Capítulo Siete
Bobby Herrin se sentía como un abogado en una sala de justicia de otra ciudad.
Estaba de pie en el vestíbulo del Downtown Club —situado en lo alto de la Torre Dibrell, sin lugar a dudas el lugar para comer más ostentoso del centro—, y observaba a los hombres más ricos de Dallas que llegaban para comer, con sus abogados a la zaga como el séquito de un rapero. Se trataba de abogados que eran dueños de los bufetes más grandes de la ciudad, que facturaban trescientos, cuatrocientos, quizá quinientos dólares la hora. —Bobby ganaba quinientos dólares en una buena semana—, y que llevaban trajes de lana, camisas almidonadas, corbatas de seda y zapatos relucientes tras pasar por las manos del joven limpiabotas negro del piso de abajo. Toda la ropa que llevaba Bobby la había conseguido años atrás en el perchero de las rebajas y era de poliéster, salvo los zapatos, a los que no les había sacado brillo en meses. Frotó el zapato derecho contra la parte trasera de su pantalón y repitió el intento con el zapato izquierdo para darles algo de brillo.
—¡Bobby!
Se dio la vuelta y fue recibido por la sonrisa más brillante en el rostro más apuesto que podía imaginar, el rostro del amigo que una vez aclamó, admiró, envidió y siguió como un groupie de una estrella de rock, y al que quería como a un hermano. Scott Fenney Bobby no veía a Scotty desde hacía once años, y ahora tenía que contener las ganas de abrazar a su mejor amigo de aquella época. Se dieron la mano.
—Me alegro de que hayas podido venir —dijo Scotty—. ¿No llevarás mucho rato esperando, verdad, compañero?
Bobby negó con la cabeza. Pero, de hecho, sí que llevaba un rato. Había llegado hacía quince minutos, tras aparcar en el garaje subterráneo y subir en el rápido ascensor hacia el piso más alto. Lo que le hizo acordarse: sacó el ticket del aparcamiento del bolsillo de la camisa.
—¿Lo validan?
Si no, los diez dólares del estacionamiento podrían arruinar a Bobby aquel día. Pero Scotty no contestó; miró a Bobby de arriba abajo como si estuviera buscando un cumplido para su atuendo. Finalmente se dio por vencido y le dio una palmada en el hombro.
—Vamos, vayamos a comer.
Scotty fue por delante, guiándole hasta el maître por un pasillo corto. En una de las paredes había una galería de retratos enmarcados de los fundadores del club y del consejo de directores, del pasado y actuales, uno de los frecuentes quién es quién en Dallas.
—Ah, señor Fenney, es un placer verlo hoy —dijo un hombre hispano de mediana edad con una sonrisa estudiada, como si ver a Scotty fuera lo mejor que le podía pasar ese día. Era esbelto, llevaba el cabello peinado cuidadosamente con raya y alisado, y el rostro era terso y moreno, bien afeitado, con un bigote minúsculo. La fragancia de la loción para después del afeitado lo envolvía. Llevaba un traje oscuro, corbata a juego y camisa blanca. Podía ser el empresario de pompas fúnebres latino del barrio. Llevó a la mesa dos menús encuadernados en piel bajo el brazo.
—¿Serán dos para comer, señor?
—Sí, Roberto.
Bobby siguió a Roberto y a Scotty por la entrada hasta el comedor iluminado con lujosas lámparas de araña y ventanas que iban desde el suelo hasta el techo. Estaba revestido de paneles y columnas de madera oscura, y tenía mesas de igual color cubiertas con manteles blancos. Unos jóvenes de piel morena ataviados con chalecos blancos y pajaritas negras servían a unos viejos blancos. Roberto chasqueó los dedos para llamar la atención de sus subordinados y les señaló los vasos que debían llenar y los platos que tenían que retirar. El atrayente olor de los bistecs a la parrilla, los langostinos fritos y el pescado a la parrilla, y la sinfonía de cubiertos de plata chocando contra el cristal y la porcelana se unían para recordar a Bobby lo que podría haber sido su vida si hubiera tomado otro camino. Por lo general almorzaba en la barbacoa de un antro de su manzana, donde se come en mesas de picnic, con platos de cartón y cubiertos de plástico.
