El circo arde. El público ha huido atropelladamente. Las gradas están vacías, la carpa llena de humo y fuego. El payaso está solo en la pista. Su traje de lentejuelas centellea bajo la luz de las llamas. Su cara está blanca como la cal, debajo del ojo izquierdo brilla la consabida lágrima. Sobre la cabeza lleva ladeado un pequeño gorro puntiagudo. Con una fulgurante trompeta toca, solemne y ridículo, la gran melodía de despedida.
Todo es sueño. Sé que todo es sueño. Siempre lo supe desde que empecé a soñar que yo existía: este mundo no es real.
Ha concluido su canción sin prisa y sin tacha. Sale afuera y detrás de él se derrumban las vigas y los mástiles en llamas, la lona se hincha con el fuego y se hunde. El viento de la noche huele a ceniza y calor.
Fuera están los otros contemplando el incendio con los brazos caídos. Todos sabían que sucedería así. Ninguno ha hecho ademán de salvar algo. Ninguno llamó al payaso cuando estaba en medio del remolino de chispas, ninguno estaba preocupado por él, ni siquiera él mismo. En el resplandor, sus rostros parecen los rostros de personas dormidas. Ha empezado a llover un poco, pero demasiado tarde y no lo suficiente, sólo lo justo para que todos tengan el pelo mojado sobre la frente.
Cuando uno sabe en sueños que sueña, está a punto de despertarse. Yo me despertaré en seguida. Quizás este fuego no es de otra cosa que el primer rayo del sol del amanecer de otra realidad que se cuela debajo de mis párpados cerrados.
Lentamente oscurece. El fuego se desmorona poco a poco. En las casas de alrededor no hay ninguna ventana iluminada. Están negras y vacías en la penumbra. A lo lejos se oyen gritos, luego algunos disparos y el duro tableteo de una metralleta. Son los habituales ruidos que anuncian la noche, la noche llena de asesinatos, llena de tormentos e interrogatorios, la noche en la que nadie confía en nadie.
Está prohibido despertarse. El mero deseo de despertar se considera un intento de huida, de alta traición. Hay que mantenerlo en secreto.
—Para mí —dice el director en la oscuridad—, que han sido ellos los que han provocado el incendio, como represalia o advertencia…
Hurga con un palo en la ceniza. Todos saben de qué habla. Hace dos días fue asesinado uno en medio de los espectadores. Era de la milicia homicida, uno de los vigilantes que están por todas partes. Cuando todo el mundo se había ido seguía sentado con su uniforme de cuero negro brillante, pero estaba muerto, estrangulado. Nadie se había dado cuenta cuándo sucedió, nadie había querido darse cuenta.
—Eso no lo hizo ninguno de nosotros —dice alguien.
—No —contesta el director—, pero de nada nos vale, como veis.
Tras un largo silencio, una voz de mujer murmura:
—Pero esto no puede continuar así eternamente.
—Continuará —dice el director— hasta que le pongamos fin. De eso se trata a partir de ahora.
Se trata de despertar.
—Si no emprendemos nada —prosigue el director—, esto continuará siempre así. Tenemos que luchar. Tenemos que sumarnos a los que luchan.
El payaso se aparta y se dirige a la roulotte arrastrando los pies por los charcos. De pronto está muy cansado. Permanece un largo rato sentado delante del espejo contemplando su cara blanca como la harina con la lágrima debajo del ojo izquierdo. Entonces empieza a desmaquillarse. Debajo aparece otra cara. Es mucho más irreal, una cara de nadie, una cara cualquiera, le resulta completamente extraña, siempre le resultó extraña esa cara. Durante un instante trata de parecer inteligente o al menos serio, pero sus rasgos vuelven a caer en seguida en un estado de reposo, en el estado de perplejidad habitual. Es el rostro de un lactante viejo.
Ya es bastante asombroso que yo exista. Pero aún es más asombroso que pudiese hacerme tan viejo. Me esforcé, damas y caballeros, hice lo posible. Me dije: si todos los demás soportan este mundo, cuando seguro que tampoco les resulta más fácil que a mí… Yo he esperado toda mi vida y me he hecho viejo con la esperanza de despertar, y mirad dónde estoy. Les envidio a todos por su despreocupación. Yo estoy preocupado.
