En el Torbellino
EN EL TORBELLINO
CHRIS PRAMAS
—¡Despierta, corsario! Ya casi hemos llegado.
Sartak despertó de inmediato y se encontró mirando a lo largo del cañón de un bólter, al otro lado del cual se encontraba el desaprobador rostro de Arghun, un marine espacial del Capítulo Cicatrices Blancas. Aunque hacía días que Arghun no dormía, sus ojos estaban alerta y sujetaba el bólter con firmeza.
—No soy un corsario —replicó Sartak con dignidad—. Soy como tú, un marine espacial del Capítulo Garras Astrales.
Arghun tendió la mano izquierda, aferró un hombro de Sartak y lo puso brutalmente de pie.
—Inmundicia —le espetó con asco el marine de los Cicatrices Blancas, tras apoyar el bólter contra un lado de la cabeza de Sartak—. ¡Los Garras Astrales traicionaron al Emperador! Hace mucho que perdisteis el derecho a llamaros marines espaciales. No eres más que un bandido y un pirata.
Sartak sintió el fresco metal del bólter contra la piel, pero a pesar de ello conservó la serenidad. Sabía que el marine de los Cicatrices Blancas no iba a matarlo, pues había demasiado en juego.
—Estoy aquí para restaurar el honor del Capítulo Garras Astrales —respondió con voz calma—. Mis días de bandidaje han acabado.
Arghun soltó a Sartak, pero mantuvo el bólter a mano.
—Sí —gruñó el Cicatriz Blanca—, eso dijiste en el conmovedor discurso que pronunciaste ante Subatai Khan. Después de ser un perro asesino durante años, despertaste una mañana y te diste cuenta de que aún amabas al Emperador. —La voz de Arghun destilaba desprecio—. Y ahora vas a ayudarnos a matar a Hurón Blackheart… —Las carcajadas del Cicatriz Blanca llenaron el estrecho espacio de la nave del contrabandista—. He oído mentiras más convincentes en boca de ogretes.
—Si no me crees —replicó Sartak, lisa y llanamente exasperado después de días de conversaciones semejantes—, ¿por qué estás aquí, en nombre del Emperador?
—¡Si fueras un verdadero marine espacial —tronó la voz de Arghun—, no tendrías que preguntarlo siquiera! Estoy aquí porque me lo han ordenado. Es cuanto necesito saber.
—Arghun, estoy cansado de pelearme contigo —replicó Sartak con un suspiro—. Lo que te he dicho es la verdad. Hurón Blackheart está planeando un ataque a gran escala contra un mundo imperial indemne. Si puedo encontrar a mi amigo Lothar en la nave insignia de Blackheart, él podrá decirnos dónde tendrá lugar el ataque. —Sartak había contado eso docenas de veces, pero por la expresión del rostro de Arghun resultaba evidente que él no creía una sola palabra de sus afirmaciones. A pesar de ello, Sartak se sentía impelido a pronunciar aquellas palabras con la sincera esperanza de que fuesen verdad—. Entonces —concluyó el Garra Astral—, podremos enviar una señal al resto de tu Capítulo y sepultar a Blackheart para siempre. —Hizo una pausa, y después continuó—. Es decir, si alguna vez me quitas este inhibidor. —De modo casi inconsciente, Sartak pasó los dedos por el pesado collar que le rodeaba el cuello y, como siempre, no logró palpar juntura alguna. El Cicatriz Blanca, que lo observaba con aire divertido, se echó a reír.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta ser el perro de Arghun, corsario? Es la única manera de enseñarte disciplina y obediencia. —La sonrisa abandonó los labios de Arghun con tanta rapidez como había aparecido—. Además, no puedo arriesgarme a que alertes a todos tus amigos de los corsarios rojos antes de que lleguemos.
»En cualquier caso, ya estamos casi en el Torbellino —prosiguió Arghun—. Recobrarás tus preciosos poderes muy pronto. —El Cicatriz Blanca se colgó el bólter con renuencia, pero no apartó los ojos de Sartak—. Sólo intenta recordar lo que significa ser un marine espacial y un codiciario.
