Una tarde de invierno, el cielo está rosa pálido, frío y lejano sobre una llanura cubierta de nieve sin límites. En medio de esa llanura se alza una ruina, el resto de un grueso muro. En él se encuentra una puerta. Una puerta cerrada corriente, pintada de verde manzana, sin placa, a la que conducen tres desgastados peldaños de piedra. La nieve delante de los escalones está pisoteada, pues dos centinelas caminan de arriba abajo como péndulos que oscilan encontrándose. Sus movimientos producen una especie de ballet de pasos parsimoniosos, pausas, pisadas rápidas, nuevas pausas, giros súbitos, pequeñas pisadas presurosas y otra vez pasos parsimoniosos: un ritual complicado. Los uniformes de los hombres son negros y brillantes, también los cascos y las manoplas. Ambos sostienen debajo del brazo metralletas montadas. Cuando se cruzan, cambian cada vez las armas con algunos movimientos abruptos. Al mismo tiempo intercambian unas palabras a media voz. En el cielo giran bandadas de grandes pájaros negros, en silencio.

—¡Los cuervos! —dice uno de los centinelas, señalando con la mirada hacia arriba—. ¿Qué estarán buscando aquí? ¿Significará algo?

—¡No te pares! —murmura el otro—. Si nos ve alguien…, además son cornejas.

Y en el próximo encuentro.

—Nunca bajan. Permanecen siempre en el aire. Día y noche. ¿Cómo lo harán? Y son cuervos, te digo yo.

Ambos se paran, vuelven, se encuentran de nuevo, cambian las armas.

—¡Cornejas! dice el segundo entre dientes. La palabra vuela de su boca como una pequeña nube—. Una vez derribé una de un tiro, así, sin más. Tenía ojos como linternas, te aseguro.

—¿Qué te pasa? —pregunta el primero—, ¿tienes miedo?

En el siguiente encuentro pregunta, a su vez el segundo:

—¿Y tú?

El primero se encoge de hombros.

Un par de veces suben y bajan sin intercambiar palabra.

—Si al menos supiéramos —empieza otra vez el primer centinela— para qué representamos este baile de monos.

El segundo sorbe el contenido de su nariz goteante.

—Estamos guardando la puerta. Vaya pregunta estúpida.

—¿Por qué? ¿Para que no salga nadie?

—Claro. La cabeza de toro. Lo sabes de sobra. Peligroso.

—¿Ahí dentro? ¿Dónde? ¿Detrás de la puerta?

—Nunca. Porque él devora a todos —y con una sonrisa torcida el segundo centinela añade—: Un monstruo.

Mientras intercambian las armas, el primero murmura:

—Dicen que quien entra ahí ya no puede volver jamás. La puerta conduce siempre a otra parte, pero nunca al lugar de donde uno ha venido.

—¿Lo ves? —dice el segundo satisfecho, mientras se separan—, ya decía yo que no sale ninguno.

Vuelven, se encuentran de nuevo.

—¿Por qué —preguntó el primero tercamente— guardamos entonces la puerta?

—Hombre… —dice el otro, impaciente—, quizás para que no entre nadie, qué sé yo.

—¿Acaso quiere entrar alguien ahí?

—Voluntariamente seguro que no. Tendría que estar cansado de vivir.

Separación. Media vuelta. Cambio de armas.

El primero sigue insistiendo:

—O sea, ¿que nadie quiere entrar?

—Yo no lo haría por un millón.

—¿Y todavía no ha entrado nadie?

—Ni idea. Antiguamente, tal vez. Antes de mi época Yo no me acuerdo.

—¿Para qué guardamos entonces la puerta?

Ahora empieza el otro a alzar la voz.

—Ya te lo he dicho: para que no salga nadie. ¡Qué más da! Haz tu servicio y cierra la boca.

El primer centinela asiente con la cabeza.

—Está bien.

Y sólo después de que han caminado un buen rato en silencio de un lado a otro añade, disculpándose:

—Es como un diente hueco. Uno le da con la lengua una y otra vez, quiera que no.

Las bandadas de los pájaros negros en el cielo giran y giran en silencio. Finalmente el primer centinela no aguanta más.

—Los cuervos —dice en voz baja para sí— son ángeles disfrazados.

El otro tiene un ataque de tos.

—¡Sandeces! —dice con voz ronca—. Son cornejas, cornejas vulgares. Los cuervos son muy escasos.

—Los ángeles también —opina el otro, mirando al horizonte.

