Los animales luchan entre sí por una de dos razones: para establecer su dominio en una jerarquía social, o para hacer valer sus derechos territoriales sobre un pedazo determinado de suelo. Algunas especies son puramente territoriales, sin problemas de jerarquía. Otras, tienen jerarquías en sus territorios y han de enfrentarse con ambas formas de agresión. Nosotros pertenecemos al últimos grupo: las dos cosas nos atañen. Como primates, heredamos la carga del sistema jerárquico. Este es un elemento básico de la vida de los primates. El grupo se mueve continuamente y raras veces permanece en un sitio el tiempo suficiente para fijarse en un territorio. Pueden surgir ocasionales conflictos entre grupos, pero son conflictos débilmente organizados, espasmódicos y relativamente poco importantes en la vida del mono corriente. El «orden del picotazo» (llamado así, porque se estudió por vez primera en relación con los polluelos) tiene, por otra parte, una significación vital en su vida cotidiana, e incluso en todos sus momentos. En casi todas las especies de cuadrumanos, existe una jerarquía social rígidamente establecida, con un macho dominante encargado de gobernar el grupo, y con todos los demás sometidos a él, en diversos grados de subordinación. Cuando se hace demasiado viejo o achacoso para mantener su dominio, es derrocado por otro macho más joven y vigoroso, el cual asume el mando de jefe de la colonia. (En algunos casos, el usurpador asume literalmente el mando, en forma de capa de largos pelos.) Como sus huestes se mantienen siempre unidas, su papel de tirano del grupo resulta absolutamente eficaz. Pero, aparte de esto, es invariablemente el mono más pulcro, más bien educado y más sexual de la comunidad.
No todas las especies de primates son violentamente dictatoriales en su organización social. Casi siempre hay un tirano, pero éste es a veces benigno y tolerante, como en el caso del poderoso gorila. Comparte las hembras con los machos inferiores, se muestra generoso a la hora de comer, y sólo impone su autoridad cuando surge algo que no puede ser compartido, o cuando hay señales de rebelión, o cuando se producen reyertas entre los miembros más débiles.
Naturalmente, este sistema básico tenía que cambiar cuando el mono desnudo se convirtió en cazador cooperativo y con una residencia base. Lo mismo que ocurrió con el comportamiento sexual, el típico sistema primate tenía que modificarse para adaptarse a su nuevo papel de carnívoro. El grupo tenía que hacerse territorial. Tenía que defender la región de su base estable. Debido al carácter cooperativo de la caza, eso tenía que hacerse, más que individualmente, sobre una base de grupo. Dentro del grupo, el sistema de jerarquía tiránica de la colonia corriente de primates tenía que modificarse considerablemente, con objeto de asegurarse la plena colaboración de los miembros más débiles cuando se salía de caza. Pero no podía abolirse completamente. Si había que tomar alguna decisión enérgica, tenía que haber alguna jerarquía, compuesta de miembros más fuertes y un jefe supremo, aunque éste se viese obligado a tomar en consideración los sentimientos de sus inferiores, mucho más de lo que lo habían hecho sus velludos parientes de los bosques.
Además de la defensa colectiva del territorio, y de la organización jerárquica, la prolongada dependencia de los jóvenes, que nos obligó a adoptar las unidades familiares por parejas, exigía otra forma de autoafirmación. Cada macho, como cabeza de familia, se vio obligado a defender su propio hogar individual, dentro de la base común de la colonia. Por esto existen, para nosotros, tres formar fundamentales de agresión, en vez de las uno o dos acostumbradas. Como sabemos bien, para nuestro dolor, se manifiestan aún en la actualidad, a pesar de la complejidad de nuestras sociedades.