—Juro ante el Emperador —declaró Sartak al mismo tiempo que fijaba sus ojos en los de Arghun— demostrar la verdad que hay en mis palabras y restaurar el honor de los Garras Astrales.
—En ese caso, que el Emperador sea misericordioso con tu alma, corsario.
* * *
Arghun y Sartak se encontraban de pie en el enorme y hediondo vientre metálico de la gran nave de guerra de Hurón Blackheart. Rodeados por los corsarios rojos, marines espaciales renegados de una docena de Capítulos, aguardaban a Blackheart. Arghun se erguía con orgullo y fijaba una mirada desafiante en sus hermanos caídos en desgracia, en tanto que Sartak se movía con incomodidad mientras buscaba un rostro amistoso entre los presentes. Una niebla de humo de antorchas e incienso flotaba sobre la bodega, pero no podía ocultar las burlonas gárgolas que adornaban las paredes. Desde allí, en medio de retorcidos candelabros de hierro y altares salpicados de sangre, Hurón Blackheart lideraba a los corsarios rojos en su depravada adoración de los repugnantes dioses del Caos. Sartak había oído los alaridos de incontables víctimas en aquel oscuro templo, y esos recuerdos aún lo perseguían.
Los hombres de Blackheart eran exactamente como Sartak los recordaba. Esos marines que en otra época pertenecieron a la elite del Emperador habían traicionado sus juramentos y seguido a Hurón en la herejía. Los que en otro tiempo habían usado su fuerza para proteger a los ciudadanos del Imperio, entonces usaban los mismos salvajes poderes con el fin de ofrecerles víctimas a sus crueles dioses. En ese momento, sus señores eran la sangre, el pillaje y el terror, y a Sartak le resultaba cada vez más imposible creer que había sido uno de ellos. Al bajar los ojos para posarlos sobre las marcas de los Garras Astrales que se desvanecían sobre su servoarmadura —entonces no eran más que un débil recuerdo de su antigua gloria—, Sartak se preguntó si aún quedaría algún honor que restaurar.
Reacio a mirar a los ojos a cualquiera de sus antiguos camaradas, Sartak recorrió con la vista la gran bodega, y sus ojos fueron a posarse sobre las formas postradas de los dreadnoughts de Hurón. Aquellas enormes máquinas de destrucción se hallaban encadenadas entre las columnas rotas del templo central, como si sus cáscaras sin vida pudiesen ser reanimadas en cualquier momento. No obstante, era tan sólo una ilusión, ya que los sarcófagos que albergaban a los pilotos que daban vida a las pesadas bestias se encontraban muy lejos de los dreadnoughts. Sartak sabía que se hallaban alojados detrás del Gran Sello, bien encerrados dentro del templo de templos de Hurón. Aunque los corsarios rojos entregaban a los desequilibrados y locos a una existencia de tormento viviente dentro de sarcófagos metálicos, aún trataban a los pilotos de los dreadnoughts con respeto reverente, tal vez porque el irracional poder de éstos les recordaba a los corsarios sus propios dioses inhumanos.
Un silencio cayó sobre los marines del Caos reunidos, y Sartak oyó que se acercaba Hurón Blackheart. Mientras viviera jamás olvidaría el ritmo particular del pesado andar de Hurón, producto del disparo del rifle de fusión que había destruido la mitad del cuerpo de aquel hombre. Los corsarios rojos se separaron ante su señor cuando éste apareció a la vista. Blackheart era una figura enorme, mitad hombre y mitad máquina. Su enorme armadura, corrupta burla de la coraza de un marine espacial, estaba erizada de cuchillas y sierras. En lugar del brazo izquierdo, tenía una enorme garra biónica, que se abría y cerraba de modo espasmódico, ansiosa por desgarrar la carne de los vivos. El rostro destruido de Hurón irradiaba pura amenaza, y sus ojos ardían con fuego atroz. El Sanguinario detuvo su atronador avance a pocos pasos de los dos marines espaciales, y los midió con la mirada como un carnicero podría estudiar a las reses preparadas para el sacrificio.
