Justicia irreflexiva
JUSTICIA IRREFLEXIVA
ANDRAS MILLWARD
Y aquellos dedicados a la obra del Emperador serán acosados por todas partes por los enemigos. Manteneos vigilantes, porque ellos…
Sonó la señal de la puerta. El Codiciario Levi, bibliotecario de la Orden Imperial de los Cónsules Negros, suspiró y se pasó una mano por los oscuros cabellos muy cortos. Con reverencia cerró el ejemplar del Codex Astartes encuadernado en cuero, se puso de pie y avanzó hasta la ventana de sus espartanas dependencias. Las luces de aterrizaje de uno de los transbordadores del Capitulo iluminó por un breve momento su anguloso rostro bien afeitado.
—Adelante. —Levi continuó mirando por la ventana, contemplando el vasto telón de fondo estrellado que tenía ante sí y pensando en el poco auspicioso versículo del Codex que acababa de leer—. Un buen día para la obra del Emperador, portaestandarte.
Detrás de él sonó una risa breve.
—Como siempre, Levi, tus poderes te hacen justicia. Pero, sin duda, todos los días son adecuados para su bendita obra, hermano bibliotecario. ¿O acaso tu fe está mermando últimamente?
Levi se volvió para encararse con su visitante. El hermano Aeorum, portaestandarte de la Tercera Compañía de los Cónsules Negros, estaba de pie, sonriente, en la entrada. Hombre de poderosa constitución, vestía, como Levi, una túnica negra de bordes amarillos. Levi le dedicó una de sus raras sonrisas.
—Aeorum, es agradable verte en un día sobre el que pesan tan malos presagios como hoy. Entra.
Levi agradeció la inesperada aparición del juvenil portaestandarte. Estudió el rostro ancho, la cicatriz que recorría el pómulo y el puente de la nariz de Aeorum. Podía ser que la profunda marca dejada allí hacía mucho tiempo por la zarpa de un genestealer, se hubiese suavizado con el tiempo, pero el portaestandarte había cambiado poco desde que se habían visto por última vez. Décadas antes, Levi y Aeorum habían servido juntos en la Compañía de Exploradores de los Cónsules Negros, y su amistad se había forjado con sangre tiránida durante la sangrienta y costosa batalla de Manalar. Mientras los poderes psíquicos de Levi lo habían convertido en bibliotecario, la terrible destreza de combate de Aeorum lo había conducido a ser el portaestandarte más joven de la historia del Capítulo. En esa época se encontraban con poca frecuencia, pero los terrores inhumanos a los que habían hecho frente juntos garantizaban que la unión entre ellos continuara siendo tan fuerte como siempre.
Aeorum se sentó ante Levi, y su musculoso cuerpo empequeñeció la sencilla silla de madera.
—¿Malos presagios? ¿Así que has oído las noticias?
—¿Si he oído qué? —preguntó Levi.
Durante los preparativos del día anterior había captado bastantes vibraciones de advertencia, pero nada había oído decir sobre los objetivos actuales. Las compañías segunda, tercera y cuarta habían sido movilizadas, lo cual sugería que el Imperio respondía a la más grave de las amenazas.
—Los cónsules negros han captado una llamada de socorro de Suracto. Casi la mitad del planeta se ha rebelado, hermano. El dominio del Emperador sobre el planeta se ve amenazado, y nos vamos hacia allí para responder a la llamada. El capitán Estrus nos informará esta mañana.
—Eso tenía entendido —dijo Levi al mismo tiempo que asentía con la cabeza—. Esa es una noticia grave, y explica la rapidez con que nos han despachado. Suracto ha sido un brillante faro contra la oscuridad invasora con que nos enfrenamos en toda la galaxia. Es un planeta ordenado y productivo, y, por lo que recuerdo, incuestionablemente leal al Emperador. No podemos permitir que planetas como ése escapen de las manos del Emperador.
—Veo que no estás ocioso en la biblioteca —comentó Aeorum, aunque había poco humor en el tono de su voz—. Durante los cinco últimos años, Suracto ha dado voluntariamente un diezmo que supera en un tercio a los de otros planetas vecinos del sistema. Ver que un planeta semejante se sume en el desorden y el alboroto es casi una catástrofe para el Imperio.
—¿Qué clase de herejía amenaza al planeta? —preguntó Levi, tras asentir con la cabeza una vez más.
—Los rebeldes rechazan el orden y la disciplina del Emperador. Dicen que su manera de hacer las cosas es demasiado dura, demasiado exigente. Buscan una «forma de vida más equitativa y justa». —Aeorum pronunció esas palabras con desprecio—. Las ideas heréticas amenazan con apagar tu brillante faro, hermano Levi.
—No será así, Aeorum. Debe erradicarse una amenaza semejante para el orden verdadero. —Sus palabras quedaron flotando en el aire y, bruscamente, el codiciario se puso de pie y le tendió la mano a Aeorum—. A despecho de las circunstancias, me alegro de verte, hermano. Como siempre, será un gran honor luchar a tu lado.
* * *
Levi percibió que el capitán Estrus luchaba para reprimir la irritación que le inspiraba el recién llegado. Menos de una hora después de que los cónsules negros hubiesen desembarcado en Suracto, otra nave salió del espacio disforme y se dirigió al punto de desembarco de los marines espaciales, al norte de la ciudad colmena de Thuram. La nave llevaba los distintivos de la Inquisición y, en cuanto aterrizó, un inquisidor, acompañado por un pequeño grupo de subordinados de rostro pétreo, se presentó ante el capitán para exigir que todas las fuerzas leales se reagrupasen con los cónsules negros a fin de reevaluar la situación.
—Inquisidor Parax, sencillamente no me interesa —estaba diciendo el capitán Estrus, cuya irritación parecía hacer más profundo cada pliegue de su rostro bronceado y lleno de arrugas—. Hemos desembarcado en el planeta, pero sesenta minutos más tarde aún no nos hemos desplegado del todo.
Estrus se esforzaba para hacerse oír por encima del retronar de los motores de los Rhinos que aceleraban detrás de él, y del ruido que hacía una escuadra cercana de tecnomarines y su personal de mantenimiento de rostro ennegrecido que descargaban misiles sobre los Whirlwind de la compañía.
El flaco rostro del inquisidor Parax no expresó ninguna emoción. Hombre de constitución ligera, ataviado sólo con el oscuro ropón oficial, intentaba mantener alguna apariencia de autoridad al lado del acorazado capitán de los marines espaciales que se encumbraba sobre él.
—Aunque aprecio los puntos más sutiles del Codex, capitán, de todas formas… —comenzó, pero el resto de la frase fue ahogada por el penetrante ruido de una escuadra Land Speeder que pasó atronando por el aire.
Una vez que los aviones pasaron, Estrus habló de inmediato.
