CAPÍTULO VI

Los muchachos

Comparada con sus altas formulaciones de la época clásica, la reflexión sobre el amor de los muchachos perdió, en los primeros siglos de nuestra era, si no actualidad, por lo menos intensidad, seriedad y lo que tenía de vivo. Toma, allí donde se manifiesta, una andadura fácilmente repetitivo: jugando sobre temas antiguos —a menudo los del platonismo—, participa, pero de manera desvaída, en la reactivación de la cultura clásica. Incluso cuando la filosofía trata de volver a dar a la figura de Sócrates su prestigio de antaño, el amor de los muchachos, con los problemas que plantea, no constituye un foco activo y vivo de reflexión: las cuatro discusiones de Máximo de Tiro sobre el amor socrático no podrían proporcionar un argumento contrario.

Lo cual no quiere decir que la práctica haya desaparecido o que se haya vuelto objeto de una descalificación. Y todos los textos muestran claramente que era todavía corriente y que seguía siendo considerada como una cosa natural. Lo que parece haber cambiado no es el gusto por los muchachos, ni el juicio de valor que se hace sobre quienes tienen esa inclinación, sino la manera que se pregunta sobre él. Desuso no de la cosa misma, sino del problema; retroceso del interés que se le concede; desvanecimiento de la importancia que se le reconoce en el debate filosófico y moral. Esta «desproblematización» tiene sin duda muchos motivos. Algunos incumben a la influencia de la cultura romana; no es que los romanos fuesen más insensibles que los griegos a esa clase de placer. Pero la difícil cuestión de los muchachos como objetos del placer se planteaba, en el marco de sus instituciones, con menos agudeza que en el de una ciudad griega. Por una parte los hijos de buenas familias estaban bien «protegidos» por el derecho familiar y por las leyes públicas; los padres de familia pretendían hacer respetar el poder que ejercían sobre, sus hijos; y la famosa ley Scantinia, que —Boswell lo ha mostrado bien—[1] no prohibía la homosexualidad, defendía al adolescente libre del abuso y de la violencia. Por otra parte, y sin duda también a modo de consecuencia, el amor de los muchachos se practicaba sobre todo con los jóvenes esclavos, sobre cuyo estatuto no había que preocuparse: «En Roma el efebo de nacimiento libre era sustituido por el esclavo», dice P. Veyne.[2] Incluso helenizada, incluso impregnada de filosofía, Roma, cuyos poetas gustaban de cantar a los adolescentes, apenas dio eco a la gran especulación griega sobre el amor de los muchachos.

Además, las formas que tomaron la práctica pedagógica y sus modos de institucionalización hacían mucho más difícil de valorizar la relación con los adolescentes en términos de eficacia educativa. Cuando Quintiliano alude al momento en que el muchacho debe ser confiado al maestro de retórica, insiste en la necesidad de asegurarse de las «costumbres» de éste: «en efecto, los niños están casi formados cuando pasan a las manos de esos profesores, y convertidos en mozos, todavía siguen junto a ellos; hay que velar pues con el mayor cuidado por que su edad todavía tierna encuentre en la pureza del maestro una protección contra toda ofensa y por que el exceso de sus arrebatos sea mantenido al margen de la licencia por su gravedad»; es preciso pues que el maestro «adopte respecto de sus alumnos los sentimientos de un padre y que se considere como el representante de quienes le confían a sus hijos».[3] De manera más general, cierta disminución de la importancia de las relaciones personales de philia, así como la valorización del matrimonio y del lazo afectivo entre esposos, contribuyeron mucho sin duda a que la relación de amor entre hombres dejara de constituir la prenda de una discusión teórica y moral intensa.

Quedan sin embargo tres textos importantes: el diálogo de Plutarco sobre el amor; otro, más tardío, atribuido a Lucíano, y las cuatro disertaciones de Máximo de Tiro sobre el amor socrático. Podemos dejar de lado este último texto: no por su carácter retórico y artificial —los Amores del seudo-Luciano apenas lo son menos, y la reactivación de temas antiguos en ejercicios académicos es un rasgo de época. Pero el texto de Máximo de Tiro está dedicado esencialmente —en eso consiste su tradicionalidad— a la distinción y la comparación, en unas relaciones masculinas, entre dos clases de amor: el que es bello y justo y el que no lo es.[4] Esta distinción Máximo de Tiro la hace coincidir, según la tradición platónica, con la oposición entre el amor verdadero y el que no es más su falsa apariencia. Y a partir de allí, desarrolla la comparación sistemática y tradicional de los dos amores. Según las cualidades que les pertenecen propiamente: uno implica virtud, amistad, pudor, franqueza, estabilidad; el otro implica exceso, odio, impudor, infidelidad. Según las maneras de ser que los caracterizan: uno es helénico y viril, el otro es afeminado y bárbaro. Según las conductas finalmente en que se manifiestan: uno cuida al amado, lo acompaña al gimnasio, a la caza, al combate; lo sigue en la muerte, y no es ni en la noche ni en la soledad donde busca su compañía; el otro en cambio huye del sol, busca la noche y la soledad y evita ser visto con aquel al que ama.[5]

Los diálogos de Plutarco y del seudo-Luciano sobre el amor están construidos de manera muy diferente. Su Erótica es también binaria y comparativa: se trata una vez más de distinguir dos formas de amor y de confrontar su valor. Pero en lugar de que esa comparación suceda en el interior de un Eros dominado, si es que no enteramente representado, por el amor masculino, para hacer aparecer en él dos formas moralmente desiguales, parte de dos formas de relaciones naturalmente distintas: la relación con los muchachos y la relación con las mujeres (y más precisamente la que se puede tener con la esposa legítima en el marco del matrimonio); y es a esas dos formas presentadas como distintas a las que se les hará la pregunta del valor, de la belleza y de la superioridad morales. Con estas diversas consecuencias que modifican considerablemente la cuestión de la erótica: que el amor por las mujeres y singularmente el matrimonio forman parte de pleno derecho del terreno del Eros y de su problematización; que ésta toma apoyo en la oposición natural entre el amor al propio sexo y el amor al otro, y finalmente que la valorización ética del amor no podrá ya efectuarse con elisión del placer físico.

Tal es la paradoja: fue en torno a esta cuestión del placer como se desarrolló la reflexión sobre la pederastia en la Antigüedad griega; es en torno de esa misma cuestión como va a entrar en receso. Es el matrimonio, como lazo individual susceptible de integrar las relaciones de placer y de darles un valor positivo, el que va a constituir el foco más activo para la definición de una estilística de la vida moral. El amor de los muchachos no se convertirá por ello en una figura condenada. Encontrará ciertamente todavía maneras de expresarse en la poesía y en el arte. Pero sufrirá una especie de «contracatexis» filosófica. Cuando se le interrogue, en lugar de buscar en él una de las formas más altas posibles del amor, se le objetará, como una insuficiencia radical, su incapacidad de dar un lugar a las relaciones de placer. La dificultad de pensar las relaciones entre esa forma de amor y el uso de las aphrodisia había sido durante mucho tiempo el motivo de su valorización filosófica; se convierte ahora en la razón de ver en él un gusto, un hábito, una preferencia que pueden tener su tradición, pero que no podrían definir un estilo de vida, una estética de la conducta y toda una modalidad de relación con uno mismo, con los otros y con la verdad.

El diálogo de Plutarco y el del seudo-Luciano dan fe a la vez de esa legitimidad todavía reconocida al amor de los muchachos y de su declinación creciente como tema vivo de una estilística de la existencia.

1. PLUTARCO

El Diálogo sobre el amor de Plutarco se abre y se cierra bajo el signo del matrimonio. Después de su boda, Plutarco, con su mujer, ha ido en peregrinación a Tespias: quieren sacrificar al dios y pedirle que favorezca esa unión que una desavenencia entre sus familias colocaba bajo los peores auspicios. Caen en casa de sus anfitriones en medio de una pequeña agitación: el joven Bacón, efebo codiciado, ¿debe o no casarse con la mujer que le persigue? Debate, peripecia, rapto. El diálogo termina cuando todo el mundo se prepara a formar el cortejo de esos nuevos esposos y sacrificar al dios benevolente. El diálogo se desarrolla de un matrimonio al otro.[6]

Se desarrolla también bajo el signo de Eros, en el momento de las Erotidia, esas fiestas que se celebraban en Tespias cada cuatro años, en honor «del Amor y de las Musas». Es a ese dios al que Plutarco ha tomado a pechos pedir protección para su matrimonio; es a ese dios al que se invocará para las bodas dudosas de Bacón con Ismenodora: pues parece por cierto que él «aprueba y favorece con su benevolencia lo que está realizándose».[7] Entre tanto, Plutarco habrá tenido que vagar para cantar un largo elogio de Eros, de su divinidad, de su antigüedad, de su poder, de sus beneficios, de la fuerza con la que eleva y atrae a las almas; así habrá contribuido por su parte al culto del dios que celebran al mismo tiempo por toda la ciudad en fiesta. Eros y Gamos, la fuerza del amor y el lazo conyugal en sus relaciones mutuas: tal es el tema del diálogo. La finalidad de los ritos religiosos que le sirven de marco es clara: que el poder de Eros, llamado a la protección de la pareja, triunfe de la desavenencia de las familias, apacigüe entre los amigos la disensión y asegure la felicidad de las vidas conyugales. La meta teórica del debate es conforme a esta práctica de piedad; la funda en la razón: mostrar que el lazo conyugal, más que cualquier otra relación, es capaz de acoger la fuerza del Amor, y que ésta encuentra, entre los humanos, su lugar privilegiado en la pareja.

El pretexto de la conversación y las peripecias exteriores que suscitan sus desarrollos sucesivos son relatados de manera solemne e irónica: es un acontecimiento «patético», que tiene todos los rasgos «de un drama»; para representarlo, se necesitaría «un coro» y haría falta «un escenario».[8] De hecho, se trata de un pequeño episodio cómico. Bacón, el adolescente deseable —es hermoso, es virtuoso—, es perseguido por un erasto, Pisias; pero también por una viuda, mucho mayor que él. Esta última había sido encargada de buscarle una esposa conveniente; no había encontrado nada, ni a nadie, mejor que ella misma; asedia al muchacho, lo persigue, lo rapta, organiza ya la boda en las barbas del amante, furioso y luego resignado. El diálogo comienza cuando se saben ya los proyectos de la temible viuda, pero antes de que haya llevado a cabo su golpe autoritario. El chico por consiguiente está todavía entre sus dos perseguidores: no sabe qué camino escoger; como ha remitido la decisión a sus mayores, éstos van a deliberar de ello. La discusión tiene pues lugar entre dos partidarios del amor de los muchachos, Protógenes y Pisias, y dos partidarios del de las mujeres, Antemión y Dafneo. Se desarrolla delante de Plutarco que, muy pronto, abandona el papel de testigo, pone en sus manos el debate, lo lleva hacia una teoría general del amor: habiendo desaparecido entonces los primeros campeones de los dos amores, tendrá como interlocutores, y adversarios, a Pemptides y sobre todo a Zeuxipo, que tienen del amor una concepción materialista y del matrimonio una idea agresivamente crítica a la que Plutarco tendrá que replicar.

