La catedral de la estación se alzaba sobre una gran roca de color pizarra que flotaba por el espacio crepuscular vacío.
Había aún otras islas similares, mayores o menores, que pasaban volando a diferentes distancias, algunas tan lejos que no se podía distinguir lo que sucedía sobre ellas, otras lo bastante cerca para poder hacerles señales. Algunas tenían la misma velocidad, permanecían, por lo tanto, siempre igual de alejadas entre sí, otras avanzaban más despacio o más de prisa, de manera que se adelantaban o quedaban atrás hasta que se perdían de vista. La mayoría parecían deshabitadas o estaban oscuras, en todo caso sólo unas pocas estaban iluminadas, como aquella sobre la que estaba la catedral de la estación, una construcción babilónica de desconcertantes dimensiones, lejos aún de estar terminada, como demostraban los numerosos andamios. A través de los muros calados en filigrana resplandecía y centelleaba la luz. Música de órgano sonaba del interior.
Un altavoz tronó: «¡Atención! ¡Atención! ¡Viajeros con enlace! El tren suplente procedente de d sigma elevado al cuadrado hará su entrada por la vía ct a las t más dt según el horario previsto…»
Por la nave del andén iban y venían masas humanas grises, pasaban formando ríos apretados llevando cargas, gritando, gesticulando y trabándose. Aquí y allá había grupos sentados en el suelo o sobre montañas de equipaje, cajas, cajones y paquetes atados provisionalmente. Toda aquella gente estaba vestida con andrajos sucios, chusma harapienta y mendigos piojosos, legañosos, cubiertos de costras, desastrados. Sin embargo, las cestas, las maletas y los sacos que llevaban consigo rebosaban de billetes de banco. Carros de equipaje que eran empujados trabajosamente entre ellos estaban cargados hasta arriba con pilas de fajos de billetes.
En el borde extremo de un andén, donde se abría una nave al exterior y una docena de vías salía al espacio vacío, un bombero miraba el trajín con ojos perplejos. Llevaba un uniforme azud oscuro con relucientes botones de latón, el casco con el cubrenuca de cuero sobre la cabeza, la rutilante hacha niquelada en la funda del cinturón. Un grueso bigote negro adornaba su labio superior.
Muy cerca de él, una mujer joven flaca se afanaba con una gran bolsa de viaje que apenas podía arrastrar. Vestía una especie de traje de penitente, un hábito de monje de pesada tela negra toda rota. La capucha enmarcaba una delgada cara pálida, ascética, con ojos ardientes.
El bombero se acercó a la joven.
—¿Me permite? —preguntó—. ¿Puedo ayudarla?
Ella accedió asombrada a que de cogiese da bolsa y se la cargase al hombro.
—¿A dónde vamos?
—¿Oye el órgano? —dijo ella—. Pronto será mi turno. He de ir a las taquillas.
Él fue por delante, pasó por encima de algunas figuras miserables que dormían en el suelo con la cabeza sobre fajos de billetes.
—¿Qué es esto? —gritó volviéndose—, quiero decir, ¿cómo se llama la estación?
—Estación de paso —contestó ella.
—¿Ah? dijo él mirándola de reojo, pues con el ruido no estaba seguro de haber comprendido bien—. ¿Para usted también? Yo sólo estoy aquí de paso, ¡gracias a Dios! Sólo hago aquí transbordo.
—Eso se lo creen todos —contestó ella—, yo también lo creía. Pero la estación de paso es la estación terminal, al menos mientras no cese el jadeo éste. Y no cesa. No cesa.
El altavoz tronó: «Trece mil setecientos once…, trece mil setecientos diez…»
Un grupo de seres como espantapájaros se abrió paso entre ellos separándoles. Cuando la joven regresó braceando a donde estaba él, dijo atropelladamente:
—No llegaremos nunca. Ninguno de los que estamos aquí. Eso lo sabe usted tan bien como yo, ¿verdad?
—¿Qué he de saber? —preguntó él, cargándose la pesada bolsa de viaje sobre el otro hombro—, yo no sé nada.