—Con todo el respeto, inquisidor, el sagrado Codex no es lo que se cuestiona aquí, sino su solicitud de reagruparnos. Debemos desplegarnos y acudir lo antes posible en auxilio de las fuerzas leales de Suracto. El administrador Niall, ayudante de Koln, gobernador del planeta, se encontrará con nosotros dentro de quince minutos, y estoy seguro de que nos informará ampliamente a todos. Me complace muchísimo que… —Estrus hizo una pausa para escoger la frase adecuada—, que su Eminencia haya decidido responder también a la llamada de socorro, pero no podemos permitirnos esperar y darles a los rebeldes una oportunidad de sacarnos ventaja.
Parax miró los inexpresivos rostros de la media docena de miembros de su séquito que permanecían detrás de él, y sus ojos se entrecerraron hasta ser dos rendijas. Se concedió un momento para pensar, y luego se volvió.
—Muy bien, capitán Estrus. Accedo. Pero le advierto que la Inquisición no mirará con buenos ojos cualquier decisión precipitada que usted pueda tomar.
—Inquisidor —respondió Estrus con una expresión que anunciaba tormenta—, puedo asegurarle que los Cónsules Negros jamás han tomado una decisión precipitada. Sargentos de la compañía, prepárense para el despliegue. —Cogió el casco que sujetaba un cónsul que estaba cerca de él, y se alejó hacia los Whirlwind.
Levi observó al inquisidor y su séquito mientras regresaban al transbordador. «Un día de malos augurios, en efecto», pensó. La llegada del inquisidor había hecho poco para aliviar la sensación de presagio que pendía pesadamente sobre él. Sopesó su espada sierra, comprobó las lecturas de diagnóstico de su armadura en el visor, y luego giró para seguir al capitán.
* * *
Con el rostro transformado en una máscara de odio, el rebelde apuntó a Levi con su rifle láser. Levi reaccionó con celeridad preternatural, avanzó hacia él y descargó su espada sierra. El zumbido de la espada aumentó hasta un alarido corto y el torso del hombre quedó abierto y regó de sangre a Levi.
Sintió una tenue sensación en la nuca. Levi se volvió con gracilidad y efectuó dos descargas de bólter. Los dos rebeldes que habían estado detrás de él fueron arrojados contra un flanco del Rhino y dejaron un par de manchas oscuras sobre la gran flecha táctica blanca cuando sus cuerpos sin vida se deslizaron al suelo. Al atisbar el estandarte de los cónsules, se volvió para ver a Aeorum, hundido hasta las rodillas en cadáveres de rebeldes, que apuntaba y disparaba serenamente su pistola bólter, derribando a un oponente con cada tiro. «Como en los viejos tiempos», pensó Levi antes de apuntar con su propio bólter.
La emboscada de los rebeldes había caído sobre la vanguardia de los cónsules negros cuando éstos iniciaron el recorrido hacia el punto de encuentro a través de los terrenos suburbanos devastados por la batalla, en la periferia de la ciudad de Thuram. Al principio, la ferocidad de los rebeldes había pillado a los marines espaciales con la guardia baja, pero muy pronto el ataque quedó desbaratado ante la defensa tenaz y disciplinada de los cónsules negros.
Al cabo de pocos minutos, todo había terminado, y sin bajas por parte de los cónsules. Mientras se reagrupaban y preparaban para continuar adelante, Levi estudió los cadáveres que yacían a sus pies. Resultaba extraño el hecho de que no pudiera sentir ningún odio hacia ellos, el tipo de herejes traidores que había llegado a abominar durante las décadas en que sirvió como marine espacial. Había esperado sentimientos de cólera justificada al enfrentarse con semejantes alimañas, pero entonces esos sentimientos estaban extrañamente ausentes. Distraído, se encaminó hacia el Rhino de mando.
El capitán Estrus estaba, una vez más, reprimiendo la irritación que le causaba la persona que se encontraba al otro lado de la línea de comunicación.
—No me importa lo que usted diga, comandante, tenemos cincuenta rebeldes muertos a nuestros pies. Necesitará hacer una reevaluación de los avances territoriales de las fuerzas insurgentes. No, esto no afectará a nuestra hora estimada de llegada. El encuentro se producirá dentro de siete minutos. —Estrus se quitó el casco al aproximarse Levi, y cogió un pergamino de órdenes que tenía el sargento que se encontraba a su lado.
—Hermano Codiciario ha demostrado muy bien su valía. Me alegra ver que el tiempo que ha dedicado a perfeccionar sus capacidades psíquicas no ha ablandado su destreza de combate. —Miró el rollo de pergamino que tenía en la mano y arqueó una oscura ceja—. No obstante, me temo que esta rebelión ha reblandecido las mentes de los comandantes leales.
Levi ladeó el casco para acusar recibo de la observación del capitán.
—Yo sólo cumplo con mi deber como debe hacerlo un cónsul negro, capitán. —Con aire distraído, miró a un grupo de cónsules negros que hablaban con Aeorum—. Sin embargo, hay algo que me inquieta.
Estrus bajó el rollo de pergamino y le dedicó a Levi la totalidad de su atención.
—¿De qué se trata, bibliotecario? ¿Seremos acosados por más enemigos antes de encontrarnos con el administrador Nial 1?
—Le pido disculpas por inquietarlo; no puedo determinar la fuente de mi inquietud.
—Muy bien, bibliotecario; pero manténgame informado. Este alborotado planeta también me inquieta enormemente, y no deseo más sorpresas. Quédese a mi lado. —El comunicador del casco de Estrus volvió a crepitar al activarse, y él encendió el receptor con un dedo acorazado y escuchó la voz del inquisidor Parax. Luego suspiró—. Sí, inquisidor, continuamos. No, permanezca en su vehículo…
* * *
El administrador Niall era un hombre imponente, apenas pocos centímetros más bajo que los acorazados cónsules negros que estaban cerca de él. Su capa carmesí ondeaba en la brisa que soplaba a través de la ciudad en ruinas, y el brillante color de la misma contrastaba con los sobrios negro y amarillo de la armadura de los marines espaciales. Con la misma brisa llegaban los sonidos distantes de pequeñas armas de fuego y el atronar más regular de los cañones de batalla. Levi estudió el rostro de Niall mientras éste hablaba seriamente con el inquisidor Parax y el capitán Estrus; el joven rostro del administrador parecía una incongruencia bajo el largo cabello y la barba recortada con pulcritud, prematuramente canosos.
—Hay que matarlos a todos, absolutamente a todos. Suracto se ha enorgullecido durante décadas de su lealtad al Imperio, y debemos erradicar hasta el último vestigio de la mancha con que ellos han ensuciado nuestro buen nombre. No descansaré hasta que haya supervisado personalmente la ejecución del último de los herejes. —Señaló las ruinas que lo rodeaban—. Hasta la última alma de esta ciudad fue condenada a muerte cuando descubrimos la corrupción de herejía que se ocultaba tras sus puertas cerradas.
En el rostro de Parax apareció una severa sonrisa y a su expresión afloró tan poca emoción como podía permitir una acción semejante.