—¡Sartak! —tronó la voz de Hurón—. La última vez que te vi estabas muerto en el puente del crucero de los Cicatrices Blancas, y sin embargo te encuentro aquí. Dime, ¿cómo estás aún vivo?
—Gran tirano —comenzó Sartak—, durante aquella salvaje contienda sólo perdí el conocimiento a causa de un golpe. Los Cicatrices Blancas me hicieron prisionero, pero no les dije nada. —El marine podía sentir cómo se le secaba la boca mientras las mentiras bien preparadas acudían a sus labios. Continuó con premura, intentando acabar antes de que la voz lo traicionase—. Este que está aquí, Arghun, me ayudó a escapar y contratamos a un contrabandista para que nos trajese de vuelta al Torbellino. Le dije a Arghun que tú siempre estás buscando hombres como él.
El deformado rostro de Hurón no evidenció emoción ninguna mientras su mirada recorría al Cicatriz Blanca, y Sartak se sintió aliviado por no ser objeto de aquel escrutinio. Sólo esperaba que el orgulloso Arghun pudiese fingir la humildad necesaria para ganarse la confianza del tirano.
—Y tú, leal Cicatriz Blanca —dijo Hurón—, tú traicionaste a tus camaradas para ayudar a Sartak a escapar. ¿Por qué te arriesgaste a acabar muerto para ayudar a este humilde hechicero?
—Este miserable no me importa nada —le espetó Arghun con tono desafiante—. Lo utilicé porque sabía que podía conducirme a tu presencia. —El Cicatriz Blanca apenas inclinó la cabeza, gesto mediante el cual reconoció por primera vez el poder del Sanguinario—. Y tú, señor, eres el único que puede ofrecerme refugio ante la cólera de mis cobardes hermanos.
—Éste tiene arrestos —declaró Blackheart con una carcajada. Después avanzó dos pasos hacia Arghun y lo aferró por el cuello con la malvada garra. Mientras la sangre goteaba con gran lentitud desde la hambrienta pinza, el Sanguinario continuó—. Dime, Cicatriz Blanca, ¿qué hiciste para merecer la cólera de tu Capítulo?
Arghun permaneció completamente inmóvil por temor a que un movimiento repentino hiciera que la garra se cerrase.
—Gran tirano —respondió con voz estrangulada—, maté a mi sargento en batalla porque ordenó la retirada. Los cobardes como él sólo merecen la muerte.
Blackheart guardó silencio durante un largo momento, y el único sonido que se oyó en la sala fue la respiración cada vez más trabajosa de Arghun a medida que la garra se cerraba poco a poco. Luego, ésta se abrió de golpe, y el Sanguinario retrocedió, mientras Arghun suspiraba de alivio e inhalaba grandes bocanadas de aire.
También Sartak se relajó, ya que lo peor había pasado. Sabía lo despiadado que podía ser Hurón con los reclutas potenciales, pero al parecer Arghun había superado la prueba.
Hurón avanzó hasta Sartak y posó la mano que le quedaba sobre el hombro del Garra Astral.
—Hermano, has hecho bien. Ya sabes que tengo bajo mi mando muy pocos hechiceros, y hemos lamentado tu pérdida. —Sartak, alerta ante cualquier engaño, no detectó falsedad ninguna en las palabras del tirano—. Quiero que sepas que eres bienvenido de nuevo entre los corsarios rojos. —La voz de Blackheart se hizo más profunda al continuar—. Pero antes debes hacer algo por mí.
—¡Cualquier cosa, gran tirano! —exclamó Sartak al mismo tiempo que asentía con un gesto de cabeza.
Blackheart apartó la mano del hombro de Sartak, desenfundó su pistola bólter y se la tendió al Garra Astral.
—Mata al Cicatriz Blanca.
—Pero, gran tirano —tartamudeó Sartak—, él, bueno, él me ayudó a escapar.
—Te ayudó a escapar para que lo trajeras hasta aquí —respondió Hurón con tono flemático—. Es un infiltrado que los Cicatrices Blancas han enviado para matarme, sin duda. ¡Ahora coge esto y ejecútalo!