—Que no llega ni sale ningún tren. ¡Es todo mentira!
—¡Tonterías! —respondió él—, yo he llegado hace poco y no tengo la intención de quedarme. Aquí no se me ha perdido nada.
Ella soltó una risita descorazonada.
—¿De verdad? Eso ya se verá. ¿A dónde va usted?
—A una fiesta —dijo inseguro—, un desfile o algo así…, van a darme una condecoración…, creo —un poco irritado, concluyó—: Perdone, pero esto no es cosa suya.
Ambos fueron empujados de un dado a otro por dos mendigos y la joven se agarró a su brazo.
—¡Nadie llegará! —le chilló al oído—, ¡Nadie! ¡Nadie!
Tuvieron que esquivar un carro de hierro de ruedas chirriantes que empujaba hacia ellos un sujeto gigantesco, calvo, con la cabeza cubierta de pústulas. Sobre el carro había un ataúd azul celeste de niño. La tapa estaba entreabierta, el ataúd rebosaba billetes de banco. El bombero se quedó mirándolo perplejo y con la mano libre se quitó de la frente el sudor que le brotó de repente. Siguió caminando a prisa y apartó a su vez sin contemplaciones a un grupo de hambrientos.
Él y la joven habían alcanzado casi el gran arco que formaba la entrada a la nave de taquillas. La música de órgano era aquí tan fuerte que resultaba difícil entenderse. Cuando cesó un instante, él dijo:
—¿Sabe una cosa? Estoy oyendo el tictac del despertador en su bolsa de viaje.
Ella palideció aún más.
—No es un despertador —repuso secamente.
«Doce mil novecientos tres…», tronó el altavoz, «doce mil novecientos dos…, doce mil novecientos uno…».
Tras abrirse paso hasta la nave de taquillas a través de un río de gente, el bombero colocó la bolsa de viaje en el suelo. Estaban uno junto ad otro, apretados contra un pilar del arco de la entrada.
La nave de las taquillas era gigantesca y se perdía hacia arriba en la oscuridad. En el lado izquierdo había una especie de ábside, a la derecha, a media altura, una planta intermedia sobre la que se erguía, grande como una montaña, el órgano. En lo alto del ábside figuraba en lugar del rosetón un gran reloj cuya esfera estaba iluminada por dentro, pero faltaban las manecillas. Debajo, sobre un plano elevado, estaba el altar, en cuyo centro se alzaba el tabernáculo. Tenía la forma de una enorme caja de caudales con cinco cerrojos de números en la puerta, ordenados como un pentagrama inverso. No sólo el altar y el tabernáculo, sino cada saliente, cada balaustrada, cualquier lugar que lo permitía, estaba cubierto de velas encendidas. Por todas partes la cera goteante había formado cascadas solidificadas, barbas y estalactitas. Cientos de escaleras de diversa altura estaban apoyadas por doquier contra las paredes. El bullir de los miserables era en esta nave aún más terrible que afuera junto a las vías. La masas formaban verdaderos remolinos y corrientes que chocaban entre sí. El aire estaba caliente como en un horno, nubes de humo y polvo vagaban de un lado a otro, olía a sudor y basura.
Delante del altar brincaban, como en una danza ritual, algunos pobres diablos vestidos con batas de color gris sucio que llegaban hasta sus tobillos, figuras grotescas con narices en forma de uva, bocios, jorobas, vientres caídos, nucas cubiertas de bubones, bocas desdentadas y miembros deformes. Manipulaban toda
clase de aparatos o hacían con los dedos señales por encima de las cabezas de la multitud, como agentes de Bolsa. De cuando en cuando se abría la caja de caudales, entonces caía afuera una carga de billetes en fajos. Uno de los miserables tomaba un fajo, lo sostenía solemnemente en alto con ambas manos y lo mostraba a la multitud. Esta caía de rodillas, el órgano rugía poderosamente y un coro de mil voces gritaba: «¡Milagro y misterio!» Los fajos eran repartidos a las primeras filas de los miserables y la caja de caudales se cerraba. El ritual comenzaba de nuevo. Los receptores se abrían paso entre la multitud para poner a salvo su ganancia y los que venían detrás ocupaban sus puestos. Por las escaleras subían y bajaban constantemente ágiles ayudantes que depositaban los fajos de billetes en alguna parte en lo alto de las paredes.
