La garra del cuervo
LA GARRA DEL CUERVO
JONATHAN CURRAN
—Mi señor gobernador, veo sombras ante nosotros. Veo cuervos girando en el aire; pero allende las sombras sólo hay oscuridad. —El hombre estaba nervioso y se mostraba desconfiado.
—Entonces, ¿estamos en peligro, Rosarius? ¿Es que todos nuestros planes quedarán en nada? Mira otra vez. ¡Mira otra vez! —insistió su señor.
—Mi señor, yo…, yo no puedo decir… Espera, allí hay algo; la oscuridad está aclarándose… Veo fuego. No… Es una estrella que cae en la noche…, cae del cielo. ¿Qué significa? No, no, espera… Ha desaparecido, no puedo ver nada más.
—Entonces, inténtalo con más fuerza. No debemos fracasar. Aquí hay demasiadas cosas en juego. Tienes que protegerme hasta que esto haya acabado. Este lugar está lleno de traidores y no confío en nadie. Si alguien llega siquiera a tener un mal pensamiento sobre mí, quiero saberlo. Estamos apostando demasiado, y deseo estar seguro de que dará beneficios. Y no te preocupes, que cuando eso suceda, recordaré quiénes son mis leales servidores. Sigue mirando…; cuando la victoria esté cerca, debo saberlo.
El gobernador Torlin giró sobre los talones y avanzó a grandes zancadas hasta las ventanas. Era un hombre de estatura baja, pero sus andares resultaban impresionantes, casi fanfarrones. Se detuvo con ambas manos posadas suavemente sobre el alféizar y contempló la capital desde lo alto. A lo lejos, podía ver destellos de luz donde las tropas de defensa luchaban para retener el perímetro de la ciudad. El cristal de triple aislamiento ahogaba los sonidos, pero incluso desde esa distancia percibía distorsiones en su visión cuando las detonaciones de artillería hacían vibrar los cristales de plexiglass. No podía determinar si las explosiones se aproximaban, pero sabía que no podría pasar mucho tiempo antes de que las murallas fuesen rebasadas y la ciudad puesta de rodillas. Comenzó a acariciar las hileras de medallas prendidas al pecho de su vistoso uniforme, como hacía siempre que estaba sumido en sus pensamientos.
Rosarius, un hombre delgado y cetrino, ataviado con un ropón oscuro, mantenía la mirada clavada en su espalda. Sus ojos de color blanco lechoso, ciegos desde los tiempos pasados en el Adeptus Astra Telepática, contemplaban el vacío sin verlo. Podía oír la respiración del gobernador, percibir su suave olor a tensión y miedo, y sentir la actividad eléctrica de su cerebro. Casi podía decir qué aspecto tenía —tan bien conocía su aura—, pero hacía caso omiso de aquellas falsas pistas de la realidad para concentrarse, en cambio, en las imágenes que podía ver con su ojo interior. Desde mucho más allá de la ventana, le llegaba la desesperación de los guardias que defendían las murallas, percibía la determinación de los atacantes, su demente sed de batalla mientras se lanzaban contra los defensores. Extendió dedos de pensamiento en busca de un sendero que lo condujese al futuro, como tentáculos que serpenteaban hacia lo posible. Buscó pistas que le indicaran los resultados potenciales, el camino más fácil hacia la victoria, la conclusión de los planes trazados. Sacudió la cabeza con aire de frustración: dondequiera que mirase, sólo podía ver oscuridad y estrellas que caían del cielo.
A lo lejos, en lo más alto del cielo, un destello de luz, que apareció en medio de las detonaciones de colores naranja y rojo del plasma y los potentes explosivos, captó la atención del gobernador. Era luz solar reflejada en algo de metal que se movía a gran velocidad. Siguió al objeto en su descenso, hasta que desapareció de la vista; tras de sí dejó una fina estela de aire abrasado por sus escudos de entrada al rojo blanco.
* * *
La nave de desembarco cayó del cielo como un cometa en llamas. Dentro de la bodega, un centenar de hombres se esforzaban por mantenerse de pie, aferrados a los cables de acero que los sujetaban con fuerza contra la pared. La nave se tambaleó cuando los disparos antiaéreos estallaron como mortales flores anaranjadas a su alrededor, y los servomotores lucharon para mantener el vehículo equilibrado en medio del vendaval de explosiones y ondas expansivas.
—Altitud diez mil pies y contando. —La voz era metálica y áspera.
Vero permanecía inmóvil, con los pies separados y pegado contra la pared, mientras intentaba que su mente aminorase el ritmo y se calmara. En torno a él, los hombres gemían a causa de que el rápido descenso les hacía sangrar los oídos y confundía sus sentidos en un torbellino. Le dolía la cabeza y estaba mareado debido a los cambios de presión provocados por la caída. Reinaba la oscuridad, y un resplandor rojo sucio procedente de la sala de energía constituía la única luz. El calor era casi tropical y el aire estaba cargado de vapores sulfúreos procedentes de los motores mal regulados.
—Altitud cinco mil pies y contando.
Como un gigantesco puño, una explosión golpeó el revestimiento exterior de la nave y la hizo girar con violencia como un corcho en un remolino. Vero oyó que se partían huesos cuando los cuerpos se sacudían contra los cables que los sujetaban a las paredes. La mortecina luz roja parpadeó dos veces, y luego pareció estabilizarse.
—Altitud dos mil pies y…
La nave golpeó el accidentado terreno con un impacto que hizo que los amortiguadores neumáticos gimieran y jadearan como un anciano asmático. Vero se sintió como si estuviesen empujándole la columna vertebral hacia la parte superior del cráneo. Sus músculos reaccionaron automáticamente ante la repentina sensación de pesadez cuando la gravedad del planeta reemplazó de modo brusco la ingravidez de la caída libre.
Movió un brazo, y los cables que lo sujetaban contra la pared aumentaron automáticamente su resistencia alrededor de la muñeca para limitar sus movimientos; a causa del roce, la piel se quedó en carne viva donde los apretados cables de acero le penetraron en la carne. Le dolía el cuerpo por haber permanecido sentado e inmóvil mientras era lanzado de un lado a otro por el violento descenso de la nave.
Le parecía que habían transcurrido horas desde que había despertado; una eternidad pasada en las tinieblas, oyendo el ruido sordo de los motores. Dentro de su cabeza, el tiempo había perdido significado y nitidez; se sentía confuso y desorientado. Le pesaba la cabeza, que estaba llena de imágenes que aparecían de modo inesperado en la casi oscuridad. Su memoria se mostraba intranquila, ya que no recordaba haber sido capturado, y no se le ocurría ninguna otra razón por la que tuviese que estar atado de aquel modo. Luchó para recordar cómo había llegado hasta allí, encadenado dentro de una nave que se precipitaba hacia un lugar que sólo el Emperador debía conocer.
