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Fuego en el firmamento
1. PALADINES DE LOS BOMBARDEROS
Llegado el invierno de 1944, las operaciones de bombardeo aéreo llevadas a cabo contra Alemania habían alcanzado un impresionante poder destructivo. El 14 de octubre, las aviaciones estadounidense y británica emprendieron una acción conjunta, llamada Hurricane, con la que pretendían demostrar al enemigo —y también a los jefes del estado mayor aliados— el poderío que eran capaces de desplegar en tan sólo veinticuatro horas. En primer lugar, a plena luz del día, 1251 bombarderos de la 8.a fuerza aérea norteamericana atacaron varios centros ferroviarios de Sarrebruck, Kaiserslautern y Colonia, escoltados por 749 cazas. Durante la incursión se perdieron seis de aquéllos y uno de éstos. Mientras tanto, 519 Lancaster, 474 Halifax y 20 Mosquito del Bomber Command de la RAF asaltaron, también de día, Duisburgo, acompañados de cazas británicos. Dejaron caer 4918 toneladas de bombas, y perdieron trece Lancaster y un Halifax. Cuando cayó la tarde, volvieron a atacar la ciudad 498 Lancaster, 468 Halifax y 39 Mosquito, en dos olas separadas por un par de horas. Se lanzaron un total de 4540 toneladas de explosivos y bombas incendiarias, a cambio de cinco Lancaster y dos Halifax. Pese a que no se determinó el número, las pérdidas humanas sufridas por la ciudad alemana fueron muchas. Aquella misma noche, efectuaron una ofensiva contra Brunswick 233 Lancaster y 7 Mosquito, durante la que fue abatido uno solo de aquéllos. El centro histórico de la ciudad —lo que significa una extensión de 370 hectáreas— quedó totalmente destruido, y murieron 561 personas. Nadie volvió a estimar necesario que el Bomber Command visitase de nuevo Brunswick.
Entre tanto, y siempre durante la noche del 14 de octubre, la RAF envió 20 Mosquito a Hamburgo, 16 a Berlín, 8 a Mannheim y 2 a Dusseldorf en diferentes incursiones de hostigamiento concebidas para hacer que los habitantes de estas poblaciones corriesen a los refugios, y obligar a los defensores a pasar horas extenuantes en el manejo de cañones y reflectores. Sobre Berlín se perdió un Mosquito. Otros 141 bombarderos manejados por dotaciones que estaban completando su adiestramiento en operaciones cruzaron el mar del Norte para llevar a término una acción diversiva. Asimismo, 132 aviones de la RAF pusieron en marcha operaciones de contramedidas electrónicas a fin de frustrar las comunicaciones y los servicios de radar alemanes. Cuando el último aparato puso rumbo a la base de la que había partido, se habían lanzado ya sobre Alemania 10 050 toneladas de bombas, lo que supuso el total más elevado que se hubiese obtenido durante la guerra en veinticuatro horas.
Sea como fuere, cabe preguntarse qué significación tuvo, en realidad, lo arriba expuesto, así como cuáles fueron los frutos de tan excesivo empeño, al que se consagraron una parte sustancial de las fuerzas bélicas de Estados Unidos y una proporción de la capacidad industrial del Reino Unido igual a la dedicada a su ejército de tierra. Los bombardeos sobre Alemania destruyeron casi dos millones de hogares y mataron a seiscientos mil habitantes, muchos de los cuales perecieron durante los meses últimos de la contienda. Desde el principio hasta el final, los aliados occidentales propiciaron la muerte por bombardeo de dos o tres civiles alemanes por cada soldado caído en el campo de batalla. Con todo, habría que hacerse la pregunta de si tal hecho contribuyó a acortar el conflicto o logró cualquier otro efecto acorde con el coste humano e industrial que supuso tanto para los vencedores como para los vencidos.
Entre 1918 y 1939, los apóstoles de las bondades de las fuerzas aéreas no habían dejado de predicar el evangelio del bombardeo estratégico, que, según sostenían, haría innecesarios los sangrientos combates entre ejércitos de tierra al destruir las industrias esenciales para los empeños bélicos de una nación. Por otra parte, los aviadores del Reino Unido y Estados Unidos veían en tales operaciones la piedra angular de su propia lucha por la independencia respecto de los otros ejércitos, más antiguos, de las fuerzas armadas, así como una prueba de que la aviación era mucho más que un simple apéndice de las tropas de tierra o las flotas navales. Antes de la guerra, habían sido muchos los políticos europeos —por no hablar del público— que habían mostrado su alarma ante la posibilidad de catástrofes infligidas desde los cielos, así como su preocupación por las primeras muestras ofrecidas, en este sentido, por los Estados totalitarios, como las históricas destrucciones de Guernica y Nankín, Varsovia y Rotterdam.
Desde 1940 en adelante, sin embargo, los combatientes se sorprendieron a sí mismos cuando aprendieron a convivir con las consecuencias de las incursiones aéreas. Pudieron comprobar que los bombardeos provocaban grandes daños, destruían de un modo brutal siglos de cultura e imponían graves perjuicios a la industria. Sería absurdo dar a entender que el pueblo alemán consideraba aceptable la experiencia de verse hostigado por los proyectiles lanzados desde el cielo, o negar que la producción bélica de Hitler sufrió no sólo de resultas de los destrozos causados a las fábricas, sino también a causa del absentismo que propiciaron y la grave alteración que supusieron para las vidas de sus trabajadores. No obstante, después de que la Luftwaffe hubiese intentado sin éxito arruinar la existencia de los británicos durante la guerra relámpago de 1940 y 1941, todos, a excepción de los jefes de las fuerzas aéreas aliadas, adoptaron una visión más racional y menos absolutista de los bombardeos, en sustitución de las esperanzas concebidas durante el período de preguerra, que hacían pensar en ellos como un medio de destrucción definitivo.
Los aviadores siguieron consagrados a la labor mesiánica que habían desempeñado siempre con respecto al bombardeo estratégico. En Estados Unidos, la USAAF sostuvo que la Luftwaffe había fracasado en el Reino Unido por no haber atacado de forma sistemática objetivos de precisión que resultaran vitales para la infraestructura del país: petróleo, nudos de comunicaciones, red de suministro… La RAF, por su parte, estaba convencida de que a la ofensiva alemana le había faltado, sin más, una acción sostenida que hubiese permitido asestar un golpe mortal. En 1941, sir Charles Portal, jefe del estado mayor del aire, exigió a Churchill la promesa de crear una fuerza de cuatro mil bombarderos pesados, una quimera que no llegó siquiera a hacerse realidad en 1945, cuando las escuadrillas de la RAF y la USAAF combatían conjuntamente en Europa. El primer ministro se mostró siempre escéptico en lo tocante a las teorías de los integrantes del Ejército del Aire. «Todo está moviéndose siempre de un modo simultáneo —escribió a Portal en octubre de 1941—. El estado mayor del aire incurriría en un error si llevara demasiado lejos sus reivindicaciones».
En 1940 y 1941, sin embargo, las ofensivas de la RAF eran el único medio con que contaba el Reino Unido para llevar la guerra a Alemania. El primer ministro, por tanto, se volcó en la creación de una colosal fuerza constituida por bombarderos. Si los británicos no eran capaces de persuadirse de que los ataques aéreos iban a acabar por derrotar a Hitler, ¿qué otro recurso les quedaba, además de una paz negociada? Ni siquiera en sus momentos más optimistas llegó Churchill a imaginar que sus ejércitos de tierra pudiesen vencer al Eje sin ayuda. Y resulta contradictorio que, en consecuencia, tratase la RAF entonces de hacer a los alemanes lo mismo que la Luftwaffe había intentado contra el Reino Unido, sin obtener nada más que un estrepitoso fracaso. De hecho, las incursiones aéreas estarían plagadas de situaciones paradójicas.
En 1942, cuando el cielo del Reino Unido brillaba de forma inmensurable a consecuencia de la entrada en la guerra de Estados Unidos y la Unión Soviética en calidad de aliados, los jefes del estado mayor conjunto acordaron que los bombardeos seguían siendo vitales, por cuanto suponían que habría que esperar años antes de que las huestes angloamericanas pudiesen emprender una campaña decisiva por tierra. En la intimidad del edificio gubernamental de Whitehall (Londres), los británicos se vieron obligados a reconocer el fracaso de sus incursiones de precisión sobre objetivos industriales alemanes, para las cuales la fuerza de bombardeo nocturno de la RAF resultaba demasiado débil y mal equipada. En consecuencia, optaron por embarcarse en la estrategia conocida como «bombardeo de área», consistente en asaltar, de forma sistemática, las ciudades alemanas con una mezcla de proyectiles de alto poder explosivo y bombas incendiarias, con el objeto de abatir la moral de la mano de obra industrial del enemigo y destruir sus medios de producción. Esta táctica fue tomando intensidad durante el resto de la contienda, a medida que el Bomber Command de la RAF veía aumentar el número de sus efectivos, aún a pesar de las considerables pérdidas sufridas por la tripulación aérea (cuando llegó el final de la contienda, habían muerto cincuenta y seis mil integrantes de las fuerzas aéreas británicas altamente cualificados, cifra que doblaba casi la de los aviadores estadounidenses caídos en Europa).
La 8.a fuerza aérea de la USAAF tardó en reunir en el Reino Unido las aeronaves que necesitaba para lanzar su propia campaña de bombardeos de precisión. En 1942, se limitó, en gran medida, a atacar objetivos de corto alcance en Francia. Al año siguiente, cuando las unidades de B-17 Flying Fortress y B-24 Liberator comenzaron a atacar Alemania, hubieron de hacer frente a daños alarmantes —a veces pavorosos— ante los cazas alemanes. Durante el peor mes de todos (octubre de 1943), los estadounidenses perdieron 186 bombarderos pesados, lo que supone un índice de bajas del 6,6 por 100. En enero de 1944, durante la llamada «batalla de Berlín» de la RAF, el Bomber Command se quedó sin 314 aparatos, es decir, una media del 5 por 100 de sus fuerzas en cada incursión. Como quiera que la dotación de un bombardero británico estaba obligada a culminar treinta operaciones a fin de completar un período de servicio —cifra que bajaba a veinticinco en el caso del personal de la USAAF—, no hace falta ser un genio en el cálculo de probabilidades para llegar a la conclusión de que un aviador tenía más posibilidades de morir que de salir con vida durante los bombardeos sobre Alemania.
Así y todo, en 1944, la ofensiva experimentó una transformación de relieve cuando los norteamericanos dieron un paso adelante que resultaría decisivo. La doctrina que habían seguido antes de la guerra, basada en formaciones de bombarderos que dependían de sí mismas para su defensa, había demostrado ser insostenible. En consecuencia, decidieron asignar a éstos una escolta de cazas que les brindase protección. Siempre se había dado por supuesto que era técnicamente imposible construir un avión de caza con la autonomía de vuelo necesaria para introducirse en el corazón de Alemania que, a la vez, pudiese competir en rendimiento con los interceptores monoplaza Messerschmitt 109 y Focke-Wulf 190 del enemigo una vez allí. Sin embargo, los ingenieros militares fueron capaces de obrar el milagro al introducir un motor británico de la Rolls-Royce en un Mustang P-51 estadounidense. Provisto de tanques de aprovisionamiento, el Mustang podía volar con los bombarderos hasta Berlín y dejar fuera de combate los aparatos alemanes. El verano de 1944, tras meses de fracasos en su empeño por destruir la producción aeronaval de Alemania arrasando sus fábricas, los cazas de la 8.a fuerza aérea estaban aniquilando a la Luftwaffe en el aire, al acabar con la vida de pilotos irreemplazables al mismo tiempo que abatían sus aeroplanos. Entre enero de 1941 y junio de 1944, los alemanes habían perdido a 31 000 aviadores, y entre esta última fecha y octubre del mismo año, la cifra fue de 13 000. En 1944, la USAAF derribó 3706 aparatos sólo en operaciones diurnas efectuadas sobre Alemania. Este extraordinario logro, en resumidas cuentas, otorgó a los aliados el dominio de los cielos europeos.
Los ataques nocturnos de la RAF, que ya estaban sacando no poco provecho de las mejoras tecnológicas, también pudieron beneficiarse de la disminución de los cazas alemanes. Durante la primavera de 1944 y al principio del verano, buena parte de las fuerzas aéreas aliadas abandonó los ataques a Alemania para centrarse, más bien, en objetivos de Francia y los Países Bajos, a fin de respaldar la ofensiva del Día D. Cuando los bombarderos regresaron a los cielos alemanes, una vez culminado el desembarco de los aliados, el enemigo había perdido la mayoría de sus defensas aéreas costeras. A partir del mes de julio, cayeron en picado las pérdidas de bombarderos angloamericanos. Siguió habiendo, de vez en cuando, días y noches de sufrimiento; pero la media de víctimas no superaba casi nunca el 1,5 por 100, y de hecho, a menudo ni siquiera alcanzaba esta proporción.
No obstante, a finales del verano de 1944 había disminuido el entusiasmo que despertaban los bombardeos aéreos entre los dirigentes aliados. Políticos, generales y almirantes estaban cansados de las extravagantes previsiones de los de la aviación. A sir Arthur Harris, comandante en jefe del Bomber Command, lo atormentaría siempre la promesa que le hizo a Churchill en invierno de 1943, según la cual, si sus Lancaster lograban completar otras quince mil salidas contra Berlín, los alemanes se verían obligados a rendirse antes del 1 de abril de 1944. Harris consiguió lo primero, si bien hubo de sufrir un número terrible de bajas; pero para abril, seguía sin haber signo alguno de la caída de Alemania. Sólo dos meses antes del Día D, el general Carl «Tooey» Spaatz, comandante de las fuerzas aéreas norteamericanas destacadas en Europa, quiso hacer ver que el triunfo que estaban a punto de obtener los bombardeos hacía innecesario desembarcar soldado alguno en Normandía, y recomendó, por el contrario, que se asaltase Noruega, por ser ésta una operación menos arriesgada. El Ejército y la Armada Real del Reino Unido abrigaban un particular resentimiento a causa de las pérdidas que habían sufrido durante las campañas en tierra y la batalla del Atlántico, que se hubiesen evitado, en parte, si la obsesión de la RAF por el bombardeo estratégico no hubiese mermado su capacidad de brindar apoyo a las operaciones terrestres y marítimas.
Todo apuntaba a que la producción industrial de Alemania seguía obrando milagros a pesar del afán que ponían los aliados en sus bombardeos aéreos. En el ámbito de lo político, Churchill había sacado provecho de estas incursiones estratégicas durante la larga batalla que mantuvo para hacer que Stalin se aviniese a retrasar el lanzamiento del segundo frente. Sin embargo, aquello ya había acabado: en esos momentos, los dirigentes más poderosos de ambos lados del Atlántico tenían las miras puestas en la campaña del noroeste europeo, y en tal contexto, no cabe duda de la importancia que cobraba el apoyo aéreo táctico para quienes luchaban en el frente. Ya nadie se preocupaba demasiado por lo que hiciesen o no en el imperio del Führer el Bomber Command y la 8.a fuerza aérea, con el apoyo de la 15.a fuerza aérea, proveniente de Italia. Los excéntricos valedores de la guerra aérea, tanto británicos como estadounidenses, habían quedado desacreditados ante sus iguales. Sus «nuevas artes bélicas» habían fracasado, de manera estrepitosa cuando de destruir el imperio de Hitler se trataba, y los soldados de a pie se estaban viendo obligados a abrirse camino a través de Alemania a la vieja usanza.
De nuevo, sin embargo, se dio una situación por demás paradójica. Después de llegar casi a desprestigiarse por lo disparatado de sus reivindicaciones, durante la primavera de 1944, los aviadores estadounidenses habían identificado, en efecto, un punto flaco de vital importancia en el enemigo: el petróleo. Hitler dependía, hasta extremos abrumadores, de la producción de combustible sintético para proseguir la guerra. Los alemanes no podían entender que, hasta mayo de 1944, los aliados no hubiesen efectuado ningún intento sistemático de destruir sus fábricas petroleras. Y cuando la 8.a fuerza aérea se dispuso a hacerlo, acompañada de la 15.a, que volaba desde Italia, los resultados fueron excepcionales. El petróleo de que disponía Alemania descendió de 927 000 toneladas en marzo de 1944 hasta 715 000 en mayo y 472 000 en junio. El suministro que recibía la Luftwaffe bajó de las 180 000 toneladas que recibía en abril a 50 000 en junio y 10 000 en agosto. Alemania necesitaba 300 000 toneladas mensuales para continuar la guerra, y sin embargo, llegado el mes de septiembre, sus reservas habían descendido a la mitad de esta cantidad. Los espectaculares logros alcanzados por Speer a la hora de mantener la producción aeronaval no tenían sentido alguno sin carburante. Así y todo, los dirigentes aliados eran ajenos, claro está, a estos datos, si bien Ultra proporcionó indicios importantes al respecto. Pese a que las primeras incursiones efectuadas en mayo por la USAAF tuvieron un efecto limitado, el tráfico de comunicaciones interceptado daba fe de hasta qué punto habían alarmado al enemigo. Tanto había menguado, no obstante, la credibilidad de aquellos «paladines de los bombarderos», que ninguna de las figuras más eminentes de Washington o Londres quiso persuadirse de que, al cabo, los aviadores habían dado con el punto flaco vital de Hitler, algo que, sin duda, podía propiciar el final de la guerra. Mientras los ejércitos avanzaban hacia el interior de Alemania, la RAF y la USAAF rogaron al SHAEF que dejase claro a los corresponsales de prensa que la devastación que presenciaban era también fruto de los empeños de las fuerzas aéreas, y no sólo de la artillería. Con todo, el ayudante de Bradley, Chester Hansen, escribió el 7 de diciembre: «Nuestras fuerzas terrestres descartan las insolentes reivindicaciones de los aviadores, que aseguran ser los artífices de la victoria». Tan desilusionados estaban Marshall y los jefes del estado mayor estadounidenses con las promesas incumplidas de los miembros de la aviación en octubre de 1944, que estuvieron contemplando seriamente la posibilidad de dar a la USAAF orden de abandonar toda operación estratégica que no ofreciese claras perspectivas de disminuir el poderío alemán en el campo de batalla.
