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Sangre y hielo en Prusia Oriental

1. UN IDILIO HECHO AÑICOS

Lo que se describe en el presente volumen no es otra cosa que un descenso a los infiernos: en las páginas anteriores se ha recogido, sobre todo, la suerte que corrieron los soldados, algunos de los cuales hubieron de vivir experiencias muy traumáticas. Sin embargo, falta exponer lo que sucedió una vez precipitado el derrumbamiento del Tercer Reich, cuando la población civil de Alemania hubo de enfrentarse a sufrimientos incluso para los que estaban familiarizados con los bombardeos aéreos. Dejemos a un lado, por un momento, cuestiones de culpa, necesidades militares y castigos más o menos merecidos: lo único que importa aquí es observar que, en 1945, más de cien mil personas que se encontraban dentro de las fronteras de Hitler por nacimiento o por obligación entraron en un túnel que se oscurecía a medida que avanzaban y en cuyo interior sufrirían horrores sin punto de comparación con los experimentados por las sociedades occidentales durante la Segunda Guerra Mundial.

Las vastas llanuras de Prusia Oriental se extendían, en dirección sur, desde la región del Báltico situada entre los puertos de Danzig y Memel (Klaipéda). En siglos anteriores habían estado gobernadas por prusianos, polacos e incluso suecos, si bien, en 1945, su población estaba compuesta de un modo casi exclusivo por gentes de ascendencia alemana, que sumaban un total de 2,4 millones, sin contar con unos doscientos mil prisioneros alemanes y trabajadores forzados, ni con los millares de refugiados alemanes procedentes de los estados bálticos. En 1919, el Tratado de Versalles había separado Prusia Oriental del resto del Reich al proporcionar a Polonia acceso al mar desde Danzig. Poco después, se le otorgó también la provincia de Posen (Poznan). En septiembre de 1939, los prusianos orientales acogieron con regocijo la invasión de Polonia por parte de Hitler y el restablecimiento de su unión geográfica con Alemania.

El carácter de la región estaba determinado, en gran medida, por sus familias de rancia estirpe aristocrática. «Prusia Oriental era una provincia muy poco típica de Alemania —observa Helmut Schmidt—, propiedad, sobre todo, de la alta burguesía y la nobleza, en la que el pueblo llano estaba constituido por campesinos sometidos a ellas. Se trataba de una sociedad peculiar, conformada por una delgadísima capa superior de condes, barones y príncipes dispuesta sobre una masa de cientos de miles de personas que apenas poseían lo necesario para vivir». En opinión de Henner Pflug, que trabajaba allí en calidad de profesor, «los nazis parecían gozar de una importancia secundaria en Prusia Oriental, donde la aristocracia seguía sin tener rival». Los pocos representantes de la clase media con que contaba la provincia vivían, sobre todo, en Kónigsberg, su capital. Los grandes habitaban casas de campo de extraordinaria belleza, y mantenían una relación cercana al feudalismo con el campesinado que labraba sus campos. Durante siglos, antes de la llegada del nazismo, los alemanes de la región se habían considerado a sí mismos como misioneros que habían asumido la labor civilizadora de mantener los valores de la cristiandad entre los bárbaros de la Europa oriental. El término Heimat («patria»), que tanta importancia tiene para los alemanes, poseía una significación especial para los habitantes de Prusia Oriental.

El conde Hans von Lehndorff, médico y autor de una de las relaciones más conmovedoras de lo sucedido a su nación en 1945, escribió acerca de su «misterioso esplendor. Todo el que viviera aquellos últimos meses con cierta receptividad sensorial debió de sentir que jamás había visto luces tan intensas, cielos tan altos, distancias tan vastas». Prusia Oriental había estado, en buena medida, resguardada del impacto del conflicto mundial desde 1939. «Allí reinaba una tranquilidad inverosímil —asevera Ursula Salzer, hija de un encargado ferroviario de Kónigsberg—. No teníamos la sensación de que se estuviera librando una guerra, ni nos faltaba comida».

Las cosas comenzaron a cambiar a finales del verano de 1944. La capital de la provincia, que sólo había sido objeto de tímidos bombardeos por parte de los soviéticos, sufrió un ataque del Bomber Command británico. Sus aeroplanos aparecieron, por vez primera, la noche del 26 de agosto, aunque la mayoría no logró dar con la ciudad. La noche del día 29, sin embargo, surcaron el cielo de la ciudad 189 Lancaster del 5.o grupo, y su efecto fue devastador. Según estimó aquella sección de la RAF, quedó destruido un 41 por 100 de todas las viviendas y un 20 por 100 de la industria de Kónigsberg. La intensa actividad de los cazas sobre el objetivo se saldó con la inesperada pérdida de 15 Lancaster (es decir, un 7,9 por 100 de las fuerzas atacantes). A los habitantes de la ciudad, claro está, sólo les importó la devastación que dejaron a su paso los aparatos de la RAF. Y así, cuando los soldados alemanes escoltaban por entre las calles en ruinas a un piloto británico que había logrado saltar en paracaídas de su bombardero abatido, una joven le gritó, iracunda, en lengua inglesa: «¡Estaréis contentos!».

Se trataba de Elfride Kowitz. De la lechería de su familia y la casa que tenían en una esquina de Neuer-Graben no había quedado piedra sobre piedra. Cuando salió de su refugio, una vez finalizada la incursión, se paró a contemplar las ruinas de su hogar. Vio a un hombre con casco, y reparó en que era su padre. Uno y otra corrieron a abrazarse y lloraron desconsolados. «Papá y mamá se vinieron abajo —recuerda—: Habían perdido todo lo que habían logrado tras una vida de trabajo». El cabeza de familia sólo pudo rescatar la radio: todo lo demás se perdió de modo irremediable. El resentimiento de «Elfi» jamás llegó a apagarse. «Aquel ataque fue tan inútil… No hizo nada por adelantar el final de la guerra». Desde entonces, y hasta mayo de 1945, no volvió a desnudarse para dormir, y se echaba a temblar cada vez que oía sonar las sirenas.

También hubo un reducido grupo de personas en situación especial que, si bien compartió el miedo de sus conciudadanos bajo los ataques de la aviación aliada, consideró, con todo, que los bombarderos eran un símbolo de esperanza. Michael Wieck, que a la sazón tenía dieciséis años, no podía entrar en los refugios antiaéreos por ser judío; así que, cuando se avecinaba una incursión, se veía obligado a recurrir a la protección que le brindaba una carbonera. Oía el zumbido distante de los aviones acentuarse hasta convertirse en un rugido y mezclarse entonces con el rabioso gruñido de las baterías antiaéreas. Aún seguía en la calle cuando, en el cielo nocturno, descendían de los aparatos de la RAF marcadores pirotécnicos semejantes a árboles de Navidad. «Entonces no me resultaban tan reprobables aquellos bombardeos como me parecieron acabada la guerra —reconoce—. Sabíamos que la victoria de los aliados era lo único que podría salvarnos la vida; así que, para nosotros, eran un mal menor que aquélla traía aparejado». Sin embargo, también él y sus padres vivieron como una verdadera catástrofe la segunda incursión de la RAF que sufrió Kónigsberg. «Libros de texto, cortinas, restos de toda clase llovían del cielo a medio quemar. El calor era tal que muchos no se atrevían a salir de los sótanos en que se habían refugiado. Todo estaba ardiendo, y hubo quien se lanzó al río por huir de las llamas. Cuando todo acabó, la escena era semejante a la que queda tras la explosión de una bomba atómica». Hans Siwik, dirigente local de las Juventudes Hitlerianas y antiguo miembro de la guardia personal del Führer, quedó tan horrorizado como él, bien que desde una perspectiva algo diferente: estaba indignado por el carácter «inmoral» de la agresión británica. «Sólo un desquiciado querría destruir un lugar así. El pueblo de Kónigsberg no estaba hecho a las incursiones de la aviación; no teníamos mucha artillería antiaérea. Me causaba gran espanto pensar siquiera en tamaño vandalismo». Y sin embargo, aún quedaba por llegar algo mucho peor.

Durante los gélidos días del otoño de 1944, Hans von Lehndorff observaba volar a las cigüeñas hacia el sur siguiendo su migración anual, e imaginaba que muchos de sus paisanos estarían pensando lo mismo que él: «Vosotras os vais, pero ¿y nosotros? ¿Qué va a ser de nosotros y de nuestro país?». Los prusianos orientales sabían que estaban condenados a ser los primeros alemanes que sufriesen la ofensiva por tierra, por ser los más cercanos al incesante avance del Ejército Rojo.

El Gauleiter de la provincia era Erich Koch, uno de los burócratas más odiados del Tercer Reich. Durante un estadio anterior de la guerra, había pronunciado, en calidad de comisario del imperio en Ucrania, un discurso de infausta memoria aún puesto en el contexto de la retórica nacionalsocialista. «Somos una raza superior —rezaba—. No debemos olvidar que el más insignificante obrero alemán es, racial y biológicamente, mil veces más valioso que la población de aquí… No he venido a prodigar dicha… La población debe trabajar, trabajar y seguir trabajando… No hemos venido aquí a repartir maná, sino a fundar los pilares sobre los que erigir nuestra victoria».

En lo que duró el año de 1944, mientras la sombra roja se estiraba más allá de las fronteras de Prusia Oriental, Koch se deshizo, con una grandilocuencia cada vez más estridente, en declaraciones sobre el compromiso adquirido por el gobierno de defender la provincia ante los soviéticos. Asimismo, y en consecuencia, se opuso resueltamente a cualquier idea de evacuar a la población civil, toda vez que aprobar una huida así habría equivalido a reconocer que Alemania podía ser derrotada. Según manifestó, era deber de todo compatriota aferrarse a cada palmo de su terruño ante la llegada de las monstruosas hordas orientales. Y no eran los nazis los únicos que consideraban de especial relevancia sostener la defensa de Prusia Oriental: a esas alturas, ningún alemán ignoraba que Stalin y sus aliados occidentales habían acordado que, en caso de quedar sometido el país, aquella provincia sería cedida a Polonia, a modo de compensación por las tierras polacas de levante que pasarían a formar parte de la Unión Soviética.

Los «Tres Grandes» habían acordado la deportación a las fronteras que delimitarían el territorio alemán tras la contienda de unos dieciséis millones de personas de ascendencia alemana repartidas —tanto como consecuencia de las recientes inmigraciones a que habían dado pie los designios coloniales de Hitler, como en calidad de residentes históricos— por la Europa del Éste. Tal iniciativa comportaría un traslado de poblaciones colosal, histórico, que los aliados occidentales aceptaron sin apenas discusión o vacilación a uno y otro lado del Atlántico. «El presidente comunicó su convencimiento de que debía organizarse la salida de los prusianos de su tierra natal del mismo modo como se hizo salir a los griegos de Turquía tras la última guerra —aseguró Harry Hopkins en 1943—. Si bien se trata de un procedimiento severo, es el único que garantizará el mantenimiento de la paz, y… en cualquier caso, el pueblo prusiano no es digno de confianza». Churchill defendió la justicia de este precursor ejercicio de «limpieza étnica» ante la cámara de los comunes el 5 de diciembre de 1944: «Hay que dar un buen barrido —aseguró—. No me alarma la idea de separar poblaciones, ni la de los multitudinarios movimientos migratorios que va a comportar tal hecho, y que, en las condiciones que se dan en los tiempos que corren, son más posibles que nunca antes en la historia. La separación de poblaciones efectuada entre Grecia y Turquía después del último conflicto bélico… fue todo un éxito en muchos sentidos».

Esta descomunal migración forzosa tenía el propósito de evitar que los alemanes pudiesen volver jamás a sentirse movidos a actuar con agresividad en interés de quienes vivían en la Europa oriental y compartían con ellos un parentesco étnico. Los alemanes quedarían, así, arredilados en su propio país, y Prusia, médula histórica de su militarismo, acabaría desmembrada. En ningún lugar quedarían minorías alemanas. Una operación así serviría también para desagraviar el trato otorgado por Hitler a las regiones de Polonia anexionadas a su Reich, de las que había expulsado a casi un millón de habitantes desde 1939.

Los generales alemanes caídos en manos de los soviéticos, cuyas conversaciones se encargó de escuchar la NKVD, pusieron el grito en el cielo ante la inmensurable injusticia que veían cernirse sobre su nación. «Quieren arrebatarnos Prusia Oriental —dijo Paulus, jefe militar vencido en Stalingrado—. No podemos decirles sin más: “Aquí la tenéis: tomadla”. En ese sentido, los nazis son mejores que nosotros, pues están luchando por conservar nuestra patria. Si se ceden territorios alemanes a Polonia, habrá otra guerra». El general Strekker se mostró totalmente de acuerdo: «Si nos quitan Prusia Oriental, se desencadenará una nueva contienda, y por supuesto, volverán a culpar al pueblo alemán… esta vez inmerecidamente».

Las primeras incursiones que efectuaron los soviéticos en tierras prusianas tuvieron lugar el 22 de octubre de 1944, cuando el 11.o ejército blindado de guardias capturó Nemmersdorf y otras aldeas fronterizas. Cinco días más tarde, el 4o ejército del general Friedrich Hossbach logró reconquistar dichas poblaciones. Apenas sobrevivió a la ocupación uno solo de sus habitantes: los soldados habían clavado a las mujeres a las puertas de los graneros y a las carretas, o las habían aplastado bajo las orugas de los carros de combate después de violarlas. También habían acabado con la vida de sus hijos. Habían fusilado a cuarenta prisioneros de guerra franceses que trabajaban en las granjas, así como a alemanes que se habían declarado comunistas. El proceder del Ejército Rojo no era fruto de una brutalidad indiferente, sino de un sadismo sistemático que rivalizaba con el de los nazis. «En el corral había una carreta, a la que habían clavado a más mujeres desnudas por las manos, como crucificadas —comunicó Karl Potrek, miliciano del Volkssturm que entró en Nemmersdorf con la Wehrmacht—. Cerca de una taberna de grandes dimensiones, la Roter Krug, había un almacén de grano con dos puertas, y en cada una de ellas había una mujer [muerta del mismo modo]. En las viviendas encontramos a un total de 72 mujeres, así como a niños y a un hombre, todos muertos… todos asesinados del modo más brutal, a excepción de unos cuantos que tenían agujeros de bala en la cabeza. A algunos niños de pecho les habían hundido el cráneo». Incluso los estalinistas se mostraron avergonzados ante lo que había sucedido allí. La historia oficial moscovita de la Gran Guerra Patriótica de la Unión Soviética, por lo común contraria a asuntos así, reconoció: «No todos los soldados del Ejército Rojo entendieron el modo como tenían que conducirse en Alemania… Durante los primeros días de combate en Prusia Oriental, se dieron violaciones aisladas de las normas correctas de comportamiento». En realidad —huelga decirlo—, lo que había sucedido en octubre en aquella provincia no era sino un anticipo de lo que harían sus tropas en todas las tierras de Polonia y Alemania durante los terribles meses por venir.

Koch y Goebbels convirtieron la tragedia de Nemmersdorf en centro de buena parte de la propaganda nazi de la época. Se envió a varios fotógrafos y corresponsales a dejar constancia de cada detalle de las atrocidades soviéticas. Lo allí sucedido se divulgó a los cuatro vientos a modo de muestra de la barbarie roja, y se empleó para espolear a los defensores de Prusia Oriental. Por toda la provincia se distribuyeron carteles en que aparecían las víctimas, y no hubo un solo cine en que no se proyectasen noticiarios sobre el particular. Muchas mujeres que los vieron tomaron medidas para hacerse con veneno por si las capturaban. Y fueron muchas las que acabaron por usarlo.

Como la mayoría de los dirigentes nazis, Koch vivía con opulencia, si bien no con estilo. Poseía una finca a las afueras de Kónigsberg, llamada Federico el Grande y dominada por una casa moderna de grandes dimensiones para cuya construcción había obtenido, de un modo u otro, ladrillos en fechas en que no estaban disponibles para nadie más. Aquel hombre de pequeña estatura, hechura achaparrada y bigote, muy propenso a desenfrenados arranques de cólera, adolecía de la escasez de cualidades físicas común a la mayoría de los superiores nacionalsocialistas. Sus acólitos gozaban de su patrocinio, de sus fiestas y sesiones cinematográficas privadas, y de acceso al palco personal del Gauleiter en el teatro de Kónigsberg. Koch compartía con su Führer una monumental facilidad para el autoengaño. Cuando la RAF bombardeó la capital de su provincia, montó en cólera al saber que un grupo errado de bombas en serie había caído sobre Federico el Grande. Mientras supervisaba la limpieza de la zona, observó entre dientes: «No voy a consentir que esto vuelva a suceder». Cuando algunas de las mujeres a su cargo hicieron patente el temor a correr la misma suerte de las víctimas de la incursión soviética en Nemmersdorf, señaló en tono autoritario: «Eso será si los dejamos pasar; pero aquí vamos a pararles los pies». Y lo vieron tan convencido, que llegaron casi a creer que así sería. Lise-Lotte Küssner, prusiana oriental de veintitrés años perteneciente a su cuerpo de secretarias, redactó una nota conjunta en la que él y Robert Ley informaban de la contribución de la provincia al programa nazi de «armas maravillosas». Aun en una fecha tan tardía como la del invierno de 1944, le resultó embriagador mecanografiar la correspondencia enviada a su Führer con la máquina especial de letras de gran tamaño que se empleaba para compensar su escasa visión. «Yo era muy joven, y creía a pie juntillas en las armas maravillosas, en que nuestro ejército iba a protegernos y en que podíamos detener el avance soviético. Tenía mucha fe».

