Capítulo Dieciséis
¡Usted me lo prometió, señor Fenney! ¡Usted me lo prometió!
El rostro de Consuela estaba húmedo por las lágrimas y contraído por el miedo mientras gritaba «¡Me lo prometió, señor Fenney! ¡Me lo prometió!». Sus ojos suplicaban ayuda, su cuerpo redondo temblaba de forma incontrolable y tenía las manos esposadas en la parte trasera del colorido vestido de campesina mexicana. Normas del Servicio de Inmigración, habían dicho los agentes.
Dos agentes de Inmigración habían llegado a la residencia de los Fenney a las seis y media en punto de aquella mañana de lunes. Consuela se había desplomado en los brazos de Scott cuando enseñaron sus placas. El miedo que la había obsesionado ahora la poseía. Todas sus protecciones le habían fallado: los crucifijos, las oraciones, las velas, la ciudad de Highland Park… y el señor Fenney.
Diez minutos después, los agentes se marchaban con Consuela de la Rosa en custodia federal. Scott estaba de pie, impotente, mientras los agentes la escoltaban al coche que les esperaba. Scott gritó:
—¡El Servicio de Inmigración no viene a Highland Park, ese es el acuerdo! ¡Esto os va a costar el puesto de trabajo!
Un agente sonrió y dijo:
—No lo creo, señor.
—¡La mitad de los hogares de Highland Park emplean a asistentas mexicanas! ¿Por qué venís a mi casa?
—Un chivatazo anónimo, señor —dijo el mismo agente por encima del hombro.
Scott los miró de la forma más feroz que pudo en calzoncillos.
—¡Un chivatazo anónimo, y una mierda!
Boo empujó a Scott para abrirse paso y corrió descalza en camisón por la acera gritando «¡Consuela! ¡Consuela!».
Consuela se dio la vuelta cuando Boo tendió los brazos alrededor de su amplia cintura de señora y la abrazó con fuerza. Consuela se inclinó y dijo: «Ay, niña». Boo levantó el brazo y enjugó las lágrimas del rostro de Consuela. Tras un momento, un agente tiró del brazo de Consuela, de modo que besó a Boo y le hizo un gesto para que volviera a casa. Boo corrió directo hacia los brazos de Scott, con la desesperación en su rostro.
—¡Prometiste que no vendrían a nuestra casa! ¡Lo prometiste! ¿Dónde la llevan? ¿Qué le va a pasar?
Pajamae estaba ahora de pie junto a ellos.
—Así es como lo hacen —dijo—. Simplemente vienen y te llevan con ellos.
Finalmente apareció Rebecca. Colocó los puños en sus caderas, suspiró, y dijo:
—Esto es genial. ¿Quién va a cocinar ahora, yo?
Un agente metió a Consuela en el asiento trasero del sedán oscuro, mientras dos personas que corrían se detuvieron y miraron boquiabiertos. Al final de la calle, menos perceptible que una suave brisa en esa cálida mañana de verano, un camión lleno de hombres morenos, jóvenes, de mediana edad y viejos, llegaba para trabajar, igual que otros cien camiones llenos de hombres morenos que llegaban a las solemnes residencias de las calles tranquilas a lo largo de todo el barrio de Highland Park: los jardineros. Hombres mexicanos de vuelta de Matamoros o Nuevo Laredo o Juárez, dispuestos a trabajar duro bajo el cruel sol de verano para tener la oportunidad de una vida mejor.
El segundo agente estaba de pie en la puerta abierta, pero se volvió hacia atrás cuando Scott le gritó:
—¿Queréis trincar a ilegales? —Señaló a los jardineros al final de la calle—. ¡Id a arrestarlos! ¡Podéis conducir por todo Highland Park esta mañana y arrestar a cien ciudadanos mexicanos más! Pero cortan el césped de los hombres más ricos de Dallas, así que no vais a ir a sus casas, ¿verdad? ¡Sé por qué habéis venido a mi casa! ¡Sé quién es el capullo que os da las órdenes!
—Es McCall.