Los asaltos aéreos a plantas petrolíferas propiciaron triunfos espectaculares a finales de mayo y junio. Pese a quedar interrumpidos, en cierto modo, por la campaña de apoyo a la invasión estival, sirvieron para convencer a los aviadores norteamericanos de su importancia vital, y los llevó a poner todo su empeño en la destrucción de los recursos petroleros a finales de aquel verano. Cuando el otoño dio paso al invierno, las condiciones atmosféricas y la imposibilidad de volar proporcionaron al enemigo el respiro que necesitaba para mantener en movimiento a sus ejércitos. Apenas había fábrica de combustible sintético que no fuese capaz de reparar en dos o tres semanas los daños provocados por un ataque concreto. En consecuencia, se hacía esencial repetir las incursiones efectuadas contra los distintos objetivos. Cuando tal cosa no era posible, debido a factores climáticos o a la falta de disponibilidad de los aparatos, las fuerzas armadas alemanas comenzaban a recibir, de nuevo, modestos suministros de petróleo.
Los estadounidenses también prestaron gran atención a objetivos relacionados con el transporte, tal como habían recomendado con encarecimiento el general del aire sir Arthur Tedder, segundo comandante supremo del SHAEF, y sus asesores científicos. Durante los meses finales de la contienda, al fin, los aviadores norteamericanos pudieron decir que estaban desempeñando un papel fundamental en la destrucción de la Wehrmacht. Resulta extraordinario que la producción alemana no se hubiese paralizado por completo a esas alturas. Debemos tener en cuenta que, a pesar de los empeños de las fuerzas aéreas, los ejércitos de Hitler siguieron recibiendo munición en cantidades suficientes para mantenerse en combate hasta mayo de 1945. Aun así, desde finales de 1944, la pérdida de fábricas y materias primas de vital importancia a manos de los soviéticos, los daños sufridos por los enlaces ferroviarios y la extremada escasez de petróleo dificultaron inmensamente la producción armamentística de los alemanes y su uso efectivo en el campo de batalla.
La Luftwaffe, muy dañada ya por los desastrosos fracasos ocurridos en el terreno del diseño y la gestión aeronáuticos, quedó al borde de la impotencia a causa de la falta de combustible, del que ni siquiera disponía de las cantidades necesarias para adiestrar a los nuevos pilotos o efectuar vuelos operacionales.
En medio de las ruinas de Alemania y la inminente victoria aliada, a la USAAF y sus dirigentes se les reconoció mucho menos mérito del que merecían por sus triunfos. Los logros militares sólo pueden juzgarse en el contexto más amplio de una estrategia global. Y así, por ejemplo, si el Bomber Command de la RAF hubiese conseguido su propósito de hundir el acorazado Tirpitz en 1941, 1942 o incluso en 1943, habría hecho una destacada contribución a la contienda. Sin embargo, en noviembre de 1944, su destrucción no fue más que un truco circense digno de aplauso, pero irrelevante desde el punto de vista táctico. Del mismo modo, si las fuerzas aéreas aliadas hubiesen sido capaces de atacar con éxito el abastecimiento petrolero alemán en un período más temprano de la guerra, tal vez se hubiesen hecho acreedoras de no pocas loas por precipitar de forma espectacular el resultado de ésta. Sin embargo, cuando los estadounidenses identificaron el lugar por donde corrían las arterias vitales de la máquina de guerra hitleriana, los ejércitos se hallaban ya a un paso de la victoria, y reconocer la contribución de los bombarderos parecía algo superfluo.
El éxito de la USAAF podría haber tenido lugar antes, y haber sido más completo, si los británicos se hubiesen consagrado con mayor resolución a la campaña. En otoño de 1944, algunos aviadores destacados del Reino Unido, entre los que se incluían el jefe del estado mayor del aire y el director de las operaciones con bombarderos, se persuadieron de la necesidad de emplear sus fuerzas en la destrucción de plantas petrolíferas en lugar de en la devastación de ciudades alemanas. Sir Charles Portal también estaba convencido de las virtudes del «plan de ataque a los medios de transporte» propugnado por Tedder, que consistía en asaltar las redes ferroviarias, de carreteras y de suministro de agua alemanas. Con todo, ambos proyectos se asentaban sobre el mismo fundamento: la obsesiva determinación de sir Arthur Harris, comandante en jefe del Bomber Command, para completar el programa de arrasamiento de centros de población alemanes que había comenzado en marzo de 1942. En otoño de 1944, el plan británico de construcción aeronaval emprendido en 1941 había llegado, por fin, a completarse. De las cadenas de producción no dejaban de salir bombarderos pesados, y Harris se vio al mando de una fuerza dotada de un poderío sin precedentes. Sus escuadrillas podían jactarse de disponer de los dispositivos de navegación por radar, marcación y puntería más sofisticados que se conocieran. Las defensas alemanas se estaban desmoronando. El poder con que contaba Harris para sembrar el fuego y la muerte en las ciudades del enemigo alcanzó su punto culminante en el preciso momento en que los estrategas más sensatos comenzaban a comprender que había modos más útiles de emplear los recursos aéreos aliados. Sir Henry Tizard, funcionario científico de gran astucia, había reconocido ya en 1942 que, a la postre, el Bomber Command podría infligir daños catastróficos a Alemania. Con todo, también hizo constar sus dudas sobre el carácter decisivo del hecho de asolar los hogares alemanes. A finales de 1944, este escepticismo era generalizado en los círculos de poder aliados.
Cierto es que entre una incursión y otra a las poblaciones alemanas, la RAF atacó objetivos relacionados con el transporte y el suministro de petróleo. En el acalorado choque de opiniones que se dio entre el Ministerio del Aire y Harris durante el invierno de 1944, el comandante en jefe del Bomber Command supo tener a raya a sus críticos cediendo —al menos de palabra— a alguna que otra de sus exigencias. Sin embargo, jamás trató de ocultar que estaba resuelto a emplear el grueso de sus fuerzas donde él quisiese. Así, entre julio y septiembre de 1944, un 11 por 100 de las incursiones aéreas británicas tuvo por objetivo blancos relacionados con el petróleo, frente al 20 por 100 que dirigió contra ciudades. Entre octubre y diciembre, el 14 por 100 de los ataques efectuados por los bombarderos de la RAF cayó sobre instalaciones petroleras, y el 58 por 100, sobre centros de población. Las frecuentes misivas que hizo llegar el Ministerio del Aire al Bomber Command para instarle a concentrarse sobre todo en las primeras acabaron en la papelera de Harris. Éste, a su vez, escribió, el 1 de noviembre de 1944, una carta a Portal en la que se lamentaba de cuán solicitadas estaban sus fuerzas y hacía hincapié en la importancia de persistir en los ataques a núcleos urbanos. El escrito rezaba:
Durante los dieciocho últimos meses, el Bomber Command ha destruido casi por completo cuarenta y cinco de las sesenta ciudades más importantes de Alemania. A pesar de las distracciones que ha traído consigo la invasión, hemos conseguido, hasta el momento, mantener, cuando no superar, la media de 2,5 ciudades devastadas al mes… Ya apenas quedan centros de población industriales intactos. ¿Vamos a abandonar esta descomunal tarea, que los propios alemanes calificaron hace tiempo como su peor quebradero de cabeza, cuando estamos a punto de culminarla?
Según seguía diciendo Harris, todo lo que necesitaba para llevarla a término era destruir Magdeburgo, Halle, Leipzig, Dresde, Chemnitz, Núremberg, Múnich, Coblenza y Karlsruhe, así como algunas áreas aún sin dañar de Berlín y Hannover. Sir Arthur jamás flaqueó en su oposición a los ataques a objetivos relacionados con el petróleo y el transporte —y en realidad, a todo lo que no tuviese que ver con la destrucción de ciudades alemanas—. De hecho, no dudó en mofarse de quienes defendían tan insulsas estrategias, y así, el 25 de octubre de 1944 escribió a Portal: «Durante las últimas semanas, han vuelto a asomar la cabeza muchos de los vendedores de panaceas y listillos a los que creíamos haber parado los pies de forma definitiva en el pasado».
El destinatario de aquella carta respondió con fecha del 5 de noviembre: «Debo decirle, aún a riesgo de que me considere otro “vendedor de panaceas” más, que estoy convencido de que la ofensiva aérea contra centros petroleros constituye, con diferencia, la mayor esperanza con que contamos de alcanzar la victoria durante los próximos meses». El 12 de aquel mes, el jefe del estado mayor del aire volvió a la carga, y rechazó el argumento con que Harris había defendido la devastación de las urbes alemanas: «Me consta que, desde hace mucho, considera usted que semejante plan es el modo más efectivo de propiciar la caída de Alemania… Si lo supiese tan resuelto a atacar las instalaciones petroleras como se ha mostrado hasta ahora en relación con el asalto a las ciudades, no tendría demasiados motivos de preocupación».
En noviembre, el 24,6 por 100 de las salidas efectuadas por el Bomber Command tenía por objeto plantas petroleras, sobre las que se dejó caer una cantidad de bombas mucho mayor que las lanzadas por la 8.a fuerza aérea de la USAAF. Portal volvió a dirigirse a Harris el 8 de enero de 1945, a fin de instarle a efectuar esfuerzos aún mayores. Sin ninguna clase de ambages, señaló que, de no haber sido por el éxito logrado por los estadounidenses a la hora de crear una «situación favorable para las fuerzas aéreas», los ataques del Bomber Command sobre ciudades habrían dejado de ser sostenibles con toda probabilidad. De hecho, no deja de ser digno de mención que el dirigente de la RAF estuviese reconociendo que el triunfo de la estrategia aérea norteamericana era lo único que había salvado a la británica de un humillante fracaso. De cualquier modo, lo cierto es que ninguno de estos argumentos hizo nada por que este hombre de pasiones elementales cambiase de opinión. Tras la guerra, Churchill observó que el comandante en jefe del Bomber Command era un militar «de considerable valía», aunque, según añadió, «adolecía de cierta tosquedad». Harris comunicó a Portal, con aire desafiante, que no dudaría en dimitir si el estado mayor del aire había perdido la confianza que tenía depositada en su modo de dirigir la ofensiva de los bombarderos.
Ante tamaña obstinación, Portal acabó por darse por vencido. Y así, el 20 de enero de 1945, escribió a Harris: «Acepto, de buena gana, su promesa de continuar haciendo cuanto esté en sus manos por garantizar que se ejecute con éxito la estrategia impuesta. Siento mucho que no crea en ella, aunque entiendo que no tiene sentido anhelar lo que, a todas luces, es inalcanzable. Habremos de esperar a que acabe la guerra para saber con total seguridad quién estaba en lo cierto». Sin duda, ésta debió de ser la carta más apocada que pudo remitir el jefe de la RAF a uno de sus subordinados. Sin embargo, la propaganda había situado a Harris, el Bombardero, entre los más célebres hombres de guerra de que disponía el Reino Unido. A esas alturas, nadie albergaba la menor duda de que la contienda acabaría en cuestión de meses, y Portal no se veía con ánimo de soportar la colosal trifulca que llevaría aparejada la destitución de Harris. Aunque Churchill llevaba tiempo sin mostrar demasiado interés por la ofensiva aérea, lo cierto es que siempre había profesado un gran respeto por las dotes de mando del segundo en discordia, y resultaba más que improbable que el primer ministro acogiese de buen grado el relevo del comandante en jefe del Bomber Command estando la victoria a la vuelta de la esquina, por más dispuesto a aceptarlo que pudiera estar. Harris debió haber sido degradado durante el invierno de 1944, cuando se negó a acatar la política aprobada por los jefes del estado mayor conjunto y quebrantó la subordinación debida a Portal. En contra de lo que suele pensarse, no fue Harris quien inventó el bombardeo de área: éste ya estaba implantado antes de que él asumiera el mando de sus fuerzas. Con todo, puso en práctica la estrategia con tanto entusiasmo, que su nombre se identificará, siempre, con la destrucción de las ciudades alemanas llevada a cabo durante la Segunda Guerra Mundial.
Cuando la contienda tocaba a su fin, la USAAF centró sus ataques en el petróleo y los transportes. «No deberíamos permitir que la historia de esta guerra, nos presente como culpables de hacer al hombre de la calle, blanco de nuestros bombardeos estratégicos», declaró el general Ira Eaker, jefe de la 8.a fuerza aérea, en enero de 1945. Con todo, observaciones morales tan fervientes como ésta no habrían impresionado a los alemanes que sufrieron los asaltos de esta unidad. Cierto es que entre los objetivos fijados por los estadounidenses abundaban los empalmes ferroviarios, los puentes y otras construcciones semejantes, más que los centros de las ciudades. Sin embargo, dada la escasa precisión con que apuntaban a menudo los aparatos, muchos de los proyectiles lanzados por sus escuadrillas cayeron en zonas residenciales más que en obras de infraestructura. Cuando el cielo estaba nublado y hacía imprescindible el bombardeo por radar —cosa que sucedía con mucha frecuencia—, la destrucción que causaban sus aeronaves tenía un carácter tan generalizado como la que propiciaban los bombardeos de área de la RAF. Los británicos consideraron conveniente negar en público la existencia de cuestión moral alguna en lo tocante a los ataques a los centros de población alemanes. Los estadounidenses, en cambio, sí hablaron de moral, aunque también provocaron la muerte de numerosos habitantes civiles. No hay indicios que hagan pensar que para el pueblo alemán —de entonces o de ahora— existiese una distinción real entre los tormentos que les infligió cada una de las dos fuerzas aéreas. A los adalides del aire se les permitió, hasta extremos extraordinarios —más aún durante los últimos meses de la contienda—, seguir la política que estimasen más conveniente. Por lo que a Estados Unidos se refiere, al decir del historiador Michael Sherry, «después de septiembre de 1944, nadie ajeno a las fuerzas aéreas examinó con detención los métodos de bombardeo. En gran medida, eran [el general Hap] Arnold y sus subordinados quienes decidían si los objetivos que habían de derribar eran fábricas, campos de minas submarinas o ciudades… A los dirigentes y técnicos de la aviación estadounidense los movía el fanatismo tecnológico».
Merece la pena establecer el marco en el que tuvo lugar la última fase de la ofensiva aérea, por cuanto resultó ser, con diferencia, la más destructiva. Entre septiembre de 1944 y abril de 1945, los aliados occidentales dejaron caer más de ochocientas mil toneladas de bombas sobre Alemania, lo que supone un 60 por 100 del total lanzado entre 1939 y 1945. La producción industrial alemana alcanzó su punto máximo en septiembre de 1944, fecha en la que comenzó a disminuir de forma implacable a medida que se perdían las fábricas y fuentes de materias primas ubicadas en los territorios ocupados. En enero de 1945, Speer se tuvo que armar de valor para informar a Hitler de que la economía de su imperio estaba condenada a desplomarse en cuestión de semanas. Desde el punto de vista aliado, no cabe imaginar mejor razón para mantener los ataques aéreos a instalaciones petrolíferas y nudos de comunicación: habría sido impensable hacer que se retirasen el Bomber Command británico y las fuerzas aéreas 8.a y 15.a norteamericanas mientras los alemanes seguían rechazando con furia los embates aliados en el campo de batalla. Con todo, se hace difícil concebir un motivo estratégico que justificase —o pudiese hacerlo de forma racional— seguir destruyendo ciudades. Y sin embargo, fue precisamente esto lo que hicieron los aviadores, y en una escala mucho mayor que en fechas anteriores. En agosto de 1943, que fue el mes más activo de aquel año, el Bomber Command lanzó 20 149 toneladas de bombas sobre Alemania, y la 8.a fuerza aérea, 3999. En octubre de 1944, las cifras respectivas fueron de 61 204 y 38 961; en febrero de 1945, de 45 889 y 46 088, y en marzo, de 67 647 y 65 962. En total, durante los cuatro primeros meses de 1945, los británicos dejaron caer 181 740 toneladas, y la 8.a fuerza aérea estadounidense, 188 573. En cambio, las toneladas lanzadas por el Reino Unido durante todo el año de 1943 habían sido sólo 157 367. Datos como éstos no hacen sino subrayar la destrucción infligida a las ciudades alemanas en un período de la guerra en el que la demolición de viviendas civiles había dejado de tener importancia alguna para nadie, a excepción, claro está, de los desventurados alemanes que vivían bajo su techo.
George Bell, obispo de Chichester y uno de los más eminentes críticos civiles del bombardeo de área, había hecho público el siguiente escrito reprobatorio en febrero de 1944:
Desearía poner en tela de juicio la política del gobierno consistente en bombardear las ciudades del enemigo a una escala como la presente, y en especial por lo que respecta a ciudadanos que no pertenecen al grupo de los combatientes… Reviste una importancia suprema el que, en cuanto liberadores de Europa, hagamos uso de poderes que se encuentren, siempre, bajo el control de la ley. La cuestión del bombardeo ilimitado que plantea el hostigamiento al que estamos sometiendo a las ciudades del enemigo (el llamado «bombardeo de área») está llamada a conceder una importancia tremenda a la política y las acciones del gobierno de su majestad.
Dice mucho del modo como se supo mantener el orden democrático en el Reino Unido el que pudiese hacerse, y debatirse en público, una declaración como ésta en medio de una guerra mundial, aun cuando lo cierto es que, tras años de sufrimiento a manos de la Luftwaffe, pocos de quienes componían el público del obispo estaban dispuestos a prestarle la menor atención en este sentido.
Los más creían que el pueblo alemán merecía la suerte que estaba corriendo. Con todo, cabe discutir si se hizo un buen empleo de la aviación aliada castigando tan a destiempo a Alemania en lugar de provocar daños estratégicos a todo aquello que le permitía prolongar el conflicto bélico. En la ofensiva de los bombarderos pueden distinguirse cuatro fases: durante 1940 y 1942, infligió daños insignificantes a los alemanes, si bien representó el heroico empeño del desafío británico; en 1943, su intensificación se vio mitigada por una mayor producción industrial, aunque obligó a los nazis a abordar en serio la defensa del Reich; desde la primavera de 1944 en adelante, alcanzó una madurez terrible: mermó de forma creciente la capacidad industrial de Alemania e hizo que la Luftwaffe hincara la rodilla. Richard Overy, entre otros, ha subrayado con justicia la importancia que cobraron los bombardeos al obligar a Hitler a dedicar recursos colosales —de entre los que destacan diez millares aproximados de sus excelentes cañones de 88 mm— a defender el Reich en lugar de emplearlos en los frentes de combate, para mal de los ejércitos de tierra aliados. Cabe destacar, por otra parte, que esta detracción de armamento destinado al campo de batalla podría haber sido aún mayor si el Führer no hubiese profesado a la destrucción causada por los bombardeos la indiferencia —y aún satisfacción— de que dio muestras en afirmaciones como ésta: «De hecho, nos favorece, ya que está dando lugar a la existencia de un grupo de gente que no tiene ya nada que perder y que, por lo tanto, luchará hasta el final con total fanatismo».