El primer recuerdo que tenía era que se había despertado confuso e incapaz de recordar siquiera cómo se llamaba; pero había visto una sola palabra tatuada en uno de sus antebrazos, Vero, y había supuesto que era su nombre. Entonces miró a su alrededor y vio hombres con tatuajes similares, y pensó que esa conjetura era correcta. Parecía que algunos se conocían y, al despertar, se saludaban con sonrisas tristes y sacudidas de cabeza. En algunas zonas de la bodega comenzó a oírse el rumor de conversaciones; no obstante, otras áreas permanecían en silencio. Había interrogado a un par de hombres, pero no sabían quién era él. No reconocía la indumentaria que llevaba —un indefinido traje militar color caqui—, e incluso su propio cuerpo tenía un aspecto extraño, desconocido. Las manos, de constitución ancha, presentaban cicatrices en los nudillos, pero sus piernas parecían fuertes y robustas debajo de la tela tosca; sin embargo, no las reconocía como propias.
La pared opuesta se abrió y una cruda luz blanca bañó a los hombres. Una sombra se proyectó ante la puerta, y apareció una silueta. El recién llegado, fornido y canoso, tenía rasgado el uniforme color marrón apagado de la Guardia Imperial, y una venda sucia le cubría la mayor parte de la cabeza. Pulsó un botón que había en la unidad de su cinturón, y las ligaduras de acero que sujetaban a los prisioneros contra la pared se aflojaron al mismo tiempo que se abrían las esposas y les permitían frotarse las extremidades para devolver la circulación a la normalidad. El hombre entró en la bodega y apuntó con su porra antidisturbios al cautivo más cercano, que yacía reclinado en el piso; aunque el cuerpo respondió con una sacudida cuando el electrodo le tocó el torso, el hombre no se levantó. Cualquiera que fuese la suerte que les aguardaba en aquel planeta, algunos, al menos, habían sido misericordiosamente salvados.
—¡Vamos, cerdos, moveos! ¡Fuera, fuera, fuera! —les gritó el fornido hombre con acento áspero.
Aparecieron otros guardias y blandieron armas contra los hombres. Con lentitud, comenzó a formarse una maltrecha fila. Vero luchó para levantarse, pese a que las entumecidas piernas le ardían, y se encontró al lado de un hombre enorme como un oso, con el torso desnudo y tatuajes fluorescentes que le brillaban en el cuello y los musculados brazos. Vero dio un traspié al aproximarse a la rampa de la nave, y el hombre lo cogió por un brazo e impidió que cayera a la vez que le sonreía, aunque la mayor parte de su boca quedaba escondida tras una barba muy poblada y de color pardo jengibre. Casi oculta por el vello de los brazos, Vero logró leer la palabra Whelan, y asintió con la cabeza para darle las gracias.
—Es por los sedantes que te han dado para el viaje —le murmuró Whelan con rapidez. Su voz era grave, casi un gruñido—. Hacen que pierdas un poco el equilibrio, y es probable que sean la causa de que no recordemos nada. Créeme, ya lo he visto antes. Ahora no puedes acordarte de nada, pero más tarde recuperarás la memoria.
Vero no tuvo tiempo para preguntar dónde Whelan había visto antes aquello. Parecía que el hombretón sabía mucho más que Vero sobre lo que estaba sucediendo.
La suave luz se hizo mucho más brillante, y Vero tuvo que protegerse los ojos. Se dio cuenta de que sólo era una débil luz solar, pero a él le pareció muy potente después de pasar tanto tiempo encerrado en la oscuridad de la bodega. El cielo era de un tono gris acuoso y caía una llovizna fina que empapó en poco tiempo el espeso cabello de Vero. Por un momento reinó la quietud. Soplaba una brisa leve que le pareció el aliento del paraíso. Vero se desperezó y flexionó los músculos donde las crueles ligaduras le habían herido la carne. Dio un respingo cuando las lesiones en carne viva volvieron a abrirse, heridas lívidas sobre su piel olivácea. A despecho de la inactividad del viaje, continuaba sintiéndose fuerte y en forma. Detrás de él, la nave de desembarco reposaba sobre el suelo accidentado como un gran escarabajo negro; se encumbraba sobre las personas que se encontraban junto a ella y su caparazón blindado las cobijaba de la lluvia. Luego, volvió a comenzar el bombardeo.
Todos los hombres salieron corriendo del amparo que les proporcionaba la nave de desembarco, mientras el impacto de los proyectiles ahogaba el sonido de sus pasos. Vero se sentía como si estuviese corriendo en el vacío; apenas se notaba las piernas entumecidas a causa del viaje y tenía los oídos ensordecidos debido al estruendo de las bombas que caían. Los guardias los condujeron hacia un edificio bajo, construido con cemento tosco. Vero, Whelan y el resto de los prisioneros se detuvieron delante mientras movían los pies para intentar el restablecimiento de la circulación.
—Whelan —comenzó Vero al mismo tiempo que recorría con la mirada el abigarrado surtido de soldados—, ¿en qué infierno estamos? ¿Y qué estoy haciendo yo aquí? ¿Me conoces?
El corpulento hombre miró con atención el tatuaje que había en el antebrazo de Vero.
—Vero, ¿no? Bueno, yo no te conozco, pero tú has respondido a tu propia pregunta. —Su expresión era ceñuda—. Estamos en el infierno. No importa en qué planeta nos encontremos; lo único que necesitas saber es que formas parte del XIV Batallón Penal de Esine, «el XIV Sagrado», como nos llaman, aunque sólo el Emperador sabe por qué. ¿Me estás diciendo que de verdad no recuerdas nada en absoluto? ¿Ni siquiera recuerdas cómo fuiste a parar a la nave penal?
Vero sacudió la cabeza. Otros dos hombres avanzaron hasta donde ellos estaban hablando. Whelan sonrió, y la sonrisa con dientes de menos dividió en dos su rostro de poblada barba.
—¡Vaya, mira a quiénes tenemos aquí! ¿De debajo de qué miserable roca os habéis arrastrado? No os vi en la nave cuando me despertaron cruelmente de mi primer sueño. —Whelan saludó a los recién llegados golpeando sus nudillos con los de ellos.