Una hora después, Scott estaba de pie frente a la mesa de Dan Ford, con la adrenalina todavía corriendo por sus venas.
Dan suspiró y dijo:
—Quizás. Quizás deberías reconsiderar tu decisión.
—¿Qué, es una advertencia de McCall, de que me puede hacer daño? ¡No es a mí a quien ha hecho daño, se lo ha hecho a la pobre chica mexicana! ¡Que no le ha hecho nada a él!
Scott se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió.
—Ah, Dan, cuando llames al senador, dile de mi parte que le den por el culo.
Scott irrumpió como un vendaval pasando por delante de Sue y entró en el despacho, donde encontró a Bobby estirado en el sofá.
—¿Señor Fenney? —Sue estaba en la puerta, con papelitos rosas de llamadas en la mano—. Periodistas. No paran de llamar.
—Nada de periodistas. —Sue desapareció. Scott se secó el sudor de la frente, miró a Bobby y dijo—: Se han llevado a Consuela.
Bobby se sentó.
—¿Quién?
—Inmigración. Vinieron esta mañana, un chivatazo anónimo.
—De McCall.
Scott se desplomó.
—Dios, Bobby, tendrías que haber visto su cara. Tenía tanto miedo.
Su enfado aumentó de nuevo, y tenía unas ganas inmensas de golpear algo, así que le dio una patada a la papelera, que rodó por el despacho.
—¡Ese hijo de puta no sabe con quién se mete! —Señaló con el dedo la gran fotografía en la pared.
—¡Logré correr 193 yardas contra Texas!
—El fútbol tiene reglas, Scotty. El juego al que juega McCall, no.
—Ya lo veremos.
Bobby se levantó del sofá y dijo:
—Estaré en la biblioteca si me necesitas: informes para Shawanda. ¿Almorzamos juntos?
Scott asintió. Bobby se volvió para irse pero se detuvo bruscamente cuando Karen Douglas apareció por la puerta. Se miraron el uno al otro como dos preadolescentes, luego Karen rompió el contacto visual y entró en el despacho. Bobby se fue y Karen le dijo a Scott:
—Es guapo.
—Sí, siempre se lo digo.
Scott se dejó caer en la silla e intentó mantener la respiración bajo control.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Karen.
—No —contestó después de varias respiraciones profundas—. ¿Qué ocurre?
—Estamos preparados para interponer la demanda sobre urbanismo de Dibrell. —Sid entró mientas Karen continuaba— pero Richard, del departamento de litigios, dice que el tribunal estatal del condado de Dallas no es la competencia jurisdiccional favorable para este tipo de acción. Dice que los jueces son todos republicanos y son reacios a revocar las decisiones sobre la zonificación de una ciudad.
Sid le guiñó el ojo a Scott y dijo:
—Karen, ¿cuál es el único hecho importante que un abogado debe saber antes de comparecer ante el tribunal, el único hecho que determinará si gana o pierde?
Karen parecía confundida. Finalmente se encogió de hombros y dijo:
—¿Qué parte estaba en lo cierto y qué parte estaba equivocada?
Sid se rio entre dientes.
—No exactamente. Esto no estaba en el examen del Colegio de Abogados, Karen, pero el único hecho importante a saber es si el otro abogado contribuyó con más dinero a la última campaña del juez que nosotros. ¿Correcto, Scott?
Scott asintió a Sid, pero sus pensamientos estaban en Consuela… y la mirada en su rostro… como si el señor Fenney la hubiera traicionado.
Sid dijo:
—El único problema es, Scott, que los casos se reparten de forma aleatoria. ¿Cómo podemos estar seguros de que el juez sea de los nuestros?
La mente de Scott, a pesar de estar nublada por Consuela, permanecía siempre creativa y agresiva.
—Karen, dile a Richard que interponga la demanda seis veces consecutivas. Las seis demandas serán asignadas a seis jueces distintos. Nos quedaremos con el juez al que le dimos más dinero, continuaremos con esa demanda y retiraremos las otras.