Hasta 1945, no parece muy difícil justificar, tanto en lo militar como en lo ético, por conveniencia y por necesidad, la ofensiva de los bombarderos. No hay guerra en la que los combatientes no tengan que pagar un precio moral por las acciones militares y aceptar, por ende, decisiones dolorosas. A Churchill lo atormentó, antes del Día D, la inevitable muerte de miles de franceses civiles que entrañaría el bombardeo de los enlaces ferroviarios del país. A regañadientes, sin embargo, acabó por admitir que el bien mayor —es decir, el éxito de la invasión— era lo que había de predominar a la postre. En cambio, no fueron muchos los británicos o estadounidenses que se preocuparon demasiado por la suerte del pueblo alemán durante los años que duró la guerra. Y cabe preguntarse por qué tendrían que haberlo hecho, habida cuenta del dolor indecible que había provocado Alemania al mundo.
No obstante, durante los primeros meses de 1945 volvieron a cobrar relevancia los comentarios que había hecho el obispo Bell un año antes. En efecto, en esta última fase del conflicto, el coste moral de acabar con la vida de un número sin precedentes de ciudadanos alemanes excedía cualquier ventaja estratégica posible. La destrucción indiscriminada de algunas de sus urbes —de entre las que hay que destacar el caso de Dresde— pudo haberse evitado, aún sin abandonar los ataques lanzados contra sus instalaciones ferroviarias. Por paradójico que pueda parecer, y a pesar de que los mandos de la USAAF nunca llegasen a reconocerlo, los aviones de Spaatz participaron en numerosos bombardeos de área durante las últimas semanas, una vez que se quedaron sin objetivos de precisión identificables. La actuación de las fuerzas aéreas estratégicas fue, en este período, una verdadera confusión de carácter homicida y escasa utilidad. «Sentí que volvía a darse una gran falta de conexión entre nuestros empeños —escribió Tedder, subordinado inmediato de Eisenhower—. Estábamos atacando de un modo más o menos simultáneo instalaciones petroleras, ciudades, almacenes, áreas de clasificación de ferrocarriles, canales y fábricas. En este sentido, me era imposible percibir un uso coherente o económico de nuestras abrumadoras fuerzas aéreas». Churchill o Portal debieron haber puesto freno al maníaco asalto de Harris a las ciudades alemanas que quedaban en pie; pero lo cierto es que ninguno lo hizo: el primer ministro, porque tenía otras preocupaciones, y Portal, porque carecía del brío indispensable de los grandes caudillos militares.
La ofensiva estratégica de la USAAF obtuvo un éxito formidable, al propiciar la primacía aliada en los cielos de Europa y paralizar la producción petrolera de Alemania y sus nudos de comunicaciones. Por el contrario, la etapa final del bombardeo de área contra sus poblaciones apenas contribuyó a derrotar a los nazis, y tiñó la victoria aliada de cierto recelo moral que nunca ha llegado a disiparse del todo. Es imposible participar en una guerra y mantener, en todo momento, una actitud completamente humana. En casi todos los aspectos, los aliados occidentales dieron admirables muestras de caridad durante la guerra total que libraron contra un enemigo desprovisto de sentimientos civilizados. Las incursiones aéreas, sin embargo, supusieron una excepción a esta actitud. En efecto, estuvieron reñidas con el espíritu que guió el empeño bélico de estadounidenses y británicos. La distancia física existente en los bombardeos hacía tolerable, a ojos de los dirigentes políticos y militares occidentales —y también, claro está, de los pilotos—, acciones que unos y otros habrían considerado repugnantes e incluso, tal vez, insoportables de haber podido ver de cerca las consecuencias. No fueron pocas las veces que se encontraron los soldados de Eisenhower matando a habitantes civiles de los pueblos y ciudades que fueron conquistando a lo largo de las diversas batallas de su avance hacia Alemania; pero, sin lugar a dudas, les habría repugnado la idea de acabar de forma sistemática con la vida de los ciudadanos con cañones, morteros o ametralladoras. Sin embargo, fue precisamente eso lo que hicieron las fuerzas aéreas aliadas, al amparo de la curiosa absolución moral que brindaban la separación de varios cientos de metros de espacio aéreo y la excusa de que resultaba imposible abatir objetivos de relevancia militar con misiles lanzados desde el aire sin infligir lo que hoy se conoce como «daños colaterales».
Deberíamos reconocer, sea como fuere, que resulta mucho más fácil formular juicios así en medio de la tranquilidad relativa del siglo XXI que en 1945, cuando la nación de Hitler seguía haciendo cuanto estaba en su poder por matar tanto a estadounidenses y británicos como a millones de prisioneros nazis. En nuestros días, no faltan alemanes que tachen el bombardeo de sus ciudades de crimen de guerra. Sin embargo, la expresión parece pecar de poco cauta: es posible deplorar los excesos de Harris sin recurrir a un lenguaje tan emotivo. Pese a todas las locuras y los sangrientos errores de juicio cometidos en su nombre, la ofensiva aérea estratégica no dejó de ser una operación militar concebida para acelerar el desplome de la capacidad con que contaba Alemania para hacer la guerra. De hecho, se detuvo en el preciso instante en que el pueblo de Hitler dejó de combatir. Por el contrario, la mayor parte de las matanzas perpetradas por los alemanes se llevó a cabo contra gentes indefensas que carecían de la menor posibilidad de causar perjuicio alguno al imperio hitleriano, y que fueron asesinadas por motivos ideológicos, sin propósito militar alguno.
2. «LIBS», «LANCS» Y «FORTS»
Los hombres que protagonizaron las incursiones llevadas a cabo por los bombarderos aliados nunca se consideraron perseguidores de mujeres y niños inocentes. Eran jóvenes, y estaban demasiado preocupados por su propia vulnerabilidad ante la muerte para albergar compasión alguna en relación con los pesares del enemigo. La tasa de víctimas entre las dotaciones de los aeroplanos estadounidenses y británicos era casi tan espantosa como la que sufrían quienes estaban adscritos al servicio de uno de los submarinos de Hitler. Para un aviador aliado, los cielos europeos constituían un entorno aterrador. Los cañones antiaéreos, los cazas, las condiciones climáticas azarosas, las colisiones y los fallos mecánicos situaron la experiencia de bombardear Alemania entre las más angustiosas misiones de la guerra. Los que pilotaban los aparatos jamás fueron testigos de las consecuencias humanas derivadas de sus acciones: sólo sabían que estaban luchando, con gran riesgo personal, por desbaratar el poderío industrial y militar del imperio hitleriano.
Entre los miembros de la aviación, las opiniones estaban divididas con respecto a si era preferible volar en una formación de la 8.a o la 15.a fuerzas aéreas de la USAAF o vivir la soledad en que combatían las dotaciones que llevaban a término los ataques nocturnos del Bomber Command de la RAF. Para algunos, luchar a plena luz del día, viendo a los camaradas morir a muy poca distancia, constituía una experiencia pavorosa. Los norteamericanos alojados en Inglaterra sentían estar muy lejos de sus hogares. Alojados en los barracones de sombrías pistas de aterrizaje de Norfolk o Suffolk, tenían que levantarse para recibir un breve informe oral de la situación alrededor de las 4.00, que era, más o menos, la hora en que se iban a dormir los de la RAF. Una vez en el exterior, en el lugar en que se encontraban, dispersos, los bombarderos, esperaban a ver arquearse en el cielo la bengala verde que les indicaba el momento en que debían encender los motores. Entonces, en una larga procesión, Four of a Kind, Little Audrey, Piccadilly Commando, Miss Carriage, Liberty Belle y el resto de aeronaves de nombre exótico que conformaban aquella hermandad plateada comenzaban a virar para acceder de la pista de circunvalación a la principal. Uno a uno, los Flying Fortress (o «Forts») y los Liberator («Libs») levantaban pesadamente el vuelo para ocupar el lugar que tenían asignado en las rígidas formaciones que exigía la doctrina táctica estadounidense. La posición menos popular era la del que volaba a la cola (tail end charlie), en el conocido como «rincón de las condecoraciones póstumas» (Purple Heart corner), por ser la primera que atacaban los cazas alemanes. Las dotaciones encendían el oxígeno a dos mil quinientos metros, y por lo general, se hallaban cerca de la costa del enemigo a las 10.00. Los ametralladores centrales retiraban sus escotillas, haciendo entrar así en el fuselaje una ráfaga de aire gélido que dejaba ateridos a todos los de la dotación, incluso a pesar de los trajes térmicos. El cabo primero John Romine escribió sobre la especial soledad del ametrallador de cola: «Los escasos palmos que nos separaban de los ametralladores centrales parecían mil kilómetros». Antes de entrar en el espacio aéreo alemán, las dotaciones probaban sus trece armas y se disponían a salvar la considerable distancia que los separaba de su objetivo.
Para hacer bien su trabajo, los aviadores necesitaban realizar un intenso esfuerzo de concentración durante un número de horas que variaba entre seis y diez. «Los días de sol, aún con gafas oscuras acabábamos rendidos de mirar con los ojos entrecerrados», escribió Carl Fyler, ciudadano de Kansas que manejaba aviones B-17 de la base de Molesworth, en el condado de Cambridgeshire. Cuando el cielo nublado hacía necesario depender de los instrumentos, nadie podía escapar al temor de colisión. Durante los últimos estadios de la contienda, la Luftwaffe apenas interfería en las operaciones, ni siquiera cuando se unió a la batalla el puñado de reactores Me-262 de Goering. Había ocasiones en las que los cazas alemanes se veían superados en número a razón de cuarenta contra uno. «Cada vez que cierro la cubierta de la cabina antes de despegar —escribió en tono pesimista uno de sus pilotos—, tengo la sensación de estar sellando la tapa de mi propio ataúd». Sin embargo, tampoco faltaban los días en que los Flying Fortress y los Liberator entablaban prolongadas batallas contra aviones Focke-Wulf y Messerschmitt a lo largo de cientos de kilómetros de cielo alemán. Las baterías antiaéreas constituyeron un peligro mortal hasta los últimos días de la guerra, y lo único que podía proteger de sus fuegos a los aeroplanos era la fortuna. Los aparatos estadounidenses gozaban de una construcción más sólida que los británicos, que dependían, en mayor medida, de la oscuridad para protegerse. El blindaje pesado de los de la USAAF los obligaba a transportar bombas más pequeñas que las que empleaban los Lancaster («Lancs») y los Halifax de la RAF, aunque les permitía hacer frente a mayores amenazas.
Y así, no era infrecuente que, después de que una aeronave norteamericana recibiese daños irreparables, sobreviviera parte de la dotación. A un artillero de la escuadrilla de Carl Fyler lo alcanzaron trozos de metralla que le arrancaron el brazo izquierdo y le provocaron heridas internas mortales. Aquel desdichado se arrastró en dirección a la parte delantera hasta las ametralladoras centrales, cuyos servidores tenían fracturados los brazos. Acto seguido, les abrochó los paracaídas y los ayudó a saltar del avión derribado antes de caer en picado con el aparato. Después de aquello, lo propusieron para una condecoración póstuma por haber dado muestras del coraje y la abnegación que con tanto ahínco se exigía a las dotaciones de los bombarderos.
La de volar en formación era una disciplina agotadora, que exigía la firme entrega de cada uno de los pilotos, y sobre todo, del de la aeronave que encabezaba la unidad. Mientras regresaba de bombardear una serie de refinerías de petróleo rumanas el 13 de septiembre de 1944, la escuadrilla de Arthur M. Miller fue presa del pavor cuando se dio cuenta de que estaba volando en dirección a la falda de una montaña. Los aviones que la componían remontaron de forma abrupta, tras lo cual sus aparatos de radio se saturaron con una andanada de insultos dirigida a su cabecilla.
—¡Puto cabrón! —gritó uno de ellos—. ¿Qué? ¿Querías matarnos a todos con semejante gilipollez?
Tras un embarazoso silencio, el coronel al mando de la formación dijo:
—Aquí Red Leader. Que el avión que ha hecho ese comentario se identifique de inmediato.
A esto siguió otro incómodo silencio, hasta que, al fin, se oyó una risita por lo bajo, interrumpida por una aprensiva efusión de rabia procedente de otro aparato:
—Red Leader, ¿por qué no vas a sentarte en un rincón y te sacas brillo a las pelotas, si es que tienes?
—¡Maldito hijo de puta comemierdas! ¡Un poco más, y nos vemos de Juicio Final!
—Si hubieses estado hoy con las tropas de a pie y llevaras el uniforme bien puesto, no estarías haciendo acrobacias entre las montañas, mamonazo soplapollas.
Finalmente, aterrizaron en Italia para repostar. A Miller lo sorprendió ver que sólo cinco aviones lanzaban bengalas para indicar que habían sufrido bajas —menos de lo que esperaba, después de haberse topado con una batería antiaérea de gran precisión cuando sobrevolaban el objetivo—. Mientras rodaban por la pista, todos quedaron maravillados cuando oyeron la voz del comandante segundo decir: «He de pedirles disculpas: he estado a punto de matar a toda la escuadrilla. No debería relajarme hasta haber tomado tierra. Lo siento».
El cabo primero Delbert Lambson, modesto granjero de diecinueve años proveniente de Nuevo México adscrito al servicio de una ametralladora, era un hombre profundamente religioso, casado con una muchacha de diecisiete años, y tenía un hijo lactante. En cierta ocasión, golpeó a un hombre que dijo en el comedor que no había mujer en el mundo en quien pudiera confiarse. Sentía lástima por quienes no podían soportar aquel trabajo, incluido el servidor de la ametralladora ventral, de su avión: «Nunca le sentó bien la vida de soldado, y en particular la del campo de batalla. Antes de cada misión, aun en las frías mañanas de invierno, siempre tenía la cara empapada en sudor. Me caía bien, porque era un tipo sencillo, sincero y no demasiado exigente. Parecía estar a gusto cuando estábamos juntos, y aquello hacía que me sintiera muy cómodo». Durante una de las incursiones, Lambson se encontró ocupando el puesto de un ametrallador al que habían considerado poco apto, en lo psicológico, para volar.
Mientras sobrevolaba Ratisbona con el 390.o grupo de bombardeo, su avión fue víctima de un impacto serio cuando un proyectil de cañón de 20 mm fue a estrellarse contra la torreta de Lambson. «Lenguas de fuego me recorrieron el cerebro. Enseguida me llevé las manos a la cara, y vi la sangre correr por mis dedos hasta llegarme al pecho. No sentía la pierna izquierda, y me dolía el hombro correspondiente como si me hubiesen clavado un hierro al rojo vivo. Tenía la parte izquierda del traje acolchado de vuelo hecha jirones y empapada en la sangre de mis heridas». Cuando logró salir de su reducto, descubrió, alarmado, que el resto de la tripulación ya había saltado sin él; así que no dudó en seguirlos. Abrió el paracaídas cuando se encontraba a mil quinientos metros de altitud, aterrorizado por la idea de desangrarse antes de llegar al suelo. Perdió el conocimiento, y cuando volvió en sí, se encontró rodeado de un círculo de soldados alemanes que lo miraban con cara de pocos amigos. Había perdido un ojo, y permaneció comatoso durante una semana. Mientras estaba en el aire, Lambson no se había parado a pensar demasiado acerca de la naturaleza de la labor que estaban llevando a cabo él y sus camaradas. Sin embargo, en el hospital conoció a Marie, una enfermera alemana que lo cuidó con maravillosa solicitud antes de aprovechar un permiso para viajar a Berlín con la intención de visitar a su madre. El estadounidense no pudo menos de horrorizarse cuando supo que había muerto cuando el tren que la llevaba fue víctima de una incursión de bombarderos aliados.
En tanto que los bombarderos pesados atacaban Alemania procedentes de los campos de aviación ingleses, los de tamaño medio efectuaban sus misiones desde pistas de aterrizaje francesas que carecían por completo, de las comodidades de que gozaban las dotaciones de cazas y bombarderos apostadas en las bases del Reino Unido. Las pistas consistían en tablones perforados dispuestos sobre extensiones de hierba, y el alojamiento que ofrecían no era mucho menos frío ni sucio que los espacios de los que disponía la retaguardia de las tropas de tierra. Con todo, al teniente Robert Burger, piloto de B-26 acuartelado en una base cercana a Cambray, el trabajo que hubo de llevar a cabo durante los últimos meses de la guerra le resultó casi rutinario. «A veces salgo a una misión preguntándome qué tendremos ese día para comer». El comandante Jack Frey afirma: «Cada vez que oía a alguno de mis subordinados quejarse de la comida o las condiciones de vida, les recordaba que estaban mucho mejor que la mayoría de los muchachos que había repartidos por todo el mundo. Tenían lugares a los que ir y cosas que hacer. Aquello no era como estar en casa, claro; pero tampoco como vivir en África, dormir en tiendas de campaña en Italia o combatir en el sur del Pacífico. ¡Qué demonio! Todos teníamos muchísimo que agradecer». Con todo, la vida en las tiendas montadas al lado de las pistas de aterrizaje galas no dejaba de ser gris y fría. Robert Burger no pudo evitar sentir una punzada de envidia al aterrizar, un día, en una base para bombarderos situada cerca de Bruselas y encontrar a los aviadores sentados a la mesa, «en sillas blandas, con jarras de limonada dispuestas sobre manteles y atendidos por muchachas belgas. Los pilotos pidieron un cóctel en la cantina contigua mientras un cuarteto de cuerda tocaba música ligera. Aquello era increíble; ¡un paraíso!».
La mayoría de las operaciones de corto alcance que llevaron a cabo los bombarderos medianos se debió a peticiones de los adalides del ejército de tierra. Un día tras otro, las tripulaciones de los aparatos se mantenían a la espera de las órdenes que tuviesen a bien darles los generales. «Hermoso día, aunque sigue sin haber nada para nosotros. Toda la tarde jugando al herrón. Por la noche, sesión de cháchara alrededor del fuego», escribió en su diario Marvin Schulze, capitán perteneciente al 397.o grupo de bombardeo, uno de los típicos días de otoño de 1944. A medida que empeoraban las condiciones atmosféricas, se multiplicaban las jornadas en las que era imposible volar. «Nos retiramos temprano. Tremenda bronca alcohólica hasta la madrugada. Al comandante Hamilton le partieron dos costillas… Nublado todo el día. Tres horas serrando leña. Después de pelar patatas, me las he hecho fritas. Hoy hace más de una semana que no recibo correo… Bonita incursión la de esta mañana. Objetivo: un viaducto en Prayen (Alemania); sin baterías antiaéreas ni cazas. He volado el cuarto». Sin embargo, había días en los que sí intervenía el enemigo, y en ocasiones lo hacía con gran fiereza, tal como ocurrió el 23 de noviembre: «dos aparatos menos antes de llegar al objetivo… otros dos derribados por cazas. Toda la escuadrilla del capitán Stephenson al garete, menos el teniente Neu, que hizo aterrizar el aeroplano más agujereado que he visto en mi vida. Esta noche estamos todos afligidos». El grupo de B-26 de Schulze perdió a cincuenta y un integrantes en dos días. La abrumadora predominancia de los aliados en el panorama general de la guerra hace que, a menudo, pase inadvertida la realidad de los días aciagos que mantenían vivo el miedo entre los combatientes.