El tono de voz del Sanguinario no admitía discusión, al menos no si Sartak deseaba conservar la vida. El marine tomó la pistola y avanzó con lentitud hasta Arghun. El intransigente Cicatriz Blanca no le inspiraba ningún afecto, pero tampoco quería ser su verdugo. Alzó la pistola y apuntó a la sien de Arghun. Al menos, su muerte sería rápida.
—¿A qué estás esperando? —rugió el Sanguinario—. ¡Mátalo!
—¡Mata al traidor! —gritaron los corsarios rojos al unísono.
Arghun miró al Garra Astral y éste no vio ni rastro de miedo en su semblante.
—Adelante, corsario —dijo Arghun con calma—. Siempre supe que al final me matarías.
Sartak apretó dos veces el gatillo. El Cicatriz Blanca murió sin emitir sonido ni queja, y cayó con un resonante golpe sordo sobre el piso metálico de la gran bodega. No sería la última vez que la sangre inocente manchaba el atroz suelo del templo de Blackheart.
La sonrisa de Hurón Blackheart y su demente alegría fueron casi tan terribles como su ira.
—Bienvenido a casa, Sartak. Has estado lejos durante demasiado tiempo.
* * *
Sartak avanzaba con rapidez entre los retorcidos corredores de la nave de guerra de Hurón. Habían pasado dos días desde su regreso, y al menos parecía que podía moverse libremente sin peligro. La pequeña flota del Sanguinario atravesaba en esos momentos el Torbellino hacia un destino desconocido. Reinaba una gran emoción entre los corsarios rojos, ya que Hurón Blackheart había prometido botín y sangre en abundancia. Sartak procuraba aparentar serenidad mientras recorría la nave en busca de Lothar. A esas alturas, su amigo ya debía haber descubierto dónde tendría lugar el ataque, ya que se había ganado un puesto dentro del círculo más íntimo de Hurón. Sin embargo, el hombre no se hallaba en sus dependencias, ni tampoco estaba en la cocina, por lo que Sartak se veía obligado a vagar por la enorme nave casi al azar, con la esperanza de encontrar a su amigo antes de que fuese demasiado tarde.
El Garra Astral se encontró adentrándose cada vez más profundamente en las entrañas de la laberíntica nave. Los corredores olían a sangre rancia, y comenzó a ver huesos y calaveras que sembraban los pisos de rejilla. Aquélla era la parte de la nave que estaba en manos de los seguidores de Khorne, y Sartak solía tomarse grandes molestias para evitarla. No obstante, entonces tenía que encontrar a Lothar, y ése era uno de los pocos lugares donde no había buscado.
Hacía casi una hora que Sartak no veía a nadie, y eso sólo contribuía a aumentar su agitación; podía sentir que estaba sucediendo algo. De pronto, oyó alaridos lejanos procedentes de algún lugar situado ante él, y el corazón le dio un vuelco. A medida que avanzaba, podía oír los rugidos de una multitud que gritaba: «¡Sangre para el Dios de la Sangre!». Al fin, Sartak salió a la amplia bodega de carga y se detuvo, alarmado. Todos los seguidores de Khorne se habían reunido en un círculo de colores carmesí y dorado en torno a dos combatientes. Incluso por encima de los alaridos que pedían sangre, Sartak pudo oír el zumbido característico de un hacha sierra, y supo con absoluta certeza que aquél no era un combate corriente.
Tras abrirse paso entre los frenéticos guerreros, Sartak llegó por fin hasta los combatientes y se confirmaron sus peores temores. En el centro del círculo se encontraba Lothar, desnudo de cintura hacia arriba y armado con una espada sierra. Su oponente era Crassus, un ultramarine renegado, que era el campeón escogido por Khorne entre los corsarios rojos. Moreno y nervudo, Lothar era un luchador experimentado sin duda, pero Crassus, una cabeza más alto que su oponente, era un psicópata que tenía las manos tintas en sangre; había pocos que lo igualaran en el combate cuerpo a cuerpo.
«Esto no es ningún duelo», pensó Sartak, ceñudo. Se trataba de un asesinato sin más.