El Gauleiter seguía sin permitir evacuación civil alguna que no fuera en el sector fronterizo, en el que había pueblos fortificados contra el ataque enemigo. En todas las comunidades se distribuyeron bandos que decretaban que todo el que tratase de abandonar su hogar sería ejecutado por traidor. Koch envió el siguiente mensaje navideño a los soldados de Prusia Oriental que servían en el frente: «Sabemos que esta batalla, que es cuestión de “ser o no ser”, debe saldarse y se saldará con un único resultado: la victoria, si es que queremos conservar nuestra nación, nuestra libertad, nuestro pan de cada día, nuestro espacio vital y un futuro seguro para nuestros hijos». Y tras rendir homenaje a la actuación del Volkssturm, y subrayar los «brutales asesinatos» de Nemmersdorf, Tutteln y Teichof, concluía vivamente: «La Heimat os desea unas prósperas Navidades».

«Para nosotros, los prusianos —escribió el general Heinz Guderian—, era nuestra patria más inmediata lo que estaba en juego, aquella patria que tanto había costado conquistar y que había permanecido adherida a las ideas de la cultura cristiana de Occidente durante tantos siglos de esfuerzo; la tierra en que descansaban los huesos de nuestros ancestros, la tierra que amábamos… Después de lo sucedido en Goldap y Nemmersdorf, no podíamos augurar nada bueno a la población». Muchos alemanes, y en especial los que pertenecían a la aristocracia prusiana y silesia, tenían una idea de sus territorios orientales semejante a la que albergaban los propietarios confederados con respecto a los estados del sur durante la guerra civil estadounidense. Sus concepciones se habían imbuido del mismo idilio rural romántico que se había apoderado de su imaginación y su lealtad, y que apenas costará entender a los lectores de Lo que el viento se llevó.

El ganado vacuno formó parte de la primera oleada de fugitivos de que se tuvo constancia en Prusia Oriental. Nutridas manadas acompañaron al alud de refugiados procedentes de los estados bálticos que tuvo lugar aquel invierno. Las bestias vagaban desconcertadas por los campos cubiertos de nieve, convertidas en heraldos del terror que se aproximaba. Los defensores de la provincia no abrigaban duda alguna acerca de la Magnitud de su cometido. Un informe de la Wehrmacht llegado de Kónigsberg el 5 de enero advertía de la necesidad de guarnecer la ciudad con unidades que habría que replegar del campo de batalla principal, en el que estaban condenadas a sufrir pérdidas irreparables, sobre todo en lo tocante a vehículos blindados. Bien estaba que el Gauleiter Koch movilizase noventa batallones del Volkssturm; sin embargo, para pertrechar a sus componentes serían necesarios 22 800 fusiles y 2000 ametralladoras, inexistentes, en su mayoría, pese a que la provincia se había beneficiado de un trato prioritario en el reparto de armas.

El impetuoso avance de los soviéticos en dirección a Prusia Oriental y al norte de Polonia estaba subordinado, claro está, a los asaltos emprendidos por Zhúkov y Kóniev más al sur. Con todo, era de vital importancia ejercer presión sobre los alemanes de aquel sector a fin de evitar que trasladasen sus fuerzas al frente del primero de los dos mariscales o acometiesen contraataque alguno contra el flanco desprotegido del l.er frente bielorruso. Aun cuando el Ejército Rojo rechazaba la estrategia de «frente amplio» adoptada por Eisenhower, no podía permitir que ninguno de sus grupos de ejércitos dejase atrás a los demás de forma acentuada, pues tal cosa brindaría a los alemanes ocasión para una de sus legendarias emboscadas. Las fuerzas soviéticas al mando de Cherniakovski y Rokossovsky poseían una superioridad abrumadora: excedían a los alemanes en proporción de diez contra uno en tropas regulares, siete contra uno en carros de combate y veinte contra uno en artillería. A principios de enero ya se habían congregado ante sus fronteras tres mil ochocientos vehículos blindados y cañones de asalto. Los dos adalides soviéticos debían introducirse en territorio alemán, tomar Kónigsberg y separar Prusia Oriental del resto del país, para después hacerse con los grandes puertos de Danzig y Stettin. Las tropas de Rokossovsky, además, tenían a su cargo proteger el flanco izquierdo de Zhúkov, aunque cuando comenzó la ofensiva aún quedaba por resolver la cuestión, nada baladí, de cómo iba a poder mantenerse aquél en contacto con éste a través de las vastas extensiones de terreno que había que abordar, al mismo tiempo que prestaba apoyo a Cherniakovski.

Stalin nunca dudó de la tenacidad de la resistencia que podían esperar encontrar sus ejércitos en tierras del Reich. «Los alemanes lucharán hasta el final por Prusia Oriental —había comentado, en efecto, a Zhúkov—. Podemos acabar metidos en un buen cenagal». El 3.er frente bielorruso de Cherniakovski comenzó a bombardear el sector septentrional, en medio de una espesa niebla, la mañana del 13 de enero, inmediatamente después de que hubiesen emprendido los hombres de Kóniev su marcha hacia el sur de Polonia. La quietud del aire gélido hacía audible a kilómetros de distancia de Kónigsberg el estruendo de la artillería soviética, que descargó ciento veinte mil proyectiles en pocas horas. Durante ese tiempo, los cristales de las ventanas de Hans von Lehndorff no dejaron de temblar. «Daba la impresión de que el edificio estuviese rodeado de camiones pesados con el motor encendido». Sin embargo, en Prusia Oriental, los alemanes habían podido hacer lo que Hitler les prohibió en Polonia: retirar el grueso de sus fuerzas de sus posiciones avanzadas y situarlas fuera del alcance de los intensos fuegos del enemigo. Cuando irrumpieron en sus líneas los primeros soldados soviéticos, hubieron de hacer frente a una defensa feroz.

Los alemanes habían situado sus puntos de resistencia en los sótanos de casas desde las que se dominaban los cruces y otros lugares estratégicos. Algunos búnkeres poseían cañones emplazados en casamatas. Muchos edificios lucían máximas propagandísticas pintadas con grandes letras en sus fachadas, tales como: «La guerra ha llegado a nuestros umbrales, pero Tilsit sobrevive a pesar del terror»; «¡Soldados! En vosotros hemos depositado todas nuestras esperanzas»; «El destino de la patria se halla en vuestras manos», o «Podrán acallar nuestras ciudades, más no nuestros corazones».

A este tenor, el mensaje que se había hecho llegar a todos los soldados del 3.er frente bielorruso rezaba:

¡Camaradas! Habéis llegado a la frontera de Prusia Oriental, y estáis a punto de pisar el suelo que ha engendrado al monstruo fascista, responsable de la devastación de vuestras ciudades y vuestros hogares, y del asesinato de vuestros hijos, hermanos, esposas y madres. Los más incorregibles de esos criminales nazis tienen allí su cuna. Llevan años ostentando el poder en Alemania, inspirando las invasiones que ha llevado a cabo ésta en el extranjero y dirigiendo los genocidios de pueblos ajenos a su nación.

Días antes de que el Ejército Rojo cruzase la frontera, sus agentes políticos celebraron una serie de reuniones, concebidas de manera explícita para promover el rencor hacia el adversario, durante las cuales se discutieron cuestiones como: «¿Qué haría yo para vengarme de nuestros ocupantes alemanes?», o la ley del talión. Cuando llegaron de Moscú órdenes de adoptar una actitud menos salvaje para con los alemanes, a fin de promover las rendiciones, era ya demasiado tarde para modificar el código de valores que se había ido implantando a lo largo de años de lucha. «El odio al enemigo se había convertido en la principal motivación para nuestros hombres —escribe una historiadora rusa—. Apenas había un solo soldado soviético que no tuviese razones personales para buscar venganza».

Las primeras transmisiones que llegaron a Moscú procedentes de las fuerzas soviéticas que avanzaban informaron de que la población civil de Tilsit, Hurnbigger, Tallin, Rognit y otras ciudades había desaparecido. Pese a que se había cortado el suministro de agua y luz, a las tropas invasoras les alegró comprobar que las casas aún poseían numerosos efectos personales de sus dueños. Los prisioneros hicieron saber a quienes los interrogaban que los habitantes de las distintas localidades habían sido evacuados de los sectores avanzados semanas antes de su llegada. Los soldados que jamás habían puesto un pie fuera de su país natal quedaron admirados ante la contemplación de los prósperos municipios de Prusia Oriental. Muchos soldados soviéticos se preguntaban: «¿Para qué querían venir los alemanes a Rusia, con todo lo que tenían aquí?». Tal como lo expresa el teniente Guennadi Klimenko: «Comparados con los nuestros, los pueblos alemanes parecían sacados del cielo. Todo estaba cultivado, y había tantos edificios hermosos… Tenían mucho más que nosotros». Vladímir Gormin compartía su entusiasmo: «Un gran país, ¡sí, señor! Limpísimo, comparado con el nuestro». Los departamentos políticos hicieron constar, durante los meses siguientes, su inquietud en relación con la repercusión ideológica que podía tener sobre el Ejército Rojo la observación de la abundancia de Alemania, que contradecía lo que se había inculcado a los súbditos de Stalin durante años de propaganda acerca del triunfo de la economía socialista sobre la del fascismo. El espectáculo de una Alemania opulenta no hacía sino poner de relieve el fracaso de una empobrecida Unión Soviética. Al parecer de algunos rusos, la cólera que sentían al ver la riqueza del enemigo y compararla con su propia indigencia tras décadas de sacrificio ayuda a entender la maníaca destrucción de todos los símbolos de belleza y bienestar que llevaron a cabo los soldados rojos durante la batalla de Alemania.

Mientras duró la campaña oriental, persistió también una repugnante competición entre los servicios de propaganda de las dos tiranías rivales en lo tocante a la exposición de las respectivas atrocidades del contrario. Aún mientras las tropas de Cherniakovski y Rokossovsky se abrían camino a través de Prusia Oriental, matando y violando a quien encontraban a su paso, la NKVD tuvo tiempo de enviar a Moscú un informe sobre el descubrimiento de una fosa común abierta en un bosque situado a menos de dos kilómetros al noreste de Kumehnen, en cuyo interior hallaron los restos de un centenar de mujeres judías que, por las trazas, habían sido torturadas y, después, fusiladas. La mayoría tenía entre dieciocho y treinta y cinco años, según el escrito, y todas llevaban una estrella amarilla con un número de cinco cifras. «Tenían tazas y cucharas de madera atadas a los cinturones. Algunas guardaban patatas en los bolsillos. Todas estaban en los huesos».

Describiendo el carácter desértico de los campos, un oficial soviético afirma que, cuando su unidad cruzó la frontera con Prusia Oriental, los únicos civiles que encontró fueron dos hombres muy ancianos, «a los que —añade con aire despreocupado— mis hombres no dudaron en ensartar con sus bayonetas». Al mariscal Cherniakovski le costó una semana, y muchas bajas, penetrar las defensas alemanas. Cuando lo logró, muchos de los combatientes del Volkssturm y las divisiones de Volksgrenadier huyeron a la desbandada. Los soldados de Rokossovsky, que habían partido el 14 de enero de las cabezas de puente del Narew, estaban ya avanzando, a la carrera, a la izquierda de Cherniakovski. Para el 23 de enero, las fuerzas soviéticas habían cruzado los ríos Deime, Pregel y Alie, las últimas líneas defensivas naturales que quedaban antes de Kónigsberg. Cuatro días después, estaban ya a punto de poner sitio a la ciudad: los alemanes sólo contaban con un estrecho pasillo hacia el mar.

Resulta difícil exagerar el carácter ingenuo de la mayor parte de los soldados soviéticos. Pese a su condición de hombre inteligente y culto, Nikolái Dubrovski no dudó en aceptar, cuando uno de sus amigos contrajo cierta enfermedad venérea, que había sido obra de una unidad especial de mujeres alemanas que, según se había hecho saber a las gentes de Stalin, trataban de entablar relaciones sexuales con los combatientes enemigos a fin de dejarlos incapacitados. Al comandante Yuri Riajovski jamás se le pasó por las mientes poner en tela de juicio el rumor que corría por el cuartel general de su frente, y que aseguraba que los estadounidenses estaban vendiendo vehículos al Ejército alemán movidos por intereses capitalistas. La paranoia sobre la que se había fundado la Unión Soviética de Stalin había acabado por contagiarse a millones de sus soldados. El cabo de Vladímir Gormin arrastró a un niño prusiano de diez años ante el jefe de su regimiento, y declaró que lo acababa de ver envenenando un pozo. El coronel, llevado de una moderación muy poco característica, le ordenó que le diese un cachete y lo dejara marchar.

Desde el día que entraron en Prusia Oriental, los soviéticos llevaron a cabo saqueos a escalas portentosas. Se trataba de una práctica institucionalizada en sus fuerzas armadas, donde se permitía a cada soldado enviar a casa un paquete mensual con su botín. En tierras alemanas, los invasores toparon con más botín del que jamás hubiesen podido soñar: alimento, bebida, mobiliario, ganado, prendas de vestir, joyas… El cabo Anatoli Osmínov vio, en cierto acantonamiento, a un soldado tocando un piano con los dedos de los pies, mientras observaba, fascinado, su propia imagen reflejada en un gigantesco espejo dorado situado en la pared de enfrente. Vestidos con sus gabanes blancos de camuflaje, los combatientes luchaban, morían y saqueaban a un ritmo que sólo lograban frenar el insoportable frío y las dificultades habituales de movimiento que les imponía un entorno nevado por el que avanzaban con la torpeza propia de un astronauta.

Cuando el capitán Vasili Krilov contempló la vasta planicie blanca de Prusia Oriental, pensó que se asemejaba a una sábana de prístina hermosura. «Ya estáis en la condenada Alemania —rezaba un cartel del Ejército Rojo colocado en la frontera—. ¡A Berlín!». Krilov era el jefe de reconocimiento de su regimiento. En un estadio anterior de la contienda, había recibido heridas de gravedad cuando un proyectil alemán fue a caer al lado de su camión y reventó el parabrisas, con lo que se le llenaron la cara y los ojos de cristales. El cirujano que lo trató necesitó seis meses para extraer todos los fragmentos. Una vez restablecido, le recomendaron que permaneciera sirviendo en la retaguardia, pero él prefirió regresar al frente. Durante su avance hacia el interior del país, la larga columna de su regimiento de cohetes Katiusha vio, a menudo, obstaculizada su marcha por acción de los refugiados que huían. Mientras los vehículos trataban de abrirse paso por entre la multitud, sus propios soldados se mostraron tan dispuestos como los de cualquier otra unidad a caer en la tentación de violar y saquear. «Hicimos cuanto estuvo en nuestras manos por dominar la situación; pero apenas fue posible». Cuando ya poco había que hacer, los comandantes trataron de poner freno a los desmanes de la soldadesca, aunque sólo recibieron signos de indiferencia y desdén por su parte. David Samoilov, poeta que combatió en las filas del Ejército Rojo, aseguraba: «La tropa no entendió ese cambio repentino en las costumbres. En el estado emocional que prevalecía entonces en el ejército, no podía aceptar la idea de amnistía para la nación que tanto sufrimiento había ocasionado a la Unión Soviética».

Allí donde la población civil era lo bastante insensata para censurar los actos de pillaje, los invasores incendiaban, sin más, sus casas. En una ocasión, apareció en el cuartel general de Vasili Krilov un grupo de soviéticas que habían sido condenadas a trabajos forzados por los alemanes, y comenzaron a indicar cuáles de los lugareños eran buenas personas y cuáles no. Uno de los oficiales observó en tono desabrido: «No hay tiempo para andar clasificando fascistas». Los saqueos alcanzaron tales extremos que el botín superaba con creces los quince kilogramos que podían expedir cada mes los oficiales: «Apenas si se podía enviar un acordeón». Con todo, el ordenanza de Krilov se las ingenió para hacer llegar a su familia un magnífico juego de té, y cuando, acabada la contienda, regresó por fin a su granja colectiva, situada en las cercanías de Nóvgorod, se encontró con que su madre y su hermana llevaban puestas prendas que les había remitido desde Prusia Oriental en 1945.

Los atacantes arrasaron enseguida la Wolfsschanze, el gigantesco cuartel general de Rastenburg desde el que había dirigido Hitler las operaciones de sus ejércitos orientales. Los soldados soviéticos recorrieron con curiosidad los edificios de aquel conjunto arquitectónico, sobrecogidos por la contemplación de sus búnkeres y otras defensas. Si bien hacía tiempo que habían abandonado el lugar el estado mayor alemán y los centinelas, los recién llegados dieron con una orden fechada el 8 de enero, por la que se recordaba al personal que había hecho un juramento de por vida que le impedía revelar nada de lo que sabía sobre las actividades del Führer. Uno de los soviéticos hojeó con curiosidad la guía telefónica del cuartel general, e informó de que el número de extensión de Hitler era, como no podía ser de otro modo, el l.