»Vero —continuó Whelan, que no dejaba de sonreír—, quiero presentarte a un par de los sacos de estiércol más estúpidos que hay por aquí. Éste es Oban. En sus tiempos lo condenaron por atacar a un oficial superior; traición de segundo grado, herejía… ¡Ah! —añadió ante el entrecejo fruncido de Oban—, digamos que herejía reformada… Este tipo ahora se ha enderezado; es un catequista consumado.
—Así es —afirmó Oban al mismo tiempo que asentía con un firme movimiento de cabeza.
Era un hombre de rasgos angulosos, cuya nariz partida parecía casi tan grande como su rostro. Oban tendió el puño cerrado hacia Vero y lo mantuvo a la altura del pecho. Pasado un segundo, Vero golpeó los nudillos del hombre con los suyos propios. Oban sonrió, y dio la impresión de que iba a decir algo, pero Whelan lo interrumpió.
—Oban y yo somos los más antiguos aquí. ¿Cuántos viajes hemos hecho ya, Oban? Creo que seis en total, contando éste.
—Digamos que cinco, Whelan —lo contradijo Oban tras inspirar—. Serán seis cuando hayamos salido, de una pieza, de este cuenco de polvo; si el Emperador quiere.
—Y éste es Creid. —Whelan señaló al segundo hombre, un personaje alto, delgado y patilargo, vestido con un gastado uniforme de campaña, que sonrió a Vero desde detrás de unas maltrechas gafas—. Ni siquiera sé por dónde empezar, con este tipo. Nombra el delito que quieras, que él lo ha cometido. La ley de probabilidades dice que debería estar muerto por el número de viajes que ha tenido que hacer. Pero supongo que hay gente que nace con suerte, ¿eh, Creid?
—Tú lo has dicho, hermano. —Creid se alzó las gafas hasta la frente y miró a Vero con los párpados entrecerrados. A Creid le faltaba el ojo derecho, y en la cuenca brillaba un tosco bioimplante. Reparó en la expresión algo sobresaltada de Vero, pero no pareció ofenderse por eso—. Algún contrabandista loco me arrancó el ojo durante la batalla de Sonitan VI, un disparo perdido —explicó Creid—·. Los médicos me dijeron que había tenido suerte de que no hubiese sido toda la cabeza la que saliera volando. Pero me remendaron bien; dijeron que era la recompensa debida por la valentía que había mostrado. —Sacudió la cabeza al recordar aquello.
—¡Silencio!
De pronto, se abrió un pasillo entre el grupo de hombres para que pudiera avanzar el que había hablado. Se pavoneó entre ellos mientras una voluminosa pistola de plasma le golpeaba el magro muslo al caminar. Se hizo el silencio entre los hombres, que se volvieron a mirarlo.
—Soy el comandante Bartok, y aquí tengo el rango de oficial superior. Seré vuestro comandante en esta pequeña gresca.
El oficial era joven —posiblemente tenía menos de veinte años—; era probable que aquél fuese su primer destino de mando. A pesar de sus palabras duras y el cuidadoso pavoneo de su andar, parecía inexperto y nervioso. Era alto y delgado, casi como un adolescente. Un pulcro cabello color arena le caía con elegancia sobre la ancha frente.
Whelan masculló entre dientes algo así como «¡malditos bisoños!», y Vero supo con total exactitud qué estaba pensando.
—Muy bien, vosotros, éste es el final de vuestro viaje —continuó Bartok, cuya voz, claramente, no estaba habituada a hablar en alto—. Dónde estáis carece de importancia, pero os diré por qué estáis aquí. Este puesto imperial avanzado es objeto de un ataque, y todavía esperamos a que lleguen los refuerzos. Entretanto, el Imperio ha creído conveniente enviaros a vosotros para ayudarnos, y al mismo tiempo vaciar su nave prisión. —Mientras hablaba se acariciaba la insignia de oficial, como para tranquilizarse respecto a su autoridad sobre aquellos hombres—. Hablaré sin rodeos. No me gustan los batallones penales. Por lo que a mí respecta, sois todos escoria; pero en este caso no tengo alternativa. Estáis aquí y vais a luchar.
Vero miró a su alrededor. Había más hombres de los que podía contar con facilidad; muchos de ellos eran prisioneros como él, pero había un número aún mayor de guardias imperiales vestidos con uniformes grises que lucían el símbolo del guante púrpura en los brazaletes que les rodeaban los brazos. Un guante color púrpura… para Vero no significaba nada; no tenía ni idea de cuál era el planeta en que se encontraba, así que mucho menos sabía con qué unidades debía luchar. El oficial continuó.
—¡Escuchad! Nuestra misión es defender el perímetro, y no penséis siquiera en escapar porque no hay adonde ir. Si el enemigo os atrapa, os matará…, y si os atrapo yo, desearéis que os hubieran matado ellos. El psíquico del propio gobernador ha previsto la victoria para nosotros, y es el mejor telépata de este sistema; no se le escapa absolutamente nada, así que no tenemos de qué preocuparnos.
Entre el grupo pasaron hombres para distribuir rifles láser y cuchillos de combate. Vero miró las armas que le habían entregado e hizo girar las extrañas formas entre las manos. El metal y el plástico del rifle láser tenían un tacto extraño, pero cuando cogió la culata, sus manos se deslizaron a la posición que les correspondía, al parecer por propia voluntad, y su dedo acarició el gatillo. De alguna forma, la sensación era correcta. Vero hizo rotar su cuerpo con lentitud sobre las puntas de los pies, hasta que se sintió completamente cómodo con el arma en las manos. Comprobó lo que, de algún modo, sabía que era el medidor de energía, y quitó y volvió a poner el dispositivo de seguridad al mismo tiempo que tomaba nota de todo. Whelan lo miró con curiosidad.
—¿Ya has usado antes uno de éstos? —preguntó.
—No lo sé… Creo que no.
—Pues, al parecer, sabes lo que debes hacer —respondió el otro con un encogimiento de hombros.
Vero se miró las manos. Sintió que los músculos se le tensaban, y al mirarse el puño vio que los tendones se estiraban y endurecían. Los nudillos, cuando se los tocó, estaban duros como el acero, y percibió una ola de adrenalina que recorría su interior a la vez que la fuerza inundaba su cuerpo. Unos pensamientos extraños colmaron su mente: corredores de mármol, cielos cuajados de estrellas, un zumbido bajo de maquinaria. Se quedó totalmente quieto en un intento de comprender aquellos pensamientos, pero se alejaron de él, oscuros como alas de cuervo.