¿Cómo funciona la agresión? ¿Cuáles son las normas de comportamiento inherentes a ella? ¿Cómo nos intimidamos recíprocamente? Una vez más, hemos de fijarnos en los otros animales. Cuando un mamífero experimenta una excitación agresiva, se producen en su cuerpo una serie de cambios fisiológicos básicos. Toda la máquina tiene que apercibirse para la acción por medio del sistema nervioso automático. Este sistema se compone de dos subsistemas opuestos y compensatorios: el simpático y el parasimpático. El primero es el encargado de preparar el cuerpo para la actividad violenta. Al segundo, le incumbe la tarea de conservar y restaurar las reservas corporales. El primero dice: «Estás listo para la acción; ponte en marcha.» El segundo dice: «Tranquilízate, descansa y conserva tus fuerzas.» En circunstancias normales, el cuerpo escucha las dos voces y mantiene un feliz equilibrio entre ellas; pero cuando se produce un fuerte impulso agresivo escucha únicamente al sistema simpático. Al activarse éste, la sangre recibe adrenalina y todo el sistema circulatorio se ve profundamente afectado. El corazón late más de prisa y la sangre es transferida desde la piel y las vísceras a los músculos y al cerebro. Aumenta la presión sanguínea. El nivel de producción de glóbulos rojos asciende a gran velocidad. El tiempo de coagulación de la sangre experimenta una reducción. Además, se interrumpe el proceso de digestión y de almacenamiento de alimentos. Se restringe la segregación de saliva. Cesan los movimientos del estómago, la secreción de jugos gástricos y los movimientos peristálticos del intestino. El recto y la vejiga de la orina no se vacían con la misma facilidad que en condiciones normales. Los hidratos de carbono almacenados son expulsados del hígado y llenan la sangre de azúcar. Hay un aumento masivo de la actividad respiratoria. La respiración se hace más rápida y más profunda. Se activan los mecanismos de regulación de la temperatura. Los pelos se erizan y el sudor mana copiosamente.
Todos estos cambios sirven para preparar al animal para el combate. Como por arte de magia, eliminan instantáneamente la fatiga y suministran grandes cantidades de energía para la prevista lucha física por la supervivencia. La sangre es vigorosamente impulsada a los sitios donde es más necesaria: al cerebro, para activar el pensamiento, y a los músculos, para la acción violenta. El incremento de azúcar en la sangre aumenta la eficacia muscular. La aceleración de los procesos de coagulación significa que, si se produce una herida, la sangre se coagulará más rápidamente, y en consecuencia, será menor la pérdida de ella. El suministro acelerado de glóbulos rojos por el bazo, en combinación con la creciente velocidad de la circulación sanguínea, ayuda al sistema respiratorio a incrementar la absorción de oxígeno y la expulsión de anhídrido carbónico. El erizamiento de los pelos pone la piel al aire y contribuye a refrescar el cuerpo, lo mismo que el sudor segregado por las glándulas sudoríparas. Así se reducen los peligros de un calentamiento desmedido, debido al exceso de actividad.
Una vez activados todos los sistemas vitales, el animal está dispuesto para lanzarse al ataque; pero existe una pega. La lucha puede llevar a una magnífica victoria, pero puede también acarrear graves daños al vencedor. Invariablemente, el enemigo que provoca la agresión es también causa de miedo. El impulso agresivo empuja al animal; el miedo lo retiene. Y surge un intenso conflicto interior. En general, el animal que es provocado a luchar no se lanza directamente a un ataque total. Empieza amenazando con atacar. Su conflicto interior produce un efecto suspensivo: el animal está tenso para el combate, pero todavía no dispuesto a empezarlo. Si, en este estado, ofrece un aspecto lo bastante intimidatorio para su rival, y éste se echa atrás, todo esto habrá salido ganando. La victoria puede alcanzarse sin derramamiento de sangre. La especie puede solventar sus disputas sin que sus miembros experimenten graves daños, de lo cual sale altamente beneficiada.
En todas las formas superiores de la vida animal ha existido una pronunciada tendencia en esta dirección: la del combate convertido en rito. La amenaza y la contraamenaza han sustituido en gran parte a la verdadera lucha física. Desde luego, hay luchas sangrientas de vez en cuando, pero sólo como último recurso, cuando la disputa no ha podido solventarse con señales y contraseñales. La intensidad de los signos exteriores de los cambios psicológicos que he descrito indica al enemigo el grado de violencia del animal agresivo que se apresta a la acción.
Esto funciona estupendamente bien por lo que se refiere al comportamiento, pero, fisiológicamente, crea un problema importante. La maquinaria del cuerpo ha sido reparada para un trabajo intenso. Sin embargo, el esfuerzo previsto no se materializa. ¿Cómo resuelve esta situación el sistema nervioso anatómico? Ha situado todas sus tropas en primera línea, prontas a entrar en acción, pero su sola presencia ha ganado la guerra. ¿Qué ocurre después?