Mientras Bobby se sentía como pez en el agua, Scotty atravesaba a zancadas el comedor como el corredor estrella en un campo de fútbol, saludando y estrechando la mano de todo aquel que se encontraba —esa conocida escena de Scotty Fenney que Bobby había presenciado tantas veces en los viejos tiempos y desde el mismo lugar privilegiado: detrás de Scott Fenney—. Bobby reconoció las caras de los hombres a los que Scotty saludaba de la sección de negocios del periódico. Eran los dueños de Dallas —de la tierra, los edificios, los negocios y de todo lo que valía la pena poseer en la ciudad—. De repente la atención de Scotty se dirigió al otro lado del comedor. Le dijo a Bobby: «Voy un momento allí». —Y se dirigió a una mesa donde se sentaban cuatro hombres.
Bobby siguió a Roberto hasta otra mesa junto a la ventana, a través de la cual Bobby podía ver la ciudad donde había vivido toda su vida. Nació pobre en el este de Dallas, se mudó con sus padres a un piso de alquiler cerca de la Universidad Metodista del Sur el verano anterior al noveno curso. Querían una vida mejor para su hijo, pero no se podían permitir una escuela privada con el sueldo de camionero de su padre. En vez de eso, su hijo se educaría en el sistema de la escuela pública de Highland Park, igual que los hijos de los hombres más ricos de Dallas.
Bobby conoció a Scotty Fenney el primer año: dos inquilinos en busca de compañeros en una situación similar; los alquilados ocupaban un estatus social en Highland Park que solo estaba un escalón por encima de las criadas mexicanas. Bobby se convirtió en el fiel seguidor de Scotty, como Robin de Batman; y mientras el estatus de Scotty mejoraba con cada partido de fútbol, Bobby se veía arrastrado por la estela que dejaba su amigo, y era bienvenido en cualquier lugar de Highland Park siempre y cuando estuviera con Scotty Fenney.
Tras el instituto, Bobby siguió a Scotty a la UMS. A Scotty le concedieron una beca de fútbol y a Bobby préstamos de estudios. Cuatro años después, siguió los pasos de Scotty y entró en la facultad de Derecho. Pero licenciarse en Derecho no le deparó una vida mejor. El dinero se encuentra en los grandes despachos de abogados, y los grandes despachos solo cogen a los mejores —el diez por ciento de los estudiantes—, los Scotty Fenney, no los Bobby Herrin. Durante los años que estuvieron en la facultad, hablaron de trabajar juntos, pero los grandes bufetes llamaron a Scotty y él respondió; y de repente, como una tormenta de verano de Texas que descarga cuatro dedos de lluvia y luego desaparece de forma repentina, Scotty se fue. Por primera vez desde que tenía catorce años, Bobby no pudo seguir a Scott Fenney.
Durante once años, Bobby había vagado por la vida como Moisés en el desierto del Sinaí, intentando encontrar su camino sin Scotty. Alcanzó a ver a su viejo amigo en alguna ocasión en la sección de sociedad del diario —el señor y la señora Fenney en tal o cual fiesta—, y a veces en la sección de negocios —otra victoria en la sala de un tribunal o un gran acuerdo logrado por A. Scott Fenney—. Cada vez que leía algo sobre su viejo amigo volvían los recuerdos y se sentía completamente solo de nuevo.
