Conclusión
Toda una reflexión moral sobre la actividad sexual y sus placeres parece señalar, en los dos primeros siglos de nuestra era, cierto reforzamiento de los temas de austeridad. Algunos médicos se inquietan de los efectos de la práctica sexual, tienden a recomendar la abstención y declaran preferir la virginidad al uso de los placeres. Algunos filósofos condenan toda relación que pudiese tener lugar fuera del matrimonio y prescriben entre los esposos una fidelidad rigurosa y sin excepción. Finalmente, cierta descalificación doctrinal parece caer sobre el amor por los muchachos.
¿Hay que reconocer por ello, en el esquema que se constituye así, el esbozo de una moral futura, la que encontraremos en el cristianismo, cuando el acto sexual mismo sea considerado como un mal, cuando no se te conceda legitimidad sino en el interior del lazo conyugal, y cuando el amor de los muchachos sea condenado como cosa contra natura? ¿Hay que suponer que algunos, en el mundo grecorromano, presintieron ya este modelo de la austeridad sexual al que en las sociedades cristianas se le dará más tarde una armadura legal y un soporte institucional? Encontraríamos así, formulado por algunos filósofos austeros, aislados en medio de un mundo que parecía no serlo, el esbozo de otra moral, destinada, en los siglos siguientes, a tomar formas más constrictivas y una validez más general.
La cuestión es importante y se inscribe en una larga tradición. Desde el Renacimiento, ha trazado, lo mismo en el catolicismo que en el protestantismo, líneas divisorias relativamente similares: por un lado, los que estaban a favor de cierta moral antigua cercana al cristianismo (es la tesis de la Manuductio ad stoicam philosophiam de Justo Lipsio que C. Barth ha radicalizado haciendo de Epicteto un cristiano verdadero; es, más tardíamente, del lado católico, la tesis de J.-P. Camus y sobre todo del Epicteto cristiano de Jean-Marie de Bordeaux); por el otro, aquellos para quienes el estoicismo no era otra cosa que una filosofía virtuosa, sin duda, pero imborrablemente pagana (así Saumaise entre los protestantes, como Arnauld o Tillemont del lado de los católicos). La prenda no era sin embargo simplemente hacer pasar a ciertos filósofos antiguos de este lado de la fe cristiana o preservar a ésta de toda contaminación pagana; el problema era también determinar qué fundamentos dar a una moral cuyos elementos prescriptivos parecían, hasta cierto punto, comunes a la filosofía grecorromana y a la religión cristiana. El debate que se suscitó a fines del siglo XIX no es tampoco ajeno a esta problemática, aun cuando interfiere con problemas de método histórico. Zahn, en su célebre Comunicado[1], no trataba de hacer de Epicteto un cristiano, sino de señalar en un pensamiento que se consideraba en general como estoico las marcas de un conocimiento del cristianismo y los rastros de su influencia. La obra de BonhÖffer, que le respondía,[2] trataba de establecer la unidad de un pensamiento sin que fuese necesario apelar, para explicar tal o cual de sus aspectos, a la disparidad de una acción exterior. Pero se trataba también de saber dónde buscar los fundamentos del imperativo moral, y si era posible separar del cristianismo cierto tipo de moral que durante mucho tiempo había ido asociada a él. Ahora bien, en todo este debate, parece claro que se admitieron, más o menos confusamente, tres presupuestos: según el primero, lo esencial de una moral debería buscarse en los elementos de código que puede comprender; según el segundo, la moral filosófica de la Antigüedad tardía se habría acercado al cristianismo por sus preceptos severos, en ruptura más o menos completa con la tradición anterior; finalmente, según el tercero, es en términos de elevación y de pureza como conviene comparar la moral cristiana con la que, en algunos filósofos de la Antigüedad, la habría preparado.
Apenas es posible sin embargo atenerse a esto. Ante todo hay que tener presente que los principios de la austeridad sexual no fueron definidos por primera vez en la filosofía de la época imperial. Hemos podido encontrar en el pensamiento griego del siglo IV formulaciones que eran apenas menos exigentes. Después de todo, ya lo hemos visto, el acto sexual parece haberse considerado desde hace mucho tiempo como peligroso, difícil de dominar y costoso; la medida exacta de su práctica posible y su inserción en un régimen atento habían sido requeridas desde hacía mucho tiempo. Platón, Isócrates, Aristóteles, cada uno a su manera y por razones diversas, recomendaban por lo menos ciertas formas de fidelidad conyugal. Y al amor de los muchachos podía atribuírsela el más alto valor, pero se le pedía también que practicase la abstención para que pudiese conservar el valor espiritual que se esperaba de él. Hacía pues mucho tiempo que la inquietud del cuerpo y de la salud, la relación con la mujer y con el matrimonio, la relación con los muchachos habían sido motivos para la elaboración de una moral rigurosa. Y en cierto modo, la austeridad sexual que encontramos en los filósofos de los primeros siglos de nuestra era arraiga en esta tradición antigua por lo menos tanto como anuncia una moral futura.