—¡Khorne exige un sacrificio! —entonaban los bersekers con voz salvaje—. ¡Sangre! ¡Sangre para Khorne!
—¡Lothar! —gritó Sartak, e intentó abrirse paso a través del anillo de bersekers sedientos de sangre; pero media docena de brazos lo sujetaron.
Lothar lo vio, sin embargo tenía toda su atención concentrada en mantener a Crassus a distancia. El hacha sierra del demente guerrero golpeaba la espada sierra de Lothar y hacía retroceder al cansado guerrero con cada impacto. Sartak observó que Lothar sangraba por numerosas heridas. Cada vez que paraba un golpe, el marine lo hacía con un poco más de lentitud, mientras que parecía que Crassus se hacía más fuerte con cada acometida. Cuando los alaridos que reclamaban sangre llegaron a un tono frenético, Crassus rugió y arrancó de un golpe la espada sierra de las manos de su oponente; con el mismo movimiento ininterrumpido, clavó el hacha sierra en el pecho de Lothar. Las girantes cuchillas del hacha sierra abrieron el pecho de Lothar, que profirió alaridos de dolor mientras su sangre caliente salpicaba al berseker enloquecido.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —rugió la multitud, que luego levantó en vilo al escogido de Khorne y continuó rugiendo—: ¡Crassus! ¡Crassus!
—¡No! —gritó Sartak, que corrió hasta donde yacía, olvidado, su amigo agonizante.
Lothar estaba tendido de espaldas con el pecho destrozado, pero aún vivía, y Sartak se arrodilló junto a él.
—Perdóname, Lothar —le dijo—. No pude encontrarte.
—Me han… descubierto —jadeó Lothar con los labios cubiertos de espuma sanguinolenta—. Pero el ataque…, el ataque será contra Razzia. Que el Emperador nos redima…
Su cuerpo destrozado sufrió una última convulsión y quedó inmóvil. En torno a Sartak, los bersekers de Khorne aullaban en su salvaje celebración. Al cabo de poco rato, se pusieron a luchar furiosamente entre ellos mismos, enloquecidos por la vista y el olor de la sangre recién derramada. Sartak aprovechó la carnicería para deslizarse de vuelta a la acogedora oscuridad.
* * *
Sartak se encontraba sentado a solas en sus dependencias, aún manchado por la sangre de su único amigo. Tanto Lothar como Arghun habían muerto, y sabía que acabar con Hurón Blackheart dependía de él solo. El Garra Astral se estremeció de furia apenas contenida al pensar en el cuerpo sin vida de Lothar y en su propia caída en desgracia ante el Emperador.
La sangre de Sartak ardía en deseos de venganza contra Blackheart, pero una vocecilla interna le susurraba que esperase. Reliquia de sus tiempos de bandido o claro signo de locura inminente, la voz tentaba a su alma y la regañaba. «¡Sería tan fácil —le decía—, permanecer con Blackheart y continuar siéndole leal!»
«¡Sí, sería tan fácil!», reflexionó Sartak. Pero había seguido el sendero más sencillo durante demasiados años. Sartak recordaba aquellos oscuros días en Badab, cuando Hurón había envenenado el alma de los Garras Astrales contra el Emperador. Sartak, leal al Señor de su Capítulo, como debía serlo un marine espacial, lo siguió en la herejía. No obstante, los años de bandidaje habían tenido su efecto sobre el guerrero en otros tiempos idealista. Como un hombre dormido al que despiertan de una sacudida, Sartak había abierto los ojos y había visto la depravación y corrupción del hombre que en otra época fue conocido como el Tirano de Badab. Con aquel despertar repentino, Sartak se dio cuenta de que había un solo camino para reparar su traición al Emperador.
—Si tengo que añadir mi propia sangre a las de Lothar y Arghun —gruñó en voz alta—, que ésa sea mi penitencia. —Inspiró profundamente y aquietó los latidos de su acelerado corazón. Había llegado el momento de acabar con lo que había empezado.