—Admirables sentimientos y nobles acciones, administrador Niall, con los cuales estoy incondicionalmente de acuerdo. La Inquisición alaba su celo e intentará ayudarlo en todo lo posible.
—Y por encomiables que sean estos conmovedores discursos, tenemos que ejecutar la obra del Emperador —dijo Levi con voz queda—. Que nuestras acciones sean las que hablen primero; podrán entregarse luego a las felicitaciones.
Los otros tres hombres se volvieron a mirarlo, y Levi vio que por los rostros de Niall y Parax pasaba un destello de fastidio. Los ojos del capitán Estrus relumbraron, animados por la disciplina y dedicación de su compañero marine espacial.
—El codiciario Levi tiene razón —dijo Estrus—. Nuestro lema debe ser el pragmatismo. Debemos actuar ahora, antes de que los rebeldes puedan reagruparse, administrador. ¿Cuál es la situación actual?
Niall continuó mirando a Levi de hito en hito durante un momento más, antes de volverse para hablarle a Estrus.
—La principal fuerza rebelde se encuentra al otro lado de la ciudad de Thuram. Han hecho algunas incursiones en la ciudad, pero en general las murallas resisten. Son muchos, con armamento ligero, excepto por unos pocos cañones de batalla. No obstante, su vigor herético los convierte en oponentes formidables.
—Eso ya lo juzgaremos nosotros —respondió Estrus—. Vamos…
—Usemos la máxima fuerza con la que podamos aplastarlos —lo interrumpió el inquisidor—. El administrador Niall tiene razón; no puede quedar ni uno solo de ellos en pie.
—Inquisidor —dijo Estrus con el entrecejo fruncido—, le he advertido…
—¿Se atreve a advertir a la Inquisición?
—Le he advertido que no toleraré ninguna interferencia. Tenemos ante nosotros la obra del Emperador, y por Guilliman, que nadie nos impedirá llevarla a cabo. Vamos, administrador, hay mucho que hacer. —Estrus alejó a Niall hacia el Rhino de mando.
El inquisidor Parax volvió su flaco rostro hacia Levi, y sus oscuros ojos ardieron de furia durante un instante; después recobró la compostura. Pareció que quería hablar, pero luego se lo pensó mejor; dio media vuelta y avanzó hacia su séquito al mismo tiempo que pedía su armadura.
Levi giró sobre sí y vio a Aeorum que, sin el casco, estaba limpiando su bólter. El estandarte flameaba en la brisa a la distancia de un brazo de su portador, plantado en un pequeño montículo de escombros. Aeorum alzó la vista, captó la mirada de Levi y levantó las cejas. El otro asintió con lentitud mirando al portaestandarte a los ojos. Luego, como si los controlara un solo pensamiento, ambos marines espaciales apartaron la mirada con brusquedad y se dedicaron a sus tareas particulares.
* * *
Los cónsules negros se encontraron pronto donde les gustaba estar: en lo más reñido de la batalla, derramando la sangre de los herejes. Las compañías segunda y tercera habían avanzado cada una en torno a un flanco de la ciudad, mientras que la cuarta acudía a reforzar a las sitiadas fuerzas leales dentro de la propia urbe. Acosados por ambos lados por los marines espaciales, el cerco de los rebeldes comenzaba a desmoronarse.
Una espesa capa de humo flotaba sobre la periferia meridional de Thuram. El aire estaba cargado de una confusión de disparos de bólter y rifle láser, explosiones de andanadas de artillería y gritos de heridos y agonizantes. Desde un desconocido punto de la cortina de humo, salieron cuatro ráfagas de rifle láser que impactaron contra Levi en rápida sucesión, arañando las placas de ceramita de su armadura y chamuscando la túnica que la cubría, pero sin penetrar más allá. Comprobó su escáner IR, descubrió la procedencia de los disparos y apuntó su bólter hacia la flotante capa de humo. Oyó el sonido de dos minimisiles bólter que detonaban al mismo tiempo que la imagen infrarroja le mostró que habían dado en el blanco…, y que otros rebeldes se acercaban a él por la derecha.
Tres figuras emergieron del humo: hombres con armadura ligera, los pálidos rostros macilentos y fatigados. El primero no era oponente para las reacciones de Levi y apenas tuvo oportunidad de reparar en la espada sierra de éste antes de que le separara la cabeza de los hombros. El segundo, petrificado de horror ante la repentina muerte de su camarada, fue hecho pedazos por una descarga de bólter. El tercer hombre se detuvo con el rifle láser colgando a un lado y se quedó contemplando su propio reflejo en el casco de Levi. El bibliotecario también se detuvo, apenas consciente del zumbido de la espada sierra en su mano. Una parte remota de su mente admiraba la valentía de aquel rebelde que se encaraba, impertérrito, con un marine espacial del Imperio. Su espada comenzó a describir un arco en dirección al hombre.
—En el nombre del Emperador, hermano.
El brazo con que Levi sujetaba la espada, quedó petrificado. El hombre no había abierto la boca, y sin embargo Levi había oído las palabras con tanta claridad como los sonidos de la espada sierra y de la batalla que tenía lugar a su alrededor. Sondeó su propia mente. ¡Un psíquico! Sintió que la mente del hombre se enroscaba y que tomaba impulso para la descarga mental. Por instinto, Levi lanzó un demoledor ataque mental y las neuronas del hombre estallaron; por la nariz comenzó a manar un pequeño hilo de sangre antes de que cayera de rodillas ante el marine espacial, con la mente destruida. Levi lo despachó con una sola estocada y después aminoró la velocidad de la espada sierra.
Al acercarse al cadáver, Levi se dio cuenta de la quietud que reinaba en torno a él. Muy a lo lejos, hacia las posiciones de la segunda compañía, aún se batallaba, pero la calma había descendido sobre la vecindad inmediata. Del humo salieron hermanos cónsules que se quitaban los cascos o recargaban sus armas. A una cierta distancia sonó un grito, y momentos después pasó corriendo un apotecario acorazado hacia el lugar de procedencia del grito. Sonó un solo disparo de pistola.
El capitán Estrus apareció al lado de Levi, acompañado por el sargento que era su ayudante de campo.
—Este maldito humo nos impide evaluar la situación, hermano bibliotecario. Hemos perdido a tres de nuestros hermanos de batalla, y otros tres están heridos. Era algo de esperar ante un enemigo que nos supera tanto en número, pero los informes son fragmentarios y no puedo ver el cuadro general. ¿Qué puede ver usted?
Levi se llevó las manos al casco, y se oyó un siseo seco al soltarse los sellos del mismo. El sargento avanzó y se hizo cargo del casco antiguo, mientras Levi respiraba profundamente y tendía la mente al exterior para sondear de modo tentativo primero y alejarse más después, recogiendo impresiones, visualizando escenas, percibiendo sonidos y olores. Satisfecho, desplazó su capacidad de percepción a la ciudad.