Por norma general, hablamos de «hombres» cuando nos referimos a los soldados que participan en una guerra. Sin embargo, lo cierto es que, con independencia de su edad, el grueso de quienes lucharon en el campo de batalla actuaba, pensaba y hablaba como hacen los niños: de un modo eufórico y emotivo, despreocupado e ingenuo. Así rezaba una de las cartas que envió a los suyos Harry Conley, piloto del 95.o grupo de bombardeo:
Querida mamá:
Ninguna de las batallas aéreas que se fabrican en Hollywood puede dar una idea de lo que se ve y se siente durante una de verdad. Por lo general, ninguna suele durar más de media hora, y sin embargo, en tan corto espació de tiempo se condensan las emociones de toda una vida. Se trata de una sensación curiosa: cuando estoy sentado, haciendo volar mi aeroplano, puedo oír y sentir los disparos de todas las ametralladoras de mis muchachos. Los únicos aviones enemigos que me es dado ver son los que vienen de frente o por el costado, además de las piezas de artillería aérea situadas delante o a los lados. Uno está allí sentado, con bastante calma, y observa los proyectiles explotar a su alrededor como bocanadas de humo negro… igual que en una película. Entonces, un par de horas después de haber regresado a la base, uno empieza a tomar conciencia de lo sucedido, y es en ese momento cuando se asusta de verdad. Los alemanes son excelentes pilotos, y no hay duda de que tienen arrestos.
El 4 de noviembre de 1944, los integrantes de la 408.a escuadrilla de las reales fuerzas aéreas canadienses se disponía a volar desde la población de Linton-on-Ouse (Yorkshire) para llevar a cabo una de las gloriosas incursiones nocturnas emprendidas por el Bomber Command contra las ciudades alemanas. En concreto, había de atacar Bochum con 384 Halifax, 336 Lancaster y 29 Mosquito. Tenía previsto despegar a las 16.00, pero, para frustración de sus tripulaciones, el mal tiempo obligó a posponer la salida en varias ocasiones. La dotación de David Sokoloff se encontraba especialmente tensa, dado que aquél iba a ser el decimotercer viaje de su período de servicio. «Tuvimos que quedarnos allí, al lado del Halifax F-Freddie, ociosos, haciendo comprobaciones y más comprobaciones por hacer algo, empalmando un pitillo con otro en la húmeda penumbra de las noches invernales de Inglaterra», escribió el bombardero de diecinueve años Alan Stables, procedente de Columbia Británica. Dave Hardy, ametrallador de cola de Saskatoon, se sentía nervioso y melancólico. Por su parte, Jon Sargent, el navegador, contable paisano de Stables, se preguntaba: «¿Por qué diablos no cancelan esos cabrones la operación con este tiempo?». Su moral, ya mermada, quedó por los suelos tras la amable visita del capellán católico de la base.
Los aviones pudieron, por fin, despegar a las 19.30, con catorce toneladas de combustible y bombas, para ponerse enseguida a seguir los pasos habituales: «Cerrar válvula reguladora… ajustar motor derecho externo… tren de aterrizaje retraído… sincronizar motores… ajustar aletas de compensación… abrir válvula reguladora …». Sok, el piloto, era un londinense de veinticuatro años que estaba estudiando arquitectura en Yale cuando, en 1939, se dirigió a Montreal para alistarse, lo que explica que en aquellos momentos estuviese al frente de una dotación canadiense. Se sintió consternado al ver que el aparato no lograba alcanzar la elevación que necesitaba para funcionar con propiedad, un problema que no era infrecuente en el caso de los Halifax, cuya altura máxima se hallaba seiscientos metros por debajo de la de los Lancaster. En consecuencia, ordenó a Stables que se deshiciera de parte de las bombas que transportaban, una práctica que hacía montar en cólera a los altos mandos del Bomber Command, aunque no por ello era menos usual en algunas escuadrillas.
El F-Freddie ganó así trescientos metros, si bien seguía a mil quinientos de la altitud designada y a noventa minutos del objetivo. Entonces, Hardy, gritó desde la torreta de cola: «¡Caza a la izquierda!», tras lo cual efectuaron una enérgica acción evasiva describiendo una espiral. Cuando reanudaron el viaje, el artillero dijo haber visto un Ju-88 que, según afirmó, había desaparecido. Alguien preguntó por el intercomunicador, con voz burlona y pretendidamente nerviosa: «¿Cuántos motores tenía?», y Sok terció con un escueto: «Basta de cháchara». Entonces avistaron cerca de ellos otro aeroplano que se incendió y cayó a tierra. Luego, subió hacia el F-Freddie un proyectil trazador que fue a estrellarse contra una ala. Stables, que se hallaba en el morro del aparato, cerró los ojos y se puso a rezar. El ingeniero anunció con un alarido: «¡Motor izquierdo en llamas! Olvídalo: vámonos de aquí echando leches». Sok respondió flemático: «Listo motor izquierdo interno. Abrid los extintores. Dick, prepáralo todo para que abandonemos el avión. Compuertas de descarga abiertas. Bombardero, lanza tus bombas». Los extintores rociaron de dióxido de carbono los motores, pero no acabaron con las llamas. Los miembros de la tripulación abandonaron sus puestos y se dirigieron a las escotillas. Sok hizo que el aparato bajase en picado, a fin de apagar el fuego. Se trataba de una maniobra arriesgada en extremo, que a veces funcionaba y otras hacía que se avivasen las llamas y que el ala se desprendiese de la aeronave. Los siete tripulantes del F-Freddie tuvieron mucha suerte: a mil doscientos metros de altitud, se encontraron con que el fuego se había extinguido.
Todos volvieron a sus puestos, excepto Harris, el artillero de cola, cuya torreta estaba vacía. Había saltado (sabia decisión, ya que, como todos sabían, era difícil que quien ocupaba tal posición lograse escapar de un avión abatido). Pusieron rumbo a la base, sin mapas ni diario de vuelo, pues éstos habían sido víctima de la violenta corriente de aire que había invadido el fuselaje al quedar las compuertas abiertas. El panel de fusibles principal había quedado destruido por causa del fuego alemán, y los indicadores de combustible y el radar habían volado. Aún tuvieron otro sobresalto cuando uno de los ametralladores informó de la presencia de dos cazas, y Sokoloff volvió a hacer otro tirabuzón.
A finales de 1944, las dotaciones de los bombarderos contaban con una circunstancia que ampliaba en gran medida sus posibilidades de sobrevivir: si su aeronave había sido víctima de serios destrozos, ya no tenía que atravesar el mar del Norte para llegar a su base aérea —un trayecto en el que muchos habían perdido la vida en períodos anteriores de la contienda—. Así, el F-Freddie pudo efectuar un aterrizaje forzoso en la pista iluminada con balizas de Bruselas, sin alerones ni frenos, saltando con tanta violencia que el tren de aterrizaje acabó por venirse abajo. En consecuencia, el aparato se arrastró sobre su vientre hasta más allá del final de la pista, y al arremeter contra una zanja, hizo saltar grandes cantidades de tierra al fuselaje a través del morro destrozado. Finalmente, se detuvo a poco más de sesenta metros de un grupo de casas. Los tripulantes salieron del interior como poseídos antes de que el aparato se incendiase, aunque, por fortuna, no llegó a estallar. Contaron un centenar de agujeros en el bombardero. Más tarde, la madre de Sok quiso saber, preocupada, si correspondía al piloto pagar los daños.
Agotados y traumatizados, los de la tripulación fueron trasladados en camión al hotel Imperial de Bruselas. Además de su aeroplano, el Bomber Command perdió otros veintinueve aparatos aquella noche. En Bochum murieron mil personas, y la fundición de acero de la ciudad quedó muy maltrecha. Después de tres semanas de permiso por haber sobrevivido a la catástrofe, David Sokoloff y los suyos regresaron a Linton-on-Ouse, desde donde efectuaron otros veintitrés vuelos. En lo que duró la guerra, de cada 100 soldados del Bomber Command de la RAF, 51 murieron durante las operaciones, 9 fueron víctima de accidentes ocurridos en Inglaterra, 3 recibieron heridas de gravedad, 12 fueron apresados por el enemigo, 1 murió de un disparo sin ser capturado y sólo 24 llegaron a completar un período de operaciones. Una noche, poco antes de que los hombres al mando de Sok hubiesen de despegar para llevar a cabo otra misión, encontraron al nuevo artillero de cola bebiendo cerveza, y le advirtieron de que, si volvían a verlo hacer tal cosa, lo matarían. La supervivencia era, en gran medida, cuestión de suerte; pero también dependía de la capacidad de mantenerse alerta durante cada minuto de vuelo por el espacio aéreo de Alemania.
A partir del otoño de 1944, el Bomber Command llevó a cabo un número cada vez mayor de operaciones a plena luz del día, sin abandonar sus ataques nocturnos. La decadencia de las fuerzas de la Luftwaffe y la caída de Francia y Bélgica en manos de los aliados hicieron factibles estas misiones diurnas, que ofrecían la posibilidad de efectuar bombardeos más precisos y reducir el número de bajas. En un principio, se escogieron blancos fáciles; de hecho, la mayoría de las unidades se las asignó a sus tripulaciones menos duchas. Sin embargo, tal proceder despertó resentimiento entre quienes seguían llevando a término incursiones nocturnas, largas y peligrosas, a las regiones orientales de Alemania. Eddie Lovejoy, navegador de la 75.a escuadrilla de la RAF, formaba parte de una dotación que esperaba completar su segundo período de operaciones. A él y a sus compañeros los sacaba de quicio ver cómo otros acumulaban un viaje tras otro —y se acercaban así a la cuota establecida de treinta salidas— consumando breves misiones sin peligro a la luz del día, en tanto que ellos habían de volar a oscuras durante nueve o diez horas para bombardear ciudades como Stettin. En septiembre, sus pilotos presentaron una protesta formal ante su superior, que, consiguientemente, les asignó una serie de incursiones contra varios emplazamientos de armas V en los Países Bajos. «Fue entonces cuando vi, por vez primera en toda la contienda, acercarse las costas enemigas a plena luz del día», escribió maravillado. Después de volar en tantas ocasiones sobre Europa envuelto por la oscuridad, le resultó extraño hacerlo bajo el sol, y aún tuvo tiempo de asombrarse más al ver pasar como un rayo a su lado un caza de reacción alemán Me-262. A finales de octubre, su tripulación participó en una misión táctica que tenía por objeto las posiciones de la artillería alemana colocadas cerca de Flesinga. El Lancaster que volaba a su lado se hallaba a una ala de distancia cuando Lovejoy vio, desde la cúpula de observación, un proyectil de 105 mm alcanzar su compartimiento de bombas. La explosión que siguió al impacto sacudió a toda la formación. Lovejoy salió disparado y fue a chocar contra el lateral de la cúpula, desde donde pudo ver «horrorizado, oscuros fragmentos del avión caer a tierra… Cuando volábamos de noche, nos ahorrábamos terribles espectáculos como aquél, que, vistos desde tan poca distancia, erizaban los cabellos de cualquiera y le hacían temblar como un flan… Hicimos el trayecto de regreso a casa sumidos en un melancólico silencio».
Todas las dotaciones de bombarderos pesados consideraban una experiencia extraña, que daba lugar a una angustia de carácter singular, la de estar bebiendo una noche en una taberna rural de Lincolnshire o Norfolk y saber que al día siguiente habrían de librar batalla para acabar, tal vez, en un campo de prisioneros de guerra o perder, quizá, la vida. La mayoría de los combatientes cifró su lealtad en la fidelidad debida a sus compañeros de tripulación. «El resto de los que formaban la escuadrilla no eran más que conocidos —recuerda el suboficial Bill Winter, adscrito al servicio de un Lancaster en calidad de operador de radio—. La dotación de uno lo era todo: dormíamos juntos, bebíamos juntos, comíamos juntos, nos íbamos juntos de permiso… y combatíamos juntos. No había nada que me aterrase tanto como la idea de que me enviaran como “sobrero” a una tripulación que no fuese la mía». Una vez en tierra, apenas se les exigía otra cosa que no fuese descansar, asistir a las sesiones informativas y comprobar su equipo. En la 106.a escuadrilla de Winter, todos se resintieron cuando, durante un período de condiciones atmosféricas poco propicias para el vuelo, se pidió a los soldados que se congregaran de mañana para correr en torno al campo de aviación. Pero mayor aún fue su indignación cuando les proporcionaron palas y les dieron órdenes de ayudar a despejar de nieve las pistas. Consideraban, no sin razón, que bastante habían de hacer en los cielos de Alemania para que los pusiesen también a trabajar en tierra firme.
Si había algo que compartiesen los jóvenes de la generación de la contienda, ya fueran estadounidenses, británicos, alemanes o soviéticos, era la pasión por volar. A todos los fascinaba la idea romántica de despegarse de la tierra. La aviación era el destino que elegían como prioritario millones de reclutas que acababan alistándose, decepcionados, en la infantería, la artillería o los cuerpos blindados. Para Richard Burt, joven procedente de Utah que servía como ametrallador de un Liberator, volar sobre las nubes «es tener la impresión de que hayan limpiado y ordenado la Tierra… tiene, sobre mí, un efecto tranquilizador que me ayuda a despejar la mente». Hasta que hubo de enfrentarse al enemigo, se limitaba a regocijarse con las bondades estéticas del cielo.
«Yo pensaba mucho en los muchachos que servían allí abajo, en el ejército de tierra —asegura Ira Wells, artillero de un B-24—. Y me daba cuenta de lo afortunados que éramos de estar en el aire. Para nosotros, todo eran laureles». Wells era hijo de un dentista de Staten Island, y había entrado como voluntario en la aviación en 1943. Sin embargo, mientras aprendía a manejar los Piper Cub, reparó en que jamás triunfaría en calidad de piloto. Su tripulación, constituida en Lincoln (Nebraska), era una maravillosa amalgama de estadounidenses en pie de guerra. Había dos judíos, dos católicos y cinco protestantes. El piloto era de Michigan; el bombardero, de Iowa; el artillero de la torreta superior, de Illinois; los del centro, de Oklahoma y Massachusetts, y el de cola, de Ohio. Los otros tres eran neoyorquinos. «Formábamos parte de la “generación Lindbergh” —asegura su navegador, Harold Dorfman—. Yo quería disfrutar de cada vuelo». El único que no parecía demasiado entusiasmado con el Liberator que tripulaban era el piloto. Antes de que lo llamasen a filas, había sido inspector de una cadena de producción del B-24. «Conozco bien todos los defectos de este avión —anunció en tono desalentador—, y le tengo más respeto que cualquiera de vosotros».
Los destinaron al 448.o grupo de bombardeo, que operaba desde Seething, un apartado campo de aviación de Norfolk, en septiembre de 1944. Allí había una barraca prefabricada para cada dos tripulaciones. Ellos ocuparon las camas que habían dejado libres soldados caídos el día anterior. Sus compañeros de habitación habían efectuado quince incursiones, y cuando los recién llegados les preguntaron sobre la experiencia, les aseguraron que era «espeluznante». Las dotaciones de los bombarderos no eran sino visitantes provisionales de sus correspondientes bases, que permanecían en ellas durante los pocos meses que pudiese durar un período de operaciones, compartiéndolas con una nutrida población permanente de personal de tierra y mantenimiento. La única excepción a esta regla que había en Seething era George, un cocinero que había estado allí desde que se construyó la base y que, un buen día, decidió convertirse en ametrallador de bombardero. Se había habituado hasta tal punto al lugar que pasaba gran parte de su tiempo libre en la casa de campo civil situada en un extremo de la pista. De hecho, Daphne, la hija de los ocupantes, estaba «un pelín preñada» de él.
Wells, Dorfman y sus camaradas despegaron por vez primera el 13 de septiembre, para llevar a cabo un sencillo asalto a una área de clasificación ferroviaria. La segunda misión que se les encomendó fue algo más azarosa, toda vez que hubieron de sobrevolar Arnhem a una altitud de sesenta metros para hacer llegar provisiones a los asediados paracaidistas británicos. La población neerlandesa los saludaba agitando los brazos mientras los alemanes los hostigaban con proyectiles trazadores. «Lanzamos la carga en el lugar adecuado —recuerda Harold Dorfman—: Justo donde estaban los alemanes, claro». Dorfman era un apasionado de la fotografía, y obtuvo extraordinarias instantáneas desde la cabina durante las incursiones. Entre ellas no faltan algunas que muestran la desintegración en el aire de varios Liberator. «Miraba por la ventanilla, sin dejar de gritar mientras fotografiaba el aparato de nuestro piloto de flanco haciéndose pedazos». El y los suyos tuvieron mucha suerte. Asimismo, se guardaban una gran confianza mutua. «A veces tengo la impresión de que éramos demasiado jóvenes para abrigar el miedo que tendríamos que haber sentido en aquellos momentos», afirma el cabo Wells, que reconoce que no sentía demasiada lástima por los alemanes sobre los que lanzaban las bombas de sus aeroplanos. «Sabíamos que Alemania era aliada de Japón, y eso bastaba. En aquel tiempo, la gente era patriótica y nada más. Nunca se nos pasó por la cabeza preguntarnos si lo que estábamos haciendo era correcto». Sin embargo, Harold Dorfman tenía un punto de vista algo diferente: «Yo soy judío, y en aquel momento era consciente de lo que estaba sucediendo. Así que los alemanes no me daban ninguna lástima». Por su parte, Bill Winter, de la RAF, asegura: «Jamás nos paramos a pensar en lo que había a nuestros pies: cuando uno veía muchos fuegos, se decía, sin más: “Esta noche les hemos dado una buena paliza”».
El cabo segundo Jack Brennan, operador de radio y artillero de un B-17 del 200.o grupo, formaba parte de una dotación desdichada, que no confiaba en su piloto ni le profesaba la menor simpatía: «[Era] un farsante… Tenía un verdadero problema de personalidad. Apenas había misión en la que no nos alcanzasen. Si sobrevivimos fue, sobre todo, gracias a nuestro navegador. Ninguno de nosotros tenía madera de héroe». Brennan tenía veintidós años, y era hijo de un panadero de Staten Island que, como el resto de la familia, había montado en cólera cuando se alistó en 1942. Habían confiado en poder obtener un aplazamiento. Mientras su piloto surcaba con torpeza los cielos de Alemania, no pasaba un solo día sin que el joven se arrepintiese de la prontitud con que se presentó voluntario a la aviación. Su único consuelo era pensar que en su base de Royston (Herefordshire) estaba mucho mejor que quienes combatían en suelo alemán.