Tocamos aquí uno de los rasgos notables del diálogo.

Parte del esquema tradicional —ya sea en las figuras míticas o en la casuística moral— de la encrucijada de los caminos: hay dos vías, ¿cuál escoger?, ¿la del amor a los muchachos o la del amor a las mujeres? Ahora bien, de hecho el debate no plantea exactamente este problema: mientras que en los textos platónicos el Eros masculino y noble se opone al fácil múltiple, físico, «pandemiano» (que, manifiestamente, es el que puede practicarse con muchachos y muchachas fuera del matrimonio), la elección en Plutarco es entre los muchachos por una parte, y el matrimonio por la otra, como si fuese efectivamente donde se cumple la relación con las mujeres.

Otro elemento distintivo en el diálogo de Plutarco es el personaje de la mujer en persecución del muchacho. Todos los rasgos que la marcan son significativos. Es mayor que el muchacho, aunque está todavía en su juventud; es más rica que él; tiene un estatuto social más importante; la vida pasada le ha dado ya experiencias.[9] Este tipo de situación no es extraordinario en Grecia —a la vez debido a la escasez de mujeres y a la estrategia de los matrimonios. Pero se sentía sin embargo cierta reticencia ante esta clase de unión, y el marido más joven y más pobre se encontraba por relación con su mujer en una situación un poco embarazoso, desde el momento en que la preeminencia del marido era estatutaria en las relaciones matrimoniales. Se encuentran por lo demás, en los textos consagrados a la vida conyugal, muchas observaciones sobre estos inconvenientes; Plutarco, en la Vida de Solón, recomienda al magistrado que encuentra al joven que se afana en torno a una vieja, «como un macho en tomo a una perdiz», que lo haga pasar a la casa de una muchacha necesitada de esposo.[10] Pisias por lo demás no dejará de recordar esos temores habituales a los partidarios del matrimonio de Bacón.[11] Sin ser enteramente excepcional, era ésta una unión paradójica y peligrosa, donde se señalaban demasiado los intereses de uno y los apetitos del otro para que dejase presagiar una existencia dichosa y sensata. Lo que le es propuesto a Bacón —contra el amor pederasta— es pues no el mejor, sino el menos bueno de los matrimonios posibles. La discusión que lo justificará y el desenlace que lo hará triunfar no tendrán por ello sino más valor aún.

Pero hay que señalar todavía otro rasgo paradójico. Ismenodora, la viuda ardiente, es una mujer llena de cualidades: es virtuosa; lleva una «vida recatada»; está rodeada del respeto de la opinión; nunca «ha corrido sobre ella una maledicencia»; nunca «ha rozado su casa la sospecha de un acto vergonzoso».[12] No obstante se ha lanzado sin vergüenza en persecución del muchacho; se lo habían confiado para que pudiese favorecer su matrimonio; pero al escuchar tanto elogio de él, al ver con sus propios ojos su belleza y sus cualidades, al comprobar que era perseguido por tantos valiosos amantes, lo ama a su vez. Más aún, lo persigue; lo acecha cuando regresa del gimnasio, a falta de poder acompañarle allá, y con la complicidad de algunos amigos, lo «rapta». Es sabido que esos «raptos» —en parte reales, en parte también arreglados— eran un elemento frecuente si no en la realidad misma, por lo menos, con seguridad, en la literatura pederasta. Muchos relatos míticos e históricos giran en torno a uno de esos episodios de violencia. Las Historias de amor atribuidas a Plutarco, aquellos de los Discursos de Máximo de Tiro que están dedicados al amor socrático, se refieren a ellos.[13] y si una persona de tanta virtud como Ismenodora se entrega a semejante asalto, es que es presa «de un impulso divino, más fuerte que la razón humana». Ahora bien, todos estos rasgos (la diferencia de edad, el mérito reconocido, el interés dedicado a las cualidades morales y a la buena fama del amado, la iniciativa de la persecución, la violencia de la inspiración divina) son fácilmente reconocibles: son los que caracterizan al amante de los muchachos en el modelo pederasta tradicional. Ismenodora, en la descripción de Plutarco, está exactamente en la posición del erasto. De suerte que en el fondo Bacón no tiene que escoger realmente entre dos formas de amor profundamente diferentes —el que puede anudarse entre un joven bien dotado y un hombre mayor que se interesa en la belleza de su amigo, y el que se establece entre un marido y una mujer para administrar un patrimonio y educar a unos hijos—; sino entre las dos formas de un mismo amor con la única diferencia de que en un caso es el amor de un hombre, en el otro de una mujer. Que se trata del mismo tipo de relación es lo que señala muy explícitamente Plutarco en una de sus intervenciones en favor del matrimonio con Ismenodora: nadie, dice, puede prescindir de una autoridad ni ser perfecto por sí mismo; «el efebo está sometido al gimnasiarca, el adolescente al erasto, el adulto a la ley, y al estratega… ¿Es entonces escandaloso que una mujer llena de buen sentido y ya avanzada en edad gobierne la vida de su joven marido, mostrándose a la vez útil por la superioridad de su experiencia (tõi phronein mallon) y agradable por su afecto (tõi philein) y su ternura?»[14]

Se ve que el diálogo de Plutarco está subtendido por dos movimientos: por una parte el deslizamiento debido a la discusión misma; la cuestión de la elección que el amado debe hacer entre sus dos amantes se convierte subrepticiamente en la cuestión del amor bajo sus dos formas posibles —por los muchachos o por las muchachas—, y por otra parte la transferencia permitida por la situación paradójica de la intriga, que carga la relación con una mujer de las mismas virtualidades éticas que la relación con un hombre. En la pequeña dramaturgia que subtiende las peripecias del diálogo, el objetivo de todo el debate aparece claramente: se trata de formar una concepción del amor único; ésta no rechazará los valores propios del amor pederasta, los incluirá por el contrario en una forma más amplia, más compleja y tal que finalmente sólo la relación con las mujeres y más precisamente con la esposa podrá ponerla en obra.

Se siente uno tentado a ver en este diálogo de Plutarco uno de los numerosos concursos retóricas que hacían enfrentarse, para designar a un vencedor, el amor de las mujeres y el amor de los muchachos. Mirado así, puede pasar por uno de los más ardientes alegatos en favor del afecto y de los placeres conyugales, y es legítimo colocarlo al lado de los tratados estoicos sobre el matrimonio; con ellos tiene en común cantidad de temas y cantidad de formulaciones. Pero se trata en este texto de muy otra cosa que de una argumentación en favor del matrimonio y contra la pederastia. Puede verse en él el esbozo de un cambio importante en la Erótica antigua. Esta transformación puede resumiese brevemente: mientras que apenas se aceptaba ninguna discontinuidad, ninguna frontera insalvable, ninguna desviación importante de valores en la práctica de las aphrodisia, en cambio la elaboración de la Erótica era netamente dualista: dualismo doble además, y por sí mismo bastante complejo, puesto que por una parte oponía el amor vulgar (aquel donde los actos sexuales son preponderantes) y, el amor noble, puro, elevado, celestial (donde la presencia de esos mismos actos queda, si no anulada, por lo menos velada), y puesto que por otra parte se hacía resaltar la especificidad del amor por los muchachos cuya aspiración, forma, metas, efectos se suponía, por lo menos si se adecuaba uno bien a su verdadera naturaleza, que eran diferentes de lo que podía encontrarse en los otros amores. Estos dos dualismos tendían por lo demás a recubrirse, puesto que se admitía que el amor «verdadero» por los muchachos no podía ser sino un amor puro y desprendido de la búsqueda vulgar de las aphrodisia (la que anima al deseo por las mujeres o al apetito desviado por los muchachos). Un campo continuo de las aphrodisia, y una Erótica de estructura binaría: es esta configuración la que empieza a invertirse aquí. El Diálogo de Plutarco puede dar testimonio de ese movimiento que de hecho no terminará sino mucho más tarde, cuando se edifique una concepción absolutamente unitaria del amor, mientras que la práctica de los placeres, por su parte, quedará dividida por una frontera estricta: la que separa las conjunciones de un sexo con el otro y las relaciones interiores a un mismo sexo. Es ese régimen el que en conjunto sigue siendo el nuestro hoy, solidificado como está por una concepción unitaria de la sexualidad que permite señalar estrictamente el dimorfismo de las relaciones, y la estructura diferencial de los deseos.

En el Diálogo de Plutarco se ve el esfuerzo por constituir una Erótica unitaria, muy netamente organizada sobre el modelo de la relación hombre-mujer e incluso marido-mujer; por relación con este amor único (se supone que es el mismo, ya se dirija a mujeres o a muchachos), el apego pederasta se encontrará de hecho descalificado, pero sin que por ello se trace un límite severo, como se trazará más tarde, entre los actos «homo» o «heterosexuales». Todo lo que se juega en el texto gira en torno a esta unificación de la Erótica. Se opera por medio de una discusión crítica (la del «dualismo»), por medio de la elaboración de una teoría unitaria (la del amor) y por medio de la entrada en juego de un concepto fundamental (el de Charis, la Gracia).

1. La exposición y la crítica del «dualismo» tradicional pueden resumiese rápidamente. Este dualismo es defendido obviamente por los partidarios del amor a los muchachos. Protógenes y Pisias, por lo demás, abandonarán muy pronto el escenario —en cuanto se conozca el rapto de Bacón: han estado allí el tiempo necesario para celebrar una última vez la Erótica diferencial. Según ésta, el amor de los muchachos es a la vez diferente de la inclinación hacia las mujeres y superior a ella por dos razones: una que incumbe a su posición respectiva en relación con la naturaleza— y la otra que concierne al papel desempeñado en cada uno de ellos por el placer.

Los partidarios del amor de los muchachos hacen por cierto una breve alusión al argumento frecuente que opone todo lo que de artificial hay en las mujeres (adornos y perfumes en unas, navajas de barbero, filtros y afeites en las más desvergonzadas) a la naturalidad de los muchachos que encuentra uno en la palestra.[15] Pero lo esencial de su argumento contra el amor por la mujeres es que no es nada más que una inclinación natural. Es la naturaleza en efecto, dice Protógenes, la que ha puesto en nosotros un apetito (orexis) que empuja a los dos sexos el uno hacia el otro; era necesario en efecto que nos veamos empujados a procrear, como nos vemos empujados a alimentarnos. Pero se ve bien que este mismo tipo de apetito lo encontramos en las moscas por la leche, en las abejas por la miel; lo encontraríamos asimismo en los cocineros por los pollos y por las terneras. A todos esos apetitos Protógenes no imagina darles el nombre de Amor.[16] La naturalidad del impulso hacia el otro sexo no condena, evidentemente, la indispensable práctica que nos hace unirnos a las mujeres, pero limita su valor a la de una conducta que puede encontrarse por todas partes en el mundo animal y que tiene por razón de ser una necesidad elemental. El carácter natural de las relaciones con las mujeres es invocado por Protógenes para señalar su imperfección, y para trazar la diferencia con un amor de los muchachos que, por su parte, desdeña tales necesidades y apunta mucho más alto. De hecho, no desarrolla lo que es para él ese amor más allá de la naturaleza: será Plutarco quien retome esos temas platónicos, pero para integrarlos, contra los defensores de los muchachos, en una concepción unitaria del amor.