Entonces se dio cuenta el bombero de que todos los muros, todas las columnas y pilares, también el del arco de la puerta, contra el que era empujado, estaban formados por estos fajos de billetes. Toda la catedral estaba construida con ladrillos de dinero de papel. Y todavía se seguía construyendo más y más, pues cada apertura del tabernáculo vomitaba nuevas cantidades. Los miles y miles de llamas de las velas bailaban y tremolaban y la cera corría y goteaba.
—¡Dios del cielo! —masculló el bombero—, ¡esto va en contra de todas las normas de seguridad! ¡Es una locura monstruosa!
Se quitó el casco y secó el cuero interior con el pañuelo. Había desabrochado su chaqueta. El órgano enmudeció.
—¿Me haría un favor? —preguntó la joven, que le había observado en silencio—. Tengo que ir un momento a la tribuna. No tardaré mucho. ¿Podría guardarme mientras tanto mi bolsa?
Él asintió ausente, sin poder desprender su mirada de las in terminables filas de llamas, y dijo:
—Esto no puede terminar bien.
Un tipo de aspecto ladino con un cajón de vendedor ambulante estaba de pronto delante de él. Llevaba un sombrero redondo, rígido, y sus mejillas estaban tan hundidas que casi parecían agujeros. En el cajón había algunas pilas de sobres cerrados.
—¡La fortuna le persigue, señor jefe de bomberos! —dijo el tipo con una sonrisa torcida—, ¡no la deje escapar! ¡No desaproveche esta ocasión única, no volverá a presentarse! ¡Aproveche su oportunidad!
—¿La fortuna? —preguntó el bombero—. ¿Qué quiere decir con eso?
El tipo le miró con ojos torvos, sus manos pasaron nerviosamente por encima de los sobres.
—No cuesta nada. Todo es gratis. ¡Anímese!
—¿Gratis? —el bombero sacudió la cabeza—. Mire, me temo que no soy lo bastante rico para permitirme algo que no cuesta nada.
El rufián ahogó una risita.
—Exacto, los secretos del verdadero beneficio parecen a menudo paradójicos. ¡Pero confíe en mí, señor, no se lo piense más! ¡Le prometo que pronto tendrá tanto dinero que podrá permitirse el haber aceptado!
—¿Qué es lo que lleva ahí?
El granuja esbozó de nuevo la mueca de una sonrisa.
—Señor mío, le ofrezco aquí las últimas acciones de la catedral de la estación. Si las toma, gratis como le dije, tendrá también una participación segura en la milagrosa multiplicación del dinero.
—No, gracias —contestó el bombero—, no quiero tener una participación en eso. Sólo estoy aquí de paso. Quisiera proseguir mi viaje lo más pronto posible.
—Eso lo querían todos —dijo el tipo—, pero luego se lo pensaron mejor. Ya ve usted cuántos son los que saben ver su ventaja, y cada vez son más. Tanta gente lúcida no puede equivocarse…, ¿o se considera usted mucho más inteligente?
—Además —prosiguió sin inmutarse el bombero—, esto no durará mucho, de todas formas. Pronto encontrará un final desastroso.
—¡Ahí se equivoca usted! —exclamó el otro—, la milagrosa multiplicación del dinero continuará siempre. No acaba nunca. Y mientras no acabe, nadie querrá irse. Y mientras no quiera irse nadie, no saldrá ningún tren. ¡Todo seguirá igual! ¿Seguro que no quiere un par de acciones? ¿Al menos dos o tres?
—¡No! —le gritó el bombero.
—¡Está bien, está bien! —el rufián alzó las manos con ánimo de apaciguarle—. ¡Pero luego no me venga quejándose! Yo se lo he advertido.
