de éstos, poco después, tuvieron la fortuna de que el Ejército Rojo no les prestase atención cuando cruzaron el Elba. «Felizmente, acabamos por caer en manos de los estadounidenses». Cuando llegó a su casa, supo que Alois, el único hermano que le quedaba con vida, había muerto, en la batalla de Berlín, el 29 de abril. Sus padres se mostraron por demás turbados ante el choque de sentimientos que les supuso la pena por la pérdida de éste y la alegría porque al menos uno de sus hijos hubiese regresado Sano y salvo. «Yo sólo pensaba en dar gracias al Señor por estar vivo».
La mañana del 4 de mayo, una delegación de hombres de iglesia de Breslau rogó a Hermann von Niehoff, jefe de la guarnición de la ciudad, que hiciese lo posible por rendirla. Dos días después, este último se reunió con el adalid de las tropas soviéticas y le ofreció la capitulación a cambio de una serie de garantías relativas a la seguridad de sus soldados. Aquella noche, calló el fuego. Una cuarta parte de los habitantes de Breslau había muerto durante el sitio o estaba herida, lo que supone un total de 30 000 personas. El Ejército Rojo, por su parte, había sufrido unas 60 000 bajas. Poco quedó en pie de aquel histórico centro de población. Von Niehoff declinó la oportunidad que se le brindó de escapar en una avioneta Storch y optó por correr, en prisión, la misma suerte que sus subordinados. El Gauleiter Hanke sí que huyo; de hecho, nunca más se volvió a saber de él. Las fuerzas de ocupación se dieron, de forma desenfrenada, al pillaje y las violaciones por entre las ruinas de Breslau.
En Checoslovaquia, aquel ardiente nazi que era el mariscal de campo Schörner no cejó en su empeño por defender, al mando de un millón de soldados del grupo de ejércitos Centro, la última región industrial del Reich. En el frente occidental, el 3.o de Patton había llegado ya a la frontera checoslovaca, en tanto que las huestes de los frentes ucranianos 2.o y 4.o estaban atacando desde el norte y el este. Con todo, la batalla no cesaba. El 6 de mayo, mientras se estrechaba el perímetro alemán, los partisanos checoslovacos se sublevaron en Praga y otras ciudades que seguían en poder de Alemania. Contaban con el respaldo del general Vlásov, el militar de más graduación de cuantos habían servido al Führer procedentes del bando soviético, que comandaba una de las divisiones conformadas, en su mayoría, por soldados ucranianos. En el transcurso de aquellos últimos días, los hombres de Vlásov trataron, en vano y a deshora, de escapar a la venganza del Ejército Rojo atacando a los alemanes, y la radio checoslovaca incitó a alzarse a la nación.
Lo que siguió tuvo un carácter —si bien no una proporción— similar a lo sucedido el año anterior en Varsovia. Movidos en parte por el instinto de conservación y en parte por las costumbres sanguinarias que se habían enseñoreado de aquellos fanáticos condenados a la derrota, los alemanes encontraron los medios que necesitaban para reprimir la revuelta con la misma energía con que habían acabado, con anterioridad, con los levantamientos protagonizados por polacos y eslovacos. En consecuencia, tras la muerte de Hitler, tuvo lugar una última gran tragedia que se cobró las vidas de tres mil checos y destrozó buena parte de su capital. Los de la SS sacaban, en manada, a los ciudadanos de sus casas para, una vez en la calle, acribillarlos. Un alto oficial de la Wehrmacht aseguró no tener interés alguno en pactar un armisticio, y anunció que sus hombres seguirían luchando hasta que se les garantizase un paso seguro a Occidente. La emisora alemana de Praga siguió lanzando desafíos y amenazando con castigos draconianos a cualquier ciudadano armado. Aquél no fue sino otro ejemplo de la locura que supone instigar la insurrección civil frente a un ejército regular. Los aliados debían haber tratado de disuadir, a través de la sección checa de la BBC, a los insurgentes en lugar de permitir que se inmolasen de aquel modo. No parecía probable que ningún acto de rebelión pudiese cambiar el curso de los acontecimientos.
El 8 de mayo, el Ejército Rojo lanzó una ofensiva contra Praga, y entró en la ciudad al día siguiente, cuando ya era demasiado tarde para un número considerable de ciudadanos. Churchill vio crecer su aflicción al saber que la capital checa se había convertido, también, en esclava de la Unión Soviética. Dos semanas antes, había aludido ante Eisenhower a la situación de la capital de Checoslovaquia, y el comandante supremo había señalado que ésta no había formado, en ningún momento, parte de sus planes militares. «Tuve la sensación —observó el primer ministro a los jefes del estado mayor británico— de que entonces era ya tarde para sacar a colación ante él los aspectos políticos». En verdad, no habría sido realista dar por supuesto que podría alterarse el destino político de los checos: el gobierno de éstos en el exilio, enojado en lo más hondo desde que el Reino Unido y Francia traicionaron a su nación en Múnich en 1938, ya había decidido que su futuro estaría ligado a la Unión Soviética.
Sin embargo, lo cierto es que los checoslovacos podrían haberse ahorrado muchos sufrimientos inmediatos de haber mediado un modesto esfuerzo por parte de los militares. Bradley creía que las unidades de Patton podían haber alcanzado Praga en menos de veinticuatro horas, es decir, a tiempo para haber librado a los checoslovacos de la tragedia que se vivió en la capital. Lo más probable es que el jefe del 12.o grupo de ejércitos estuviera en lo cierto. Así y todo, fue Marshall quien aconsejó a Eisenhower que hiciese caso omiso de las recomendaciones británicas en torno a una posible embestida hacia Praga. «Personalmente —hizo saber el jefe del estado mayor estadounidense—, y dejando a un lado toda implicación logística, táctica o estratégica, me resulta odioso poner en riesgo vidas norteamericanas por meros motivos políticos».
Schörner se rindió, junto con sus tropas, el 10 de mayo, poco antes de cambiar su uniforme por el traje nacional bávaro y escapar en dirección a poniente en una Storch. Más tarde, lo capturaron para encarcelarlo en calidad de criminal de guerra. Algunos de sus soldados siguieron resistiendo frente a los soviéticos aun después de formalizada la capitulación. Sólo en los combates que tuvieron lugar en torno a Praga entre el 6 y el 11 de mayo, los frentes ucranianos 1.o, 2o y 4.o del Ejército Rojo perdieron, según sus propios informes, a 23 383, 14 436 y 11 529 soldados respectivamente.
Aun cuando la lucha se prolongó varios días más en el frente oriental, el final oficial de la guerra entre Alemania y los aliados tuvo lugar el 8 de mayo de 1945. Poco antes de la medianoche, llevaron al mariscal de campo Wilhelm Keitel, antiguo jefe del estado mayor del OKW y principal lacayo militar del Führer, a una escuela técnica de Karlshorst, uno de los pocos edificios que habían sobrevivido en el Berlín ocupado por los soviéticos, para que ratificase la rendición que ya había presentado ante Montgomery en Lüneburg y ante Eisenhower en Reims. De hecho, la ceremonia de Karlshorst no tenía más objetivo que aplacar las iras de los soviéticos, a los que no cayó en gracia el que Keitel se hubiese sometido al SHAEF. Veinticuatro horas después, el día 8, los adalides aliados, comandados por Zhúkov, se hallaban a la espera. Tedder, como subordinado inmediato de Eisenhower, preguntó: «¿Ha recibido el documento relativo a la rendición incondicional? ¿Está usted dispuesto a aceptar las condiciones que en él se expresan? Keitel se colocó el monóculo ante el ojo izquierdo y, sosteniendo el escrito que habían convenido la víspera, respondió: “Ja, in Ordnung”. (“Sí, está en orden”)». Amén de sus medallas, el más insigne soldado de Hitler lucía aún, sobre su uniforme, el emblema dorado del Partido Nacionalsocialista. Su ayudante, el teniente coronel Karl Brehm, tenía los ojos anegados en lágrimas. Keitel se quitó uno de sus guantes, firmó la capitulación e indicó secamente a Brehm: «Cuando acabe la guerra, podrá usted hacerse de oro si escribe un libro sobre esto».
Con Keitel en los campos de concentración soviéticos. Los alemanes regresaron a sus celdas, y los del Ejército Rojo dispusieron la mesa para celebrar una de sus proverbiales comilonas, que se prolongó hasta las 4.00. «Cuando salieron [los vencidos] de la sala —señaló Andréi Vyshinski, subcomisario soviético de Asuntos Exteriores—, Alemania quedó arrancada de las páginas de la historia. Nunca perdonaremos ni olvidaremos». Alguien que presenció la rendición, ante el l.er ejército canadiense, del general Johannes von Blaskowitz y las fuerzas alemanas desplegadas en los Países Bajos escribió que quienes componían la delegación alemana «parecían sacados de un sueño, aturdidos, estupefactos e incapaces de darse cuenta de que su mundo había llegado a su fin de forma irremediable». Como quiera que el pueblo de Stalin se negó a reconocer la validez de la rendición llevada a cabo en Reims, los soviéticos celebraron el Día de la Victoria en Europa veinticuatro horas después que el resto del mundo.
El comandante supremo del SHAEF envió a los jefes del estado mayor conjunto un cablegrama, sorprendente por lo sucinto, que rezaba: «La misión de estas fuerzas aliadas se completó a las 2.41, hora local, del 7 de mayo de 1945. Firmado: Eisenhower». El dirigente de los ejércitos occidentales de la alianza, que no había reclamado grandeza alguna en calidad de comandante de campaña en toda la contienda por el noreste europeo, se hizo merecedor de la gratitud de la historia por la indulgencia, la sabiduría y la generosidad de espíritu con que había acaudillado la marcha de sus huestes hacia la victoria.
Winston Churchill, a quien debe el mundo, más que a cualquier otro ser humano, haber escapado de la dominación nazi, anunció al pueblo británico durante una emisión radiofónica:
La guerra alemana ha llegado, por lo tanto, a su final… Después de quedar fulminada la valerosa Francia, nosotros, desde esta isla y desde nuestro imperio unido, tuvimos que proseguir la lucha sin ayuda durante todo un año hasta que se unieron a nosotros el poderío militar de la Unión Soviética y, más tarde, las abrumadoras fuerzas y recursos de Estados Unidos. Finalmente, casi todo el planeta aunó sus empeños para hacer frente a los malhechores, que ahora están postrados a nuestros pies. Nos merecemos un breve período de regocijo.
El capitán de aviación Richard Hough se encontraba reclinado sobre un montón de petates en el interior del vientre de un Dakota que sobrevolaba el canal de la Mancha para llevarlo de nuevo al Reino Unido tras culminar un período de servicio como piloto de un Typhoon de la RAF, cuando uno de los de la tripulación abrió la puerta de la cabina y gritó a quienes se hallaban al otro lado: «¡Se acabó la puta guerra!». Los pasajeros, locos de alegría, se pusieron a lanzarse macutos a modo de celebración. Un soldado raso adscrito a aquel avión miró a Hough, que permanecía inmóvil. «Vamos, señor —le dijo—. Se ha acabado la guerra; ¿no está contento?». El capitán escribió: «Yo cerré los ojos, tragué saliva con gran esfuerzo, y seguí en la misma posición».
El teniente Vasili Kudriashov oyó la noticia en el diminuto apartamento de Leningrado al que había vuelto tras perder un pie, unos meses antes, en su T-34. «Sentí una gran pena por no estar con los de mi unidad —recuerda—. Pensé en todo lo que podía haber logrado y no logré. Mi aportación podía haber sido mucho mayor». Su padre había muerto en 1944, mientras servía en calidad de oficial de abastecimiento en el frente del Báltico, y él había perdido cuatro dotaciones durante los combates. El hogar de su familia, por otra parte, había quedado destruido durante el sitio de Leningrado. «Seguía sintiendo una furia terrible contra los alemanes», asegura.
«¡Se acabó! ¡Hay paz en Europa!», gritó alguien del cuerpo de transmisiones a las 2.00, tras captar una emisión sin codificar en el cuartel general de los alrededores de Berlín en el que servía Yulia Pozdniakova. Ésta lo celebró con leche condensada, ya que el cabo a cuyas órdenes estaba no tenía intención alguna de dejar que una niña de diecisiete años bebiese alcohol. «Para mí, toda la guerra había sido un espantoso cuento de hadas. En aquel momento, todos reíamos y gritábamos, y escribíamos cartas en las que expresábamos lo maravilloso que era estar vivos».