—¡Bueno, banda de desgraciados, cargad y amartillad, y vayamos a buscar un poco de acción! —Bartok estaba chillando—. Vosotros cuatro —concluyó en tanto señalaba al pequeño grupo de Whelan—, vendréis conmigo. Tú —le dijo a Oban—, estás a cargo de las comunicaciones. ¡En marcha!
Uno de los guardias imperiales le entregó a Oban una unidad de comunicación, y él se la cargó a la espalda sin protestar. Whelan se rascó la barba con aire pensativo, y miró a Vero.
—Vamos, será mejor que movamos el culo, o nos meterán un minimisil en la nuca por falta de celo. Calculo que ese crío que nos manda está deseando disparar contra alguien, y si estamos en medio tenemos tantas probabilidades como cualquiera de recibir el disparo. Esta clase de gente es famosa por cargarse a los de su propio bando tan a menudo como a los enemigos. No te separes de nosotros. Como ya te he dicho, ésta es la sexta misión penal en que participo. Hasta el momento he sobrevivido, e incluso en una ocasión recibí un encomio por valor. Quédate cerca de mí y saldrás sin problemas de ésta.
Vero no se sentía demasiado seguro, pero, al menos, el tacto del arma en las manos resultaba tranquilizador. Partieron tras Bartok y pasaron a paso ligero junto a los demás prisioneros de la nave de desembarco, en dirección hacia donde los sonidos de batalla eran más potentes.
* * *
—Rosarius, estúpido, ¿eres un telépata o no lo eres? ¿Me has servido tan fielmente durante tanto tiempo para que se desvanezcan tus poderes ahora, cuando más los necesito? ¡¿De qué sirven las imágenes de sombras cuando lo que preciso son hechos?! —La voz de Torlin no podía ocultar la furiosa cólera que lo dominaba. Le dio un manotazo a una pila de papeles que había sobre su enorme escritorio, y las hojas salieron revoloteando por toda la estancia.
—Mi señor, por un segundo vi algo, pero luego desapareció. Esa oscuridad me inquieta más de lo que soy capaz de expresar. Vi otra vez al cuervo, luego estrellas, salones de mármol, y ahora nada. Estoy tan ciego en el éter como lo estoy en tu mundo.
—Rosarius, estúpido, no hay nada que ver porque mi victoria está asegurada. Ahora no me hace falta que empieces a ponerte nervioso. Eres un viejo; tal vez deberías dejarme a mí las predicciones de guerra. Continuaremos.
—Mi señor, te lo ruego…
* * *
La unidad de Vero llegó a las defensas del perímetro y se encontró en medio de una feroz lluvia de disparos. Centenares de hombres se hallaban apiñados tras almenas improvisadas, hechas de cemento, y bajo el techo de los búnkeres. Detrás de esas posiciones, Vero vio un mar de escombros; las semanas de bombardeo habían destrozado la periferia de la ciudad. El aire zumbaba con disparos de láser y rugía con el sonido de las armas pesadas. El ruido de la batalla bramaba en sus oídos. Se sentía fuerte.
Por primera vez pudo ver de cerca al enemigo, y por lo que distinguió se trataba de seres humanos como él; considerando el número de muertos que había a ese lado de la muralla, iban bien armados. Cuando tomaban posiciones, un hombre al que no conocía y que se encontraba de pie junto a Oban fue derribado por un disparo de cañón automático del enemigo. En un momento estaba disparando a lo lejos, y al siguiente se oyó un rugido y los cubrieron jirones de carne de aquel hombre. Vero se limpió la cara al mismo tiempo que percibía en la lengua el sabor metálico de la sangre, y luego siguió el ejemplo de Whelan y se lanzó al suelo tras las murallas almenadas, desde donde ambos se pusieron a disparar hacia el otro lado de las ruinas.
Allende aquel paisaje de pesadilla, Vero podía ver centenares de cuerpos esparcidos y mutilados, cuyas extremidades habían sido cercenadas por disparos láser, o que estaban destrozados por la implacable artillería. El suelo se estremecía cada vez que caía una bomba, y daba la impresión de que los cadáveres danzaban sobre la tierra, agitando brazos y piernas al ritmo de las detonaciones.
Las piedras que estaban delante de ellos se sacudieron y, al bajar la mirada, Vero vio unos dedos enguantados que se aferraban a la piedra del parapeto que tenía ante sí. Antes de que pudiese reaccionar, el hombre más enorme que había visto en toda su vida saltó por encima de la muralla. Cubierto de pies a cabeza por una armadura de batalla de color gris apagado, blandió una enorme hacha sierra hacia la desprotegida cabeza de Vero; éste oyó el restallido de los dientes del hacha hendiendo el aire en dirección a él. Actuando por puro instinto, saltó hacia atrás y a un lado para poner distancia entre su persona y el atacante. El hacha erró la cabeza de Vero, pero la girante hoja destrozó el cañón del rifle láser y las esquirlas de metal caliente volaron en todas direcciones. Una golpeó la frente de Vero y la sangre que manó de la herida se le metió en un ojo y lo cegó. Vero soltó el arma inutilizada y sacó el cuchillo de combate de la vaina de la bota. Cayó en postura acuclillada y equilibró el peso sobre las puntas de los pies; en algún rincón del interior de su mente, Vero descubrió que estaba observándose a sí mismo con una mezcla de admiración y alarma.
Al mismo tiempo que intentaba concentrarse, se agachó para esquivar el siguiente ataque y se lanzó hacia el enemigo por dentro del arco descrito por el hacha sierra. Llegó a percibir el hedor a sudor y sangre del otro, pero en el momento en que el atacante retrocedía con paso inseguro, Vero impulsó la punta de acero del cuchillo hacia el pecho del hombre y empujó con fuerza, astillando costillas y hendiendo músculos.
Al clavar la templada hoja en las profundidades del pecho del hombre, Vero sintió que algo se apoderaba de él. Un espíritu salvaje lo poseyó, y retorció la hoja del cuchillo a la vez que sentía cómo destrozaba los tejidos blandos; a continuación, alzó una rodilla para darse impulso y separarse del cuerpo que caía en tanto arrancaba el cuchillo. El hombre, tras proferir un grito entrecortado, murió ante él sobre el accidentado suelo, y sus ojos fijos y dementes se enturbiaron mientras la sangre escapaba a borbotones por la herida de la destrozada caja torácica.
Vero retrocedió dando traspiés mientras las sensaciones lo inundaban. Ni siquiera recordaba haber aprendido a usar un cuchillo de combate, y sin embargo en el preciso momento en que aquel hombre enloquecido le saltó encima, había sentido que algo se apoderaba de él, algún instinto, algún entrenamiento olvidado que le había permitido sacar el cuchillo de la bota, hacerlo girar en la mano y clavarlo de modo letal en el pecho de su oponente.