El Garra Astral se arrodilló en el piso y sacó una bolsa de tela de entre los pliegues de su camastro. Metió la mano dentro y extrajo el tarot imperial. La parafernalia mágica que atestaba su camarote era sólo para cubrir las apariencias, simples trastos supersticiosos. Hurón se sentía extrañamente orgulloso de sus hechiceros, y Sartak se vio obligado a representar ese papel. Varas rúnicas, cráneos talismán e iconos ancestrales yacían esparcidos al azar, herramientas de su obsceno oficio.
Entonces, lo único que necesitaba Sartak era la pureza del tarot para comunicarse con la nave del Capítulo Cicatrices Blancas, que describía círculos en torno al Torbellino en ansiosa espera de su mensaje. Había llegado el momento de que volviera a asumir el manto de marine espacial, bibliotecario y Garra Astral.
Sartak mezcló el tarot. Se concentró y sacó tres cartas de la parte superior de la baraja, que depositó boca abajo. Con la respiración contenida, las volvió una a una. ¡Horror! Ante él se encontraban invertidos el Emperador y el Eclesiarca; también estaba la Torre.
Sartak reprimió la conmoción de un augurio tan nefasto como aquél, y se recordó a sí mismo que no estaba adivinando, sino forjando nuevamente las líneas de comunicación interrumpidas mucho tiempo antes. Mientras intentaba olvidar los horribles portentos así revelados, Sartak se concentró en la Torre. Mientras entonaba palabras en voz baja, visionó la Torre a lo lejos, al otro lado de una gran ola de disformidad. Entonces, proyectó su mente hacia el exterior y cayó en un profundo trance.
Mantuvo en todo momento la Torre en primer término mental mientras buscaba al espíritu del bibliotecario de los Cicatrices Blancas, que sabía que estaba esperando. El espacio disforme lo abrazó como hacía siempre, consolándolo como una madre mientras intentaba absorberlo hacia su seno. Él llegó más y más lejos, allende las farfullantes hordas de demoníacas criaturas que imploraban por poseer su alma, y luego, por fin, la sacudida del contacto. A través del espacio disforme sus mentes se unieron, y en un instante todo concluyó.
—Razzia —entonó—. El ataque caerá sobre Razzia.
Una vez transmitida la información, Sartak interrumpió el contacto y voló a través del vacío hasta la seguridad de su propio cuerpo. Había terminado.
Antes de que Sartak pudiese siquiera levantarse, se oyó un impacto demoledor, y la puerta de su camarote se hundió hacia el interior. De pie, en la entrada, apareció Hurón Blackheart, flanqueado por la alta figura cadavérica de Garlón Comealmas, el más poderoso hechicero del tirano.
Sartak se levantó de un salto, y el tarot imperial se desparramó por el piso.
—Gran tirano, no te esperaba —tartamudeó con premura, sabedor de que el tarot le había revelado el futuro, a pesar de todo.
—No, supongo que no me esperabas —respondió Hurón entre carcajadas. El Señor del Caos se encogió de hombros mirando al hechicero corrupto—. Garlón me dijo que has estado comunicándote con los Cicatrices Blancas…, y quise venir a darte las gracias personalmente.
—¿Dar…, darme las gracias, mi señor? —Sartak dejó que su mano se posase sobre el puño de la espada de energía, aunque mantuvo la misma fingida actitud de servilismo durante unos instantes más.
—Sí, Garra Astral, ya lo creo que sí. —El gran tirano le sonrió con aire malicioso—. Quiero darte las gracias por decirles a los Cicatrices Blancas que atacaría Razzia —continuó Hurón, cuyas palabras destilaban ironía—. Ha sido una conmovedora demostración de lealtad mal dirigida. —La voz del corsario rojo se elevó hasta ser un gruñido atronador, y señaló a Sartak con su garra de combate—. ¡En especial si consideras que he cambiado de opinión!
—¿Cambiado de opinión? —jadeó Sartak, desconcertado—. ¿Qué…?
—Bueno —respondió Hurón mientras agitaba una mano con gesto indiferente—, no; la verdad es que he mentido. En realidad, no cambié de opinión en ningún momento… Jamás pensé en atacar Razzia.
