2. En el que el joven conoce a un anciano jardinero
Aquella misma tarde, marchó a toda prisa a F__. ¿Le resultaría muy difícil conseguir llegar a conocer al Millonario Instantáneo? ¿Estaría dispuesto a recibir a un visitante inesperado y a revelarle su método secreto para hacerse rico?
Aunque estaba a punto de llegar a la casa del millonario, el joven no fue capaz de seguir resistiéndose a la curiosidad y, a pesar de las palabras de advertencia de su tío, abrió la carta que su pariente tan bondadosamente había escrito para él. Boquiabierto, se preguntó si no habría alguna equivocación o si su tío había querido gastarle una broma: ¡la carta no era más que una hoja de papel en blanco!
Disgustado, estuvo a punto de desprenderse de ella, pero en ese momento vio la casa del millonario y a un guardia de seguridad, que probablemente le vería si arrojaba el papel. Como era de esperar, el guardia tenía una expresión impenetrable, sin el menor atisbo de una sonrisa. De hecho, parecía tan impenetrable como la «inexpugnable fortaleza» que debía proteger.
—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó el guardia, con voz tajante.
—Quisiera conocer al Millonario Instantáneo...
—¿Tiene usted una cita?
—No, pero...
—Bueno, entonces, ¿tiene usted una carta de presentación? —le preguntó el guardia.
¡Desde luego que tenía una, pero no había nada escrito en ella! No le costó mucho al joven pensar en una estratagema que podía sacarle de esta situación. Sacó a medias la carta del bolsillo y, rápidamente, la volvió a ocultar. Sin embargo, el guardia no se dio por satisfecho.
—¿Podría ver la carta, por favor?
Ahora estaba en un aprieto. Pensó: «Si le doy la carta pensará que estoy tratando de engañarle. Y si no se la doy, tampoco me dejará pasar».
Se enfrentaba a lo que parecía un dilema imposible de resolver.
Entonces, recordó las palabras de su tío que, en su momento, no había entendido: «Si abres la carta, tendrás que simular que no la has abierto».
¿No era ésta la única cosa que le quedaba por hacer? Le entregó la carta al guardia que, por decir algo, digamos que la leyó. Su rostro permaneció totalmente inexpresivo.
—Muy bien —dijo, devolviéndole la carta al joven—. Ya puede usted pasar.
El guardia le condujo entonces hasta la puerta de entrada de la lujosa casa de estilo Tudor donde vivía el millonario. Un mayordomo, impecablemente vestido, le abrió la puerta.
—¿Qué desea el señor? —preguntó.
—Quiero ver al Millonario Instantáneo.
—Está ocupado y no puede recibirle en este preciso momento. Tenga la bondad de esperarle en el jardín.
El mayordomo acompañó entonces al joven hasta la entrada de un jardín que tenía el aspecto más propio de un parque. En el centro había un estanque. El joven paseó un rato, admirando los hermosos árboles. Mientras lo hacía, vio a un jardinero que aparentaba tener unos setenta años. Estaba inclinado sobre un rosal para podarlo, y un sombrero de paja de amplias alas le ocultaba los ojos. Cuando el joven se acercó, el jardinero interrumpió su trabajo para darle la bienvenida. Le sonrió. Sus ojos azules, brillantes y alegres, eran de una edad tan indefinida como el cielo.
—¿Para qué ha venido usted aquí? —le preguntó con una voz cálida y amistosa.
—He venido a conocer al Millonario Instantáneo.
—Ah, ya veo. ¿Y con qué intención, si no le importa que se lo pregunte?
—Bueno, yo... yo simplemente quiero pedirle su consejo...
—Obviamente...
El jardinero parecía estar a punto de volver a ocuparse de su rosal cuando se lo pensó mejor y le preguntó:
—Vaya, por cierto, ¿no tendría por casualidad un billete de cinco?
—¿Un billete de cinco? —exclamó el joven, sonrojándose—. Pero si eso es... pero si es todo lo que tengo, cinco libras.