Los fusileros del teniente Aleksandr Serguéiev quedaron fascinados por la fantasmal soledad de la mayor parte de los pueblos de Prusia Oriental. Al abrir a patadas las puertas de las casas, se encontraban con los hornos aún calientes y las mesas puestas. Las únicas personas que encontraban eran prisioneros que trabajaban en las granjas y que habían quedado abandonados junto con el ganado. A las tropas de vanguardia las seguían unidades encargadas de conducir los animales capturados a la Unión Soviética, a fin de reemplazar con ellos a los que, en gran número, habían muerto desde 1941. Asimismo, congregaban a los trabajadores forzados que habían «liberado» para destinarlos al Ejército Rojo, las fábricas nacionales o —en el caso de cientos de miles de «elementos sospechosos»— los campos de concentración de la NKVD. Los soldados se volvieron mucho más cautos con respecto a los saqueos después de dar con las primeras trampas explosivas que, durante la retirada, habían conectado los alemanes a botines tentadores. «A veces, cuando nuestros muchachos abrían una puerta, sonaba una ruidosa explosión y ahí acababa todo», recuerda el teniente Aleksandr Márkov. Los de su unidad de artillería acabaron por atar un cable de teléfono al tirador para poder abrir las puertas desde una distancia prudente. Con todo, precauciones como ésta no constituían defensa alguna frente a la espantosa vulnerabilidad de sus tropas ante el alcohol. La brigada de Márkov encontró, en el interior de una estación ferroviaria que había capturado, un vagón cisterna cargado de licor; de modo que, cuando contraatacaron los alemanes, muchos de sus integrantes se hallaban sumidos en un estupor que les impidió reaccionar. La unidad se libró por muy poco de quedar devastada.

Lo cierto es que el Ejército Rojo no siempre se conducía con total brutalidad. De hecho, muchos alemanes quedaron desconcertados ante el singular trato que les otorgaron sus soldados. En una población, las gentes del lugar se encontraban en la iglesia, rezando mientras esperaban a que llegase el final, cuando irrumpieron los primeros ocupantes. Ninguno de los aldeanos pudo menos de pasmarse al ver que el oficial soviético que iba al frente les ofrecía pan. Una de las alemanas exclamó maravillada: «¡Los soviéticos llevan aquí medio día, y seguimos vivos!». Las unidades de vanguardia se comportaban, a menudo, de un modo puntilloso y aún benévolo, aunque advertían a los habitantes de los municipios conquistados: «Podemos responder por nuestros hombres, pero no nos hacemos responsables de lo que viene detrás», con lo que se referían a la multitud indisciplinada que avanzaba a la zaga de las fuerzas de vanguardia, practicando un vandalismo por demás gratuito. Fue en Prusia Oriental donde el Ejército Rojo protagonizó por vez primera actos de violación a una escala tal que no podían tener que ver con la mera satisfacción de un deseo sexual, sino que estaban, más bien, relacionados con el atávico afán de ultrajar a toda una sociedad.

En un principio, parecía evidente que Kónigsberg no tardaría en caer, arrastrando consigo al conjunto de la defensa de Prusia Oriental. Sin embargo, una vez más, la Wehrmacht optó por la acción desesperada. La 372.a división de infantería, apoyada por cañones de asalto, corrió a amparar las líneas desplegadas al norte de la ciudad, y aunque en el último momento, lo cierto es que logró contener la ofensiva soviética tras destruir una treintena de sus carros de combate. La capital quedó, en consecuencia, sitiada junto con una estrecha porción de costa, si bien sería capaz de sostener su defensa durante dos meses terribles. La acción de las fuerzas navales resultó ser decisiva para que los alemanes pudiesen mantener el abastecimiento y respaldar con su artillería a las unidades de tierra, que combatían de espaldas al Báltico.

El Volkssturm alistó a miles de niños y ancianos para el servicio activo. Cuando Joseph Volmar, que tenía entonces diecisiete años, se presentó a la revista matinal de su escuela de planeadores de la Luftwaffe, situada a las afueras de Kónigsberg, el 20 de enero, lo hicieron dirigirse, a la carrera, junto con el resto de su clase, a la estación más cercana, lo que supuso una marcha de tres kilómetros bajo una violenta nevada. Subidos en un tren, se abrieron camino hasta la ciudad por entre una muchedumbre de civiles aterrorizados, y al llegar los hicieron desfilar ante un angustiado capitán de infantería. «Hombres, niños o lo que quiera que seáis —dijo éste—: Os han asignado a mi mando para acometer la heroica defensa de Kónigsberg, y espero que sepáis estar a la altura cuando llegue la hora de combatir». Les proporcionaron fusiles largos franceses de 1914, así como veinticinco balas. A uno de ellos, que no pasaba de ser un niño, le dieron una ametralladora. Mal que pesara a su sargento, la única munición disponible para ésta era de fabricación polaca. Después de aquello, los condujeron a un autobús urbano, al cargo de un dirigente de las Juventudes Hitlerianas, que los llevó, pausadamente, por entre las calles de la ciudad. Cierto suboficial los engatusó para que se pusieran a cantar, y todos acabaron entonando a coro Edelweiss, sin apenas convicción. Mientras observaban, a través de las ventanillas, a la multitud de refugiados que caminaba, tambaleante, sobre el suelo nevado, la sensación de aventura dio paso a un creciente desasosiego, que acabó por convertirse en simple miedo. «Cientos de rostros helados nos miraban de hito en hito mientras avanzábamos en sentido opuesto al de ellos. Todos parecían iguales: a todos se les notaban el hambre, la fatiga y el miedo cada vez que un par de ojos cansados se asomaba tras una bufanda. Los niños pequeños iban envueltos, montados en trineos o en carritos que habían de compartir con prendas de vestir y otras posesiones familiares. A menudo podían verse cochecitos abandonados en el borde del camino».

Tras recorrer unos cincuenta kilómetros, adentrándose en una creciente oscuridad, comenzaron a cruzarse con soldados de paso cansino. Entonces, sin previo aviso, oyeron fuego de artillería. El autobús que los transportaba se detuvo en un pueblo abandonado por sus habitantes. Recibieron orden de dormir en dos casas situadas al lado de la iglesia. «Y ¿qué hay de la comida, sargento?», preguntó alguien a su suboficial, que respondió encogiéndose de hombros: «Hoy no ha habido suerte». Vagaron entre los edificios hasta que dieron con un almacén de abastecimiento en llamas, del que lograron salvar varios quesos y algunas botellas de vino. Después, arrebujados en sus gabanes, se sumieron en un sueño intranquilo.

Los despertó, cuatro horas después, su sargento: «¡Arriba todos! ¡Y afuera, que vienen los rusos!». Los noventa que componían su unidad se dirigieron a un terraplén situado frente a una vía de ferrocarril que se extendía al borde del pueblo, y apenas habían comenzado a cavar trincheras en la nieve cuando hicieron fuego los morteros soviéticos. Uno de los muchachos del grupo soltó un gemido y cayó rodando por la pendiente. Agonizante, tendido a los pies de Volmar, musitó: «Despídete de mi madre», y murió. Oyeron gritar a otro herido. Volmar trató de cargar su fusil, pero el cerrojo estaba congelado. Entonces intentó hacer un torniquete para restañar la sangre que brotaba de la pierna del servidor de su ametralladora. Llegaron a él gritos de: «¡Un sanitario! ¡Un sanitario!». Cuando se intensificó el fuego soviético, el joven hubo de arrastrarse entre los cadáveres de sus camaradas en busca de munición. Él y los demás llevaban ya cuatro horas tumbados, disparando como podían a un enemigo que no dejaba de avanzar, cuando el suboficial al mando gritó: «¡Vámonos de aquí! No vamos a poder resistir más. ¡Todos a cruzar las vías! Vámonos al río. Con los heridos, si es posible».

No lo fue: todos echaron a correr sin más, y muchos de ellos cayeron abatidos por una ametralladora soviética. Uno de los muchachos, al que habían alcanzado en una pierna, gritó al desplomarse: «¡Ayudadme a cruzar las vías! No quiero que me cojan preso». Volmar comenzó a arrastrarlo, hasta que, de improviso, vio, a poco menos de cincuenta metros, a un soldado enemigo con una metralleta. El joven alemán abandonó a su compañero, que se deshizo en aullidos, y salió disparado, deshaciéndose mientras corría del casco, de la máscara de gas y, por último, de su amada cámara. En el preciso instante en que atravesaba el ferrocarril, oyó una ráfaga y sintió como si le golpeasen el brazo con un martillo. Trastabillando, cruzó la superficie helada del río y vio, por fin, a un sanitario que le vendó, a la carrera, la palpitante herida. Le ofrecieron un trago de vino, y enseguida cayó dormido. Alguien lo subió a un tren, y una vez en el hospital de Kónigsberg, lo tumbaron en una cama mientras llevaban a su último ocupante al depósito de cadáveres. Los médicos le extrajeron, sin anestesia, una bala de 7,65 mm. Más tarde, supo que el estéril acto de resistencia de su compañía había costado la vida a veinte aprendices de piloto adolescentes.

Al frente de una de las diversas unidades de las Juventudes Hitlerianas como aquélla a la que pertenecía Volmar se hallaba el Gefolgschaftsführer (subteniente) Hans Siwik. Se trataba de un joven de veinticinco años nacido en Berlín, si bien su padre era austríaco. Antes de la guerra, había tenido el inmenso orgullo de servir en la Leibstandarte, la escolta personal de Hitler. Le gustaba recordar las pequeñas atenciones de que lo hacía objeto el Führer, como sucedió aquella ocasión en que habló con él acerca de una espada ceremonial de samurái, estando Siwik de servicio en su residencia privada. «Hitler —asegura— podía ser un verdadero buenazo». Su carrera militar en la SS, sin embargo, se fue a pique cuando suspendió el curso de oficiales en Bad Tölz. Después de aquello, lo enviaron a Prusia Oriental en calidad de jefe de las Juventudes Hitlerianas.

Durante los primeros días de 1945, Erich Koch ordenó a Siwik que formase grupos de combate con los jóvenes de la organización: «Hágalo como quiera —le dijo—, pero consiga que detengan a los tanques enemigos». El subteniente reunió a los quinceañeros a su cargo en compañías de doscientos integrantes, y les entregó máuseres del modelo 1898, de los empleados en la Primera Guerra Mundial.

Cierto soldado de Alemania que vio marchar a una sección similar, escribió:

Los de más edad tenían alrededor de dieciséis años, aunque había otros que no debían de contar más de trece. Los habían vestido, a la carrera, con uniformes ajados confeccionados para hombres, y les habían dado armas que medían tanto como ellos. Presentaban un aspecto tan cómico como horripilante; tenían la mirada cargada de inquietud, como niños que hubiesen de volver al colegio tras las vacaciones… Algunos reían y regañaban, haciendo caso omiso de una disciplina militar que, por otra parte, era imposible que asimilasen a su edad… Observamos algunos detalles estremecedores en lo tocante a estos niños, para los que acababa de empezar el primer acto de la tragedia que iban a protagonizar. Algunos de ellos, por ejemplo, llevaban carteras de colegial que sus madres les habían preparado con comida y ropa suplementarias en lugar de libros de texto. Otros estaban canjeando las píldoras de sacarina que formaban parte de las raciones asignadas a niños menores de trece años… ¿Qué podía hacerse con tropas como éstas? ¿Dónde se esperaba que actuasen? ¿Qué estaba demostrando el pueblo alemán: heroísmo o insania? ¿Quién iba a ser capaz de juzgar un sacrificio de tal magnitud?

El primer cometido del grupo de Siwik fue el de cavar zanjas anticarro. Entonces, la mañana del 20 de enero, el joven recibió órdenes de montar a la compañía en varios camiones con un solo cañón antitanque para ocupar posiciones a unos cincuenta kilómetros al sureste de Kónigsberg. Se pusieron en marcha a través de una densa nieve, entusiasmados, en un principio, más que amedrentados. Cavaron sus trincheras al lado de una carretera hundida, y emplazaron su pieza de artillería. Tras una larga espera, durante la que no dejaron de temblar, vieron a la infantería soviética caminar hacia ellos, seguida de tres carros T-34. «¡Fuego!», gritó Siwik. Comenzaron con bastante ardor, pero los vetustos máuseres no tardaron en encasquillarse. El subteniente hubo de saltar de hoyo en hoyo, ayudando a sus ocupantes a desatascarlos. Los primeros soldados del Ejército Rojo se hallaban entonces a menos de setenta metros, aunque acto seguido retrocedieron, ante la sorpresa de los alemanes, al mismo tiempo que disminuía la luz. Los adolescentes se quedaron dormidos sobre la nieve.

A primera hora de la mañana siguiente, los soviéticos reanudaron su avance, respaldados, esta vez, por fuegos de mortero de gran precisión. Siwik, que en cierta ocasión había hecho saber al Führer que ansiaba ocupar un puesto en el que pudiera hacerse acreedor de una medalla, reparó en que su interés por las condecoraciones se había desvanecido: «La cuestión no era ganar, sino entretener a los rusos el tiempo suficiente para que los refugiados pudiesen escapar». Apenas conocía el nombre de ninguno de los muchachos que estaban a sus órdenes: se dirigía a ellos con un simple «Tú». A mitad de la mañana llegó un camión de lanzagranadas, aunque nadie sabía usarlos. De hecho, los de la compañía hubieron de efectuar veinte disparos antes de alcanzar, gracias a un golpe de suerte, un T-34 y dejarlo envuelto en llamas. Los morteros del Ejército Rojo estaban causando numerosos heridos, y sólo disponían de tiras arrancadas a las camisas para usarlas a modo de venda.

Tras varias horas de fuego más bien indeciso, oyeron un rugido sordo de vehículos blindados a sus espaldas. De uno de ellos bajó un oficial alemán, y miró asombrado a aquellos críos. «¿Qué diablos es esto?», gritó, algo indignado, antes de ordenar a Siwik y su compañía que se quitasen de en medio. Agradecidos, los muchachos salieron de sus trincheras individuales y se dirigieron con paso cansado hacia la retaguardia, después de haber perdido a seis compañeros muertos y quince heridos. «Los chicos estaban traumatizados. Su patriotismo —al decir de Siwik— se había marchitado». De hecho, el entusiasmo que despertaba en su subteniente la idea del combate también se había desvanecido. Mientras marchaba en dirección a la costa entre el tropel de refugiados, dijo a los chiquillos que se deshicieran de las armas y procurasen vestirse de paisano. «Todos venían de ciudades que, a esas alturas, se encontraban en manos de los soviéticos: no podía enviarlos a sus casas». Él permaneció de uniforme, y junto con un puñado de sus muchachos, consiguió finalmente embarcar en un buque de abastecimiento que partía de Pillau.

Puede darse por hecho que supo hacer valer su autoridad en cuanto funcionario del Partido Nazi. Tras dos días de navegación, pudieron gozar de la seguridad temporal que les ofrecía Stettin.

2. EL PEOR VIAJE DEL MUNDO

Desde finales de enero, una vez en poder de los soviéticos la mayor parte de Prusia Oriental, el Ejército alemán luchó, en primer lugar, para defender los enclaves que hacían posible su supervivencia —y entre los que destacaban Kónigsberg y el cercano puerto de Pillau—, y en segundo lugar, para mantener abierta una ruta a lo largo de la costa por la que pudiese retirarse la oleada de cientos de miles de refugiados en dirección suroeste, hacia Alemania. Las vicisitudes del campo de batalla —y de las precarias vías de escape— mudaron de un modo violento, trágico, durante las diez semanas siguientes. El 30 de enero, el ataque efectuado por el Ejército Rojo a la línea de ferrocarril que iba de Kónigsberg a Pillau tuvo funestas consecuencias para un tren cargado de fugitivos. La locomotora hubo de detenerse ante un T-34 colocado sobre las vías, y los pasajeros empezaron a saltar del interior cuando los soldados soviéticos rompieron fuego contra los vagones. Los fusileros se embarcaron, entonces, en su habitual embestida de pillaje y violaciones. El peso de la defensa de Kónigsberg recaía, sobre todo, en la 5.a división acorazada y la 1.a de infantería de Prusia Oriental. A mediados de febrero, la guarnición de la ciudad y las fuerzas alemanas desplegadas en la península de Samland emprendieron un feroz contraataque destinado a volver a abrir el paso hacia Pillau, y lograron completar tan notable hazaña el día 20 de aquel mes. Una vez más, la población civil huyó de la ciudad en dirección al puerto, con lo que, en cierto modo, contribuyeron a aliviar el hambre de quienes continuaban sitiados. En total fueron unas cien mil personas las que escaparon durante aquel respiro. El 26 de febrero, los ejércitos atacantes decidieron que, por el momento, no tenía sentido destinar más recursos a la toma de Kónigsberg, toda vez que las tropas alemanas con que contaban la ciudad y la península de Samland, al noroeste de ésta, no suponían amenaza alguna para los monumentales designios soviéticos. Los ejércitos 39.o y 43.o de Cherniakovski recibieron órdenes de permanecer en las posiciones que ocupaban en aquellos momentos, hostigando a la guarnición alemana hasta que dispusieran del tiempo y los refuerzos suficientes para acabar con ella.

Entre tanto, más al sur y al oeste, el 2o frente bielorruso de Rokossovsky, que había principiado su avance el 14 de enero, despejó buena parte de Prusia Oriental mientras Cherniakovski seguía azotando su capital. A medida que se replegaban las tropas defensoras, sus adalides imploraban a las autoridades berlinesas que permitiesen al 4.o ejército llevar a cabo una retirada de envergadura a fin de poder evitar un envolvimiento. Como era de esperar, Hitler se negó en redondo. El día 19, el citado ejército informó de que la escasez de munición de toda clase le hacía imposible seguir resistiendo. «Cualquier pérdida de relieve precipitaría una situación insostenible». Con todo, la mañana del día 21, Guderian hizo saber a Hans Reinhardt, al frente del grupo de ejércitos Norte, que el 4.o tendría que mantener sus posiciones. «Pero eso es imposible —respondió este último—. En tal caso, todo se vendría abajo». «Sí, querido Reinhardt», admitió Guderian en tono cansado. Cuando, por fin, se dio la autorización pertinente para efectuar una modesta retirada, era ya demasiado tarde.