Abrió la boca y profirió un gutural alarido de triunfo, y entonces sintió que un repentino destello de memoria le iluminaba la mente. Luchó para retenerlo, pero se le escapó como una anguila de pantano, resbalando de la presa de su voluntad consciente y dejándolo tan ignorante como antes. Sin embargo, por un momento había visto la imagen de estrellas que ardían tras una enorme ventana de cristal, había oído el sonido de pies que susurraban sobre piedra pulida y había percibido un olor como…, como de algo que no lograba determinar. Luego se evaporó la imagen y el momento pasó.
Captó un movimiento a su izquierda y rotó sobre sí mientras recogía con rapidez el hacha sierra de su atacante. Un soldado había saltado por encima del parapeto; sujetaba un cuchillo entre los dientes rotos al mismo tiempo que se valía de una mano para izarse y pasar sobre la muralla de cemento. Con la otra mano agitaba una gastada pistola bólter. El hombre estaba cubierto de cicatrices y tenía el pelo erizado en penachos por toda la cabeza. Se miraron el uno al otro durante menos de un segundo…, y luego Vero apretó la palanca del asa del hacha sierra y ésta despertó a la vida. Se lanzó al ataque, y se oyó un alarido ensordecedor cuando su oponente cayó boqueando sobre fango con un brazo cercenado a la altura del hombro.
De pronto, como obedeciendo a una señal, las murallas que tenían delante fueron escaladas por decenas de guerreros, que pasaron en masa por encima del parapeto. Conmocionado, Vero saltó atrás y miró a su alrededor en busca de sus compañeros. Vio que Whelan disparaba una abrasadora cortina de fuego láser, mientras Creid y Oban arrojaban las granadas de fragmentación que les lanzaba el comandante Bartok desde el pie de la muralla, formando así una cadena humana de destrucción.
Luego Vero se encontró luchando por su vida, abrumado por los atacantes y arrastrado por la presión de cuerpos enemigos. Perdió de vista a sus camaradas durante unos momentos mientras blandía el hacha sierra robada en girante forma de ocho y se la arrojaba al enemigo más cercano, al que le partió la cabeza en dos. Después cogió la pistola láser de un guardia muerto, comprobó con rapidez la célula de energía y despejó un poco de espacio para moverse.
—¿Dónde está Bartok? —gritó por encima del estruendo al mismo tiempo que aferraba a Whelan por un hombro.
—¡Desaparecido! —le gruñó el otro a modo de respuesta.
—¿Muerto?
—¡Qué va! ¡Ha huido! —Whelan estaba pálido, obviamente convencido de que su sexta misión sería la última.
Vero evaluó la situación.
—¡Retroceded! —les gritó a los otros, los cuales alzaron de pronto los ojos hacia él, que se sintió momentáneamente confuso al no saber de dónde había salido aquella súbita nota de mando que acababa de sonar en su voz.
Comenzaron a retirarse, a cubierto de las destrozadas murallas. Los proyectiles de la artillería enemiga pasaban por encima de sus cabezas en dirección a la ciudad, y su horripilante silbido hacía estremecer a los hombres. Vero aferró a Creid por un hombro cuando éste arrojaba las últimas granadas que le quedaban.
—¡Vamos! —le gritó a la vez que tiraba de él—. Retrocede, sígueme.
Así lo hicieron, y se encontraron repentinamente rodeados por guardias que corrían para ponerse a cubierto dentro de los edificios mientras los ardientes disparos de láser hendían las tinieblas detrás de ellos. Vero perdió de vista a Creid en medio de la confusión, arrastrado por la desbandada general, y rezó en silencio para que escapara con vida.
Se oyó un estruendo cerca de ellos, y Oban se tambaleó como si las piernas cediesen bajo su peso.
—¡Whelan, ayúdame! —gritó Vero, resbalando en el suelo cubierto de sangre.
El corpulento hombre cogió a Oban por los brazos y ayudó a Vero a arrastrarlo hasta un cercano edificio en ruinas. Tal vez serían todos hombres muertos sin nadie para enterrarlos cuando acabase el desastre, pero Oban era un camarada de armas; además, tenía la unidad de comunicación, y no había manera de que ninguno de ellos saliese de aquel lío con vida si perdían el contacto con el mando.
Atravesaron una puerta quemada que conducía a una especie de almacén. Del techo caía plástico fundido en goterones de lluvia letal. Whelan y Vero depositaron a Oban en el suelo y se recostaron contra la pared, jadeando tanto a causa del miedo como del agotamiento.
Vero se pasó una mano entre los cabellos, y Whelan se arrodilló para examinar a Oban. Cuando el hombretón volvió a levantarse tenía sangre en las manos y una expresión preocupada se había apoderado de su rostro.
—¿Qué hay? —preguntó Vero con voz cansada.
—Aún sigue ahí dentro, pero no creo que vaya a durar mucho más. Tiene las dos piernas partidas y está perdiendo mucha sangre. Me sorprende que todavía esté vivo. —Whelan miró a su alrededor con ojos llenos de pánico—. ¿Qué diablos vamos a hacer ahora?
Vero sacudió la cabeza. Levantó la unidad de comunicación, pero el aparato, de mala calidad y fabricado en serie, estaba averiado y tenía la cubierta rajada y quemada por la explosión. La arrojó al suelo con gesto asqueado y se sentó entre los escombros. El ruido de las explosiones aún resonaba en sus oídos. Se frotó los ojos irritados y sintió que le escocían al metérsele dentro el humo acre que le rodeaba la piel del rostro. Una botella de agua, que sin duda había dejado caer un soldado que huía, estaba medio oculta entre los escombros. Vero olió el contenido con cuidado y luego tomó un sorbo del agua salobre que había dentro. Intentó rememorar el recuerdo que había pasado por su cabeza al matar al soldado enemigo, pero había desaparecido sin remedio, y entonces imprecó. Su memoria era clara desde el momento en que había llegado a aquel planeta, pero por lo que respectaba a lo sucedido antes… nada. Cerró los ojos e intentó retroceder sobre sus pasos desde el instante de la llegada, en busca de una pista que le dijese quién era él y qué estaba haciendo.
Con su ojo mental, vio movimiento: hacia ellos avanzaba un vehículo provisto de orugas. ¿Sería de ellos o pertenecería al enemigo? No lo sabía, pues la imagen no era clara. Tenía la sensación de que estaba sucediendo algo justo fuera de su alcance.
—¿Qué ocurre? —preguntó Whelan, con expresión preocupada—. ¿Oyes algo? ¿Qué pasa?