—¡… otecario! ¡Hermano bibliotecario! ¿Qué sucede?
De modo gradual, Levi volvió a tener conciencia de la voz del capitán. Incluso con la armadura puesta, el bibliotecario tenía frío, y se apoyó en la espada sierra al apoderarse de su cuerpo una debilidad pasajera.
—¿Codiciario? ¿Cómo les va a nuestros hermanos de batalla?
—Bastante bien, capitán. La segunda compañía sufre, pero está sacándole ventaja al enemigo. Por ahora, la cuarta defiende su posición, aunque temo que hemos subestimado a los rebeldes, capitán. La ciudad…
—¿Qué pasa con la ciudad, codiciario? —inquirió Estrus, que logró mantener la voz calma.
—Se encuentra en una sombra oscura, hermano capitán; la inconfundible sombra del Caos.
* * *
Levi oyó que se partía un hueso cuando el dedo del inquisidor pinchó el pecho de uno de los prisioneros. Atado a una chamuscada silla de madera, el rebelde hizo una mueca de dolor, pero continuó con la mirada fija en Parax. Con la voz ronca tras casi una hora de interrogatorio, el joven luchaba por hablarle en tono sereno al inquisidor.
—Y yo le digo que nosotros luchamos por el Emperador, inquisidor. Somos leales al Imperio. Estamos de su lado. No puedo decírselo más claramente.
Los hombres que estaban acurrucados detrás de él en las sombras murmuraron una frase de asentimiento. Una mirada del cónsul negro que se encontraba junto a ellos los silenció.
Parax se volvió para encararse con los otros en la habitación quemada, donde habían reunido a media docena de prisioneros hechos en el primer enfrentamiento. Ojerosos y cansados como estaban, todos los rebeldes habían dicho lo mismo: ellos luchaban por el Emperador, y el Caos se había apoderado del palacio del gobernador Koln. La impaciencia del inquisidor Parax hacía ya rato que se había agotado, y una cólera apenas contenida afloró a su voz al hablar.
—Hermanos marines espaciales, administrador, aquí podemos ver con toda claridad cómo el Caos disforma las mentes y ensucia las almas. Son impulsados, tal vez contra su propia voluntad, a pronunciar estas blasfemias y herejías, incluso cuando la verdad del asunto es evidente por sí misma. El peligro en que se encuentra Suracto es realmente grave. —Hizo una pausa y bajó la cabeza para fijar los ojos en el piso.
Por mucho que le desagradase la espectacular extravagancia y el melodramatismo de aquel hombre, Levi no tuvo más remedio que estar de acuerdo con el inquisidor. El Caos había disformado hasta tal punto las mentes de aquellos rebeldes que tal vez ya no les quedase ni rastro de capacidad de comprensión. «Un peligro muy grave, en verdad».
Antes de que Parax pudiese decir nada más, uno de los rebeldes que estaban atados volvió a hablar.
—La blasfemia más grande es que el Caos camine por Suracto ataviado con ropas imperiales y…
Antes de que el sonido de la pistola automática se hubiese extinguido del todo, una docena de servomotores despertaron a la vida cuando los cónsules negros apuntaron por instinto al administrador Niall. El administrador bajó su pistola y, a una señal de Estrus, Levi, Aeorum y los otros marines espaciales bajaron sus propias armas. La fuerza del disparo, que impactó contra la garganta del prisionero, había empujado la silla hacia atrás, y el hombre había muerto ya antes de caer a los pies de sus horrorizados camaradas.
—¡Qué herejía tan espantosa! Casi me ha sido insoportable oírla —declaró Niall al mismo tiempo que volvía a guardar el arma entre los pliegues de su capa—. He dedicado demasiado tiempo a construir esta Administración para mayor gloria del Emperador, para después oír algo tan repugnante y dicho con ese descaro.
—Cuenta con mi simpatía, administrador —dijo Parax a la vez que hacía un gesto discreto. Dos de los miembros de su séquito, de rostro pétreo, aparecieron en la destrozada puerta—. Llévense a esas alimañas y acaben con ellas.
Los dos soldados se valieron de la punta de los rifles láser para empujar a los rebeldes, y comenzaron a hacer que salieran de la habitación.
—Esperen un momento. —Levi avanzó, mientras una indeseada sensación de intranquilidad le daba vueltas por la mente—. No debemos precipitarnos…
Parax se enfrentó con el bibliotecario.
—¿Suplica usted por esta escoria traidora? ¿Dónde están sus lealtades, cónsul? Usted no…
—¡Sus lealtades siguen siendo verdaderas, inquisidor! —Parax retrocedió involuntariamente ante Levi, al interrumpirlo la voz acerada de Estrus—. No lo dude. Pero mi hermano bibliotecario tiene razón. Podríamos perder una oportunidad de averiguar algo más acerca del despliegue de las fuerzas rebeldes si… —En el exterior sonaron una serie de disparos de rifle láser, y Estrus gimió—. Inquisidor, estamos del mismo lado, y sin embargo su comportamiento impulsivo amenaza con desbaratar nuestras operaciones aquí.
—¿Está seguro de que estamos del mismo lado, capitán? ¿O acaso lo ha afectado esta astuta herejía?
Cuando la mano del capitán se desplazaba hacia el bólter, Levi sintió que una poderosa presencia psíquica se aproximaba a las ruinas. Oyó el crepitar del Crozius Arcanum del capellán Mortem momentos antes de que el bastón de batalla y la figura completamente acorazada de su sagrado hermano empequeñeciese la puerta de entrada.
—Hermanos, tenemos que salir —dijo Mortem, sin aliento—. La segunda compañía está siendo abrumada. Un contraataque, hermano capitán…, y parece que la totalidad del planeta está contra nosotros.
* * *
Una andanada de misiles Whirlwind pasaron rugiendo por el aire cuando los Speeders de la décima escuadra de la segunda compañía pasaron atronando hacia el corazón de las fuerzas rebeldes, las cuales habían aparecido inesperadamente desde el sur y avanzaban en masa hacia una brecha abierta en las murallas de la ciudad. Los misiles se perdieron a lo lejos; una serie de explosiones iluminó el horizonte, y Estrus, satisfecho de que se hubiese acabado con la capacidad de artillería de los rebeldes, le ordenó a la tercera compañía que avanzara.
Aeorum, con el estandarte aferrado en una mano y el bólter en la otra, condujo a las escuadras primera y segunda hacia el corazón del contraataque rebelde. Poseídos por una cólera casi demoníaca, los rebeldes se lanzaban en peso contra los cónsules negros, pero su ataque era en vano dado que los puños acorazados de negro les partían el cráneo, los minimisiles bólter les destrozaban músculos y tendones, los lanzallamas y los rifles de fusión les incineraban piel y huesos. Muy pronto, ambas escuadras comenzaron a luchar para abrirse paso, pues su avance se veía impedido por las olas de rebeldes muertos que yacían a sus pies.