—Perfecto, es justo lo que necesito. Aunque a todos los efectos parecía que estuviera pidiendo limosna, el jardinero mantenía una actitud muy digna. Sus maneras denotaban una gracia y un encanto excepcionales.
—De verdad que me agradaría poder dárselas —replicó el joven— pero el problema es que no me quedará ni un céntimo para poder volver a casa.
—¿Tiene usted la intención de volver hoy mismo a su casa?
—No... quiero decir, no lo sé —respondió el joven, que ahora estaba bastante confuso—. No quiero marcharme sin haber visto antes al Millonario Instantáneo.
—Pero si usted no necesita hoy el dinero, ¿por qué se muestra tan reacio a prestármelo? Tal vez tampoco lo necesite mañana. ¿Quién sabe? Quizá mañana ya sea usted millonario.
Este razonamiento no le pareció del todo lógico al joven, pero carecía de la fuerza necesaria para plantear nuevas objeciones. Así que, cuando el jardinero le volvió a pedir el dinero, se lo entregó. En el rostro del jardinero apareció una sonrisa.
—La mayoría de la gente tiene miedo a pedir las cosas y, cuando finalmente se deciden a hacerlo, entonces no insisten lo suficiente. Es un error.
En aquel momento, el mayordomo se presentó en el jardín y se dirigió al anciano en un tono de voz muy respetuoso.
—Por favor, señor, ¿podría darme cinco libras? El cocinero se marcha hoy e insiste en que se le pague el dinero que se le debe. Me faltan cinco libras.
El jardinero sonrió. Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un grueso fajo de billetes. Debía de tener miles de libras, con todos esos billetes de veinte y cincuenta que el joven alcanzó a ver. El jardinero cogió el billete de cinco libras que el joven había aceptado prestarle a regañadientes y se lo entregó al mayordomo, que le dio las gracias, hizo una reverencia un tanto obsequiosa y rápidamente desapareció en el interior de la casa.
El joven estaba indignado. ¿Cómo era posible que el jardinero tuviera la cara dura de apropiarse de las últimas cinco libras que le quedaban en el mundo cuando tenía los bolsillos llenos de billetes?
—¿Por qué me ha pedido usted las cinco libras? —murmuró el joven, haciendo lo imposible para ocultar la furia que sentía—. ¡Usted no las necesitaba!
—Claro que las necesitaba. Fíjese. No tengo ni un solo billete de cinco libras —le explicó, mientras le enseñaba el grueso fajo de billetes—. ¿No pensará usted que le iba a dar un billete de cincuenta libras, verdad?
—¿Por qué demonios lleva usted tanto dinero encima?
—Es mi dinero de bolsillo —replicó el jardinero—. Siempre llevo 10.000 libras por si acaso las necesito.
—¿10.000 libras? —tartamudeó el joven, sorprendidísimo.
De pronto, todo se le hizo muy claro: el mayordomo tan cortés, la increíble cantidad de dinero de bolsillo...
—Usted es el Millonario Instantáneo, ¿verdad?
—Por el momento —contestó el jardinero—. Me alegra que haya venido. Pero dígame, ¿quién le envía?
—Mi tío, mister MacLuckie.
—Ah, sí. Ahora le recuerdo. Vino a verme hace ya muchos años. Era un pensador muy original, como todos los hombres que se hacen a sí mismos, por cierto. Pero dígame, ¿cómo es que usted todavía no es rico? ¿Se ha planteado alguna vez con seriedad esta pregunta?
—La verdad es que no.
—Entonces, tal vez es la primera cosa que debería hacer. Si usted quiere, puede pensar en voz alta delante mío. Yo intentaré seguir el hilo de sus razonamientos.
El joven hizo unos débiles intentos pero, finalmente, renunció al esfuerzo.
—Ya veo —dijo el millonario—. No está usted acostumbrado a pensar en voz alta. ¿Sabe que hay muchísimos jóvenes de su misma edad que ya son ricos? Algunos de ellos hasta son millonarios. Otros están a punto de conseguir su primer millón. ¿Y sabe usted que Aristóteles Onassis tenía veintiséis años y 350.000 libras en el banco cuando dejó América del Sur y vino a Inglaterra, donde soñaba con montar su imperio naviero?