La otra diferencia queda señalada por el papel del placer. La atracción hacia las mujeres no puede desprenderse de él; el amor a los muchachos, por el contrario, no es verdaderamente conforme a su esencia sino cuando se libera de él. Para sostener esta tesis, la argumentación utilizada por Protógenes y Pisias es más bien estoica. Alegan que la relación con las riluieres ha sido en efecto dispuesta por la naturaleza para la conservación de la especie: pero las cosas han sido arregladas de tal manera que el placer está asociado a este acto. Por esta razón, el apetito, la pulsión (orexis, hormē) que nos empujan hacia él están siempre listos a hacerse violentos y sin freno: entonces se transforman en deseo (epithymia). Así nos vemos impulsados de dos maneras hacia ese objeto natural que constituye la mujer; por el apetito, movimiento de la naturaleza que se propone como fin razonable la sobrevivencia de las generaciones, y que utiliza como medio el placer, y por el deseo, movimiento violento y sin regla interna, que se propone «como fin el placer y el goce».[17] Se ve bien que ni uno ni otro pueden ser el Amor en su verdad: el primero, porque es natural y común a todos los animales; el segundo, porque rebasa los límites razonables y ata al alma a las voluptuosidades físicas.

Conviene pues excluir de la relación entre hombres y mujeres la posibilidad misma del Eros. «Ninguna parcela del amor puede entrar en el gineceo»,[18] dice Protógenes en una fórmula a la que los partidarios de los muchachos dan dos significaciones: la naturaleza del deseo, que ata a un hombre a una mujer «por el sexo», como un perro a su hembra, es excluyente del amor, y por otra parte no sería conveniente, para una mujer prudente y casta, sentir «amor» por su marido y aceptar «ser amada» por él (eran, erastai).[19] No hay pues más que un amor verdadero, el de los muchachos: porque los placeres indignos están ausentes de él y porque implica necesariamente una amistad que es indisociable de la virtud; si por lo demás el erasto comprueba que su amor no suscita en el otro «amistad y virtud», entonces renuncia a sus cuidados y a su fidelidad.[20]

A ese argumentarlo tradicional, respuesta esperada. Es la denuncia por Dafneo de la hipocresía pederasta. Como si Aquíles en llanto no hubiese evocado los muslos de Patroclo, como si Solón, a propósito de los muchachos en flor, no hubiese cantado «la dulzura de sus muslos y de sus labios», el amador de muchachos gusta de darse aires de filósofo y de sabio, pero sin duda no espera más que una ocasión, y por la noche, cuando todo reposa, «dulce es la recolecta en ausencia del guardián». Se ve el dilema: o bien las aphrodisia son incompatibles con la amistad y el amor, y en ese caso los aficionados a los muchachos que en secreto gozan de los cuerpos deseados han caído de la dignidad del amor, o bien se acepta que las voluptuosidades físicas toman su lugar en la amistad y en el amor, y entonces ya no hay razón para excluir de éstos la relación con las mujeres. Pero Dafneo no se limita a eso; recuerda también la otra gran alternativa que se objetaba a menudo a la conducta de los amantes y al placer que trataban de encontrar: si el erómeno es virtuoso, no se puede obtener ese placer sino haciéndole violencia, y si consiente, no hay más remedio que reconocer entonces que nos las habemos con un afeminado.[21] No hay que buscar pues en el gusto por los muchachos el modelo primero de todo amor; conviene más bien considerarlo como «un retardatario, nacido de padres demasiado viejos, un bastardo, un hijo de las tinieblas que trata de expulsar al Amor legítimo, su hermano mayor»;[22] a menos, como sugiere Dafneo, que el gusto de los muchachos y el de las mujeres no sean en el fondo sino una sola y misma cosa.[23]

Pero la verdadera elaboración de la teoría general del amor se hace después de la partida de los primeros adversarios y fuera de su presencia, como si fuera preciso, para alcanzar el objeto principal del debate, decir adiós a ese confrontamiento familiar. Hasta entonces, observa Pemptides, el debate había versado sobre cuestiones personales, hay que orientarlo hacia temas generales.

2. La parte central del diálogo está constituida por un elogio del Amor en el modo tradicional de la alabanza de un dios: se establece su carácter verdaderamente divino (Plutarco se opone aquí a la tesis, de inspiración epicúrea, esbozada por Pemptides, a saber que los dioses no serían más que nuestras pasiones, y muestra que el Amor que se apodera de nosotros es el efecto de una potencia necesariamente divina); se compara su poder con el de los otros dioses (pasaje importante pues muestra cómo Eros es un complemento necesario de Afrodita: sin él, la obra de Afrodita no sería nada más que el solo placer de los sentidos, y se podría comprar por un dracma; es también, contrariamente a lo que se dice, más valeroso y vigoroso que Ares: es por amor recíproco por lo que los amantes, en la guerra, se arrojan sobre el enemigo, combaten audazmente hasta la muerte con tal de no huir en la vergüenza); se describe su acción sobre el alma de los hombres a la que vuelve «generosa, compadecida, liberal, y a la que deja toda transida como por una posesión divina». Finalmente, el elogio termina con una referencia a mitos egipcios y una exposición de la teoría platónica.

Lo que es notable en este elogio es que todos sus elementos corresponden a la Erótica tradicional de la pederastia. La mayoría de los ejemplos están tomados del amor por los muchachos o del ejemplo de Safo (Alcesto y Admeto forman más o menos la única excepción). Y en efecto es bajo la especie del dios de los amores con muchachos como de hecho aparece Eros en las alabanzas que se le dirigen. Y sin embargo, ese canto es pronunciado por Plutarco, que se declara al mismo tiempo «coreuta del amor femenino»; se trata para él de ilustrar la tesis general propuesta por Dafneo: «si no miramos sino a la verdad, comprobamos que la atracción por los muchachos y la atracción por las mujeres proceden de un solo y mismo Amor».[24]

En efecto, ésta es sin duda, al parecer, la prenda esencial del diálogo. La pequeña comedia del rapto «pederasta» de Bacón por Ismenodora le sirve simplemente de marco y de ilustración inmediata. Todo lo que la Erótica de los muchachos ha podido reivindicar como carácter propio de esa forma de amor (y por oposición al amor falso por las mujeres) es reutilizado aquí, sin que se eluda nada, todo lo contrario, de la gran tradición pederasta. Pero se trata de utilizarla como forma general capaz de subsumir uno y otro amor, y en particular de aplicarlo no sólo a la atracción por las mujeres, sino al lazo conyugal mismo.

Después de una intervención de Zeuxipo —que los manuscritos no nos han transmitido y que debía criticar el amor conyugal, no en nombre de la pederastia, sino en términos epicúreos—, Plutarco vuelve a tomar la palabra para establecer tres puntos esenciales. Primero subraya que si el Amor es en efecto lo que se ha dicho, hace sentir su presencia, su poder y sus efectos lo mismo en las relaciones entre los dos sexos que en las relaciones con los muchachos. Admitamos un instante la tesis epicúrea: las imágenes emanadas del cuerpo amado, que son transportadas hasta los ojos de aquel que ama, que penetran en su cuerpo, lo conmueven y lo agitan hasta la formación de esperma; no hay razón para que este mecanismo sea provocado por los muchachos y no pueda serlo por las mujeres.[25] Admitamos en cambio la tesis platónico hacia la que se inclina Plutarco: si «a través del frescor y la gracia de un cuerpo» se percibe la belleza de un alma, y ésta, recordando el espectáculo de lo alto, da alas a nuestra alma, ¿por qué la diferencia de los sexos habría de actuar aquí, donde no se trata sino de «la belleza» y de la «excelencia en estado natural»?[26] Ese elemento de la virtud —aretē— con el que la Erótica tradicional de los muchachos señalaba una de sus diferencias importantes con la inclinación hacia las mujeres, Plutarco muestra que rebasa toda diferencia de sexo: «Se ha dicho que la belleza es la flor de la virtud. Ahora bien, es absurdo pretender que las mujeres no producen esa flor y no manifiestan ninguna tendencia a la virtud… Los dos sexos presentan en común los mismos caracteres.»[27]

En cuanto a la amistad que los pederastas quieren retener sólo para el amor a los muchachos, Plutarco muestra que puede marcar asimismo la relación de un hombre con una mujer. O por lo menos (y esta especificación es evidentemente capital) con su mujer. Es la conyugalidad y sólo ella la que asegura la forma de la amistad en el lazo entre sexos. Esa conyugalidad, Plutarco la evoca aquí brevemente, en algunos rasgos que recuerdan los Preceptos conyugales; implica el compartir la existencia a todo lo largo de una vida común (Plutarco juega con las palabras stergein, amar, y stegein, abrigar, guardar en casa); reclama la benevolencia mutua (eunoia); supone la comunidad perfecta, y la unidad de las almas, en cuerpos distintos, unidad tan fuerte que los esposos «ya no quieren ya no piensan ser dos»;[28] finalmente exige la temperancia recíproca, la sõphrosynē que hace renunciar a todo otro lazo.

Sobre este último punto es sobre el que la transposición de la teoría del Eros a la práctica de la vida conyugal es más interesante; pues sugiere del alto valor del matrimonio una idea muy diferente de la que hemos podido encontrar en los estoicos. Plutarco, en efecto, opone a la temperatura que viene «del exterior», que no es sino obediencia a las leyes, y que es impuesta por la vergüenza y el temor, la temperancia que es efecto de Eros; es él en efecto, cuando inflama a los dos esposos el uno por el otro, quien aporta «el dominio de uno mismo, la reserva y la lealtad»; en el alma amorosa de los esposos, introduce «el pudor, el silencio, la calma»; le confiere «una compostura reservada» y la vuelve «atenta a un solo ser». Es fácil reconocer aquí los caracteres del Eros pederasta, operador de virtud y de mesura en el alma de los amantes, principio, en los más perfectos como Sócrates, de esa retención que le hacía callarse y conservar el dominio de sus deseos delante de aquellos a los que amaba. Plutarco transpone a la dualidad conyugal los rasgos que durante mucho tiempo se habían reservado a la philia de los amantes del mismo sexo.

Sin embargo la constitución de una teoría general del amor válida para la relación con mujeres como para la relación con muchachos está sesgada: Plutarco no ha pasado, como le pedía Dafneo y como él pretendía hacer, de un amor particular a un amor más general. Ha tomado de la erótica de los muchachos sus rasgos fundamentales y tradicionales, y eso para mostrar, no que puede aplicarse a todas las formas de amor, sino al lazo conyugal exclusivamente.