Sid estaba debidamente impresionado. Karen tenía la misma expresión de una alumna novata mirando su primera peli porno. Scott pensaba en su criada… la había traicionado. Le gritó a su secretaria:
—¡Sue, dame el número de Rudy Gutierrez! Es un abogado de inmigración.
—¿Scott, eso es ético? ¿Interponer la misma demanda seis veces? —le preguntó Karen.
—Es un código de ética profesional, Karen, no la Biblia.
—¿Dónde está el maldito café?
En la cocina de diseño del número 4000 de Beverly Drive en Highland Park, Rebecca Fenney abría y cerraba de golpe las puertas de los armarios, intentando encontrar los granos de café y el molinillo para poder prepararse su propio café por primera vez en tres años, enfadada y nerviosa porque su ansiedad y miedo habían incrementado de golpe. ¿Había jodido su marido lo que iba bien? ¿Era la pérdida de Consuela solo el principio, el principio del final? La detención de la asistenta de los Fenney sería el tema de conversación principal en todos los almuerzos de las señoras de Highland Park ese lunes. ¿Qué pensarían de Rebecca Fenney ahora? ¿Cómo afectaría a sus posibilidades para presidir el baile del Cattle Baron?
—¿Qué le va a pasar a Consuela, madre?
Sentadas a la mesa estaban las dos niñas.
—No lo sé, Boo. Cómete el desayuno.
Pajamae saltó.
—Yo puedo cocinar, señora Fenney. Siempre cocino para mamá: huevos, beicon, galletas, sémola…
—Ahórrate la sémola. —Rebecca miró en otro armario—. ¿Dónde está el café?
Pajamae fue a sacar la sartén y los utensilios de cocina, y arrastró una silla para alcanzarlos. Se subió encima.
—Considerando que. Es un buen hornillo.
Rebecca dejó el café.
—Estaré abajo en la máquina de steps. Intentad no prender fuego, niñas. Tenemos que encontrar otra criada. Pronto.
—¿El Servicio de Inmigración vino a tu casa en Highland Park? Dios, Scott, ¿a quién le has tocado los huevos?
Scott había llamado a Rudy Gutierrez, el abogado de inmigración.
—Se llama Consuela de la Rosa. Sácala hoy.
—No hay ninguna posibilidad, Scott. El Servicio de Inmigración no la soltará.
—¿Por qué no? Es solo una asistenta.
—Scott, desde el 11 de septiembre cada mexicano ilegal aquí es un terrorista internacional por lo que a Inmigración respecta.
Juegan duro. Antes eran unos gilipollas; ahora son unos jodidos gilipollas.
—Pagaré lo que sea, Rudy, encárgate de sacarla.
—Scott, saldría más barato si la deportan. Deja que el Servicio de Inmigración la lleve al otro lado de la frontera, luego puede cruzar de vuelta y conseguir llegar hasta aquí.
—Consuela no puede hacer eso.
—De acuerdo, pero no va a ser barato.
—¿Cuánto?
—Veinticinco… mil.
—Te enviaré un cheque hoy mismo. Encuéntrala hoy, Rudy, dile que todo irá bien, que somos su familia y que estará de vuelta con nosotros… y Rudy, dile que lo siento.
Bobby regresó de la biblioteca poco antes del mediodía. Tomaron el ascensor hasta el último piso, el Downtown Club. Scott seguía teniendo ganas de golpear algo. O a alguien. Se enderezó la corbata frente al espejo y dijo:
—Bobby, le vamos a mostrar al mundo qué clase de tipo era Clark McCall.
—¿Por Shawanda o porque McCall hizo que detuvieran a tu asistenta?
Scott se miró en el espejo un momento.
—No lo sé.
—Dímelo cuando lo sepas.
Las puertas del ascensor se abrieron y Scott avanzó el primero por el pasillo hasta el restaurante.
—Seremos dos, Roberto.
Roberto se quedó helado y abrió mucho los ojos castaños, como si se le hubiera aparecido la Virgen María. Scott creía que se iba a santiguar.
—¿Roberto?