Durante su vigésimo cuarta misión, los alcanzó en medio del aparato un proyectil de la artillería antiaérea de Berlín. Ajeno a la indignación de algunos de sus tripulantes, el piloto puso rumbo a la neutral Suecia, destino preferido de los aviadores que querían desertar. «Siempre habíamos tenido muy claro que, el día que sucediera algo, no podríamos contar con él. Y así fue». Siete de los de la tripulación saltaron cuando sobrevolaban tierras suecas: sólo sobrevivieron Brennan, el navegador y el bombardero. Un representante de la embajada estadounidense, llegado de Estocolmo para visitar a Brennan, que se recuperaba en un hospital sueco de heridas en un brazo y en la pierna, le pidió con gran desasosiego: «No diga nada que pueda perjudicar la reputación de su piloto». El artillero observa con cierto desaliento: «Tenían que pensar que todos éramos héroes».
Una vez en el aire, mientras atacaban al enemigo integrados en vastas formaciones, los bombarderos que formaban parte de las tripulaciones norteamericanas apenas hacían uso de sus visores de bombardeo, se limitaban, más bien, a accionar los mandos que soltaban la carga cuando lo hacía el encargado de dirigir la misión. Un historiador preguntó a cada uno de los integrantes de la tripulación de Wells, tras su primer viaje, en qué habían pensado según se acercaban a su objetivo. El piloto respondió que en su esposa; el copiloto, que en su bebé, y Dorfman, el navegador, aseguró haber estado demasiado ocupado tratando de que no se perdieran para pensar en nada. A finales de 1944, las colosales fuerzas de cazas que escoltaban a los bombarderos vencían de forma aplastante a los aparatos de la decrépita Luftwaffe en la mayoría de los encuentros. Wells jamás disparó en serio su ametralladora. De vez en cuando, columbraba a cierta distancia reactores alemanes, pero siempre estaban demasiado lejos e iban demasiado rápidos para que valiera la pena tratar siquiera de derribarlos. Lo aterraba la idea de tener que saltar algún día del avión, dado que, al igual que su navegador, era judío. Sin embargo, asegura haber pasado más miedo cuando fue a visitar a su novia a Londres durante los ataques con cohetes V-2 que sobre el cielo de Alemania.
Para 1945, todos los bombarderos pesados trasportaban un lastre extraordinario en concepto de alta tecnología y mano de obra cualificada necesaria para manejarla. Un Liberator B-24 estaba constituido por 1 550 000 partes diferentes. Los Lancaster británicos requerían siete personas, en tanto que los Flying Fortress y los Liberator estadounidenses estaban tripulados por nueve o diez. Huelga describir cuáles eran las funciones de los pilotos, los ingenieros de vuelo y los navegadores; sin embargo, a menudo cabía debatir sobre la necesidad de un operador dedicado en exclusiva a la radio. Por otra parte, el bombardero era un simple pasajero hasta el momento en que debía dejar caer los proyectiles —lo que hacía en cinco o diez minutos—, si bien, en ocasiones, se encargaba también del radar. En las formaciones norteamericanas, los aviones que seguían al que iba en cabeza lanzaban sus bombas cuando lo hacía éste, de modo que eran muchos los que se preguntaban qué necesidad había de incluir un bombardero en cada tripulación. Las aeronaves pesadas de los británicos estaban dotadas de tres torretas con ametralladoras y dos artilleros de dedicación exclusiva. Durante los estadios iniciales de la guerra, habían aprendido que con las armas de 7,7 mm era más que improbable que hicieran mella en el excelente blindaje de los cazas que empleaban los alemanes durante los vuelos nocturnos. De hecho, no faltaba quien recomendase que se eliminaran las torretas frontales y las dorsales; en su opinión, la exclusión de estos reductos pesados, accionados con mecanismos hidráulicos, mejoraría el techo de los aviones. Sin embargo, la presencia de aquellas ametralladoras resultaba esencial para fomentar la confianza de la tripulación. En realidad, la misión más importante que desempeñaban los artilleros era la de centinelas: debían avisar de la presencia de cazas enemigos y hacer, de este modo, que los pilotos pudiesen emprender maniobras de evasión. «Nuestros ametralladores nunca disparaban en serio —asegura Bill Winter—. La única vez que nos dieron una paliza de verdad, ni siquiera pudimos ver el caza que nos atacó».
Los ametralladores estaban sometidos a casi tanta tensión como los pilotos o los demás especialistas, ya que tenían menos quehacer que ellos y, por lo tanto, más tiempo para pensar. Cuando una formación diurna estadounidense sufría un ataque, los artilleros habían de contribuir a la descarga geométrica que efectuaban los diversos aparatos de una formación sobre el lugar por el que debía pasar el atacante de la Luftwaffe. Era esencial disparar diversas ráfagas breves en lugar de dejar el gatillo apretado de forma continua, pues el cañón de una ametralladora de 12,7 mm sufría sobrecalentamiento y se combaba si permanecía activo durante más de ocho segundos. Por más que asegurasen lo contrario, sólo un número insignificante de ellos llegó jamás a alcanzar a un avión alemán. Durante los meses finales de la contienda, los cazas de escolta aportaron la capacidad defensiva que necesitaban realmente los bombarderos. De los dos ametralladores centrales, cuando menos, se podría haber prescindido; sin embargo, se pensaba que el intenso fuego que generaban las armas de 12,7 mm de los Flying Fortress y los Liberator era beneficioso para la moral de la tripulación. En consecuencia, hasta el último momento se dotó a los aeroplanos de un elevado número de combatientes. Sea como fuere, lo cierto es que no pasó inadvertido que el avión británico que más éxitos cosechó durante la guerra fue el Mosquito, aparato de dos motores que carecía de ametralladoras y fundaba su supervivencia en su velocidad y su agilidad. Las pérdidas que sufrió el Mossie ante los ataques enemigos, y sobre todo cuando el conflicto tocaba a su final, fueron insignificantes. Por otra parte, dado que sólo necesitaba dos tripulantes, podía trasportar una ingente cantidad de bombas.
Una vez que las aplastantes fuerzas de los cazas de escolta dominaron los cielos de Alemania, las tripulaciones comenzaron a temer a la artillería antiaérea mucho más que a la Luftwaffe. Al explotar, los proyectiles dejaban en el aire un rastro de humo semejante a una Y invertida de tres metros de altura, inclinada en diversas direcciones. Las formaciones zigzagueaban con el fin de confundir a los artilleros de tierra hasta llegar a donde estaba su objetivo. Alcanzado ese punto inicial, debían volar en línea recta y sin variar la altitud durante los diez minutos que duraba la descarga de las bombas que transportaban, haciendo caso omiso de la granizada de metralla que se estrellaba contra el exterior del fuselaje y rezando para que concluyera el bombardeo. «Había instantes en que parecía que nos iban a estallar los pulmones, porque habíamos olvidado expulsar el aire —escribió un aviador—. Otras veces, daba la impresión de que nuestros ojos estaban viendo más de lo que podían contemplar. Teníamos la sensación, por demás irreal, de estar empapados de arriba abajo, y después… nos parecía tener la boca llena de algodón seco… sin razón alguna, comenzaba a temblamos la mandíbula y éramos incapaces de hablar».
Había días aciagos en los que aún la Luftwaffe, en evidente decadencia, hacía uso de cantidades respetables de cazas. El 11 de septiembre de 1944, los que participaban en una misión contra la fábrica de petróleo sintético de Ruhland, en la frontera checa, toparon con una cincuentena de Focke-Wulf y Messerschmitt Bf-109. En los dos mil kilómetros que recorrió en total durante la operación, la 8.a fuerza aérea perdió 45 bombarderos y 21 cazas Mustang de escolta, en tanto que, de los 36 aparatos del 100.o grupo de bombardeo, 14 no regresaron a la base. A menudo sucedía que, una vez rota una formación y perdidos varios de los aviones que la integraban, el enemigo lograba, de forma progresiva, eliminar a los que habían sobrevivido. Durante aquella incursión, se estrellaron sobre las montañas de Ore diez aeroplanos norteamericanos en un radio de poco más de nueve kilómetros.
El 31 de diciembre de 1944, 37 aparatos del 100.o grupo de bombardeo atacaron Hamburgo, objetivo costero que, por lo general, se consideraba más arriesgado que otros situados tierra adentro. Tras efectuar un aterrizaje al sur de la frontera danesa, la formación puso rumbo al suroeste y sobrevoló el curso bajo del Elba a siete mil seiscientos metros. «La artillería antiaérea comenzó a ejecutar descargas brutales: estuvimos volando por entre las nubes provocadas por sus proyectiles y partes de aviones destrozados durante lo que nos pareció una hora», recuerda el teniente William Leek, del estado de Washington, para quien aquél era el vigésimo segundo vuelo de un período de servicio. Los cazas de la Luftwaffe atacaron a la formación en el momento en que se alejaba del objetivo, luchando por avanzar frente a furiosas corrientes de aire que circulaban en dirección contraria. En tan sólo unos minutos fueron abatidas diez aeronaves norteamericanas. El teniente Glenn Rohjohn, primer piloto de Leek, procedente de la ciudad pensilvana de Greenock, estaba maniobrando para cubrir un hueco que había quedado en la formación tras caer uno de los aparatos cuando se oyó un tremendo impacto. Habían sido víctimas de un tipo de catástrofe sin parangón: otro de los B-17, pilotado por el teniente James Macnab, que se hallaba volando inmediatamente por debajo del de Rohjohn, efectuó una repentina subida y colisionó con el Flying Fortress que tenía encima, de modo que su torreta superior perforó la parte baja del fuselaje de este último. «Quedamos como libélulas desmañadas», comenta Leek. El ametrallador de la torreta ventral del avión de Macnab la abrió de forma manual hasta que pudo escapar al interior del fuselaje. El aparato comenzó a arder. Rohjohn trató, sin éxito, de liberar su propia aeronave acelerando los motores. Tres de los cuatro motores del avión de abajo seguían funcionando. Entonces, Rohjohn puso en bandera sus propias hélices y dio la señal para que su tripulación se dispusiese a saltar. Por el intercomunicador podía oírse al artillero de su torreta ventral rezar un avemaría tras otro. Aquel hombre sabía muy bien que no podía escapar, que estaba condenado a morir. «No podía hacer nada por él —asevera Leek—, y en cierto sentido, tuve la impresión de estar vulnerando su derecho a estar solo en esos momentos».
La munición comenzó a explotar a medida que se extendía el incendio del aparato inferior. Rohjohn pidió a Leek que saltara, pero el copiloto se negó, consciente de que una sola persona no podría gobernar el B-17. Poco antes de las 13.00, se estrellaron en un prado de Tettens, cerca de Wilhelmshaven. Del golpe, su avión acabó por zafarse del de Macnab, y comenzó una frenética carrera sobre la hierba, frenada cuando su ala izquierda partió por la mitad un cuartel general hecho de madera. Tanto Rohjohn como Leek sobrevivieron, por milagroso que resulte. A rastras, salieron del fuselaje para caer, una vez sobre el ala del aparato, en manos de un soldado alemán. «Lo único que quedaba del Flying Fortress era el morro, la cabina y nuestros dos asientos». Del aeroplano de Macnab se salvaron cuatro hombres. En total, el 100.o grupo perdió 12 aparatos aquel día.
Bombardear Alemania no fue nunca una actividad segura. Hasta el final de la contienda siguieron viviéndose experiencias terribles. Sin embargo, la tasa global de desgaste había disminuido de forma marcada desde los sangrientos días de 1943, cuando la dotación de una aeronave tenía más posibilidades de morir durante una misión que de salir con vida de ella. A lo largo del conflicto, tanto la RAF como la USAAF variaron de manera periódica el número de operaciones que tenía que consumar una tripulación antes de ser relevada. Durante los peores tiempos, los aviadores estadounidenses hubieron de efectuar veinticinco, cantidad que, para el invierno de 1944 y el progresivo derrumbamiento de las defensas alemanas, se elevó a treinta y cinco. Así y todo, los destinados a las bases de Inglaterra gozaron siempre de un trato muy favorable por parte de sus comandantes, tal como correspondía a hombres de los que se esperaba que llevasen a cabo tareas extraordinarias y vivieran sometidos a tensiones excepcionales. Después de su séptima misión, la tripulación de Wells disfrutó de una semana de «descanso y recuperación» con las comodidades que ofrecía «la casa antiaérea», una mansión rural situada en los aledaños de Salisbury, especialmente acondicionada para dotaciones de bombarderos estadounidenses. Wells y sus hombres convinieron en que necesitaban aquella semana.
En un período anterior de la guerra, habían sido muchas las escuadrillas que habían tenido serios problemas por causa de aviadores que sucumbían a la neurosis de guerra. Sin embargo, nadie se vio aquejado de tal dolencia en Seething durante los meses finales, si bien hubo un caso de un piloto que, aterrorizado, saltó de su avión mientras sobrevolaba Alemania y dejó en manos del resto de tripulantes la labor de llevar de nuevo el aparato a su base. Wells y Dorfman llevaron a efecto su última misión sobre Berlín en marzo de 1945, sobrecogidos por la grandiosa flota de la que formaban parte. Por lo general, sus objetivos eran puentes o áreas de clasificación ferroviaria; pero aquel día recibieron orden de azotar el centro de la capital de Hitler. A su regreso, exultantes, volaron a poquísima distancia de la torre de control para celebrar que seguían con vida. Salvo el piloto, que se presentó voluntario para un nuevo período de operaciones, todos volvieron, agradecidos, a sus hogares.
En ocasiones, durante los meses finales, parecía existir una peculiar insensibilidad en lo tocante a la cotidianidad de las operaciones con bombarderos. Los aviadores desconectaban de la realidad cuando estaban a seis mil metros por encima de Alemania, y los que no habían sido víctimas de ningún infortunio regresaban a Inglaterra para ir a ver una película por la noche o dirigirse a la colosal sala de baile del Covent Garden londinense a la que tanta afición tenían. Mientras tanto, muy por debajo de sus pies, las llamas y la muerte asolaban una extensión concreta del cada vez más reducido imperio de Hitler. «Sólo queríamos acabar de una vez con todo aquello —asegura, encogiéndose de hombros, Ira Wells—. Y si podíamos adelantar el final lanzando bombas sobre Alemania, allá íbamos. Eramos unos niños». No deja de ser paradójico que los tripulantes de bombarderos que sobrevivieron a la experiencia regresasen a sus hogares, a reencontrarse con sus seres queridos, sin siquiera haber visto de cerca la tierra a la que tanto daño habían infligido.
3. AVIONES DE CAZA
Existían considerables gradaciones de placer y dolor en lo relativo a las operaciones de combate aéreo según los diversos tipos de aeronave en que se efectuasen. Tanto los pilotos de caza de la USAAF como los de la RAF se compadecían de los que tripulaban bombarderos pesados como haría un piloto de coche de carreras con respecto a un camionero que corriera a su lado. Eran muchos los del grupo de los primeros que disfrutaban de su experiencia bélica de un modo que le estaba negado a la mayor parte de las dotaciones de bombarderos. Con todo, tanto en el caso de los unos como en el de los otros, la suerte de un hombre dependía en gran medida de la misión que se le asignase: los ataques terrestres eran muchísimo más arriesgados que los cometidos propios de una escolta. Sin embargo, hasta el final de la guerra no dejaron de morir soldados, con independencia de cuál fuese la naturaleza de las operaciones que estuvieran llevando a cabo. En el ala de aviones Typhoon a la que pertenecía el comandante de escuadrilla Tony Mann, dos de los aviones que ocupaban un puesto equivalente al suyo fueron derribados en los cielos neerlandeses durante la última semana de la contienda. Por otra parte, no todos los pilotos consideraban tolerables las operaciones con aviones de caza. Un aviador que se unió al grupo de Marvin Bledisloe abandonó el ejército del aire tras haber culminado tres misiones, dispuesto a afrontar la humillación de verse desposeído de sus insignias con tal de no tener que soportar más experiencias como las que había vivido. Tampoco faltaban quienes se valiesen de cualquier pretexto mecánico para cancelar una misión.
Bledisloe había pasado casi dos años en calidad de instructor de vuelo en California antes de tener que unirse a una escuadrilla de P-47 Thunderbolt en Inglaterra, a finales de 1944. Aquello lo convertía en un aviador excepcionalmente experimentado y, en consecuencia, con mayores posibilidades de sobrevivir. Sin embargo, aquel hombre casado de treinta años llegó al campo de batalla sin intención alguna de convertirse en un héroe, resuelto a realizar, sin más, las trescientas horas de vuelo que necesitaba para completar un período de servicio y volver a su país, al lado de su familia. Desde un principio, le habían enseñado que su trabajo no consistía en perseguir a los cazas de la Luftwaffe, sino en mantenerse cerca de los bombarderos a los que debía escoltar. Durante su primera misión, lo conmovió ver a uno de los pilotos más duchos de su grupo derribado por el fuego de la artillería antiaérea. Era evidente que la suerte era tan importante como la habilidad a la hora de sobrevivir. El Thunderbolt era mucho más pesado y recio que el Mustang, aunque también funcionaba con mayor torpeza.
El mayor delito que podía cometer un piloto de caza mientras sobrevolaba Alemania era acaparar la radio, esencial para comunicar, en una fracción de segundo, datos acerca del enemigo. Un día, un aviador bisoño saturó las ondas con el siguiente monólogo: «¡Hola, aquí Jerry! Mi líquido refrigerante se ha ido a hacer puñetas. El indicador se ha puesto rojo. ¿Qué hago? Este trasto es capaz de dejarme tirado de un momento a otro. ¿Dónde estamos? ¿Qué hago si el motor me deja en la estacada?». El que se había presentado como Jerry hubo de enfrentarse a la cólera de todo su grupo de regreso a la base. En un combate aéreo, en el que la velocidad de colisión con los aviones enemigos era de entre mil y mil trescientos kilómetros por hora, cada segundo cobraba una importancia vital. Pocos eran los que no quedaban afectados por la tensión que suponía el efectuar largas misiones en solitario sobre Alemania. En otoño, cuando Bledisloe se aproximaba al final de su período de servicio, se encontraba «con los nervios de punta, presa del desasosiego, sin querer apenas comer ni poder dormir lo necesario. Tenía el culo destrozado de pasar tantas horas sentado sobre aquella superficie tan dura y los ojos hundidos. Además, me encontraba muy débil a causa de la diarrea que me asaltaba después de cada sesión informativa. Había perdido peso: mis setenta y dos kilos habituales se habían quedado en sesenta». Durante su último viaje, se hallaba a mitad de camino hacia Alemania cuando le ordenaron cancelar la acción y escoltar hasta la base a un avión que había sufrido un fallo mecánico. La noticia le vino como agua de mayo: no podía pensar en nada más que en la alegría de haber sobrevivido. Regresó a California después de haber efectuado setenta misiones en ciento tres días.