3. Tal es en efecto el objetivo final del diálogo: mostrar que esa cadena única del amor, que puede encontrar en el matrimonio su realización perfecta, no podría tomar un lugar, por lo menos bajo su forma completa, en la relación con los muchachos. Si esa relación, con sus valores tradicionales, pudo servir de soporte y de modelo a la concepción general del amor, se encuentra, a fin de cuentas, invalidada y caduca: amor imperfecto cuando se lo compara con el de los esposos.

¿Dónde hace residir Plutarco esa imperfección? Mientras tuvo una erótica dualista que distingue el amor verdadero —por puro— del amor falso, engañador —por físico—, la ausencia de las aphrodisia no era simplemente posible, era necesaria para hacer de ésta la relación de amor por excelencia. Pero la constitución de una erótica general, que liga fuertemente a Eros y a Afrodita, cambia los datos del problema; la elisión de las aphrodisia deja de ser una condición y se convierte en un obstáculo. Plutarco lo dice explícitamente: si Afrodita, sin Eros, no ofrece más que un placer fugaz que puede comprarse por unas pocas dracmas, Eros sin Afrodita no es menos imperfecto cuando le falta el placer físico; un amor sin Afrodita es «como una embriaguez sin vino, provocada por una bebida sacada de los higos y de la cebada; no puede ser más que una turbación sin fruto (akarpon) y sin plenitud (ateles), que se transforma pronto en asco y repugnancia».[29]

¿Pero puede el amor de un muchacho dar lugar a las aphrodisia? El argumento es conocido:[30] o bien las relaciones sexuales son allí impuestas por la violencia y el que las sufre no puede sentir sino ira, odio y deseo de venganza, o bien son consentidas por aquel que, debido a su «blandura», a su «feminidad», «encuentra placer en ser pasivo» (hēdomenos tõi paschein), cosa «vergonzosa», «contra natura», y que lo rebaja al rango más bajo.[31] Plutarco vuelve aquí al «dilema del erómeno»: violentado, siente odio, y consintiendo, suscita el desprecio. Los adversarios tradicionales de la pederastia se atienen a eso. Pero el análisis de Plutarco va más lejos, tratando de definir lo que le falta al amor de los muchachos y le impide ser, como el amor conyugal, una composición armoniosa de Eros y de Afrodita, donde el lazo entre las almas va asociado al placer físico. Esta falta, Plutarco la designa con una palabra: el amor de los muchachos es acharistos.

El término charis, que aparece en varias ocasiones en el transcurso del diálogo, parece ser en efecto una de las claves de la reflexión de Plutarco. Es introducido en todo caso con mucha solemnidad al principio del texto, antes de la constitución de la gran teoría del Amor único. Es Dafneo el primero que lo utiliza como argumento «todopoderoso» en favor de su tesis:[32] el amor por las mujeres tiene la peculiaridad, dice, de que al practicar las relaciones sexuales tales como la naturaleza las ha instaurado, puede conducir hacia la amistad (eis philian), pasando por la charis. Y Dafneo da tanta importancia a este término que se dedica de inmediato a definirlo y a darle algunos grandes padrinazgos poéticos; charis es el consentimiento que, de buen grado, la mujer concede al hombre, consentimiento que no puede aparecer sino con la nubilidad, según Safo, y cuya ausencia en la relación sexual puede dar, según Píndaro, nacimientos poco agraciados: así Hefesto había sido concebido por Hera «aneu charitõn».[33]Se ve claramente el papel que se asigna a esa aquiescencia: integrar la relación sexual, con sus dos polos de actividad y de pasividad definidos por la naturaleza, en las relaciones recíprocas de benevolencia e inscribir el placer físico en la amistad.

Después de esta presentación preliminar, y una vez establecida la doctrina unitaria del amor, la cuestión de la charis se hace preponderante al final del diálogo; es ella la que va a servir de discriminante entre el amor de las mujeres y el amor de los muchachos, de los que sólo el primero es capaz de dar lugar a esta forma completa, en la que se unen, gracias a la dulzura del consentimiento, el placer de Afrodita y la virtud de la amistad. Pero esta unión, Plutarco no la concibe simplemente como una tolerancia que concediese, en el lazo conyugal, un lugar más o menos utilitario (para la procreación por ejemplo) a los actos sexuales. Hace de éstos por el contrario el punto de partida de toda la relación de afecto que debe animar el lazo conyugal. El placer físico, en la medida justamente en que la dulzura del consentimiento excluye todo lo que pudiese ser violencia, engaño y baja complacencia, puede estar en el origen mismo de las reciprocidades afectuosas que el matrimonio necesita: «La unión física con una esposa es fuente de amistad, como una participación en común en grandes misterios». La voluptuosidad es poca cosa (es ésta una expresión tradicional en los enemigos del placer físico), pero, añade en seguida Plutarco, «es como el germen a partir del cual crecen día a día entre los esposos el respeto mutuo (timē), la complacencia (charis), el afecto (agapēsis) y la confianza (pistis)».[34]

A ese papel fundamental y a esa función germinativa del placer físico Plutarco les da un aval histórico solemne; lo encuentra en la legislación de Solón que prescribía a los esposos que se acercasen a su mujer «por lo menos tres veces al mes». En la Vida de Solón evocaba también esa ley, indicando que no valía sino para el matrimonio de las muchachas epiclaras: la necesidad de una descendencia a quien transmitir un patrimonio era su motivo, pero, añadía Plutarco, hay algo más: pues en ese acercamiento regular, incluso cuando «de él no resultan hijos», se trata «de un homenaje rendido a una mujer honesta», «de una señal de afecto que disipa en cada ocasión el cúmulo de las contrariedades e impide provocar una aversión completa».[35] A ese papel de la relación sexual como principio de acercamiento regular y garantía de buen entendimiento, Plutarco, en el Diálogo sobre el amor, le presta una formulación aún más solemne. Hace de él una manera de volver a dar fuerza a ese lazo conyugal, un poco como se reactiva una convención: «Así como los estados renuevan de vez en cuando los tratados que los ligan, Solón quería que el matrimonio fuese en cierto modo renovado, templado de nuevo por el efecto de esa señal de ternura, a pesar de todos los agravios mutuos que pueden acumularse en la vida común de cada día.»[36] El placer sexual está pues en el centro de la relación matrimonial como principio y como prenda de la relación de amor y de amistad. La funda o, en todo caso, le renueva el vigor como a un pacto de existencia. Y si Plutarco alude a lo que puede haber de «hiriente» para la mujer en las relaciones sexuales que tienen lugar en los primeros tiempos del matrimonio, muestra también lo que hay de necesario, en esa misma «mordedura», para la constitución de una unidad conyugal viva, sólida y duradera. Recurre a tres metáforas: la de la planta que se injerta y que es necesario rajar para que forme con el injerto un árbol capaz de dar los frutos que se desean; la del niño o el joven a quien hay que inculcar, no sin penalidades para él, los primeros rudimentos de un saber del que sacará ventajas y provecho más tarde; finalmente la del líquido que se vierte en otro: después de un primer tiempo de perturbación y de efervescencia, la mezcla se produce, y así se realiza esa di’holõn krasis a la que se referían igualmente los Preceptos conyugales;[37] y juntos forman un nuevo líquido del que nadie podrá ya disociar los dos componentes. Cierto sufrimiento, cierta agitación y desorden son inevitables al principio de las relaciones conyugales, pero ésa es la condición para que se forme la unidad nueva y estable.

Y Plutarco llega así a la formulación esencial: «En el matrimonio, amar es un mayor bien que ser amado.»[38] La fórmula es importante en la medida en que, en toda relación de amor, la erótica tradicional marcaba fuertemente la polaridad del amante y del amado y la necesaria disimetría entre el uno y el otro. Aquí, es la doble actividad de amar, presente en los dos cónyuges, la que constituye el elemento esencial. Y por razones que es fácil desbrozar. Esta doble actividad de amar es principio de reciprocidad: es porque cada uno de los dos ama al otro por lo que acepta su amor, consiente en recibir sus señales y ama así ser amado. Es pues también principio de fidelidad puesto que cada uno de los dos puede tomar como regla de su conducta y razón para limitar sus deseos el amor que siente por el otro. «Cuando se ama, se escapa a todo lo que estropea y altera la unión conyugal.»[39] Esta unión debe su valor y su estabilidad al esquema del doble amor en que cada uno de los dos es, desde el punto de vista del Eros, y permanentemente, sujeto activo; por el hecho de esta reciprocidad en el acto de amar, las relaciones sexuales pueden tomar lugar en la forma del afecto y del consentimiento mutuos. Por comparación con este modelo relacionar, la práctica de los muchachos, con la distinción fuertemente marcada del erasto y el erómeno, con el dilema de la pasividad, con la necesaria fragilidad de la edad, no puede ser sino inadecuada. Le falta la doble y simétrica actividad de amar; le falta por consiguiente la regulación interior y la estabilidad de la pareja. Está desprovisto de esa «gracia» que permite a las aphrodisia integrarse en la amistad para constituir la forma completa y acabada del Eros. La pederastia, podría decir Plutarco, es un amor al que le falta «la gracia».

En suma el texto de Plutarco da fe de la constitución de una erótica que, en ciertos puntos esenciales, es diferente de la que la civilización griega había conocido y desarrollado. No enteramente diferente, puesto que, como lo muestra el gran pasaje central dedicado al elogio de Eros, siguen siendo siempre las nociones tradicionales las que desempeñan un papel esencial. Pero esta erótica platonizante es utilizada por Plutarco para producir efectos diferentes de aquellos a los que iba asociada habitualmente. Durante mucho tiempo había servido para marcar la existencia de dos amores distintos y opuestos (uno bajo, vulgar, orientado hacia las aphrodisia, el otro elevado, espiritual, orientado hacia la inquietud de las almas), pero también para restablecer entre ellos una especie de unidad, puesto que sólo el segundo se consideraba como verdadero, mientras que el otro no era más que su sombra terrestre y su simulacro. Plutarco hace jugar estas mismas nociones platónicos en una erótica que apunta a constituir un solo Eros susceptible de dar cuenta de los amores femeninos y muchacheros, y a integrar las aphrodisia; pero en nombre de tal unidad, esta erótica excluye finalmente el amor de los muchachos, por falta de charis. A partir de la erótica dualista atravesada por la cuestión de lo verdadero y del simulacro, y destinada a fundar esencialmente el amor de los muchachos, pero al precio de la elisión de las aphrodisia, se ve constituirse en Plutarco una estilística nueva del amor: es monista, en cuanto que incluye las aphrodisia, pero hace de esa inclusión un criterio que le permite no retener sino el amor conyugal y excluir las relaciones con los muchachos a causa del defecto que las marca: no pueden tener ya lugar en esa gran cadena única e integrativa donde el amor se vivifica con la reciprocidad del placer.