Aun así, sin un propósito serio, Bobby creó un tipo de vida. No era una gran vida; eso fue exactamente lo que pensó esa mañana al llegar al despacho y pasar por encima de un borracho en el umbral de la puerta, el comienzo de otro día de sacar a los drogadictos de la cárcel, enfrentarse a desahucios en juzgados de paz, comer donuts coreanos, beber cerveza mexicana y jugar al billar en el bar de al lado. Pero entonces sonó el teléfono y la persona que llamaba dijo que era la secretaria de Scott Fenney. Cuando le comunicó la invitación para comer con Scotty en el Downtown Club, Bobby pensó que tendría que llamar al 911 y que lo enchufaran a un desfibrilador. Aceptó, colgó el teléfono, echó una ojeada a su ropa, e inmediatamente se arrepintió de su decisión. Estuvo caminando por la oficina durante una hora, planteándose una docena de veces llamar y cancelar la cita y otra docena desechando esa idea. Cuando por fin dejó el viejo Impala en el aparcamiento del sótano de la Torre Dibrell y vio cómo el guarda lo examinó y soltó una risita, supo que todo eso era demasiado para él.
Bobby Herrin no pertenecía al Downtown Club. Se dio cuenta de que estaba dando golpecitos en la mesa con el dedo como si estuviera enviando un mensaje urgente en código morse. Se moría por un cigarrillo, pero el ayuntamiento de la ciudad de Dallas prohibía fumar en todos los lugares públicos. Estaba deseando levantarse y largarse para volver al este de Dallas, su lugar. ¿Maldita sea, por qué había aceptado esa invitación para comer? Solo porque la llamada de la secretaria de Scotty lo pilló por sorpresa, se dijo a sí mismo, pero sabía la verdad: quería volver a ver a Scotty.
Echaba en falta a Scotty más de lo que extrañaba a sus dos exmujeres. Bobby buscó a Scotty y lo vio a varias mesas de distancia, inclinado sobre un hombre y diciéndole algo al oído. Bobby reconoció su cara. Lo que Scotty le hubiera dicho había alegrado al hombre. Se levantó, le estrechó la mano a Scotty, le dio una palmada en la espalda, y estuvo a punto de abrazarlo. Scotty caminó hacia Bobby con una gran sonrisa en el rostro y se sentó frente a él.
—¿Conoces a Tom Dibrell? —le preguntó Bobby.
—Soy su abogado. Lo saqué de un lío ayer. Literalmente. —Scotty se inclinó y dijo en voz baja—: Tom no es capaz de mantener la polla alejada de las nóminas.
—¡Scotty, es el tipo que pagó a los jugadores de la UMS! ¡Por su culpa expulsaron al equipo de fútbol de la competición! Odiabas a los capullos como él en aquella época. ¿Ahora trabajas para él? ¿Por qué?
Scotty sonrió.
—Tres millones de dólares al año en minutas legales, Bobby, ese es el porqué.
La cifra dejó a Bobby sin aliento: tres millones de pavos. En su mejor año, Bobby había ingresado unos veintisiete mil quinientos dólares brutos. Apenas unos minutos juntos, después de once años separados, y ya envidiaba la vida de Scotty de nuevo. Claro que Bobby tenía clientes fieles —uno le traía tamales caseros cada semana, otro le puso su nombre a su hijo ilegítimo— y no aceptaban su dinero en la tienda de donuts ni en el bar —los donuts y la cerveza gratis eran las únicas ventajas que su posición ofrecía—. No obstante, su mejor cliente le había pagado quinientos dólares el año pasado mientras que el de Scotty le pagaba tres millones de dólares. En todos los lugares de habla inglesa en Dallas, el dinero era la única medida reconocida del éxito de un abogado; en consecuencia, Robert Herrin solo dejaba de ser un completo perdedor entre la población de habla hispana al este de Dallas.
Su mente estaba intentando abrir las puertas de la depresión otra vez —el momento del día en el que iba al bar de al lado y se bebía varias cervezas mexicanas— cuando apareció Roberto con dos vasos de té helado y los colocó sobre la mesa, luego desplegó las servilletas en sus regazos, lo que hizo que Bobby se estremeciera; donde él comía, si alguien se inclina tan cerca es que va a por tu cartera. Después de que Roberto se marchara, Bobby vació dos sobres de edulcorante en su té, se bebió medio vaso, y dijo:
—Me quedé algo sorprendido al recibir tu llamada esta mañana, Scotty. Es decir, la llamada de tu secretaria. Pero ya me conoces, nunca dejo escapar una comida gratis.