—¿Sólo veintiséis? —preguntó el joven.
—Así es. Y cuando comenzó únicamente disponía de 250 libras. No tenía ningún título universitario ni oficio alguno y, desde luego, tampoco tenía contactos... Pero ahora es la hora de ir a comer —comentó el anciano—. ¿Le gustaría acompañarme?
—Con mucho gusto. Gracias.
El joven siguió al Millonario Instantáneo que, a pesar de su edad, todavía caminaba con agilidad. Entraron en la casa y fueron hasta el comedor donde la mesa ya estaba preparada para dos.
—Por favor, siéntese —le invitó el Millonario Instantáneo.
Le señaló la cabecera de la mesa, el lugar generalmente reservado al anfitrión. Él, por su parte, se sentó a la derecha de su joven invitado, directamente en frente de un hermoso reloj de arena que tenía grabada la siguiente inscripción: EL TIEMPO ES ORO. El mayordomo se presentó con una botella de vino y llenó las copas.
—Bebamos por su primer millón —dijo el millonario, levantando su copa.
Él bebió un sorbo, el único que tomó durante toda la velada. También comió con mucha frugalidad: tan sólo unos pocos bocados de un delicioso filete de salmón.
—¿Le agrada lo que hace para ganarse la vida? —le preguntó el millonario al joven.
—Supongo que sí.
—Asegúrese de estar convencido de ello. Todos los millonarios que he conocido, y he conocido a unos cuantos en el transcurso de los años, amaban sus ocupaciones. Para ellos, trabajar se había convertido casi en una actividad de recreo, tan agradable como un pasatiempo. Es por eso por lo que la mayoría de los ricos muy pocas veces se toman vacaciones. ¿Por qué tienen que privarse de algo que les gusta tanto? Hacerlo no sería más que mortificarse. Y ésta también es la razón por la cual continúan trabajando aún después de hacerse varias veces millonarios... Ahora bien, aunque disfrutar con el trabajo que se hace es algo absolutamente imprescindible, la verdad es que no es suficiente. Para hacerse rico, se tiene que conocer el secreto. Dígame, ¿al menos cree que este secreto existe?
—Sí, lo creo.
—Bien, este es el primer paso. La mayoría de la gente no lo cree. Además, ni siquiera creen que puedan hacerse ricos. Y tienen razón. Nadie que piense que no puede hacerse rico, llegará a conseguirlo. Tiene que comenzar por creer que puede hacerlo, y después anhelarlo apasionadamente. Pero debo añadir que mucha gente, la mayoría de hecho, no están preparados para aceptar este secreto, incluso aunque se les revele en términos muy simples. En realidad, su mayor impedimento es su propia falta de imaginación. Esta es, en el fondo, la razón por la cual el verdadero secreto de la riqueza es el mejor guardado del mundo. Es un poco como la carta robada en el cuento de Edgar Alian Poe —prosiguió el Millonario Instantáneo—. ¿Lo recuerda usted? Es aquel sobre una carta que la policía buscaba en la casa de alguien y que no encontraba porque, en vez de estar oculta en algún lugar, estaba colocada en un sitio que nadie se podía imaginar: ¡a la vista de todo el mundo! Este relato ilustra a la perfección uno de los principios de Emerson. Lo que impidió a la policía encontrar la carta fue su falta de imaginación, o, si lo prefiere, sus ideas preconcebidas. No esperaban encontrársela allí, así que nunca lo hicieron.
El joven escuchaba atentamente al millonario. Nunca nadie le había hablado de esta manera y sentía una profunda curiosidad. Ardía por descubrir cuál era el secreto. De cualquier manera, una cosa era bien cierta; aunque este hombre en realidad no conociera el secreto, evidentemente había sido un genio a la hora de montar la escena. Y sobre todo, sabía cómo explicar las cosas de una manera sencilla y clara, a menos que todo aquello no fuera más que un número de ilusionismo magníficamente puesto en escena.