Levi arrancó la espada sierra del cuerpo de un rebelde muerto, y con un solo movimiento ininterrumpido se volvió para estrellar el mango en el rostro de un compatriota de éste. El golpe partió la frente del hombre con un crujido audible y lo mató antes de que su cuerpo laxo comenzara a caer al suelo. Tras patear el cadáver a un lado, Levi siguió a los hombres de las escuadras tercera y cuarta hacia las murallas rotas de Thuram. ¡Cómo deseaba quitarse el casco con el fin de escupir el creciente sentimiento de odio hacia los rebeldes que se había transformado en un sabor vil dentro de su boca! El mortal siseo de los rifles de fusión hizo que se alegrara de conservar la armadura entera. Una ola de angustia recorrió al bibliotecario cuando el cónsul negro que estaba junto a él fue reducido a polvo. Levi observó las líneas enemigas en busca del arma… Estaban allí, a menos de veinte pasos de distancia, pero había demasiados de sus propios hermanos en medio. El rifle de fusión volvió a disparar y otro cónsul estalló en una recalentada bola de llamas. «Es hora de responder al fuego con fuego», pensó Levi, ceñudo.
—¡Hermanos cónsules, mantengan sus posiciones, mantengan sus posiciones!
Los marines espaciales obedecieron la orden del bibliotecario sin cuestionarla, y se detuvieron en seco. Tras murmurar una corta plegaria al Emperador, Levi enfocó sus energías mentales hacia el suelo sobre el que se apoyaba el rebelde que tenía el fusil de fusión. Sin previo aviso, una bola de llamas al rojo blanco se alzó del suelo y estalló hacia afuera, envolviendo al rebelde del rifle de fusión y a una docena de los hombres que lo rodeaban.
Aparentemente impertérritos ante la inesperada pérdida de sus compañeros, los restantes cincuenta rebeldes se reagruparon y cargaron contra ambas escuadras. Una mujer apuntó a Levi con su rifle automático, pero dudó antes de disparar.
—¡Púdrete en el infierno, engendro del Caos! —gritó la mujer, y abrió fuego disparando en modo automático y rociando a Levi con balas. Levi avanzó contra la granizada de proyectiles que rebotaban, inofensivos, sobre su armadura. Ya sin municiones, la rebelde golpeó el pecho del bibliotecario con la culata del rifle—. ¡Muere, hereje! ¡M… —La palabra se cortó en seco cuando la espada sierra le atravesó la cintura.
Levi miró con ojos fijos el sangriento torso cercenado. Eso no estaba bien. Se habían sentido muy, muy mal al matarla. Con gesto ausente disparó el bólter contra dos hombres que cargaban hacia él, y los derribó a ambos. Algo explotó a pocos metros de distancia y lanzó a Levi de espaldas; el bibliotecario aterrizó con un fuerte impacto. Un torrente de datos de daños corrieron por la pantalla del casco, pero lo único que Levi pudo ver fue el rostro de la mujer, distorsionado por la cólera y el odio.
—¿Hermano, puede oírme?
Levi intentó concentrarse en la voz distante mientras un par de brazos acorazados lo levantaban y lo sentaban. El apotecario Mordinian accionó los sellos del casco de Levi y se lo quitó; en ese momento, su arrugado rostro dibujó una sonrisa muy breve.
—¡Ah, gracias Guilliman!; está vivo, hermano bibliotecario. Pensé que su silencio significaba que estaba muerto. Una granada de fragmentación…
—¿Qué? No; estoy vivo, como puede ver. —Levi aún se sentía aturdido, aunque no sabía si era debido a la onda de choque de la granada o a alguna otra cosa—. ¿Cómo va la batalla?
—Bien, bibliotecario, bien. Debemos haber dado buena cuenta de unos trescientos rebeldes. —Examinaba a Levi mientras hablaba—. La segunda se ha reagrupado por allí y estamos esperando la orden para… ¡Ah, está herido!
Levi tuvo vaga conciencia de una incomodidad en la pierna derecha cuando el apotecario le vendó la herida, pero apartó el dolor de su mente con la misma facilidad con que lo haría con cualquier otra emoción, y el apotecario lo ayudó a ponerse de pie.
—Unos pocos minutos, y el vendaje comenzará a… ¡Ah, tengo que atender a otro! Que le vaya bien, hermano.
Mientras el apotecario se alejaba a toda velocidad, Levi volvió a ponerse el casco antes de recorrer con los ojos, por primera vez, la escena que lo rodeaba. Los cónsules negros de las escuadras de la tercera compañía estaban reuniéndose a unos cien metros de las murallas de la ciudad; una masa acorazada de colores negro y amarillo en un mar de muertos rebeldes ensangrentados y desgarrados. Entonces, vio a Aeorum. El portaestandarte avanzaba hacia él, y se detenía de vez en cuando para intercambiar unas pocas palabras con otros miembros de las escuadras. Levi comprobó las lecturas que aparecían en la pantalla y luego observó cómo el sargento de la quinta escuadra tocaba con reverencia el borde del estandarte antes de reunir a sus hombres.
—Hermano Aeorum, tu inspiración nos da valor a todos. La segunda compañía mantiene su posición, pero la cuarta está sitiada.
—Sí, ya he visto los informes. —Aeorum miró por encima del hombro—. Pronto avanzaremos para defender la brecha. El hermano Estrus espera un mensaje del capitán Vanem de la cuarta. Pero tú pareces… distraído, hermano.
—El Caos ha retorcido tanto a estos rebeldes que nos acusan de herejía a nosotros, de ser servidores de la Oscuridad. —Algo se acercaba. El pensamiento se inmiscuyó de modo brusco.
—También yo he oído esas blasfemias. —Aeorum se encogió de hombros—. Pero debemos mantenernos firmes y no dejar que nos desvíen.
Cerca. La voz de Aeorum se desvaneció cuando Levi sintió una presencia enorme que asomaba. Se esforzó por identificarla; era el clamor de mentes humanas allende la elevación cercana a las murallas de la ciudad. Abrió un canal en el comunicador de su casco.
—Hermano capitán, vamos a sufrir un ataque; seiscientos pasos hacia el noroeste. Una fuerza numerosa; repito, una fuerza numerosa.
—Recibido, hermano.
El resto de la réplica del capitán Estrus fue ahogada por una atronadora andanada de disparos de bólter cuando los cónsules negros abrieron fuego contra la hirviente masa de rebeldes que aparecían sobre la elevación. Aeorum fue a unirse a la primera escuadra y comenzó a disparar con mortal precisión a medida que se acercaba a los atacantes. Cuando el estandarte avanzó entre los cónsules negros, desde sus filas se alzó un tremendo rugido. Levi, tras encender su espada sierra, comenzó a seguirlos. El aire se cargó repentinamente de capas de electricidad, y los visores del casco de Levi se oscurecieron al instante. ¡Teletransportación! Descargas de energía pura crepitaron sin control cuando una nueva presencia se materializó entre los rebeldes.