De cualquier modo, el comandante Jack Ilfrey, integrante de la 79.a escuadrilla, estaba convencido de que la moral era siempre más elevada entre los pilotos de caza que entre los de bombardero. Las pérdidas eran menores, «y no vivíamos tan de cerca la muerte. Sabíamos que habíamos perdido un aparato porque no volvía a la base, en tanto que los bombarderos que habían sufrido daños volvían a menudo con uno o más muertos a bordo. En estos casos, los soldados se encontraban con imágenes directas de la muerte». Aquel texano de veinticuatro años vivió una guerra extraordinaria, heroica, se mire por donde se mire. Comenzó volando cazas P-38 Lightning en el norte de África, tras lo cual se trasladó a Inglaterra, donde llevó a cabo misiones de escolta de cuatro o cinco horas de duración. Durante el verano de 1944, tomó el mando de una escuadrilla dedicada a brindar apoyo a las tropas de tierra, y el 11 de junio hubo de saltar sobre las líneas alemanas después de perder su aparato debido al fuego enemigo. No obstante, logró evitar que lo capturasen y volvió a unirse a su escuadrilla nueve días después. Sus superiores lo hicieron descender de categoría, de forma temporal, a causa de la estrepitosa celebración que provocó su regreso.
El 20 de noviembre, su piloto de flanco, Duane Kelso, fue alcanzado mientras atacaban posiciones alemanas cerca de Maastricht. Kelso tomó tierra en una pista del enemigo, en medio de violentos fuegos de artillería antiaérea. Entonces, Ilfrey tomó una rápida determinación: «Me vinieron a la memoria varias ocasiones en las que mis camaradas me habían salvado la vida». Hizo aterrizar su Mustang al lado del malogrado avión de Kelso, se detuvo, saltó sobre el ala, se deshizo del bote neumático y el paracaídas y colocó al piloto de flanco en el asiento. Acto seguido, se colocó sobre su pasajero y aceleró el motor para despegar antes de que los boquiabiertos alemanes tuviesen tiempo de reaccionar. Como quiera que, con dos pares de piernas metidas en la cabina, Ilfrey no podía manejar el timón, optó por cruzar las suyas y dejar que Kelso se encargase de los pedales. Éste estaba, como cabe imaginar, aturdido, y su compañero, sentado en su regazo, exclamó: «¡Por el amor de Dios, Kelso! ¡No vayas a empalmarte y me estrelles contra la cubierta!». Finalmente, aterrizaron, sanos y salvos, en Inglaterra. Un mes más tarde, fue puesto de vuelta a Estados Unidos, después de que hubiese completado 142 misiones de combate.
La mayoría de los pilotos que contemplaban desde sus cabinas los campos de batalla de Alemania no podía menos de pensar que tenía una suerte envidiable en comparación con los soldados que luchaban debajo. «El paisaje era semejante al de Passchendaele —escribió Richard Hough, quien, a principios de 1945, observaba el Reichswald desde el Typhoon de la RAF que pilotaba con la 197.a escuadrilla—: Entre los árboles astillados y los incontables cráteres dejados por los proyectiles, se distinguían la línea serpenteante de las interminables trincheras, las largas columnas de camiones que zigzagueaban en dirección a la línea del frente y el destello de los cañones procedentes del Éste».
Los pilotos de Typhoon debían emprender, en principio, dos misiones diarias de una hora de duración cada una, si bien, en casos de emergencia, aquéllas podían elevarse a cuatro. La mayoría llevaba a término un centenar de operaciones como éstas antes de concluir su período de servicio, aunque los hombres que mostraban signos de deterioro nervioso podían dejar de volar antes. Por lo general, sus aviones transportaban de doscientos a cuatrocientos kilogramos de bombas, así como un cañón, para participar en toda una variedad de misiones de ataque terrestre que recibían exóticos nombres en clave como Baqueta, Laguna, Palanca, Rada o Ruibarbo. Durante los meses finales de la contienda, «todo lo que se movía por la carretera constituía un blanco legítimo, ya que sólo los militares disponían de combustible. Sin embargo, en ocasiones, el tráfico militar se mezclaba con los vehículos de tracción animal de los refugiados. Yo vi camiones abiertos atestados de soldados de infantería, con carros de bueyes delante y detrás. Claro que matábamos a civiles: no había modo de evitarlo». Al igual que el grueso de los demás pilotos, Hough reconocía que era mucho más fácil vencer los escrúpulos cuando las consecuencias de sus acciones eran invisibles. «A veces, uno veía demasiado durante los bombardeos terrestres. Al mismo tiempo, el instinto del cazador hacía que el corazón se acelerase al ver un blanco bajo tus pies, y la sangre comenzaba a correr con mayor rapidez cuando bajabas la palanca de mando, abrías al máximo la válvula reguladora, calculabas con rapidez, encendías la mira y retirabas la protección del mando del cañón». Todo el que atacaba las posiciones de tierra profesaba a los servidores de la artillería antiaérea el odio que se guarda a un enemigo personal, hasta tal punto que llegaban a afrontar riesgos extraordinarios para disparar sobre ellos después de bombardear un objetivo determinado.
Durante los días inocentes de 1940, desde los que parecía haber transcurrido una eternidad, un piloto de caza quedó asombrado al ver, en Francia, a los «caballeros del aire» de la Luftwaffe ametrallar a los refugiados que recorrían las carreteras del país. «Es verdad que son unos hijos de puta», comentó, consternado, Paul Richey en su comedor de oficiales. Sin embargo, en 1945, pocos de quienes comandaban las fuerzas aéreas angloamericanas se sintieron preocupados por las órdenes que recibieron con respecto a la Operación Clarín, un asalto a diversos nudos de comunicación alemanes emprendido el 22 de febrero. Supuestamente, estaba concebido para dañar de forma irreparable lo que quedaba en pie de la red de transporte alemana, al atacar con nueve mil bombarderos y cazas de los aliados occidentales una área tan amplia como fuera posible. Los primeros, como de costumbre, se encargarían de los ferrocarriles y los puentes, aunque entre sus objetivos también se encontraban varias ciudades pequeñas. Todo el que tuvo algo que ver con la planificación de la Operación Clarín acabó por reconocer que, en realidad, la misión estaba diseñada con fines terroristas: demostrar el poder que tenían los aliados de hostigar a voluntad cualquier rincón del Reich. El general Ira Eaker, de la 8.a fuerza aérea, expresó sus temores de que no lograsen sino hacer ver a los alemanes «que somos unos bárbaros, tal como ellos sostienen, ya que les va a resultar por demás obvio que se trata, por encima de todo, de un ataque a gran escala sobre la población civil, pues eso es, en efecto, lo que va a ser». El general Charles Cabell, consejero del general Arnold, escribió indignado en uno de los ejemplares en que se exponía la operación: «El mismo plan herodiano de siempre. Los psicólogos del “hágase rico en cuatro días” están tratando de vendernos perro viejo con collar nuevo». Aquella acción, no obstante, se llevó a efecto de igual manera. Los cazas aliados recibieron orden de atacar cuando detectaran cualquier movimiento, del tipo que fuese, en la carretera. «La Operación Clarín afectó a gentes que jamás habían visto un bombardeo —apunta un historiador alemán—. El efecto psicológico fue terrible». Las víctimas civiles que provocó nunca han llegado a documentarse, aunque, sin duda, se contaron por miles. Durante el resto de la guerra, los pilotos angloamericanos atacaron a la población alemana con una promiscuidad cada vez mayor. Y cabe preguntarse si puede o no achacárseles culpa alguna, después de que los hubieran animado a hacerlo desde lo más alto de la cadena de mando.
Al igual que los de la Luftwaffe de 1940, los pilotos de los cazabombarderos aliados eran jóvenes de muy corta edad. Muchos de ellos admitieron haber sentido, a menudo, subidas de adrenalina que poco tenían que ver con los miedos propios de los vuelos estratégicos. «Pude ver los impactos del cañón bailar a lo largo de la carretera como una llama que corriese histérica por una mecha hacia el punto de detonación —escribió Richard Hough—. El coche estaba lleno de pasajeros: debía de haber cinco o seis en el interior, aunque ninguno tuvo la sensatez de colocarse en la ventanilla para vigilar. Los veía vivos, intactos, hablando tal vez mientras fumaban, y me parecía que formaban parte de una película, de una escena parpadeante, como la secuencia de las escaleras de Odesa en El acorazado Potemkin, de Eisenstein. El siguiente fotograma, el instante en que mis balas atravesaron el vehículo, era todo sangre y fuego». Durante la primavera de 1945, ni siquiera en la Sajonia rural se atrevía la población civil alemana a salir a comprar, por temor a ser presa de los cazabombarderos que surcaban los cielos. Los ciudadanos habían aprendido a tirarse al suelo cada vez que los veían acercarse. A los jóvenes que los pilotaban les resultaba demasiado fácil apretar el botón de fuego y zafarse así de la monotonía del servicio de patrulla. «A veces, nos daba la impresión de que los pilotos aliados estaban jugando con nosotros», asegura Helmut Lott que, con quince años, ya estaba cansado de tener que abandonar su bicicleta y echar a correr hacia el parapeto más cercano en cuanto un Jabo (o Jagdbomber) se separaba de su formación y descendía en picado.
Cuando un aviador bajaba a más de novecientos kilómetros por hora y efectuaba una pasada con su arma, «tenía la sensación de estar pilotando el cañón, y no el aeroplano —escribió Jack Pitts, teniente del 371.er grupo de bombardeo—. Uno podía ver dónde estaban cayendo los proyectiles, y efectuar pequeños ajustes con los mandos para hacer su trayectoria más precisa y alcanzar así de lleno el blanco». Su escuadrilla de Thunderbolt llevaba a término, en ocasiones, tres misiones diarias desde bases francesas, durante las cuales pasaba unos treinta minutos sobre las líneas enemigas. El 19 de diciembre, él y los suyos se dirigieron al Rin en busca de «ocasiones de abatir un blanco». Aquel día, Pitts disparó unos dos mil cuatrocientos proyectiles, y escribió en su diario: «He disfrutado de verdad con esta misión. Lo más seguro es que haya matado a alemanes civiles. Mala suerte: c’est la guerre». Más tarde, recordando aquellos tiempos, declaró:
Tenía veintidós años, y probablemente era aún demasiado inmaduro. Apenas si tomaba nada en serio, excepto cuando estaba volando… Aquello era divertido: a la mayoría de los niños pequeños le encanta romper cosas; de hecho, lo más entretenido no es para ellos hacer un molinillo, sino destrozarlo. Y aunque, en aquel momento, nosotros habíamos dejado de ser niños pequeños para obtener la graduación de niños grandes, nos seguía gustando destruir cosas, más aún cuando era eso mismo lo que se esperaba de nosotros. Era divertidísimo ver saltar por los aires una locomotora, o hacer estallar un camión cargado de munición y observar las piezas que salían despedidas.
Su escuadrilla sufrió muy pocas bajas, y él no tuvo demasiada oportunidad de pasar miedo, ni siquiera cuando entablaba combate con mermadas formaciones de Focke-Wulf alemanes. En tales casos, pensaba: «Me han adiestrado para esto; yo soy mejor que ellos, y mi avión, también. ¡A por ellos!». A veces, cantaba para sí en la cabina:
A aquel valle, que esconde incontables peligros,
o bajo el sol ardiente que soporto impasible.
Puedo ir a cualquier lado, si el Señor está conmigo.
El jefe de escuadrilla de la RAF Tony Mann, que pilotaba un Typhoon de reconocimiento, sentía incluso lástima por la penosa situación en que se hallaba la Luftwaffe durante aquellos últimos meses. «Me daban pena las fuerzas aéreas alemanas, porque sus mandos y su industria las habían dejado en la estacada. Cuando aquellos temibles hunos dejaron de aparecer, sin más, nos preguntamos si no sería que nos tenían miedo. Más tarde, nos dimos cuenta de que, por más que quisieran, no podían hacer nada».
La imprudencia de algunos aviadores no disminuía cuando bajaban a tierra. Jack Pitts y los demás pilotos empleaban el combustible de sus aparatos para casi cualquier propósito, incluida la limpieza de sus prendas. En cierta ocasión, saltó por los aires la estufa de gasolina de la casa en la que se hallaban alojados. La explosión mató a uno de ellos y provocó graves quemaduras a algunos más, amén de calcinar el edificio. Hacia el final de la guerra, sin embargo, no faltaron, entre los jóvenes que se habían conducido con franca crueldad, los que comenzasen a sentir punzadas de compasión por el enemigo derrotado, tal como le sucedió a Tony Mann. «Había cuatro hombres descargando material de un vehículo —escribió Jack Pitts en su diario el 18 de marzo de 1945—. Es evidente que me oyeron antes de que empezase a disparar, porque se dieron la vuelta con lo que me pareció una expresión de sorpresa en el rostro. Cuando apreté el disparador, los cuatro parecieron desvanecerse. El vehículo echó a arder y los caballos cayeron al suelo… En total, acabé con un camión, catorce bestias y seis alemanes. Resulta casi repugnante, porque lo cierto es que esos pobres diablos ni siquiera tuvieron la oportunidad de escapar. Pero, al fin y al cabo, fueron ellos los que empezaron todo esto».
El ayudante de Bradley, Chester Hansen, fue testigo de una conversación mantenida por varios mandos, durante la cual su jefe sugirió «que sería conveniente llegar a Berlín sin dejar de hostigar a los alemanes durante el camino, para hacerles ver cuánta muerte y destrucción han provocado en el mundo».
Todos están de acuerdo. Yo propuse a Bull [G-3 del SHAEF] que bombardeásemos cada una de las poblaciones que encontráramos a nuestro paso, pero «Pinky» hizo ver, furioso, que aquél no era el modo como hacíamos la guerra nosotros. Patton se apresuró a apuntar que, si hacía falta tener objetivos militares para efectuar un bombardeo, declararía objetivo militar las centralitas de todas las ciudades alemanas. La necesidad de tratar a Alemania con severidad se ha hecho más patente que nunca.
4. BLANCOS
Los más de los ciudadanos del Tercer Reich, con independencia del estamento al que perteneciesen, se sentían indignados por las incursiones aéreas de los aliados. Guderian aprovechó la oportunidad que le brindaba un programa radiofónico para «apelar a la condición de caballeros de nuestros adversarios. Ya me referí, en cierta ocasión, al terror aéreo de los angloamericanos, y lamento tener que decir que mis desesperadas súplicas no tuvieron efecto alguno. La humanidad y la caballerosidad han desaparecido por completo durante estos meses». Incluso los alemanes que no albergaban estimación alguna para con Hitler y ansiaban el final de la guerra guardaban un profundo rencor hacia las fuerzas aéreas aliadas. El teniente Helmut Schmidt, que tras la guerra ejerció de canciller de la República Federal de Alemania, fue testigo de la destrucción de Hamburgo. «El cielo se tornó negro, y el sol desapareció. Lo peor de todo era aquel hedor: era como estar en la cocina de un McDonald’s… Ese olor a ternera… Sin embargo, no era ternera: eran personas». Schmidt perdió a sus padres, a sus abuelos, a sus suegros y su hogar por causa de los bombardeos aliados. «Eran del todo injustificados; es más, eran inexcusables», señalaba con vehemencia muchos años después.
Pocos alemanes reconocieron jamás la legitimidad del papel que les habían asignado los aliados, quienes los percibían como accionistas de un mal monstruoso que los había situado más allá de los límites de la civilización y del derecho a cualquier trato piadoso. La mayoría de los que sufrían en tierra se consideraba, más bien, víctima de una colosal injusticia. Ignoraban la existencia de los campos de concentración y de los millones de asesinatos cometidos por el régimen hitleriano: sólo veían comunidades observantes de la ley, trabajadoras y civilizadas, reducidas a ruinas a manos de unos enemigos de Alemania cuya sed de venganza no tenía límites. Entre 1944 y 1945, las ofensivas aéreas y sus consecuencias se convirtieron en la realidad imperante para el grueso de quienes vivían en el Reich. «Aquélla fue una guerra de desesperación y tormentos cada vez mayores —escribió Paul von Stemann, corresponsal danés en Berlín—. Nada parecía hacer pensar que los bombardeos fuesen a propiciar la caída de Alemania. Resultaba incomprensible el modo como seguía luchando el pueblo… no parecía haber un límite. Ésa era la gran falacia de la guerra: que podía obligarse a sucumbir a la población civil mediante simples bombardeos».
Una mujer de Heuchelheim escribió compungida, a su esposo, que se hallaba en el frente:
Hoy voy a describirte el aspecto que tiene nuestra ciudad natal. El centro de Ludwigshafen ha quedado plano, y la Ludwigstrasse ha quedado convertida en un montón de ruinas: sólo queda en pie el Bürgerhaus. La Bismarckstrasse está calcinada. Schiller, Krak y Neidermann han muerto. Ludwig llegó ayer por la mañana de permiso, y esta noche ha tenido una experiencia terrible cuando la casa se ha visto en medio de un ataque con bombas incendiarias. Consiguió apagarlas, pero todo está ruinoso… El tiene terribles quemaduras en la mano izquierda. Los horrores se suceden. La semana pasada, les tocó el turno a Frankenthal y Oppau. Mannheim y Ludwigshafen son ciudades en agonía. Helene Kruck ya no aguanta más… ni siquiera tiene cama; así que me la voy a traer aquí para que, al menos, pueda descansar por la noche. Cada ataque es más terrible que el anterior: el pavor recorre cada una de las calles.
La señora Rothmeier, ciudadana de Idstein, escribió a su marido:
Pasamos la mayor parte de nuestras vidas en los refugios. Nuestra pequeña logra dormir quince minutos antes de que tenga que despertarla de nuevo… Este mediodía ha sido especialmente malo. Ha pasado una escuadrilla tras otra de bombarderos, y detrás, cazas que disparaban a la gente y las casas. Vuelan tan bajo que casi se pueden tocar.