En el rincón de la estancia, Oban gimió y la sangre manó como un río por su boca y fosas nasales, pero Vero apenas si se dio cuenta. Podía oír el graznido de un cuervo. Vio una cara que flotaba ante sus ojos: cabello gris canoso, ojos arrogantes, aristocráticos, vestido con uniforme y medallas. Recordó cómo había recobrado las fuerzas con tremenda rapidez tras el aterrizaje en el planeta, a pesar de la debilidad que había experimentado dentro de la nave. Recordó cómo había dominado el manejo de las armas, su lucha instintiva cuando lo atacaron sobre la muralla. Recordó el endurecimiento de los tendones de sus manos y la contracción de sus dedos…, y luego nada. La mente se le quedó en blanco y lo único que pudo ver fue el edificio en ruinas dentro del que se ocultaban, y a Whelan arrodillado junto a Oban.
—Whelan —dijo con una voz espesa e implorante—, está sucediéndome algo.
* * *
—Mi señor gobernador, la situación está volviéndose demasiado peligrosa. Por un momento casi vi algo, pero ahora no puedo ver otro resultado de nuestra estrategia que no sea destrucción. Debemos escapar, y pronto.
—Pero si los rebeldes están tan cerca, ¿cómo podemos fracasar? Todo está sucediendo tal y como lo planeamos. ¿Qué puede salir mal ahora?
—Mi señor, incluso en la oscuridad psíquica habitualmente puedo ver algo, algún vislumbre de intención, algún atisbo del futuro. Ahora no puedo ver nada. —La voz de Rosarius se quebró a causa de la tensión—. Es verdad que mis poderes no pueden ver el peligro que nos aguarda, pero es eso lo que me causa preocupación. Jamás mi segunda visión había estado tan ciega. Veo futuros que se ciernen en la periferia, pero una nube, como la tinta en el agua, lo confunde y oculta todo. Si pudiera ver nuestra perdición, eso, al menos, me permitiría trazar un camino que nos alejara de tal resultado. Sin embargo, no hay nada.
—En ese caso, nos marcharemos al búnker. Allí estaremos a salvo. Tal vez fue una tontería regresar a la ciudad, pero quería estar presente para ver cómo caía.
Rosarius sacudió la cabeza ante el egocentrismo de su señor. El gobernador, tras pulsar un botón situado sobre su escritorio vacío, habló por el comunicador.
—Sargento, prepare el transporte personal del gobernador. Estaremos allí dentro de unos minutos.
Cuando ambos giraban para salir, Rosarius reflexionaba, no por primera vez, acerca de las limitaciones de sus poderes psíquicos, que no lo habían prevenido de lo desafortunado que iba a ser su nombramiento como consejero personal de Torlin.
Tras dejar abierta la ornamentada puerta doble, ambos bajaron por la grandiosa escalera, dado que no se fiaban del ascensor. Las luces parpadeaban a causa del generador, que luchaba para cubrir las exigencias de las pantallas de energía que protegían la residencia oficial del gobernador.
Debajo del palacio, el tanque de batalla Leman Russ despedía humo negro, y Rosarius resolló. Torlin rezó para que las ineficacias de su gobierno no hubiesen alcanzado a su propio tanque, y para que los mecánicos hubiesen añadido el blindaje lateral adicional que les había ordenado. Los treinta soldados escogidos y de impecable lealtad que formaban su escolta se pusieron firmes cuando él apareció; les dedicó un breve asentimiento de cabeza y un vago saludo militar. Mientras el gobernador y Rosarius subían al Leman Russ y se ajustaban los cinturones de seguridad, los miembros de la escolta se amontonaron dentro de dos Rhinos. El conductor cerró la escotilla tras ellos, y a Rosarius el sonido le pareció el de un ataúd al que estuvieran sellando.
El conductor activó el motor y salieron despedidos hacia adelante con tal fuerza que el impulso casi le arranca la cabeza al gobernador.
—Por compasión —le gruñó al conductor—, ten más cuidado. Quiero salir vivo de aquí.
El Leman Russ, con su escolta de Rhinos, atravesó con lentitud la ciudad en llamas; aminoraba la marcha con frecuencia para maniobrar alrededor de los edificios en ruinas y para esquivar los agujeros dejados en las calles por las bombas. La luz del exterior tenía un aspecto sobrenatural a causa de las bengalas de magnesio que lanzaban los ojeadores, pero el sonido de las armas de fuego pequeñas había cesado. El gobernador no sabía si eso era o no una buena señal. A pesar de los filtros del vehículo, podía oler el humo de los edificios que ardían, el hedor de los corrosivos químicos, del plástico quemado y, apenas perceptible, el de la carne chamuscada de las piras de celebración que encendían los rebeldes victoriosos. La ciudad estaba desierta, pues los habitantes habían huido hacía mucho. Torlin escuchaba a medias los sonidos procedentes del comunicador que lo conectaba con su escolta, y se mordía las uñas con aire pensativo. Rosarius se había derrumbado en el asiento, al parecer perdido dentro de sus ropajes.
—Furia uno, tenemos francotiradores en punto-dos-cero-cero. Cambio.
—Furia dos, ya los veo.
Oyeron las balas que rebotaban sobre la coraza del transporte blindado de tropas, y luego el traqueteo de los disparos de respuesta efectuados con pistolas bólter.
—Francotiradores neutralizados.
—Base Furia, estamos de camino, tiempo estimado de llegada trece minutos y contando. Cambio.
—Recibido. Esperamos su llegada. Manténgannos al corriente. Cambio y corto.
De repente, Rosarius se puso en pie de un salto, con los ojos enloquecidos de miedo.
—¡Mi señor! —exclamó—. ¡Veo fuego, fuego que viene del cielo!
A través del comunicador del Rhino que iba en cabeza, les llegó un grito.
—¡Entrando, entr…!
El estallido ahogó el resto de la voz.
* * *
La explosión sacudió el edificio en ruinas donde se habían refugiado los dos supervivientes, e hizo que cayeran grandes fragmentos de escayola y escombros del techo. Vero gateó hasta la destrozada ventana, con cuidado de mantener la cabeza apartada por temor a los disparos de los francotiradores. Al mirar a hurtadillas hacia el otro lado del destrozado bulevar, vio los humeantes restos de un vehículo blindado cuyo motor se encontraba en llamas. Frente a éste, otro vehículo similar había quedado completamente sepultado entre los escombros de un edificio que había recibido el impacto de un misil. Entre ambos había un tanque de batalla cuya rueda delantera aún giraba con la oruga hecha pedazos. El enorme cañón láser del tanque se inclinaba, por completo inutilizado, en un ángulo que no admitía reparación. Debajo del casco metálico danzaban chispas, y un oleoso líquido negro goteaba por las grietas del armazón.