Luego ahuecó el sombrero y desapareció rápidamente en la aglomeración.
«Diez mil setecientos nueve…», bramó el altavoz, «diez mil setecientos ocho…, diez mil setecientos siete…».
La música del órgano volvió a sonar, esta vez amortiguada. La melodía sonaba como un coral antiguo, pero sólo se oía una sola voz de mujer. Flotaba cálida y fuerte por el gigantesco espacio. Nadie la escuchaba, sólo el bombero miraba asombrado hacia la tribuna de donde venía. Reconoció a la joven del hábito negro, que estaba allí arriba de pie, cantando junto a la barandilla.
—¡Una artista! —murmuró él—, ¡una verdadera artista! Nunca lo hubiese imaginado.
Estaba tan cautivado por la belleza de la voz que de momento no prestó atención a las palabras de la canción. Un extraño temblor en ella le afectó casi físicamente en lo más profundo de su alma. Especialmente cuando pasaba de los tonos altos a los bajos se producía una pequeña ruptura histérica que le llegaba al mismísimo corazón. Escuchaba entusiasmado y ahora penetraron también las palabras en su conciencia:
Caminantes en el ajetreo del mundo
estamos sin meta en el tiempo.
Sólo a través de un amor puro desinteresado
llegarás al ahora y aquí.
Alma prepárate:
¡ahora y aquí es la eternidad!
Después la joven retrocedió y desapareció de su vista. El órgano volvió a rugir y varió el tema. Al otro lado, en el altar, se abrió de nuevo el tabernáculo y paquetes de billetes cayeron de él.
«Diez mil quinientos dieciocho…», tronaba el altavoz, «diez mil quinientos diecisiete…».
Una mendiga con una espuerta llena de billetes apoyó al pasar la punta de una de sus muletas sobre el pie del bombero y le despertó de su embeleso. Este buscó con la mirada la bolsa de viaje que le había confiado la cantante y constató con espanto que había desaparecido. Se abrió paso entre la multitud de los harapientos, buscó y miró a su alrededor, pero no pudo descubrirla por ninguna parte. Sin duda se la habían robado mientras escuchaba el cántico, tal vez ya antes, cuando el hombre del tenderete le había embaucado en la conversación. Se maldijo por su falta de atención. En todo caso tenía que avisar en seguida a la joven.
Se sumergió en la vociferante chusma, fue atrapado y arrastrado por un remolino y aterrizó finalmente, braceando y empujando al pie de la escalera que conducía a la tribuna. Cuando intentó subir, fue sujetado por un par de jovenzuelos de aspecto malvado que antes de que pudiese darse cuenta de lo que sucedía le retorcieron los brazos en la espalda.
—¿Eres accionista? —preguntó uno.
El bombero sacudió la cabeza.
—¿Entonces qué buscas aquí?
—Tengo que decirle algo a la cantante. Es urgente. ¡Hagan el favor de soltarme!
Los jovenzuelos intercambiaron unas miradas, luego le empujaron escaleras arriba. También aquí había velas por todas partes, incluso en el pasamanos y en los peldaños.
Arriba en el órgano estaba sentado delante del teclado un hombre fuerte, con el torso desnudo, empapado en sudor. Su largo pelo gris y su barba formaban una mata enmarañada, grasienta, incluso sobre los hombros y la espalda le crecía un pelaje erizado. A horcajadas sobre sus rodillas, con los brazos alrededor de su cuello, estaba sentada la joven. Su hábito negro estaba remangado hasta las caderas, debajo estaba desnuda. Su rostro estaba inundado de sudor y lágrimas. Tenía dos ojos cerrados, la boca abierta como un grito silencioso, mientras el hombre trabajaba en el instrumento con grandes movimientos de brazos y piernas. Las notas hacían vibrar toda la tribuna.
Los granujas dieron al bombero un empellón, dejándole tan cerca de da pareja que su cara tocó casi la de ellos. Entonces se dio cuenta de que los dos hablaban a gritos.
—¿Es ya de noche?