«Nosotros no celebramos el final de la guerra —aseguraba Ron Gladman, soldado raso del 1.o del Hampshire—: Haber sobrevivido constituía ya una recompensa más que suficiente». El 8 de mayo aparecieron «tres apuestos soldados de reconocimiento letones del Ejército Rojo» en la granja en la que habían pasado los últimos meses de la guerra en esclavitud, ateridos de frío y acosados por el hambre, Guennadi Trofímov, de diez años, su madre, su abuela y su hermana. Los recién llegados preguntaron con aire receloso: «¿Quiénes sois vosotros?». Todo soviético había sido adoctrinado para tratar a cualquier compatriota que encontrase en manos de los alemanes como un traidor en potencia. Los combatientes alemanes de aquella región habían mantenido su resistencia hasta el último momento. Cuando, una vez en libertad, el niño y sus familiares se dirigieron al cuartel general de las tropas estalinistas y preguntaron cómo podían regresar a su hogar, uno de los oficiales respondió: «Mire, señora: ¿Ve usted aquella carreta con su caballo? Pues la cogen y vuelven con ella a Nóvgorod». En consecuencia, hubieron de embarcarse, sin más recursos, en aquel viaje de miles de kilómetros. Una vez en su tierra, se encontraron convertidos en marginados. A los menores los trataban de «alemanitos» por haber vivido en el Reich. A la desaparición de su padre, Guennadi hubo de añadir la muerte de dos de sus tíos. Asimismo, a su tía y su prima de quince años las habían ahorcado en Letonia los alemanes en abril de 1945. Más tarde, la familia dio con un primo de siete años que seguía con vida en un orfanato, aunque ignoraba su propia edad y aún su identidad. La ciudad había quedado reducida a escombros. Sin embargo, aquel pueblo indomable logró sobrevivir.
El teniente Guennadi Ivánov se encontraba en Rostock con su batallón blindado cuando los operadores de radio tuvieron noticia de la rendición alemana. Para celebrarlo, disparó al aire el cargador de su máuser. Fueron muchas las dotaciones de carros blindados que se introdujeron de un salto en sus vehículos, arrancaron los motores y salvaron el escaso centenar de metros que los separaba del mar con la intención de disparar salvas triunfantes con sus cañones. Los de Ivánov llevaban una disolución de alcohol de 100o con agua en uno de los depósitos de combustible externos, y no dudaron en recurrir a ella. Su amigo Kazak se colocó un traje de chaqueta y un sombrero de copa para recorrer, de esta guisa, las líneas montado en una motocicleta a gran velocidad. «Tan borrachos estábamos, que si hubiese quedado algún alemán con ganas de combatir, no le habría resultado difícil aniquilar a toda la brigada», recuerda Ivánov con aire festivo. Sus hombres observaron con desprecio las muestras de servilismo de la aterrada población civil de la zona, que se deshacía en reverencias incluso ante los soldados rasos. El vocabulario de los alemanes parecía haber quedado reducido a sólo dos palabras: Kamerad («camarada») y gut («bueno»). Con independencia de su edad y su sexo, los ciudadanos levantaban las manos en el aire como movidos por un resorte con sólo ver a un combatiente del Ejército Rojo.
Inge Stolten, ama de casa de Dusseldorf refugiada en Turingia, destrozó la radio familiar tras oír la noticia de la rendición de Alemania. Dada su condición de ferviente nazi, consideró que aquel momento comportaba el final de todos sus sueños. Pese a ser una mujer culta, capaz de hablar inglés y francés con corrección, estaba convencida de que los estadounidenses matarían a todos los alemanes.
Jutta Dietze, de once años, se echó a llorar al saber, en la granja de Sajonia en la que se encontraba evacuada, que los alemanes habían capitulado. «Nos habían adoctrinado para que no concibiésemos siquiera otro final de la guerra que no fuese la victoria. Yo tenía claro que aquél era el fin de Alemania, que jamás nos permitirían entonar canciones populares alemanas ni sentirnos orgullosos de nuestra nacionalidad». Desde la celda de la prisión moscovita de Butikri en que se hallaba confinado, el comandante Karl-Günther von Hase oyó los fuegos de artificio en el exterior, mientras sus guardias se limitaban a exclamar: Hitler kaputt! Tras sentarse en el jergón, hundió la cabeza entre las manos y rompió a sollozar. «Pensé en todos los camaradas que había perdido en aquella guerra, y no podía sentir otra cosa que una abrumadora tristeza al considerar la suerte que había corrido Alemania». Estuvo tres días preso en la Unión Soviética antes de poder regresar para formalizar la ceremonia marital por la que se había unido, por poderes, a Renate, su prometida, en febrero de 1945, durante el sitio de Schneidemühl.
Eleonore von Joest, que había huido de Prusia Oriental, se alegró. «¡Ahora es cuando empieza la vida!», gritó. Entonces, ella y su familia comenzaron a preguntarse los unos a los otros: «¿Quién más ha sobrevivido?». Vladímir Gormin, teniente del 3.er frente ucraniano, saludó al oficial que comandaba la unidad y le comunicó con aire solemne: «Coronel, la guerra ha terminado». Éste, que era mucho mayor que él y había visto morir a un hijo suyo durante la contienda, se inclinó hacia delante y lo besó tres veces. Aquella noche, los soldados mantearon a sus oficiales e iniciaron así una orgía dipsomaníaca que hizo que, en tres días, no quedase un solo hombre sereno.
Waltraut Ptack y su familia recibieron, de los soldados soviéticos, borrachos en su mayoría, órdenes de hacer sonar las campanas de la iglesia de la localidad pomerana en que se encontraban. De hecho, los obligaron a tañerlas varias horas seguidas. «No nos importó en absoluto, ya que, para nosotros, aquél también era un día feliz. Sin embargo, muchas de las mujeres alemanas que había allí no pudieron decir lo mismo».
«Supongo que debería sentirme eufórico —escribió a sus padres Christopher Cross, teniente del 2.o del Ox & Buck—, aunque lo cierto es que me encuentro cansado e indignado. Por más que me lave los dientes, me resulta imposible sacarme el olor de los alemanes de la boca y la nariz. Se mezclan en mí sensaciones de repulsión, desprecio y algo de compasión, y no dejo de preguntarme: “Y ahora, ¿qué?”».
El teniente Hans-Otto Polluhmer, antiguo oficial de transmisiones de la 10.a blindada de la SS, supo de la muerte del Führer mientras se hallaba confinado con sus camaradas en un campo de prisioneros de Oklahoma. Algunos de ellos se mostraron complacidos hasta el delirio, en tanto que otros se vinieron abajo descorazonados. «Daba la impresión de que toda nuestra lucha hubiese sido inútil». Varios de ellos se quitaron la vida. En 1933, la familia de Polluhmer había conocido la noticia de la ascensión de Hitler al poder mientras oía la radio el día de su décimo cumpleaños. En aquel momento, su padre le había asegurado: «Hijo mío, éste es el mejor regalo que haya podido hacerte nadie». En aquel momento de 1945, mientras se hallaba preso de los estadounidenses, el teniente supo, asimismo, que sus padres habían aparecido muertos en el piso que tenían cerca de Potsdam. Nunca pudo averiguar si perdieron la vida a manos de los soviéticos o se suicidaron.
Quienes tenían más motivos para alegrarse eran los pueblos liberados de Europa. «Cada día nos parecía festivo», afirma Theodore Wempe, que trabajaba para la resistencia neerlandesa en Apeldoorn. Bob Stompas, de veinte años, vio, en una pequeña población de las afueras de Amsterdam, a un judío salir corriendo del escondite que había ocupado durante cuatro años y colocarse en el centro de la calle gritando a los cielos: «¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!».
En total, desde junio de 1944, las fuerzas estadounidenses habían sufrido durante la campaña del noroeste de Europa 109 820 muertos y 356 660 heridos, en tanto que las unidades británicas, canadienses y polacas subordinadas a Eisenhower informaron de 42 180 muertos y 131 420 heridos. Estas cifras contrastan con las pérdidas que hubo de soportar el Ejército Rojo en el frente oriental: 319 000 muertos sólo entre octubre de 1944 y mayo de 1945, y mucho más de medio millón desde junio de 1944, mes en que tuvo lugar el Día D. El mariscal de campó Keitel observó en tono obsequioso a los soviéticos que lo capturaron: «Alemania y la Unión Soviética han sufrido las mayores pérdidas de toda la guerra. En cambio, las de los aliados occidentales han sido mínimas». Sea como fuere, lo cierto es que estas generalidades hacen que se pierda de vista la proporción de víctimas que correspondió a los soldados de a pie. Cuando la campaña tocaba a su fin, el 2.o regimiento de infantería estadounidense, en cuyas filas combatían 3000 soldados, estimó que, desde el Día D, había contado 3745 víctimas en el campo de batalla y 3677 fuera de él. Unos 714 de sus hombres habían muerto, 2736 habían recibido heridas, 215 estaban desaparecidos y de 80 se tenían noticias de que se hallaban en cautiverio. La 4.a división de infantería, por su parte, hubo de encajar un total de 4834 muertes entre junio de 1944 y mayo de 1945, lo que suponía más de un 100 por 100 del número de fusileros de que disponía. Len Stokes, soldado raso del 7o británico del Somersetshire, reparó en que, de los 120 que integraban la compañía con la que había desembarcado en Francia en junio de 1944, sólo 5 seguían en ella el día de la victoria. La unidad había perdido a 105 soldados —muertos o heridos— en Normandía, 24 en Bélgica y los Países Bajos, y 87 en Alemania, lo que sumaba un 180 por 100 aproximado de su capacidad.
Apenas cabe destacar que Hitler y otros integrantes de la cúpula nazi optasen por quitarse la vida al verse al borde de la derrota. Lo que sí resulta extraordinario es el elevado número de altos oficiales y alemanes corrientes que decidieron seguir su ejemplo. En Alemania no existía tradición cultural alguna por la que el fracaso militar hubiese de llevar aparejado el suicidio, como sucedía, por ejemplo, en Japón. Tampoco fue sustantivo el número de alemanes que se inmoló en 1918, tras perder la anterior contienda. Durante toda la Primera Guerra Mundial, murieron mientras prestaban servicio 63 generales, en tanto que el número de quienes perdieron la vida por otras causas se elevó a 103. En la segunda, 22 murieron ejecutados por Hitler; 963 fallecieron o desaparecieron en el campo de batalla, y nada menos que 110 se suicidaron. Model, como sabemos, era de la opinión de que «es impensable que un mariscal de campo pueda dejarse capturar». Rommel se vio obligado a ingerir veneno a fin de librar a su familia de las iras de Hitler, que estaba convencido de su traición. Las tropas británicas del 13.o de paracaidistas ocuparon durante un breve período el grandioso castillo de un general alemán de avanzada edad, y confiscaron todas sus armas personales a excepción de una pistola. Cuando los soviéticos ocuparon la construcción, lo destrozaron todo: óleos y reliquias familiares, mobiliario…; y el anciano general no dudó en emplear contra sí mismo el arma que había quedado en su poder. El burgomaestre de Leipzig formó parte, junto con su esposa, su hija, el tesorero de la ciudad, la esposa y la hija de éste, y cuatro milicianos del Volkssturm, de un suicidio colectivo llevado a cabo, con veneno o pistolas, en diferentes despachos del ayuntamiento. El cuerpo de aquél fue hallado en el suelo, con los ojos vidriosos dirigidos hacia un retrato de Hitler que colgaba de la pared. El general de división Georg Majewski, jefe de la guarnición alemana de Pilsen, se rindió al 3.er ejército estadounidense durante una breve ceremonia a la que puso el broche final saltándose la tapa de los sesos en frente de su estado mayor y un oficial norteamericano de la 16.a división acorazada.
La causa más común de suicidio fue, al parecer, la desesperación: un deseo muy poco heroico de no tener que reconocer la derrota de Alemania y sus consecuencias. El joven alcalde de Barth apareció a las puertas de un campo de prisioneros de guerra situado en las inmediaciones y pidió ayuda a los estadounidenses y británicos allí confinados para que hiciesen que la suya fuese declarada una ciudad abierta y la librasen así de la destrucción. Cuando le hicieron ver que no podían hacer nada al respecto, regresó a su casa y se ahorcó junto con su esposa. Tampoco faltaron casos semejantes al del general Von Bothmer, que se pegó un tiro después de que lo hubiesen despojado de su rango y sentenciado a cinco años de prisión por fracasar en la defensa de Bonn. Algunos oficiales optaron por la muerte porque imaginaban el castigo que recibirían por los crímenes que habían cometido en nombre del nazismo. Y también hubo muchos que consideraron que la caída del Reich de Hitler suponía el final de la vida que conocían o deseaban conocer. Por otro lado, miles de ciudadanos se quitaron la vida por temor al Ejército Rojo, o después de tener experiencia de su comportamiento.
Una maestra de escuela dijo a sus alumnas dos días antes de la rendición de Berlín: «Si os viola un soldado soviético, no os queda otra salida que la muerte». Ruth-Andreas Friedrich comentó en la entrada de su diario correspondiente al 6 de mayo que más de la mitad de las niñas siguió al pie de la letra el consejo de la profesora, a menudo lanzándose a la extensión de agua más cercana. «Se suicidaron centenares de ellas. Con las palabras “Perdido el honor, todo está perdido”, un padre pone una soga en las manos de su hija, a la que han violado doce veces; y ella, obediente, se cuelga del dintel de una ventana». Los forzamientos sexuales fueron, tal vez, el motivo más comprensible de suicidio. Nadie ha llegado a determinar de modo fiable el número de personas que se quitaron la vida en Alemania en 1945, aunque es evidente que fueron decenas de miles. No había ciudad ocupada por los vencedores en la que no encontrasen cadáveres colgados de vigas o tumbados donde había hecho efecto el veneno ingerido.