A Stalin lo irritó que Cherniakovski no hubiese logrado tomar Kónigsberg a la primera. Mientras, desde Moscú, observaba la lenta progresión del 3.er trente bielorruso, el 20 de enero ordenó a los ejércitos del 2.o de Rokossovsky que se dirigiesen al norte, hacia la costa del Báltico, y aislasen Prusia Oriental del resto del Reich. El peso de dos frentes soviéticos lanzados contra esta provincia y, desde allí, contra Pomerania causó estragos entre los millones de soldados y refugiados alemanes. Así y todo, en aras de esta acción, hubo que abrir un hueco considerable entre las fuerzas de Rokossovsky y las de Zhúkov, quien no pudo menos de horrorizarse al reparar en que su flanco derecho había quedado desprotegido. Éste fue, precisamente, el error garrafal que anuló toda posibilidad de que el mariscal alcanzase Berlín «sobre la marcha» en febrero: la peor decisión estratégica que tomó la Stavka durante la última fase de la guerra —y decir la Stavka equivale, claro está, a decir Stalin—. A lo largo de la costa del Báltico, las tropas de Rokossovsky se encontraron sumidas en toda una sucesión de batallas, y si bien salieron victoriosas de todas ellas, lo cierto es que ninguna resultó demasiado relevante desde el punto de vista táctico. Tras la caída de Berlín, no habría sido difícil acabar con los focos de resistencia alemanes que hubieran quedado en pie. Sin embargo, al enviar a Rokossovsky al norte, el dirigente soviético debilitó de un modo significativo el avance hacia la capital de Hitler. Aunque la resolución de la Stavka no amenazó —huelga decirlo— la victoria final, bien pudo haberla pospuesto dos meses.

Los carros blindados de Rokossovsky arremetieron, en el Frisches Haff —la vasta laguna litoral de agua dulce que se extendía al suroeste de Kónigsberg y cuya superficie se hallaba congelada—, contra el amplio flanco desprotegido del 4.o ejército y cientos de miles de refugiados que huían a pie. El 21 de enero, las fuerzas soviéticas de vanguardia comenzaron a bombardear a la multitud de fugitivos que luchaba por escapar, a través de Elbing, en dirección al Reich. Los soviéticos llegaron a Allenstein al día siguiente, y arrasaron a los refuerzos alemanes que habían llegado a la ciudad desde el Éste. El día 23, entró en Elbing el 5.o ejército de guardias blindado, con lo que se detuvo, de forma temporal, el viaje de los refugiados. Sin embargo, tras sufrir numerosas bajas a manos de los defensores del lugar y sus Panzerfaust, aquél acabó por retirarse. No volvió a entrar en la ciudad hasta dos semanas más tarde, aunque, a esas alturas, ya había ocupado buena parte de la orilla próxima del Frisches Haff. Sólo la estrecha lengua de arenas que se extendía entre la laguna y el mar (Frische Nehrung) seguía siendo practicable para toda una multitud de fugitivos, siempre que pudiera hacerse retroceder varios kilómetros a los ejércitos de Rokossovsky.

Dando muestras de mucho coraje, quienes se hallaban al mando de las tropas alemanas del Báltico decidieron plantar cara a Berlín, con el propósito de salvar a sus cuatrocientos soldados y a la ingente masa de civiles que se aglomeraba, en vano, en kilómetros cuadrados de campos cubiertos de nieve, en busca de una ruta que les permitiera dirigirse a poniente. Iluminado por la luna del 26 de enero, el 4.o ejército lanzó una contraofensiva que hizo retroceder al 48.o soviético y permitió a sus soldados abrirse paso hasta Elbing y dejar así, de nuevo, un paso expedito por tierra para los fugitivos. Reinhardt, que comandaba el grupo de ejércitos Norte, y Hossbach, al frente del 4.o ejército, fueron destituidos por desacato. Hitler se mostró de todo punto insensible a la grave situación en que se encontraba su afligido pueblo. Sin embargo, a cientos de miles de refugiados no les faltaron motivos para estar agradecidos a los generales depuestos.

En toda la extensión del campo de batalla que iba del Báltico a Yugoslavia, los carros de combate, los cañones, la infantería, las ametralladoras, etcétera, de los dos bandos en liza se encontraron pugnando a muerte en medio de multitudes de civiles que huían hacia el oeste, hostigados por las inclementes condiciones atmosféricas del invierno. Con todo, nadie estaba en peor situación que los fugitivos de Prusia Oriental: las mujeres y los niños se apiñaban formando columnas de carretas cargadas con sus posesiones. Aquellas figuras que caminaban con dificultad por la nieve, con sus hijos gritando aterrados tras ellas, se convirtieron en figurantes de la tragedia que estaban protagonizando los ejércitos. Las tribulaciones de la población civil, la marcha de tantos seres humanos desesperados hacia la muerte, se convirtieron, para los combatientes, en una visión tan acostumbrada como la que ofrecían los ríos congelados, los bosques nevados y los pueblos en llamas por los que pasaban mientras iban a encontrarse con su destino.

La actitud adoptada por los soviéticos para con los refugiados iba de la indiferencia hasta la brutalidad deliberada. Cuando los T-34 topaban con caminantes durante su avance, no dudaban en atravesar sus filas sin contemplaciones, como si los consideraran meros desechos del campo de batalla. Con frecuencia, la artillería y las ametralladoras del Ejército Rojo asolaban las columnas de refugiados o les cortaban la huida, y el frío y el hambre también acabaron con un buen número de ellos. Los prusianos orientales que sobrevivieron a la guerra y siguen con vida en nuestros días no han dejado de señalar como principal culpable de su suerte al Gauleiter Koch, que se negó a dar el visto bueno para que huyesen antes de la llegada de los soviéticos. Sea como fuere, lo cierto es que los cañones de éstos fueron responsables de la matanza de decenas de miles de civiles. El proceder del Ejército Rojo respondió, muchísimo más que a necesidades militares, a la cultura de venganza fomentada en el interior de las fuerzas armadas, durante casi cuatro años, por maníacos propagandistas de la índole de Ilyá Ehrenburg.

Una vez que se hizo evidente el afán de los soviéticos por avanzar a sangre y fuego, las tropas de la Wehrmacht desplegadas en Prusia Oriental llevaron a cabo extraordinarias gestas de valor y sacrificio concebidas para mantener abiertas rutas que garantizasen la seguridad de los ciudadanos no militares. La epopeya de aquel invierno de sangre y hielo en tierras prusianas es una de las más terribles de la Segunda Guerra Mundial. Los soviéticos decían: «Recordad lo que hizo Alemania con nuestro país», y es cierto que, por cada alemán muerto a manos del Ejército Rojo, la Wehrmacht, la Luftwaffe y la SS habían dejado en la nación de Stalin los cadáveres de tres, cuatro o cinco de sus súbditos durante los días más gloriosos de su invasión. Con todo, pocos lectores modernos podrán reprimir una sensación de repugnancia al contemplar la suerte que corrió el pueblo de Prusia Oriental durante los primeros meses de 1945. Asimismo, habida cuenta de que los aliados habían acordado ya el destierro de la población de aquella provincia, apenas cabe sorprenderse de que a los estalinistas no los afectara la multitudinaria huida de refugiados. Sin embargo, no deja de resultar extraño que, siendo como era la despoblación de Prusia Oriental una cuestión en la que tanto peso había tenido la política moscovita, sus fuerzas armadas actuasen de un modo tan salvaje a fin de impedir la salida hacia poniente de unas gentes que, de todos modos, estaban abocadas a la expulsión.

Waltraut Ptack no tenía más de trece años cuando, en su escuela, a principios del año recién entrado, no se hablaba de otra cosa que de la idea del suicidio una vez que irrumpieran en la región las hordas rojas, de las que se decía que empleaban gas letal. Waltraut era hija de un zapatero de Lotzen que fabricaba botas para la Wehrmacht. Su familia había pasado unas Navidades muy poco felices, en las que faltó incluso el árbol adornado que tanto gustaba a los más pequeños. Su hermano mayor, Günther, había muerto en la batalla de Aquisgrán. El 23 de enero, pocas horas antes de que llegaran los soviéticos, ella y los suyos salieron de casa, tirando de un trineo en el que transportaban lo más indispensable: alimento y mantas. La niña suplicó que le permitiesen llevar también su muñeca, pero su padre insistió con severidad en que debía dejarla atrás. Una vez emprendieron la marcha en dirección a la estación más cercana, apenas podían recorrer más de unos cuantos centenares de metros sin tener que pararse para deshacerse de algún tesoro familiar con tal de aligerar la carga del vehículo. Llegados, por fin, a las vías, hubieron de esperar horas en medio del habitual gentío y los consabidos ataques de histeria. Los trenes que pasaban iban cargados de combatientes que se dirigían al campo de batalla o de heridos que regresaban a la retaguardia. Finalmente, uno de los soldados sintió pena por la prole del señor Ptack y los dejó subir a un tren de mercancías. Llevaban muchas horas recorriendo los campos de la región, y haciendo numerosas detenciones, cuando oyeron que los soviéticos habían llegado a Elbing. En consecuencia, los vagones y su desesperado cargamento de humanidad hubieron de cambiar de vía para poner, de nuevo, rumbo al este. Después de unos kilómetros más de trayecto, hicieron bajar a todos los pasajeros, que tuvieron que salvar a pie y envueltos por la oscuridad los pocos kilómetros que los separaban de la orilla del Frisches Haff. Durante los días que siguieron, hubieron de rebuscar comida y agenciarse una ruta de escape, con el fragor de la artillería enemiga cada vez más cerca. Dormían en graneros, establos y casas abandonadas.

El 5 de febrero, su padre logró, tras mucho rogar, que dejasen subir a sus hijos y su octogenaria madre a un camión que iba a cruzar la laguna. En el control de la policía militar, se entabló una violenta discusión cuando los soldados se obstinaron en que Horst Ptack, que a la sazón había cumplido los dieciséis años debía quedarse en tierra para sentar plaza en el Volkssturm. «Papá sabía que aquello significaría su muerte». Al final, el señor Ptack ganó la batalla en nombre de su hijo, aunque la perdió en el suyo propio: a sus cincuenta y siete años, se vio obligado a combatir por su patria. Por consiguiente, tuvo que dejar a su familia donde empezaba el hielo de la laguna. Estaba lloviendo con intensidad, y la nieve empezaba a derretirse. Todos comenzaron a temer que se deshiciese el hielo que tenían bajo los pies. Waltraut observaba con curiosidad el cuerpo congelado de un anciano que yacía a su lado. Cruzaron sanos y salvos la laguna, y llegados a la orilla opuesta, se agolparon en una parcela de tierra firme junto a otros muchos refugiados, y trataron de descansar. «El calor humano nos mantuvo con vida». A la mañana siguiente, el cielo se hallaba despejado y lucía un sol radiante, por lo que no tardó en aparecer la aviación soviética. Pudieron ver las bombas desprenderse de los aeroplanos, diminutos a esa altura, y las terribles explosiones que comenzaron a producirse alrededor de donde se encontraban, haciendo agujeros en el hielo y matando a muchos de los que se hallaban sobre él. Los aviones fueron y vinieron sin cesar mientras duraron las horas de sol. «Aquel día murió muchísima gente». Karl-Heinz, otro hermano de Waltraut, que contaba sólo once años, asió a un caballo encabritado y trató de calmarlo durante los ataques, mientras el resto de los presentes permanecía postrado, haciendo lo posible por contener el miedo.

Se detuvieron tres días en Pillau, sin dejar de rezar para que su padre pudiera volver a reunirse con ellos. «La gente vagaba por las calles, trastornada por el dolor, mientras buscaba a sus seres queridos». El cabeza de familia no daba señales de vida, y los cañones soviéticos comenzaban, una vez más, a acercarse. De nuevo, hubieron de bregar para lograr embarcar en un carguero. Una vez a bordo, se tumbaron, aterrorizados, sobre el lecho de paja de la bodega durante la travesía que los llevó a Danzig, adónde arribaron el 20 de febrero. La familia pasó el resto de la guerra refugiada en una casa abandonada en la costa pomerana. Ninguno de ellos volvió a saber jamás de su padre.

Eleonore Burgsdorff había regresado a casa de su madre, situada en Prusia Oriental, en diciembre de 1944, a la edad de veinte años, después de pasar los dos años reglamentarios en el servicio civil del Reich. La familia habitaba una hermosa mansión barroca, llamada «Wildenhoff», que pertenecía a su padrastro, el conde Von Schwerin. Este típico aristócrata alemán había declinado participar en la Conspiración de Julio. «Primero, los rusos, y después, los nazis», fue su argumento. La familia pasó las Navidades con los veinte sirvientes que conformaban el servicio doméstico y con la amalgama de prisioneros de guerra soviéticos, polacos y franceses que trabajaban sus tierras. Se hicieron modestos regalos de lana con la que poder tejer prendas de ropa. «Todos éramos conscientes de que estábamos viviendo sobre un volcán —recuerda la joven—. Nuestros rusos sabían que, para ellos, la llegada del Ejército Rojo comportaba la muerte». Por última vez en sus vidas, los prisioneros cantaron villancicos en el patio. En «Wildenhoff» abundaba la bebida, ya que, durante los años en que se sucedieron los triunfos alemanes, los oficiales que iban a visitar la casa habían llevado whisky escocés, Grand Marnier y champán hasta llenar la bodega.

En cuanto terminaron las fiestas, Von Schwerin, o Kaps, marchó al frente. Debido, sin duda, a que los nazis dudaban de su lealtad, se le asignó un cometido bastante ingrato. Y así, lo pusieron al frente de una unidad del Volkssturm. El conde llevaba siempre un alfiler dorado al que tenía gran aprecio; sin embargo, cuando abandonó el hogar para dirigirse al campo de batalla, prefirió dejarlo allí, diciendo: «Sé que no voy a volver». El 16 de enero, sonó el teléfono en «Wildenhoff», y cuando respondió Eleonore, la informaron de que la llamaban de la unidad a la que pertenecía su padrastro. Su madre se había marchado a Kónigsberg el día de antes; así que la joven tomó el tren que llevaba a la ciudad y se presentó en la habitación del hotel Park en que estaba alojada. Entró y se limitó a comunicarle: «Kaps ha muerto». Su madre se desplomó hacia atrás, cubriéndose la cabeza con las sábanas. Las dos estuvieron llorando un rato. Después de aquello, la viuda, de cuarenta y un años, se comportó como si se hubiese vuelto de piedra, y para desesperación de su hija, jamás fue capaz de volver a centrarse en cuestiones prácticas, como, por ejemplo —y por encima de todo—, la de huir. Cuando regresaron a la mansión, Eleonore supo que no podría dejarla sola si no quería que se quitara la vida. Un día tras otro, posponían la decisión de emprender la huida, pese a que sabían que debían hacerlo. Muchos de los tesoros del museo de Kónigsberg habían sido llevados a «Wildenhoff», y el Gauleiter Koch había asegurado a la condesa Von Schwerin que, si en algún momento resultaba necesario evacuar la zona, se encargaría de reservar un tren para las obras de arte. Sin embargo, no llegó a suceder nada de esto.

Cuando el Ejército Rojo comenzó a acercarse, las Von Schwerin emparedaron los documentos y objetos de valor de la familia en sótanos y bodegas, y trataron de elegir algunos de los preferidos para llevarlos consigo. Eleonore recorrió con mirada indecisa los inestimables volúmenes de los anaqueles de la biblioteca, para acabar seleccionando los más antiguos y suntuosos, con sellos que colgaban de su encuadernación de piel. La historiadora del arte ucraniana que se alojaba con ellas en calidad de conservadora de aquellos tesoros artísticos —entre los que se encontraba una colección de iconos de valor incalculable procedente del saqueo de Kiev por parte de la Wehrmacht— se negó a abandonar los objetos a su cargo, a los que tanto amor profesaba. «Cuando lleguen los soviéticos —aseguró—, pienso incendiar este lugar, con todo lo que hay en su interior».