Con todo, sería inexacto no ver en estas reflexiones sobre el placer sexual más que el mantenimiento de una vieja tradición médica y filosófica. Es cierto que no debe desconocerse lo que pudo haber de continuidad, cuidadosamente mantenida, de reactivación voluntaria también en ese pensamiento de los primeros siglos, tan manifiestamente obsesionado por la cultura clásica. La filosofía y la moral helenísticas conocieron lo que Marrou llamaba «un largo verano». Pero esto no quita que sean sensibles varias modificaciones: impiden considerar la moral de Musonio o la de Plutarco como la simple acentuación de las lecciones de Jenofonte, de Platón, de Isócrates o de Aristóteles; impiden también considerar los consejos de Sorano o de Rufo de Éfeso como variaciones sobre los principios de Hipócrates o de Diocles.
Del lado de la Dietética y de la problematización de la salud, el cambio se señaló por una inquietud cada vez más intensa, una definición más extensa y más detallada de las correlaciones entre el acto sexual y el cuerpo, una atención más viva a la ambivalencia de sus efectos y a sus consecuencias perturbadoras. Y no es simplemente una mayor preocupación por el cuerpo; es también otra manera de enfocar la actividad sexual, y de temerla por el conjunto de sus parentescos con las enfermedades y el mal. Del lado de la mujer y de la problematización del matrimonio, la modificación consiste sobre todo en la valorización del lazo conyugal y de la relación dual que lo constituye; la justa conducta del marido, la moderación que debe imponerse no se justifican simplemente por consideraciones de estatuto, sino por la naturaleza del lazo, su forma universal y las obligaciones recíprocas que se desprenden de ello. Finalmente, del lado de los muchachos, la necesidad de la abstinencia se percibe cada vez menos como una manera de dar a unas formas de amor los más al tos valores espirituales y cada vez más como el signo de una imperfección que es la suya propia.
Ahora bien, a través de estas modificaciones de temas preexistentes puede reconocerse el desarrollo de un arte de la existencia dominado por la inquietud de uno mismo. Este arte de uno mismo no insiste ya tanto en los excesos a los que uno puede entregarse y que convendría someter para ejercer el dominio sobre los demás; subraya cada vez más la fragilidad del individuo ante males diversos que puede suscitar la actividad sexual; subraya también la necesidad de someter ésta a una forma universal por la que nos encontramos ligados y que está fundada para todos los humanos a la vez en la naturaleza y en la razón. Alega asimismo la importancia que tiene el desarrollar todas las prácticas y todos los ejercicios por medio de los cuales podemos conservar el control sobre nosotros mismos y llegar a fin de cuentas a un puro goce de uno mismo. No es la acentuación de las formas de prohibición lo que está en el origen de estas modificaciones en la moral sexual; es el desarrollo de un arte de la existencia que gravita en torno de la cuestión del «uno mismo», de su dependencia y de su independencia, de su forma universal y del lazo que puede y debe establecer con los demás, de los procedimientos por los cuales ejerce su control sobre sí mismo y de la manera en que puede establecer la plena soberanía sobre sí.
Y es en este contexto donde se produce un doble fenómeno, característico de esa ética de los placeres. Por una parte, se requiere en ella una atención más activa a la práctica sexual, a sus efectos sobre el organismo, a su lugar en el matrimonio y al papel que ejerce en él, a su valor y a sus dificultades en la relación con los muchachos. Pero al mismo tiempo que se la mira con más atención, que se intensifica el interés que se le concede, aparece más fácilmente como peligrosa y como susceptible de comprometer la relación con uno mismo que se intenta instaurar; parece cada vez más necesario desconfiar de ella, controlarla, localizarla, en la medida de lo posible, en las puras relaciones de matrimonio —a reserva de cargarla, en esa relación conyugal, de significaciones más intensas. Problematización e inquietud corren parejas, cuestionamiento y vigilancia. Cierto estilo de conducta sexual queda propuesto así por todo este movimiento de la reflexión moral médica y filosófica; es diferente del que se había dibujado en el siglo IV; pero es diferente también del que encontraremos más tarde en el cristianismo. La actividad sexual en él se emparienta con el mal por su forma y sus efectos, pero no es en sí misma y sustancialmente un mal. Encuentra su cumplimiento natural y racional en el matrimonio pero éste no es, salvo excepción, la condición formal e indispensable para que deje de ser un mal. Encuentra difícilmente su lugar en el amor por los muchachos, pero éste no queda condenado por ello al concepto de lo contra natura.
Así, en el refinamiento de las artes de vivir y de la inquietud de uno mismo se dibujan algunos preceptos que parecen bastante cercanos a aquellos cuya formulación encontraremos en las morales ulteriores. Pero esta analogía no debe engañarnos. Esas morales definirán otras modalidades de la relación con uno mismo: una caracterización de la sustancia ética a partir de la finitud, de la caída y del mal; un modo de sometimiento en la forma de la obediencia a una ley general que es al mismo tiempo voluntad de un dios personal; un tipo de trabajo sobre uno mismo que implica desciframiento del alma y hermenéutica purificadora de los deseos; un modo de cumplimiento ético que tiende a la renuncia a uno mismo. Los elementos de código que conciernen a la economía de los placeres, la fidelidad conyugal, las relaciones entre hombres podrán perfectamente seguir siendo análogos. Corresponderán entonces a una ética profundamente retocada y a otra manera de constituirse uno mismo como sujeto moral de las propias conductas sexuales.