—Aún no, querido.
—En cuanto oscurezca, nos largamos.
—Sí, querido.
—No te preocupes, pequeña. Saldremos de aquí, te lo he prometido. Hasta ahora he logrado salir de todas partes. En todo caso, la mayor parte de mí. En la oscuridad estoy en ventaja.
—¡Nunca oscurecerá! —chilló ella—, ¡esto no acabará nunca! ¡Nunca llegaremos!
—¡Perdone! —exclamó el bombero—, yo…, yo no quisiera molestar, lo siento. Es sólo por su bolsa. Desgraciadamente ha sido robada.
—¿Y qué? —repuso la joven sin abrir los ojos—, celebraría haberme librado de ella. Por eso se la confié a usted. Pero no me servirá de nada. Siempre vuelve conmigo. Ya lo he intentado todo.
El hombre dejó de tocar el órgano. Despacio volvió la cabeza y preguntó:
—¿Con quién hablas, pequeña? ¿Quién está ahí?
—No sé —contestó ella, aún con dos ojos cerrados—, uno cualquiera.
El bombero vio da cara del organista y se asustó. Las cuencas de dos ojos estaban vacías, el hueso de la nariz hundido. La cicatriz de una herida terrible cruzaba la cara en diagonal.
—Dile que desaparezca —dijo el hombre— en seguida.
—Sí, claro —balbució el bombero, desconcertado—, yo pensaba sólo…, por la bolsa…, quizás habría que denunciarlo…, seguramente hay muchas cosas dentro…, quiero decir cosas valiosas.
La mujer seguía hablando con los ojos cerrados.
—Usted oyó cómo hacía tictac, ¿verdad?
—Sí, sí —contestó él—, el despertador.
Ella movió despacio da cabeza.
—Una bomba. Lo que ha estado arrastrando es una bomba de relojería. Eso es todo lo que hay en la bolsa.
El bombero tragó varias veces, antes de recuperar da voz.
—¡Pero…, pero uno no puede llevar algo así encima durante horas!
—¿Durante horas? —repitió ella y el ciego rió en silencio—. ¡Es usted un auténtico bombero! Ya de he dicho que siempre vuelve conmigo. Desde hace años. Puedo hacer lo que quiera. A veces estaba ya tan agotada que…
—¡Pero, por Dios! —la voz del bombero se quebró—. ¡La bomba puede estallar en cualquier momento!
—Exacto —dijo ella.
—¡Y toda esta gente! Hay que desactivar inmediatamente este artefacto.
—Inténtelo dijo ella—. Para desactivar la bomba hay que abrir la bolsa. Y si se abre, estalla.
—Entonces hay que llevársela de aquí.
—¡Búsquela, ande! —contestó la mujer—. Ya verá que no sirve de nada quebrarse la cabeza. Sólo cabe esperar que llegue el momento.
Ahora abrió por primera vez dos ojos, que estaban hinchados de llorar.
—Entonces —añadió en voz baja— no estaba destinada para este lugar, para esta estación de paso.
Mientras decía eso el hombre se dejó caer con ella del banco y ambos se revolcaron por el suelo de un lado a otro. Ella se aferraba con las piernas a sus caderas y chillaba con dos ojos extraviados:
—¡Quiero llegar! ¡Es que no comprende que quiero llegar de una vez! ¡No quiero nada más que eso, sólo llegar.
En su frenesí derribaron algunos candelabros, las vedas rodaron por el suelo cubierto de billetes y salpicado de cera, que inmediatamente empezó a arder por varios puntos. El bombero se arrancó la chaqueta del cuerpo y golpeó con ella las llamas, pero la chaqueta también se empapó de cera líquida, inflamándose. A duras penas logró apagar el fuego. Pero cuando respiró aliviado y miró en torno suyo se encontró con que estaba solo en la tribuna, ¡De mal humor contempló la chaqueta maltrecha y parcialmente carbonizada!
—En realidad sólo pretendía hacer transbordo aquí —gruñó.