Los siervos del Tercer Reich que habían sobrevivido a la guerra se afanaban por deshacerse de todo lo que hacía patente la lealtad que habían guardado al régimen. Un general de la SS llegó a un castillo habitado por dos inglesas casadas con alemanes. «Queridas —dijo en tono de disculpa—, perdonad este horrible uniforme», tras lo cual se apresuró a despojarse de él. Léon Degrelle, dirigente de la sección belga del organismo, pidió un submarino para escapar a España o Japón, y si bien no consiguió embarcación alguna, logró evitar ser objeto de la venganza aliada. Dónitz, proporcionó, desde el cuartel general de la Kriegsmarine que ocupaba en Flensburg, uniformes navales a los soldados de la SS, conforme al último consejo que ofreció Heinrich Himmler a sus seguidores de «buscar refugio en la Wehrmacht». Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, recibió, el 6 de mayo, una orden por la que se le destinaba al cuartel general de la Armada situado en la isla de Sylt, disfrazado y equipado con los documentos del segundo contramaestre Franz Lang. El comportamiento que mostró Dónitz durante su breve y grotesca aparición como último Führer dio al traste con sus pretensiones de hacer ver que no era más que un oficial de marina que había caído en malas compañías. Tuvo suerte de escapar al patíbulo durante los juicios de Núremberg.
En algunos casos, eran los propios alemanes quienes desenmascaraban a los altos funcionarios nazis. A Martin Mutschmann, Gauleiter de Sajonia, lo sacaron de la casa en la que se ocultaba después de que un confidente lo denunciase. El burgomaestre de la ciudad lo hizo recorrer las calles en calzoncillos y lo exhibió ante el monumento conmemorativo de la guerra que se erigía en la plaza de la localidad antes de entregarlo a los soviéticos. El detenido había sobrevivido a un intento poco entusiasta de cortarse las venas.
El 7 de mayo, los habitantes de las ruinas de Dresde oyeron disparos en dirección noroeste. Una delegación del hospital local se dirigió a Emil Bergander para rogarle que destruyera las existencias de alcohol que pudiesen quedar en su destilería. «Si los soviéticos las encuentran —le dijeron—, la barbarie será aún mayor». «Pero va a ser peor, si cabe —respondió él—, si se encuentran con que nos hemos deshecho de ellas de forma deliberada». Finalmente, accedió a liquidarlas a precios irrisorios a las puertas del lugar. Con apasionada determinación, comunicó a su hijo: «Tanto la fábrica como nosotros hemos sobrevivido a los bombardeos, y ahora vamos a sobrevivir a los rusos». Aquella noche, los dos subieron al tejado del edificio para contemplar las llamas que devoraban las pocas casas que habían quedado en pie al otro lado del río. «Los soviéticos estarán aquí mañana», anunció el padre con resignación.
El 8 de mayo hizo un día espléndido, que empezó con un vuelo rasante de bombarderos Sturmovik. Los Bergander se dirigieron a la destilería con Anni, su criada rusa, quien se había mostrado dispuesta a hacer de intérprete. Oyeron motores, y dieron por hecho que se acercaban carros de combate. Sin embargo, lo que vieron, no sin cierta decepción, fue a un único soldado soviético que avanzaba por la carretera con paso cansino. Cuando llegó a donde estaban ellos, los apuntó con su metralleta. Anna, que era originaria de Smolensk, le hizo saber qué era aquella fábrica. «Tómate un trago», lo invitó en tono alentador. Poco después, llegó un camión cargado de combatientes que disparaban al aire con euforia. Todos se agolparon en el despacho para proponer un brindis tras otro. El patio quedó atestado enseguida de prisioneros italianos y trabajadores forzados soviéticos que habían oído noticias de la llegada del Ejército Rojo. Los soldados no tardaron en embriagarse totalmente, en tanto que los alemanes conservaban una intranquila serenidad. Abusando de su hospitalidad, uno de aquéllos empotró su camión en un muro, con tanta fuerza que hubo de rescatarlo con un T-34. Por fin, llegó un joven teniente en un todo-terreno con objeto de tomar, de forma oficial, posesión del edificio. La «diplomacia alcohólica» de los Bergander había logrado su objetivo: en tanto que los soviéticos perpetraron numerosas atrocidades en el resto de Dresde, aquel sector de la ciudad no fue testigo de ninguna. Durante, al menos, un breve período de tiempo, reinó allí una extraña armonía muy poco característica de los sectores de la Alemania oriental que se hallaban en manos de las tropas estalinistas.
Por otra parte, si bien las condiciones que se vivían en las regiones occidentales del país y en Austria no eran tan infaustas como las del este, el desconcierto imperante daba lugar a situaciones desesperadas. A los soldados aliados había que sumar prisioneros liberados que buscaban refugio o venganza, soldados alemanes que se afanaban por regresar a sus hogares, refugiados que huían de los soviéticos… En las zonas dominadas por estadounidenses y británicos no faltaban, a diario, escenas de horror, aun cuando careciesen de la aquiescencia formal de que gozaba el desenfreno del Ejército Rojo. Los alborotos protagonizados por antiguos prisioneros de las regiones orientales consternaron a muchos combatientes aliados. «No creo que quede una sola muchacha de más de catorce años sin violar en las granjas de los alrededores —escribió, en carta remitida a su esposa, un oficial británico de origen judío nacido en Alemania—. Uno puede no sentir demasiada compasión por el pueblo alemán, pero este género de castigos resulta tan… “desordenado”, como dice el coronel Bird». Ron Graydon y algunos de los prisioneros de guerra que, como él, se hallaban en un campo de concentración de Mühlberg hasta ser liberados por los soviéticos fueron presas del desconcierto al toparse con ciudadanas alemanas que les imploraban que aceptaran sus servicios sexuales sin más intención que la de librarse de las agresiones de los ocupantes estalinistas.
Según escribió Alan Moorehead, los alemanes «suponían que serían objeto de malos tratos».
Albergaban un evidente sentimiento de derrota, si bien no de culpa. Si los soldados aliados irrumpían en un comercio para saquearlo, al dueño no se le pasaba siquiera por las mientes protestar, porque daba por hecho que aquello tenía que suceder. Y la razón era que tenía miedo, un miedo cerval, mortal. Apenas podían verse lágrimas, ya que, para los alemanes, la catástrofe había superado, con creces, aquel punto. El llanto constituía una muestra de disconformidad estéril ante lo desproporcionado de los bombardeos de tierra y aire. En consecuencia, uno estaba, en todo momento, rodeado de aquellos rostros inexpresivos. Cuando nuestro coche quedaba atascado en el barro, bastaba una palabra para que corriesen a empujarlo. Una vez, un alemán se dirigió a mi conductor y le dijo: «Los prisioneros de guerra soviéticos están saqueando mi tienda. ¿Podrían hacer el favor los soldados británicos de venir para garantizar que lo hacen del modo correcto?».
Uno de los oficiales alemanes que dirigían un campo de prisioneros de guerra hizo saber a los británicos, con gesto demudado, que pensaba abandonar el recinto, junto con sus hombres, antes de que llegase el Ejército Rojo, y los invitó a unirse a ellos. Los presos se negaron, alegando que los soviéticos eran sus aliados. Él respondió: «No se han hecho una idea de lo brutales que pueden llegar a ser los rusos». Con todo, sólo se sumaron al grupo de los guardias los escasos polacos que había allí recluidos, que temían a los que estaban por venir sobre todas las cosas. A la mañana siguiente apareció una cuadrilla de salvajes jinetes a lomos de jacas hirsutas, seguida por una muchedumbre de soldados de infantería no menos incontrolados. Los prisioneros franceses asaltaron los montones de patatas primorosamente cubiertos de tierra y paja, aunque los británicos se encontraban demasiado aturdidos por el carácter vertiginoso de los sucesos para hacer nada en absoluto. Los prisioneros soviéticos del recinto colindante abandonaron en tropel su cautiverio y, tras sacrificar las reses de una granja de los aledaños, se entregaron al pillaje y a saciar sus famélicos cuerpos. Los reclusos británicos enviaron varias patrullas al exterior, y quedaron tan perturbados por lo que éstas refirieron acerca del caos que se había enseñoreado de los campos adyacentes que decidieron que sería más seguro para ellos permanecer donde estaban. Los soldados de Stalin escoltaron a casi todos los prisioneros del recinto hasta una ciudad situada a veinte kilómetros, donde hubieron de permanecer bastantes días, acosados por la monotonía y el hambre, hasta que, a regañadientes, acabaron por repatriarlos.
Los mismos estadounidenses que liberaron al cabo Harry Trinder lo empujaron, junto con una cincuentena de prisioneros alemanes, a un camión que se dirigía a la retaguardia. Aquello lo sorprendió sobremodo, y su asombro fue aún mayor cuando el soldado raso que conducía el vehículo le explicó, brevemente, el funcionamiento de la ametralladora de 7,6 mm que había instalada en el techo y le indicó que habría de hacer las veces de guardia de los detenidos. «Cuando llevábamos una hora aproximada de viaje, tuvimos que detenernos a causa de un obstáculo que había en la carretera. Entonces, muchos de los ocupantes del camión se apearon de un salto y echaron a correr a través de los campos. No sé en qué estaba pensando yo, pero lo cierto es que hice girar el cañón y apreté el gatillo, sin soltarlo hasta que me apartaron del arma los presos que habían quedado en el vehículo. Entonces llegó un oficial norteamericano… y tras comunicarme que había matado o herido a quince alemanes, hizo que me subieran, bajo arresto, a un todo-terreno. Al final, cuando di mi versión de los hechos, me pusieron en libertad». Por el contrario, al soldado raso Bill Bampton y a otros de los prisioneros británicos liberados junto con él les entregaron armas «para que nos tomásemos nuestra pequeña venganza personal si nos apetecía, aunque la verdad es que nos encontrábamos demasiado aturdidos y felices para pensar en tal cosa».
Muchos polacos abrigaban un profundo rencor hacia los alemanes, y a quienes se encontraban en Alemania cuando llegó la paz, ya como prisioneros, ya haciendo trabajos forzados, les sobraron las oportunidades de venganza. En el campo de prisioneros de guerra en que se encontraba preso Piotr Tareczynski, «nos dijeron, de forma no oficial, que quien tuviese alguna cuenta pendiente con cualquier alemán disponía de dos semanas para saldarla sin temer respuesta alguna por parte de las autoridades, con independencia de la forma que pudiese adoptar tal venganza. Personalmente, yo no tenía nada que ajustar con nadie: sólo quería que me dejaran en paz». La esposa de un poderoso terrateniente imploró a un sargento británico que pusiese fin al pillaje de que estaban siendo objeto las preciosas posesiones de la familia, y el suboficial le respondió que no podía hacer nada, ya que tenía orden de no interponerse en los asuntos de los polacos.
Poco después de ser liberado de un campo de prisioneros de guerra, el soldado raso texano Bud Lindsey recibió una conmovedora carta de un combatiente de la India con quien había trabado amistad tras la alambrada. «Lo único que echaré de menos cuando me aleje de aquí será a “mi dulce norteamericano” —escribió Armin Ghafur Dist desde Campbellpore, en el Punjab—. Cuando llegue a casa, diré a la Niña Vieja (mi madre) que los carros de combate estadounidenses convirtieron el 29 de abril en el día más feliz de mi vida. ¡Libertad! ¡Libertad! Tras tantas noches de hambre… Que los cielos bendigan a Estados Unidos. ¡El alemán está kaputt!». Lo primero que pensó, a sus seis años, Klaus Fischer tras la ocupación norteamericana fue que todo parecía perfumado: el café recién hecho e incluso el chicle. «Hacía años que no olíamos las cosas».
2. A CASA
El cabo de dieciséis años Helmut Fromm prosiguió, durante los primeros días de mayo, su odisea hacia poniente, huyendo de lo sufrido en Berlín por el 9.o ejército. Unas veces viajaba solo, a pie o a pedales; otras, con uno de los innumerables grupitos de gentes desesperadas que atravesaban los campos en tropel. Al llegar al Elba, a la altura de Magdeburgo, se hallaba entre los fugitivos que se encontraron con que los estadounidenses, que ocupaban la otra orilla del río, habían volado el puente. Sin pensárselo dos veces, pedaleó corriente arriba en busca de un paso seguro, hasta que dio con una presa. Una patrulla de la policía militar lo detuvo y le pidió el certificado médico por el que se le eximía de servir en el campo de batalla, y gracias a su buena estrella y su facundia, logró que lo dejaran pasar. En la margen del Elba se había congregado una gran multitud de personas. Fromm lanzó a las aguas su bicicleta y su ametralladora. Un oficial de artillería cruzó el río en un bote de escasas dimensiones y, al llegar a la ribera opuesta, saludó con cortesía a uno norteamericano. Tras mantener con él una breve conversación, gritó a los que habían quedado en el otro lado:
—¡Muchachos, nos van a dejar pasar siempre que no hagamos el saludo de Hitler!
De entre la muchedumbre se alzó una voz que afirmaba:
—Como si nos piden que nos metamos el dedo en el culo.
Una vez cruzado el Elba, Fromm topó con el primer norteamericano al que había visto mascar chicle.
—¿Qué va a pasar con nosotros? —quiso saber el adolescente.
—Vais a volver a casa —contestó aquel amable adversario—. ¡Vamos! ¡Paso ligero, amigos!
Los confinaron en una prisión temporal, custodiados por afroamericanos que, con aire jovial, se referían a los alemanes como «negros blancos». La única humillación que sufrieron fue el verse apedreados por prisioneros de guerra de las naciones aliadas recién liberados. La última entrada del diario de Fromm rezaba: «Señor, tu bondad es infinita».