Mientras se cambia de ropa, el director entra con sombrero y gabardina y la inevitable punta de cigarro fría entre los dientes. Debajo del brazo lleva el largo látigo con la cuerda enrollada alrededor del corto mango. Sacude el sombrero, lo coloca sobre la mesa de maquillaje, al lado deja el látigo. Luego se sienta a caballo en la silla con el respaldo entre las rodillas. Eso significa que tiene algo importante que decir. El payaso está de pie y se esfuerza en parecer atento.
—Bueno —dice el director—, tú sabes de qué se trata.
Vuelve la cabeza como si temiese que alguien pudiera escucharles en el pequeño espacio.
El payaso asiente.
Se trata de despertar.
—Nosotros colaboramos —prosigue el director, bajando la voz—, ahora no nos queda otro remedio. Los demás están todos de acuerdo. ¿Y tú?
El payaso vuelve a asentir.
El director le agarra del hombro y lo sacude un poco.
—Escucha, ahora ya no interesa tu número. Ya no interesa en absoluto el circo. Todo eso se acabó desde esta tarde. Esas son cosas para tiempos normales.
Cosas para otro sueño.
—Tienes que decidirte —dice la boca con la punta de cigarro—, con nosotros o contra nosotros, caliente o frío. Quien trate de mantenerse al margen es un traidor y será tratado como un traidor por todos.
Está prohibido despertarse.
El payaso asiente por tercera vez.
—Bien —oye la voz ronca del director—, entonces nos fiamos de ti, viejo. Te esperamos a medianoche en la sesión del comité. Pero sé puntual, ¿me oyes? Allí te enterarás de todo lo demás. Aquí está la dirección
El director le entrega una nota.
—¡Léela, memorízala y quémala después! En ningún caso deberá caer en manos de otra persona, sea quien sea. ¿Comprendido?
El payaso no deja de asentir.
El director le da un cachete amistoso, coge su sombrero y se va. Ha olvidado el látigo. El payaso lo contempla cómo está allí sobre la mesa de maquillaje, extiende cautamente la mano para cogerlo y se tumba en la cama. Desenrolla la cuerda, vuelve a enrollarla, la desenrolla de nuevo.
Al fin y al cabo no puedo ser el único que se ha dado cuenta. Tan listo no soy. Sólo se han puesto de acuerdo en no hablar de ello. ¿O acaso quieren que sea precisamente así? ¿Les gusta a todos este sueño?
El payaso se levanta, se pone su viejo abrigo, se enrolla una larga bufanda alrededor del cuello y se pone el sombrero. Lee una vez más las señas, luego quema el papel en el cenicero. Las llamitas se elevan y se apagan.
Fuera, detrás del campo donde están las roulottes, empieza una pequeña pradera pisoteada. Allí encuentra un grupo de colegas que miran en silencio en una dirección. Se acerca para ver qué miran.
A cierta distancia, donde comienza la calle iluminada que conduce al centro de la ciudad, varios soldados de la milicia con uniforme negro conducen a unos veinte hombres y mujeres cuyas manos están atadas a la espalda. Aunque ninguno de los detenidos opone resistencia, los uniformados les golpean constantemente con porras.
Ya el deseo de despertar es considerado un crimen.
—No soporto este espectáculo —masculla una acróbata que está delante del payaso—, sencillamente no lo soporto.
Su compañero, que está a su lado, trata de sujetarla, pero ella se suelta y corre hacia el grupo de los detenidos. Todavía va vestida con su maillot, sólo se ha echado un abrigo encima de los hombros. Da varias vueltas alrededor de los uniformados, realiza toda clase de movimientos provocativos y les insulta a la cara, mientras tanto ha perdido su abrigo. Los soldados de la milicia ni siquiera la miran. En cambio, uno de los detenidos cae de pronto al suelo como muerto. Uno de los uniformados le da una patada en el costado. Como eso no sirve de nada, golpea al hombre con la porra. El resto de los detenidos se ha quedado parado y contempla la escena con caras pálidas, adormiladas.