A Levi le pareció que en Suracto se había abierto un portal que conducía a sus peores pesadillas. Una escuadra de marines espaciales se había materializado en medio de las fuerzas rebeldes, pero darles ese nombre habría constituido una blasfemia. Su arcaica armadura lucía toda clase de adornos horripilantes y mórbidos, nacidos de imaginaciones contaminadas por el Caos y de impulsos depravados: cinturones hechos con calaveras rodeaban la cintura de uno; un cráneo en estado de putrefacción y con cabello largo adornaba el casco de otro; la mayoría de las hombreras tenían incrustadas púas afiladísimas. Pero en cada uno de los trajes de las ancestrales armaduras había un símbolo común: la detestable hidra de muchas cabezas de la Legión Alpha. Era todavía peor de lo que había sospechado el inquisidor. Los rebeldes estaban bajo el dominio de aquellos repugnantes guerreros de Tzeentch.
Levi y sus hermanos, los cónsules negros, captaron todo eso con una mirada antes de volver sus armas contra los recién llegados, y una mortal lluvia de minimisiles cayó sobre los legionarios; sin embargo, aunque los humanos que los rodeaban fueron hechos pedazos, sólo dos marines espaciales del Caos cayeron antes de abrir fuego con sus propias armas. La cresta de la elevación se consumió en un salvajismo primitivo cuando los cónsules negros descargaron la furia largamente reprimida contra las retorcidas representaciones de los guerreros del Emperador que tenían delante.
Levi se abrió camino con la espada sierra hacia la escuadra de la Legión Alpha, mientras un odio frío le recorría las venas. Apenas les dedicaba un segundo pensamiento a los rebeldes que enviaba a la misericordia del Emperador…, hasta que la lenta, terrible comprensión, se abrió paso hasta el interior de su mente. Los rebeldes estaban dejando de atacar a los cónsules negros y también apuntaban a los legionarios con sus armas. Al cabo de poco, cónsules negros y rebeldes por igual luchaban contra un enemigo común: la Legión Alpha. Levi intentó hacer caso omiso de su confusión mientras luchaba para abrirse paso hasta el centro de la refriega, pero de repente la lucha cesó. Sólo quedaban en pie los rebeldes y los cónsules negros.
Estrus se erguía en medio de la carnicería con un legionario agonizante a sus pies. El peto del repulsivo guerrero se había desgarrado y, abierto, dejaba a la vista una enredada confusión de carne chamuscada y maquinaria rota. Sus manos se movían espasmódicamente, y Estrus apuntó con calma a la cabeza acorazada con su pistola bólter. En el momento de sonar el disparo, Levi llegaba junto a su capitán. Contempló los horribles restos de la cabeza del legionario, destrozada por el minimisil.
—Capitán, nos han engañado. —Levi miró a su alrededor y vio los rostros demacrados y cetrinos de los rebeldes, y a los cónsules negros, que ya comenzaban a rodear a las harapientas bandas cuya furia se había consumido. Los ásperos ruidos de batalla sonaban al otro lado de las murallas de la ciudad—. Hermano capitán, los prisioneros rebeldes…
—Le he oído, bibliotecario —declaró Estrus al mismo tiempo que alzaba una mano—. Y lo entiendo. Sin nosotros saberlo, nos han convertido en peones de un juego oscuro e inquietante. Debo enviar una señal a la cuarta. Me temo que las fuerzas del gobernador Koln sean un peligro mucho mayor que las de los rebeldes. —Llamó con un gesto a un marine espacial que estaba cerca—. Hermano sargento, deme un informe de bajas y busque a un representante de los rebeldes con quien pueda hablar.
* * *
—¡Esto es traición!
Levi y Estrus se volvieron para ver al administrador Niall que avanzaba a grandes zancadas hacia ellos. El administrador sacudió una mano hacia las pasmadas fuerzas rebeldes.
—Deben ser ejecutados, cada hombre y cada mujer. Ya oyó lo que dijo el inquisidor. —La voz se le quebró debido a que chillaba las palabras.
La cabeza de Estrus, cubierta por el casco, se había vuelto con suavidad hacia el administrador.
—¿Ha visto por usted mismo lo que acaba de suceder aquí, administrador Niall? —Niall vaciló y luego asintió brevemente con la cabeza—. En ese caso sabe que el azote del Caos está en su planeta…
—Pero ¿es que no puede ver lo que está sucediendo? —lo interrumpió Niall, exasperado—. Los rebeldes han conspirado con la Legión Alpha…
—Pero esa escoria del Caos luchaba contra rebeldes y marines por igual —lo interrumpió Levi.
—Sí, a eso me refiero; yo… —Se pasó una mano por la cara. «De algún modo —pensó Levi—, parece haber envejecido de pronto».
—Ya conoce el Codex, marine espacial —dijo Niall—. A todos aquellos que se alzan del lado del Caos debe enseñárseles la misericordia del Emperador.
—A todos aquellos que se alzan del lado del Caos debe dárseles la oportunidad de buscar la luz del Emperador o recibir la justa y rápida misericordia de aquellos que llevan a cabo Su obra. Eso dice el Codex. —Dicho esto, Levi se acercó más al administrador, que, visiblemente conmocionado, retrocedió unos pasos—. Administrador, ¿cómo es que usted tiene conocimientos acerca de nuestro libro sagrado?
—Es sólo algo que he oído… —Niall retrocedió aún más, y la voz le falló—. Su deber está claro. Ustedes, ustedes deben… —El lado izquierdo de la cabeza de Niall estalló hacia afuera en una lluvia de sangre y tejidos.
El rebelde enfundó la pistola automática y escupió sobre el cuerpo del administrador, que aún sufría espasmos.
—Yo soy Mitago —dijo, con los ojos hundidos ardiendo en su semblante ceniciento y sin afeitar—. Soy el jefe de este destacamento de mi pueblo. Ya he oído suficientes mentiras y enredos de esta alimaña servidora del Caos.
Mientras el jefe de los rebeldes avanzaba para continuar hablando con Estrus, Levi bajó los ojos hacia el cadáver del administrador Niall y meditó sobre otro versículo del Codex: «La justicia precipitada e irreflexiva en nada te beneficia. Sólo provocará desdicha y las lágrimas de los injustamente tratados». Luego se marchó en busca de Aeorum.
* * *
Cuando la tercera compañía se aproximó a las murallas de la ciudad, una determinación severa y fría se había apoderado de los cónsules negros. La cuarta escuadra se había perdido, y de la sexta, quedaban sólo dos hombres. Las bajas pesaban enormemente sobre los hermanos cónsules supervivientes. Mitago, cuyos hombres cubrían entonces la retaguardia detrás de los Rhinos de la compañía, les había revelado la impensable verdad.
—Ya hemos aguantado bastante —le explicó a Estrus—. Lo único que sucedió es que Koln nos pidió demasiado. Trabajábamos duro, llenos de alegre amor por el Emperador; pero Koln daba discursos para exigir más y nos decía que el Imperio se enfadaría si no aumentábamos el diezmo planetario.