El líquido avanzaba lentamente hacia el chisporroteante vientre del vehículo, y Vero supo que quienquiera que estuviese dentro contaba con apenas unos momentos antes de que el transporte quedase envuelto por las llamas.
—Cúbreme —gritó Vero, para sorpresa suya y sobresalto de Whelan. Tras saltar por la ventana, corrió por el terreno abierto seguido por los disparos de rifle láser de los francotiradores, los cuales hacían saltar esquirlas de roca bajo sus pies. El estrépito de los disparos de respuesta de Whelan resonaba en sus oídos.
Saltó sobre el tanque en movimiento, cuyo avance aprovechó para desplazarse hacia adelante con impulso y ponerse a cubierto. Plantándose con firmeza sobre la tierra mojada, sacó su cuchillo y encajó la punta en la hendidura que había entre la parte superior del vehículo y su escotilla de acceso. Se apoyó en la hoja al mismo tiempo que rezaba para que no se rompiese; pero la punta de adamantina se mantuvo firme. Con un rechinar metálico, la escotilla se abrió y eructó una nube de humo caliente al aire de la noche. Vero parpadeó a causa del humo mientras se asomaba al destrozado interior.
El conductor se encontraba desplomado contra los controles, y de inmediato comprendió que ya nadie podría ayudarlo: un puntal de soporte del chasis se le había clavado profundamente en el pecho. El artillero gemía suavemente, pero la sangre que le manaba por la boca era de color rojo arterial, sangre de brillante color oxigenado; apenas le quedaban unos pocos minutos de vida.
En la oscuridad entrevió una figura inmovilizada contra el suelo por un puntal metálico roto de las paredes acorazadas del vehículo. Lo miró con más atención: cabello gris, ojos aristocráticos, las medallas que lucía en el pecho… Ya había visto antes a ese hombre.
De repente, la memoria estalló dentro de su cabeza como el corazón de una estrella colapsada bajo su propio peso.
Se encontraba sentado en el extremo de una camilla baja dentro de un salón de mármol muy pulido. Ante él, un hombre ataviado con ropón negro leía un libro grande, encuadernado en piel. En torno a ambos había paneles de máquinas que zumbaban y pantallas de color verde mortecino en las que se sucedían las imágenes. Podía oír el tenue rumor de las zapatillas de piel contra la piedra pulimentada. Los tecnosacerdotes se desplazaban con suavidad por las naves entre hileras de antiguas máquinas, ajustando, tomando datos, recitando plegarias.
El zumbido se hizo más sonoro. Unas manos suaves se posaron sobre sus hombros y lo hicieron echarse hacia atrás, de modo que quedó tendido de espaldas sobre un sillón cálido y mullido. Sobre él había un gran monitor en el que podía ver el rostro de un hombre ataviado con ropón; la cara era la de un viejo, pero no presentaba arrugas. El hombre habló con una voz calma y medida, que parecía pasar de largo de sus oídos y hablarle directamente a su cerebro.
—Averius, asesino Callidus, relájate. Quédate quieto y relajado. —Le fue explicado el proceso con todo cuidado.
—Es bastante sencillo, te lo aseguro. La mente de un hombre está compuesta por dos partes. La primera incluye la memoria, tu personalidad, los pensamientos que son sólo tuyos. Luego está la parte que controla las funciones cotidianas, todo lo que te permite funcionar como asesino, así como tus instintos animales del tipo ataque o huida, tus poderosos instintos de supervivencia. Lo único que vamos a hacer es borrar temporalmente esa primera parte con el fin de permitir que pases a través del filtro psíquico normal del que se rodea el eternamente paranoico gobernador Torlin. No tendrás ningún recuerdo de quién eres ni de cuál es tu misión, de modo que su psíquico oficial no tendrá ninguna premonición de ti hasta que sea ya demasiado tarde. Tú eres Averius, así que la misión tiene el nombre clave de Vero.
Un casco que zumbaba de energía descendió sobre su cabeza y le cubrió también los ojos. Vio caras, escenas de batalla, carnicería, el fragor de las armas, y luego un rostro enmarcado en cabellos grises, con ojos llenos de ambición y palpable sed de poder. Su presa: el gobernador Torlin. Las imágenes de su propia vida —exterminaciones anteriores, estertores de muerte— pasaron ante sus ojos a medida que retrocedían, y luego sólo hubo oscuridad.
Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que se encontraba dentro de un cometa metálico que caía a la tierra, con los brazos atados a la espalda con firmeza. Entonces todo estaba claro. Era Averius, asesino Callidus…, y había encontrado a su presa.
Junto al gobernador, un anciano de aspecto aterrorizado, ataviado con ropón oscuro, lo contemplaba al mismo tiempo que murmuraba para sí con voz queda. Averius inclinó la cabeza para oírlo mejor.
—¿Tú…, tú eres el cuervo? —preguntó el psíquico con voz quebrada—. ¿Por qué no te vi? ¿Por qué no pude leer tu mente? ¿Por qué no pude predecir tu llegada?
Le manaba un hilillo de sangre de la nariz y su respiración era jadeante. El asesino alzó el puño.
—Guarda silencio, psíquico —le espetó, y sus manos acallaron las preguntas del anciano.
Averius tiró con brutalidad de Torlin, e hizo caso omiso de los gemidos del hombre cuando el metal roto que lo inmovilizaba contra el piso le desgarró la carne. Lo sacó del interior del vehículo y lo arrastró hasta el edificio. Sintió una hola de calor que llegaba hasta él cuando el combustible alcanzó uno de los circuitos que chisporroteaban, y el tanque estalló en una bola de metal y plástico fundidos.
Whelan lo esperaba dentro del edificio en ruinas para cubrir su regreso desde el cobijo que le proporcionaba la ventana destrozada.
—Vero, ¿quién es éste? —preguntó cuando el asesino se escabulló de vuelta al interior del improvisado refugio y arrojó su presa con brutalidad sobre el suelo. Al no obtener respuesta, Whelan aferró un brazo de su compañero y lo hizo girar para encararse con él.
—Vero, ¿qué es esto? —preguntó, pero el asesino lo contempló con rostro inexpresivo. Todos los anteriores pensamientos de camaradería habían sido borrados de la mente del asesino por el conocimiento de su misión.