Sartak comprendió que le habían tendido una trampa, y aferró con fuerza la espada de energía.
—Corrupto, malvado… ¿Qué quieres decir?
El tirano se echó a reír como un demente ante aquella demostración de valentía y, junto a él, Garlón aplaudió a modo de burla cortés.
—En realidad, nos dirigimos hacia Santiago. —Blackheart hizo una pausa para permitir que el otro comprendiera la espantosa realidad—. Gracias a ti, sin embargo, los Cicatrices Blancas se encontrarán muy lejos cuando los corsarios rojos caigan sobre el indefenso planeta. —El tirano volvió a sonreír, obviamente deleitado por la expresión de terror del Garra Astral.
Sartak retrocedió dando un traspié, abrumado por la enormidad de lo que había hecho.
—¿Santiago? Pero ¿por qué? —susurró, horrorizado—. Allí no hay nada que robar; es un mundo agrario que carece por completo de importancia militar.
Garlón se frotó las huesudas manos con gesto anhelante, y su húmeda lengua lamió los finos labios, un ademán de expectación ante algún placer futuro.
—¡Ah!, pero en eso estás equivocado. Hay una cosa que Santiago posee —declaró Hurón con deleite mientras palmeaba la espalda de Garlón—. Santiago tiene millones y más millones de ciudadanos indefensos.
Garlón rio con incontenible placer; los ojos se le pusieron en blanco y formó silenciosamente con los labios las palabras sangre y calaveras.
Hurón rio con tono burlón, y Sartak sintió que una furia fría le consumía el alma.
—¿Y qué crees tú —continuó el tirano— que sucedería en el espacio disforme, mi leal hechicero, si yo ofreciera la sangre de mil millones de víctimas en una sola noche?
—¡Carnicero! —gritó Sartak—. ¡Te he seguido, he confiado en ti, y me has conducido directamente al infierno! —Mentalmente, encomendó su alma al Emperador, pues sabía qué debía hacer—. ¡En nombre de todo lo sagrado, esto acabará aquí! —bramó, al mismo tiempo que desenvainaba la espada de energía y cargaba contraf el Sanguinario, aullando de furia.
Hurón Blackheart recibió la carga de Sartak con un alarido de deleite, y paró la espada de energía con su enorme garra metálica. La espada, que latía con energía psíquica, desprendía chispas y chirriaba al luchar para partir en dos la garra, pero la tecnología prohibida que alimentaba la garra del tirano demostró que era demasiado poderosa y, tras largos momentos de forzar al máximo tendones y músculos, Sartak se vio obligado a apartar la espada.
Sartak retrocedió tanto como pudo en los limitados confines del camarote, y entonó una rápida plegaria tranquilizadora antes de concentrar su mente para lanzar una andanada psíquica contra la conciencia enferma de Blackheart. La energía justiciera rugió dentro de él, y el rayo salió disparado, claro y certero.
Pero Garlón Comealmas, impregnado de las negras energías del Caos, rechazó el ataque con una sacudida indiferente de una muñeca esqueléticamente flaca, mientras reía por lo bajo con perverso placer.
—De eso nada, Sartak. —Su voz rezumaba burla dentro de la mente del marine—. Adiós, querido traidor nuestro.
El Sanguinario se aproximó a Sartak mientras la retorcida risa de Garlón continuaba sonando dentro de su cráneo. Ya no quedaba tiempo para trucos psíquicos.
Cuando el tirano atacó con todo el poder de que disponía, el Garra Astral apenas pudo contener la girante hacha de energía y la despiadada garra. Sartak sujetó la espada de energía con ambas manos en un intento de mantener alejado a Hurón mediante grandes mandobles de la mortal hoja.
Hurón no estaba dispuesto a que le negasen la sangre. Con un grito de furia y amarga satisfacción, el tirano lanzó la espada de Sartak contra la pared y la mantuvo inmovilizada con su hacha. La espada permaneció quieta durante apenas unos segundos mientras Sartak intentaba en vano liberar la destellante arma; pero ese tiempo bastó para que Blackheart cerrase su enorme garra sobre las muñecas desprotegidas de Sartak.