2. EL SEUDO-LUCIANO

Los amores, atribuidos a Luciano, son un texto netamente más tardío.[40] Se presenta bajo la forma, muy acostumbrada, de un encajamiento sucesivo de diálogos. Teomnesto, cuyos amores femeninos o de muchachos renacen, apenas desaparecidos, más numerosos que las cabezas de la Hidra, se queja de Afrodita: desde la edad en que el niño se convirtió en efebo, la cólera de la diosa le persigue; no es sin embargo descendiente del sol, no tiene sin embargo la hosca tosquedad de Hipólito. Se siente igualmente inclinado hacia uno y otro amor, sin lograr saber hacia cuál de los dos vale más dirigirse. Pide a Licinos —que, por su parte, no se siente impulsado hacia ninguna de esas dos pasiones— que sirva de árbitro imparcial y que le diga cuál es la mejor elección. Licinos, felizmente, ha conservado, como grabado en su memoria, el diálogo de dos hombres sobre ese mismo tema; uno amaba exclusivamente a los muchachos, juzgando que la Afrodita femenina no era más que «un abismo»; el otro se sentía furiosamente arrastrado hacia las mujeres. Va a relatar pues su discusión; pero no se engañe Teomnesto; ha podido por su parte plantear la pregunta riendo; Caricles y Calicrátides, cuyas expresiones vamos a oír ahora, sostenían discursos muy serios.

Inútil decir que esta última indicación debe tomarse en segundo grado. Serios no cabe duda que los dos adversarios lo son; pero el seudo-Luciano ironiza al escribir las demostraciones enfáticas y pesadas que les presta. Hay algo de pastiche en esos pasajes tan bordados; cada uno de ellos constituye el discurso típico del Partidario de las mujeres y del Aficionado a los muchachos. Argumentos tradicionales, citas obligadas, referencia a grandes ideas filosóficas, ornamentaciones retóricas: el autor sonríe al referir las expresiones de esos imperturbables alegadores. Y, desde ese punto de vista, hay que anotar que el discurso pederasta está mucho más recargado, es más pretensioso y «barroco» que el otro, más estoicizante, más despojado, que se pronuncia en favor de las mujeres. La ironía final —Teomnesto recordará que, después de todo, de lo que se trata en todo eso es de los besos, de las caricias, de las manos que se extravían bajo las túnicas— se encarnizará esencialmente sobre el elogio del amor de los muchachos. Pero esa ironía misma indica el problema serio que se plantea. Y por mucho que se divierta el seudo-Luciano trazando el retrato «teórico-discursivo» de esos dos Diletantes —«cargando la mano» en el perfil retórico—, puede descubrirse en él lo que fue, en aquella época y bajo sus rasgos más visibles, ese «argumentarlo erótico» que tuvo una carrera tan larga en la cultura helénica.

Una cosa puede sorprender desde el comienzo del diálogo referido por Licinos para iluminar a su amigo azorado entre los dos amores: ese diálogo que concluirá —no sin cierta ambigüedad— en favor del amor de los muchachos no está colocado bajo el signo de Eros, que se considera como el poder tutelar de esa forma de atracción, sino bajo el de Afrodita: la escena que se supone que Licinos recuerda en sus mínimos detalles se sitúa en Cnido, cerca del templo de la diosa, allí donde se encuentra la estatua tan famosa que había esculpido Praxíteles. Lo cual no impide, por lo demás, conforme a la tradición, que —en el transcurso del diálogo el abogado de los muchachos y de sus amantes invoque a Eros, «el genio celeste», «el hierofante de los misterios del Amor»; en cuanto a aquel que habla en favor de las voluptuosidades femeninas, es a Afrodita a quien, del modo más natural, pedirá su apoyo. Que la diosa de Cnido presida en cierto modo este debate donde es al mismo tiempo confrontada a Eros, su tradicional compañero-adversario, se explica fácilmente. Es que el problema del placer físico atraviesa todo el diálogo. Es de eso, de las aphrodisia, de lo que se trata en la inquietud que expresa Teomnesto, solicitado igualmente por el encanto de las muchachas y la belleza de los muchachos. Es el placer físico el que tendrá la última palabra y mandará a paseo en una carcajada a los discursos pudibundos. Es también él el que sirve de pretexto a la discusión de Caricles y de Calicrátides, y eso bajo la forma de una anécdota significativa: un joven, enamorado del mármol de Praxíteles, se había dejado encerrar de noche en el templo, y había mancillado la estatua, pero como si se tratase de un muchacho.[41] El relato de esta historia —muy tradicional— suscita el debate: el acto sacrílego, puesto que se dirige a Afrodita, ¿es un homenaje a la que preside los placeres femeninos? Pero cumplido en una forma tal, ¿no es un testimonio contra esa Afrodita? Acto ambiguo. Esa impiedad-homenaje, esa reverencia profanatoria ¿hay que ponerla en la cuenta del Amor de las mujeres, o de los muchachos?

Y la cuestión que recorre todo el diálogo, aunque parezca olvidada en unas expresiones más etéreas, será ésta: ¿qué lugar, qué forma dar al placer sexual en uno y otro amor? Es la respuesta a esa propuesta la que sirve de discriminante, ofreciendo un instante al amor de los muchachos, en el cielo de la filosofía, una victoria que la ironía de lo real no tardará en comprometer.

El debate tiene una composición rígida. Cada uno de los dos oradores toma alternativamente la palabra y sostiene en un discurso continuo la causa del amor que prefiere: un testigo mudo (es Licinos) juzgará ese concurso y decidirá quién es el vencedor. Incluso si el discurso «muchachero» de Calicrátides está más adornad o y es más largo que el de Caricles, los dos alegatos tienen la misma estructura; los argumentos van dispuestos en el mismo orden y de tal manera que los segundos, exactamente, respondan a los primeros. Cada uno de los dos discursos comprende dos partes; la primera responde a la pregunta: ¿qué hay de la naturaleza del amor de que se habla, de su origen y de su fundamento en el orden del mundo? La segunda responde a la pregunta: ¿qué hay del placer que se obtiene en ese amor o en el otro? ¿Cuál debe ser su forma, y cuál puede ser su valor? Mejor que seguir en su continuidad cada uno de los dos desarrollos, serán esas dos preguntas las que examinaremos sucesivamente aquí para hacer resaltar la manera en que responden a ellas, cada uno a su manera, el partidario del amor de las mujeres y el abogado del de los muchachos.

1. El discurso «por las mujeres» de Caricles se apoya en una concepción del mundo cuya tonalidad general es sin duda estoica:[42] la naturaleza se define en él como el poder que, por medio de la mezcla de los elementos, ha hecho vivo el todo dándole un alma. Fue también ella, prosigue Caricles, repitiendo una lección familiar y según palabras bien conocidas, la que dispuso la secuencia de las generaciones.[43] Sabiendo bien que los vivos estaban hechos «de una materia perecedera», y que el tiempo determinado para cada ser era breve, arregló (emēchanēsato) las cosas de tal manera que la destrucción de uno sea el nacimiento del otro: así, por el juego de las sucesiones, podemos vivir hasta la eternidad. Para ello, dispuso además la división de los sexos, de los que uno está destinado a difundir la simiente, el otro a recibirla, y puso en cada uno de ellos el apetito (pothos) hacia el otro. De la relación entre esos dos sexos diferentes puede nacer la serie de las generaciones —pero nunca de la relación entre dos individuos del mismo sexo. Así Caricles ancla sólidamente en el orden general del mundo, allí donde están ligadas unas a otras la muerte, la generación y la eternidad, la naturaleza propia de cada sexo y el placer que conviene a cada uno de ellos. Es preciso que «lo femenino» no actúe, contra natura, como macho; ni «lo masculino, indecentemente, se reblandezca». De querer escapar a esta determinación, no sólo transgrederíamos los caracteres propios del individuo; atentaríamos al encadenamiento de la necesidad universal.

El segundo criterio de naturalidad utilizado en el discurso de Caricles es el estado de la humanidad en su nacimiento.[44] Proximidad de los dioses por la virtud, inquietud de conducirse como héroes, bodas bien proporcionadas y progenie noble: tales eran los cuatro rasgos que marcaban esa elevada existencia y aseguraban su conformidad con la naturaleza. Vino la caída; fue progresiva. Parece que Caricles distingue, como etapas en esa decadencia, el momento en que, al arrastrar el placer a los humanos hacia los abismos, se buscaron para los goces «caminos nuevos y desviados» (¿hay que entender con eso formas de relaciones sexuales no procreadoras o placeres ajenos al matrimonio?), luego el momento en que se llegó a «transgredir la naturaleza misma»: audacia cuya forma esencial —la única en todo caso a que se alude en este texto— consiste en tratar a un macho como a una mujer. Pero para que semejante acto sea posible, ajeno como es a la naturaleza, fue preciso que se introdujera, en las relaciones entre hombres, lo que permite violentar y lo que permite engañar: el poder tiránico y el arte de persuadir.

La tercera marca de naturalidad Caricles se la pide al mundo animal:[45] «la legislación de la naturaleza» reina sobre ellos sin restricción ni división: ni los leones, ni los toros, ni los carneros, ni los jabalíes, ni los lobos, ni los pájaros, ni los peces buscan a su propio sexo; para ellos, «los decretos de la Providencia son inmutables». A esa animalidad sensata el orador del seudo-Luciano opone la «bestialidad perversa» de los hombres, que los coloca por debajo de los demás seres vivos siendo así que estaban destinados a superar a los primeros. Varios términos significativos señalan en el discurso de Caricles esta «bestialidad» del hombre: arrebato, pero también «enfermedad extraña», «insensibilidad ciega» (anaisthēsia), incapacidad para alcanzar la meta, de tal modo que descuida lo que habría que perseguir y que persigue lo que no debería. Por oposición a la conducta de los animales que obedecen a la ley y buscan la meta que les ha sido fijada, los hombres que tienen relaciones con hombres muestran todas las señales que tradicionalmente se atribuyen al estado pasional: violencia incontrolado, estado enfermizo, enceguecimiento sobre la realidad de las cosas, inaptitud para alcanzar los objetivos fijados a la naturaleza humana.

En suma, el amor de los muchachos se coloca sucesivamente sobre los tres ejes de la naturaleza como orden general del mundo, como estado primitivo de la humanidad y como conducta razonablemente ajustada a sus fines; perturba el ordenamiento del mundo, da lugar a conductas de violencia y de engaño; finalmente es nefasto para los objetivos del ser humano. Cosmológicamente, «políticamente», moralmente, ese tipo de relaciones transgrede la naturaleza.

