Capítulo 1
25 de julio de 1978
Amanecía un húmedo y caluroso día cuando el barco atracó. Ann Marie no estaba segura de querer salir del camarote, pero unos golpes en la puerta la hicieron reaccionar. Era el mozo informando que las pasarelas estaban listas para el desembarque. La partida desde Londres, una semana antes, se le hacía muy lejana, casi irreal, tras un agotador vuelo a Johannesburgo, con escalas en diferentes ciudades africanas, el posterior traslado en tren hacia Durban y la larga travesía en barco desde aquella ciudad portuaria hasta la isla de Mehae. Paseó por última vez la mirada por el pequeño camarote; toda su vida estaba guardada en dos pesadas maletas que contenían libros, diarios y fotos, valiosas pertenencias que la habían acompañado durante gran parte de su vida. Podría instalarse en cualquier lugar del mundo y le bastaría abrirlas para sentirse como en casa.
Al abrir la puerta, una sensación de inestabilidad se apoderó de ella, y tuvo que admitir que no era provocada por el vaivén del barco sino por el miedo al futuro que la aguardaba en tierra firme. Había abandonado su país y su pasado para embarcarse en una aventura incierta que estaba a punto de comenzar tras un matrimonio por poderes con un hombre al que no conocía. La única referencia que tenía era el hermano de su futuro esposo, Joseph Edwards, un gran amigo que, junto con su esposa Amanda, la había persuadido de la necesidad de que diera un giro completo a su vida tras la escabrosa experiencia de su reciente divorcio. Las incómodas negociaciones con su ex marido y los problemas económicos que había padecido en los últimos meses le parecían lejanos e irreales, pero el miedo a cometer un nuevo error le provocaba escalofríos. Había tomado una decisión arriesgada y por primera vez se había entregado al azar. Había apostado a doble o nada, y aquélla era su última carta.
Ahora se llamaba Ann Marie Edwards y era la flamante esposa de Jake Edwards, un aventurero inglés que había logrado echar raíces en aquella pequeña isla perteneciente a Sudáfrica, situada en un punto del océano Índico equidistante entre el nordeste del país y el sur de la isla de Madagascar, donde las plantaciones de tabaco se habían convertido en su medio de vida. Él también había decidido casarse de nuevo. La muerte de su primera esposa, que no le había dado hijos, había inundado de soledad las largas jornadas en la isla. Para Ann Marie aquel matrimonio suponía serenidad y estabilidad económica al lado de un desconocido del que tenía excelentes referencias a través de sus grandes amigos y ahora cuñados. Su sueño era ser escritora, poseía una firme vocación y gran imaginación para crear historias, y en aquel lejano y solitario lugar dispondría de tiempo libre para dedicarse a escribir. Pensaba trabajar duro para llegar a ser alguien en el mundo de las letras.
Ann Marie había nacido en Londres. Su padre, de origen canadiense y diplomático de profesión, estaba destinado en la embajada de la capital inglesa cuando conoció a su madre. Allí se casaron y, al poco de nacer la pequeña, se vieron obligados a trasladarse de un destino a otro. Ann Marie se educó en un ambiente de recepciones y actos oficiales en los que se desenvolvía con naturalidad. Siempre fue sensata y juiciosa, aunque nadie reparó en este hecho, pues, mientras crecía, jamás creó conflictos y aceptó sin objeciones todas las decisiones que su familia adoptó en cuanto a ella.
Pero era demasiado joven para entender los problemas de los mayores, y cuando su padre le explicó que iban a separarse para siempre, se sintió abandonada. Tras el divorcio, su padre se fue a un nuevo destino en Oriente Próximo, arruinando así el maravilloso futuro de aquella niña romántica que soñaba con bailar del brazo de algún apuesto joven en los elegantes salones de las embajadas donde había residido hasta los quince años. A partir de entonces, se instaló junto a su madre en un elegante apartamento del centro de Londres y pasó de niña a mujer en un brusco salto al vacío.