—Bueno, ¿cómo estás, Bobby?
Bobby examinó a Scotty sentado frente a él con su caro traje, la camisa de almidón y su corbata de diseño; parecía el Príncipe de Dallas. Se preguntó si a su viejo amigo realmente le importaba un pito cómo le iba a Bobby Herrin. Solía ser así cuando Bobby se encontraba con un antiguo compañero de la facultad al que le había ido mejor —que venía a ser lo mismo que decir, cualquier compañero de la facultad de Derecho—; ambos se daban cuenta de la incomodidad del encuentro e ingeniaban una rápida huida. Pero aquí no tenía escapatoria.
Así que Bobby dijo:
—Scotty, cuando te levantas por la mañana, ¿piensas que te va a ir bien el día?
Scotty frunció el ceño un momento, luego se encogió de hombros y dijo:
—Sí, supongo.
—¿Por qué?
Scotty se encogió de hombros de nuevo.
—Siempre me han ido bien las cosas.
—¿El mejor jugador de fútbol, el mejor estudiante, el más guapo, casado con la animadora más hermosa, se convierte en un rico abogado y vive felizmente para siempre?
Scotty le dedicó otra gran sonrisa.
—Algo así.
—Exactamente así.
—Sí.
—Bueno, mira, Scotty, no es igual para todo el mundo. Yo no me despierto pensando que me irá bien el día. Me despierto preguntándome cuál será la próxima cosa mala que me va a suceder.
Scotty miraba fijamente su copa de agua con la misma expresión que había visto Bobby en las caras de otros compañeros de clase que se había encontrado a lo largo de los años, una mirada de lamentable bochorno. Pero había ido demasiado lejos para detenerse ahora.
—Te licenciaste el primero de la clase, Scotty. Yo tan solo me licencié. ¿Recuerdas aquel viejo chiste de la facultad? ¿Cómo llaman al doctor que se licenció el último de su clase en la facultad de Medicina? Doctor. ¿Cómo llaman al abogado que se licenció el último de su clase en la facultad de Derecho? Improbable. —Bobby bajó la mirada hasta el tenedor de plata con el que estaba jugueteando—. Bueno, no es un chiste.
Scotty no respondió de inmediato, así que Bobby levantó la vista. Esperaba ver una arrogante sonrisa de suficiencia; en su lugar, vio una expresión de verdadera preocupación en el rostro de su viejo amigo. Scotty y Bobby fueron inseparables en el instituto y en la facultad: vivían juntos, estudiaban juntos, se emborrachaban juntos, perseguían chicas juntos (Bobby conseguía a las que Scotty ni miraba), y jugaban al baloncesto y al golf juntos. Eran como hermanos, justo hasta el día en que Ford Stevens contrató a Scotty con un sueldo inicial de cien mil dólares. No habían vuelto a hablar desde entonces.
—¿Las cosas no te han ido bien? —preguntó Scotty.
—Los clientes que consigues a través de los anuncios de la guía de la tele no pagan tan bien. —Bobby se encogió de hombros e intentó sonreír—. Eh, simplemente la vida no me ha ido muy bien.
Scotty se incorporó en la silla.
—Bueno, Bobby, comamos y hablemos sobre esto.
Scotty levantó la mano y un camarero apareció al instante. Bobby le estaba echando un vistazo a un menú que tenía unos entrantes que costaban más que su traje cuando oyó un marcado acento latino:
—¿Señor Herrin?
Levantó la vista hacia el camarero, un joven hispano, bien vestido y erguido. Su cara le sonaba.
—Señor Herrin, soy Carlos. Carlos Hernandez. ¿Me recuerda, del año pasado? Usted fue mi abogado, por posesión con tentativa de tráfico.