—¡Sandeces! —repite el segundo soldado, pero esta vez su voz suena débil y llorosa—. Si existen, los hay como la arena junto al mar. Pero no aquí, no entre nosotros.

—¿Dónde entonces?

—En otras épocas.

Durante el siguiente cambio de armas el primer centinela pregunta:

—¿Has mirado ya alguna vez al otro lado?

—¿Detrás de la puerta? No, ¿para qué?

Una larga pausa, durante la que ambos ejecutan su danza ceremonial. Por fin opina el primero:

—No está prohibido.

—Tampoco permitido —replica el otro—. En todo caso va contra nuestras órdenes.

En ninguna parte dice de qué lado de la puerta tienen que caminar los centinelas.

Prosiguen su marcha, se cruzan una, dos, tres veces y se miran a los ojos en silencio, entonces, de pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, cambian al mismo tiempo de dirección y cada uno camina desde su lado alrededor del resto de muro por la nieve, que aquí es alta y está intacta. Cuando se encuentran, el segundo centinela dice, aliviado:

—¡Si ya lo decía yo!

—No hay nada detrás —contesta el primero—. Por detrás es igual que por delante.

—No conduce a ninguna parte —confirma el segundo—. Ahora ya lo sabes.

Ambos regresan a sus puestos anteriores y reanudan el ritual de guardia. Pero ya en el siguiente cambio de armas el primer soldado vuelve otra vez a la carga:

—¿Por qué hay que guardarla entonces?

—¡Maldita sea! Quizás sólo es una antigua tradición de tiempos remotos, cuando estaba aquí la entrada de algo.

El primer centinela echa una mirada escéptica a la puerta verde, que le parece una puerta corriente, y murmulla conciliante:

—¿Crees que está ahí sin más?

—Sin más —dice, agotado, el otro—, de épocas anteriores.

Durante un largo rato el primero reprime visiblemente cualquier nueva pregunta, ambos caminan de un lado a otro, pisan con fuerza, dan media vuelta, dan pasitos y van el uno hacia el otro con los pasos parsimoniosos prescritos. El primer centinela

ve el miedo y la rabia en los ojos de su compañero y por eso dice en el siguiente cambio de armas con una sonrisa conciliadora:

—Probablemente tienes razón., Seguro. Todo esto data de otras épocas. Nosotros también.

Pero el otro ha percibido algo por el rabillo del ojo.

—¡Silencio! —bufa—, ¡cierra la boca! Ahí viene alguien. Ahora tendremos problemas.

El primero no se atreve a volver la cabeza.

—¿Nos habrán observado?

—Claro, ¿para qué vienen si no? Hasta ahora no había venido nadie.

—¿Quién es?

—Son dos.

—¿Les conoces?

—¡Es… la hija del viejo!

—¿Y quién más?

—Un tipo joven. Ni idea. No se te ocurra abrir la boca ahora.

Ambos centinelas saludan y permanecen rígidos y pálidos como muñecos de cera.

Una muchacha joven con abrigo de piel se acerca. Va con la cabeza descubierta, su abundante pelo rojo está recogido en la nuca en un severo moño. Su pálido rostro es estrecho, bello y duro como una gema. Siguiendo sus huellas por la nieve camina detrás de ella un hombre joven de tez morena que lleva debajo de una gabardina abierta el traje ceñido, valiosamente bordado, de un torero. En la mano izquierda sostiene la espada envuelta en la capa púrpura. La muchacha se ha detenido delante del resto de muro sin darse la vuelta y él la alcanza ahora.

—¿Eso? —pregunta con la respiración entrecortada y sonriendo incrédulo—, ¿lo dice en serio?

—Podéis iros —dice la muchacha a los dos centinelas sin mirarles.

Los dos soldados no saben si se refiere a ellos y no se atreven a moverse. Inopinadamente, el primero dice:

—Tenemos órdenes estrictas.

La muchacha se vuelve hacia él y le observa detenidamente. Puede verse que al soldado se le hiela la lengua en los dientes.

—¿Me conocéis?

El segundo centinela saluda una vez más:

—¡A sus órdenes, alteza!

—Está bien —dice la muchacha—, podéis iros.

—Pero su señor padre, el rey, ha ordenado que no dejemos a nadie…

La muchacha le interrumpe:

—Yo asumo la responsabilidad. Además, mi padre está informado. Os llamaré cuando podáis volver.

Los soldados se miran, se encogen de hombros y obedecen la orden. A una distancia prudente se detienen y esperan, vuelven la espalda a la pareja. Sólo a veces aventura uno de ellos un vistazo por encima del hombro.