Aceptó con ingenua conformidad que su madre no pudiera ocuparse de ella como lo hacían las madres de sus amigas. Al principio la oía quejarse de la vista, estaba triste, exhausta, tenía frecuentes dolores musculares y calambres. Después su humor cambió radicalmente: pasaba de vivir momentos de euforia a sufrir episodios de ira o depresión. Ann Marie culpaba la aparición de aquellos síntomas al abandono de su padre, y le escribía suplicándole que regresara con ellas. Más tarde, el estado de su madre empeoró y comenzó a tener graves problemas para mantenerse erguida y caminar. Tras repetidas visitas al hospital e interminables análisis y pruebas, se enfrentaron al peor de los diagnósticos conocidos: esclerosis múltiple, un mal de naturaleza degenerativa cuya progresión era imparable.
Ann Marie dejó de salir con sus amigas para cuidar de su madre y hacerse cargo del hogar. Sin embargo, a pesar de aquella dificultad, era feliz a su modo. Su desbordante imaginación la transportaba a diario a lejanos países donde vivía maravillosas aventuras que siempre tenían un final feliz. Por las noches, en la cama, encendía una linterna y leía bajo las sábanas sus libros preferidos, desde Cumbres borrascosas hasta la Odisea de Homero, pasando por Joseph Conrad y sus historias de marinos. Creció amontonando cuadernos en los que plasmaba las fantasías que manaban de su mente, y escribía también un diario donde contaba sus experiencias cotidianas, una realidad que no debía olvidar con el paso de los años.
Y los años pasaron, y su cuerpo fue adquiriendo bonitas formas. Tenía el cabello castaño claro, una lisa y larga melena que brillaba con los rayos del sol. Sus hermosas facciones enmarcaban unos ojos enormes y azules sobre una nariz recta y algo respingona. Su boca era grande y ocultaba unos dientes blancos dispuestos a la perfección gracias a la ortodoncia que había sufrido durante la adolescencia. Pero no sólo su cuerpo acusó el cambio. Sus ansias de vivir intensamente crecían a diario, sobre todo al contemplar el estado vegetativo en que la enfermedad iba postrando a su madre; se juró a sí misma que antes de terminar sus días habría vivido, aunque sólo fuera sobre el papel, toda la felicidad que el destino le había negado a la persona más importante de su vida.
Con su padre mantuvo una discreta relación por carta. Había creado otra familia y en numerosas ocasiones la había invitado a que se reuniera con ellos en fechas señaladas. Pero Ann no quiso abandonar a su madre. Aquella hermosa mujer que años atrás había brillado con luz propia se había convertido en un ser vulnerable e incapaz de valerse por sí mismo. Su actitud dócil ante los cuidados de Ann hizo creer a todos que había aceptado las consecuencias de la enfermedad y del destino que la aguardaba. Pero no era así. Estaba esperando una fecha: Ann iba a graduarse aquel mismo año y debía ir a la universidad.
El día que cumplió dieciocho años, su madre le pidió que organizara una fiesta e invitara a sus mejores amigas para celebrarlo. Fue una velada inolvidable para las dos. Por primera vez desde hacía meses, Ann la vio reír; parecía como si su profunda depresión estuviese remitiendo; conseguiría salir adelante, estaba segura.
—Mi pequeña Ann Marie, estoy tan orgullosa de ti... Eres un regalo del cielo... — Le dijo, tratando de abrazarla con sus torpes brazos.
—Vamos, anímate, mamá. Pronto acabará este frío invierno y podremos salir al parque a tomar el sol. Te sentirás mucho mejor.
—Debes tener tu propia vida, Ann, una vida que yo te estoy robando. Mereces ser feliz y vivir intensamente. Hazlo por mí... Ése será mi regalo. — La madre a punto estuvo de dejar escapar unas lágrimas rebeldes— . No olvides nunca cuánto te quiero.
—Yo también te quiero, mamá; eres lo único que tengo... — dijo Ann, emocionada, estrechándola sobre la silla de ruedas— . No debes preocuparte por mí.