Los inquilinos y sirvientes tampoco quisieron marchar. «Los rusos ya estuvieron aquí en 1914 —fue la razón que dieron—, y al final, acabaron por marcharse por donde habían venido. Esta vez no será diferente». Eleonore pidió a un prisionero francés que cuidase de Senta, el amado gran danés de la familia, antes de partir con su madre hacia la estación en carro de tracción animal. Tras una emotiva despedida, el cochero hizo volver a los caballos a la casa. Entonces, las dos mujeres subieron a un tren que las llevaría a Braunsberg, donde vivía un primo de la familia. En condiciones normales, el viaje no habría superado la hora de duración; sin embargo, ellas tardaron dieciocho en completarlo. Cuando, por fin, llegaron, se encontraron con que su primo estaba disponiéndolo todo para emprender su propia huida. En consecuencia, ambas se subieron a una carreta. Las carreteras estaban atestadas, tanto que se hacía muy penoso abrirse paso por entre el caos de vivos y muertos. Lo peor de todo eran los cadáveres de niños de pecho que yacían sobre la fría nieve. El grupo con el que viajaban tuvo la suerte de hallarse entre los primeros en cruzar el hielo del Frisches Haff, el día 24 de enero. Los soldados los ayudaron con los carros. En determinado momento, se vieron al borde del desastre cuando una de las ruedas de los vehículos rodó por una zona de agua, y los caballos a punto estuvieron de caer al abismo. No obstante, viajando de noche y descansando de día, lograron escapar en dirección a lo que quedaba del Reich. Los horrores de la guerra aún no habían acabado para ellas, aunque, al menos, habían logrado dejar atrás la pesadilla de Prusia Oriental. Nunca más volvieron a ver «Wildenhoff». La historiadora ucraniana cumplió su espantosa promesa: cuando se acercaron los soviéticos, inmoló la casa, su contenido y a ella misma, convirtiéndolo todo en una gigantesca hoguera que hace pensar en el incendio de «Manderley» en la novela Rebeca, de Daphne du Maurier.

El 21 de enero, el Gauleiter Koch, el hombre sobre el que recae la responsabilidad de no haber permitido evacuación previa alguna en Prusia Oriental, irrumpió en el despacho de su secretaria en Federico el Grande.

Debe irse cuanto antes —hizo saber a Lise-Lotte Küssner—. Esta misma noche. Llévese con usted al resto de los de la aldea.

Pero eso es imposible —respondió ella de manera instintiva—: Por todas partes hay ejemplares del bando que advierte de que sería un acto de traición.

De hecho, lo había redactado la misma persona que en ese momento replicaba:

No, no: eso no tiene ningún valor. Váyase, y olvide todo lo demás.

El Gauleiter estaba muy turbado. En dos horas, estuvo listo un convoy de tractores y remolques. En él iban tres prisioneros de guerra belgas, cinco mujeres, un abuelo, ocho niños pequeños y un muchacho de catorce años. Lise-Lotte entró en la casa para comunicar a Koch que estaban preparados. Se topó con Lilo, su esposa.

—¿Adónde va? —quiso saber la señora Koch.

Nos vamos —respondió la joven.

No, no se van.

Seguimos órdenes del Gauleiter.

Van a quedarse aquí.

La señora Koch estaba, a todas luces, desconcertada, y su ofuscación no hizo sino aumentar cuando apareció su marido y confirmó que había dado tal orden, para añadir, acto seguido, que su esposa debía permanecer con él. Un prisionero ruso y su novia polaca suplicaron que se les permitiera unirse a la caravana.

Pero ¡si os van a liberar! —apuntó la joven secretaria.

La pareja respondió:

No: queremos irnos de aquí.

El Gauleiter, sin embargo, se negó a dejarlos marchar. Cogieron cadenas para la nieve de un vehículo de la Wehrmacht a fin de equipar uno de los suyos, bien que, cuando aquel privilegiado convoy no había recorrido siquiera diez kilómetros, uno de los tractores tuvo una avería. Lise-Lotte telefoneó a Koch para preguntarle qué debía hacer, y él respondió hecho una furia:

—¡No se detengan! Deben apretar el paso: ¡Los soviéticos han llegado ya a Elbing!

A diferencia de la mayoría de las de Prusia Oriental, la carretera que seguían ellos resultó estar desierta. Una patrulla de la Wehrmacht les hizo señales para que se detuvieran, y les comunicó que el Ejército Rojo había cortado el paso un poco más adelante. En consecuencia, hubieron de esperar horas terribles hasta que se dieron nuevas órdenes. Cuando las tropas alemanas recuperaron parte del territorio perdido, pudieron volver a emprender la marcha. No recorrieron un solo metro sin que llegase a ellos el fragor de los cañones soviéticos, si bien, al final, llegaron al transbordador del Vístula sin sufrir serios percances. Allí los esperaba una cola larguísima. Irma, una de las mujeres de la caravana, propuso: «Haced llorar a los pequeños». Y así, sus compañeros de viaje despertaron a los niños y los pusieron a dar chillidos. La apremiante situación en que, indudablemente, se hallaban las criaturas persuadió a los soldados de la conveniencia de permitir que evitasen esperar su turno. Los tractores, por tanto, pusieron rumbo a la embarcación por entre largas hileras de refugiados silenciosos y resentidos.

Cuando el grupo de Lise-Lotte se hallaba cruzando el Vístula, su madre telefoneó a Koch desde el hogar familiar, situado a unos cincuenta kilómetros de Kónigsberg, y le preguntó: «¿Dónde está mi hija?». El Gauleiter le aseguró, en falso, que la había hecho embarcar: «Le he conseguido una plaza… en el Wilhelm Gustloff». Entonces, la señora Küssner exigió saber cómo iba a huir ella misma, toda vez que la abuela estaba inmovilizada a causa de una costilla rota. Él le envió un coche con dos funcionarios del Partido Nazi de uniforme para que las llevaran al campo de aviación, desde donde debían volar a Breslau. Aún la embotada conciencia de las señoras Küssner quedó perturbada por la experiencia de recorrer kilómetros de carreteras prusianas por entre columnas de refugiados que sólo contaban, para escapar a un lugar seguro, con la fuerza de sus pies sobre la nieve.

En Stralsund, los tractores del grupo de Lise-Lotte se quedaron sin gasóleo. Por fortuna, en el puerto de la ciudad trabajaba un primo suyo marinero, quien les consiguió carburante a cambio de alimentos. A finales de abril, tras muchas detenciones y no menos retrasos, lograron cruzar el Elba. La mayoría de los que huyeron de Prusia Oriental en circunstancias menos privilegiadas habría envidiado cada minuto de su suerte. «Sé que Koch fue responsable de cosas terribles —afirma Lise-Lotte Küssner—. Sin embargo, no era ésa la imagen que yo tenía de él».

Y no cabe dudar de sus palabras. Sin embargo, durante los años que siguieron, tuvo mucho cuidado de que nadie supiese para quién había trabajado mientras duró la guerra.

Para los que vivían en el corazón de Alemania, las noticias de Prusia Oriental y Silesia no eran sino anuncios de la perdición que se acercaba. «Los primeros informes desesperanzadores acerca de aquellos terribles acontecimientos llegaron a Berlín de manos de los refugiados —escribió Paul von Stemann—. Hablaban de gente que moría pisoteada en los andenes mientras trataba de hacerse un hueco en los últimos trenes y de cadáveres lanzados desde los helados vagones de mercancías en marcha, así como de jóvenes madres desquiciadas que se negaban a entender que los bebés que mecían en sus brazos llevaban mucho tiempo muertos… Muchas de ellas parieron al aire libre, y murieron poco después que sus recién nacidos». Los que huían referían historias de soldados alemanes que habían matado sus reses e incluso saqueado sus casas. Un distinguido terrateniente silesio describía, indignado, el modo como uno de los supuestos defensores de Alemania había descargado una Panzerfaust sobre una arca barroca del vestíbulo de su mansión. En los andenes de Berlín, se establecieron comedores de beneficencia a fin de alimentar a los refugiados, a los que se les proporcionaron prendas de vestir con las que reemplazar las que habían perdido. No está de más preguntarse si aquellos afligidos no las habrían rechazado de haber sabido que muchas de las cálidas ropas que les ofrecían habían sido recolectadas por la SS del vestuario de los judíos reducidos a cenizas en los campos de exterminio.

Los berlineses están recibiendo la primera advertencia visible de que el Ejército Rojo se halla a las puertas del Reich —escribió, el 24 de enero, el corresponsal en Alemania del Stockholms Tidningen—. Columnas de camiones atestados de refugiados, maletas, bolsas y sacos recorren las calles a su paso de una estación de ferrocarril a otra. Los más de los que huyen son los típicos campesinos de las regiones orientales del país. Entre ellos no hay hombres: sólo mujeres y niños. Por encima de las bufandas, observan perplejos las calles en ruinas de una capital que ven por primera vez en su vida.

Con todo, los berlineses no recibieron a los orientales con total comprensión. Las gentes de Prusia Oriental, Sajonia y Silesia habían vivido con cierta tranquilidad durante cuatro años, mientras las ciudades de poniente quedaban destruidas por causa de las bombas; así que muchos habitantes de la capital que miraban con un sentimiento cercano a la satisfacción a aquellos compatriotas, otrora pagados de sí mismos, arrastrados a la miseria común. Según las estimaciones de la Wehrmacht, a esas alturas, habían empezado a huir 3,5 millones de personas de ascendencia alemana, y la cifra aumentaría de forma espectacular durante las semanas siguientes. A mediados de enero, en Berlín, «sabíamos que los soviéticos llegarían de un momento a otro —al decir de Paul von Stemann—. Las regiones orientales parecían una riada que hubiese roto todos los diques a su paso… La capital se cruzó de brazos y esperó a que la arrastrara la corriente, con la única esperanza de que la acometida fuese breve y repentina». Sus ciudadanos, de hecho, pretendían hacer ver que les causaban risa los relatos de violaciones colectivas que oían de boca de los refugiados del Éste. Al respecto, corría incluso el siguiente chiste macabro: «Mejor que te caiga encima un ruso que una bomba».

Durante los últimos días de enero, el cadete Joseph Volmar, aprendiz de piloto de planeador de diecisiete años, se encontraba en un hospital de Kónigsberg, recuperándose de la herida que había recibido en el brazo. Hablaba, en tono arrogante, de volver a unirse a sus camaradas y desquitarse de los soviéticos, en tanto que su compañero de habitación, un soldado viejo, trataba de hacerle desistir diciéndole: «Mira, muchacho: ¿Por qué no dejas de hacerte el héroe? Tienes suerte de seguir con vida a estas alturas; no tientes al destino». El día 30, cuando los proyectiles del enemigo comenzaron a caer cerca del centro sanitario, los pacientes que podían caminar recibieron órdenes de dirigirse a Pillau. «¡Menudo grupo abigarrado formamos! Había soldados con heridas en la cabeza o los brazos, e incluso otros con muletas, tratando de escapar. Cualquier cosa parecía mejor que dejarse atrapar por los soviéticos». Al principio, cada vez que oía una explosión a su alrededor, corría a refugiarse; hasta que uno de los que viajaban con él le dijo: «No hagas eso, o perderás el barco: tienes que seguir caminando». Un camión compasivo, de los pocos que seguían en funcionamiento, les ahorró los últimos kilómetros del trayecto y los dejó en la plaza de Pillau. Volmar seguía sufriendo intensos dolores en el brazo, aunque un sargento de complexión gruesa insistió en que se quitara la venda para poder comprobar su herida antes de dejar que se uniese a quienes esperaban para embarcarse, toda vez que entre los lisiados había muchos fingidos.

El muelle se hallaba sumido en una total confusión de carretas y carros abandonados. Miles de refugiados y heridos se arracimaban en torno a una pequeña embarcación que lucía, en la cubierta de proa, un enorme agujero irregular causado por una bomba. La columna de heridos se abrió camino por entre la muchedumbre, esquivando baúles, cajas y maletas desechados hasta alcanzar, por fin, la pasarela. Por las escaleras subía un hedor insoportable a sangre, orines y excrementos. Permanecieron tumbados, entumecidos, hasta que cayó la tarde y se hicieron a la mar. Entonces llegaron las náuseas y los vómitos, que no cesaron hasta la arribada a Swinemünde. Una vez allí, subieron a un tren que los llevaría a Lübeck, donde una radiografía reveló que Volmar tenía destrozado un hueso del brazo. Se alegró de saber que no sólo había logrado escapar de Prusia Oriental, sino que estaría un mes alejado del campo de batalla.

Elfride Kowitz, de veinte años, también formaba parte de la multitud que luchaba por subir a una embarcación en el puerto de Pillau. Observaba a la gente que se peleaba por hacerse un hueco a bordo de alguna, y a los que, de vez en cuando, caían al agua tras perder el equilibrio en el muelle o ser lanzados por la borda a manos de sus rivales. Los buques de guerra soviéticos bombardeaban de forma intermitente las instalaciones portuarias. «Elfi» estuvo a punto de conseguir una plaza en un barco cargado de ataúdes, aunque vio frustradas sus ilusiones en el último momento. Finalmente, abandonó sus empeños y regresó a la unidad de la Luftwaffe situada a las afueras de Kónigsberg, en cuyas oficinas había estado trabajando. De allí, partió en el convoy de camiones que iba a poniente y con el que cruzó la superficie helada del Frisches Haff en medio de las consabidas escenas de terror. «No hacía más que pensar: “Estamos perdidos”. Lo único que nos importaba era huir de los soviéticos. Había tanta gente tratando de sobrevivir por todos los medios, sin piedad alguna… Y yo era una más». La temperatura había alcanzado los veinticinco grados bajo cero. Las madres abandonaban a sus bebés sobre la nieve. Al camión que avanzaba al lado del suyo lo alcanzó de lleno un proyectil enemigo. Otro de los vehículos que componían su reducida caravana —uno de los pocos convoyes militares que se dirigían al oeste— se averió y hubo de proseguir viaje a remolque de otro.

Entre los refugiados, los de mayor y menor edad fueron los que más sufrieron de todos. En cierta ocasión, la policía militar trató de sacar a «Elfi» del camión de la Luftwaffe en que viajaba, a fin de hacer hueco para los ancianos. La joven, sin embargo, no vio necesidad alguna de abnegación, y se sintió agradecida cuando su teniente señaló con insistencia: «Ella es de los nuestros». Entre los que avanzaban con doloroso paso por entre la nieve, hubo algunos que, ante la visión de los muertos y moribundos que yacían a su alrededor, acabaron por dar media vuelta y regresar a sus hogares, diciendo: «Tal vez los rusos no sean tan malos como se dice». Más tarde, tuvieron tiempo de arrepentirse de tal decisión. Cuando llegó al transbordador del Vístula, «Elfi» Kowitz contempló a un grupo de vacas que, abandonadas por sus propietarios, mugían desesperadas, con las ubres a reventar por falta de ordeño. «Nosotros sabíamos lo que estaba sucediendo, pero aquellos pobres animales, no». Por fin, el convoy de la Luftwaffe pudo atravesar el río. Entonces, la unidad recibió un nuevo destino, en un campo de aviación de Mecklemburgo. Ella no regresó jamás a Prusia Oriental, «aunque los recuerdos siguen siendo muy dolorosos. En ocasiones, da la impresión de que todo haya sido un sueño». Desde entonces, nunca ha podido soportar el sonido de las orugas de los carros blindados, que la transportan a aquel espantoso período.

«La carretera que se extiende a lo largo del Frisches Haff es, en estos momentos, la única ruta abierta entre la guarnición alemana de Kónigsberg y Brandeburgo», comunicó a Moscú el l.er frente del Báltico a principios de febrero de 1945.

Nuestros cañones, ametralladoras y morteros la tienen sometida a un sistemático hostigamiento; pero el enemigo sigue obteniendo, a través de ella, provisiones de alimentos y munición durante la noche o los días de niebla. Según nuestros informes de espionaje, además de la guarnición, queda aún en la ciudad [Kónigsberg] un millón de civiles, entre residentes y refugiados. Entre ellos se encuentran varias figuras fascistas de relieve, terratenientes, hombres de negocios y funcionarios gubernamentales, junto con sus familias. La gente vive en cabañas y sótanos. El alimento escasea… El tifus está extendido. Hay muchos heridos y enfermos entre la población. Algunos refugiados han tratado de atravesar el hielo para llegar a Pillau, pero se han ahogado en el intento: a causa de nuestros intensos bombardeos, el grosor de las placas ha disminuido de manera considerable. La Gestapo arresta y ejecuta a diario a cientos de alemanes por saquear almacenes de alimentos o incitar a la rendición. Los prisioneros aseguran que la ciudad está preparada para resistir a un asedio prolongado.

La defensa militar de Kónigsberg, acosada sin descanso por el fuego del enemigo, apenas albergaba ilusiones en cuanto a su futuro, y los nazis sólo estaban en situación de ofrecer a la guarnición la ayuda que pudiese prestarles una descarga de fantasiosos proyectos. Un oficial de propaganda nacionalsocialista se dirigió a los heridos de un hospital de la ciudad a finales de febrero para anunciarles, con ominosa falsedad, el desembarco, en Pillau, de varios centenares de flamantes carros blindados, y comunicarles que las huestes acorazadas de Alemania estaban avanzando imparables desde Breslau en dirección a Varsovia. Los que abandonasen Prusia Oriental en aquel momento, aseguró, «estarían en casa a tiempo para la siembra de primavera… Éste era el plan que había concebido, tiempo atrás, el Führer: dejar entrar a los soviéticos para poder destruirlos, así, con mayor seguridad». Cuando uno de los médicos expresó su escepticismo ante tamaña insensatez, sus colegas no dudaron en reprenderlo por su actitud derrotista… y por jugarse el tipo de ese modo. Se exhortó, tanto a civiles como a militares, a asistir a la proyección de Kolberg, la nueva epopeya propagandística de Goebbels, en el teatro local. «Un zumbón violinista de café vestido de uniforme y otros diez músicos de paisano tocaban las últimas melodías sensibleras a los heridos». Los saqueadores trepaban a las ruinas para buscar objetos entre los escombros: cuando todo parecía estar llegando a su fin, hombres como aquéllos seguían ansiando artículos cuya posesión se había tornado ya insignificante. La policía militar rastreó sótanos y edificios derruidos en busca de desertores, y alistó, sin contemplaciones, a todo aquél —hombre o niño— capaz de sostener una arma en las filas de la guarnición que ocupaba las posiciones defensivas cubiertas por la nieve.