—Eh, señor Fenney, yo, eh, yo, eh…
—¿Qué ocurre, Roberto? Queremos almorzar.
—Señor Fenney, no lo puedo hacer.
Roberto de repente ya no era el amable maître del Downtown Club; era un inmigrante recién llegado de la frontera que no habla inglés.
—¿Tú no puedes hacer qué?
—Darle una mesa. —La frente de Roberto brillaba a causa de una capa de sudor—. No es socio.
—¿Qué diablos quieres decir con que no soy socio?
—Señor Fenney, ya no lo es.
—¿Me estás diciendo que ya no soy socio?
Roberto asintió.
—Sí.
—Llama a Stewart.
Roberto se alejó rápidamente en busca del encargado del Club. Scott se volvió e hizo un movimiento con la cabeza a los tres hombres que esperaban una mesa detrás de él. En menos de un minuto, Stewart apareció, seguido de Roberto y el guarda de seguridad del club.
—¿Qué diablos ocurre, Stewart?
Stewart miró a Scott con el mismo desdén con el que miraría a un sintecho que pidiera limosna en el pretencioso Downtown Club.
—Señor Fenney, su condición de socio ha sido revocada por decisión de la junta directiva, con efectos inmediatos. Debo pedirle que abandone el establecimiento. —Hizo una señal a los socios que hacían cola detrás de Scott—. Roberto, acompaña a estos caballeros.
Los tres hombres siguieron a Roberto hacia el comedor, no sin antes lanzar una mirada de curiosidad a Scott, diciéndose al oído: «Es Scott Fenney, el abogado de Tom Dibrell».
—¿Bromeas?
—No, señor Fenney.
Stewart le tendió un sobre. Scott se lo arrebató, lo abrió y sacó una carta de la junta directiva del Downtown Club que informaba a A. Scott Fenney de que su condición de socio se había revocada. La presión sanguínea de Scott aumentó; parecía que las venas de su frente fueran a explotar en cualquier momento.
—Váyase, por favor, señor Fenney. O Darrell le acompañará fuera.
Darrell, el guarda de seguridad, dio un paso hacia Scott. Darrell era joven, poco más de veinte años; pesaría unos noventa kilos. Llevaba una corbata de quita y pon y una chaqueta deportiva marrón de poliéster cuyas mangas presionaban sus fuertes brazos. Tenía el pelo rapado, la mandíbula cuadrada y la protuberante frente de un levantador de pesas curtido con anabolizantes. Scott había jugado al fútbol con su fuerza natural; no la había comprado en una maldita farmacia. Pero había jugado contra muchos frikis parecidos. El problema de los músculos de esteroides, sin embargo, radicaba en que no eran reales, carecían de fuerza, no eran poderosos. Tan solo quedaban bien. Al menos esa era su teoría. Scott Fenney todavía pesaba ochenta y cuatro kilos de musculatura natural, y aún podía patearle el culo a Darrell de arriba abajo por las setenta plantas de ese rascacielos. Dio un paso hacia Darrell, tan cerca que podía oler su aliento. Scott dijo con los dientes apretados:
—Yo de ti no lo haría.
Scott arrugó la carta y la lanzó a la cara de Stewart, luego se volvió y se fue. Habían caminado diez pasos por el pasillo cuando oyó la voz de Bobby: «Scotty».
Scott se detuvo y se dio la vuelta. Bobby señalaba un retrato en la pared, uno de los fundadores del club: Mack McCall.
Si Mack McCall hubiera aparecido delante suyo en ese momento, Scott Fenney habría acabado durmiendo en una celda como Shawanda Jones esa noche. Nunca había sentido tanta furia hacia otro ser humano, ni siquiera en un campo de fútbol. Sabía que no podía volver al despacho en ese estado, así que Bobby y él tomaron el paso elevado que llevaba al gimnasio.
—Tienen una cafetería —dijo Scott.
En la recepción, en lugar de recibirlos el esbelto rubito que Scott normalmente veía después de trabajar, los recibió Han, un corpulento culturista que hacía que Darrell pareciera un enano a su lado. Han recibió a Scott como a un extraño.