La mayoría de los clientes de Bobby se parecían entre sí —hombres jóvenes, morenos o negros—, y eran acusados por los mismos delitos —posesión de estupefacientes, posesión con tentativa de tráfico, conspiración para traficar; eran solo drogadictos de tres al cuarto atrapados en el fuego cruzado de la guerra contra la droga. A veces recordaba a un cliente en concreto por sus tatuajes— recordaba muy bien a un cliente llamado Hector (conspiración para traficar) porque todo su torso era un gran tatuaje, un mural en honor a la Virgen María, —pero como Carlos iba vestido de pies a cabeza, Bobby no lo diferenciaba de Jorge o Ricardo o Lupe. Aun así, dijo:
—Ah, sí, Carlos. ¿Cómo te va, hombre? ¿Estás limpio?
Una gran sonrisa de Carlos y una mentira aún más grande.
—Oh, sí, señor Herrin.
Nunca permanecen limpios.
—Buen chico.
Scott pidió salmón y Bobby una chuleta. Mientras Carlos se alejaba, Bobby lo señaló.
—Mi mejor cliente.
—¿Llevas muchos casos de defensa penal?
Bobby asintió.
—Represento a los delincuentes de poca monta. Los tipos como Carlos no necesitan un plan de pensiones.
—¿En el Tribunal Federal?
—Sí, desde que federalizaron todos los delitos de drogas.
Carlos volvió pronto con la comida y almorzaron, hablaron y se rieron de los viejos tiempos, viejos amigos, de los buenos momentos y sus familias. Scotty no sabía que Bobby se había casado y divorciado dos veces; Bobby no sabía que la madre de Scotty había muerto o que tenía una hija. Y por unos instantes fue como si estuvieran once años atrás y fueran todavía los mejores amigos. Sin embargo, Bobby sabía que él solo era la Cenicienta de la fiesta con el príncipe de Dallas, y la comida de primera calidad en el lujoso club pronto terminaría y estaría de vuelta en su despacho cutre en el este de Dallas, retomando su vida de mierda y representando a clientes como Carlos.
Así que cuando terminó la chuleta, apartó el plato y dijo:
—Scotty, te agradezco la comida, hombre. Ha sido divertido ponernos al día y todo eso. Pero sé que no me has invitado aquí solo para ponernos al día, y menos después de todos estos años. ¿Qué ocurre?
Scott echó un vistazo alrededor, se inclinó y dijo en voz baja:
—Buford me ha nombrado para que defienda a la prostituta que asesinó a Clark McCall.
Bobby estuvo a punto de escupir su té helado.
—Me tomas el pelo.
—No.
Bobby Herrin podía no ser un lumbrera, pero no le llevó mucho tiempo imaginarse su juego: Scott Fenney le estaba pasando una prenda usada.
—¿No quieres ser su abogado?
Scotty asintió.
—Este es el trato. Me reuní con la acusada esta mañana, Shawanda Jones, una chica negra, prostituta, heroinómana. ¡Dios, por poco vomita sobre mi traje! Dice que no lo mató, pero eso son gilipolleces, su pistola fue el arma homicida. Dice que McCall la recogió en Harry Hines, le ofreció mil pavos por toda la noche, la llevó a su casa, empezó a pegarle y a insultarla —su voz se convirtió en un susurro— llamándola «negrata». —De vuelta a su tono de voz normal—: En resumidas cuentas, pelearon, ella le pegó una patada en las pelotas, se llevó el dinero que él le debía y las llaves de su coche, condujo de vuelta a Harry Hines y dejó el coche. La policía descubrió sus huellas en la pistola —tiene antecedentes previos por prostitución— y la detuvieron al día siguiente. Se niega a declararse culpable, quiere un juicio. Bobby, ¡Ford Stevens no puede representar a una prostituta!
Bobby asintió.
—Vale.
—¿Vale qué?
—Hablaré con ella. ¿Cuánto cobraré?
—Cincuenta la hora.