La familia de Hans Moser, que también tenía dieciséis años, poseía una casita de campo en las colinas de los alrededores de Neumarkt, en Baviera; todo un lujo que le permitió refugiarse, a finales de abril, en espera del final. Un grupo de soldados de la SS defendió la ciudad con uñas y dientes del avance estadounidense. El lugar cambió de manos en diversas ocasiones, y hubo de pagar por ello. Desde las colinas, los Moser pudieron ver las llamas elevarse por encima de las ruinas. Por fin, cesaron los disparos. El burgomaestre, tío y tocayo de Hans, salió, vestido con frac y sombrero de copa, a recibir a los norteamericanos con gran formalidad. Sin embargo, los primeros soldados que llegaron lo echaron a un lado sin miramientos. Al adolescente le habían quedado pequeñas las ropas de paisano, y lo único que le estaba bien era su uniforme de la Luftwaffe. Por tal motivo, lo recluyeron sin consideraciones en un granero durante varios días, junto con otros muchos rezagados vestidos de militar y funcionarios locales. El muchacho rechazó, con ademán orgulloso, el caramelo que le ofrecía un soldado estadounidense. «Eran nuestros enemigos: yo no consideraba aquello una liberación. Me resultaba abominable nuestra impotencia, el hecho de que los norteamericanos pudiesen hacer con nosotros todo lo que les viniese en gana». Su madre, afecta a la causa nazi, se encontraba profundamente afligida por la derrota de Alemania. Sin embargo, al igual que decenas de millones de antiguos adeptos, cuando supo que Hitler había muerto, hacía tiempo que había dejado de preocuparse por la suerte que pudiera correr su Führer. Sólo preguntó: «¿Qué va a pasarle ahora a nuestra familia?». Su padre, devoto católico que había recibido graves heridas durante la anterior guerra, se mostró agradecido de que aquélla hubiese llegado a su final.
El capitán Leopold Goesse observó desfilar al millar de soldados que conformaba su unidad de cosacos de la Wehrmacht cerca de la frontera de Austria, con el estandarte azul y negro en cabeza. Todos hicieron un nuevo juramento de lealtad para sustituir al que había muerto con Hitler. Aquel joven aristócrata austríaco no se había sentido jamás del todo cómodo con aquellas gentes. Pese a la idealización de que han hecho objeto los historiadores a los que se vieron devueltos de forma despiadada a Stalin, lo cierto es que el expediente homicida de los cosacos que sirvieron a las órdenes de la Wehrmacht en Italia y Yugoslavia merece más atención de la que se le ha concedido. A Goesse lo preocupaban los casos de violación y pillaje que se estaban dando en su propia unidad. «Había serios problemas disciplinarios… Yo no me sentía uno de ellos, como hacían algunos oficiales alemanes». Conscientes de lo que los esperaba si permanecían en tierras yugoslavas, los cosacos se apresuraron a llegar a la frontera con Austria a primeros de mayo, junto con toda una multitud de soldados alemanes que se retiraba tras abandonar la lucha. Vadearon el río que se introducía en Carintia a fin de no ser vistos por las tropas búlgaras que custodiaban los diversos puentes, y sus jefes alemanes buscaron a las unidades británicas más cercanas para ofrecerles su rendición.
Uno de los oficiales británicos les instó a dejar las armas y entregarse a los búlgaros, pues, según les recordó: «Son nuestros aliados». Haciendo uso del excelente inglés que había aprendido de sus amigos del Reino Unido antes de la guerra —pues su padre había asistido a un colegio público inglés—, le respondió: «Lo siento, señor mío; pero he de decirle que nosotros los conocemos mucho mejor que ustedes». El británico fue entonces a hablar con los búlgaros, y regresó diciendo: «Estaba usted en lo cierto: no son caballeros. Pretenden fusilarlos a todos». Los cosacos se establecieron en el centro de un anillo de vehículos blindados del Reino Unido y efectivos de la policía militar. Durante los días siguientes, creció la aprensión entre cosacos y alemanes en lo tocante a su destino. Goesse pudo sacar provecho de su posición en cuanto oficial de enlace anglohablante para escapar al castillo que poseía su familia a pocas horas de allí. Pasó varias semanas escondido en el ático antes de adoptar un nuevo papel en calidad de guía deportivo para oficiales británicos del ejército de ocupación, vestido con el uniforme de éstos y protegido por el blindaje social común a las clases altas europeas. Su ayudante se encargó incluso de llevar al hogar familiar a Bitomka, su caballo, con el que la señora Goesse aprendería a montar más tarde. El matrimonio logró salvar la vida a algunos cosacos llegados a su castillo, a los que ayudaron a desaparecer con ropas de paisano. «Quemamos sus uniformes y aquellos hermosos gorros de cosaco». Los que quedaron en manos de los británicos fueron entregados a los soviéticos, que no dudaron en fusilarlos. Sus oficiales alemanes vivieron en calidad de prisioneros de Stalin durante una década.
«Los alemanes son gente extraordinaria», sentencia Bill Deedes. Un coronel alemán confinado en una prisión provisional se dirigió al oficial británico como lo habría hecho un superior ante sus subordinados, «Parecía no haber sido capaz de asimilar el concepto de derrota». Llegado incluso aquel momento, muchos alemanes parecían no lamentar otra cosa que el hecho de haber perdido la guerra. La última orden del general al mando de la 17.a de Panzergrenadier de la SS, con fecha del 6 de mayo, rezaba en tono de desafío: «Todo integrante de la división deberá mirar al futuro con orgullo. Si nuestros soldados hacen tanto por construir una nueva Alemania como han hecho por combatir por la vieja, nuestra nación no tardará en volver a elevarse».
El mariscal de campo Schörner, que había llevado a sus hombres a luchar con todas sus fuerzas hasta el final, declaró melancólico desde su celda: «Habría sido muy diferente si sólo hubiésemos tenido que pelear con el Reino Unido»; a lo que añadía, no sin satisfacción: «Los británicos han perdido la función que ejercían a la cabeza de Europa. La Unión Soviética tiene, ahora, el control de Alemania, y pronto estará en situación de dar el siguiente paso y dirigirse al canal de la Mancha». Otro oficial de la Wehrmacht encarcelado por los estalinistas mostraba su desdén ante las reparaciones que exigían éstos. «Los soviéticos —aducía— tienden a olvidar que Alemania también ha sufrido grandes daños, sobre todo a manos de británicos y estadounidenses. Nosotros jamás cogimos fábricas ni materias primas de la Unión Soviética: es evidente que ésta quiere enriquecerse a nuestras expensas». Un general alemán alegó: «Sólo hay que pensar en el número de carreteras y ferrocarriles que construimos en Rusia». De igual modo, un médico de la Wehrmacht dio a entender que los estalinistas debían pensar que «parte de la destrucción no fue más que una consecuencia de sus propias acciones… las cifras son irrelevantes, pues, de todos modos, jamás podremos pagar. ¡Pobres rusos! Hablan como si nosotros viviésemos en castillos, ¡y ni siquiera saben qué aspecto tiene un castillo!». Por su parte, un teniente afirmaba: «El único daño que pude hacer yo a la Unión Soviética fue sacrificar un par de cerdos. ¡Ojalá hubiese matado a toda la piara!». Algunos presos se esforzaron, de un modo lamentable, por dividir a los aliados. Así, mientras un oficial soviético interrogaba a Goering en la prisión estadounidense en que se hallaba recluido, el alemán «susurró a su intérprete que tenía algo importante que decir cuando no estuviesen presentes ni británicos ni estadounidenses». Nunca llegaron a descubrir de qué se trataba.
Mientras lo llevaban preso por entre las ruinas de Kassel, Von Rundstedt preguntó en tono reprobatorio al oficial que lo escoltaba si, como estadounidense, no se sentía escandalizado ante la devastación causada por los bombardeos aliados. Según este último, aquel aguerrido veterano «vertió lágrimas de autocompasión y rabia» en varios momentos del recorrido por las humillaciones de la derrota y el encarcelamiento. Los soviéticos informaron de que algunos de los miembros del alto mando alemán caídos en sus manos se comportaban de un modo «en extremo desafiante».
Hacían ver que estaban indignados por haberse visto aislados de los angloamericanos. El mariscal de campo Keitel y otros generales sometidos a interrogatorio no respondieron a nuestras preguntas sino de forma muy escueta… Las negociaciones entre Zhúkov y los aliados [occidentales] se desarrollaron sin mayor dificultad que la que supusieron las dos o tres horas de retraso en la firma de la capitulación, atribuibles a la negligencia de un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, el embajador Smirnov, que había omitido cuatro líneas del texto del documento. Los aliados repararon en este hecho y se negaron a firmarlo… Durante la cena, Keitel afirmó que el presente gobierno alemán había aprendido de esta guerra y expresó sus esperanzas de que, en el futuro, la nación alemana fuese capaz de manifestar la misma unidad de que había dado muestras el pueblo soviético. No le cabía la menor duda de que Alemania iba a asumir de nuevo la posición que ocupaba en el mundo antes de la contienda y disfrutaría de relaciones normales con la Unión Soviética.
Tras firmar la rendición de sus fuerzas ante el l.er ejército canadiense en los Países Bajos, el general Erich von Straube regresaba, en coche, a las líneas alemanas escoltado por el general de brigada James Roberts. Después de haber pasado en silencio veinte minutos del trayecto, el ayudante del adalid alemán llamó la atención del canadiense con unos golpecitos en el hombro y le comunicó que su superior deseaba saber qué había hecho antes de la guerra. «¿Era usted militar de profesión?». En un principio, la pregunta lo dejó atónito: llevaba tanto tiempo ejerciendo de soldado que su vida anterior le resultaba remota hasta extremos imposibles. Luego, cayó en la cuenta de que lo que buscaba el alemán era un ápice de consuelo ante la derrota. «No —respondió—; no pertenecía al ejército regular, igual que, de hecho, muchos de los canadienses. Yo era heladero».
Los vencedores se embarcaron en la colosal tarea de clasificar a los millones de personas que se habían visto desplazados de sus hogares y sus vidas, una labor que se prolongaría durante toda una década. No hubo soldado aliado de los que prestaron servicio en Alemania que no se sobrecogiera ante el torrente de seres humanos que corría entre los ejércitos a la sazón inactivos.
Había miles de hombres —escribió Carl Basham, soldado raso de Ohio apostado en la estación de ferrocarril de Marburgo— agarrados de forma precaria a los furgones de los trenes de paso lento. ¿Adónde iban? ¿Dónde estaban sus familiares? ¿Dónde su hogar? La mayoría callaba, con gesto lúgubre y antipático, presa de la conmoción. Muchos estaban heridos, y habían huido de las camas de los hospitales por el temor a los soviéticos. Pese a que iban vestidos de paisano, saltaba a la vista que la mayor parte de ellos había abandonado el uniforme para salvar el pellejo. Otros parecían ciudadanos de los países aliados o del Eje obligados a servir en el Ejército alemán, y también los había que no eran más que civiles alemanes que se dirigían hacia poniente con tanta rapidez como les era posible.
Los soviéticos supervisaron estos ingentes movimientos migratorios con una actitud tan cruel como cabía esperar. Un informe de la NKVD hablaba de los millares de alemanes que abandonaban a diario Checoslovaquia tras el final de la guerra. Los ciudadanos alemanes se vieron obligados a dejar sus hogares antes de que hubiese transcurrido un cuarto de hora del aviso de desalojo, sin más posesiones que un máximo de cinco marcos, a fin de completar el programa, acordado por los aliados, en virtud del cual se trasladaría a las minorías a sus respectivos «hogares nacionales naturales». El oficial al mando del 28.o regimiento de fusileros checos del Ejército Rojo expulsó, por iniciativa propia, a todos los habitantes de origen alemán que habitaban su zona. «Los odio», fue su lacónica explicación. La NKVD se quejó de que esta acción unilateral no hacía sino sumarse a los muchos problemas administrativos que estaba comportando la ocupación. «Como resultado, las carreteras están atestadas de decenas de miles de alemanes que mendigan muertos de hambre, y entre los que se han extendido el tifus y otras enfermedades contagiosas. Tampoco faltan numerosos casos de suicidio». El gobernador militar de cierta localidad registró setenta y uno de éstos en un solo día. El coronel general Hesleni, al mando del 3.er ejército húngaro, que luchó hasta el final contra la Unión Soviética, se cortó las venas con un fragmento de vidrio de la ventana de su celda. «Me he quitado la vida —rezaba la escueta nota que dejó— por razones de salud: con un estómago como el mío, jamás habría sido capaz de sobrevivir en cautiverio».
Mientras avanzaban por los campos alemanes, los angloamericanos se sintieron aliviados ante la escasa resistencia a que hubieron de enfrentarse por parte de los «hombres lobo», en quienes se había concentrado, desde el invierno de 1944, buena parte de la propaganda nazi. Aparte del asesinato del burgomaestre que habían nombrado los aliados para Aquisgrán, no se dio ninguna otra actividad hostil significativa tras las líneas del frente occidental. El oriental, sin embargo, era harina de otro costal: semanas después de la rendición alemana, la NKVD seguía informando de incidentes provocados por francotiradores —de dieciséis y diecisiete años, en su mayoría— que abatían a los soldados rojos. Se trataba de actos estériles que, sin embargo, reflejaban el mayor odio que profesaban a los soviéticos.