En la parte de su discurso que responde a ésta, Calicrátides, más que unos argumentos que refuten a su adversario, alega una concepción enteramente diferente del mundo, de la especie humana, de su historia y de los más altos lazos que pueden ligar a los hombres entre sí. A la idea de una naturaleza previsora y «mecánica» que arreglase, por medio del sexo, la procreación y la secuencia de las generaciones de tal manera que la especie humana disponga de una eternidad de la que están privados los individuos, opone la visión de un mundo formado a partir del caos. Fue Eros quien venció ese desorden primitivo fabricando en su demiurgia todo lo que tiene un alma y todo lo que no la tiene, vertiendo en el cuerpo de los hombres el principio de la concordia y ligándolos a otros por «los afectos sagrados de la amistad». Caricles veía en las relaciones entre hombre y mujer una naturaleza hábil que establece series a través del tiempo para soslayar la muerte. Calicrátides, en el amor de los muchachos, reconoce la fuerza del lazo que, atando y combinando, triunfa del caos.[46]

En esta perspectiva, la historia del mundo no debe leerse como un olvido apresurado de las leyes de la naturaleza y una zambullida en los «abismos del placer»; sino más bien como un aflojamiento progresivo de las necesidades primeras;[47] el hombre en el origen estaba acuciado por la carencia; las técnicas y los saberes (techrai y epistēmat) le dieron la posibilidad de escapar de esas urgencias y de responder mejor: se aprendió a tejer vestidos, a construir casas. Pero lo que el trabajo del tejedor es al uso de las pieles de animales, lo que el arte de la arquitectura es a las cavernas para protegerse, el amor de los muchachos lo es a las relaciones con las mujeres. Éstas, al principio, eran indispensables para que no desapareciese la especie. Éste en cambio tomó nacimiento muy tarde; no, como pretendía Caricles, por una decadencia, sino por la elevación, contrariamente, de los humanos hacia una mayor curiosidad y un mayor saber. Cuando los hombres, en efecto, después de haber aprendido tantas habilidades útiles, se pusieron a no descuidar «nada» en su búsqueda, apareció la filosofía y con ella la pederastia. El orador del seudo-Luciano no da muchas explicaciones sobre ese nacimiento gemelo, pero su discurso está lo bastante lleno de referencias familiares para que haya sido fácilmente comprensible a todo lector. Descansa implícitamente sobre la oposición entre la transmisión de la vida por la relación con el otro sexo y la transmisión de las «técnicas» y de los «saberes» por la enseñanza, el aprendizaje y la relación del discípulo con el maestro. Cuando, desprendiéndose de las artes particulares, la filosofía empezó a interrogarse sobre todas las cosas, encontró, para transmitir la sabiduría que proporciona, el amor de los muchachos —que es también el amor de las bellas almas, susceptibles de virtud. Se comprende en estas condiciones que Calicrátides pueda refutar con una carcajada la lección animal que le presentaba su adversario:[48] ¿qué prueba pues el hecho de que los leones no amen a los machos de su especie, y que los osos no estén enamorados de los osos? No que lo hombres hayan corrompido una naturaleza que quedaría intacta entre los animales, sino que las bestias, por su parte, no saben ni lo que es «filosofar» ni las bellezas que la amistad puede producir.

Los argumentos de Calicrátides no son, obviamente, más originales que los de Caricles. ¿Lugares comunes de un estoicismo trivializado por un lado; mezcla, por el otro, de elementos platónicos o epicúreos?[49] Sin duda. No habría que desconocer todo lo que puede haber, en esa comparación de los dos amores, de pretexto para variaciones oratorias sobre la trama de argumentos tradicionales. La banalidad (por lo demás, lindamente ornamentada a ratos) de las explicaciones de Caricles y de Calicrátides muestra bastante bien que debían funcionar un poco como blasones filosóficos: el gustador de muchachos, más bien platonizante, bajo los colores de Eros, y el defensor de las mujeres, más bien estoico, bajo el signo exigente de la naturaleza. Lo cual no quiere decir, evidentemente, que los estoicos condenasen la pederastia que el platonismo justificaría rechazando el matrimonio. Es sabido que, desde el punto de vista de las doctrinas, no era así —o que en todo caso las cosas estaban lejos de ser tan simples. Pero no hay más remedio que comprobar, a través de los documentos de que disponemos, lo que podríamos llamar «una asociación privilegiada». Lo hemos visto en el capítulo precedente: el arte de la vida conyugal se elaboró en gran parte a través de un modo estoico de reflexión, y con referencia a cierta concepción de la naturaleza, de sus necesidades fundamentales, del lugar y de la función previstas por ella para todos los seres, de un plan general de las procreaciones sucesivas y de un estado de perfección primitiva de la que una decadencia perversa aleja al género humano; por lo demás, es en una concepción como ésta donde el cristianismo se abrevará largamente cuando quiera edificar una ética de la relación matrimonial. Del mismo modo, el amor de los muchachos, practicado como modo de vida, consolidó y reprodujo durante siglos un paisaje teórico bastante diferente: fuerza cósmica e individual del amor, movimiento ascendente que permite al hombre escapar de las necesidades inmediatas, adquisición y transmisión de un saber a través de las formas intensas y los lazos secretos de la amistad. El debate del amor de las mujeres con el amor de los muchachos es más que una justa literaria; no por ello es el conflicto de las dos formas de deseo sexual luchando por la supremacía o por su derecho respectivo a la expresión; es la confrontación de dos formas de vida, de dos maneras de estilizar el propio placer, y de los discursos filosóficos que acompañan a esa elección.

2. Cada uno de los dos discursos —el de Caricies y el de Calicrátides— desarrolla, después del tema de la «naturaleza», la cuestión del placer. Cuestión que, como hemos visto, constituye siempre un punto difícil para una práctica pederástica que se piensa en la forma de la amistad, del afecto y de la acción benéfica de un alma sobre otra. Hablar del «placer» al aficionado a los muchachos es ya ponerle una objeción. Caricies lo entiende ciertamente así. Aborda el discurso sobre este tema con una denuncia, por lo demás tradicional, de la hipocresía pederasta: tomáis aires de discípulos de Sócrates, que no se enamoran de los cuerpos, sino de las almas. ¿Cómo es entonces que perseguís no a ancianos llenos de sabiduría, sino a niños que no saben razonar? ¿Por qué, si es de virtud de lo que se trata, amar, como hacía Platón, a un Fedro que traicionó a Lisias, o, como hizo Sócrates, a un Alcibiades impío, enemigo de su patria, ávido de convertirse en tirano? Es preciso pues, a despecho de las pretensiones de ese amor de las almas, «bajar», como Caricies, a la cuestión del placer, y comparar «la práctica de los muchachos» con «la práctica de las mujeres».

Entre los argumentos que Caricles utiliza para diferenciar estas dos «prácticas» y el lugar que el placer ocupa en cada una de ellas, el primero es el de la edad y la fugacidad.[50] Hasta el umbral de la vejez, una mujer conserva sus encantos —aun cuando los sostenga con su larga experiencia. El muchacho, por su parte, no es agradable sino durante un momento. Y Caricles opone al cuerpo de la mujer que, con sus cabellos ondulados, su piel siempre lisa y «sin vello», sigue siendo un objeto de deseo, el cuerpo del muchacho que muy pronto se vuelve velludo y musculoso. Pero de esa diferencia, Caricles no concluye, como se hace a menudo, que no se puede amar a un muchacho sino por un tiempo muy breve, y que muy pronto se ve uno llevado a abandonarlo, olvidando así todas las promesas de afecto indefectible que pudo uno hacerle; evoca por el contrario a aquel que sigue amando a un muchacho de más de veinte años; lo que persigue entonces es una «Afrodita ambigua», en la que toma el papel pasivo. La modificación física de los muchachos es invocada aquí como principio no de fugacidad de los sentimientos sino de inversión del papel sexual.

Segunda razón en favor de la «práctica femenina»: la reciprocidad.[51] Es ésta sin duda la parte más interesante del discurso de Caricles. Se refiere en primer lugar al principio de que el hombre, ser razonable, no está hecho para vivir solo. De eso, sin embargo, no deduce la necesidad de tener una familia o de pertenecer a una ciudad, sino la imposibilidad de «pasarse el tiempo» solo, y la necesidad de una «comunidad de afecto» (philetairos koinõnia) que hagan más agradables las cosas buenas, y más ligeras las que son penosas. Que la vida en común tiene ese papel es una idea que hemos encontrado regularmente en los tratados estoicos del matrimonio. Aquí se la aplica al terreno particular de los placeres físicos. Caricles alude en primer lugar a las comidas y banquetes que se toman en común, según él por la razón de que los placeres compartidos se vuelven más intensos. Luego evoca los placeres sexuales. Según la afirmación tradicional, el muchacho pasivo, por consiguiente más o menos violentado (hybrismenos), no puede sentir placer; nadie «sería lo bastante delirante» para decir lo contrario; cuando ya no llora ni sufre, el otro le resulta inoportuno. El amante de un muchacho toma su placer y se va; no da placer. Con las mujeres es muy diferente. Caricles establece sucesivamente el hecho y la regla. En la relación sexual con una mujer hay, afirma, «un intercambio igual de goce», y los dos copartícipes se separan después de haberse dado el uno al otro la misma cantidad de placer. A este hecho de la naturaleza corresponde un principio de conducta: está bien no buscar un goce egoísta (philautõs apolausai), no querer tomar para uno mismo todo el placer, sino compartirlo dando al otro tanto como el que siente uno. Sin duda esta reciprocidad del placer es un tema ya muy conocido que la literatura amorosa o erótica ha utilizado muy a menudo. Pero es interesante verlo utilizado aquí a la vez para caracterizar «naturalmente» la relación con las mujeres, para definir una regla de comportamiento en las aphrodisia, para designar finalmente lo que puede haber de no natural, de violento, por lo tanto de injusto y malo en la relación de un hombre con un muchacho. La reciprocidad del placer en un intercambio donde se pone atención en el goce del otro, velando por una igualdad tan rigurosa como sea posible en los dos copartícipes, inscribe en la práctica sexual una ética que prolonga la de la vida común.