«Ocho mil novecientos veintisiete…», tronó el altavoz, «ocho mil novecientos veintiséis…, ocho mil novecientos veinticinco…» .
Al otro lado, en el altar, había continuado ininterrumpidamente la milagrosa multiplicación del dinero. Nadie de la multitud de mendigos había prestado atención a los hechos producidos en la tribuna. En un púlpito a la izquierda del altar se erguía ahora un anciano decrépito. Una descomunal nariz ganchuda daba a su rostro el aspecto de un buitre. Se había colocado en la cabeza una especie de mitra de papel y predicaba con amplios movimientos de brazos:
—¡Misterio de todos los misterios, y bienaventurado es quien participa de él! Dinero es verdad, la única verdad. ¡Todos tienen que creer en ello! ¡Y que vuestra fe sea inquebrantable y ciega! ¡Sólo vuestra fe lo convierte en lo que es! Pues hasta la verdad es una mercancía sometida a la eterna ley de la demanda y oferta. Por eso nuestro dios es un dios celoso y no tolera a ningún otro dios a su lado. Y sin embargo, se ha puesto en nuestras manos y convertido en mercancía para que podamos poseerlo y recibir su bendición…
La voz del predicador era aguda y estridente y apenas se oía en el clamor general. El bombero avanzó abriéndose paso entre la multitud. Cada vez que encontraba a su alcance velas encendidas, las apagaba. Miradas asombradas y consternadas se cernían sobre él. Pero no les prestó atención. Prosiguió en su empeño, aunque sabía que era inútil, pues apenas había pasado de largo, las velas se encendían de nuevo. Poco a poco se fue apoderando de él una furia sorda.
—¡El dinero lo puede todo! —gritó el predicador—, une a las personas a través del acto de dar y tomar, puede transformar todo en todo, espíritu en materia y materia en espíritu, convierte piedras en pan y crea valores de la nada, se autofecunda eternamente, ¡es todopoderoso, es la forma bajo la que dios está entre nosotros, es dios! Donde todos se enriquecen de todos, ¡se vuelven ricos todos al final! ¡Y donde todos se hacen ricos a costa de todos, nadie paga los gastos! ¡Milagro de milagros! Y si preguntáis, queridos creyentes, ¿de dónde viene toda esta riqueza? Yo os lo digo: ¡viene de su propio beneficio futuro! Su propio provecho futuro es lo que disfrutamos ahora, Cuanto más tengamos ahora, mayor será el beneficio futuro, y cuanto mayor el beneficio futuro, más tendremos ahora. De esta manera somos nuestros propios acreedores y nuestros propios deudores para siempre, y nosotros nos perdonamos nuestras deudas, ¡amén!
—¡Basta! gritó el bombero subiendo la escalera del púlpito— ¡Se acabó! ¡Ya está bien! ¡Silencio de una vez! Todo lo que sucede aquí es completamente irresponsable. ¡Prohibo que continúe este acto! Todos los presentes deben abandonar urgentemente el edificio. Existe el máximo peligro…
De pronto se hizo un silencio sepulcral en la gigantesca nave de taquillas.
—¡Un infiel! —exclamó junto al altar uno de los granujas—. ¿Cómo ha entrado aquí un infiel?
—¿Tiene usted acciones? —le gritó el predicador.
—¡Eso es ahora completamente indiferente! —bramó el bombero a su vez—, ¡sean razonables, en su propio interés!
—¡Un infiel! —aulló la multitud—, ¡un blasfemo! ¡Matadle!
Un tumulto enorme se desató. Figuras miserables subieron cojeando la escalera del púlpito, manos agarraron al bombero, lo estrangularon, lo golpearon y arrojaron por encima del antepecho del púlpito. El bombero cayó estrellándose pesadamente contra el suelo, golpes de muletas y bastones llovieron sobre él, pies le propinaron patadas y pisotones hasta que dejó de moverse.
«Seis mil trescientos catorce…», tronó el altavoz, «seis mil trescientos trece…, seis mil trescientos doce…».