Con una sonrisa malévola, el Sanguinario cerró la garra, lo que produjo un espantoso crujido. Aullando de dolor, Sartak cayó de rodillas mientras se contemplaba con horror los muñones sangrantes.
Hurón se erguía sobre Sartak y observaba con desdén al desdichado que se encontraba a sus pies.
—Ahora te gustaría morir, ¿no es cierto, tú, el último de los Garras Astrales?
Sartak se negó a responderle. Contemplaba la sangre que se le escapaba con cada latido del corazón, sabedor de que había fracasado por completo.
Blackheart caminó alrededor de la figura postrada de Sartak, pisoteando las cartas del tarot que aún estaban sobre el piso.
—Pero la muerte de un héroe no es la que te corresponde —se mofó mientras se inclinaba hasta que su rostro de impúdica sonrisa quedó ante el semblante ensangrentado de Sartak. Éste gimió en voz alta, pero no logró mirar a los ojos al tirano—. No, no habrá redención para ti, Sartak. —El tirano profirió un aullido de regocijo—. En cambio, te haremos el regalo más grande que pueda desear un Garra Astral.
Mientras reía de deleite, Hurón Blackheart se volvió a mirar al hechicero que hacía cabriolas.
—Llévatelo, Garlón, y haz de este desgraciado un héroe del que se pueda uno enorgullecer.
La mente de Garlón salió al exterior y atravesó las debilitadas defensas de Sartak, y éste se precipitó en las tinieblas.
* * *
Sartak despertó en medio de una oscuridad absoluta, indecible. Sorprendido de estar con vida, intentó levantarse, moverse, pero descubrió que no podía. Al forzar las extremidades, lentamente se dio cuenta de que su cuerpo estaba invadido por agujas, y unos alambres desconocidos se entretejían en torno a sus miembros. Una especie de máscara le cubría el rostro. Sartak intentó hablar, pero se atragantó con los numerosos tubos que le habían metido a través de la garganta. Presa del pánico, quiso proyectar su mente hacia el espacio disforme; sin embargo, sus poderes habían sido suprimidos.
Tras lo que parecieron largas y desesperadas horas de lucha ciega en la oscuridad, Sartak se quedó tendido en las tinieblas a la espera de que Hurón llegase muy pronto para burlarse de él. Sartak aguardó y aguardó, aislado de las sensaciones y tal vez del tiempo mismo. «¿Cuánto hace que estoy en estas condiciones? —se preguntó—. ¿Horas? ¿Días?». El tiempo había perdido su significado.
Pero Hurón continuaba sin aparecer. «¿Qué me habéis hecho? —gritó en silencio el aterrorizado bibliotecario—. ¿He sido lanzado al vacío del espacio dentro de una cápsula de salvamento? ¿Caeré eternamente a través de la nada? ¿Cómo puede eso convertirme en un héroe?»
Su mente rebuscaba por todas partes en un intento de hallar alguna respuesta, pero no servía de nada. Nada tenía el más mínimo sentido.
En un destello de lucidez, toda la situación se aclaró. Sartak recordó la única vez en que atravesó el Gran Sello. Recordó haber visto a los miembros dementes de los corsarios rojos encerrados para siempre en ataúdes de Adamantium, sellados dentro del Gran Templo hasta el momento de la batalla.
Sartak sabía que el sistema de soporte vital de un dreadnought podía mantener vivo a un hombre por tiempo indefinido, pero ¿y si el sarcófago no era nunca conectado al interior de un dreadnought? ¿Y si encerraban allí al hombre y lo dejaban para que se pudriera durante toda la eternidad? ¿Qué, entonces?
Sartak intentó con desesperación pensar en otra posible explicación para la situación en que se hallaba, pero la lógica era fría e ineluctable. La conmoción de horror estalló en su conciencia con una fuerza imparable. Ni siquiera pudo gritar cuando la cordura lo abandonó.
En la gélida oscuridad del Torbellino, la flota de Hurón Blackheart surcó el espacio con destino al condenado Santiago. El Sanguinario iba camino de ofrecerles mil millones de almas a los dioses oscuros del Caos.