—¿Así que —dice el hombre joven con aire emprendedor— cuando se pasa por esta puerta se llega a dónde?

—Eso depende —responde la muchacha, indiferente.

—¿De qué?

—De quien pase por la puerta. Y de qué lado. Y cuándo. Y por qué.

Ella se sienta en los escalones, ciñéndose el abrigo al cuerpo. Él la mira sonriente de lado y luego da una vuelta curioso alrededor del trozo de muro.

—Por lo visto, ésos dos —dice al volver señalando por encima del hombro con el pulgar a los dos centinelas— también querían saberlo exactamente.

—Es posible —murmura la muchacha, pero el que quiera saberlo exactamente tiene que pasar por la puerta.

El hombre joven se sienta a su lado. Coloca el brazo alrededor de su hombro, pero ella lo rechaza con un movimiento breve e impaciente. El hombre joven ríe silenciosamente.

—Usted se burla de mí, ¿verdad?

La muchacha vuelve la cara y él se asusta como si le hubiese mirado su muerte. Ella sacude la cabeza imperceptiblemente, luego mira otra vez de frente y pregunta dirigiéndose hacia la blanca llanura:

—¿Es usted héroe de profesión?

El joven torero hace un esfuerzo y prorrumpe de nuevo en una pequeña risa.

—Bueno, según se mire. Yo sólo intento superar mi miedo.

—¿Miedo? —pregunta la muchacha en un tono como si la palabra le fuese completamente desconocida.

—A morir —contesta el hombre joven—, soy cobarde por naturaleza, como la mayoría de los seres humanos. Tengo miedo a morir. Por eso me ejercito en ello.

—¿Se ha muerto ya alguna vez? —pregunta la muchacha— ¿Cuántas veces?

El hombre joven estudia su perfil para averiguar si se está burlando de él, pero no lo logra. Suspira resignado y dice más bien para sí:

—La verdad es que no he pensado aún seriamente en ello.

La muchacha asiente y dice con dureza:

—Sí, usted puede lograrlo.

—¿Opina que lo venceré?

—¿Vencer? —repite ella asombrada—. Nadie puede vencerlo. Será mucho si lo encuentra en este laberinto.

—¿Y por qué cree, princesa, que lo lograré?

—Porque es usted un niño —dice la muchacha y no hay nada ofensivo en su manera de decirlo—, un niño cruel, insensato, quizás, pero un niño al fin y al cabo. Eso ejerce una atracción irresistible sobre él. Creo que se dejará encontrar por usted.

—¿Y qué fuerza —pregunta él— ejerce eso sobre usted?

Ella se queda pensativa, como escuchando, antes de contestar:

—Ninguna.

El hombre joven permanece callado y también pensativo. Finalmente, respira profundo y asiente con gesto grave.

—Usted me considera estúpido, ¿verdad? Tal vez tenga razón. Pero me parece que de alguna manera hay que ser estúpido si se quiere hacer algo. Y a mí, princesa, me interesa más hacer algo que justificarme por ello.

La muchacha le contempla atentamente y con cierta simpatía.

—¿Cuántos años tiene realmente? —pregunta ella.

—Veintiuno. Así que soy mayor de edad. ¿Y usted?

—Tres mil —dice sin sonreír—. ¿Me encuentra bonita?

Él se queda un poco perplejo, traga.

—Escuche, quisiera pedirle algo. Cuando entre allí, quiero decir, después de todo podría ser que yo…

—Oh, sí —dice la muchacha con frialdad—, eso podría ser. Hasta ahora no ha vuelto nadie.

El joven torero parece de pronto turbado, casi torpe.

—No me entienda mal, princesa, o más bien… El caso es que no tengo nada que me una al mundo de aquí fuera, ni familia, ni amada. Y pienso que podría haber situaciones en las que la sensación de ser esperado le dé a uno fuerzas y valor.

La muchacha sacude la cabeza.

—Mi pobre muchacho dice ella—, ¿cree en serio que el mundo de aquí fuera no pertenece ya al laberinto? La existencia de esta puerta hace que ya no haya ni delante ni detrás. Este mundo es sólo uno de los muchos sueños que usted ha soñado o soñará todavía.

El joven torero la mira desconcertado y balbucea:

—¡Y sin embargo! La mayoría de los héroes que conozco llevaban consigo algún recuerdo, un objeto de afecto, de amor, un talismán…

La muchacha no hace ademán de ayudarle a salir de su apuro. Lo mira asombrada, como desde muy lejos.

—¿Se ha parado a pensar —pregunta despacio— que es mi hermanastro a quien quiere degollar?