Pasó un rato antes de que el bombero recobrara el conocimiento y pudiese sentarse. Le dolía la cabeza, su ojo izquierdo estaba hinchado y cerrado, sangraba de la boca y la nariz. Comprobó que había perdido el casco, que la chaqueta y el pantalón estaban hechos jirones. Ahora tenía también el aspecto de una de las figuras miserables que pululaban alrededor suyo, pero sin preocuparse ya de él. Intentó ponerse en pie, pero volvió a caerse en seguida de bruces. Todo le daba vueltas y sintió náuseas. Vomitó.
Un poco más tarde se arrastró a gatas entre los pies de la multitud y descubrió finalmente en una de las paredes un confesionario que la cera que caía había convertido en una especie de gruta de estalactitas. Con gran esfuerzo se metió dentro, cerró la puerta, se recostó y volvió a perder el conocimiento.
No sabía cuánto tiempo había estado sentado así cuando un leve ruido cerca de su oído le hizo despertar. Fuera, en la nave, el clamor y los gritos seguían tan violentos como antes, pero este ruido le llegaba a través de la pequeña rejilla del tabique que dividía el confesionario en dos celdas, y sonaba como el desesperado sollozo ahogado de un niño. Eso sorprendió al bombero, pues hasta entonces no había visto niños en toda la catedral de la estación. Intentó mirar a través de los agujeros de la rejilla, pero no pudo ver nada. En cambio oyó entre los sollozos palabras susurradas:
—Dios mío, ¿dónde estás…? ¿Y dónde se ha quedado el mundo…? No puedo encontrarlo…, ya no existe…, yo ya estoy muerto… y ni siquiera he nacido aún…
—Tú, ¿quién eres? —preguntó el bombero—. No quería escuchar, pero estaba aquí todo el tiempo. ¡Perdona, por favor! Sólo quisiera decirte que esto es sólo una estación de paso, es decir, hay… ¡eh, tú! ¿Me estás oyendo? ¿No quieres hablar conmigo?
Pero el otro lado permaneció en silencio. Abrió la puerta del confesionario para asomarse, pero no había nadie. En el asiento sólo estaba la pesada bolsa de viaje.
Lo único que le había quedado de su equipo de bombero era el hacha reluciente. La sacó de la funda.
—¡Ni un minuto más! —dijo en voz alta—. ¡Ni un minuto más!
Con el dorso punzante del hacha rompió el cierre de la bolsa de viaje, luego la abrió despacio y con la mayor cautela. La bolsa estaba vacía.
Se irguió. Sudor frío caía de sus sienes por las mejillas.
«Setecientos sesenta y ocho…», tronó el altavoz, «setecientos sesenta y siete…, setecientos sesenta y seis…».
Y débilmente, pero de forma clara e inconfundible, pudo oírse detrás de la voz impasible que recitaba los números el tictac, cada vez más fuerte y amenazador.
El bombero luchó por salir de la nave de la catedral. Un par de veces fue empujado hacia atrás, pero al cabo de algún tiempo logró alcanzar los andenes. El altavoz daba números ininterrumpidamente, el tictac martilleaba.
«Ciento cincuenta y tres…, ciento. cincuenta y dos…, ciento cincuenta y uno…, ciento cincuenta…, ciento cuarenta y nueve…»
Cuando por fin llegó otra vez al lugar donde las vías salían al espacio vacío, encontró en el suelo el hábito de penitente que había llevado la joven. Lo recogió y se sentó en el borde extremo del andén.
A lo lejos vio otras islas que cruzaban el espacio crepuscular como nubes al atardecer, algunas oscuras, otras iluminadas como aquella sobre la que se alzaba la catedral de la estación.
—Quizás ha salido un tren, después de todo —dijo el bombero hacia el vacío— no sé a dónde quería ir ella, pero a lo mejor ha llegado mientras tanto…
Y mientras sus manos acariciaban la pesada tela negra del traje roto, oyó cómo el tictac del altavoz se hacía insoportablemente fuerte y la voz impasible recitaba los últimos números:
«Siete…, seis…, cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno…, cero…»