El 1 de diciembre de 1944, el soldado raso Heinz Trammler volvió a casa durante un permiso y escribió en su diario:
Llegué a Hamburgo a las cuatro de la mañana, y a las cinco y media, me hallaba ante las ruinas de lo que había sido mi hogar. El corazón se me paró al ver en qué había quedado el lugar en el que había vivido, en paz y con comodidad, con mi esposa y mis hijos. ¿A quién hay que echar la culpa de todo esto? ¿A los británicos, a los estadounidenses o tal vez a los nazis? Sin Hitler, no habría habido guerra. Si los nacionalsocialistas no hubiesen hecho discursos tan altisonantes o representado espectáculos tan grandiosos; si no hubiesen alardeado tanto de su poderío militar, estaríamos en paz con los que hoy son nuestros enemigos. Si hubiésemos sido capaces de conservar la democracia en Alemania, estaríamos ahora del lado del Reino Unido y Estados Unidos. Todo eso pasaba por mi cabeza mientras contemplaba los restos de mi casa.
Pocos alemanes tenían las ideas tan claras como el soldado Trammler, aunque sus poco comunes declaraciones de arrepentimiento le valieron de bien poco: las tropas norteamericanas que marchaban por los alrededores de Hennamont encontraron el diario el 13 de enero de 1945, al registrar su cadáver.
El doctor Marcus Scaff-Howie quedó horrorizado al ver, cerca de su casa de Baviera, a un grupo de aldeanos rebuscando entre los restos de un Liberator accidentado por ver si encontraban cigarrillos o chocolate en los bolsillos de la tripulación sin vida. «Resulta monstruoso que incluso la gente decente de pueblo haya perdido el respeto a la muerte», escribió en su diario. El comité conjunto de inteligencia británica no pudo menos de estar de acuerdo. Sus integrantes dieron a entender, en un informe elaborado en otoño de 1944, que las reacciones emocionales de los alemanes habían quedado afectadas por los innumerables episodios de terror que habían experimentado.
Todos parecen convencidos de que nada puede impedir la tragedia a la que está abocado el pueblo alemán [y] ni siquiera los bombardeos tienen efecto alguno sobre la moral de sus gentes. Lo han aceptado como un destino inevitable. Sin embargo, prestan mucha más atención a los bombardeos que a lo que sucede en los campos de batalla, no porque se espere que pongan fin a la guerra, sino porque afectan de forma directa a la vida de los individuos. La principal pregunta que se hace hoy todo alemán es: «¿Me van a bombardear?».
Paul von Stemann escribió:
Estuvimos debatiendo por qué seguían luchando los alemanes, y ninguna de las respuestas que se plantearon resultó satisfactoria. Se habló de apatía, cansancio o falta de coraje cívico o iniciativa; se dijo que estaban demasiado cansados en lo psicológico y no tenían fuerzas para poner fin a la guerra. Cuando regresé a Dinamarca, me preguntaron cómo estaban los ánimos en Berlín, y yo respondí que el pueblo no tenía ánimo alguno, en un sentido u otro. Los grandes acontecimientos de la contienda no habían provocado ninguna reacción observable. Cuando el ejército trató de librarse de Hitler y no lo logró, nadie mostró menos indiferencia que si le hubiesen dicho que la Luna no estaba hecha de queso azul. Ya todo les daba igual.
La berlinesa Missie Vassiltchikov señaló, en su diario, cuán paradójico resultaba que los ataques diurnos de los bombarderos hipnotizasen a sus conciudadanos tanto por su terrible belleza como por los horribles daños a que daban lugar. Cuando no estaba en el interior de sus refugios, la población observaba las perfectas formaciones de relucientes aviones que desfilaban sobre sus cabezas, dejando sus firmas en estelas de vapor, y las bombas, que podían verse caer con total claridad.
La censura lo dominaba todo. «Vivíamos en un mundo sumido en la oscuridad —afirma Klaus Fischer, habitante de Jena, ciudad de la región central de Alemania—. Ni siquiera de día sabía uno adónde iba cuando se encontraba en el interior de un tranvía de ventanillas tintadas. A veces, por la noche, podía verse a gente tratando de leer el periódico a la luz de la luna». La primera alarma sonaba cuando los aviones del enemigo se encontraban a ciento noventa kilómetros de distancia, lo que correspondía, aproximadamente, a cuarenta minutos de vuelo. En cuanto oían las sirenas, los ciudadanos sabían que había llegado el momento de encender la radio, llenar la bañera de agua y apagar el gas. Las familias se aseguraban entonces de que el equipaje, los termos, las linternas y las mascarillas de gas estuviesen listas en el vestíbulo, y vestían a los niños. En los cines, se proyectaba una V de gran tamaño sobre la pantalla. La segunda alarma se daba cuando los aeroplanos se hallaban a mucha menos distancia. En los cines, aparecían, en lugar de la V, las palabras Flieger Alarm («Alarma aérea»), y se interrumpía la proyección del largometraje hasta que se daba la señal de cese de peligro. Tras este segundo aviso, llegaba el momento de descender a los refugios y sentarse a leer con intranquilidad, escuchar en silencio el apagado estruendo del exterior o charlar en voz baja y con no poca tensión con familiares y vecinos. En Hamburgo, Mathilde Wolff-Monckeberg dejó constancia, en febrero de 1945, de las cinco advertencias y las tres alarmas que habían vivido ella y sus conciudadanos en un solo día, «durante aquel período de angustia generalizada y certeza de extinción».
Pese a que las cifras de la producción armamentística de Alemania siguieron aumentando durante buena parte de 1944, no cabe duda de que, si no eran mucho más elevadas, era por efecto de los bombardeos llevados a cabo sobre las fábricas y la mano de obra alemanas. Durante aquel año, la factoría de la Ford en Colonia sufrió un absentismo de un 25 por 100, y la de la BMW muniquesa, de un 20 por 100. Indices como éstos suponían graves alteraciones en lo tocante a la configuración de los turnos y la disciplina laboral. Quien dijese no tener miedo a los bombardeos era un mentiroso o un insensato. Había en Jena un soplador de vidrio que se negaba siempre a bajar a los refugios durante las incursiones. «O te pilla, o no te pilla», solía argumentar, en tono fatalista, mientras se encogía de hombros. Al final, lo «pilló», como a tantos otros, en marzo de 1945. Los incendios tardaban, a veces, semanas en extinguirse, ya que había muy pocos camiones de bomberos para hacerse cargo de los fuegos a que daba lugar un ataque aéreo de envergadura.
Sería un error dar por sentado que los refugios antiaéreos garantizaban la integridad física de sus ocupantes. Muchos miles de personas murieron asfixiados en su penumbra subterránea. Asimismo, el intenso calor provocado por el fuego de un ataque de consideración también podía llegar a matar. A veces, las calderas o las cañerías principales reventaban y ahogaban o escaldaban a los que se refugiaban bajo tierra. No había incursión en la que no se viviesen escenas de terror protagonizadas por los que buscaban un lugar en el que resguardarse. A la ciudadana de Hamburgo Vilda Geertz, de doce años, los primeros ataques le parecieron, al igual que a muchos otros niños, un juego. Sin embargo, a medida que se fueron intensificando, tuvo oportunidad de contemplar el pánico que se hacía manifiesto en las calles cuando sonaban las alarmas: adultos anegados en lágrimas, gente peleando por franquear las puertas de los refugios… Una vez dentro, cuando las bombas comenzaban a caer, toda la tierra parecía estremecerse. Casi todos sufrían, en mayor o menor grado, de claustrofobia. «Acabé por vivir en un mundo de fantasía, absorta en mis libros, por escapar de aquella realidad tan terrible».
La señora Husle, residente de Colonia, escribió a su esposo, cabo del ejército de Model: «Los tranvías no funcionan, y el Neumarkt da la impresión de que lo hayan arado. No tenemos agua ni electricidad, y el gas escasea. La luz de las velas puede resultar muy entrañable en Navidad, o cuando se reúne una pareja; pero a mí, en mi soledad, me hace sentir muy infeliz. Tengo los nervios totalmente desquiciados. Algún día volverás a verme, aunque es mejor no pensar en ello. ¿Qué más da si mi pelo se ha vuelto blanco? ¿O sí importa?». En una etapa anterior de la contienda aérea, las autoridades recomendaron a los habitantes que hiciesen llegar un baúl con ropa y artículos de necesidad a amigos o familiares que habitaran en zonas menos vulnerables, de tal modo que, en caso de que sus casas quedaran derruidas, pudiesen conservar, al menos, parte de sus posesiones más necesarias. Joyce Kuhns huyó de Breslau, en dirección oeste, con sus tres hijos en enero de 1945, y tras muchos incidentes, llegó, por fin, a casa de una de sus amistades en Halle. Una vez allí, recuperó agradecida, con ayuda del conserje, el baúl de ropa que había enviado tres meses antes. La noche siguiente hubo una incursión aérea, y cuando regresó con la prole del refugio, se encontró con que la casa y el baúl habían desaparecido: sólo quedaba allí el cadáver del conserje.
Cuando los aviadores aliados veían a su alrededor las nubes de humo negro que dejaban las baterías antiaéreas, sentían miedo y, en ocasiones, aversión de los artilleros que las habían provocado. Sin embargo, los hombres que estaban adscritos al servicio de estos cañones no eran, en su mayoría, más que adolescentes a los que, por su corta edad, no habían dejado volar. Hans Moser tenía dieciséis años y era hijo de un funcionario del gobierno de Núremberg. Estaba al cargo de un cañón de 105 mm, llamado Bertha y emplazado en una fábrica de petróleo sintético de la Alta Silesia. Entre un ataque y otro, él y sus camaradas habían de hacer sus deberes, e incluso asistir a alguna que otra clase en el barracón de su batería. En teoría, los artilleros menores de edad debían recibir una asignación diaria de medio litro de leche para fomentar su desarrollo, si bien nunca llegaba hasta ellos. Moser, al que apodaban Moisés, iba a misa todos los domingos, acompañado de su amigo Georg, que pretendía hacerse sacerdote tras la guerra. Una vez en la iglesia, se sentaban en un banco, rodeados de toda una congregación de robustos campesinos. «Éramos tan jóvenes que no pensábamos demasiado en lo que estaba ocurriendo —reconoce—. Nos limitábamos a aceptar que la vida era así».
Cuando estaban en sus helados barracones, no pensaban en chicas: hablaban de sus tareas escolares, jugaban al ajedrez y leían novelas de Karl May. Dormían mucho y trataban de saciar su hambre, pues estaban en una edad en la que siempre se tienen ganas de comer. El mayor enemigo que tenían, durante buena parte de su tiempo, no era otro que el aburrimiento. Cada tres semanas, aproximadamente, había una incursión. Entonces, listos ante sus cañones, habían de afrontar un largo período de tensa expectación. Los generadores de humo comenzaban a expeler altas fumaradas grasientas que tenían la misión de ocultar la fábrica y confundir a los bombarderos de los aviones enemigos. El médico de la unidad los exhortaba a tratar de vaciar sus intestinos antes de un ataque, porque, de ese modo, sería más fácil tratarlos en caso de que sufriesen heridas de metralla en el abdomen. Cuando comenzaba el ataque, mientras sudaban cargando y disparando a Bertha, los artilleros miraban las colosales formaciones plateadas, resentidos por lo que consideraban la arrogante seguridad de las tripulaciones que con tanta confianza arrojaban sus cargas de terror antes de volver a sus bases para cenar.
Los artilleros estallaban en estrepitosos vítores cada vez que veían un aeroplano exhalar una columna de humo y desplomarse en una caída vertiginosa. En cierta ocasión, cayó al lado de su batería un aviador estadounidense en paracaídas. Había perdido una pierna, aunque seguía consciente. Los muchachos se arremolinaron, con curiosidad, en torno a él, y quedaron boquiabiertos cuando se dirigió a ellos en un alemán fluido. Se llamaba Richard Radlinger. «¿Por qué has venido a atacarnos?», le preguntaron ellos, a lo que él respondió sin alterarse: «Cuando se acabe la guerra, vamos a tomarnos una cerveza juntos». Luego, se lo llevaron a un hospital de campaña. Después de cada incursión, la fábrica quedaba convertida en una maraña de escombros y acero retorcido, aunque, ante el asombro de los artilleros, bastaban dos o tres días para que reanudase su producción.
Durante toda la contienda aérea, se dieron muchos casos de alemanes que consumaban actos sumarios de venganza con los aviadores caídos. Cuando Richard Burt, natural de Utah, atravesaba Viena escoltado por el enemigo tras haber sido derribado el Liberator en el que servía como artillero, un anciano civil comenzó a maldecirlo y a vapulearlo con un paraguas hasta que lo dominaron los soldados que custodiaban al prisionero. Mientras llevaban a la estación de Bremen a Carl Fyler después de que se hubiese lanzado en paracaídas de su B-17, la población lo increpó con gritos de: Terrorflieger! Schweinhund! Chicago gángster! En ocasiones, el resentimiento de los alemanes acarreaba consecuencias mucho peores. Fue el caso del teniente Henry Docherty, copiloto de un Flying Fortress, al que dejaron gravemente herido tras apalearlo ante el alcalde de Spandau. El agredido aseguró, asimismo, haber visto a cuatro hombres de la RAF colgados de postes de telégrafos. Un nazi de la SA irrumpió en la casa en la que retenían a un aviador británico y preguntó: «¿Dónde está ese cerdo?». Al verlo tumbado en el suelo, con el rostro ensangrentado, no dudó en descerrajarle un tiro en el estómago y ordenar a uno de los guardias que lo rematase. El alemán hizo lo que le mandaban.
El 28 de febrero de 1945, dos Spitfire que habían sido presa del fuego de la artillería antiaérea se estrellaron, casi al lado uno del otro, al norte del pueblo de Bohmte. Los pilotos, el oficial Taylor y el suboficial Cuthbertson, salieron ilesos, aunque cayeron en manos del enemigo, que los llevó, custodiados, a la fonda del lugar. Poco después llegaron Fritz Buchning y Norbert Müller, oficiales de la SA, y pidieron ver a los prisioneros. Después de que el primero pronunciase una delirante alocución en torno a aquellos «asesinos de mujeres y niños inocentes», condujeron a los dos aviadores a un bosque cercano y los ejecutaron. Los de la SA aseguraron no haber hecho otra cosa que actuar conforme a la orden publicada el 26 de febrero por el Kreisleiter local, según la cual debía ajusticiarse a todos los pilotos participantes en los bombardeos. Más tarde, durante su interrogatorio, uno de quienes conformaban el pelotón de fusilamiento señaló: «Yo era de la opinión de que el Orstgruppenleiter estaba actuando correctamente, porque conocía aquella orden». En los archivos de las investigaciones emprendidas en relación con los crímenes de guerra se recogen muchos otros incidentes como éstos. Por más privaciones que pudiesen haber sufrido los aviadores que acabaron recluidos en campos de concentración, lo cierto es que, habida cuenta de la atmósfera de histerismo en que vivía Alemania a causa de los bombardeos de 1945, podían considerarse afortunados de seguir con vida.
Resulta paradójico, claro está, que en el tramo final de la guerra muriesen muchos prisioneros de guerra durante los ataques aéreos. Así, por ejemplo, durante una incursión efectuada por la RAF sobre Lübeck, perdieron la vida numerosos presos polacos y, a la mañana siguiente, los que habían sobrevivido fueron objeto del enconado rencor de los lugareños. «Una iracunda multitud civil se congregó en el exterior del campo y nos insultó a voz en grito —escribió Piotr Tareczynski, oficial de artillería que había estado recluido desde el 5 de septiembre de 1939—. Con razón o sin ella, nos echaba la culpa de su infortunio; y algunos llevaban estacas. Aquélla fue la única vez que nos alegramos de estar rodeados de alambradas». Las nubes cubrieron el cielo de Coblenza durante un ataque emprendido contra la ciudad la noche del 22 de diciembre de 1944. Los marcadores de la RAF fueron a parar al campo de concentración de Stalag X31-A, cuarenta kilómetros más al este, y las bombas extraviadas mataron a varios reclusos que integraban el personal médico, así como a ciudadanos del pueblo, situado en las cercanías. Bud Lindsey, texano de diecinueve años, se indignó cuando se vio convertido en blanco de un Thunderbolt estadounidense mientras lo llevaban a la retaguardia tras haber caído en manos del enemigo en los Vosgos en noviembre de 1944. Había topado con las líneas alemanas mientras recogía informes de diversos pelotones, días después de haberse unido a la 100.a división de infantería, sin siquiera tener tiempo de efectuar un solo disparo en serio. El caza norteamericano sorprendió a su grupo a escasos centenares de metros del frente, y sus balas hicieron saltar chispas de una casa de los alrededores. «No sé por qué decidió aquel piloto, de buenas a primeras, atacarnos si vio que cinco de nosotros éramos prisioneros —escribió con aspereza—. Debía de estar muy aburrido».
Después de una incursión de relieve, no era extraño ver a prisioneros de guerra y trabajadores forzados con equipos de rescate bombeando aire en el interior de las ruinas en aquellos lugares en que se pensaba que podía haber supervivientes atrapados entre los escombros. Los habitantes de todas las ciudades alemanas se habían habituado a caminar, para ir al trabajo, por calles alfombradas de cristales, caídos de las ventanas destrozadas, que crujían bajo los pies a cada paso. En los edificios derruidos podían leerse inscripciones escritas con tiza que indicaban a amigos y familiares el nuevo paradero de quienes habían sobrevivido a la destrucción de su hogar. En aquella época, media Europa parecía estar buscando a seres queridos de los que no tenía noticia. Algunos se habían perdido de forma temporal, y otros no aparecerían jamás. Y lo que estaba por llegar era aún peor; mucho peor.
Después del ataque efectuado por la USAAF sobre Berlín el 3 de febrero de 1945, se extendió por la ciudad el rumor de que habían muerto quince mil personas, pese a que la cifra real fue mucho menor. Paul von Stemann escribió: «Supe que todo se desvanecía en medio de una gran confusión cuando me vi caminando por entre los malparados edificios del Ministerio de Asuntos Exteriores sin que nadie me dijese nada. Los había alcanzado toda una sarta de bombas, y no había quedado ni una puerta cerrada, así que pude pasear a mi gusto por los distintos despachos. El suelo estaba lleno de documentos, papeles y libros cubiertos con yeso, escombros, cristales rotos y tinta derramada de los recipientes rotos. Entre la multitud se hallaba el mismísimo Von Ribbentrop, pulcro como un cadete con uniforme nuevo, aunque con el rostro demudado por el desconcierto». Durante semanas, las nieves del invierno habían convertido los kilómetros de ruinas de Berlín en un espectáculo por demás pintoresco. Sin embargo, el deshielo de febrero les había conferido un aspecto gris y desventurado. La gente recorría fatigada las calles llenas del barro que se había formado al mezclarse el agua de la lluvia con el polvo y los escombros que lo llenaban todo.