A este razonamiento grave, Caricles añade dos argumentos que lo son menos pero que se relacionan los dos con el intercambio de los placeres. Uno remite a un tema corriente en la literatura erótica:[52] las mujeres, a quien sabe usar de ellas, son capaces de ofrecer todos los placeres que los muchachos pueden dar; éstos no pueden proporcionar el que reserva el sexo femenino. Las mujeres son pues capaces de dar todas las formas de voluptuosidad, incluso las que más les gustan a los amantes de los muchachos. Según el otro argumento,[53] si se aceptase el amor entre hombres, habría que aceptar también la relación entre mujeres. Esta simetría polémicamente invocada entre las relaciones intermasculinas y las relaciones interfemeninas es interesante: en primer lugar porque niega, como por lo demás la segunda parte del discurso de Caricles, la especificidad cultural, moral, afectiva, sexual del amor de los muchachos, para hacerlo entrar en la categoría general de la relación entre individuos masculinos; después porque utiliza, para comprometer a éste, el amor, tradicionalmente más escandaloso —da «vergüenza» hasta hablar de él—, entre mujeres, y porque finalmente Caricles, al invertir esta jerarquía, da a entender que es todavía más vergonzoso para un hombre ser pasivo a la manera de una mujer, que para una mujer tomar el papel masculino.[54]

La parte del discurso de Calicrátides que responde a esta crítica es con mucho la más larga. Más todavía que en el resto del debate, los rasgos propios de un «trozo de retórica» son sensibles en él. Abordando, a propósito del placer sexual, el elemento más problemático del amor de los muchachos, el argumentarlo pederasta es desplegado aquí con todos sus recursos y sus más nobles referencias. Pero se ponen en obra a propósito de la cuestión que Caricles ha planteado muy claramente: la reciprocidad de los placeres. Sobre este punto cada uno de los dos adversarios se refiere a una concepción simple y coherente: para Caricles y los «partidarios del amor femenino», es el hecho de poder provocar el placer del otro, de poner atención en éste y de encontrar en él uno mismo el propio placer; es esa charis, como decía Plutarco,[55] la que legitima el placer en la relación entre hombre y mujer, y la que permite integrarlo en el Eros; es en cambio su ausencia la que marca y descalifica la relación con los muchachos. Como quiere la tradición de este último amor, Calicrátides le da como clave no la charis, sino la aretē —la virtud. Ella es la que debe, según él, operar el lazo entre «el placer» y «el amor»; ella es la que debe asegurar entre los copartícipes a la vez un placer honorable y sabiamente mesurado y la comunidad indispensable a la relación de dos seres. Digamos, para ser breves, que a la «reciprocidad graciosa» que sólo el placer con las mujeres sería capaz de proporcionar, según sus partidarios, sus adversarios oponen la «comunidad virtuosa» de la que el amor de los muchachos tendría el privilegio exclusivo. La demostración de Calicrátides consiste en primer lugar en criticar, como ilusoria, esa reciprocidad de placer que reivindica el amor de las mujeres como su rasgo específico, y en alzar frente a él, como única capaz de verdad, la relación virtuosa con los muchachos. Así de una vez, se verá impugnado el privilegio del placer recíproco atribuido a las relaciones femeninas y volteado el tema de que el amor de los muchachos es contra natura.

Contra las mujeres, Calicrátides vuelca con saña una serie de lugares comunes.[56] Las mujeres, basta mirarlas de cerca, son «feas» intrínsecamente, «verdaderamente» (alēthõs): su cuerpo es «poco gracioso» y su rostro ingrato como el de los monos. Para enmascarar esta realidad, necesitan tomarse mucho trabajo: maquillaje, aseo, peinado, joyas, adornos; se dan a sí mismas, para los espectadores, una belleza de apartencia que una mirada atenta basta para disipar. Y además tienen un gusto por los cultos secretos que les permite rodear de misterio sus depravaciones. Inútil recordar todos los temas satíricos de los que este pasaje, bastante chatamente, se hace eco. Encontraríamos muchos otros ejemplos, con argumentos vecinos, en los elogios de la pederastia. Así Aquiles Tacio, en Leucipe y Clitofonte, hace decir a uno de sus personajes, aficionado a los muchachos: «En una mujer todo es artificial, palabras y actitudes. Si una de ellas parece hermosa, es el resultado laboriosísimo de los ungüentos. Su belleza está hecha de mirra, de tintes para el pelo y de afeites. Si quitas a la mujer sus artificios, se parece al arrendajo de la fábula al que le han quitado sus plumas.»[57]

El mundo de la mujer es engañoso porque es un mundo secreto. La separación social entre el grupo de los hombres y el de las mujeres, su modo de vida distinto, la repartición cuidadosa entre actividades femeninas y actividades masculinas, todo eso hizo mucho, verosímilmente, para marcar en la experiencia del hombre helénico esa aprensión de la mujer como un objeto misterioso y engañoso. Engaño posible sobre el cuerpo, que ocultan los aderezos y que corre el riesgo de decepcionar cuando se le descubre; se sospecha de pronto imperfecciones hábilmente disfrazadas; se teme algún defecto repugnante; el secreto y las particularidades del cuerpo femenino están cargados de poderes ambiguos. ¿Queréis, decía Ovidio, desenamoraros de una pasión? Mirad un poco más de cerca el cuerpo de vuestra amante.[58] Engaño también sobre las costumbres, con esa vida oculta que llevan las mujeres y que se cierra sobre inquietantes misterios. En la argumentación que el seudo-Luciano presta a Calicrátides, estos temas tienen una significación precisa; le permiten poner en tela de juicio el principio de la reciprocidad de los placeres en relación con las mujeres. ¿Cómo podría haber semejante reciprocidad si las mujeres son embusteras, si tienen su placer propio, si se entregan, sin que los hombres lo sepan, a secretos desenfrenos? ¿Cómo podría haber intercambio válido, si los placeres que su apariencia deja suponer no son sino promesas falsificadas? De tal suerte que la objeción que se hace habitualmente a la relación con los muchachos —que no es conforme a la naturaleza— puede aplicarse exactamente igual a las mujeres, y más gravemente aún, puesto que al querer enmascarar la verdad de lo que son, introducen voluntariamente la mentira. El argumento del maquillaje bien puede parecernos de poco peso en este debate de los dos amores; descansa, para los antiguos, en dos elementos serios: la aprensión que proviene del cuerpo femenino, y el principio filosófico y moral de que un placer no es legítimo sino a condición de que el objeto de que lo suscita sea real. En la argumentación pederasta, el placer con la mujer no puede encontrar una reciprocidad, pues se acompaña de demasiada falsedad.

El placer con los muchachos se coloca por el contrario bajo el signo de la verdad.[59] La belleza del mozo es real, pues es sin apresto. Como hace decir Aquiles Tacio a uno de sus personajes: «La belleza de los muchachos no está impregnada de los perfumes de la mirra ni de olores engañosos y prestados, y el sudor de los muchachos huele mejor que toda la caja de ungüentos de una mujer.»[60] A las seducciones engañosas del tocador femenino, Calicrátides opone el cuadro del muchacho que no se preocupa de ningún apresto: temprano por la mañana salta del lecho, se lava con agua pura; no necesita espejo, no recurre al peine; se echa la clámide sobre los hombros; se apresura hacia la escuela; en la palestra, se ejercita con vigor, suda, toma un baño rápido, y una vez que ha escuchado las lecciones de sabiduría que le dan, se duerme rápidamente bajo el efecto de las buenas fatigas de la jornada.

De este muchacho sin engaños ¿cómo no desear compartir toda su vida?[61] Quisiera uno «pasarse el tiempo sentado frente a este amigo», aprovechando el encanto de su conversación, y «compartiendo toda su actividad». Sabio placer que no duraría simplemente el tiempo fugitivo de la juventud; desde el momento que no toma como objeto la gracia física que se borra, puede durar toda la vida: vejez, enfermedad, muerte, incluso la tumba, todo puede ponerse en común; «el polvo de los huesos no estará separado». Era, con certeza, un tema habitual el de las amistades que se anudan a partir de los amores de juventud y que sostienen la vida hasta la muerte, con un largo afecto viril. Este pasaje del seudo-Luciano parece una variación sobre uno de los temas que se desarrollaban en el Banquete de Jenofonte; las ideas son las mismas, presentadas en un orden análogo, expresadas con palabras muy cercanas: placer de mirarse el uno al otro, conversación afectuosa, comunidad de sentimientos en el éxito o el fracaso, cuidados prodigados cuando uno de los dos cae enfermo: así el afecto puede reinar entre los dos amigos hasta el momento en que viene la hora de la vejez.[62] El texto del seudo-Luciano insiste sobre todo en un punto importante, Se trata, en ese afecto que persiste después de la adolescencia, de la constitución de un lazo donde el papel del erasto y del erómeno no pueden ya distinguirse, ya que la igualdad es perfecta o la reversibilidad total. Así, dice Calicrátides, habría sucedido con Orestes y Pílades, a propósito de los cuales era tradicional preguntarse, como para Aquiles y Patroclo, quién era el amante y quién el amado. Pílades habría sido el amado, pero con la edad, y al llegar con ella el tiempo de la prueba —se trata para los dos amigos de decidir cuál de los dos se expondrá a la muerte— el amado se conduce como amante. Hay que ver en esto un modelo. Así, dice Calicrátides, es como debe transformarse el amor abnegado y serio que se tiene a un muchacho (el famoso spoudaios erõs); es preciso que pase a la forma viril (androusthai) cuando llega el momento de la juventud por fin susceptible de razonar. En este afecto masculino, el que había sido amado «devuelve a su vez los amores», y eso hasta el punto de que se hace difícil saber «cuál de los dos es el erasto»; el afecto del que ama le es devuelto por el amado como una imagen reflejada en un espejo.[63]

La restitución por el amado del afecto que había recibido formó siempre parte de la ética pederasta, ya sea bajo la forma de la ayuda en la desgracia, de los cuidados durante la vejez, del compañerismo en el transcurso de la vida o del sacrificio imprevisto. Pero la insistencia del seudo-Luciano en señalar la igualdad de los dos amantes y el uso que hace de las palabras que caracterizan la reciprocidad conyugal parece marcar la preocupación de acomodar el amor masculino al modelo de la vida entre dos tal como era descrita y prescrita por el matrimonio. Después de haber detallado todo lo que hay de simple, de natural, de despojado de todo artificio, en el cuerpo de un joven, y por consiguiente después de haber fundado «en la verdad» el placer que es susceptible de proporcionar, el autor del texto hace consistir todo el lazo espiritual, no en la acción pedagógica, no en el efecto formador de ese enlace, sino en la exacta reciprocidad de un intercambio igual. Así como en este discurso de Calicrátides la descripción de los cuerpos masculino y femenino está fuertemente constrastada, así la ética de la vida entre dos parece en cambio poner en paralelo el afecto viril con el lazo conyugal.

Pero hay sin embargo una diferencia esencial. Es que si el amor de los muchachos se define como el único donde pueden ligarse virtud y placer, éste no es designado nunca como placer sexual. Encanto de ese cuerpo juvenil, sin afeites ni engaños, de esa vida regular y prudente, de las conversaciones amistosas, del afecto devuelto: cierto. Pero el texto lo precisa claramente: en su lecho, el muchacho está «sin compañero»; no mira a nadie cuando va camino de la escuela; por la noche, fatigado de su trabajo, se duerme en seguida. Y a los amantes de tales muchachos, Calicrátides les da un consejo formal: conservarse tan castos como Sócrates cuando reposaba junto a Alcibiades, acercarse a ellos con temperancia (sõphronõs), no malgastar un largo afecto por un flaco placer. Y es sin duda ésa la lección que se sacará, una vez terminado el debate, cuando, con solemnidad irónica, Licinos otorgue el premio: le corresponde al discurso que ha cantado el amor de los muchachos, en la medida en que éste es practicado por «filósofos» y en que se compromete a unos lazos de amistad «justos y sin mancha».