Aquél fue el último abrazo, la última confidencia que compartió con ella. Su luz se apagó esa misma madrugada. El médico le explicó a Ann que la muerte le sobrevino súbitamente, mientras dormía, pero las sospechas sobre aquella inesperada marcha la persiguieron siempre.
Aquel mismo otoño, Ann se trasladó a la universidad de Cambridge para estudiar lengua y literatura inglesas. Eran los rebeldes años sesenta, y aquel ambiente constituyó un revulsivo para su atormentada soledad. Fueron años de intensas experiencias, de la Guerra Fría, de manifestaciones contra la guerra de Vietnam aderezadas con el fondo musical de John Lennon y su «Give Peace a Chance». Ann continuó con su pasión por la lectura, devorando autores tan dispares como la independiente Doris Lessing, convertida en un icono del feminismo, y Barbara Cartland, cuyas románticas historias amenizaban sus largas noches de soledad.
Tras la universidad siguió una intensa búsqueda de independencia económica, y fue en Cambridge donde encontró su primer trabajo como profesora auxiliar de lengua inglesa. En aquellos años comenzó a escribir relatos de aventuras, dirigidos al público juvenil, cuya protagonista y heroína era, por supuesto, una mujer.
Conoció a John Patricks en uno de esos momentos de introspección en que necesitaba un estímulo para comenzar a rodar; lo aceptó con entusiasmo y lo convirtió al poco tiempo en el centro emocional de su vida, descargaba en él sus carencias afectivas y creía haber encontrado un punto de apoyo para su desarraigo. John era médico y frisaba la treintena. Tenía la cara redonda, ojos de color miel, una piel extremadamente blanca cubierta de un oscuro vello en los brazos y parte del cuerpo. Siempre llevaba el pelo, castaño y liso, peinado hacia un lado, y su flemática mirada, de intensa seriedad, camuflaba la auténtica personalidad que se ocultaba bajo aquella máscara de autosuficiencia. Su voz sonaba firme y arrogante, con esa seguridad que ofrece la procedencia de una clase social privilegiada.
Se casaron tras un corto noviazgo, y Ann hizo al fin realidad su sueño: un hogar propio, estabilidad y futuro en compañía de un hombre al que amaba profundamente. Tenía veinticuatro años y, ante sí, un horizonte prometedor. Atrás había quedado su niñez en países exóticos y grandes mansiones que habían despertado su curiosidad por conocer diferentes costumbres, gentes y formas de vida; atrás quedó también la adolescencia, llena de soledad e incertidumbre, junto a su madre enferma. Ann anhelaba echar raíces y pertenecer a un lugar concreto y definitivo.
Comenzaron una vida en común con luces y sombras, plagada de dificultades que sólo ella veía. Tras los primeros meses de amor y rosas, la magia comenzó a desvanecerse: el verdadero rostro del hombre que había elegido por compañero, de carácter inmaduro y egoísta, emergió. Su fría actitud y un escaso sentido de la lealtad colisionaban a menudo con los ideales de Ann Marie. Pronto surgieron los primeros desencuentros. John era hijo único. Había sido educado en una acomodada familia convencional cuya madre se había dedicado a él con devoción enfermiza mientras su padre, cuando aparecía por el hogar, apenas les dirigía la palabra, siempre ocupado en sus negocios, las partidas en el exclusivo club del que era miembro de honor, o en compañía de su amante, a la que alojaba en un lujoso apartamento donde pasaba más tiempo que en su propia casa.
John anteponía su carrera a cualquier otra circunstancia, incluida su pareja. Era un hombre convencido de que tenía siempre razón, capaz de esgrimir un argumento convincente sobre un tema y, acto seguido, declarar lo contrario con la misma vehemencia y seguridad. Despreciaba a la gente que se dejaba llevar por sus impulsos emocionales, como si fuera incapaz de mostrar compasión, lo cual no significaba que no alentara a su esposa en los momentos de tristeza; pero la compenetración entre ambos no era plena. Él solía decidir por ella, y cuando Ann trataba de acercársele para pedir ayuda, tendía a dejarla con la sensación de que no estaba a su altura.