La acróbata vuelve, ahora sin su abrigo, al grupo de la gente del circo.
—¡Haced algo! —balbucea—. ¡No os quedéis ahí como idiotas! ¡Haced algo!
Siempre me he esforzado, damas y caballeros, hice lo que pude.
El payaso se abre paso hacia adelante. Acaricia la mejilla de la acróbata y susurra:
—Dejadme a mí.
Miradas de asombro se dirigen a él. La acróbata susurra:
—¿Habéis oído?
Cómo se puede tener miedo si se está a punto de despertar? Yo soy también sólo un sueño. Mi existencia es ridícula e increíble.
Mientras tanto otros dos soldados con uniformes negros han surgido con metralletas debajo del brazo entre las roulottes y caminan hacia la gente del circo.
El payaso va a su encuentro. Ellos se detienen con las armas listas. Sus caras son jóvenes, infantiles y están un poco hinchadas. Parece como si durmiesen con los ojos abiertos.
El payaso saca del bolsillo del abrigo el látigo enrollado del director y saluda llevándoselo al ala del sombrero. Los dos uniformes miran inseguros el látigo, luego intercambian una mirada rápida y se ponen firmes.
—¿Me conocéis? —pregunta el payaso en tono cortante y acostumbrado a dar órdenes.
Los dos intercambian de nuevo una mirada insegura, luego dice uno:
—A sus órdenes, no señor.
—¡Me conoceréis —prosigue el payaso— y os garantizo que lamentaréis haberos cruzado en mi camino! ¿Habéis visto lo que ha sucedido allí enfrente?
—No, señor dice esta vez el otro soldado.
—¿Qué imbécil tiene aquí el mando? —les increpa el payaso—. ¡Nadie sabe nada del otro, nadie sabe lo que pasa, cada cual hace lo que le da la gana! La palabra disciplina parece ser aquí desconocida. ¡Allí se llevan a una gente cuya detención me corresponde a mí, exclusivamente a mí! ¡Esos idiotas han desbaratado con su precipitación uno de nuestros planes más importantes! ¡Maldita sea, aquí no estamos jugando a guardias y ladrones, comprendido! ¡Datos prisa, zopencos, y comunicad a vuestros compañeros que los prisioneros deben ser puestos inmediatamente en libertad, inmediatamente! ¿Lo habéis comprendido?
—Sí —dice el primer uniformado—, ¿pero de quién diré que viene la orden?
—¡De mí! —le grita el payaso—, ¡dile a esos malditos estúpidos que la orden viene del hombre del látigo! Espero que estén mejor informados que vosotros dos, si no que Dios se apiade de ellos. ¿A qué esperáis? ¡Daos prisa, hopp!
Los dos uniformados salen corriendo, no especialmente de prisa, están visiblemente confusos. El grupo de los detenidos y sus guardianes ha desaparecido mientras tanto en la oscuridad. El payaso se vuelve hacia sus colegas, pero éstos también se han ido. Está solo en el campo.
Despacio se dirige al centro de la ciudad. Tiene aún mucho tiempo hasta medianoche, pero tendrá que buscar la dirección que le ha dado el director. Y tiene un sentido de la orientación deplorable. Camina y camina, un paso tras otro, a ciegas, como ha caminado toda su vida.
Como caminan todos toda su vida sin conocer el momento siguiente, sin saber si con el próximo paso pisarán aún suelo firme o caerán en la nada. Este mundo es tan precario que cada paso es una decisión.
Esa peculiar manera de caminar es la que hace reír a los espectadores nada más empezar su número. Sólo necesita salir a la pista tambaleándose siempre un poco, vacilante y superando con cada paso la vacilación, actuando de manera desafiante, por así decirlo, como si quisiera arriesgarse. Como un niño testarudo.