—Más gastos.
—¿Como cuáles?
—Un detective privado, expertos forenses, pruebas de ADN…
—De acuerdo, pero no te pases.
—Sí, qué demonios, es solo una negra.
—No he dicho eso, Bobby.
—Perdona. Un golpe bajo. ¿Cuándo es la declaración?
—Mañana por la mañana. A las nueve.
—Allí estaré.
Se levantaron. Bobby sacó el ticket del aparcamiento.
—¿Lo validan?
El gimnasio estaba situado en el último piso del edificio adyacente a la Torre Dibrell, conectado por un paso elevado con aire acondicionado para que Scott Fenney no sudara de camino a su sesión de entrenamiento diaria. La mayoría de los edificios en el centro de Dallas están conectados por pasos elevados o túneles subterráneos, pasillos con aire acondicionado para que los abogados, banqueros y hombres de negocios no tengan que aventurarse a salir fuera y pasar calor o mezclarse con los vagabundos y los mendigos, para quienes las calles del centro son su hogar; era una práctica prudente, especialmente después de que sintecho atacara a un policía hacía unos años, le quitara la pistola y le disparara a quemarropa en la cara, justo enfrente de la calle del McDonald’s del centro.
Scott acababa de cruzar ese paso elevado. Eran las cinco y media y miraba la ciudad de Dallas desde lo alto, mientras corría a doce kilómetros por hora por una inclinación de diez grados en una cinta de correr barata y se sentía bastante especial, lo cual no era un sentimiento nuevo para él. Scott Fenney había sido especial toda su vida. Su padre, Butch, se lo dijo cuando solo tenía ocho años, cuando se puso las primeras rodilleras y descubrió su talento para el fútbol infantil. Tienes un don, Scotty, le decía Butch. Más tarde su madre le dijo lo mismo: «Tienes un don, pero no me refiero al fútbol». Nunca entendió a qué se refería, y luego ella murió.
Pero la noción arraigó y creció en su interior, nutrida por ocho años de heroicidades jugando al fútbol en el instituto y en la universidad; por los fans, estudiantes, animadoras, aficionados, entrenadores y periodistas; todos le aseguraban diariamente que Scott Fenney era en efecto especial. Se convirtió en una parte de sí mismo, como el color azul de sus ojos. Y nunca lo había abandonado; solo había crecido con más fuerza, durante tres años en la facultad de Derecho de la UMS y once años en Ford Stevens. Pero ahora, en lugar de su capacidad física, era el dinero lo que hacía de Scott alguien especial. Suficiente dinero para comprar una mansión, un Ferrari, una vida perfecta; e incluso a un viejo amigo.
Por primera vez en veinticuatro horas desde la llamada del juez, la mente de Scotty estaba despejada, se había animado, y tenía la mirada clavada en el trasero de la chica que corría en la cinta delante de él, sus increíbles nalgas contoneándose ligeramente mientras se movían de arriba abajo como pistones. Scott apartó los ojos de ese firme culo y lanzó una mirada al espejo a su derecha; pilló a la chica en la cinta de correr detrás de él echando un vistazo a su culo firme. Sus miradas se encontraron y ella le guiñó el ojo, y ese embriagador sentimiento de virilidad masculina formado en su cerebro corrió por sus nervios y venas como un narcótico y vigorizó sus músculos. Incrementó la velocidad a dieciséis kilómetros por hora. Adoraba sentirse especial.
Cuando Scott entró en la habitación de Boo aquella noche, ya estaba en pijama y metida en la cama, apoyada en varias almohadas colocadas contra la cabecera. Las manos cruzadas en el regazo, su cabello recién cepillado y la cara limpia y rosada. Olía a fresas recién cogidas. Había colocado una silla junto a la cama, como hacía cada noche antes de acostarse, con el último libro que le estaba leyendo Scott encima. Scott cogió el libro y se sentó, se frotó los ojos y volvió a colocarse las gafas.
—¿Por dónde íbamos?