Si el combate físico siguiese naturalmente a la activación masiva del sistema nervioso simpático, todos sus preparativos corporales serían plenamente utilizados. Se quemaría la energía y, en definitiva, el sistema parasimpático saldría por sus fueros y restablecería gradualmente el estado de calma psicológica. Pero en el tenso estado de conflicto entre la agresión y el miedo, todo queda en suspenso. Como resultado de ello, el sistema parasimpático replica salvajemente, y el péndulo autonómico oscila furiosamente de un lado a otro. Mientras transcurren los tensos momentos de amenaza y contraamenaza, vemos destellos de actividad parasimpática entremezclados con los síntomas simpáticos. La sequedad de la boca puede dar paso a una excesiva salivación. Puede cesar la contracción de los intestinos y producirse una súbita defecación. La orina, retenida fuertemente en la vejiga, puede verterse copiosamente. La remoción de sangre de la piel puede invertirse masivamente, sucediendo un intenso enrojecimiento a la extremada palidez. La respiración rápida y profunda puede interrumpirse de modo dramático y ser remplazada por jadeos y suspiros. Son éstos, desesperados intentos del sistema parasimpático para contrarrestar la aparente extravagancia del simpático. En circunstancias normales, sería imposible que se produjesen simultáneamente reacciones intensas en ambas direcciones, pero en las condiciones extremas de la amenaza agresiva, todo sale momentáneamente de su cauce. (Esto explica por qué, en casos extremos de shock, pueden observarse desvanecimientos o desmayos. En estos casos, la sangre acumulada en el cerebro es retirada de nuevo; tan violentamente, que conduce a la súbita inconsciencia.)
En lo que atañe al sistema de señales de la amenaza, esta turbulencia fisiológica constituye un verdadero don. Proporciona una fuente de señales todavía más rica. Durante el curso de la evolución, estas señales del estado de ánimo fueron inventadas y perfeccionadas de muchas maneras. Para muchas especies de mamíferos, la defecación y la micción llegaron a ser, por el olor, importantes sistemas de señales territoriales. Su ejemplo más común es la manera como los perros domésticos, en su territorio, levantan la pata junto a los postes, actividad que se incrementa en los encuentros amenazadores entre perros rivales. (Las calles de nuestras ciudades son excesivamente estimulantes para esta actividad, porque constituyen territorios comunes a muchos rivales, y cada perro se ve obligado a cargar de olores la zona para competir con los demás.) Algunas especies han perfeccionado técnicas a base de defecación. El hipopótamo posee una cola especialmente aplanada, que agita rápidamente durante el acto de defecar. El efecto es parecido a la proyección de excrementos a través de un ventilador, con el resultado de que las heces son desparramadas sobre una amplia zona. Muchas especies poseen glándulas anales especiales que añaden un fuerte olor personal a los excrementos.
Los trastornos circulatorios que acarrean una extrema palidez o un intenso rubor han sido convertidos en señales mediante el desarrollo de zonas lampiñas en la cara de muchas especies y en el trasero de otras. Los bostezos y silbidos propios de ciertos trastornos respiratorios se han transformado en gruñidos, rugidos y otras vocalizaciones agresivas. Alguien ha sugerido que esto explica el origen de todo el sistema de comunicaciones a base de señales vocales. Otra tendencia fundamental, producto de la turbulencia respiratoria, es la evolución de las manifestaciones de hinchazón. Muchas especies se ahuecan, amenazadoras, e inflan bolsas y sacos de aire especiales. (Esto es particularmente corriente en los pájaros, que todavía poseen muchas bolsas de aire como parte fundamental de sus aparatos respiratorios.)
El erizamiento agresivo del pelo ha llevado al desarrollo de regiones especializadas, tales como crestas, melenas y flecos. Estas y otras zonas velludas localizadas han llegado a ser muy ostensibles. Los pelos se han alargado o atiesado. Su pigmentación ha sufrido, a veces, drásticas modificaciones, produciendo zonas de vivo contraste con el vello circundante. Al experimentar una excitación agresiva, el animal, con los pelos erizados, parece más grande y más temible y aquellas zonas aumentan y brillan más.
El sudor agresivo se ha convertido también en fuente de señales olorosas. En muchos casos, se produjeron tendencias evolutivas que explotaron esta posibilidad. Algunas glándulas sudoríparas aumentaron enormemente de tamaño, convirtiéndose en complejas glándulas de olor. Estas pueden encontrarse en la cara, en las patas, en el rabo y en otras partes del cuerpo de muchas especies.