El doctor Hans von Lehndorff, cristiano devoto, se sintió perversamente exaltado mientras contemplaba su desesperada situación en aquella ciudad asediada. «Vagaba por entre las calles cubiertas de polvo de nieve en un estado de ánimo exaltado que no podía menos de encontrar curioso. Tenía la impresión de que toda la ciudad y su destino me pertenecían sólo a mí. Mientras caminaba, iba entonando un himno de alabanza a Dios, y mi propia voz hacía que brotasen de mis ojos lágrimas de gozo. Los momentos más sublimes de la vida de un hombre surgen cuando el Juicio Final se halla a la vuelta de la esquina; entonces, el mundo rueda bajo sus pies como si fuera una pelota».

Entre los poquísimos habitantes de Kónigsberg que rezaban por la llegada del Ejército Rojo se hallaban Michael Wieck, de dieciséis años, y los suyos. Esta familia de músicos descendía de un distinguido linaje artístico. Su madre era judía, y a él lo habían criado en la fe hebraica. Su sexagenario padre, que no profesaba la religión de su esposa, tenía a honra haberse negado a acatar las disposiciones oficiales que le exigían que renegase de ella. Siendo niño, Wieck había vivido las humillaciones, cada vez mayores, infligidas por la Alemania nazi a los de su condición. A mediados de la década de 1930, sus padres le prohibieron que diese los buenos días a los maestros de la escuela con el saludo nazi, tal como había instado a hacer el director a los alumnos. Cuando el propio Führer honró al centro con su presencia, el personal docente lo situó en la última fila de la formación de bienvenida. Asimismo, el muchacho se sintió amargamente excluido cuando le prohibieron afiliarse a las Juventudes Hitlerianas. Más tarde lo expulsaron del colegio, y los suyos hubieron de abandonar el hogar familiar. Su padre también perdió el puesto de director de la academia de música en que trabajaba. María, la hermana de Michael, había logrado, por fortuna, huir a Escocia durante un viaje organizado en 1939 para evacuar a niños judíos, pero él no había podido acompañarla, dada su corta edad. En cierta ocasión, desesperado, preguntó a su madre: «¿Por qué me tratan como si fuera diferente?». Ella le respondió: «Es más honroso pertenecer al grupo de los perseguidos que al de los perseguidores». Wieck asegura que su niñez acabó a los catorce años. Aun en los peores momentos del sitio de Kónigsberg, si cometía el imperdonable descuido de caminar por la acera con la estrella amarilla prendida a sus ropas, encontraba siempre a algún compatriota —joven, probablemente— que le recordaba que había de hacerlo por la cuneta. Lo enviaron a trabajar diez horas diarias a una pequeña fábrica de jabón, entre rusos, gitanos, homosexuales y otros marginados. Sólo cuatro de cada veinte sobrevivieron al asedio de la ciudad. Sus padres esperaron y esperaron a que los deportasen o les llegara la muerte. No habían oído hablar de las cámaras de gas, pero sabían que el gobierno pretendía aniquilar a los judíos. Asimismo, ignoraban que, a finales de 1944, se había hecho llegar de Berlín a Kónigsberg una disposición que ordenaba matar a toda la comunidad de hebreos, si bien sólo se puso en práctica con respecto a los que ya se encontraban recluidos en campos de concentración, siendo así que hacía caso omiso de los pocos que seguían habitando en diversas ciudades.

El padre de Michael temía que los alemanes acabasen con la vida de los últimos judíos poco antes de la llegada de los soviéticos. Este hombre de sesenta y cuatro años guardaba en casa, como oro en paño, una hachuela. «Si vienen los rusos y el guarda del bloque envía a llamarnos —solía decir al hablar de tan irrisoria arma—, habrá llegado el momento de resistir». Los Wieck se aferraron a la vida durante el aluvión de bombas y demás proyectiles soviéticos, bien que a punto estuvieron de desesperar de que llegaran a liberarlos.

3. «AQUÉL FUE NUESTRO HOLOCAUSTO, AUNQUE A NADIE LE IMPORTE»

Entre el 23 de enero y el 8 de mayo de 1945, los buques mercantes y de la armada evacuaron a más de dos millones de refugiados de la costa del Báltico, siguiendo órdenes del almirante Oskar Kummetz, oficial al mando de las fuerzas navales en las regiones orientales, que hizo que participaran cargueros y lanchas, navíos de escolta y barcos carboneros en estas operaciones. El bloqueo aliado había obligado a mantener en inactividad durante años varias embarcaciones de pasajeros de gran calado. El Wilhelm Gustloff, transatlántico nazi de veintisiete mil toneladas adscrito al programa de preguerra Fuerza por la Alegría, había hecho, desde 1940, las veces de almacén para los submarinos alemanes. Cuando tocaba a su fin el mes de enero, su viejo capitán recibió órdenes de petrolear y disponerse a transportar refugiados en dirección oeste desde el puerto de Gdynia, cerca de Danzig. No bien se tuvieron noticias de la marcha del buque, comenzaron las desesperadas porfías por obtener tarjetas de embarque. La mayoría de los muelles se llenó, de inmediato, de gentes que gozaban de dinero o influencia. La Stabsfuhrerin Wilhelmina Reitsch —cuñada de Hanna Reitsch, la piloto de pruebas favorita de Hitler— exigió a voces que se concediesen plazas a algunas de las ocho mil auxiliares navales del puerto que se hallaban a su cargo, muchachas de entre diecisiete y veinticinco años que sabían muy bien cuál sería su sino en caso de caer en manos de los soviéticos. Sólo subieron a bordo 373 de ellas, junto con otros 918 miembros del personal naval y 4244 refugiados.

Tres días duró la angustiosa espera que hubieron de soportar, hacinados, en las cubiertas de pasajeros hasta que se concedió permiso para navegar. En la cubierta superior se estableció una unidad especial de maternidad, dado que algunas de las refugiadas se hallaban en avanzado estado de gestación. También se instaló un hospital de emergencia para los 162 soldados heridos que llegaron en camilla, muchos de los cuales habían sufrido amputación de algún miembro. La noche del 27 de enero, se hizo desembarcar a todos los que había a bordo, que, ateridos, hubieron de pasar varias horas de infortunio en los refugios del puerto antes de volver a subir al barco cuando ya rayaba el alba. En el último minuto, el camarote de la cubierta B reservado al Führer quedó ocupado por trece integrantes de la familia del burgomaestre de Gdynia, junto con el Kreisleiter nazi de la ciudad, su esposa y sus cinco hijos, además de su criada y su camarera. Algunos de los funcionarios nacionalsocialistas hicieron constar sus airadas quejas por el exceso de viajeros.

La mañana del 30 de enero, día en que iba a zarpar el buque, tampoco faltaron situaciones dramáticas. La policía militar subió a bordo para registrar el último rincón de la nave en busca de desertores. Cuando, por fin, soltó amarras a las 11.00 horas el Gustloff se vio rodeado de una flotilla de pequeñas embarcaciones, atestadas de refugiados que gritaban para que los subiesen a bordo, mientras las mujeres sostenían en alto a sus recién nacidos. En tiempos de paz, aquel transatlántico había tenido capacidad para 1900 pasajeros más la tripulación. En el manifiesto de carga del 30 de enero figuraban, sin embargo, más de 6000 almas, a las que hay que añadir unas 2000 más que, según se calcula, subieron a bordo durante la avalancha final. Mar adentro tuvo lugar una nueva detención, cuando el Gustloff echó anclas para aguardar a un segundo barco, el Hansa. Finalmente, las autoridades portuarias llegaron a la conclusión de que la espera era demasiado peligrosa, por lo que el buque puso rumbo al oeste, sin más escolta que la de un único torpedero antiguo. El capitán del Hansa comunicó por señales: Bon voyage.

Por las distintas cubiertas de la nave se extendió una repentina sensación de alivio. Los pasajeros comenzaban a ver, por fin, posibilidades de salvación tras los horrores vividos en el embarcadero. Uno de los médicos de a bordo persuadió a una reducida orquesta para que tocara para los soldados heridos, y el barbero del barco hizo un boyante negocio entre los refugiados que buscaban mejorar su desaliñado aspecto. Los que disponían del dinero y la influencia necesarios pudieron permitirse disfrutar de la mejor comida que hubiesen visto durante semanas en tierra firme, sin que faltasen el vino y la carne. Por desgracia, empero, el Gustloff era una embarcación poco marinera, y empezó a bambolearse con violencia en las agitadas aguas del Báltico. En las cubiertas comenzó a formarse hielo. Muchos —acaso la totalidad— de los pasajeros no tardaron en marearse, y algunos de los que habían almorzado desearon no haberlo hecho.

Poco antes de las 19.00, entre intermitentes precipitaciones de nieve, Aleksandr Marinesko, capitán de tercera de treinta y tres años a bordo del submarino soviético S-13, avistó una embarcación de gran tamaño que, para asombro suyo y de resultas de una negligente actitud por parte de los alemanes, no navegaba dando viradas y llevaba luces encendidas. Pese a servir en unas fuerzas célebres por su indisciplina y su afición al alcohol, Marinesko había logrado adquirir, en tierra, cierta reputación de hombre imprudente que lo había hecho objeto de la inquina de la NKVD. De hecho, ésta lo tenía por sospechoso de tendencias contrarrevolucionarias. En las tres semanas que llevaba de patrulla marítima no había divisado un solo objetivo que valiera la pena, por lo que, al topar con el Gustloff, decidió poner todo su empeño. El S-13 emergió y comenzó a seguir con sigilo a su presa, colocándose, entre el barco y la costa. Dedicó dos horas a examinar el blanco y colocarse en el mejor lugar para disparar. A las 21.04, efectuó —podría decirse que a bocajarro, toda vez que se hallaba a una distancia de menos de novecientos metros— una descarga de torpedos sobre los que se leían los habituales lemas de: «Por la madre patria», «Stalingrado» y «Por el pueblo soviético». Después de recibir el impacto de tres devastadoras explosiones, el Wilhelm Gustloff escoró de forma marcada y comenzó a hundirse.

La mayoría de las auxiliares navales tuvo la fortuna de morir de manera instantánea, ya que uno de los proyectiles fue a detonar bajo el lugar en que se hallaban alojadas. Ancianos, enfermos y heridos no podían moverse, y su muerte fue más lenta. Se oían las voces de los que habían quedado atrapados tras las puertas herméticas de la embarcación, que se bajaron de forma inmediata tras el ataque. Algunos de los miembros del personal naval dispararon sus fusiles a fin de dominar a la turba de pasajeros que, llevada por el pánico, surgía procedente de la cubierta inferior de paseo. Un camarero que corría por la zona de camarotes oyó un tiro. Al abrir una puerta, pudo ver a un oficial de marina con una pistola y, en el suelo, a una mujer y un chiquillo sin vida. Un segundo niño, aterrorizado, se le abrazó a la pierna. «¡Váyase de aquí!», gritó el militar, y él obedeció, dejando así que el padre rematara su labor. El suicidio parecía algo totalmente racional cuando a bordo del barco sólo había doce de los veinticuatro botes salvavidas, los que se hallaban en los pescantes no se habían arriado y la única salvación se encontraba en el frío mortífero del Báltico.

El grueso de la tripulación se condujo de un modo despreciable. Un bote de salvamento con capacidad para cincuenta personas se alejó del buque sin más ocupantes que el capitán y doce marineros. Otro fue arriado de un modo tan imprudente que los pasajeros que iban a bordo acabaron cayendo al mar. Algunas de las embarcaciones ni siquiera llegaron a lanzarse a las aguas. El Gustloff no tardó en quedar de costado, y finalmente, desapareció setenta minutos después del ataque. Hubo quien se quitó rápidamente las ropas antes de saltar al agua, un gesto que no por absurdo resulta menos comprensible en medio de una catástrofe como aquélla. Muchos ni siquiera llegaron a escapar de la zona destinada a los pasajeros. Inútil buscar muestras de dignidad a bordo del barco que se iba a pique: sólo las visiones y los sonidos propios de una pesadilla que acompañaban a los varios miles de personas indefensas que luchaban, presas del terror, por salvar sus vidas u optaban por una muerte rápida a punta de pistola. La señal de socorro del buque se recibió a bordo del crucero pesado Admiral Hipper, que también se dirigía al oeste aquella noche, con 1377 refugiados. Como quiera que seguía la misma ruta, no tardó en pasar por el lugar en el que se había hundido aquél. Los supervivientes que se debatían en las aguas agitaron los brazos con movimientos frenéticos, iluminados por un instante de esperanza. Las hélices en movimiento del Hipper pusieron fin a su angustia. Aquel colosal buque de guerra no podía afrontar el riesgo que comportaba el hecho de detenerse con un submarino en los alrededores. Aquella noche, Aleksandr Marinesko dejó escapar un objetivo mucho más provechoso que el Gustloff, por cuanto, después del torpedeo, hizo descender al S-13 tanto como le permitió la escasa profundidad del Báltico, a fin de evitar ser presa de un contraataque con cargas antisubmarino. Jamás llegó a ver el Hipper.

El torpedero T-36 fue la única embarcación que prestó ayuda a la nave siniestrada de forma inmediata. Llegó a la zona del naufragio a tiempo de rescatar a 252 supervivientes. Muchos, incluso de entre los que habían logrado un hueco en las embarcaciones salvavidas, murieron congelados antes del alba, cuando acudieron más barcos al rescate. Un sargento de la marina que, a la mañana siguiente, subió a un bote lleno de cadáveres dio con un niño de pecho sin identificar, con el rostro cerúleo por el frío, aunque aún con resuello, y no dudó en adoptarlo. Aquel bebé se convirtió en una de las 949 personas de cuya supervivencia se tiene noticia de aquella tragedia marítima, la mayor que haya conocido la historia. De hecho, las siete mil víctimas con que se saldó su hundimiento lo sitúan, en este sentido, muy por delante de los naufragios del Titanic, el Lusitania y el Laconia. Con todo, los desastres que vivió el planeta durante aquel año de 1945 han hecho que los horrores del Wilhelm Gustloff sigan siendo desconocidos para casi todo el mundo, a excepción de algunos alemanes.

El papel representado por Aleksandr Marinesko en la tragedia global del Báltico aún no había llegado a su fin. Y así, el 9 de febrero divisó y hundió un nuevo objetivo: el General Steuben, transatlántico de 17 500 toneladas que transportaba a dos mil heridos y mil refugiados, y al que no tardaron en tragarse las aguas. Sólo trescientos de sus pasajeros llegaron con vida a Kolberg. Aquel capitán de tercera soviético, al que la NKVD tenía ya en su punto de mira, volvió triunfante a su puerto base, si bien la sensación no le duraría demasiado: las autoridades no lo creyeron cuando aseguró haber hundido a los dos transatlánticos; dieron por supuesto que habrían sido victimas de un ataque aéreo. Pocos meses después, expulsaron a Marinesko de las fuerzas navales soviéticas, y tras algunos indiscretos episodios relacionados con el alcohol, aquel hombre amargado dio con sus huesos en un campo de trabajo, donde permaneció recluido durante tres años. Hasta el año 1960 no se aceptó, por fin, su responsabilidad en el hundimiento del Wilhelm Gustloff y el General Steuben, tras lo cual se le restituyó la pensión militar.

La angustia de los fugitivos del Báltico se prolongó hasta el final mismo de la contienda. El 16 de abril fue torpedeado el Goya, motonave de cinco mil toneladas que transportaba a siete mil refugiados y personal de servicio, a unos cien kilómetros de la costa de Pomerania, por el viejo submarino minador soviético L-3. Salieron con vida 183 de sus ocupantes. El 3 de mayo, una serie de aviones Typhoon de la RAF armados con cohetes hundieron, en Lübeck, al transatlántico de 27 561 toneladas Cap Arkona. Cuando las tropas británicas llegaron al puerto de la ciudad días más tarde, se encontraron con que sus aguas seguían cubiertas de cadáveres. En contra de lo que han sostenido muchos alemanes desde 1945, todas estas embarcaciones hundidas constituían objetivos legítimos, toda vez que, cuando menos de forma parcial, se estaban empleando para el transporte de personal militar. Sin embargo, por una terrible ironía del destino, cinco mil de los muertos del Cap Arkona eran reclusos de campos de concentración procedentes de Polonia.

La historia no ha prestado demasiada atención a las actividades que llevaron a cabo las fuerzas navales alemanas durante la guerra, aparte de la concedida a la campaña submarina y a las pocas acciones protagonizadas por algunos buques de gran calado. Con todo, durante los meses finales de la contienda, y haciendo frente a terribles dificultades y a numerosas pérdidas, la Kriegsmarine dio sobradas muestras de energía y coraje en el Báltico durante el abastecimiento de guarniciones asediadas y la evacuación de refugiados. A despecho de los horrores que comportaron los hundimientos de los grandes barcos referidos arriba, fueron muchas las personas que debieron su supervivencia a los marinos alemanes, de los cuales la mayoría se comportó con mucha más propiedad que la tripulación del Wilhelm Gustloff.