Algunos fanáticos de la SS creían, tal vez con razón, que estaban condenados a morir en caso de caer en manos del Ejército Rojo. En consecuencia, aún seguían combatiendo cuando habían transcurrido varias semanas del día de la victoria en Europa. Los hombres de la división de Guennadi Klimenko fueron objeto de un ataque emprendido por soldados de la SS mientras atravesaban un bosque de Hungría en una fecha tal como la del 20 de mayo. «Los nuestros habían bajado la guardia —recuerda Klimenko—. Fueron muchos los que murieron así, una vez que, en teoría, había acabado todo».
Por otra parte, había que tener en cuenta los campos de concentración. El oficial polaco Piotr Tareczynski acabó la contienda, junto con sus compañeros de cautiverio, en medio del ingente número de prisioneros civiles que ocupaban el de Sandbostel.
En un primer momento, nos asediaron en busca de algo que llevarse a la boca, y al comprobar que no teníamos nada, se alejaron. La mayoría permanecía sentada al sol, como dormitando. Algunos de ellos se habían dejado caer, a todas luces sin vida, a un lado del recinto. Tuvimos que retirar varios centenares de cadáveres. Aquello nos produjo una gran sorpresa, aunque no conmoción. Uno tenía ya la mente acostumbrada a registrar todo lo que veía sin demasiada emoción ni horror. Por aquel entonces ya nos habían hablado de aquellos campos de concentración, y teníamos alguna idea remota de que eran centros de exterminio. Cuando nos encontramos ante uno de ellos, nuestra única reacción fue: «Así que éste es el aspecto que tienen».
Tareczynski hablaba con el distanciamiento propio de un hombre cuya sensibilidad había quedado embotada por seis años de sufrimiento personal. En su mayoría, sin embargo, los soldados de los ejércitos liberadores se vieron sacudidos hasta lo indecible ante la contemplación de aquellos ciclópeos monumentos a la crueldad humana y la tragedia erigidos por los nazis de una punta a otra de Alemania.
Al ver acercarse a los primeros soldados soviéticos, Zinaída Mijáilova y el resto de sus compañeras de Ravensbrück no dudaron en tratar de abrazarlos con los ojos anegados en lágrimas. Los recién llegados, sin embargo, apartaron a empujones, repugnados, a aquellos esqueletos con harapos. Zinaída llevaba tres años confinada en aquel recinto. Algunas de sus compañeras parecían catatónicas. «Muchas de ellas no lograban entender lo que significaba la liberación —asegura—. Nuestras cabezas no funcionaban demasiado bien». Sobrevivieron 23 000 mujeres. Sólo en Ravensbrück habían muerto 115 000 prisioneras durante los dos años anteriores.
Cuando el Ejército Rojo liberó a Veta Kogakevich del campo de concentración de Polonia en que se hallaba interna, la chiquilla debía de tener unos siete años, o al menos, eso supone ella. La enviaron a un orfanato de Nóvgorod, y le asignaron, de modo arbitrario, el 28 de octubre como día de su cumpleaños. Aún habrían de pasar veinte años antes de que pudiese descubrir alguna pista acerca de sus antecedentes familiares, dado que toda la documentación relativa a sus orígenes en Bielorrusia había quedado destruida. Fue la superviviente de menor edad de su recinto.
La 82.a división aerotransportada estadounidense liberó el campo de concentración de Wöbbelin el 2 de mayo. «Estábamos demasiado extenuados para celebrarlo de ningún modo que comportase alborozo», observó Jerzy Herszberg; con todo, uno de sus amigos cumplió la promesa que había hecho —hacía ya mucho tiempo— de besar los pies del primer soldado aliado que viese. Más tarde, cuando luchaban por aceptar el milagro de su propia supervivencia y la pesadilla que habían vivido, «consideré una suerte que no hubiese con nosotros psicólogos ni trabajadores sociales para ayudarnos a resolver nuestros problemas».
La tenienta Dorothy Beavers formaba parte de uno de los equipos médicos enviados a Ebensee. «Nadie nos había preparado para lo que nos encontramos en los campos de concentración», afirma. Para sorpresa de ella y sus compañeros, muchas de las reclusas hablaban inglés. Se trataba de jóvenes judías húngaras que poseían un alto nivel cultural. Los piojos y el hambre las habían dejado en un estado casi agonizante. Cuando apareció un fotógrafo de la revista Life, una de ellas huyó a un campo cercano. «Míreme —dijo a Dorothy entre sollozos—. Tengo veinte años, y ¿qué hombre va a quererme ahora?». Era Edith Gabor. Muchas de sus compañeras estaban aquejadas de tuberculosis, y todas tenían úlceras.
Mientras las bañaba con gran cuidado y curaba sus heridas junto con el resto de enfermeras, Dorothy Beavers escuchaba asombrada sus descripciones de los viajes a Londres que habían hecho antes de la guerra, así como de sus visitas al Museo Británico. «Hablamos de Shakespeare, Dante, Beethoven… y de la comida que íbamos a preparar para las festividades judías». La oficial sanitaria pasó seis semanas en Ebensee, administrando plasma a hombres y mujeres que se hallaban a punto de morir, e introduciéndoles, muy poco a poco, una dieta sólida. «Jamás he sufrido una conmoción mayor que la que recibí al ver las escaleras de los henares atestadas de cadáveres. A todos nos sucedió lo mismo. Después de dos semanas, seguíamos sentados, sin hacer nada y con la mirada perdida». Comenzaron a llegar equipos médicos de diversas nacionalidades, con la intención de evacuar a sus respectivos compatriotas. Un día apareció un doctor de Italia preguntando:
—¿Hay italianos aquí?
—Sí, uno —le respondieron—. Pero se está muriendo.
—Si tiene que morir —replicó apasionado el galeno—, lo hará con nosotros.
A Edith Gabor la fotografiaron en Ebensee para Life. La joven tuvo la oportunidad de conocer a Clark Gable, aunque el actor la hizo prometer que no revelaría su identidad, pues temía ser causa de no poco alboroto entre las demás prisioneras. Muchos meses más tarde, pudo regresar a su hogar en Budapest. Una vez allí, encontró el apartamento familiar ocupado por perfectos desconocidos que le preguntaron con aire hostil: «¿Quién es usted?», antes de cerrarle la puerta sin intención alguna de volver a abrírsela jamás. Los Gabor lo habían perdido todo, incluida la vida de la mayor parte de los que integraban la familia. De milagro, Edith logró descubrir a su hermano Georg, que, a sus ocho años, vivía en la calle, rebuscando en la basura. Asimismo, supo que su madre había muerto fusilada poco después de que a ella la enviasen a Ravensbrück.
Henry Kissinger, quien, en calidad de sargento del cuerpo estadounidense de contraespionaje, estaba registrando a los prisioneros de los campos de concentración, quedó atónito cuando un polaco le espetó sin contemplaciones: «¿Por qué atiende primero a los judíos?». Según añadió éste, cuando los alemanes dirigían aquel recinto, habían sabido reconocer el lugar que ocupaba el pueblo hebreo: el último escalón de un sistema jerárquico cuya cúpula estaba ocupada por los profesionales del crimen.
La mayoría de los alemanes, claro está, declaró con gran énfasis haber ignorado por completo la existencia de los campos de concentración.
No obstante, incluso cuando se vio obligada a reconocer la realidad de estos recintos, la población civil reaccionó, al decir de los soldados aliados, con no poca indiferencia. Un inspector británico expresó su indignación por el hecho de que los ciudadanos alemanes reclutados para enterrar a los muertos «no diesen muestra alguna de emoción. La negación, la ausencia del menor rastro de responsabilidad colectiva nos conmovió». Este joven oficial, por nombre Cliff Pettit, escribió a sus padres acerca de las cuadrillas de alemanes que tenían el cometido de inhumar a sus víctimas: «Lo hacen con la misma despreocupación que desplegarían al barrer sus hogares o enterrar latas viejas».
Nikolái Maslennikov fue incapaz de asimilar el hecho de la liberación cuando los vehículos blindados soviéticos llegaron al campo de concentración de Sachsenhausen el 19 de abril. «Las últimas seis semanas, apenas me fue posible caminar, o incluso hacer cualquier otro movimiento. Durante los días finales, sólo sentía una enorme indiferencia. Me limité a esperar la muerte, sin que me importase ya otra cosa». Pasó seis meses en el hospital después de regresar a Leningrado, donde supo de la muerte de sus padres y de su novia, Lena.
«En ocasiones, nos desesperábamos por aquellas personas —escribió Brenda McBryde, una de las enfermeras al cuidado de los prisioneros liberados—. ¿Qué futuro los esperaba? Nadie sabía dónde estaban sus familias, y ellos mismos parecían haber olvidado si tenían o no mujer e hijos. Sólo los preocupaba el carrito de la comida: menos la voluntad de sobrevivir, los había abandonado todo instinto, toda emoción».
Entre los alemanes, los niños no encontraron menos dificultades que los adultos a la hora de adaptarse a las nuevas circunstancias. Una noche, el granjero con el que se alojaban, en calidad de evacuados, Jutta Dietze y su familia invitó a algunos soldados estadounidenses a unirse a ellos, para cenar. Un muchacho del lugar entró con la intención de recoger a los críos para llevar a cabo las tareas que se les habían encomendado. «Heil Hitler!», dijo de forma mecánica al llegar a la puerta, y los norteamericanos dejaron escapar una risotada indulgente. Sin embargo, semanas más tarde se marcharon éstos, y algunos de los soldados mongoles que llegaron en su lugar entraron con grandes zancadas en la cocina y observaron una fotografía que mostraba al padre de Jutta con el uniforme de la Wehrmacht y que la familia había dejado, con gran descuido, encima del aparador. «¡Nazi! ¡Nazi!», exclamaron los soviéticos, montando en cólera, ante los chiquillos, que los miraban aterrados. Todos trataron de apaciguar a los invasores haciéndoles ver que el fotografiado no era, a fin de cuentas, nadie importante. Es de justicia señalar que, si bien los alemanes consideraban que las del Ejército Rojo eran gentes muy sucias, lo cierto es que se comportaron de un modo mucho menos brutal de lo que todos habían temido. Los actos de salvajismo dejaron de ser universales una vez se enfriaron los ánimos que se habían enardecido en el campo de batalla.
Al cabo, la mente de los soldados comenzó a olvidarse de los combates para centrarse más en la satisfacción de deseos que habían quedado en suspenso. Harold Dorfman, soldado raso de veintidós años procedente de Alexandria (Minnesota), decidió resolver un asunto que llevaba varios meses rondando su mente: quería perder la virginidad, pero lo asustaba en extremo la posibilidad de contraer enfermedades venéreas. Caminando por un parque, encontró a una joven que paseaba a un perro salchicha. «Era una muchacha delgada y morena. No era fea, e iba vestida con pulcritud, con un vestido sencillo y medias blancas a la altura de las rodillas». Él la saludó, y ella le respondió con una amplia sonrisa. Él le preguntó con gran nerviosismo: «¿Ñaca, ñaca?», y ella lo cogió de la mano, lo llevó con toda confianza a un cobertizo del parque y le desabrochó los pantalones. Apenas tardó en culminar el proceso. Él sacó un paquete casi entero de Lucky Strike, y estaba a punto de ofrecérselo cuando recapacitó. «Pensé que no podía ser tan generoso con alguien del pueblo alemán, que, a la postre, era nuestro enemigo». Así que le dio sólo tres cigarrillos, lo que constituía, según le habían dicho, la tarifa de costumbre. «Gracias», respondió ella, en un inglés con marcado acento alemán, antes de desaparecer.
El neoyorquino Henry Williams, soldado raso del 273.o de artillería de campaña, supo que cerca de donde se hallaba alojado vivía toda una celebridad: la señora Winifried Wagner, nieta del compositor. En consecuencia, una tarde que estaba fuera de servicio, llamó a la puerta de la casita que tenía en Oberwarmensteinach. La abrió una robusta mujer de unos cuarenta años, que le dio la bienvenida en un inglés impecable y le pidió que tratase de evitar que las autoridades le requisaran la casa y el coche. El soldado le hizo saber que sólo estaba haciendo turismo, y ella, sin mostrarse incómoda en absoluto, compartió con él algunos de sus recuerdos. «¿Sabe, señor Williams? El Führer gustaba de acudir todos los años a nuestro festival. Amaba tanto la música de Wagner… Pobre Führer. Lo calmaba mucho encontrarse entre nosotros, y los niños lo adoraban. Por cierto: ¿cómo está mi querido Henry Ford?». Mientras aquel combatiente norteamericano llevaba a cabo su extraño peregrinaje cultural, el teniente soviético Guennadi Klimenko había acometido el suyo propio, paseando por el gran cementerio de Viena y maravillándose ante la contemplación de los célebres nombres inscritos sobre las lápidas. En el devastado teatro de la ópera, lo condujeron, con gran solemnidad, a la puerta del palco de Goebbels, y al abrirla, no pudo ver otra cosa que el vacío que había provocado una bomba.