—Por favor espere aquí, señor Fenney.
—Ah, mierda —dijo Bobby—. Un déjà vu otra vez.
Han regresó con una bolsa de gimnasio pequeña y barata que el club daba a los invitados. Se la tendió a Scott.
—¿Qué es esto?
—El contenido de su taquilla.
—¿Por qué?
—Ya no es socio.
—¿Desde cuándo?
—Esta mañana.
—¿Por qué?
—Órdenes.
—¿De quién?
—Del gerente del club.
—¿Y quién le dio las órdenes?
—No lo sé.
Han cruzó los brazos sobre su pecho, creando una masa muscular, protuberantes bíceps y tríceps, antebrazos y pectorales. Scott no estaba seguro de querer probar su teoría sobre los músculos creados de esteroides de Han. Scott había estado en peleas de bar en el instituto, pero nunca en una cafetería, y nunca sobrio y con alguien tan grande como Han. Y siempre estuvo respaldado por uno o dos defensas; esos tipos estaban lo suficientemente locos como para pelear contra un oso pardo cuerpo a cuerpo. De modo que cuando Bobby lo agarró del brazo y le dijo: «Larguémonos de aquí», Scott no opuso resistencia.
Por primera vez desde que lo hicieron socio en Ford Stevens, A. Scott Fenney comió un perrito caliente para almorzar que le compró a un vendedor en la calle en compañía de gente cuyo poder adquisitivo estaba por debajo del precio de su traje.
Tras comerse dos perritos calientes, de lo que ya empezaba a arrepentirse, Bobby y él caminaron a lo largo de la calle mayor; otra cosa que Scott no había hecho en años. O nunca. Y por una buena razón.
Cinco minutos en el calor de julio y Scott estaba empapado en sudor de los pies a la cabeza. Tenía el cabello y la cara mojados, y la camisa cuidadosamente almidonada ahora se le pegaba como un pañuelo de papel húmedo. El sudor del pecho y la espalda se deslizaba hacia abajo y se acumulaba en su ropa interior; el sudor de las piernas se acumulaba en los calcetines. Con la esperanza de al menos salvar la chaqueta de su traje de dos mil dólares, se la quitó y se la colgó sobre el hombro. Bobby decía algo, pero para Scott no era más que ruido de fondo. Scott tenía a McCall en la mente.
Bobby dijo:
—¿Te puedes creer que esos patrocinadores de la ciudad en realidad piensan que los Juegos Olímpicos pueden celebrarse en pleno verano en Dallas? La mitad de los atletas no lograrían salir de vivos de este horno.
Tras pasar por otro edificio Bobby dijo:
—Solía haber prostíbulos y tabernas por toda la calle mayor. El doctor Holliday ejercía como dentista y mató a su primer hombre justo aquí.
Y al cabo de un rato:
—¿Sabías que Bonnie y Clyde crecieron aquí? Ambos están enterrados en la ciudad. La tumba de Clyde está al oeste de Dallas. La de Bonnie no lo sé.
Caminaban así, Bobby le relataba a Scott una historia resumida de Dallas, y Scott respondía solo con un movimiento de cabeza y emitiendo gruñidos, como si estuviera escuchando a Rebecca explicarle su día. Llegaron a la plaza Dealey en las afueras del oeste del centro, un pequeño triángulo de césped verde apretado entre las calles Houston, Commerce y Elm, el triple carril subterráneo que lleva al oeste y al Depósito de Libros Escolares, y a la loma cubierta de hierba del norte. El lugar seguía exactamente como había estado el 22 de noviembre de 1963.
—¿No has estado nunca arriba, en la sexta planta, y mirado por la ventana? —le preguntó Bobby.
Scott negó con la cabeza.
—Es imposible que Oswald lo hiciera solo —dijo Bobby—. Tenía que haber un tirador en la loma. —¿Quieres ir a verlo?
Scott negó con la cabeza de nuevo.
Bobby señaló calle abajo.
—Justo allí fue donde Ruby disparó a Oswald, abajo en el subterráneo de la antigua prisión.