En las calles por las que pasa hay automóviles volcados, algunos arden aún un poco. Muchas ventanas están rotas y los cristales crujen debajo de las suelas. Pasa por encima de un perro muerto y más tarde, en un charco de aceite, ve un pájaro caído de espaldas con las alas extendidas. Probablemente le ha matado el humo.
Mi existencia es incomprensible y ridícula. Pero nunca estuvo a mi alcance poder elegir otra. Uno no deja de ser quien es. La libertad existe siempre sólo en el futuro. En el pasado ya no se puede encontrar. Nadie puede escoger otro pasado. Todo lo que sucede tenía que suceder como sucedió. A posteriori todo es inevitable, a priori nada. Lo único que importa es despertar del sueño. A pesar de todo, corremos detrás de la libertad, no podemos hacer otra cosa, pero la libertad camina siempre un paso por delante como un espejismo, existe siempre en el próximo instante, siempre en el futuro. Y el futuro es oscuro, una pared negra, impenetrable ante nuestros ojos. No, pasa entre nuestros dos ojos, a través de la cabeza. Estamos ciegos. Cegados por el futuro. No vemos nunca lo que está ante nosotros, nunca el próximo segundo, hasta que nos rompemos la nariz contra él. Vemos sólo lo que hemos visto ya. Es decir, nada.
El payaso entra en una de las casas. Está iluminada turbiamente. Las puertas están destrozadas, en las viviendas encuentra sillas volcadas, muebles rotos, huellas de fuego, cortinas desgarradas. Alrededor de una mesa hay personas sentadas, parecen llevar allí mucho tiempo, pues las arañas han tejido sus telas entre ellas. Las caras resecas como las de las momias enseñan los dientes o tienen las bocas abiertas como para una carcajada inaudible. El payaso descubre entre ellas a un joven delgado que duerme con la cabeza apoyada en los brazos. Sobre el polvo del
tablero de la mesa hay números escritos, muchos números. El muchacho duerme como un niño y el payaso sale silenciosamente para no despertarle.
Entra en patios traseros y trepa por encima de muros que se desmoronan y al final se pierde irremediablemente, como era de esperar. Sin embargo, eso no le preocupa demasiado.
Y entonces se encuentra de pronto en una amplia plaza iluminada. De muchos escaparates de un gran almacén sale luz.
El payaso va de uno a otro, todos están vacíos, Sólo cuando dobla una esquina ve un grupo de personas delante de uno de los cristales mirando inmóviles, entre ellas hay también algunos hombres con uniforme negro. No está del todo seguro, pero le da la impresión de que están también los dos con los que habló, y los otros que se llevaban a los detenidos y también sus víctimas están allí. Ya no se interesan los unos por los otros, están completamente cautivados con lo que ven en el escaparate.
El payaso se pone de puntillas y mira por encima de sus cabezas. Detrás del gran cristal pululan bichos gigantescos, gusanos acorazados largos como un brazo que se yerguen con mil patitas trémulas, cochinillas y escarabajos del tamaño de una mano, grandes y negros como botas. En lo alto flota una gran esfera, pulida y metálica. Flota al parecer libremente en el aire, sin ningún dispositivo de sujeción ni hilos y gira en todas las direcciones, tan pronto despacio, tan pronto vertiginosamente. Sobre la esfera se encuentra una rata, una rata enorme, casi tan grande como un perro. Corre hábilmente en la dirección opuesta para mantenerse sobre la esfera. Quién sabe cuánto tiempo lleva ya en esa terrible situación. Parece agotada, su piel está mojada y erizada de sudor frío, su boca entreabierta de manera que se ven dos largos dientes roedores amarillos, su respiración es agitada.
No podrá seguir mucho tiempo así, pronto se resbalará y caerá en el espantoso hervidero que ya alarga ávido mil antenas y tenazas.
Ese es, pues, el espectáculo que reúne a la gente ante el cristal.
El infierno es una pesadilla que no acaba nunca. Pero ¿cómo he entrado en él? ¿Qué tengo que hacer para despertar por fin?