Victor Klemperer, para quien el final de la contienda había significado una verdadera liberación después de haber vivido en constante peligro de muerte entre los nazis, quedó sorprendido por la rapidez con la que las desdichas de la paz comenzaron a sustituir a las de la guerra. El 13 de mayo se preguntaba:
¿Qué tiene de positivo ser consciente del peligro al que hemos sobrevivido? Ahora puede uno encender la luz o contemplar el interminable desfile aéreo sin preocuparse por nada. Ya no hay que temer a la Gestapo, y uno vuelve a tener los mismos derechos que quienes lo rodean (no: tal vez incluso más). Pero ¿qué tiene todo esto de bueno? La desazón resulta ahora más desagradable que la cercanía de la muerte. Una inquietud se suma a otra para hacer flaquear de un modo peligroso nuestro poder de resistencia y nuestra paciencia. El insoportable calor, la terrible plaga de mosquitos que lo hace más insoportable. La escasez de bebidas: ni siquiera en la taberna tienen ya café. La falta de ropa interior y el inefable carácter primitivo de todo lo que tiene algo que ver con la comida: plato, cuenco, taza, cuchara, cuchillo, en parte (o en su mayoría) ausentes por completo… Sé que resulta irrisorio, y tal vez pueda decirse que suena presuntuoso, después de todo lo que hemos tenido que soportar con anterioridad. En comparación, éstas no son más que calamidades cotidianas. Sin embargo, como tales, lo atormentan a uno hasta el extremo.
Diez millones de soldados alemanes habían caído presos de los aliados. A mediados de mayo de 1945, la NKVD hizo saber que tenía recluidos a 1 464 803 alemanes, incluidos 93 generales, sólo en los campos de prisioneros de Alemania, a los que había que sumar los millones que ya se habían enviado al Éste. En este sentido, los aliados se ahorraron, al menos, una dificultad: no sufrieron escasez alguna de centros en los que internar a quienes los habían construido. El oficial al cargo de uno de los numerosos campos de concentración de la Unión Soviética a los que Stalin estaba enviando a sus prisioneros invitaba a sus ciento cincuenta guardias a turnarse para golpear a los alemanes allí recluidos. La población civil soviética que había pasado por alguno de los recintos de Alemania conservó la rabia suficiente para poder gritar insultos a los prisioneros durante muchos meses. Ibraguim Dominov, guardia de la ciudad tártara de Kazán, conversaba en ocasiones con los alemanes, y cuando éstos le hablaban de sus casas, sus vacas, sus cerdos… les decía: «Tuvisteis que ser fascistas si poseíais tantas cosas». Los reclusos que vivían en condiciones más miserables y desesperadas eran los cosacos. A éstos sé les negaba incluso el derecho a cantar mientras se dirigían a las minas de carbón. Un año tras otro, decían a los prisioneros: «Seréis libres el año que viene». Sin embargo, tal promesa no se hizo jamás realidad.
Tony Saurma, teniente de la división Grossdeutschland, logró que lo liberasen con prontitud los británicos por el simple hecho de ser agricultor. En realidad, tal ocupación no era sino una interpretación muy poco estricta de las vastas posesiones que tenía su familia en Silesia, perdidas, a esas alturas, de forma irremediable. Aquel oficial de la Wehrmacht pasó varios días caminando hasta llegar a la casa de campo de Augsburgo en que se hallaban los suyos. Cierta mañana, mientras recorría, cansado y cubierto de polvo, una larga avenida de manzanos, vio un coche que, tirado por una jaca, transportaba a dos mujeres en sentido contrario. Eran su madre y su hermana Dolly. «¡Es Tony!», gritaron, llenas de gozo. Karl-Georg, su hermano mayor, oficial de veintidós años de la 6.a blindada, había muerto incinerado en el interior de su carro de combate en el Mosela, sin que apenas quedaran restos suyos que enterrar. En consecuencia, su madre se alegró al ver que, cuando menos, había regresado uno de sus hijos.
Cuando Ursula Salzer escapó de Pillau en una embarcación hospital en marzo de 1945, su padre, que contaba ya cincuenta años, permaneció en la ciudad para combatir con la unidad del Volkssturm a la que lo habían asignado. En aquel momento, había dicho, encogiéndose de hombros: «No puede ser tan malo: al fin y al cabo, los soviéticos no son más que seres humanos». Sin embargo, cuando, tres años después, regresó del campo de prisioneros en que lo habían confinado, el señor Salzer estaba irreconocible. Le habían hecho saltar los dientes de un culatazo cuando lo descubrieron hurgando el vertedero de basura del recinto. Asimismo, mostraba evidentes signos de desnutrición. «Gracias a Dios que tú no estabas allí —dijo, sin más a su hija—, porque jamás habrías podido sobrevivir».
No han faltado acerbas críticas al modo como permitieron los aliados que escapase de la justicia un buen número de nazis en 1945. No cabe duda de que se dejó que desapareciera toda suerte de hombres perversos en la Europa de posguerra, Sudamérica e incluso Estados Unidos, a causa tanto de actitudes descuidadas como de posturas indulgentes. Con todo, no debemos perder de vista las circunstancias del momento: llegado el final de la contienda, el grueso de quienes habían participado en ella sufría un profundo agotamiento, no sólo físico y mental, sino también moral. Los que habían combatido en las filas de los angloamericanos no abrigaban duda alguna en torno a la validez ética de su causa, si bien la mayoría acabó por transigir, hasta cierto punto, como consecuencia de las experiencias vividas. Tal es el destino de todos los hombres reflexivos que participan en cualquier guerra. «¿Hay algún lugar que esté libre del mal? —reflexionaba Evelyn Waugh, adoptando el punto de vista de un oficial británico en la Europa de 1945—. Resulta muy sencillo decir que sólo los nazis querían la guerra… Incluso los hombres buenos pensaron que su honor personal podía ser objeto de satisfacción merced al hecho bélico, pues éste les permitía afirmar su hombría matando y muriendo en el campo de batalla. Estaban dispuestos a aceptar las privaciones como pago por su egoísmo y su pereza. El peligro justificaba sus privilegios».
La de Waugh era una visión elitista que sólo compartían los soldados aliados más dados a meditar sus acciones. Por el contrario, la mayor parte de los combatientes angloamericanos no había visto en la guerra más que un trabajo que había que hacer, y en aquellos momentos, sólo se sentía agradecida por haberlo culminado. Con todo, en lo que duró la contienda, fueron muchos los que acabaron por compartir la incredulidad de que daba muestras el novelista en lo tocante a las verdades absolutas en el terreno de lo moral. Fueron pocos los soldados de Eisenhower —si es que hubo alguno— a los que se pudiera responsabilizar de actos de maldad comparables, siquiera de manera remota, a los perpetrados por los ejércitos de Hitler. Sin embargo, la mayoría había visto matar a prisioneros de buenas a buenas, arrasar poblaciones y reducir a ciudadanos a la indigencia de un modo que la había hecho, instintivamente, reacia a juzgar a otros, por más que éstos llevasen uniforme alemán. Los aliados occidentales reservaban su ira —y sus deseos de venganza— a los alemanes que habían estado implicados en los crímenes más monstruosos de todos: el sistema de campos de concentración y la destrucción de los judíos.
Sólo los soviéticos, llevados por su sufrimiento personal y por las insaciables ansias de venganza que albergaba Stalin para con sus enemigos reales e imaginarios, se condujeron con absoluta crueldad en todas las regiones de Europa que ocupaban. Por paradójico que resulte, la NKVD se mostró inclinada a dar signos de indulgencia en relación con los antiguos nazis si éstos demostraban estar dispuestos a colaborar en el sometimiento de su nación a sus nuevos amos. Los agentes de Beria reservaron sus castigos más salvajes para los compatriotas que se habían dejado apresar por los alemanes, con independencia del grado de culpabilidad que tal hecho hubiese entrañado. Los héroes cuyos aparatos habían sido derribados, envueltos en llamas, en 1944 se vieron sometidos a las mismas humillaciones y vergüenza que quienes se habían rendido en 1941 por el simple hecho de no disponer de armas con las que defender la madre patria.
En 1945, regresaron a los dominios de Stalin 1 680 000 de los 4 059 000 soviéticos que habían caído en manos de los alemanes. De ellos, 930 287 procedían de los campos de prisioneros, en tanto que a los 740 000 restantes los habían empleado como esclavos en otros lugares del Reich. Estas cifras no incluyen a quienes cayeron presos mientras servían en los ejércitos de Hitler, muchos de los cuales murieron ejecutados de forma sumaria. En 1953, ya habían regresado 5 457 856 ciudadanos soviéticos a su agradecida patria. En esta cifra se engloba también un número ingente de personas huidas hacia el oeste, más que capturadas por los alemanes mientras luchaban contra ellos. Los historiadores rusos calculan que un 20 por 100 de todos los repatriados acabó ante el pelotón de fusilamiento o fue enviado a los campos del gulag por el período de veinticinco años que constituía la sentencia máxima. Unos tres millones de los prisioneros liberados hubieron de cumplir penas más cortas. Un informe elaborado por la NKVD con fecha del 26 de mayo da fe de la entrega, por parte de los británicos, de 40 000 «soldados de Vlásov», entre quienes se encontraban 9000 familiares y 1000 alemanes. De ellos, 29 000 dieron con sus huesos en las minas de carbón de Prokópevsk y Kémerovo, y a los demás los enviaron al campo 535 en calidad de «presos peligrosos». Se da por hecho que ninguno de ellos sobrevivió.
Parte de la compasión que Occidente hizo extensiva a los soviéticos repatriados que lucharon con uniforme de la Wehrmacht parece estar fuera de lugar. Los rusos, ucranianos, cosacos y bálticos al servicio de los alemanes cometieron pavorosas atrocidades en el norte de Italia, Yugoslavia y Polonia, por no hablar de la Unión Soviética. Los miles de soldados procedentes de Ucrania y los Países Bálticos que ejercieron de guardias en los campos de concentración antes de que los trasladaran, de nuevo, a tierras de Stalin no se encuentran, precisamente, entre los más dignos de lástima. Ésta debería reservarse para los millones de desventurados soviéticos que cayeron en manos de los alemanes, víctimas, en muchas casos, de los campos de concentración, y que, una vez repatriados, se vieron sometidos a los mismos tormentos que quienes habían servido de forma activa para los nazis. Sólo a un 20 por 100 aproximado se le permitió regresar a su hogar. Todos los súbditos de Stalin que sobrevivieron al cautiverio quedaron marcados, de por vida, como gentes sospechosas, «peligrosas para la sociedad». A pocos de ellos se les permitió prosperar o levantar cabeza siquiera en la Unión Soviética de posguerra.
Guenari Naumovich sobrevivió a su cautiverio en el campo de concentración de Mauthausen después de negarse a combatir por Alemania en las filas del ejército de Vlásov. Los estadounidenses lo liberaron, junto con los otros 68 267 reclusos que seguían con vida, el 5 de mayo, día de su vigésimo segundo cumpleaños. En total, habían muerto en este recinto 195 000 prisioneros. Al final de la guerra, Naumovich pasó varias semanas ejerciendo de conductor para el equipo médico de una división del Ejército Rojo. Es de destacar que no profesó rencor alguno al pueblo alemán. «Los de la SS y la Gestapo eran animales —asevera—; pero los soldados alemanes corrientes sufrieron tanto como nosotros». Cuando pudo, por fin, regresar con los suyos, su madre se desmayó al verlo: lo había estado esperando desde su partida, aunque no sabía nada de la suerte que había corrido. Pese a que, a su regreso, no se vio confinado en uno de los recintos de que disponía la NKVD para investigar las actividades de los sospechosos, sus papeles llevaban la indeleble mancha de los ex prisioneros. Harto de no encontrar trabajo, decidió dirigirse al jefe local de policía para que lo informase de cómo podía mantenerse a sí mismo. El oficial le respondió con una mueca de desprecio: «Después de haber sido prisionero de los fascistas, tienes suerte de poder siquiera vivir en esta ciudad. ¿Por qué no vas a limpiar zapatos a la avenida Nevski?». Al final, logró colocarse de mecánico. «Yo odiaba a Stalin —afirma—. Sentía náuseas con sólo oír su nombre. Los alemanes siempre nos decían: “Podemos hacer con vosotros lo que nos venga en gana, porque a Stalin le da igual lo que os ocurra”. Y a mi regreso, pude descubrir que tenían razón. Ninguno de los prisioneros que volvió a casa recibió un trato justo. ¿Era culpa de ellos si en 1941 se les había pedido que combatieran sin fusiles? ¿Qué responsabilidad podían tener los artilleros que se quedaban sin proyectiles?».
Cuando Víktor Mámontov regresó, a sus dieciocho años, de Belsen, supo que, de toda su familia, sólo había sobrevivido su madre, de profesión costurera. A él mismo lo dejaron «detenido» en Bielorrusia bastantes meses, durante los cuales la NKVD no se cansó de interrogarlo. En febrero de 1946 lo dejaron en libertad, aunque se le negó el carné de identidad y no pudo trabajar sino en una obra. Jamás llegó a recobrar la salud.
Muchos de los que habían tenido que soportar una experiencia como la suya, «además de a los alemanes, comenzaron —según sus palabras— a odiarse unos a otros. Muchos prisioneros liberados bebieron hasta morir. Tras la guerra, se hizo dificilísimo seguir viviendo».