Scott resopló. Oswald disparó a Kennedy, Ruby disparó a Oswald, Shawanda disparó a Clark, Scott disparó a Mack. Era un pensamiento.
Bobby continuaba hablando:
—Justo aquí, aquí es donde se fundó Dallas, ciento sesenta años atrás, en el punto exacto donde dispararon a Kennedy. Algo espeluznante, ¿no te parece? En cualquier caso, un tipo llamado John Neely Bryan montó un establecimiento comercial en la ribera del río Trinity; ¿sabías que corría justo por aquí? Cada primavera inundaba el centro, así que ochenta años atrás los dirigentes de la ciudad trasladaron todo el maldito río un kilómetro y medio al oeste, construyeron grandes diques para que no volviera a inundar el centro. Cómo no, desde entonces inunda las casas de los negros en el sur de Dallas. No construyeron diques allí abajo.
Emprendieron el regreso hacia la Torre Dibrell.
Bobby dijo:
—La gente que fundó Dallas huía de sus acreedores hacia el Este. Usaban la expresión «se había ido a Texas», lo que equivale a decir hoy día «se ha declarado en bancarrota». Creían que sus acreedores podían ser lo suficientemente valientes para perseguirlos por territorio indio, pero tenían la certeza de que no eran lo bastante tontos como para seguirlos hasta este antro de mala muerte.
Al llegar a la tienda principal de seis pisos de Neiman Marcus, entre la calle mayor y la calle Ervay, Scott se detuvo y miró a una vieja vagabunda que tiraba de un carro lleno de basura y admiraba el expositor de la ventana: ropa de diseño en escuálidas maniquíes blancas, mientras en el interior las refinadas señoras de Highland Park asistían a la Esteé Lauder Focus Week, o al menos eso indicaba el cartel de la ventana. La vieja señora levantó la vista hacia Scott y le lanzó una gran sonrisa sin dientes.
Siguieron caminando y Scott empezó a fijarse en la otra gente extraña que poblaba el centro, la gente que caminaba por las calles entre el calor, el ruido, los nauseabundos humos de los tubos de escape de los autobuses y coches —tan densos en el aire que podía saborearlos—, los vagabundos y los mendigos, las viejas sin dientes y los viejos con barba, chicas hispanas con niños pequeños a remolque, chicos negros que parecían duros, y los polis haciendo la ronda. Existía otro mundo ahí abajo en las calles. Cuando pasaba en su Ferrari, Scott no se fijaba en esta gente más de lo que se fijaba en los objetos inanimados del centro, las farolas, los parquímetros y los contenedores de basura. Su vida la vivía 190 metros arriba, en la comodidad del aire acondicionado. Scott se sentía terriblemente incómodo en la calle. Bobby repartía tarjetas profesionales.
—¿Qué diablos haces, Bobby?
—Pescando clientes, tío. Scotty, soy un abogado de la calle y estamos en la calle. Tú los miras y ves a gente sin casa, vagabundos, jugadores de tres al cuarto y demás parásitos sociales. ¡Yo veo clientes! Este es mi Downtown Club.
Bobby inmediatamente se dio cuenta del error.
—Mierda, he intentado por todos los medios que te olvidaras por una hora de eso y ahora te lo he recordado. Lo siento.
Pero los pensamientos de Scott ya habían vuelto a su vida perfecta sesenta y dos plantas por encima de ellos. Ahora sabía que Mack McCall no iba a pegar a Scott Fenney con puños de hierro hasta dejarlo inconsciente. Iba a hacer algo mucho peor. Iba a arrebatarle a Scott su vida perfecta.
Ese sentimiento de inminente fatalidad envolvía a Scott Fenney.
Si hacía ese hoyo, Rebecca Fenney terminaría con 74 puntos, su puntuación más baja. Se situó detrás de la bola y realizó dos golpes de prueba, luego caminó y adoptó su postura para tirar al hoyo, colocó cuidadosamente el palo de golf detrás de la bola y reguló su peso hasta que estuvo cómodamente equilibrada. Conocía a Trey, el joven entrenador a quien pagaba quinientos dólares la clase, y que la estaba observando atentamente, aunque no miraba la postura de su golpe. Le estaba mirando el culo. Siempre se las apañaba para colocarse directamente detrás suyo cuando ella golpeaba.