Luego, explicó, comenzaron las purgas. Desaparecían ciudadanos leales mientras los jueces de Koln aterrorizaban al planeta.
Los delincuentes eran ejecutados por cualquier delito, a veces el mero capricho de un juez. Se hallaban «herejías» por todas partes; los herejes eran arrancados de cualquier casa.
—Y nosotros sabíamos que eso estaba mal —continuó Mitago—. La ley del Emperador es dura, pero su dureza es justa. En Suracto no quedaba nada de justicia, y en nuestro corazón sabíamos que Koln no estaba ejecutando la obra del Emperador. Eso no nos dejó otra alternativa. —Señaló a los legionarios muertos—. No sabíamos que la mancha de su alma fuese tan abominable.
Las palabras de Mitago habían dejado tan pasmados a los cónsules negros que lo escuchaban que los redujo al silencio. Cada uno conocía la trascendencia de todo aquello, pero Levi sabía que cada marine espacial sería fiel a su entrenamiento y las órdenes que le dieran: no habría pesares, ni acusaciones ni culpabilidades. Ellos no habían hecho otra cosa que obedecer al Codex, por mal conducidos que hubiesen estado. Con su habitual disciplina y autocontrol, desplazarían su atención al verdadero enemigo, y el sagrado libro los guiaría con paso seguro por la senda de la probidad.
Todos los pensamientos de ese tipo se desvanecieron con rapidez cuando la tercera compañía se aproximó a la ciudad de Thuram. La segunda había perdido más de treinta hombres, y sus vehículos blindados habían recibido quemaduras de la artillería rebelde antes de que sus Whirlwind eliminaran la amenaza. Ambos capitanes habían acordado que la segunda debía permanecer donde estaba para proteger la ciudad de cualquier amenaza del exterior.
Levi se había unido a Aeorum y a la primera escuadra cuando éstos atravesaban un campo de escombros que señalaba el lugar donde se había alzado la muralla de la ciudad. Los meses de lucha habían convertido en mellados esqueletos calcinados las bellas construcciones urbanas. Centenares de cuerpos yacían dispersos, ennegrecidos, ensangrentados y olvidados por las calles llenas de cráteres.
—Han hecho su propio bonito infierno aquí —murmuró Aeorum mientras avanzaban por la avenida central de Thuram, el fondo del valle de un cañón de cemento volado en pedazos que se extendía en línea ascendente hasta una plateada línea de horizonte situada a aproximadamente un kilómetro y medio más arriba.
Levi se limitó a asentir en silencio mientras escuchaba el torrente de informes entrantes. Las cosas cambiaban de modo espectacular a cada minuto que pasaba. El capitán Estrus le había enviado un mensaje al capitán Vanem de la cuarta compañía, y éste se había esforzado para ponerse en contacto con los jefes rebeldes. A su vez, éstos habían hablado con Vanem y habían recibido con alegría el nuevo entendimiento entre ambas fuerzas…, aunque no había sucedido lo mismo con las hasta entonces leales fuerzas opuestas a la rebelión. En cuanto se enteraron de lo que sucedía, se habían vuelto contra la cuarta compañía.
Mientras Levi escuchaba con calma todos los acontecimientos, se dio cuenta de que no había visto al inquisidor Parax desde el interrogatorio de los prisioneros. El excesivo celo fanático de Parax significaba que él había tomado parte en las maquinaciones de los de Tzeentch que los habían enredado a todos ellos. De no haber sido por el Sello de la Inquisición, Levi habría sospechado que había un motivo más oscuro que explicaba los actos de Parax; que el Sagrado Trono le perdonara ese pensamiento…
Aquella cadena de pensamientos de Levi se interrumpió cuando se aproximaron a una escena de horrible carnicería. Centenares de rebeldes y de fuerzas leales de Suracto habían chocado en una extensa escaramuza callejera; la cuarta compañía, presencia incómoda entre ambos bandos, luchaba estoicamente contra los suractanos de uniforme rojo, aunque estorbada por el enloquecido celo de los rebeldes. Rebeldes desarmados saltaban por encima de sus camaradas muertos para desgarrar el rostro de los soldados con las manos desnudas.
—¡Que el Codex nos proteja! —gritó Estrus—. ¡Aquí hay que restablecer un poco de orden! —bramó algunas órdenes y sus escuadras entraron en acción de manera ordenada.
La primera y la segunda se separaron para atacar a un destacamento de soldados de Suracto armados con rifles automáticos. Docenas de uniformados de rojo fueron segados cuando los bólters de los cónsules causaron numerosas bajas. Levi derribó a dos hombres con un solo tajo de su espada sierra, mientras, en torno de él, sus compañeros cónsules negros luchaban con espíritu renovado y vigoroso. Aquello era más que una batalla; era un ajuste de cuentas.
—¡Bibliotecario, retroceden!
Al oír el grito de Aeorum, Levi miró por encima del hombro y vio que varias docenas de suractanos huían.
—¡Segunda escuadra, quédense aquí! —ordenó Levi—. ¡Primera escuadra, portaestandarte, conmigo!
La primera escuadra salió en persecución de los fugitivos. Una forma oscura apareció ante su ojo mental. La visión desapareció, pero para Levi su significado era muy claro.
—Primera escuadra, aminoren el paso. Debemos estar alerta.
Los cónsules, obedientes, enlentecieron el avance, y los suractanos continuaron retrocediendo hasta desaparecer de la vista. Mientras caminaba por las calles a la luz del crepúsculo, Levi advirtió un cambio en la arquitectura que los rodeaba. Se volvió a mirar al sargento.
—Hermano, ¿dónde estamos?
Esperó unos instantes mientras el sargento buscaba la información solicitada.
—En el complejo palaciego del gobernador Koln, hermano bibliotecario.
—En ese caso, nuestro propósito aquí es otro —dijo Levi—. ¡Escuadra, alto!
Aeorum se le acercó.
—Hemos perdido a los leales. ¿Qué plan tienes, hermano?
Levi no respondió, sino que inclinó la cabeza, extendió su mente al exterior y la dirigió hacia los oscuros edificios que se alzaban más allá. Una oscura presencia cancerosa permanecía en el lugar. No se habían marchado.
—La Legión Alpha sigue aquí.
Un murmullo recorrió a los marines espaciales cuando oyeron las palabras del bibliotecario, y las manos se cerraron instintivamente con más fuerza sobre las armas. Levi se concentró en la presencia y determinó la dirección.
—Por aquí, hermanos míos.
Los cónsules se encaminaron en silencio, excepto por el girar de los servomotores y el eco de sus pasos, hacia el laberinto de pasillos que discurrían por el interior del palacio de Koln, dejándose guiar por los poderes psíquicos de Levi. Éste sintió que una gélida furia crecía dentro de su ser, la furia que había experimentado al ver a los legionarios. Luchó para controlar sus sentimientos, aunque sabía que sus hermanos cónsules estarían sintiendo lo mismo. Percibía que la presencia del Caos estaba en ese momento más cercana: nada, entonces, debía socavar su decisión.