El payaso mira las caras de los circunstantes. Sus ojos están abiertos, pero son vidriosos como los ojos de los que duermen. Algunos tienen la boca abierta. Nadie repara en quien los mira fijamente tan de cerca. También se han olvidado los unos de los otros. Y él sabe que ninguno de esos muñecos vivientes le respondería si les preguntase por el camino. Además no puede hacerlo, no puede nombrar la dirección bajo ningún concepto.
Me dirijo a ti, al que me sueña, quien quiera que seas. Sé que no puedo hacer nada contra ti, tú eres el más fuerte. Llévame a donde quieras, pero ten presente que a mí ya no me engañas.
Si saber cómo, el payaso se encuentra al cabo de un rato cerca del edificio que le había indicado el director; se trata de una pequeña pensión de artistas que él ya conocía de antes. En la calle yacen cadáveres rígidos y absurdamente descoyuntados como figuras de escaparate. Entre medias esparcidos algunos miembros, también cabezas con sombreros y corbatas alrededor del cuello.
Cuando el payaso dobla hacia la calle donde se encuentra la pensión, ve ya desde lejos que está llena de personas que se mueven de un lado a otro como olas del mar. Delante de la puerta de la pensión se agolpan y retroceden de nuevo. Pero todo eso sucede sin un solo ruido y exageradamente despacio. También hay entre ellas muchos hombres con uniformes negros y otros con largos abrigos de cuero. Cada uno parece pegar al otro con todas sus fuerzas, pero debido a la lentitud del movimiento todo es como un ceremonial fantasmagórico. Con amplios movimientos danzarines cada uno estrella el puño o lo que sujeta en él en la cara del que se encuentra más cerca. No se oye nada, excepto un sordo jadeo general y el restallar y el estrépito de los golpes.
El payaso se aparta rápidamente y se sube el cuello del abrigo para ocultar la cara, pues uno de los matones se ha fijado en él y le señala con el dedo. Otros vuelven sus caras indiferentes e hinchadas y ahora viene hacia él un grupo con pasos largos, medió flotantes. Otros se suman a ellos. El payaso dobla rápidamente una esquina a un callejón oscuro, luego al próximo y a otro. Mientras corre, mira hacia atrás y no ve a ningún perseguidor. Quizás les ha despistado.
No tiene sentido huir. No hay ningún refugio. Lo que aquí sucede, sucede por todas partes. Sucede siempre. El que huye cae aún más en la trampa.
Después de atravesar otras oscuras callejas, descubre la entrada apenas iluminada de un local, una cervecería, al parecer. La entrada consiste en una enorme puerta giratoria; delante y dentro de ella dan tumbos unos borrachos. Al acercarse, el payaso duda de que sean borrachos, pues todos tienen los ojos cerrados y extienden los brazos como si se hiciesen los ciegos. Tal vez son sonámbulos y lunáticos, pues cuando se dirige a uno de ellos en voz baja, éste no contesta, sino que continúa vagando de un lado a otro con los brazos extendidos. Quizás fingen, quizás no. El payaso decide entrar y esperar en el local hasta que pueda regresar a la pensión. Pasa por la puerta giratoria.
El local se encuentra en el sótano, y el payaso baja dando traspiés algunos peldaños que no había visto. Ante él se abre un espacio alargado como un tubo que se pierde hacia el fondo en la penumbra y las nubes de humo. Sólo algunas bombillas desnudas de escasa potencia cuelgan del techo y difunden una luz mortecina. En la esquina más alejada a la izquierda se alza una especie de tribuna rodeada de una barandilla de madera tallada. Todas las mesas del local, a excepción de la de la tribuna, están ocupadas. Vasos de cerveza medio vacíos, ceniceros volcados y restos de comida cubren los tableros. Los clientes están apretados unos contra otros, muchos descansan sus caras sobre los brazos, algunos están tumbados con la mejilla en un charco de cerveza mientras los brazos cuelgan debajo de la mesa, todos duermen con las bocas abiertas. Resoplidos y ronquidos llenan el aire fétido. De cuando en cuando se mueve uno de los durmientes, desplaza pesadamente su cabeza de un lado a otro y suspira como si no encontrase la postura adecuada.