Tras ser liberadas por los norteamericanos en Alemania, donde habían ejercido de esclavas de los nazis, Valia Brekeleva, que contaba sólo siete años, y su familia regresaron a su Nóvgorod originario desposeídas de la categoría de personas. «La mayoría de quienes fueron a Letonia de nuestra aldea sobrevivió. Sin embargo, la mayoría de los que nos vimos trasladados a Alemania dejó allí la vida; y los que sobrevivimos llevamos para siempre el estigma de sospechosos». El grueso de su familia murió, a manos de uno u otro bando, durante la guerra. Su madre perdió la vida en 1947, agotada tras los muchos esfuerzos que hubo de hacer por sacar adelante a sus hijas. Tenía sólo treinta y seis años. Su padre completó en los Urales la pena que se le había impuesto por «crímenes políticos» y regresó al hogar en 1951, convertido en un anciano. Ya en la década de 1960, cuando acabó sus estudios universitarios y trató de conseguir trabajo en una constructora naval de Kazán, el director reparó en que, según su expediente, había sido prisionera de los nazis, y le indicó en tono adusto: «Antes de tener en cuenta ningún otro dato más, debemos determinar si has hecho algún mal al Estado».
Tras sobrevivir, en el Báltico, al calvario de las gabarras de prisioneros, Gueorgui Semeniak regresó, por fin, a su hogar el 5 de diciembre de 1945. Sus padres no habían sabido nada de él desde 1941. Le habría encantado ejercer durante un tiempo de guardia de presos alemanes, pero lo declararon inútil para servir como militar en el futuro. Se sintió consternado al saber que, dada su condición de antiguo recluso de los fascistas, tampoco era apto para cursar estudios universitarios. Tras superar numerosas dificultades, encontró trabajo en calidad de electricista, aunque no tardó en perderlo cuando sus patronos descubrieron que había sido prisionero de guerra. En consecuencia, pasó los cuarenta y cinco años siguientes haciendo las tareas más humildes en una instalación industrial, que era lo máximo a lo que podía aspirar como «persona de segunda».
El capitán Vasili Legun, piloto de bombardero soviético que pasó dos años en manos del enemigo, se despertó una mañana en el campo de trabajo checoslovaco en el que había pasado sus últimas semanas en reclusión y descubrió que los guardias alemanes habían abandonado el recinto. Él y los demás reclusos irrumpieron en el arsenal de los nazis y, tras pertrecharse, ocuparon la ciudad adyacente, situada a unos veinte kilómetros de Praga. Cuando se encontraron con el Ejército Rojo, no dudaron en ofrecerse voluntarios para perseguir a los rezagados de la Wehrmacht, actividad que los llevó a participar en varios enfrentamientos armados hasta el 17 de mayo. Acto seguido, los enviaron en avión a Ucrania, donde hubieron de unirse a otros treinta mil antiguos prisioneros de guerra que se hallaban internos en un recinto de la NKVD. Allí hubieron de soportar, durante semanas, brutales interrogatorios en torno a su cautiverio, unas veces de día, otras de noche y, en cierta ocasión, desnudos por completo. «La experiencia fue peor aún que la que vivimos en los recintos alemanes, ya que no teníamos la menor idea de lo que iba a sucedemos. Nos habían convertido en prisioneros del país por cuya liberación habíamos combatido, y nos trataron como a traidores. Destrozaron nuestros espíritus». Los agentes de la NKVD visitaron el piso en que vivía Legun en Moscú. Su esposa, a la que habían dicho que su marido había muerto, vio cómo se llevaban todos sus efectos personales y sus papeles. Transcurridos cuatro meses, lo pusieron en libertad, aunque sus documentos de identidad quedaron grabados con las funestas palabras que indicaban su condición de antiguo prisionero de guerra. Durante años se le negó la oportunidad de obtener un empleo digno. Para ganarse la vida a duras penas, hubo de ponerse a buscar oro en los yermos septentrionales de la Unión Soviética. Hasta 1957 no se le volvió a reconocer su pertenencia al Partido Comunista.
Ahora que han transcurrido sesenta años, es probable que toda persona civilizada reaccione con espanto al conocer las consecuencias humanas de la catástrofe que vivió el pueblo alemán durante los últimos meses de la guerra. Sólo en 1945, la batalla en pos del Tercer Reich se saldó con la muerte de unos cuatrocientos mil alemanes, ya en el campo de batalla, ya durante los bombardeos, y con la de dos millones de los que huían del frente oriental. Asimismo, el número de refugiados sin hogar ascendía a ocho millones. Lo cierto, no obstante, es que resulta difícil imaginar una conclusión menos terrible para la pesadilla que habían precipitado Hitler y su nación. Cuando el pueblo alemán se mostró incapaz de deponer a su dirigente, cuando tomó la decisión —consciente o no— de seguir luchando hasta el final, no hizo sino condenar a Alemania a los infortunios que habría de sufrir durante los meses finales de la Segunda Guerra Mundial. No cabe duda de que, al rendirse en agosto de 1945, antes de que los aliados se viesen obligados a invadir su patria, los japoneses libraron a su nación de algo semejante a la muerte y la destrucción sin freno que asolaron Alemania. No está de más observar que el número de víctimas que causó el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, hecho que precipitó dicha capitulación, fue mucho menor que el que hubieron de soportar los alemanes durante la lucha por defender su país y huir de los invasores.
En 1918, el gobierno alemán se había rendido mientras sus ejércitos luchaban aún —de forma exclusiva— en suelo extranjero. El alemán de la calle sufrió lo indecible a causa del hambre, y los campos de batalla vieron morir a dos millones de los soldados del káiser. Sin embargo, la estructura física del país permaneció casi intacta. Los pilares del nacionalsocialismo se erigieron sobre la leyenda de que el Ejército alemán jamás había sido derrotado, de que el pueblo alemán había sido víctima de la tristemente célebre «puñalada por la espalda» asestada por políticos y revolucionarios izquierdistas. Hoy en día sigue habiendo muchos alemanes que se niegan a aceptar responsabilidad alguna por los horrores que ocasionó al mundo la Primera Guerra Mundial, y culpan de los acontecimientos posteriores a «la gran injusticia» de que fue víctima su pueblo en 1919, en virtud del Tratado de Versalles.
En 1945, sin embargo, no hubo hombre, mujer o niño alemán que no hubiese de enfrentarse al sacrificio impuesto por Hitler, a las consecuencias de la carrera en pos de grandeza en la que había embarcado a su pueblo y que muchos respaldaron hasta que se hizo evidente su fracaso. Un puñado de almas nobles, de la índole de Adam von Trott, se dieron cuenta desde el principio del carácter malvado de su dirigente. Con todo, la mayoría de quienes protagonizaron la conspiración de julio de 1944 se reveló contra los nazis sólo porque había quedado patente que estaban llevando a Alemania a una derrota segura. La oficialidad del Ejército alemán fue casi tan responsable de la suerte que corrió su país como su propio Führer. La magnitud de la humillación sufrida por Alemania en mayo de 1945 sólo es comparable a la de las ansias de dominar el mundo que albergaba Hitler. En opinión de los soviéticos, por lo tanto, se había hecho justicia; en tanto que para los aliados occidentales, que habían sufrido mucho menos a manos del nazismo, y para quienes la humanidad se hallaba en uno de los lugares más elevados de la escala de las virtudes, el espectáculo de la devastación de Alemania dio lugar a emociones más complejas. En virtud de las revelaciones relativas a los campos de concentración y las pruebas del carácter brutal del comportamiento de los nazis que iban llegando de todos los rincones de la Europa ocupada, parecía posible sentir compasión por algunos alemanes en cuanto individuos, aunque no tanto por el conjunto de su sociedad.
El sino de la nación dio pie a una repulsa entre sus ciudadanos en relación con su histórico militarismo que aún persiste hoy en día. «Yo crecí en un mundo en el que lo único que nos importaba a todos era que no hubiese más guerras —asegura Anita Bartsch, quien, siendo niña, formó parte de las oleadas de refugiados que partieron de Prusia Oriental—. Más que airada, estaba triste: al fin y al cabo, habían sido mis propios compatriotas quienes se habían negado a permitir que huyéramos a tiempo de salvar nuestras vidas». Uno puede quedar horrorizado por la conducta que desplegó la Unión Soviética en la Europa oriental y por los excesos de los bombardeos aéreos angloamericanos sin ver razón alguna por la que haya que exonerar de la responsabilidad de tales catástrofes a Hitler y a quienes, con él, hicieron posibles los estragos que causó en el continente europeo.
Si existe un conflicto en la historia que haya enfrentado a las fuerzas del mal y a las de la virtud, no fue otro que la Segunda Guerra Mundial. Por eso pudo Dwight Eisenhower titular sus memorias Cruzada en Europa. Con todo, la participación de los soviéticos en la Gran Alianza planteó cuestiones morales mucho más relevantes de lo que los aliados occidentales creyeron conveniente reconocer a la sazón, e incluso de lo que hayan querido admitir hasta la fecha algunos historiadores. Bien que nunca ha sido fácil establecer grados de maldad, parece evidente que Stalin puede considerarse un monstruo del siglo XX en igual medida que Hitler. Si los crímenes del dictador soviético han provocado menos censuras por parte del público ha sido sólo porque los occidentales tienen menos información al respecto, y no han visto jamás películas y fotografías de los asesinatos múltiples perpetrados por los estalinistas como las que nos son, por, desgracia, familiares en el caso de los asesinatos nazis. La victoria aliada de 1945 se vio complicada por el hecho de que los angloamericanos dependiesen de una tiranía para lograr la destrucción de otra. No se trataba sólo de un asunto político y moral, sino también militar. Las democracias consideraron conveniente, tal vez esencial, permitir que los súbditos de Stalin soportasen un sacrificio humano que era necesario para acabar con los ejércitos nazis, pero que ellas mismas no estaban dispuestas a aceptar. En el mensaje enviado a Stimson en mayo de 1944 que hemos citado arriba, Marshall reconoce este hecho de forma casi explícita.
Los aliados occidentales se mostraron indulgentes con la Unión Soviética a partir de 1941 porque cobraron conciencia de su carácter indispensable. Las muestras de deferencia para con Stalin que prodigó Washington durante los últimos meses de la contienda fueron fruto de la fantasiosa idea, comprensible en aquel momento, de que, derrotada Alemania, se haría necesario el respaldo militar de los soviéticos en Extremo Oriente a fin de propiciar la rápida derrota de Japón. Aun teniendo en cuenta las exigencias propias de su posición en cuanto estadista, resulta difícil no estremecerse ante la declaración que hizo Truman a Stalin en el momento de la victoria. Según el nuevo presidente de la mayor democracia del planeta, el soviético había «dado muestras de la aptitud de un pueblo amante de la libertad a la hora de derribar, con el mayor valor imaginable, a las malvadas fuerzas de la barbarie». Churchill tampoco escatimó elogios. Tal como lo ha expresado, en tono adusto, el general Dmitri Volkogonov, historiador ruso de nuestros días, Stalin había «convertido la tragedia de la nación en un triunfo personal suyo».
Incluso después de acabada la Segunda Guerra Mundial e iniciada la Guerra Fría, no fueron pocos los británicos y estadounidenses que reprimieron sus críticas al comportamiento de los soviéticos durante la contienda por el simple hecho de que, sin sus sacrificios, habría sido imposible derrotar a Hitler a cambio de un número relativamente bajo de vidas de los aliados occidentales. Hoy en día, aún hay quien sigue sorprendiéndose cuando se le recuerda que tanto las fuerzas armadas del Reino Unido como las de Estados Unidos sufrieron sólo trescientas mil víctimas mortales como consecuencia directa de la acción del enemigo, lo que supone un número de bajas por nación semejante al conocido por los ejércitos de Yugoslavia, o de la mitad de los seiscientos mil soldados que murieron en combate durante la guerra civil norteamericana. Por cada ciudadano británico y estadounidense, murieron más de treinta soviéticos, de los cuales muchos procedían de las diversas repúblicas sometidas a Stalin.
Ninguno de los adalides angloamericanos que combatieron en el noroeste de Europa se reveló como un verdadero general de excepción, dado que las estrategias prudentes y las limitaciones de las tropas aliadas negaron a los pocos candidatos disponibles la posibilidad de demostrar su grandeza. Si Patton, por poner un ejemplo, hubiese estado al frente de unidades de las Waffen-SS, habría protagonizado gestas espectaculares, toda vez que no le faltaban la energía y la pericia necesarias para tal fin. Sin embargo, al estar constreñido por la condición «civil» de los soldados estadounidenses, no pudo hacer, pese a sus no pocos momentos de inspiración, que su ejército escapara al lento avance que se impuso a todos los del frente occidental. Montgomery supo planear con gran meticulosidad cada una de sus acciones —excepción hecha de la Operación Market Garden—; sin embargo, quienes combatían a sus órdenes raras veces desplegaban el arrojo táctico necesario para llevar a cabo embestidas dignas de mención. Todos estaban por demás agradecidos a su comandante por no exigir de ellos los sacrificios que requerían las victorias soviéticas en el campo de batalla. Este hecho ayuda a comprender el profundo afecto que supo inspirar Monty entre sus subordinados. Por otra parte, si adalides de la talla de Von Manstein o Zhúkov hubiesen tenido que acaudillar tropas obstaculizadas por los escrúpulos propios de las democracias, habrían acabado la guerra con un expediente mediocre. La historia conoce casos de generales despiadados que han sido capaces de modelar huestes enteras a su propia imagen, como fue, por ejemplo, el de Gengis Kan. Sin embargo, a mediados del siglo XX, las sociedades civilizadas imponían a sus dirigentes militares evidentes elementos de humanidad y respeto a la vida. Por consiguiente, recayó sobre los menos civilizados de los combatientes la labor de protagonizar las más notables hazañas militares logradas a sangre y fuego durante la Segunda Guerra Mundial, en tanto que correspondió a los aliados occidentales asombrar al mundo con las acciones que hacía posible la brillante aplicación de la tecnología y el poderío industrial.