Todas estas mejoras enriquecieron los sistemas de comunicación de los animales e hicieron que el lenguaje expresivo de su estado de ánimo fuese más sutil e informativo. Gracias a ellas, el comportamiento amenazador del animal irritado puede «leerse» en términos precisos.
Pero esto no es más que la mitad de la historia. Hasta ahora, sólo hemos considerado las señales automáticas. Pero además de éstas existe toda una serie de señales útiles, derivadas de los tensos movimientos musculares y de las actitudes del animal amenazador. Todo lo que hizo el sistema automático fue preparar el cuerpo para la acción muscular. Peor, ¿qué hicieron los músculos? Se tensaron para la arremetida, pero el ataque no llegó a producirse. El resultado de esta situación es una serie de movimientos de intención agresiva, de acciones ambivalentes y de actitudes contradictorias. Los impulsos de ataque y de huida tiran del cuerpo en uno u otro sentido. El animal se lanza hacia adelante, retrocede, se esquiva, se agazapa, salta, se inclina, se aparta. En cuanto el afán de atacar apremia, surge inmediatamente, como contraste, el impulso de huir. Todo movimiento de retirada es compensado por un movimiento de ataque. Durante el curso de la evolución, esta agitación general se transformó en actitudes especializadas de amenaza e intimidación. Los movimientos intencionales se estilizaron, los saltos ambivalentes se convirtieron en sacudidas y torsiones rítmicas. Se desarrolló y perfeccionó un nuevo repertorio de señales agresivas.
Como resultado de esto observamos, en muchas especies animales, complicados rituales de amenaza y «danzas» de guerra. Los contendientes se mueven en círculo, en característica actitud de reto, tenso y rígido el cuerpo. A veces se agachan, mueven la cabeza, se estremecen, tiemblan, oscilan rítmicamente a un lado y otro, o inician breves, reiteradas y estilizadas carrerillas. Escarban el suelo, arquean el lomo o agachan la cabeza. Todos estos movimientos intencionales actúan como señales vitales de comunicación y se combinan eficazmente con las señales autonómicas para ofrecer una imagen exacta de la intensidad del impulso de agresión y una indicación precisa del equilibrio entre el afán de atacar y el afán de huir.
Pero todavía hay más. Existe otra importante fuente de señales especiales, derivada de otra faceta de comportamiento que ha sido llamada actividad del desplazamiento. Uno de los efectos secundarios del intenso conflicto interior es que el animal hace gala, en ocasiones, de unos modos de comportamiento extraños y, al parecer, desprovistos de significación. Es como si la tensa criatura, incapaz de realizar una de las dos cosas que desesperadamente quiere hacer, diese escape a su acumulada energía por medio de una actividad completamente independiente. Su impulso de huida le impide atacar, y viceversa; por consiguiente busca otra manera de airear sus sentimientos. Así vemos cómo los amenazadores rivales empiezan, de pronto, a hacer curiosos e incompletos movimientos propios del acto de comer, y vuelven a adoptar inmediatamente sus actitudes agresivas. O se rascan o limpian de algún modo, alternando estos movimientos con las típicas maniobras de amenazas. Algunas especies realizan actos de dispersión propios de la construcción de nidos, recogiendo piezas de material adecuado que se encuentran cerca de ellos y dejándolas caer en nidos imaginarios. Otros se permiten un «sueño instantáneo», poniendo momentáneamente la cabeza en posición de dormitar, bostezando o estirándose.
Se ha discutido mucho sobre estas actividades de dispersión. Se ha dicho que no hay motivos objetivos para considerarlas como fuera de razón. Si un animal come, es que tiene hambre; si se rasca, es que le pica. Se insiste en que es imposible demostrar que un animal irritado no tiene hambre cuando realiza las llamadas acciones alimenticias de dispersión, o que no tiene picor cuando se rasca. Pero ésta es una crítica muy cómoda, y quienes hayan observado y estudiado los encuentros agresivos en gran variedad de especies, dirán que es completamente absurda. La tensión y el dramatismo de dichos momentos son tales que resulta ridículo admitir que los contendientes pueden suspender, aunque sea momentáneamente, su pelea para comer por comer, o para rascarse por rascarse, o para echar un sueño porque les viene en gana.
A pesar de los argumentos académicos sobre los mecanismos casuales que intervienen en la producción de las actividades de dispersión, está claro que, en términos funcionales, éstas proporcionan una fuente más para la evolución de las valiosas señales de amenaza. Son muchos los animales que han exagerado estas acciones hasta el punto de hacerlas cada vez más ostensibles y significativas.