El payaso busca un camino entre las mesas, por encima de piernas estiradas, hacia la tribuna del fondo, para alcanzar el único sitio libre. Llega a la barandilla de madera y comprueba que ésta no tiene ninguna abertura de entrada, tampoco hay escalones que conduzcan arriba. Así que trepa cuidadosamente, para no molestar a ninguno de los durmientes, a la mesa más próxima y desde allí pasa por encima de la barandilla. Con un suspiro se sienta en una de las sillas, apoya la barbilla en un puño y espera.
Sueñan que sueñan. Están en otro sueño. No hay que despertarles. Quisiera poder dormir como ellos.
—¿Pero me están escuchando? —pregunta alguien, irritado, a media voz.
El payaso se estremece. Sólo ahora se da cuenta de que alguien le habla en voz baja desde hace un buen rato. Es el director.
—Claro que sí —murmura el payaso—, escucho atentamente. En su turbia memoria busca alguna palabra que ha oído. Ahora recuerda que el otro decía que la sesión del comité había sido trasladada allí en el último instante, porque la milicia se había enterado a través de un traidor y la pensión había sido acordonada.
—No parece impresionarte demasiado —dice el director, mirando desconfiado al payaso—. ¿Tienes idea de quién puede haber sido el traidor?
El payaso sacude la cabeza.
—¿Cómo sabías que estábamos aquí? —sigue inquiriendo el director mordisqueando la punta fría del cigarro—, ¿o te ha traído aquí el puro azar?
El payaso asiente.
—Muchas coincidencias, ¿no te parece? —pregunta el director.
El payaso asiente profundo, luego se vuelve en su silla y dice a voces:
—¡Pero el servicio es catastrófico! ¿Cuánto hay que esperar aquí para encargar algo?
—¡Silencio! —exclama el director con voz ahogada, tapándole la boca.
Cuando vuelve a soltarle, el payaso pregunta:
—¿Por qué?
El director se hecha hacia atrás.
—Escucha, he asumido la responsabilidad de ti. Yo respondo de ti. Pero entre nosotros hay algunos que están convencidos de que sólo tú puedes ser el traidor. Les he dicho que te considero incapaz de cometer semejante marranada. ¿Qué tienes que decir a eso?
El payaso saca del bolsillo de su abrigo el látigo del director y lo deja delante de él.
—¡Toma! —dice—, lo habías olvidado.
El director gira la punta del cigarro entre los labios.
—Gracias, viejo, ya no lo necesito.
De nuevo examina al payaso con ojos inquisitivos.
—Nadie oyó lo que dijiste a los del uniforme negro. Hay algunos entre nosotros que quisieran saberlo. ¿Qué dijiste?
—Les ordené que obligaran a los otros a dejar en libertad a los prisioneros.
—¿Eso dijiste? ¿Y ellos qué contestaron?
—Obedecieron porque vieron el látigo.
El director enciende la punta del cigarro y da dos o tres chupadas con los ojos cerrados. Luego se domina, da al payaso una palmada admirativa en la rodilla y sonríe.
—Te creo. Te conozco y te creo. Nosotros lo arreglaremos todo. Déjame a mí, viejo.
Se inclina hacia adelante y mira al payaso intensamente a los ojos.
—¿Qué te parece, pronuncio ahora mismo mi discurso?
El payaso mira por encima de los durmientes y asiente.
No se les debería despertar. Están en otro sueño. Quizás son ellos los que sueñan este mundo.
Desde luego —dice—, éste es el momento oportuno.
El director se pone de pie y se acerca a la barandilla. Pero entonces parecen entrarle dudas y se vuelve hacia el payaso.
—Creo que será preferible preguntar primero al dueño. Es de los nuestros, pero tal vez sea mejor que pregunte si está de acuerdo. Al fin y al cabo es su local.
—Deberías hacerlo —opina el payaso.