De vez en cuando, Von Stemann recorría los ciento noventa kilómetros que separaban Berlín de Dresde a fin de sumirse en la dichosa tranquilidad de la ciudad después de los incesantes ataques de la aviación aliada a la capital. Se alojaba en el hotel Bellevue, donde «nos rodeaba la belleza nacida de manos humanas de la que tanta sed teníamos: el castillo de Augusto el Fuerte, el Zwinger, la iglesia de la Corte, los museos y sus grandiosas colecciones de porcelana, tallas de marfil, esculturas y pinturas, y más allá, el casco antiguo, con sus calles sinuosas y sus muchas tiendas de antigüedades, bien surtidas y dispuestas a hacer negocio».
Götz Bergander, joven de Dresde contaba sólo doce años cuando estalló la guerra. Al principio, su padre regresaba a casa cargado de objetos de lujo de Francia, donde se hallaba destinada la unidad antiaérea de la Luftwaffe a la que pertenecía. El niño le preguntaba, entusiasmado, cuántos aviones británicos había abatido. En 1941, lo sorprendió ver llorar a su madre cuando se anunció por la radio la invasión de la Unión Soviética, aunque su pasatiempo favorito siguió siendo representar espeluznantes escenas bélicas en su cuaderno de dibujo. En la escuela, él y sus compañeros vivían los simulacros de defensa antiaérea como un juego: prendían pelotas de papel a modo de proyectiles incendiarios y las apagaban por practicar. Asimismo, observaban fotografías de ciudades bombardeadas. Hasta 1945, Dresde constituía un objetivo distante y poco prioritario para los aeroplanos aliados. «Yo tenía mucha imaginación, pero no tanta para sospechar siquiera lo que podría significar para nosotros un ataque aérea». Cuando él mismo fue llamado a filas para que sirviese en su ciudad, como parte de la dotación de un cañón antiaéreo, las ilusiones románticas que se había creado en torno a la guerra se desvanecieron de golpe. El trabajo era agotador, y también muy aburrido. A veces, caía alguna bomba sobre Dresde, aunque se trataba de proyectiles mal apuntados y, en consecuencia, apenas había necesidad de disparar los cañones. Una noche fría y despejada, pudieron ver el fulgor distante de los incendios de Leipzig. Con todo, los ciudadanos seguían convencidos de que el grandioso legado cultural de Dresde la hacía inmune a la devastación provocada por los aliados. A medida que fue avanzando el frente y se hizo más cercana la derrota, se extendieron rumores de que el enemigo tenía intención de conservar intacta la ciudad para convertirla en la capital del gobierno de ocupación.
Tras cumplir con su unidad antiaérea, Emil, el padre de Bergander, dirigió la famosa compañía Bramsch, que fabricaba levadura y aguardiente en una destilería cercana a la casa familiar. Cuando su hijo se encontraba dibujando en su dormitorio y oía que alertaban en la radio de una incursión aérea, colgaba una toalla por fuera de la ventana, señal convenida para que su padre detuviese la producción. Preferían hacerlo siempre en el último momento, toda vez que la levadura se echaba a perder si dejaba de funcionar la fábrica. La tarde del 13 de febrero de 1945, el adolescente estuvo con su madre en la estación de la ciudad, y pudo ver la multitud de soldados, viajeros y refugiados que allí se congregaban. Madre e hijo regresaron a su hogar en el tranvía de las nueve, y poco después de llegar a su destino, oyeron sonar la alarma. El edificio en que vivían era propiedad de la compañía del cabeza de familia, cuyas oficinas se hallaban en la planta baja, y el director general había mandado reforzar el sótano para que hiciese las veces de refugio. Disponía, por lo tanto, de contraventanas de acero selladas con caucho y línea telefónica. Así que la familia no dudó en introducirse en la seguridad que le brindaba aquel recinto y esperar allí a que pasasen la sobrecogedora tormenta y sus sacudidas. Los aviones se alejaron cuando sólo habían transcurrido veinticinco minutos del comienzo de la incursión, y los Bergander salieron a la oscuridad de la planta baja. Pese a que, según pudieron comprobar, no había caído bomba alguna en los alrededores, el cielo de la ciudad estaba teñido de un intenso resplandor rosado. Götz subió al tejado de la fábrica para apagar con arena los proyectiles incendiarios que habían dado en él. El lugar que más destacaba en la población era una gran fábrica de cigarrillos rematada en cúpula, al modo de una mezquita, y coronada de alminares. Todo lo que podía verse a su alrededor por encima del horizonte estaba ardiendo. Götz no pudo menos de maravillarse ante la belleza de las llamas que se reflejaban en el vidrio amarillo de la cúpula. Estaba impresionado, y tenía miedo. En aquel primer ataque habían participado 244 Lancaster del 5.o grupo de la RAF, que habían dejado caer más de ochocientas toneladas de bombas.
No obstante encontrarse a una distancia segura del colosal incendio que devoraba la ciudad, el adolescente pudo sentir su calor. Cuando bajó, de nuevo, a la calle, estaba llegando el primer grupo de refugiados. Los que lo integraban no dejaban de gritar: «¡Está ardiendo todo!». Tenían los abrigos cubiertos de ceniza, y muchos tosían con violencia a causa del humo inhalado. Algunos llevaban bolsas cargadas con las pocas pertenencias que habían podido meter en ellas. Frente a la casa de los Bergander se congregó un gentío no demasiado numeroso que, presa del aturdimiento, comentaba aquella pesadilla. De súbito, alguien gritó: «¡Otra alarma!», y todos se miraron incrédulos. «Imposible», señaló un hombre. Entonces, el adolescente elevó la vista al cielo y exclamó a voz en cuello: «¡Serán criminales!». Indignados ante tamaña injusticia, volvieron a introducirse en el sótano, aterrorizados y con el oído atento a las explosiones, que parecían ser más violentas y estar más cerca que las anteriores. Y así era: 529 aparatos de la RAF habían lanzado mil ochocientas toneladas de bombas con una precisión fatal. Sólo seis de ellos cayeron durante el asalto, que tuvo consecuencias desastrosas para la ciudad.
El ataque cesó pasados cuarenta minutos. Los Bergander volvieron a salir de su refugio y se encontraron con que su casa y la fábrica eran casi los únicos edificios de las inmediaciones que habían sobrevivido sin demasiados daños. El muchacho subió de nuevo al tejado, y cuando bajó informó a sus padres de que sólo podía ver una cortina blanca de fuego. Aún hubo otras explosiones esporádicas, debidas a bombas de efecto retardado. La parte más baja de su calle estaba ardiendo, y la multitud de fugitivos no dejaba de aumentar. Finalmente, Götz, cansado de aquel terrible espectáculo, se sumió, agotado, en un profundo sueño.
A la mañana siguiente, los habitantes de Dresde salieron a la calle y pudieron contemplar la cruel devastación de su ciudad. Victor Klemperer, estudioso judío de sesenta y tres años que ansiaba más que cualquier otro europeo la derrota de los nazis, quedó horrorizado por lo que vio.
Caminábamos despacio, porque yo llevaba las dos bolsas y tenía los miembros doloridos… Los edificios que se erigían sobre nuestras cabezas no eran más que esqueletos carbonizados. Cerca del río, por donde circulaba o descansaba, en el suelo, mucha gente, sobresalía de la tierra removida un número incontable de los estuches rectangulares vacíos de las bombas incendiarias. Muchos de los edificios seguían ardiendo… De vez en cuando, tropezábamos con cadáveres dispersos por el suelo, transformados en poco más que un bulto de ropa. Uno de ellos tenía el cráneo abierto, convertida la parte alta de su cabeza en una escudilla de color rojo oscuro. En una ocasión, vimos en el suelo un brazo; la mano, pálida y hermosa, semejaba una figura de cera de las que se ven en los escaparates de las barberías. Había quien… empujaba carretillas de mano con ropa de cama y otros bienes, en tanto que otros estaban sentados sobre cajas o hatillos. Oleadas cada vez más numerosas pasaban por entre estos islotes, apartándose ante los cadáveres y los vehículos destrozados, y avanzando en un sentido u otro del Elba en agitada y silenciosa procesión.
Otra de las familias judías que vivían en Dresde acometió un peregrinaje singular aquel día terrible, deseosa de comprobar que, en efecto, el cuartel general de la Gestapo había quedado destruido. «Aquello era espantoso: los cadáveres, la ciudad ardiendo —refirió Henni Brenner—… Sin embargo, desde determinada distancia pudimos ver que [también] estaba envuelto en llamas. En ese momento, nos invadió cierta satisfacción». La casa de Klemperer quedó destrozada; así que él y su esposa no dudaron en arrancar las estrellas amarillas que llevaban prendidas a las ropas, sabedores de que sólo si pasaban por arios tendrían alguna posibilidad de conseguir comida, un techo o siquiera compasión. Cuando volvieron a oír el fragor distante de los aviones y se echaron al suelo en medio de más explosiones y con el polvo de los escombros sobrevolando sus cabezas, Klemperer no pudo menos de pensar con vehemencia: «¡Qué no te maten justo ahora!».
Cuando Götz Bergander se atrevió a bajar a la calle, topó con un tropel de ciudadanos que suplicaban agua, toda vez que la fábrica tenía suministro propio. El muchacho quedó pasmado al ver a uno de los trabajadores llegar en bicicleta. «¿Para qué ha venido?», le preguntó. «Quería ver si este viejo seguía en pie», respondió, refiriéndose al edificio, el recién llegado. Aquel hombre de marcado acento sajón era uno de los obreros más concienzudos con que contaba la empresa. Todos estaban emocionalmente enervados: «No lográbamos asimilar lo que nos había pasado. Yo no sentía odio ninguno por los aviadores, pero sí estaba tremendamente enojado: me parecían unos cobardes. ¿Por qué no se enfrentaban con nosotros de hombre a hombre?».
Entonces volvieron a sonar las sirenas, y todos se miraron casi sin expresión. Alguien dijo: «Pero ¡si ya no queda nada por bombardear!». Un centenar de personas, la mayoría acometida de histeria, corrió a hacinarse en sus refugios mientras Victor Klemperer yacía en el suelo de la calle, tratando de espantar sus temores. Trescientos once Flying Fortress de la USAAF irrumpieron en el espacio aéreo de la ciudad para completar, con 771 toneladas de bombas, lo que habían comenzado los Lancaster de la RAF. Los Bergander oyeron caer, a muy poca distancia, la primera serie de proyectiles. Tenían la impresión de estar bajo un puente en el preciso momento en que pasaba por encima un ferrocarril. Las luces se apagaron, y el haz de las linternas hizo visible la densa nube de polvo blanco que viciaba el aire del sótano. La repentina sacudida de una explosión les robó el aliento por unos instantes. Demasiado aturdida aún para gritar, la familia se echó, a una, al suelo del refugio. Tuvieron mucha suerte de poder contar con un amparo tan resistente, pues en el patio de la casa había caído una sarta de bombas de 226 kilogramos. De un modo u otro, tanto el edificio de su vivienda como el de la fábrica salieron casi ilesos. Quedaron, eso sí, sin un solo cristal en las ventanas y casi sin tejas.
Cuando salieron a la calle, el fuerte viento del oeste estaba avivando las llamas que invadían casi la totalidad de los bloques de las proximidades. Los Bergander corrieron por entre los edificios, cubriendo con mantas mojadas restos incendiados que habían caído del cielo. Conscientes de su extraordinaria suerte, dieron gracias por haber conservado no sólo sus vidas y sus posesiones, sino también la reserva de patatas que constituyó su único sustento durante los días que siguieron a la catástrofe. Comenzaron a llevar agua al hospital vecino, que carecía por completo de ella, y se afanaron por restablecer el rendimiento de la fábrica mientras ofrecían a la oleada de refugiados toda la ayuda que les era posible. Götz Bergander tenía una cámara, y fotografió, para la posteridad, cuanto veía a su alrededor. A su padre se lo llevaban los demonios: «¿Por qué pierdes así el tiempo? Además, ¡está prohibido!». Durante las semanas siguientes, apenas tuvieron tiempo de hablar entre ellos ni de pensar siquiera en lo que había ocurrido, absortos como estaban en la lucha por sobrevivir. Su madre sufrió un ataqué al corazón con sólo cuarenta y cuatro años.
En el transcurso de una noche y un día, Dresde había padecido un grado mucho mayor de devastación que cualquier otro gran centro urbano de Alemania, a excepción de Hamburgo y Berlín. Al menos treinta y cinco mil de sus habitantes habían perecido, aunque los enlaces ferroviarios de la ciudad, pretexto del bombardeo aliado, sólo habían sufrido, en comparación, daños menores. Tanto fue así que apenas hicieron falta unos días para que los trenes volviesen a recorrer la población.
Bergander observó, casi sesenta años después, con la imparcialidad propia de un historiador; algo que, por otra parte, no es nada frecuente entre los alemanes de su generación:
El bombardeo de Dresde constituyó una verdadera extravagancia. Incluso en tiempos de guerra, los medios deben ser proporcionales al fin que se busca conseguir, y aquí, aquéllos fueron desmesurados en relación con éste. No diré que Dresde no debiera ser bombardeada, pues, como centro ferroviario, constituía un objetivo importante; ni tampoco que fuese excepcional en comparación con otras ciudades alemanas. Sin embargo, no logro entender por qué hubo que hostigarla a escala tan brutal. La única respuesta que puedo suponer es que la política de bombardeo aliada se hubiese convertido en una dinámica en sí misma.
Desde 1945, los estudiosos han dedicado no pocos empeños a analizar los motivos que llevaron a los aliados a destruir Dresde. A muchos investigadores, y en especial a los de origen alemán, les resulta muy difícil de entender el que, para los estrategas aliados, la ciudad no poseyera ninguna significación especial. No era más que un integrante más de la docena de municipios sin dañar que había pasado meses en la lista de objetivos que tenía expuesta sir Arthur Harris en la localidad inglesa de High Wycombe —la relación de infausta memoria que había elaborado a fin de tener presente el trabajo que le quedaba por hacer en Alemania—. La demolición de una serie de ciudades concretas resultaba esencial para consumar lo que él entendía por triunfo de las fuerzas aéreas, En concreto, quien más lo animó a escoger objetivos de la Alemania oriental fue, en vísperas de la Conferencia de Yalta, Churchill, quien ansiaba demostrar a los soviéticos el poderío de la aviación aliada. Las caprichosas condiciones meteorológicas propiciaron en Dresde una «tormenta de fuego» —una cortina de llamas avivada por fuertes vientos— del tipo que aspiraba a crear el Bomber Command cada noche de su ofensiva, si bien sólo lo consiguió en tres ocasiones: en Hamburgo, en 1943; en Darmstadt, en 1944, y en Dresde, en 1945.
Hace ya un cuarto de siglo, mientras investigaba sobre las ofensivas de los bombarderos, el autor encontró, por casualidad —y reveló por vez primera—, las instrucciones que dio la RAF a las escuadrillas que participaron en las incursiones a Dresde, éstas decían en parte:
A mediados de invierno, los refugiados que se dirigen a manadas hacia el oeste y las tropas que necesitan un descanso convierten los tejados en algo muy solicitado… Dresde se ha transformado en una ciudad industrial de gran relevancia… la abundancia de líneas telefónicas e instalaciones ferroviarias tienen un valor fundamental a la hora de controlar la defensa de este sector del frente, amenazado en estos momentos por la ofensiva del mariscal Kóniev… Lo que pretende el ataque es golpear al enemigo donde más pueda dolerle, detrás de un frente quebrado ya de forma parcial… así como, de forma secundaria, hacer que los soviéticos sepan, cuando lleguen allí, lo que es capaz de hacer el Bomber Command.
El carácter banal de este documento pone de manifiesto, de un modo muy preciso, el espíritu diríase que indiferente con el que se organizó el ataque a Dresde. Los mayores horrores de la guerra no son siempre —ni siquiera a menudo— fruto de reflexiones proporcionales por parte de quienes los desencadenan. El propio primer ministro británico lamentó la destrucción de Dresde una vez consumada, cuando reparó en sus repercusiones culturales. Con todo, en medio de las inexorables presiones que comportaba el hecho de llevar adelante una guerra, la ciudad no pareció ser, para Churchill o para Harris, más que un topónimo de los muchos contenidos en un mapa antes de que se efectuasen las incursiones. Después, claro, apenas pudo decirse que fuese siquiera eso.
«Hay que poner fin a este calvario —escribió, invadido por la angustia, Erich Schudak, suboficial de la Luftwaffe, en su diario tras un ataque aéreo producido el 5 de marzo—. ¿Qué ha sido de nuestra hermosa Alemania?». No obstante, Schudak parecía no sentirse con el valor necesario para aceptar que sólo había un modo de acabar con tanto sufrimiento. El día 18 del mismo mes, escribió: «La mayor parte de la escuadrilla está convencida de que hemos perdido la guerra, y lo único que yo puedo decir al respecto es que son un hatajo de enclenques. Ya sé que la situación no parece muy prometedora y que, de hecho, se está volviendo desesperada; pero estoy seguro de que podemos hacer que cambien las tornas». Sir Arthur Harris podría haber dicho que, mientras persistiese tal idea entre los defensores de Alemania, su ofensiva no tenía más remedio que continuar. Y en efecto, eso fue lo que hizo.
Henry Kissinger se cuenta entre quienes, hoy día, consideran muy poco acertado el bombardeo de área llevado a cabo sobre Alemania —lo cual no deje, tal vez, de sorprender, habida cuenta de su origen judío y de su historia política—. «Sin embargo —añade—, cuando una nación ha consentido el asesinato de tantas personas, no parece que sea digna de demasiada compasión». Ésta es una postura que seguirá sometida a numerosos debates incluso entre las generaciones aún por nacer, y huelga decir que las discusiones al respecto tendrán un carácter más apasionado entre los alemanes.
El bombardeo de ciudades y centros industriales del Reich se prolongó hasta el final de la contienda, y destruyó algunos objetivos que resultaban útiles al empeño bélico nacionalsocialista y muchos otros que no lo eran tanto. El lunes, 12 de marzo de 1945, la RAF demolió, durante una feroz incursión sobre Viena, el teatro de la ópera de la ciudad. En la hoguera quemaron unos ciento sesenta mil trajes, así como los decorados de ciento veinte producciones. Doscientas setenta personas murieron sólo en el sótano del Jockey Club, que fue víctima de un impacto directo. Los equipos de rescate necesitaron dos semanas para sacar los cadáveres de entre los escombros. «El olor es nauseabundo, y no se va de la nariz hasta que han pasado varios días», escribió Missie Vassiltchikov, que había abandonado Berlín para trabajar en un hospital vienés. La última obra que se puso en escena en el teatro fue El crepúsculo de los dioses wagneriano.