Así, pues, todas estas actividades, señales autonómicas, movimientos intencionales, posturas ambivalentes y actividades de dispersión, se convierten en un rito y, todas juntas, proporcionan a los animales un repertorio completo de señales de amenaza. En la mayoría de los encuentros, serán suficientes para resolver la disputa sin que los contendientes lleguen a las manos. Pero si falla este sistema, como ocurre a menudo -por ejemplo, en condiciones multitudinarias-, se inicia la verdadera lucha, y las señales dan paso a la mecánica brutal del ataque físico. Entonces, se emplean los dientes para morder, pinchar y desgarrar; la cabeza y los cuernos, para embestir y perforar; el cuerpo, para topar, golpear y empujar; las patas, para arañar, patear y aporrear; las manos, para agarrar y estrujar, y, en ocasiones, el rabo, para azotar y fustigar. Incluso en estos casos es sumamente raro que uno de los contendientes llegue a matar al otro. Las especies, que han desarrollado técnicas mortíferas para aplicarlas a sus presas, raras veces las emplean al luchar con los de su propia clase. (A veces se han cometido graves errores a este respecto, con falsas teorías sobre la supuesta relación entre el comportamiento de ataque a la presa y las actividades agresivas de rivalidad. Son dos cosas completamente distintas, tanto en su motivación como en su realización.) Cuando el enemigo ha sido suficientemente dominado, deja de ser una amenaza y es despreciado. No hay ninguna razón para seguir gastando energías en él, y puede largarse sin mayores daños y sin ser perseguido.
Antes de relacionar todas estas actividades beligerantes con nuestra propia especie, conviene examinar otro aspecto de la agresión animal. Me refiero al comportamiento del perdedor. Cuando su posición se ha hecho insostenible, es evidente que lo que tiene que hacer es procurar largarse lo más de prisa que pueda. Pero esto no es siempre factible. La ruta de escape puede hallarse físicamente obstruida, o bien, si el animal pertenece a un grupo social fuertemente unido, puede verse obligado a permanecer al alcance del vencedor. En ambos casos, tiene que indicar de alguna manera al animal más fuerte que ha dejado de constituir una amenaza y que no pretende continuar la lucha. Si la demora hasta quedar gravemente lesionado o físicamente exhausto, la cosa será evidente y el animal dominante se marchará y le dejará en paz. Pero si puede expresar su aceptación de la derrota antes de que su posición haya llegado a aquel desdichado extremo, logrará evitar más graves perjuicios. Esto se consigue mediante la realización de ciertos actos de sumisión característicos, que apaciguan al atacante y debilitan rápidamente su agresión, acelerando el final de la disputa.
El animal actúa de varias maneras. Esencialmente, pone fin a las señales que han provocado la agresión o bien las cambia por otras señales positivamente no agresivas. La primera actitud sirve, simplemente, para calmar al animal dominante; la segunda, contribuye activamente a modificar su estado de ánimo. La forma más clara de sumisión es la inactividad total. Como la agresión implica un movimiento violento, la acción estática será inmediata señal de no agresión. Con frecuencia, ésta se combina con una actitud de agachamiento o encogimiento. La agresión se caracteriza por la exhibición del tamaño máximo del cuerpo; por consiguiente, el hecho de encogerse contradice aquella señal y actúa como apaciguador. También sirve el ponerse de lado con respecto al atacante, adoptando una actitud contraria a la posición frontal de ataque. Igualmente se emplean otras señales contrarias a la amenaza. Si una especie particular amenaza agachando la cabeza, el hecho de levantarla se convertirá en una elocuente acción de apaciguamiento. Si el que quiere atacar eriza el pelo, el que lo deje caer dará una señal de sumisión. En ciertos casos, bastante raros, el perdedor confiesa su derrota ofreciendo una zona vulnerable al atacante. Por ejemplo, el chimpancé extenderá la mano como ademán de sumisión, exponiéndola a un grave mordisco. Como un chimpancé agresivo es incapaz de hacer tal cosa, este ademán suplicante sirve para apaciguar al individuo dominante.