El error cometido por la Stavka de Stalin al ordenar a las fuerzas de Rokossovsky que cambiasen de rumbo para dirigirse al norte, hacia la costa del Báltico, donde no obtuvieron mayor logro que el de las matanzas de refugiados, permitió al grueso del 2.o ejército alemán, desplegado más al sur, retirarse a través del curso bajo del Vístula, donde pudieron consolidarse sus unidades. Si el mariscal se hubiese mantenido, por el contrario, cerca del flanco derecho de Zhúkov, habría sido mucho menor el número de tropas alemanas que habría podido evitar un nuevo enfrentamiento. El 13 de marzo, los soviéticos centraron su atención en destruir al 4.o ejército alemán en el Kessel («caldero») de Heiligenbeil, como se conoció el foco de resistencia del Frisches Haff, al suroeste de Kónigsberg. Los cañones de 280 mm del Lützow y Admiral Scheer respaldaron los esfuerzos de quince divisiones alemanas maltrechas que trataban de mantener la lucha en el Báltico. El mariscal Aleksandr Vasilevski, que había tomado el mando del 3.er frente bielorruso después de que Cherniakovski muriese al ser alcanzado por fragmentos de proyectil el 18 de febrero, empleó siete ejércitos para acabar con ellas. Hitler no quiso autorizar la evacuación de las tropas y el equipo pesado del puerto de Rosenburg. De éste lograron escapar algunos miles de alemanes durante los últimos días, si bien la mayoría perdió la vida en la batalla que concluyó el 28 de marzo. Los soviéticos aseguraron haber matado a 93 000 soldados y haber capturado a 46 448.

El Ejército Rojo reanudó entonces su asalto a Kónigsberg. La ciudad estaba rodeada por una cadena de catorce fortificaciones antiguas separadas por una distancia de ochocientos metros. Cada una tenía una anchura de otros tantos metros, y estaba rodeada por un foso lleno de agua. Sus muros eran de piedra, y sus techos, de hormigón de cuatro metros de espesor. A cada una correspondía una dotación de ochocientos soldados. Más allá de los fosos y las zanjas anticarro, se había cubierto de trincheras el espacio comprendido entre las fortificaciones y la ciudad. Allí, los sótanos de las casas se habían reforzado con bloques de hormigón que protegían sus aberturas a la calle. En las vías del ferrocarril se había colocado un tren acorazado con baterías móviles de cañones antiaéreos y otras piezas de artillería. Todas estas defensas permitían a la guarnición llevar a efecto una formidable resistencia, pese a que nadie ignorara que el resultado final era ineludible. A principios de febrero, los prisioneros y desertores hicieron saber a las fuerzas soviéticas que la moral de la capital de Prusia Oriental no pasaba, precisamente, por su mejor momento. «Ahora que ha cesado la evacuación de la población civil, se ha extendido el pánico —indicaba un informe de la NKVD—. La ración de pan se ha reducido a 300 gramos por soldado y 180 por ciudadano no combatiente. Algunos de los habitantes de la ciudad desean rendirse, aunque son muchos los que, amedrentados por la propaganda de Goebbels, temen la llegada del Ejército Rojo. El 6 de febrero se expusieron, en la estación ferroviaria septentrional, los cadáveres de unos ochenta soldados alemanes ejecutados por deserción con carteles que rezaban: “Su cobardía no los ha librado de la muerte”».

El general Otto Lasch, el competente oficial que acaudillaba a los treinta y cinco mil soldados de la guarnición, hubo de enfrentarse a agudas dificultades, tanto en el orden de lo militar como en el de lo político. El Gauleiter Koch acudía a diario a Kónigsberg en una avioneta Storch con objeto de interferir en el modo como estaba dirigiendo la defensa de la ciudad. Los soviéticos emplearon 1124 bombarderos, 470 aparatos de apoyo cercano y 830 cazas durante los ataques aéreos concebidos para desgastar a las fuerzas defensoras. Mientras los fuegos hacían estragos en las calles, los refugiados plantaban cara a la artillería enemiga a fin de abrirse paso en dirección al puerto de Pillau. Las tropas de asalto del Ejército Rojo tuvieron que ganar, palmo a palmo, las defensas exteriores de la capital prusiana, ante un rival que combatía, en muchos casos, con el arrojo que le inspiraba la desesperación.

«La batalla de Kónigsberg fue fatigosa en extremo —asevera Anatoli Osmínov, cabo del 3.er ejército blindado—. La fortaleza era un hueso muy duro de roer; tanto que llegó a desesperarnos. Muchos de los alemanes no cejaban en su empeño por resistir hasta que aplastábamos sus trincheras bajo las orugas de nuestros carros. El número de bajas que sufrió nuestro bando fue terrible». El teniente Aleksandr Serguéiev, integrante del 297.o regimiento de infantería, no pudo menos de asustarse al ver a civiles entre quienes con tanta fiereza les disparaban desde las líneas alemanas. Aquel joven apuesto y reflexivo, hijo de un dirigente de granja colectiva que había cabalgado en las filas de los cosacos de Budionni durante la guerra civil, no completó su adiestramiento ni se unió al 3.er frente bielorruso hasta el verano de 1944. Sin embargo, a la edad de diecinueve años se encontraba ya al mando de una compañía, después de que hubiesen caído dos de los jefes de compañía de su regimiento. Su propio pelotón de ametralladoras perdió a más de la mitad de sus efectivos. Con la llegada de treinta y cinco soldados de reemplazo desconcertados, la unidad quedó con sesenta combatientes. «Nunca he visto una resistencia tan violenta como la que nos encontramos en Kónigsberg», afirma. El jefe de su división recibió una herida en la cabeza mientras comandaba personalmente un ataque, y el 28 de marzo le llegó el turno al propio Serguéiev, durante un asalto protagonizado por el 5.o ejército. El deshielo primaveral había vuelto el suelo impracticable para los carros de combate, por lo que el peso de la batalla recayó sobre la infantería. La mañana de la ofensiva no llegaron provisiones, y al igual que sus soldados, el teniente llegó a la línea de partida sin más en el estómago que un par de galletas estadounidenses. Un jefe de pelotón kazako hizo señas a sus hombres a la vez que exclamaba: «¡Ea! Pues ¡allá vamos!». Los soviéticos avanzaron en orden abierto, llevando con ellos sus ametralladoras y morteros. «Los soldados marchaban hacia el frente, cuando de pronto comenzaron a caer». Al ver sin vida a la dotación de una ametralladora pesada, Serguéiev no dudó en hacerse cargo de ésta. Segundos después, una bala alemana alcanzó el cilindro de refrigeración del arma e hizo que se derramara el agua de su interior.

Los fuegos de los Nebelwerfer no dejaban de caer en torno a sus posiciones, matando a muchos de los soldados de Serguéiev. A él mismo lo hirió en el costado un fragmento que le perforó el estómago e hizo que se desplomara sobre la ametralladora, donde permaneció unos momentos aturdido, empapado en sangre y con la mirada vacía fija en un aeroplano que surcaba el cielo azul y despejado. «¡Qué lástima, tener que morir en un día tan hermoso!», pensó, tal como hace el príncipe Andréi en el campo de batalla de Austerlitz en Guerra y paz, de Tolstói. De pronto, lo acometió un intenso dolor, y prorrumpió en alaridos. «Supongo que debió de oírme todo el frente». Tenía abierta parte del tronco, y no dejaba de sangrar con profusión. Sus soldados lo llevaron a la retaguardia, donde lo subieron a una carreta tirada por caballos. Aún no había dejado de chillar cuando llegó al hospital de campaña. El personal sanitario cortó los andrajos de su guerrera. Desnudo sobre una camilla, observó con repugnancia la montaña de miembros amputados que se había formado en el suelo de la tienda, mientras una enfermera lo anestesiaba con una gasa impregnada en éter y comunicaba al cirujano que esperaba impaciente: «No, no: todavía no está dormido». Sólo uno de cada cien soldados salvaba el pellejo después de recibir una herida en el estómago como la suya, y él lo consiguió. No obstante, mientras se recobraba de su lesión, contrajo una neumonía, por lo que hubo de pasar el resto de la guerra recluido en diversos hospitales.

Los informes elaborados por el Ejército Rojo con posterioridad a la batalla de Kónigsberg describen escenas de confusión e improvisación, así como, a menudo, garrafales errores por parte de las tropas asaltantes. Al oeste y noroeste de la ciudad, los soviéticos se vieron forzados a hacer uso de lanzallamas y cócteles molotov a fin de incendiar edificios en que se habían hecho fuertes los defensores, resueltos a luchar hasta la muerte. Tampoco faltaron espantosos incidentes provocados cuando los observadores de la artillería perdían contacto con la infantería y hacían que las baterías bombardeasen sus propias líneas. Los escombros y las zanjas cavadas por los alemanes hacían necesario mover a pulso, sin la ayuda de máquina alguna, los cañones de campaña soviéticos bajo los fuegos enemigos. Por otra parte, la extremada escasez de aparatos de radio dificultaba las comunicaciones. No había cabida para refinamientos tácticos, sólo para hostigar con afán homicida, línea a línea, las posiciones alemanas hasta batirlas.

Cuando el Ejército Rojo invadió las calles de Kónigsberg, comenzaron a aparecer, en las ventanas destrozadas, las primeras sábanas blancas. Las fuerzas aéreas y la artillería intensificaron sus bombardeos. El doctor Hans von Lehndorff se vio inmerso en una lluvia de cristales cuando las lámparas del quirófano comenzaron a caer del techo después de que el hospital fuese objeto de un impacto directo. Las tropas alemanas se retiraban a toda prisa por entre los edificios, descargando inútilmente sus fusiles contra la aviación atacante. El centro sanitario había quedado, de súbito, en tierra de nadie, y el médico pudo ver a sus compatriotas restablecer una línea defensiva entre las ruinas situadas más allá del lago artificial, otrora hermoso, que se extendía frente al castillo de la ciudad. El 7 de abril Lehndorff escribió:

La margen más alejada del lago parece un sembrado de coles devastado por el pedrisco. Acuden a la mente, de manera inevitable, imágenes de Douaumont y otras fortificaciones que, a diferencia de las que se habían erigido especialmente para la contienda, quedaron derruidas durante la Primera Guerra Mundial. La extensión de agua, por su parte, parece haber tomado prestada de forma perpetua la quietud de la población civil. Ahora está quedando dañada por completo. Los nervios están comenzando a derrumbarse entre nosotros… Para evitar que la idea del suicidio se torne contagiosa, he pronunciado un breve discurso en la sala de operaciones sobre la siguiente cita evangélica: «No tengáis miedo de los que pueden matar el cuerpo, porque no pueden matar el alma; antes bien, temed a aquél que puede destruir el alma y el cuerpo».

El general Lasch, comandante de la guarnición, hubo de concluir, a la postre, que nada más podía hacerse. En consecuencia, rindió Kónigsberg el 10 de abril. Berlín pidió explicaciones al jefe del 4.o ejército, el general Friedrich-Wilhelm Müller, que había adquirido una funesta celebridad al comunicar al cuartel general del grupo de ejércitos seis semanas antes, cuando se había visto catapultado, contra su voluntad, al frente de la unidad: «Soy un buen suboficial, y sé cumplir órdenes; pero las cuestiones estratégicas y tácticas se me resisten. Sólo necesito que me digan lo que tengo que hacer». En aquel momento, tras la entrega de la capital prusiana, hizo llegar a sus superiores el siguiente mensaje: «Las razones de la caída de Kónigsberg radican, más allá de la superioridad soviética en cuanto a soldados, carros de combate y aviones, en la moral de nuestras propias tropas. La impresión que causaba la ciudad envuelta en llamas y sembrada de muertos sin sepultura ha tenido pésimas consecuencias en el estado de ánimo de los defensores. Si el comandante ha fracasado, asimismo, en el desempeño de su cometido, es una cuestión que no puede determinarse con total certeza». Hitler, al que igual daba la racionalidad que la ofuscación, condenó a Lasch por traidor, arrestó a su familia y lo sentenció a él, in absentia, a morir en la horca. Aun después de la capitulación, quedaron en el viejo castillo de la ciudad, luchando hasta el final, ciento veinte miembros de la policía y la SS. Según las cifras de la NKVD, se hizo salir de Kónigsberg a 60 526 prisioneros y refugiados, que marcharon en largas columnas de miseria, bajo la vigilancia de soldados soviéticos que, a su paso, se apoderaban con violencia de sus posesiones. Beria informó de que había entre ellos 32 573 alemanes, 13 054 ciudadanos soviéticos —condenados a trabajos forzados— y 13 054 de otras nacionalidades. Algunos milicianos del Volkssturm vestidos de paisano murieron ejecutados de forma sumaria en calidad de guerrilleros, tal como había hecho la Wehrmacht en la Unión Soviética al acabar con la vida de miles de partisanos. El Ejército Rojo aseguró haber matado a 42 000 alemanes y capturado a 92 000 prisioneros, incluidos 1800 oficiales, durante el asedio y la caída de Kónigsberg. Con todo, lo más seguro es que se tratase de una exageración. Beria comunicó a Stalin que había ocho grupos de la NKVD, de ciento veinte integrantes cada uno, rastreando la ciudad en busca de «espías, traidores y colaboradores». Ya habían detenido a 14 901 personas, aun cuando las montañas de escombros les hacían muy difícil recorrer las calles. Por otra parte, ocho regimientos del organismo habían dispuesto un cordón en torno a la población para cortar el paso a los fugitivos.

Los alemanes de la península de Samland, al noroeste de la ciudad, resistieron aún dos semanas más. Las últimas posiciones en caer, las de la batería del comandante Karl Henke Lemburg, fueron objeto de una feroz defensa hasta las 15.30 del 27 de abril. El doctor Karl Ludwig Mahlo, oficial médico de la Luftwaffe, formaba parte del postrer grupo que escapó desde Pillau. Durante meses, se había afanado por tratar a miles de heridos, tanto militares como civiles; si bien, por desgracia, no era mucho lo que podía hacer por ellos. «Lo que estaba en nuestras manos no era más que un grano de arena en el desierto». Se dio cuenta de que se había acostumbrado, hasta extremos que lo aterraban, al sufrimiento y se había dejado vencer por el fatalismo: «Alemania estaba destrozada. Teníamos la sensación de que, tras nosotros, no quedaría nada». Mahlo hubo de agradecer su propia fuga a los amigos que tenía en las fuerzas navales. El resentimiento que le provocó lo sucedido en Prusia Oriental, región que lo había visto nacer, jamás llegó a menguar.

Cuando el capitán Abram Skuratovski llegó a Pillau con su 168.a unidad de transmisiones del Ejército Rojo, hundió una botella en el mar Báltico y la llenó a modo de recuerdo de la campaña que habían protagonizado. «Estábamos eufóricos». Él se había agenciado un caballo espléndido, y estuvo montándolo hasta que se lo robaron, una noche, unos lituanos. No pudo evitar maravillarse ante la contemplación del paisaje deshabitado que acababan de heredar, con aquellos frutales que comenzaban a florecer, sus viviendas desiertas y sus vacas mugidoras. «Los establos de Prusia Oriental tenían mucho mejor aspecto que las casas en las que vivíamos nosotros en la Unión Soviética», asegura. Skuratovski era natural de Kiev, y su padre se dedicaba a la venta de pescado. Para sus soldados fue toda una revelación verse alojados en edificios con agua corriente u observar el ganado confinado por kilómetros de alambre de espino, algo que hasta entonces pensaban que sólo se empleaba en los campos de batalla.

La unidad del cabo Anatoli Osmínov se encontraba agotada después de aquella campaña, tan prolongada como brutal. Apostaron sus carros de combate a las afueras de Kónigsberg. Boris, el conductor del suyo, que había servido durante ocho años en la misma unidad y había visto arder ocho de sus tanques, cogió su metralleta y se dirigió al bosque que crecía en los aledaños con objeto de buscar algo que pudiera llevarse a la boca. De súbito, se encontró con un grupo de hombres que cavaban trincheras, y dando por supuesto que eran alemanes, levantó el arma y les gritó: Hande hoch! Sin embargo, resultaron ser de su misma facción. El oficial al mando lo acribilló, y lo cierto es que nadie pudo reprocharle tal reacción. Él y sus hombres llevaron el cadáver de Boris al campamento de la unidad blindada en el preciso instante en que ésta recibía la noticia de la capitulación de Kónigsberg. El soldado muerto gozaba de gran estima entre los de su unidad, que no dudaron, por tanto, en ponerse de acuerdo para enviar treinta y seis relojes de oro, parte del botín de la batalla, a su viuda.

Aún para las cifras a que estaba habituado el Ejército Rojo, el coste de la victoria del Báltico fue elevado. Entre el 13 de enero y el 25 de abril, el 2o frente bielorruso perdió a 159 490 hombres, entre muertos y heridos, y el 3.o, a 421 763. En el transcurso de los tres meses que estuvieron en Prusia Oriental, las fuerzas armadas soviéticas sufrieron casi tantas víctimas como las angloamericanas durante toda la campaña del noroeste europeo.

Hubo cientos, si no miles, de suicidios cuando los soviéticos se apoderaron de Kónigsberg. La familia que habitaba el piso situado encima del de Margaret Mehl, conformada por un director de banco, su esposa y su hija, tomó la fría decisión de quitarse la vida si tal cosa sucedía. Con todo, hubo otros que murieron de un modo menos espectacular. Fue éste el caso de Helena y Else, las tías de Margaret, que optaron por permanecer en la ciudad y aguardar a que regresasen del frente sus esposos. El hambre, sin más, acabó con ellas. El doctor Hans von Lehndorff fue testigo de terribles escenas de asesinatos y pillaje. «Nos mantuvimos muy juntos, en espera del final, con independencia de cuál pudiera ser éste. El miedo a morir… se había disipado por completo a causa del terror a algo infinitamente peor: por todos lados oíamos los desesperados gritos de las mujeres que pedían que las matasen de un tiro; pero los torturadores parecían preferir la lucha libre al uso de cualquier arma de fuego». A algunas las violaron en las salas de maternidad de los hospitales, pocos días después de que hubiesen dado a luz.