Tal como señalé en Overlord, ningún plan militar puede considerarse bueno o malo de forma aislada, sino sólo después de tener en cuenta la capacidad de las fuerzas de que se dispone para llevarlo a término. Los ejércitos de Eisenhower no poseían, en otoño de 1944, el poder numérico o táctico necesario para derrotar a Alemania, y hubieron de esperar a que los bombardeos de tierra y aire, y sobre todo el asalto soviético, hubiesen dejado las fuerzas armadas de Hitler al borde del hundimiento. Sí los soldados aliados hubiesen tenido el brío, el afán y la voluntad de sacrificio de que dieron muestras los alemanes y los soviéticos, habrían logrado efectuar un avance decisivo. Sin embargo, los combatientes angloamericanos no eran panzergrenadier, y tanto en el orden social como en el moral, deberíamos estar profundamente agradecidos por este hecho. Si se acepta esta teoría, insinuar que los aliados pudieron haber ganado la guerra en 1944 no tiene más sentido que debatir qué habría pasado si los antiguos britanos hubiesen aprendido a luchar a la manera de los legionarios romanos. Para obtener una victoria rápida, los soldados de Eisenhower habrían necesitado ser personas distintas. Si los combatientes angloamericanos de 1944 y 1945 hubiesen podido rivalizar con las proezas militares de los ejércitos hitlerianos e imbuirse de su marcial código de valores, es muy poco probable que los veteranos de la Segunda Guerra Mundial gozasen de la alta estima en que los tenemos hoy día. Lucharon con tanto denuedo y tanta aptitud como podía haber deseado cualquier nación democrática que quisiese mantener en sus filas los valores de la civilización.
Sin embargo, como consecuencia de la moderación con que se abrieron camino los aliados occidentales en dirección a Alemania y de la errada convicción que tenían muchos soldados alemanes de que el «deber» y el «honor» los obligaban a luchar hasta el final, la Europa del Éste acabó por convertirse en botín de los soviéticos, con lo que, en 1945, los Estados de esta región cambiaron la tiranía de Hitler por la de Stalin. A diferencia de Churchill, los jefes del estado mayor norteamericano no dudaron en reconocer que el único modo posible de privar a la Unión Soviética de su recién adquirido imperio consistía en declararle la guerra, algo impensable en lo militar y en lo político. «Tras la derrota de Japón —señalaron—, Estados Unidos y la Unión Soviética se convertirán en las dos únicas potencias militares de primera magnitud… En tanto que Estados Unidos puede proyectar su poder en muchas regiones del extranjero, no deja de ser cierto que la fuerza relativa y la posición geográfica de ambas hace impensable la derrota militar de una… a manos de la otra, aun cuando ésta estuviese aliada con el Imperio británico».
Durante una de las primeras bodas de postín celebradas en Londres tras el advenimiento de la paz, Henry Channon, «Chips», diputado del Parlamento británico que recogió en su diario buena parte de la vida social de su nación, contempló con satisfacción a la multitud cargada de joyas e indicó a Emerald Cunard: «Por esto es por lo que hemos luchado». Dando muestras de una deslumbrante agudeza, lady Cunard replicó: «¡Cómo! ¡No me diga que son polacos!». Mucho después de que hubiese cesado en el resto de Europa, el fragor de la batalla persistía en Polonia. La guerra de guerrillas entre el régimen soviético y los supervivientes de los «polacos de Londres», que no habían cometido más crimen que ansiar la libertad, se prolongó muchos meses, sin que Occidente apenas tuviese noticias al respecto. Las víctimas fueron cuantiosas, toda vez que los anticomunistas de uno y otro sexo combatían con la desesperación de quien sabe que morirá si lo capturan. «Las cuadrillas de bandidos de la Armia Krajowa siguen luchando en muchas partes de Polonia —comunicó Beria a Stalin el 17 de mayo—, en las que asaltan prisiones, cuarteles generales de la milicia, departamentos de seguridad estatal, bancos, negocios y organismos democráticos». Asimismo, el dirigente de la NKVD aseguraba que seguían activos en el país veintiocho grupos de la Armia Krajowa, comprendidos por 6000 integrantes de uno y otro sexo, junto con 4000 hombres del Ejército Patriótico de Ucrania. El informe llegaba a la conclusión de que era imposible emplear soldados comunistas polacos contra la Armia Krajowa, dado su carácter poco fiable. En consecuencia, había asignado la misión a cinco regimientos de la NKVD y un batallón de infantería motorizada. El gobierno prosoviético de Polonia también había solicitado el despliegue de las dos mejores divisiones de infantería disponibles con el fin de garantizar la seguridad interna, y Beria propuso emplear tres regimientos más de la guardia fronteriza de la NKVD. Todo con el fin de culminar la «liberación» del pueblo por cuya independencia habían declarado la guerra a Hitler las democracias occidentales en 1939.
Cabe analizar aquí con más detalle una de las consecuencias sociales e históricas de relieve que tuvo el comportamiento del Ejército Rojo en el Este europeo y Alemania durante 1945. Y es que muchos soldados alemanes consideraron justificada su empecinada resistencia. Al detenerse a examinar sus vidas, tuvieron la convicción de que habían actuado del modo más correcto y honroso al tratar de librar a los suyos de la barbarie soviética. La mayoría olvidó, sin embargo, preguntarse por qué actuaban así los soldados de Stalin. Parece que nadie consideró que habían sido las atrocidades perpetradas por los alemanes las que habían provocado las de los soviéticos y las que, de hecho, habían llevado a la tiranía estalinista a entrar en la guerra. Prefirieron borrar de su conciencia todo recuerdo de las sangrientas acciones efectuadas por Alemania en el levante, que superaban con creces a las que cometió en el Reich el Ejército Rojo. Muchos súbditos de Hitler prefirieron invertir la realidad en su mente y ver la destrucción de su país como un fenómeno sin parangón, así como considerar la determinación por evitar la venganza por los crímenes de su propia nación motivo más que suficiente para seguir luchando a las órdenes de Hitler. Su lógica no era diferente de la del asesino convicto que espera que le aplaudan su coraje porque forcejea con el verdugo hasta la trampilla misma del patíbulo. A Stalin le habría resultado muchísimo más difícil permitir —y más aún justificar— el salvajismo desplegado por sus tropas en 1945 si los alemanes no hubiesen resistido hasta el final. Lejos de servir a los intereses de su sociedad al mantener la lucha, los soldados de Alemania no hicieron sino garantizar que correría, a la postre, una suerte mucho peor que la que le habría sido reservada en cualquier otro caso.
Sólo habría sido razonable defender el frente oriental hasta que cayera el último hombre si a la vez se hubiese dejado el camino expedito a los aliados occidentales.
A quienes observan la ley y llevan existencias pacíficas les resulta complicado entender lo que debe de ser para hombres que han cometido crímenes indecibles contra sus semejantes reanudar una vida civilizada. Todo aquél que participa en una guerra se ve obligado a hacer cosas de las que se arrepentirá más tarde —siempre que sea, claro está, una persona decente—. Éste fue el caso, tras la Segunda Guerra Mundial, de muchos soldados estadounidenses y británicos, y también de algunos alemanes y soviéticos. Muchos de estos últimos quedaron traumatizados durante años por los acontecimientos de que habían sido parte. Sin embargo, otros de los que integraban los ejércitos de Alemania y la Unión Soviética —incluidos los que deben catalogarse como criminales de guerra— no sintieron culpabilidad ni duda algunas: desarrollaron un mecanismo de justificación y olvido que les ha dado muy buen resultado. De otro modo, los asesinos de multitudes —muchos de los cuales no llegaron a recibir su castigo— habrían sido incapaces de ir a trabajar, visitar su cafetería habitual, comprar en el supermercado, ver la televisión o dar un beso de buenas noches a sus hijos y a sus nietos hasta que la muerte fuese a visitar su propio lecho. La humanidad necesita ser capaz de olvidar, y las sociedades deben aprender a perdonar. Sin embargo, debe ser motivo de pesar el que muchos de quienes perpetraron acciones terribles hayan escapado a la justicia.
Los angloamericanos se vieron obligados a poner fin a la Segunda Guerra Mundial tras haber liberado a la Europa occidental de la tiranía de Hitler y haber accedido a que la oriental quedase subyugada a la de Stalin, quien llegó a aquellas tierras antes que ellos. Estados Unidos optó, en mayor medida que ninguno de los otros combatientes, por centrarse de un modo abrumador en su objetivo militar —es decir, la destrucción de Hitler—, sin prestar gran atención al futuro político de las diversas naciones, aunque comprometiéndose a defender la autodeterminación de todas ellas. Esta postura, que trataba de ser altruista, demostró, asimismo, adolecer de una gran ingenuidad. Los británicos hicieron mal al tratar de culpar, tras la guerra, a los estadounidenses por la ocupación soviética de la Europa del Éste. Se hace difícil imaginar de qué modo pudo haberse evitado tal cosa, dada la lentitud con que afrontaron todas sus acciones bélicas los aliados occidentales. Con todo, a pesar del empeño con que han tratado de argumentar los apologistas de Roosevelt que la postura que adoptó ante Stalin no era sino un reflejo de su visión pragmática de las realidades estratégicas, los indicios de que disponemos parecen dar a entender que el presidente de Estados Unidos tardó en darse cuenta del grado de terror y crueldad que encarnaba Stalin. Roosevelt trató a Churchill y a sus temores relativos al levante europeo con una condescendencia a la que sólo le daba derecho el poderío de su país, y no un juicio más acertado de la realidad. El presidente no reconoció por completo la perfidia de los soviéticos hasta cuando apenas le quedaban unas semanas de vida, una vez que Moscú rompió de forma sistemática todas las promesas hechas en Yalta de garantizar el pluralismo político de los países «liberados» del Éste.
Churchill pudo haber asistido al funeral de Roosevelt en abril de 1945. Tal como ha observado Roy Jenkins, las dificultades logísticas no eran insuperables. Sin embargo, el primer ministro decidió no estar presente. Se hace difícil no considerar su ausencia fruto del alejamiento entre él y el presidente estadounidense, que se hizo muy marcado durante los últimos meses de la vida de éste. Llegado 1945, a los soviéticos les importaban bien poco las críticas británicas, aunque lo cierto es que respetaban el poder de los norteamericanos. Y el que Stalin reconociera que Estados Unidos podía hacer bien poco por frustrar sus designios con respecto a la Europa oriental no hacía sino confirmar su convencimiento de que poseía libertad de acción en la zona.
Tantas muestras de cordialidad se prodigaron en público en lo tocante a la colaboración entre el Reino Unido y Estados Unidos durante los años de la guerra, y sobre todo a través de la retórica churchilliana, que no está de más subrayar que la amistad no tomó parte alguna en las decisiones o acciones de ninguno de los aliados. El proceder de británicos y estadounidenses estuvo determinado, en todo momento, por arduas negociaciones y cálculos realistas. Sigue siendo muy poco probable que los últimos hubiesen entrado a tiempo en la guerra contra Alemania de no haber atacado Pearl Harbor los japoneses y no haber declarado, consiguientemente, Hitler la guerra a Estados Unidos. En 1945, las relaciones entre los dos países aliados se habían tornado ya tensas en extremo. Mientras que el Reino Unido se había arruinado por participar en la derrota de Hitler, el país norteamericano había salido de la contienda con más riqueza que nunca. Entre las gentes de Churchill, no era poco el resentimiento que existía en relación con la opulencia de los estadounidenses y su propia pobreza, en tanto que éstos mostraban una irritación comparable para con las pretensiones de los británicos, que aún ansiaban mantener su influencia y su imperio. Todo aquél que ocupaba los centros de poder de Estados Unidos y sus ejércitos era consciente de que en el mundo de posguerra prevalecerían sólo dos potencias, y el Reino Unido no era una de ellas. Éste es el telón de fondo sobre el que debe evaluarse el gran logro de Eisenhower, que fue capaz de sostener la cooperación militar entre aliados que ya no se soportaban y llevarlos a compartir la victoria sin que la fachada de su unidad revelase una sola grieta de consideración.
La batalla por Alemania comenzó siendo el mayor acontecimiento militar del siglo XX, y terminó convertida en la mayor tragedia humana que éste hubiese visto. Ahora que ha transcurrido más de media centuria desde aquellos hechos, podemos estar agradecidos de que sus peores consecuencias se hayan resuelto sin mediar una nueva guerra. Quienes lucharon y murieron por la libertad de Europa recibieron su recompensa final con el derrumbamiento de la tiranía soviética, ocurrido dos generaciones después de la destrucción de la nacionalsocialista.