El director se dispone a trepar por encima de la barandilla. Ya está sentado a caballo, pero entonces se detiene una vez más y susurra al payaso:
—Oye, tú podrías pronunciar algunas palabras de introducción. Ya sabes: calentar un poco a los oyentes y todo eso. Yo vuelvo en seguida y me encargo del discurso.
El payaso asiente sin fuerza.
—Tú ya sabes que no sé hacer eso. Lo confundo todo tan fácilmente.
—¡Pues te dominas! —bufa el director, furioso—. ¿Es que no lo comprendes? Te estoy dando una oportunidad. Quizás sea la última.
—¿De qué voy a hablar?
—De lo que quieras.
El director salta al suelo, se sujeta con ambas manos a las barras de madera de la barandilla y dice entre ellas al payaso:
—Lo importante es que animes a la gente. De eso se trata.
Se trata de despertar. Es lo único que importa.
El payaso sigue con la mirada al director, que se abre camino entre las mesas hacia una puerta en la pared lateral del largo recinto. Allí se da otra vez la vuelta y hace un gesto enérgico con la mano. Cuando abre la puerta, se oye por un instante ruido de voces, también hay voces de mujer entre ellas, suenan excitadas, como si hubiese una pelea. Probablemente es la entrada a la cocina.
No quiero hablar. No quiero volver a tener que hablar nunca. No tengo ya nada que decir.
El payaso baja rápidamente por encima de la barandilla a una de las largas mesas y corre, teniendo cuidado de no tocar a nadie, entre las cabezas de los que duermen y los vasos de cerveza hacia el final del tablero. Quiere largarse.
Es inútil huir. No hay ningún refugio.
Cuando se dispone a bajar al suelo se abre la puerta de la cocina y el director asoma la cabeza.
—¿Has empezado ya?
—Aún no —contesta desanimado el payaso—, me disponía a hacerlo.
—¡Date prisa! —dice el director—, cuento contigo —su cabeza desaparece.
El payaso se incorpora. Está de pie sobre la mesa y se vuelve hacia todos los lados, luego cruza los brazos en la espalda como un escolar que tiene que recitar una poesía.
¡Distinguido público, mis queridos soñadores!
El número que viene a continuación es único en el mundo y exige la máxima concentración. Por eso rogamos completo silencio y un redoble de tambor. Este es el momento de la verdad, pero yo no sé, sinceramente, lo que es un momento y no sé nada de la verdad, y menos aún a quién me refiero con «yo».
Cuando vine a este sueño que vosotros llamáis el mundo, éste era malo y ha seguido siendo malo o se ha vuelto aún peor. Yo no tengo memoria. Tampoco sé contar detalles. Siempre lo olvido todo. Pensé que era el sueño equivocado o el mundo equivocado al que había ido a parar. O quizás era yo el equivocado para este mundo, para este sueño. Me han aporreado y encerrado, me han elogiado y, a veces, me han dado mucho dinero, aunque siempre era el mismo y hacía lo mismo. Por eso me he dedicado a hacerles reír y llorar. Eso era lo que yo sabía hacer.
El payaso se siente un poco importunado porque le alcanza el cartón fieltroso de un vaso de cerveza. Alguien le ha elegido, al parecer, como blanco de una broma. Se vuelve hacia el bromista y descubre sobre la tribuna donde acaba de estar con el director a un hombre grande, calvo, de complexión atlética, que le dirige una. risa ingenua y sigue lanzándole los redondos cartones de fieltro. Al parecer, se trata del mozo del local, pues lleva un delantal verde. Como el payaso supone que el forzudo no tiene mala intención, le da a entender con un movimiento de la mano que ahora no puede intervenir en el juego porque está ocupado con algo importante. Al mismo tiempo esboza una sonrisa simpática para no irritar al tosco personaje. Pero como éste le sigue molestando con una sonrisa fija, el payaso pasa a una mesa que está más alejada.
Espero y espero despertar por fin, pero no puedo. Como un nadador que se ha perdido debajo de la capa de hielo, busco un lugar para emerger. Pero no hay ningún lugar. Toda la vida nado con la respiración contenida. No sé cómo podéis vosotros hacerlo.