El debate entre Caricles y Calicrátides termina así con una «victoria» del amor de los muchachos. Victoria conforme a un esquema tradicional que reserva a los filósofos una pederastia donde se esquiva el placer físico. Victoria sin embargo que deja a todos no sólo el derecho sino el deber de casarse (según una fórmula que hemos encontrado en los estoicos: pantapasi gamēteon). Es ésta, en efecto, una conclusión sincrética, que superpone a la universalidad del matrimonio el privilegio de un amor de los muchachos reservado a aquellos que, siendo filósofos, son susceptibles de una «virtud acabada». Pero no hay que olvidar que este debate, cuyo carácter tradicional y retórico está marcado en el texto mismo, está engastado en otro diálogo: el de Licinos con Teomnesto que le interroga sobre cuál de los dos amores debe escoger, cuando se siente igualmente solicitado por el uno y el otro. Licinos acaba pues de referir a Teomnesto el «veredicto» que había dado a Caricles y a Calicrátides. Pero Teomnesto inmediatamente ironiza sobre lo que fue el punto esencial del debate y sobre la condición de la victoria del amor pederasta: éste vence porque va ligado a la filosofía, a la virtud y por lo tanto a la eliminación del placer físico. ¿Hay que creer que tal es realmente la manera en que se ama a los muchachos? Teomnesto no se indigna, como hacía Caricles, de la hipocresía de semejante discurso. Allí donde, para enlazar placer y virtud, los partidarios de los muchachos alegan la ausencia de todo acto sexual, hace resurgir como verdadera razón de ser de ese amor los contactos físicos, los besos, las caricias y el goce. No pueden hacernos creer, de todos modos, dice, que todo el placer de esa relación consista en mirarse a los ojos y encantarse con conversaciones mutuas. La vista sin duda es agradable, pero no es más que un primer momento. Después viene el tacto que invita a todo el cuerpo al goce. Luego el beso, que, tímido al principio, se vuelve pronto lleno de consentimiento. La mano mientras tanto, no está ociosa; corre bajo las ropas, aprieta un poco el pecho, baja a lo largo del vientre firme, alcanza «la flor de la pubertad», y finalmente pega en el blanco.[64] Esta descripción no vale para Teomnesto, ni sin duda para el autor del texto, como el rechazo de una práctica inadmisible. Es el recordatorio de que es imposible mantener —salvo artificio teórico insostenible— las aphrodisia fuera del dominio del amor y de sus justificaciones. La ironía del seudo-Luciano no es una manera de condenar ese placer que puede encontrarse en los muchachos y que evoca sonriendo; es una objeción esencial al viejísimo argumento de la pederastia griega, que, para poder pensarla, formularla, ponerla en discurso y dar razón de ella, esquivaba la presencia manifiesta del placer físico. No dice que el amor de las mujeres sea mejor, pero muestra la debilidad esencial de un discurso sobre el amor que no dé lugar a las aphrodisia y a las relaciones que se anudan en ellas.

3. UNA NUEVA ERÓTICA

En la época en que se comprueba que la reflexión sobre el amor de los muchachos manifiesta su esterilidad, se ve afirmarse algunos de los elementos de una nueva Erótica. No tiene su lugar privilegiado en los textos filosóficos y no es en el amor de los muchachos donde busca sus temas principales; se desarrolla a propósito de la relación entre hombre y mujer y se expresa en esos relatos novelescos de los que las aventuras de Quereas y Calirroe escritas por Caritón de Afrodisia, las de Leucipe y Clitofonte relatadas por Aquiles Tacio o las Etiópicas de Heliodoro son los principales ejemplos que nos quedan. Es cierto que sigue habiendo muchas incertidumbres a propósito de esta literatura: se refieren a las condiciones de su aparición y de su éxito, a la fecha de los textos y a su eventual significación alegórico y espiritual.[65] Pero de cualquier manera puede señalarse la presencia, en estos largos relatos de inumerables peripecias, de algunos de los temas que marcarán más tarde la Erótica tanto religiosa como profana: la existencia de una relación «heterosexual» y marcada por un polo masculino y un polo femenino, la exigencia de una abstención que se amolda mucho más a la integridad virginal que al dominio político y viril de los deseos; finalmente el cumplimiento y la recompensa de esa pureza en una unión que tiene la forma y el valor de un matrimonio espiritual. En este sentido y cualquiera que haya podido ser la influencia del platonismo en esa Erótica está, como se ve, bien lejos de una Erótica que se refería esencialmente al amor temperante por los muchachos y a su acabamiento en la forma duradera de la amistad.

Sin duda el amor de los muchachos no está totalmente ausente de esta literatura novelesca. No sólo, por supuesto, ocupa un lugar importante en los relatos de Petronio o de Apuleyo, que dan fe de la frecuencia y la aceptación muy general de la práctica. Sino que está presente también en algunos de los relatos de virginidad, de noviazgos y de matrimonio. Así, en Leucipe y Clitofonte, dos personajes lo representan, y de manera enteramente positiva: Clinias, que trata de apartar a su propio amante del matrimonio, da sin embargo al héroe del relato excelentes consejos para progresar en el amor de las muchachas.[66] En cuanto a Menelao, propone una feliz teoría del beso de los muchachos —ni refinado, ni blando, ni pecaminoso como el de las mujeres, un beso que no nace del arte sino de la naturaleza: néctar congelado y convertido en labio, eso es el beso simple de un muchacho en el gimnasio.[67] Pero no son éstos sino temas episódicos y marginales; nunca es el amor de un muchacho objeto principal del relato. Todo el foco de la atención está centrado en torno a la relación de la muchacha y del muchacho. Esta relación se inaugura siempre con un golpe que los hiere a los dos y los deja enamorados el uno del otro con una vivacidad simétrica. Salvo en la novela de Caritón de Afrodisia, Quereas y Calirroe, ese amor no se traduce inmediatamente por su unión: la novela despliega la larga serie de las aventuras que separan a los dos jóvenes e impiden hasta el último momento el matrimonio y la consumación del placer.[68] Esas aventuras son en lo posible simétricas; todo lo que sucede al uno tiene su réplica en las peripecias a que se ve sometido el otro, cosa que les permite mostrar un mismo valor, una misma resistencia, una misma fidelidad. Es que la significación principal de esas aventuras y su valor para llevar hasta el desenlace consisten en el hecho de que los dos personajes conservan en ellas de manera rigurosa una fidelidad sexual recíproca. Fidelidad en el caso en que los héroes están casados como lo están Quereas y Calirroe; virginidad en otros relatos donde las aventuras y las desdichas intervienen después del descubrimiento del amor y antes del matrimonio. Ahora bien, esa virginidad hay que comprender bien que no es una simple abstención consecutiva a un compromiso. Es una elección de vida que, en las Etiópicas, aparece incluso como anterior al amor: Cariclea, cuidadosamente educada por su padre adoptivo en la búsqueda del «mejor de los modos de vida», se negaba a enfrentar hasta la idea misma del matrimonio. El padre por lo demás se había quejado de ello, pues le había propuesto un pretendiente honorable: «Ni a fuerza de ternura, ni con promesas, ni recurriendo al razonamiento puedo persuadirla, pero lo que más me apena es que utiliza contra mí mis propias plumas; recurre a la gran práctica del razonamiento que yo le enseñé; … pone por encima de todo la virginidad y la coloca en el rango de las cosas divinas.»[69] Simétricamente, Teágenes no había tenido nunca jamás ninguna relación con una mujer: «Las había rechazado a todas con horror, así como todo matrimonio y toda aventura amorosa de que pudiesen hablarle, hasta el día en que la belleza de Cariclea le había probado que no era tan insensible como pensaba, sino que hasta entonces no había encontrado a una mujer digna de ser amada.»[70]

Ya se ve: la virginidad no es simplemente una abstención previa a la práctica sexual. Es una elección, un estilo de vida, una forma elevada de existencia que el héroe escoge, en la inquietud que tiene de sí mismo. Cuando las peripecias más extraordinarias separen a los dos héroes y los expongan a los peores peligros, el más grave será por supuesto toparse con el apetito sexual de los demás; y la prueba más alta del propio valor y de su amor recíproco será resistir a cualquier precio y salvar esa esencial virginidad. Esencial para la relación consigo mismo, esencial para la relación con el otro. Así se desarrolla la novela de Aquiles Tacio —una especie de odisea de la doble virginidad. Virginidad expuesta, asediada, sospechada, calumniada, salvaguardada— salvo un pequeño tropiezo honorable que se ha permitido Clitofonte— justificada y autentificada finalmente en una especie de ordalía divina que permite proclamar a propósito de la muchacha: se ha «conservado hasta este día tal como era cuando dejó su ciudad natal; es un mérito suyo haber permanecido virgen en medio de los piratas y haber resistido contra lo peor».[71] Y hablando de sí mismo, Clitofonte puede decir de manera simétrica: «Si existe una virginidad masculina, yo también la he conservado.»[72]

Pero si el amor y la abstención sexual vienen a coincidir así a todo lo largo de la aventura, hay que comprender bien que no se trata simplemente de defenderse contra terceras personas. Esa preservación de la virginidad vale también en el interior de la relación de amor. Se reserva uno para el otro hasta el momento en que el amor y la virginidad encuentren su cumplimiento en el matrimonio. De suerte que la castidad preconyugal, que acerca en espíritu a los dos novios mientras están separados y sometidos a la prueba de los demás, los retiene contra ellos mismos y los hace abstenerse cuando se encuentran por fin reunidos después de cantidad de peripecias. Reunidos a solas en una caverna, abandonados a ellos mismos, Téagenes y Cariclea «se hartan de abrazos y besos sin constricción ni mesura. Olvidando todo lo demás, se estrecharon mucho tiempo como si no fuesen más que una persona, abandonándose hasta la saciedad a su amor siempre puro y virgen, mezclando el tibio correr de sus lágrimas y sin intercambiar más que castos besos. Cariclea, en efecto, cuando sentía a Teágenes un poco demasiado emocionado y viril, lo retenía recordándole sus juramentos, y a él no le costaba ningún trabajo dominarse y se constreñía fácilmente a la prudencia; pues si era presa del amor, no por ello dominaba menos sus sentidos.»[73] Esa virginidad no debe pues comprenderse como una actitud que se opusiera a todas las relaciones sexuales, incluso si tienen lugar en el matrimonio. Es mucho más la prueba preparatoria a esa unión, el movimiento que conduce a ella y en el que ella encontrará su cumplimiento. Amor, virginidad y matrimonio forman un conjunto: los dos amantes tienen que preservar su integridad física, pero también su pureza de corazón hasta el momento de su unión, que debe comprenderse en el sentido físico pero también espiritual.

Así empieza a desarrollarse una Erótica diferente de la que había tomado su punto de partida en el amor de los muchachos, incluso si tanto en una como en otra la abstención de los placeres sexuales desempeña un papel importante: se organiza alrededor de la relación simétrica y recíproca del hombre y de la mujer, alrededor del alto valor atribuido a la virginidad y de la unión completa en que encuentra el modo de lograrse.