—Por la número seis —dijo Boo.
Scott abrió el libro y pasó a la Sexta Enmienda de la Constitución. La profesora de Boo había mencionado la Carta de Derechos en clase un día, así que lógicamente Boo quería saberlo todo acerca de esos derechos especiales que ahora sabía que tenía.
De modo que leyó:
—«En toda causa criminal, el acusado gozará del derecho de ser juzgado rápida y públicamente» —levantó la vista—. ¿Qué crees que significa eso?
—Los polis no te pueden encerrar y tirar luego la llave.
—Correcto. Y tu juicio no puede celebrarse en secreto.
—Así que si tu prostituta no admite su autoría, cualquiera puede asistir a su juicio.
—Sí. Y no lo hará.
—¿El qué no hará?
—Declararse culpable.
Boo se inclinó hacia delante, los ojos bien abiertos.
—¿Hablaste con ella?
—Esta mañana, en la cárcel.
—¿Cómo es?
Scott se encogió de hombros.
—Joven, no muy culta, muy nerviosa, dice que es inocente.
—¿Y tú crees que lo es?
Scott negó con la cabeza.
—No. Su pistola fue el arma del crimen y sus huellas dactilares están en la pistola.
—¿Llevaba una pistola?
—Sí.
—Mierda… quiero decir, vaya.
Ella se reclinó, pensando, así que Scott siguió leyendo:
—«Por un jurado imparcial». ¿Sabes qué significa «imparcial»?
Movió la cabeza.
—Hum… no.
—Significa que los miembros del jurado son justos, que no tienen prejuicios contra el acusado. «Tener prejuicios» significa odiar a la gente solo porque es diferente.
Ella asintió.
—Nos hablaron de esto en el colegio el año pasado durante el Kwanzaa [7]. Así que si alguien odia a las personas negras, no puede estar en el jurado de tu prostituta.
—Así es.
—¿Y cómo te aseguras?
—Haces preguntas a los posibles miembros del jurado antes de que se conviertan en miembros del jurado.
—¿Como qué?
—Bueno, en el caso de la prostituta, preguntar si tienen o no prejuicios contra las personas negras o prostitutas o drogadictos.
—Pero dirán que no.
—Bueno, no lo preguntas directamente; llevas a cabo preguntas sutiles, como por ejemplo, ¿han estado alguna vez en casa de una persona negra? Y observas su lenguaje corporal, digamos que si un tipo blanco está sentado junto a un tipo negro, se aparta.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—Si has estado alguna vez en casa de una persona negra.
—Eh, no.
—Pero no tienes prejuicios, ¿verdad?
—No, Boo, por supuesto que no. Solía tener amigos negros, chicos con los que jugué al fútbol en la universidad.
—¿Como quién?
—Bueno, como Rasheed… y Leroy… y Big Charlie.
Ella sonrió.
—¿Quién es Big Charlie?
Ahora Scott sonreía.
—Charles Jackson. Era mi defensa derecho. Bloqueaba para mí. Me salvó muchas veces en el campo… y algunas veces fuera de él.
—¿Y erais buenos amigos?
Scott asintió.
—Sí. Era un gran tipo.
—¿Está muerto?
—No… no lo creo.
—¿Por qué ya no sois amigos?
Scott se encogió de hombros.
—Se fue a jugar a la liga profesional. Yo fui a la facultad de Derecho. Perdimos el contacto.
Ella asintió.
—Así que la única razón por la que no tienes clientes negros es porque no representas a la gente, solo a empresas.
—Exacto.
Ella señaló el libro.
—¿Qué sigue?
Scott continuó leyendo:
—«Ser informado sobre la naturaleza y la causa de la acusación», lo que significa que se diga el delito del que te acusan.
—Homicidio, ese es el delito del que acusan a la prostituta.
—Sí. —Continuó leyendo otra vez—: «Que se le caree con los testigos en su contra». Esto significa que la acusación debe llevar a los testigos al estrado del juzgado para que declaren contra el acusado. «Que se obligue a comparecer a los testigos en su favor», quiere decir que puedes llamar a los testigos para que te ayuden.