La segunda actitud de señales de apaciguamiento opera como sistemas remotivadores. El animal sometido emite señales que estimulan una reacción no agresiva y que, al verterse en el interior de atacante, calman y eliminan su afán de lucha. Esto se consigue, principalmente, de tres maneras. Un remotivador particularmente extendido es la adopción de actitudes que imitan la petición de comida. El individuo más débil se agacha y suplica al dominador, en la posición infantil característica de la correspondiente especie; este truco es especialmente empleado por las hembras cuando son atacadas por los machos. Con frecuencia, resulta tan eficaz que el macho reacciona regurgitando un poco de comida para la hembra, la cual completa entonces el rito alimenticio y la deglute. Despertando su instinto paternal y protector, el macho cesa en su agresión y la pareja se tranquiliza. Este es el fundamento del galanteo alimenticio de muchas especies, principalmente entre las aves, cuyas primeras fases de formación de la pareja traen consigo una fuerte agresión por parte del macho. Otra actividad remotivadora es la adopción de una actitud sexual femenina por parte del animal más débil. Independientemente de su sexo, o de su condición sexual, presenta de pronto el trasero, en posición femenina. Esta exhibición estimula una reacción sexual en el atacante y calma su estado de ánimo agresivo. En estas situaciones, el macho o la hembra dominantes montarán y realizarán una seudocópula con el macho o la hembra sometidos.
La tercera forma de remotivación consiste en despertar el afán de aseo del contrario. En el mundo animal se practica mucho el aseo social y mutuo, sobre todo en los momentos más tranquilos y pacíficos de la vida en común. El animal más débil puede invitar al vencedor a asearle, o bien pedirle permiso, con señales, para realizar él el aseo. Los monos emplean mucho este artificio y tienen un gesto especial para indicarlo, consistente en producir rápidos chasquidos con los labios, versión modificada y ritual de parte de la habitual ceremonia del aseo. Cuando un mono limpia a otro, absorbe reiteradamente fragmentos de piel y otras impurezas con la boca, chasqueando los labios al hacerlo. Exagerando y acelerando estos chasquidos, indica que está dispuesto a cumplir con su deber y logra, con frecuencia, calmar la agresividad del atacante y persuadirle de que se tranquilice y se deje asear. Al cabo de un rato, el individuo dominante se calma hasta el punto de que el más débil puede escurrirse sin haber sufrido daño.
Estos son, pues, las ceremonias y los trucos con que los animales solventan sus problemas agresivos. La frase según la cual «la Naturaleza tiene los dientes y las garras rojas» quiso referirse, en un principio, a las brutales y letales actividades de los carnívoros, pero ha sido aplicada incorrectamente, en términos generales, a todas las luchas del reino animal. Nada más lejos de la verdad. Si una especie quiere sobrevivir, no puede permitirse el lujo de andar por ahí dando muerte a los de su propia clase. La agresión dentro de la especie tiene que ser impedida y controlada, y cuanto más poderosas sean las armas mortíferas de una especie particular, mayores habrán de ser los impedimentos para emplearlas en disputas entre rivales. Esta es la verdadera «ley de la jungla», cuando se trata de dirimir discordias territoriales o jerárquicas. Las especies que se rebelaron contra esa ley se extinguieron.
¿Cómo nos comportamos nosotros, como especie, en esta situación? ¿Cuál es nuestro repertorio especial de señales de amenaza y de apaciguamiento? ¿Cuáles son nuestros métodos de lucha, y cómo los controlamos?
La excitación agresiva produce en nosotros los mismos trastornos fisiológicos y las mismas tensiones y agitaciones musculares que hemos descrito al referirnos a los animales en general. Como otras especies, exhibimos también una gran variedad de actividades de dispersión. En algunos aspectos, no estamos tan bien pertrechados como otras especies para convertir estas reacciones básicas en elocuentes señales. Por ejemplo, no podemos intimidar a nuestros adversarios con el erizamiento de nuestros cabellos. Todavía lo hacemos en momentos de gran impresión («Se me pusieron los pelos de punta»), pero, como señal, nos sirve de muy poco. En otros aspectos, somos mucho más hábiles. Nuestra propia desnudez, que impide el eficaz erizamiento de los pelos, nos da la oportunidad de emitir elocuentes señales mediante la palidez y el rubor. Podemos ponernos «blancos de furia», «rojos de ira» o «pálidos de miedo». Lo que más hemos de observar aquí es el color blanco: equivale a actividad. Si se combina con otras acciones indicadoras de ataque, es una señal de peligro vital. Si se combina con otras acciones indicadoras de miedo, es una señal de pánico. Como se recordará, es producto de la activación del sistema nervioso simpático el sistema de la «acción», y no debe ser tratado con ligereza. Por el contrario, el enrojecimiento es menos alarmante: es producto de los frenéticos intentos compensadores del sistema parasimpático, e indica que el sistema de la «puesta en marcha» empieza a ser socavado. Es menos probable que os ataque el rival iracundo y de rostro congestionado que el de cara pálida y labios apretados. El conflicto del de cara encendida es tan intenso que se encuentra entorpecido e inhibido; en cambio, el de rostro pálido está presto para entrar en acción. No hay que jugar con ninguno de los dos, pero es mucho más probable que el de cara pálida pase al ataque, a menos que sea inmediatamente apaciguado o amenazado con una fuerza todavía mayor.