—¡Bibliotecario! Llega a tiempo.
Les hizo a sus hermanos marines una señal para que bajaran las armas cuando el inquisidor Parax salió de las sombras acompañado por su omnipresente séquito.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Levi, incómodo por no haber percibido la presencia del inquisidor.
—Me temo que la Legión Alpha ha tomado al gobernador Koln como rehén.
—¿Rehén? —inquirió Levi—. Pero si el propio Koln es un servidor del Caos.
—No es así, bibliotecario…
—Hermano bibliotecario, un transbordador ha encendido los motores. —El sargento comprobó los escáneres—. ¡A seiscientos metros al noreste!
Levi miró sus propias lecturas.
—Lo tengo. Primera escuadra, portaestandarte, conmigo. Inquisidor, nos impide usted el paso.
Parax asintió lentamente con la cabeza y permitió que los cónsules negros pasaran. Los marines espaciales echaron a correr, y sus pies acorazados golpeaban con estruendo el suelo al luchar por cubrir a tiempo aquella distancia. Levi volvió a comprobar sus escáneres: «Transbordador preparándose para despegar a veinte metros y acercándose».
Los túneles desembocaron sobre una pista de aterrizaje. El agudo zumbido de los motores del transbordador, que llevaba el estandarte de Suracto, llenaba la cavernosa estancia. Al pie de la rampa de entrada del transbordador, una figura ataviada con capa roja discutía vehementemente con los dos legionarios que se encumbraban sobre ella. Cuando Levi apuntó con el bólter, uno de los legionarios alzó una mano y apoyó una pistola grande contra la cabeza del humano. La pistola de plasma disparó, y el humano fue desgarrado por una resplandeciente bola de llamas hipercalientes.
Pareció que el legionario miraba a los cónsules negros durante un tiempo infinito.
«Has fracasado, cónsul».
Levi oyó las palabras con claridad por encima del clamor de los disparos de la escuadra. Aeorum había cubierto la mitad de la distancia que separaba la entrada del transbordador, pero los legionarios se volvieron y huyeron rampa arriba cuando el transbordador ya se elevaba con los motores forzados al máximo.
—¡Al suelo!
El hombro de Levi golpeó al portaestandarte para derribarlo, y lo sujetó allí mientras una corriente de plasma candente de los motores del transbordador incineraba el aire donde Aeorum había estado un segundo antes. Los visores de los cascos se oscurecieron cuando la pista de aterrizaje quedó bañada por una luz brillante. Con un trueno monstruoso, el transbordador despegó. Levi se puso de pie.
—Hermano sargento, póngase en contacto con la nave del Capítulo. ¡Ese transbordador debe ser interceptado! —Miró la débil silueta humana quemada sobre la pista de aterrizaje, y en ese momento apareció Parax. La incomodidad física de Levi estaba llegando al nivel del dolor—. ¿El gobernador Koln? —le preguntó al inquisidor. El inquisidor asintió.
—Sí; otra víctima del engaño de Tzeentch. —Hizo una pausa mientras contemplaba la silueta del gobernador planetario—. Éste es un asunto grave, cónsul. Cuando la herejía llega a tales profundidades, debe quedar en manos de la Inquisición.
—Pero ¿y si esto ha sucedido en otros planetas, en otros sistemas? —preguntó Aeorum al mismo tiempo que se quitaba el casco—. El Codex nos obliga; debemos buscar y encontrar herejías semejantes.
—No podemos eliminarlos demasiado pronto —replicó Parax—. La justicia precipitada e irreflexiva en nada le beneficiará, cónsul.
—¿Demasiado…, demasiado pronto? —preguntó Levi, inquieto por el hecho de que el inquisidor hubiese citado precisamente ese versículo del Codex. Se concedió un momento para ordenar sus pensamientos y comprobar un informe. El transbordador había superado en velocidad a la nave de los cónsules y había saltado al espacio disforme desde el lado oscuro de Suracto—. ¿Tiene pruebas de otros complots como éste?
Parax le dirigió una mirada feroz.
—Como ya he dicho, bibliotecario, éste es un asunto de la Inquisición. Si se interpone en mi camino, no lo hará sin riesgo.
Parax giró sobre los talones y se alejó. Levi había comenzado a seguirlo cuando una mano acorazada se posó sobre su hombro, y al volverse el bibliotecario se encontró con Aeorum. Se quitó el casco y miró a sus compañeros cónsules negros que estaban comprobando y asegurando metódicamente la pista de despegue.
—Hermano Levi, hemos hecho todo lo posible; por ahora. —Aeorum señaló el último lugar de resistencia de Koln—. La verdad es que probablemente Koln fue engañado, como lo fuimos nosotros. Puede ser que haya llegado la hora de que dejes que la Inquisición haga lo que sabe hacer mejor. Nosotros hemos liberado Suracto, que ya es un premio bastante grande. Y el capitán Estrus querrá que le presentemos un informe completo. —Aeorum le dedicó una sonrisa desganada.
—El Codex nos dice que nos mantengamos vigilantes, que busquemos de manera activa todas las manifestaciones del Caos, dondequiera que puedan estar. Como codiciario de la Orden Imperial de los Cónsules Negros, es mi deber solemne. —Levi alzó los ojos hacia el estandarte que su hermano sujetaba con una mano—. No me siento del todo complacido con esta decisión, pero puede ser que tengas razón. Hemos hecho todo lo posible, por el momento.
Mientras se preparaba para enviarle un mensaje al capitán Estrus, el codiciario Levi recordó el versículo que había leído aquella mañana.
«Y aquellos dedicados a la obra del Emperador serán acosados por todas partes por los enemigos. Manteneos vigilantes, porque ellos están en cualquier lado y no deberíais confiar en nadie más que en vuestros hermanos de armas para llevar a cabo Su sagrada obra».
Levi le envió el mensaje al capitán.
* * *
Cuando la puerta del camarote que tenía a bordo de la nave de la Inquisición se cerró silenciosamente detrás de él, Parax comenzó a quitarse la armadura con gestos cansados. Esa vez había logrado por muy poco realizar la obra de su señor, aunque estaba habituado desde hacía mucho a la ardua naturaleza de su santa tarea. Pero si llegaba a saberse de un modo más generalizado hasta qué punto el Caos había impregnado Suracto… Suspiró mientras guardaba la armadura. Tal vez el Exterminatus habría sido su única opción.
Cogió su ropón. Por el momento, los cónsules negros habían desempeñado su papel y el orden se había restablecido. Los demás planetas del sistema estaban a salvo. Con gesto ausente se frotó el tatuaje de Tzeentch que llevaba en la parte interior del antebrazo. Aún no les había llegado su hora.