—Te interpones en mi camino —dijo simplemente, y le lanzó un puñetazo con gesto casi perezoso. Whelan voló por el aire, inconsciente a causa del golpe. El asesino contempló desapasionadamente el cuerpo tendido de su camarada, cuyo rostro tenía grabada una expresión de sorpresa.
Los dedos del asesino comenzaron a contraerse y estremecerse de manera dolorosa, y se miró las puntas con alarma. De pronto, se sintió desgarrado por el dolor, y pareció que todo su cuerpo se elevaba y sacudía desde lo más profundo. Averius podía sentir que la polimorfina corría por su sistema circulatorio, y el cuerpo se le contorsionó como si intentara despojarse de la piel. Sintió que crecía, se ensanchaba, y experimentó unas punzadas en las puntas de los dedos cuando de debajo de las uñas se le deslizaron unas agujas de acero afiladas como navajas y briliantes de fluidos tóxicos. Al fin, estaba completo; ya tenía las herramientas de su oficio: sus garras de cuervo habían sido ocultadas para evitar que la misión quedase al descubierto hasta que encontrara a su presa.
El gobernador, cuando volvió en sí, profirió un gemido ronco detrás de él. El asesino recogió la botella de agua del lugar en que yacía entre los escombros del piso y, tras levantar la cabeza del hombre, le permitió beber un sorbo. Averius quería que la presa fuese capaz de responder ante su acusador.
—Mi señor —comenzó el asesino, como siempre hacía—, he venido por orden expresa del Oficio Asesinorum.
El gobernador despertó por completo a causa del sobresalto, y sus ojos lo enfocaron, llenos de pánico.
—El cuervo —gimió con voz quebrada y ronca, enloquecida, delirante, y Averius le golpeó suavemente, con la mano abierta, una de las mejillas grises como la ceniza.
—Despierte. Concéntrese. Vengo a darle la absolución del Emperador.
—¿Qué quiere decir? Yo no he hecho nada, no tengo ninguna necesidad de absolución —le espetó Torlin. Pero el asesino hizo caso omiso de sus palabras.
—He venido a traer la justicia a este planeta. Lo han estado observando. ¿Pensaba que su telépata faldero podría protegerlo de la justicia? Él conocía los pensamientos de usted, y ese conocimiento brillaba como un faro para la Adeptus Astra Telepática. ¿Pensaba que podía ocultarse una traición como la suya?
El gobernador comenzaba a perderse en el pánico más absoluto. El asesino pudo ver que la cenicienta frente del hombre comenzaba a perlarse de sudor. Sabía que era hombre muerto, pero la confesión, al menos, le proporcionaría una muerte limpia. La absolución podía ser rápida. El asesino presionó las sienes del gobernador con los dedos y concentró sus pensamientos.
—Usted pensaba que podía alentar a los rebeldes y posibilitar que ellos destruyeran a las fuerzas del Emperador estacionadas en este pequeño mundo. —Averius apenas podía impedir que el desprecio aflorase a su voz—. Creía que, una vez obtenida la victoria, podría ocupar un lugar como jefe. Su ambición lo condujo a pensar en la posibilidad de liderar su propio ejército a través de la galaxia, labrar su propio imperio.
El gobernador miró al asesino a los ojos, y en ellos vio arder los fuegos de su propia traición. Su imaginación se adentró, girando, en las vastas distancias del espacio, y se le llenó la mente de impertérritas imágenes: su Emperador y antiguo señor sentado en el Trono Eterno de la Tierra. Le dolía el corazón mientras el asesino lo obligaba a enfrentarse con su traición.
—Pero ¿por qué no debería ser usted aniquilado junto con el resto de su rebelión? —continuó Averius—. La muerte es la parte fácil. Cualquiera puede morir…; cada día mueren incontables millares en incontables millares de mundos. Como ser humano, es usted menos que nada. Podríamos haber lanzado un ataque desde el espacio, haber bombardeado su palacio y haber acabado con usted en un instante. Habría muerto sin saber jamás por qué. Pero como hereje jamás nos ha pasado inadvertido, y cada hereje que muere sin arrepentirse constituye un fracaso de la ortodoxia. Estoy aquí para aceptar su arrepentimiento.
En los ojos del asesino, Torlin vio que el Emperador le tendía la mano y que ésta se hacía cada vez más y más grande, hasta que le pareció que iba a envolverlo. Mientras la observaba, ésta se marchitó hasta convertirse en una garra, una garra de cuervo, y luego se deshizo en cenizas.
—Ha pecado de la manera más dolorosa contra el Emperador, y yo estoy aquí como su juez y ejecutor. Morirá usted, pero debe morir arrepentido de sus culpas.
El gobernador comenzó a llorar. Las grandes lágrimas fluían en abundancia.
—Me arrepiento, me arrepiento —sollozaba una y otra vez. Al fin, su voz descendió hasta ser un susurro—. Perdóneme.
El asesino flexionó los dedos y sintió que las afiladas agujas se llenaban de toxinas procedentes de las bombas de bioingeniería implantadas dentro de sus manos. Luego, volvió a mirar al cobarde gobernador.
—Torlin, gobernador imperial del mundo de Tadema, ha pecado contra el Emperador. Acepto su arrepentimiento y le concedo la misericordia del Emperador.
Con una mano mantuvo inmóvil la cabeza del gobernador, alojada en la palma como lo haría con un niño, al mismo tiempo que presionaba los dedos de la otra contra el rostro del hombre. Las agujas se deslizaron a través del tejido blando de los ojos del gobernador, y atravesaron los nervios y los globos oculares hasta el cerebro, donde inyectaron el veneno mortal. Pasado un rato, la mano que sujetaba la cabeza se abrió, y el gobernador Torlin cayó sin vida al piso.
«Absuelto».
El asesino pasó una mano sobre el tatuaje de penal que tenía en el antebrazo. Las letras cambiaron suavemente de forma para convertirse en runas arcanas, y supo que transmitirían una señal a través del éter hasta el templo Callidus. En el espacio lejano, los refuerzos imperiales allí retenidos hasta que hubiese concluido su crucial misión entrarían en acción, y los marines espaciales del Capítulo Cicatrices Blancas comenzarían a desembarcar en el planeta. Su misión había terminado y, por tanto, podía regresar y presentar su informe.
Tras presionar un dedo pulgar sobre la frente del gobernador, activó un bioimplante que llevaba en lo profundo de la mano. Sintió una breve ola de calor, como si pasara la palma sobre una vela encendida. Al retirar el pulgar, quedó una marca grabada en la fría piel de la frente del hombre. Era el dibujo estilizado de un ave.
Un cuervo.