Trey ya había marcado 62 golpes. Tenía veintiséis años, era guapo, y uno de los primeros jugadores de golf de la liga All American. Acababa de recibir un aviso de la PGA, el principal circuito de golf de Estados Unidos, para jugar en los torneos que quedaban ese año. Era su última semana en el club.
Rebecca dio un golpe suave, enviando la bola en una verdadera línea recta de unos quince centímetros y viendo cómo se desviaba hacia la izquierda y caía finalmente en el hoyo.
—¡Sí!
Trey caminó hacia ella. Chocaron las manos en el octavo green del club de campo. La miró como siempre hacía, y ella vio la pasión en sus ojos: él la necesitaba más que a la vida misma. Habían estado acostándose durante los últimos siete meses.
Se volvieron y subieron andando la cuesta cubierta de hierba hasta su carro y se subieron en él para dar un breve paseo hasta el edificio del club. Trey aparcó el carro, y un chico negro los recibió.
—¿Su coche es el Mercedes cupé negro, señora Fenney?
—¿Qué?
—¿Su coche, es el cupé negro?
—Sí, ¿qué le pasa?
—Asegúrese de que lleve los palos al coche correcto.
—No lleves mis palos al coche. Déjalos en el club, como siempre.
—El señor Porter me ha dicho que los lleve a su coche.
—¿Por qué?
El chico se encogió de hombros.
—No lo sé, señora.
Rebecca se volvió hacia Trey. Él se encogió de hombros. Ella entró en el edificio por la tienda de golf y se dirigió directamente a la oficina del director, donde Ernie Porter estaba sentado. Ernie no había conseguido entrar en el torneo profesional, de forma que se había pasado los últimos veinte años dando clases de golf, organizando torneos, y embolsándose un porcentaje de cada palo, pelota de golf y par de zapatos vendidos en la tienda.
—¿Ernie?
Él levantó la mirada.
—¿Sí, señora Fenney?
—El chico de la bolsa, ¿le ha dicho que lleve mis palos al coche?
—Sí, señora.
—¿Por qué?
—Si es un problema, señora Fenney, me encargaré de que los lleven a su casa.
—No quiero los palos en casa. Juego aquí cada día.
De pronto Ernie pareció enervarse.
—Señora Fenney, ¿no lo sabe?
—¿Saber el qué?
Ernie revolvió algunos papeles, se retorció en la silla, y luego dijo:
—Su marido, el señor Fenney… Bueno, él… Él no, eh… Él ya no es socio.
—¿Qué? Somos socios desde hace cuatro años.
—Bueno, técnicamente, señora Fenney, su marido es el socio. Usted se beneficia de los privilegios como su esposa. Desde que ya no es socio, usted deja de tener esos privilegios. Figura en el reglamento interno.
—¿Desde cuándo no es socio Scott?
—Desde hoy.
Encontró a su marido sentado a la mesa de la cocina, su hija acunada en su regazo sollozaba en su hombro mientras él le acariciaba sus trenzas. Pajamae estaba sentada al otro lado, con el rostro apenado y la barbilla apoyada en las manos sobre la mesa.
—¡Madre, Consuela se ha ido y nunca volverá!
Rebecca colocó las manos en las caderas e intentó no gritar.
—¿Ha pagado Sue nuestras cuotas del club este mes?
Scott levantó la mirada hacia ella. Asintió inexpresivo.
—Ernie dijo que ya no eres socio.
Las manos de Scott lentamente aparecieron y cayeron sobre un pedazo de papel en la mesa. Ella reconoció el membrete del club. Se lo acercó. Ella lo cogió y leyó:
Estimado señor Fenney:
El Comité de socios estima que su presencia continua en el club restará mérito al ambiente social de los miembros colegiados. En consecuencia su condición de socio será revocada a partir de esta fecha. Rogamos se abstenga de volver a las instalaciones. Sus pertenencias personales serán entregadas en su domicilio junto con la factura final.