Tras la boda se instalaron en una bonita casa en cuya planta baja John estableció su consultorio, donde atendía por las tardes, con la ayuda de Ann Marie, para intentar hacerse con una clientela propia, mientras que por la mañana acudía a trabajar a un hospital.
El proceso de distanciamiento comenzó poco después del primer año de vida en común y fue un momento clave en el cambio de su relación. Su situación económica era solvente y decidieron comprarse por fin una casa, pues hasta entonces vivían de alquiler. Ann encontró una vivienda amplia y acogedora, pero a John no le entusiasmó y adoptó la misma actitud que con las otras tres que ella le había mostrado. Para Ann, él tenía la última palabra, pero John no acababa de decidirse nunca, y en consecuencia ella desistía de la compra.
Aquella casa, situada en una zona céntrica, poseía un pequeño jardín en la parte delantera y un soleado porche en la trasera. La construcción tenía algunos años, pero conservaba un encanto especial que la atrajo desde el primer momento.
Aquella noche, cuando le pidió su opinión a John, éste se encogió de hombros.
—¿Ese gesto significa «sí», «no» o «haz lo que quieras»? — preguntó con un punto de irritación ante su actitud.
—No es exactamente la casa en la que habría soñado vivir...
—Dime entonces cómo es la casa de tus sueños — repuso ella con ironía— . ¿Más grande? ¿Más nueva? ¿Situada en otra zona?
—En otra ciudad. Me han ofrecido un puesto en un hospital de Londres. Mi padre es amigo del director y le ha hablado de mí. He quedado el viernes próximo para cenar en su casa y darle una respuesta afirmativa.
—¿Desde cuándo sabes eso?
—Desde hace dos semanas...
—¿Y pensabas decírmelo en algún momento o ibas a dejar que siguiera perdiendo tres tardes a la semana buscando una casa donde no tenías intención de vivir? — preguntó, a punto de estallar de ira.
—Hasta ahora no había tomado una decisión.
—¿Y no pensabas preguntarme cuál era mi opinión al respecto?
—Esto es asunto mío; se trata de mi trabajo y he estado sopesando las ventajas y los inconvenientes de aceptar esa oferta. Definitivamente, es un gran salto en mi carrera y voy a aceptarlo.
—Y yo soy tu mujer y tengo derecho a que me preguntes si quiero dejar mi trabajo aquí para marcharme contigo.
—Tu trabajo no es importante. Además, no lo necesitas. Podremos vivir cómodamente con mi sueldo.
—Pero es que yo quiero trabajar... — respondió, firme como una roca.
—Está bien, haz lo que quieras. Seguro que en Londres encuentras otro trabajo, allí tendrás más oportunidades — replicó con una seguridad que la dejó fuera de juego.
En aquel momento Ann supo que la vida al lado de su marido iba a ser difícil. John vivía para él, y daba por sentado que ella también. Ann le había convertido en una prioridad; en cambio, ella sólo era una opción para John. Sintió que él le había robado su identidad para utilizarla en su propio beneficio.
Años después, tras su divorcio, Ann escribiría en su diario:
Recordando ahora aquella etapa, concluyo que de aquel matrimonio sólo aprendí una lección: nunca dejes de quererte a ti misma. Si no... ¿quién va a hacerlo? Fue mi rebeldía la que me mantuvo firme en aquellos años en los que me sentí vapuleada por un hombre que se empeñaba en convencerme — o quizá convencerse a sí mismo— de que tenía prioridad en nuestra unión. Me asusta ahora lo mucho que me costó darme cuenta de lo que estaba pasando. Lo acepté sin más, estaba ciega, y así habría seguido durante años si no llego a plantarme y a abandonar la partida. Su desmesurado ego me abrió los ojos y las puertas de mi futuro.