Durante todo el sitio de Kónigsberg, los Wieck habían permanecido en el sótano de su vivienda, aferrándose a la vida como les había sido posible. El primer vislumbre que tuvo aquella familia judía de las fuerzas de liberación fue un soldado solitario montado en bicicleta —vehículo que parecía fascinar a los del Ejército Rojo, toda vez que no dejaban escapar ninguna oportunidad de conducir una—. Poco después vieron pasar un T-34, y por fin, se detuvo ante el bloque de apartamentos en que vivían un cañón autopropulsado. Entonces comenzó a recorrer las calles toda una multitud de tropas estalinistas y, en ese momento, se apoderó de los supervivientes una atroz sensación de desencanto. «Aquello era el infierno —resume Michael—. Queríamos dar la bienvenida a los soviéticos por liberarnos, y no tardamos en descubrir que no era buena idea: los soldados mataban a todo hombre que encontraban en la calle, y violaban a toda mujer de entre siete y setenta años. Hasta bien entrada la noche, oíamos los chillidos de las personas que pedían auxilio a voz en grito. A veces, encerraban a la gente en los sótanos y prendían fuego a las casas que había encima, o reunían a algunos ciudadanos y los llevaban a la fuerza extramuros, al campo de batalla, para fusilarlos o quemarlos vivos». A él le arrebataron su querido violín y lo llevaron, junto con sus padres y otros muchos compatriotas, a un campo, en un principio sin alimento ni agua.

«Mi padre había vivido una existencia muy protegida, y apenas si podía sobrellevar aquellas circunstancias. Mi madre, que era diez años menor que él, las soportaba algo mejor». Si no la violaron fue, simplemente, «porque encontraron a otras muchas más jóvenes», según refiere su hijo. Sus captores, de origen mongol, ignoraban por completo el significado de las estrellas amarillas que llevaban en las mangas. Los Wieck vieron, de pronto, asomar un rayo de esperanza cuando toparon con un oficial ruso judío que hablaba alemán y yiddish. La respuesta del soviético, sin embargo, dio al traste con su optimismo: «Si fueseis, de verdad, judíos —les hizo saber en tono de desdén—, estaríais muertos. Como estáis vivos, doy por hecho que habéis preferido compartir el destino de los alemanes». En consecuencia, se arrancaron las estrellas y se dispusieron a correr la misma suerte aciaga que los demás prisioneros.

Los ciento veinte mil habitantes civiles que vivían en Kónigsberg antes del cerco habían quedado reducidos, a esas alturas, a quince mil, entre los que se encontraban los Wieck. En aquel momento, volvieron a llevarlos, bajo vigilancia, a la ciudad para que enterrasen a los muertos. «Vi a las mujeres a las que habían asesinado —recuerda Michael—. Los cadáveres llevaban semanas abandonados en los sótanos. También encontramos los cuerpos de los que se habían ahorcado en sus casas. Los pusimos a todos, caballos y personas por igual, en el interior de los cráteres que habían dejado las bombas en la calle, y un quitanieves se encargó de taparlos». Quienes conformaban las cuadrillas encargadas de las inhumaciones vivían al filo de la inanición, aquejados, de forma sucesiva, de malaria, disentería, pediculosis e inflamación pulmonar. El señor Wieck contrajo la fiebre tifoidea.

Aunque parezca incongruente en extremo, en medio de aquellas tribulaciones, los Wieck volvieron «a descubrir cierta comunidad con los alemanes». En abril, a Michael lo llevaron a un campo de concentración especial de infausta memoria que dirigía la NKVD en Rothenstein y en el que también se hallaba confinado el doctor Hans von Lehndorff. Los prisioneros sometidos a investigación estaban recluidos en un amplio sótano, tan hacinados que no podían tumbarse o sentarse siquiera: debían permanecer en pie o de rodillas, hora tras hora y día tras día. «Nos alegramos cuando comenzó a morir la gente, porque quedó más espació para los que seguíamos con vida». Una vez al día, los dejaban salir para hacer ejercicio. Por la noche, los soviéticos bajaban con linternas y se llevaban a algún sospechoso para interrogarlo. Los elegidos regresaban sangrando y, en ocasiones, con un diente que otro menos. Había entre ellos un hombre con tuberculosis que no dejaba de toser. Sólo recibían comida los que tenían algún receptáculo en el que ponerla; así que Michael Wieck no dudó en desatornillar el fanal de una de las lámparas que pendían sobre sus cabezas para tener donde echar su ración de pan mohoso. Se ofreció a compartirla con un hombre tísico, pero éste se negó. «Mantente alejado de mí —le dijo—, o acabarás contagiándote». Murió tres días después. «Los dieciséis días que pasé en los sótanos de Rothenstein no fueron menos terribles que Auschwitz —asegura Wieck—. Primero habían tratado de destruirnos Hitler y los demás nazis, y después había llegado el turno de los soviéticos. Terminé por rendirme: quería morir. Así que me negué a recibir comida y agua. Entonces, alguien me persuadió a aceptar una cucharada de azúcar, y sentí resucitar el deseo de vivir».

Su personalidad traviesa y cautivadora, dotada tanto de agudeza como de encanto, lo llevó a entablar amistad con un oficial del Ejército Rojo y, a la postre, a quedar en libertad. A diferencia de uno de sus compañeros de cautiverio, que, después de perder toda esperanza de futuro, acabó por arrojarse desde un puente tras ser liberado de Rothenstein, Wieck demostró ser un verdadero superviviente. Tras la caída de Kónigsberg, pasó tres años ganándose la vida, mal que bien, tocando el violín para los invasores soviéticos, hasta que, en 1948, pudo escapar a Alemania Occidental y cimentar una distinguida trayectoria profesional como escritor y músico. Sus padres también sobrevivieron. Cuando se le pregunta si le robaron la niñez, se encoge de hombros y contesta: «Tanto daño hace tener una infancia normal como una difícil». Su historia y su altruismo moral representan un triunfo del espíritu humano.

Jamás se podrá determinar, de forma precisa, la cifra de los que murieron durante la huida de Prusia Oriental. Se cree que, cuando la guerra tocaba a su fin, abandonaron sus casas de las provincias orientales del Gran Reich —o fueron expulsados de ellas— unos ocho millones de almas, a los que siguieron ocho más durante los primeros años de hegemonía soviética. Se sabe que en Rumanía, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia perdieron la vida 610 000 personas de ascendencia alemana. El número de los que desaparecieron —y perecieron, según se da por hecho— mientras escapaban de Prusia Oriental, Silesia y otras regiones del imperio oriental de Hitler supera, con creces, el millón. Las muertes se debieron, sobre todo, al frío, el hambre y los proyectiles soviéticos. Hoy sigue siendo causa de una honda indignación en Alemania el que un mundo que aún no ha superado su obsesión por la Segunda Guerra Mundial sepa tan poco —y parezca preocuparse menos todavía— acerca de los horrores sufridos en las provincias orientales en 1945. «El grueso de los que huyeron, y también de los que murieron, no pertenecía a la clase de gente que sabe escribir libros o contar sus experiencias —señala Helmut Schmidt—. Eran personas corrientes». Las palabras con que describe una prusiana oriental esta vivencia están condenadas, tal vez, a resultar muy poco populares fuera de Alemania, si bien expresan una idea común entre sus coterráneos: «Aquél fue nuestro propio Holocausto, aunque a nadie le importe». Tanto antes como después de la llegada de la paz, los medios de comunicación occidentales se mostraron parcos en el momento de informar de los horrores que tuvieron lugar en Prusia Oriental y Silesia, a despecho de la gran cantidad de testigos que poblaban los campos de desplazados de Alemania. Aún estaban frescas en la memoria del público las revelaciones en torno a los campos de concentración y las multitudinarias matanzas de judíos, soviéticos, gitanos y otras víctimas de la furia homicida de Hitler. Y los vencedores no estaban de humor para percibir a los alemanes como víctimas. Los Gauleiter nazis de Prusia Oriental, Pomerania y Silesia tuvieron buena parte de la culpa, por negarse a autorizar —no hablemos ya de facilitar— la evacuación de las provincias a su cargo antes de la llegada del Ejército Rojo. Sin embargo, y como no podía ser de otro modo, alegaron que se habían limitado a cumplir órdenes procedentes de Berlín. Esperar que los nazis tuviesen compasión siquiera por su propio pueblo supone incurrir en una contradicción absoluta.

Para los triunfantes angloamericanos resultó —y resulta aún— mucho más difícil pronunciarse sobre la conducta de los soviéticos. «Habrás leído, supongo, a Dostoyevski; ¿no es verdad?», preguntó Stalin a Milovan Djilas cuando el dirigente de los partisanos yugoslavos hizo constar sus protestas acerca de las violaciones a mujeres cometidas por los soldados del Ejército Rojo que fueron a liberar su nación. Stalin continuó:

¿Y has visto qué compleja es el alma humana, la psique? Bueno, pues, ahora, imagina a un hombre que ha estado combatiendo desde Stalingrado hasta Belgrado, a través de miles de kilómetros de su propia tierra devastada y tras tener que pasar sobre los cadáveres de sus camaradas y sus seres queridos. ¿Quién puede esperar una reacción normal de un hombre así? Y ¿qué hay de malo en que se divierta con una mujer, después de haber vivido semejantes horrores? Tenéis una imagen idealizada del Ejército Rojo, que ni es ni puede ser algo ideal… Lo importante es que está luchando contra los alemanes… Lo demás carece de relevancia.

La indulgencia que, a menudo, han manifestado los rusos en relación con las barbaridades cometidas por su propia sociedad no se hace extensiva a las perpetradas contra su pueblo por los extranjeros. ¿Y por qué iba a ser de otro modo? Hitler y sus ejércitos habían aspirado a esclavizar a su pueblo, ni más ni menos. Millones de prisioneros soviéticos habían muerto ya en Alemania, y millones de ellos servían como esclavos en granjas, fábricas y hogares —también en Prusia Oriental—. Y el pueblo de Stalin no ignoraba nada de esto. Asimismo, el Ejército Rojo había protagonizado gestas que habrían sido impensables para los soldados occidentales, y había pagado un precio que ningún Ejército estadounidense o británico habría estado dispuesto a aceptar. Mientras aquél se abría paso, a duras penas, hacia poniente entre 1943 y 1944, cada uno de sus soldados pudo presenciar el legado de la ocupación alemana: ruinas oscurecidas por el fuego, víctimas civiles masacradas y campos asolados.

En 1945, había llegado, a los ojos de los soviéticos, el momento de que empezasen a pagar otros. Todo instinto de compasión o misericordia había muerto, para ellos, en alguno de los cientos de campos de batalla que conocieron entre Moscú y Varsovia. Medio siglo antes, el gran Gorki había puesto de relieve la paradoja que suponía el que los rusos, que por separado podían ser gente decente y humana, fuesen capaces, congregados entre una muchedumbre, de cometer atrocidades extraordinarias. En el Ejército Rojo se había cultivado, de forma deliberada, un código de valores en que el odio y la crueldad representaban un papel fundamental. Sería errado tildar, sin más, a los soldados soviéticos de salvajes. Pese a que entre sus filas hubiese gentes primitivas, lo cierto es que tampoco faltaban otras cultas y consideradas, a algunas de las cuales se ha pretendido revivir en la presente narración. Sin embargo, es indiscutible que, en 1945, sus fuerzas armadas consideraban tener derecho a conducirse con total brutalidad en suelo alemán, y que sus tropas llevaron al extremo tal convencimiento. Los castigos que infligieron a cambio de los horrores sufridos por la Unión Soviética estaban en consonancia con los que eran habituales entre los conquistadores romanos, que también se preciaban de ser un pueblo civilizado.

Dwight Eisenhower se arriesgó a que lo tacharan de ingenuo al describir así al soldado soviético en las memorias que elaboró tras la contienda: «Por su instinto generoso, su devoción para con los camaradas y su actitud natural y franca con respecto a las cuestiones más corrientes de la vida, el ruso común se me hace semejante a lo que nosotros llamamos un “estadounidense medio”». Si el comandante supremo del SHAEF no estaba aún al corriente de los pormenores de lo sucedido en la Europa oriental en 1948 —año en que se publicó su libro—, debía, al menos, de tener una idea general acerca del terror rojo que había desfigurado la victoria aliada sobre Alemania. Su comentario, en consecuencia, debe considerarse un ejemplo excepcionalmente desafortunado de delicadeza política.

Aun en nuestros días, son muchos los rusos —y entre ellos, el propio gobierno de Moscú— que niegan la envergadura de los actos de crueldad cometidos en Prusia Oriental y Silesia —así como, en épocas posteriores, más allá del Óder— que se atribuyen al Ejército Rojo. El soldado raso Vitold Kubashevski, por ejemplo, que relata con franqueza todos los demás aspectos de su experiencia con el 3.er frente bielorruso, sigue rehuyendo hablar de lo que vio en tierras prusianas. Aun así, las declaraciones de los testigos de vista tienen un peso abrumador. «Todos sabíamos perfectamente que, si las mozas eran alemanas, podíamos violarlas y matarlas después de un tiro —escribió Aleksandr Solzhenitsyn, que sirvió en calidad de oficial de artillería en Prusia Oriental—. Aquello era casi una distinción de guerra». Resulta sorprendente que un hombre como Michael Wieck, el joven judío de Kónigsberg que recibió dichoso la llegada de los soviéticos, sus salvadores, de fe de los horrores que éstos protagonizaron. Incluso el profesor John Erickson, cuya monumental historia del Ejército Rojo es la más apologética de las escritas por un autor occidental, reconoce la naturaleza reprobable de la conducta que manifestaron sus integrantes en aquella provincia alemana: «Su avance estuvo caracterizado por la velocidad, el desenfreno y el salvajismo… Pueblos y pequeñas ciudades ardían mientras los soldados soviéticos violaban a voluntad y se abandonaban a la consumación de atávicas venganzas… familias enteras se apiñaban en las cunetas o los arcenes, resueltos los padres a matar a sus hijos o a esperar, entre sollozos, a que pasase lo que tenía trazas de ser la cólera de Dios… [Eran] hombres que no sentían compasión por nadie».

Las propias tropas de Stalin, huelga decirlo, hubieron de pagar un precio muy elevado por su invasión de Alemania a sangre y fuego. El convencimiento de que no tenía sentido alguno sobrevivir a la victoria soviética se apoderó de buena parte de los ejércitos alemanes desplegados en el frente oriental. Las innumerables víctimas que sufrió el Ejército Rojo durante su asalto al Reich se debieron, en gran medida, al hecho de que los vencidos no esperasen de los vencedores más que la muerte o tormentos inimaginables. No resulta fácil, aun después de transcurridos sesenta años, hacer extensiva al pueblo alemán la compasión que se profesa a las víctimas inocentes de la tiranía nacionalsocialista. Por más que muchos alemanes lo lamentasen con amargura en 1945, lo cierto es que Hitler y el nazismo fueron creaciones de su sociedad. Los terribles daños que uno y otro infligieron a Europa no podrían haber tenido lugar sin la complicidad de alemanes corrientes, y se dieron sólo para satisfacer los requisitos logísticos de la tiranía y los asesinatos múltiples. No obstante, en aquel momento estaban empezando a sufrir su correspondiente castigo.

«Nos obligaron a abandonar la tierra en que había nacido una generación tras otra de nuestras familias; el suelo en el que habían vivido y habían muerto; el mismo que habían amado y cultivado, y defendido frente a numerosos enemigos —escribió el conde Franz Rosenburg, uno de los terratenientes de Prusia Oriental, erigiéndose en portavoz del resentimiento de todo su pueblo—. Todo lo que apreciábamos se perdió en una sola noche». El Ejército Rojo fue responsable de la destrucción de innumerables tesoros artísticos, entre los que se hallaba, muy posiblemente, la Cámara de Ámbar de Pedro el Grande; sin embargo, al igual que sucedió en muchos otros casos, con el tiempo se culpó de todo esto a los nazis. En el puesto que ocupaba en la costa de Pillau, el soldado raso Vitold Kubashevski observaba con curiosidad las mareas entrantes y la cosecha de cadáveres de alemanes que cada una de éstas traía consigo: restos humanos procedentes de fugas frustradas que se mecían de un lado a otro sobre las olas que bañaban su Heimat, aquella patria que tanto amaban y de la que, como de sus propias vidas, se habían visto privados de forma tan irremediable.

En Yalta, la noche del 6 de febrero de 1945, Churchill hizo saber a su hija Sarah, movido de un arrebato de compasión: «No creo que en ningún momento de la historia haya sido tan aguda ni tan generalizada la agonía del mundo. Hoy se ha puesto el sol sobre más sufrimiento del que jamás haya visto el mundo». Cuando hizo esta afirmación, el primer ministro británico no sabía gran cosa de lo que estaba sucediendo en Prusia Oriental; aun así, la suerte que estaba corriendo su pueblo formaba una parte nada baladí de su clarividente teoría.