—Es McCall —dijo—. Me ha echado del Downtown Club y del gimnasio, también. Intenta presionarme para que abandone nuestra defensa.
—¡Maldita sea, Scott, te lo dije! —Dejó caer el brazo y la carta al suelo.
El viaje de Scott Fenney llegaba a su fin. La única pregunta en esos momentos era si el final sería un suave aterrizaje o un intenso choque.
Las niñas estaban sentadas en la cama de Boo cuando Scott cogió el libro y se sentó en la silla junto a la cama. Había agotado toda la fuerza de su cuerpo. En un día, había perdido a la asistenta y su calidad de socio en el restaurante, en el gimnasio y en el club de campo. La mera idea de que Mack McCall poseía esa clase de poder, que podía sentarse en Washington y mover los hilos en Dallas, hacer unas cuantas llamadas telefónicas y perjudicar la perfecta vida de Scott, hizo que se diera cuenta de su lugar relativo en el mundo. Tal vez las 193 yardas contra Texas no hacían tan especial a Scott Fenney después de todo.
—Has roto tu promesa —dijo Boo, con voz severa—, y ahora Consuela se ha ido.
Scott había sufrido todo tipo de dolor físico, pero nada comparado con el dolor que ahora sentía por decepcionar a su hija.
Scott se quitó las gafas.
—Lo siento, Boo.
—Consigue que vuelva.
—Lo estoy intentando. —Scott se volvió a poner las gafas y abrió el libro—. ¿Por dónde íbamos, la Decimotercera Enmienda?
—Queremos hablar de otra cosa —dijo Boo.
Scott cerró el libro.
—De acuerdo. ¿Qué?
—¿Qué es un testamento?
—Un testamento es una declaración legal que acredita la intención testamentaria de disponer de la propiedad de alguien tras su muerte.
Boo tenía una expresión de perplejidad.
—En cristiano —dijo.
Pajamae asentía.
—Un testamento dice quién se queda con tus cosas cuando mueres.
Las niñas se miraron la una a la otra y asintieron.
—¿Y quién se queda con tus cosas si te mueres?
—Tu madre.
—¿Quién se queda con sus cosas si ella muere?
—Yo.
—¿Quién se queda con tus cosas y las de madre si os morís los dos?
—Tú.
—¿Quién se queda conmigo?
—Ah.
—Mis abuelos están muertos, no tengo tíos o tías, o hermanos mayores o hermanas… y ahora tampoco tengo a Consuela.
—Bueno, antes que nada, Boo, tu madre y yo no pensamos morirnos en mucho tiempo, así que todo esto es hipotético.
—¿Hipo qué?
—Hipotético. Ya sabes, ¿y si…? Pero no te preocupes, tu madre y yo vamos a estar aquí para cuidar de ti.
—Mamá dice que todos mis familiares están muertos o en la cárcel —dijo Pajamae.
—¿Y si? —preguntó Boo.
—¿Y si qué?
—¿Y si tú y madre os morís?
—No lo sé, Boo. Supongo que no he pensado mucho en ello.
Boo tendió un puñado de billetes de un dólar y monedas variadas.
—Queremos contratarte como nuestro abogado, pero solo tenemos trece dólares entre las dos, así que tendrás que trabajar muy rápido.
—¿Y qué queréis que haga?
—Escríbenos un testamento que diga que si la madre de Pajamae muere, nos quedamos con ella, y ella se queda a vivir con nosotros; y si tú y madre morís, su madre se queda conmigo y yo vivo con ellas.
—¿En las viviendas sociales? —dijo Scott sin darse cuenta.
—No. Yo me quedo con esta casa, viviremos aquí.
Las dos niñas ahora asentían. Y Scott sonrió por primera vez en todo el día, contemplando la imagen de Shawanda Jones como la mujer de la casa en el número 4000 de Beverly Drive en el corazón de Highland Park.