Al hombre joven le sube la sangre al rostro.

—No, en eso no había pensado realmente. Nadie de su entorno habla de ello y creía que… Perdone, mi ruego era desconsiderado y brutal.

—¿Pensaba —sigue preguntando la muchacha— que era tan sencillo ser un héroe? ¿Pensaba que bastaba con no reflexionar para acertar y evitar el error? Si sólo se tratase de matar, el mundo estaría lleno de héroes.

—¡Pero después de todo —opina confuso el hombre joven—, después de todo él es un cabeza de toro, un monstruo, un engendro de la naturaleza, alguien que exige sacrificios humanos!

—¿De dónde sabe todo eso? —pregunta la muchacha dulcemente.

—Se cuenta. Todos lo dicen. También su padre. Hasta su madre, que lo puso en el mundo.

—Ah, sí, siempre las viejas historias —contesta ella cansada con las que se intenta distinguir el bien del mal. Pero en el recuerdo del mundo todo es uno y necesario.

Y tras un corto silencio añade:

—¿Y a donde irá todo el recuerdo del mundo, cuando nosotros los seres humanos ya lo hayamos olvidado desde hace tiempo?

—Pero aquellos que pasaron antes que yo por esa puerta —exclama el hombre joven, desconcertado— fueron devorados por él.

—No nos acordamos de nadie, ¿cómo vamos a saber lo que sucedió con ellos?

El joven torero se pone de pie, está pálido debajo de su piel morena, sus ojos brillan febriles.

—Ya averiguaré yo lo que sucedió con ellos.

Pero la muchacha vuelve a sacudir la cabeza.

—Tampoco tú serás un héroe, pobre muchacho. Un héroe es alguien de quien se pueden contar cosas, por eso tiene que quedarse en el mismo sueño, en la mima historia que aquellos que cuentan cosas de él. Pero nuestro recuerdo llega solo hasta este umbral. Quien lo atraviesa, abandona nuestro sueño.

—Yo, en cambio —dice el joven con decisión—, hablaré de ti a tu hermanastro cuando lo encuentre. Yo no te olvidaré.

Sube los tres escalones desgastados y coloca la mano sobre el picaporte. Pero aún titubea y se vuelve.

—¿De verdad —dice en voz baja— que no me quieres dar nada?

Por primera vez sonríe la muchacha y por primera vez parece precisamente por eso triste.

—¿Te refieres a un ovillo de hilo que te servirá para volver a tientas después de llevar a cabo la hazaña? No te servirá de nada, amigo, pues en cuanto se cierre esa puerta detrás de ti no sabrás nada de mí, ni yo de ti. No sabrías siquiera lo que significa el ovillo inútil en la mano y lo tirarías. Sufrirás muchas transformaciones, pasarás de una imagen a otra. Y cada vez creerás despertar y no te acordarás de tu sueño anterior. Caerás del interior al interior del interior y seguirás hasta el más profundo interior, sin acordarte, a través de vidas y muertes y siempre serás otro y

siempre el mimo, allí donde no hay diferencias. Pero no alcanzarás nunca a aquel a quien quieres matar, pues cuando lo hayas encontrado te habrás convertido en él. Tú serás él, la primera letra, el silencio que precede a todo. Entonces sabrás lo que es soledad.

Se calla como si hubiese hablado demasiado, pero al cabo de unos instantes añade en voz baja:

—No, no puedo darte nada, ni siquiera este beso.

Sube hacia él y le besa. Él lo acepta con los brazos colgados y tiene ya la sensación de no ser nada más que un nombre olvidado hace mucho tiempo.

—¿Y tú? —pregunta él—, ¿recordarás al menos este beso que nadie ha recibido de ti?

—No —dice ella—, ¡vete!

Entonces él se vuelve rápidamente, aprieta el picaporte hacia abajo, la puerta se abre con facilidad y pasa. La muchacha se queda parada sin moverse hasta que vuelve a cerrarse.

Uno de los centinelas da al otro con el codo.

—¿Qué está haciendo? La puerta se ha abierto y cerrado.

—Ni idea —dice el otro.

Ven que la muchacha les hace una seña con la mano, corren hacia ella y presentan armas.

—Me da pena —dice la muchacha en voz baja.

Los soldados se miran desconcertados.

—¿Quién le da pena, alteza? —pregunta el primero.

—Nadie —contesta ella—, pensaba en mi hermano allí detrás de la puerta, mi pobre hermano Hor.

Y mientras se aparta y se aleja murmura una vez más:

—Pobre, pobre Hor.