El payaso tiene que agacharse para esquivar otros cartones arrojados con puntería. Pero al ser alcanzado por algunos proyectiles, toma a su vez uno de los reblandecidos discos de cartón que hay sobre la mesa y lo lanza contra el mozo, sonriendo siempre, claro, y con la esperanza de contener por fin al bruto o de moverle a dejar ese estúpido juego. De hecho, el mozo se detiene, sorprendido. El payaso mira hacia todos los lados con la esperanza de que el director regrese por fin y se haga cargo de la situación. Pero no aparece por ninguna parte.
¿O acaso nuestro soñador no sabe que sólo nos sueña a nosotros? ¿Puedo yo, un sueño, explicárselo para que despierte de una vez? Y explicadme una cosa, damas y caballeros, ¿qué sucede con un sueño cuando despierta el soñador? ¿Nada? ¿No sucede ya nada? Pero yo quiero salir de aquí, ¡en serio! No quiero seguir soñando que existo. Tampoco quiero dejarme soñar por no se sabe quién. ¿O acaso nos soñamos todos los unos a los otros? ¿Somos un tejido de sueños, una selva de sueños sin límites y sin fondo? ¿Somos todos un cínico sueño que nadie sueña?
En ese momento un vaso de cerveza pasa rozando la cabeza del payaso y se estrella estrepitosamente detrás de él contra la pared. El mozo no puede haberlo lanzado, pues venía de una dirección completamente distinta. Pero el payaso tampoco ha visto que uno de los durmientes se haya movido. Mientras escudriña en torno suyo con la mano sobre los ojos, de otra dirección le viene volando una botella que esquiva a duras penas. Más botellas, vasos de cerveza, ceniceros de piedra y otros objetos la siguen procedentes de todas direcciones hasta que se desencadena una verdadera lluvia de estos proyectiles a su alrededor. Levanta los brazos para proteger la cabeza y se agacha, pero así, con la visión entorpecida, no puede esquivar ya con la suficiente rapidez y es alcanzado varias veces dolorosamente en la espalda, los hombros y los brazos.
Como la fuerza de los proyectiles aumenta cada vez más, de manera que pronto atraviesan el aire con el aullido estridente de las balas perdidas, el payaso considera aconsejable saltar de la mesa. A gatas y tratando siempre de estar a cubierto, avanza entre las piernas de los inmóviles durmientes hacia la puerta de la
cocina. La alcanza por fin, pero ésta no se deja abrir. No porque haya sido cerrada con llave, sino porque al parecer han colocado pesados muebles al otro lado. Tira violentamente del picaporte, martillea la puerta con los puños, lo que apenas se oye en el tumulto de los proyectiles, y se apoya contra ella con todas sus fuerzas, ya no demasiado grandes. Es inútil. Se incorpora y se vuelve a mirar a la sala. Ahora tampoco está ya el mozo, tal vez ya ha huido también del bombardeo. El payaso está solo con el ejército de los durmientes y su batalla.
Pero si resulta que sólo soy vuestro sueño común, que todos vosotros me habéis soñado desde el principio, que nunca fui otra cosa que el sueño de mi venerado público; entonces os ruego, mis queridos soñadores, os pido de todo corazón: ¡dejadme marchar! ¡Soñad a partir de ahora con otra cosa, pero no conmigo! No puedo más. No pretendo que os despertéis. ¡Por mí seguid durmiendo mientras queráis y dormid bien, pero dejad de soñarme! Os habéis divertido conmigo, dejad ahora que me vaya, por favor!
En ese instante se estrella contra su frente un jarro de cerveza con la fuerza de una granada y se hace añicos. La pálida y vieja cara de recién nacido del payaso está de pronto roja de sangre y muestra la expresión de la más profunda sorpresa y completa comprensión. Sonríe como si por fin hubiese comprendido todo. Sus brazos realizan el ceremonioso gesto con el que siempre ha agradecido el aplauso de los espectadores, luego cae hacia adelante rígido como una figura de cera sobre el suelo de madera cubierto de cascotes.