—Tu prostituta puede encontrar gente que diga que ella es inocente.
—Correcto. Si es que puede encontrar a alguien. Y «contar con la ayuda de un letrado para su defensa».
—¿Qué es un letrado?
—Un abogado.
—¿Tu prostituta tiene derecho a un abogado?
—Sí, lo tiene.
—Aunque no lo pueda pagar.
—Sí.
—¿Por qué?
—¿Por qué el qué?
—¿Por qué no te paga si todo el mundo tiene que pagarte trescientos cincuenta dólares la hora?
—Bueno, George Washington y los otros padres fundadores… ¿los conoces? —Ella asintió—. Pues pensaron que no era justo que el gobierno acusara a alguien por un delito y no le ofrecieran un abogado para defenderse.
—Porque podría ser inocente y si no tuviera un abogado para probar su inocencia, podría ir a la cárcel.
—Exacto… bueno, el abogado no tiene que probar su inocencia, es el gobierno el que debe probar que es culpable. Y este es el trabajo del abogado, Boo, hacer que el gobierno pruebe la culpabilidad del acusado más allá de ninguna duda razonable.
—¿Entonces el gobierno probó que tu prostituta es culpable?
—Todavía no. Y no es mi prostituta, Boo. Es mi clienta.
—Pero querías que se declarara culpable.
—Sí, que confesara que lo hizo.
—Para que el gobierno no tenga que probar que es culpable.
—Correcto.
—¿Entonces para qué te necesita?
Scott rio entre dientes.
—Bueno, se supone que yo, eh… quiero decir, el juzgado nombra a un abogado para que ella, eh… A ver, la Carta de Derechos dice que tiene el derecho a un abogado aunque sea culpable y decida confesar. Para asegurarse de que las normas se cumplan.
—¿Y el juez te nombró a ti para asegurarse de que las normas se cumplan con ella?
—Sí, pero ella no quiere confesar. Quiere ir a juicio, así que le busqué otro abogado.
Ella frunció el ceño.
—Explícate.
—Contraté a un viejo amigo de la facultad de Derecho para que lleve el caso a juicio.
—¿Por qué?
—Porque estoy muy ocupado.
—¿Estás tan ocupado como para que el gobierno pruebe que es culpable?
—Sí. Así que pago a un amigo para que lo haga por mí.
—¿Como si yo contratara a una amiga para que me hiciera los deberes?
—Exacto… bueno, no, no exactamente. Tú debes hacer tus propios deberes, Boo.
—¿Por qué?
—Porque eso sería hacer trampas.
—¿Pero no son trampas si eres abogado?
—Sí… bueno, no. Quiero decir… es complicado, Boo.
La niña señaló el libro.
—¿Tiene la Sexta Enmienda alguna de esas cosas? ¿Cómo las llamaste, una sa…?
—¿Una salvedad?
—Sí, una salvedad.
—¿Qué quieres decir?
—¿Una salvedad de que si el abogado está realmente ocupado, no tienes derecho a un abogado?
—No. Pero no tienes derecho a un abogado en concreto, solo a un abogado.
—¿Cualquier abogado?
—Sí.
—Incluso a un mal abogado.
Scott se encogió de hombros.
—Sí.
—¿Es tu amigo buen abogado o un mal abogado?
—Bueno… en realidad no lo sé.
—¿Es tan bueno como tú?
Scott sonrió.
—No.
—¿Así que el juez te nombró como su abogado y tú eres un gran abogado, pero ahora se va a atascar con tu amigo, que no es tan bueno?
—Bueno, sí. No todo el mundo puede tenerme como abogado.
—Solo las empresas que pueden pagarte trescientos cincuenta dólares la hora.
—Exacto.
Ella suspiró.
—Esto no parece un buen trato…
—¿El qué?
—Ese derecho a un pésimo abogado.