En circunstancias similares de humor, la respiración rápida y profunda es señal de peligro, pero es menos amenazadora cuando se convierte en ronquidos y murmullos irregulares. Igual relación existe entre la boca seca del ataque incipiente y la boca babosa de la agresión más intensamente reprimida. La micción, la defecación y el desmayo entran un poco más tarde en escena, siguiendo la estela de la gran onda emocional que acompaña a los momentos de intensa tensión.
Cuando los impulsos de ataque y de fuga son vigorosa y simultáneamente activados, exhibimos un gran número de movimientos intencionados característicos y de actitudes ambivalentes. La más corriente consiste en levantar el puño cerrado, además convertido en rito de dos maneras diferentes. Se realiza a cierta distancia del rival, a demasiada distancia de éste para que pueda convertirse en puñetazo. De este modo, su función deja de ser mecánica, y el ademán se transforma en señal visual. (Con el brazo doblado y levantado a un lado, ha pasado a ser el ademán formal y desafiador de los regímenes comunistas.) Pero su sentido ritual se ha acentuado con la adición de movimientos del antebrazo en actitud de pegar. Sacudirle el puño de esta manera produce, también, un impacto más visual que mecánico. Damos rítmicamente «golpes» repetidos con los puños, pero siempre a respetuosa distancia.
Mientras hacemos esto, el cuerpo puede efectuar pequeños movimientos intencionales de aproximación, acciones que reiteradamente se frenan a sí mismas, para no ir demasiado lejos. A veces, el individuo da un fuerte y sonoro golpe con el pie y deja caer el puño sobre cualquier objeto próximo. Esta última acción se parece a algo que vemos frecuentemente en los animales, en los que se califica de actividad de redirección. Lo que pasa es que, debido a que el objeto (el rival) que estimula el ataque es demasiado temible para ser indirectamente agredido, se da suelta a los movimientos agresivos, pero éstos tienen que ser redirigidos hacia otro objeto menos intimidatorio, como, por ejemplo, un inofensivo mirón (todos hemos pasado alguna vez por esta amarga experiencia), o incluso un objeto inanimado. En este último caso, el objeto puede quedar cruelmente pulverizado o destruido. Cuando la esposa tira un jarrón al suelo piensa, en realidad, que es la cabeza de su marido la que ha quedado hecha añicos. Es curioso observar que los chimpancés y los gorilas realizan a menudo sus propias versiones de esta hazaña, desgarrando, arrancando y arrojando ramas y vegetales. Y esto produce también un fuerte impacto visual.
Acompañamiento especializado e importante de todas estas manifestaciones es la exhibición de amenazadoras expresiones faciales. Estas, junto con nuestros signos vocales verbalizados, nos brindan el método más preciso para comunicar nuestro exacto humor agresivo. Aunque, como dijimos en otro capítulo, nuestra cara sonriente es exclusiva de nuestra especie, nuestros rostros agresivos, por muy expresivos que sean, se parecen mucho a los de todos los otros primates superiores. (Al primer golpe de vista, podemos decir si un mono está enfadado o asustado, pero aún tenemos que aprender a conocer su cara amistosa.) Las reglas son muy sencillas: cuanto más domina el impulso de ataque al impulso de fuga, más se proyecta la cara hacia delante. Cuando ocurre lo contrario y domina el miedo, todos los detalles faciales parecen retroceder. En la cara de ataque, las cejas se fruncen, la frente se alisa, las comisuras de la boca están adelantadas y los labios forman una raya apretada y arrugada. Cuando el miedo se apodera del ánimo, aparece la cara de susto. Las cejas se levantan, la frente se arruga, las comisuras de la boca se inclinan hacia atrás y los labios se abren, dejando los dientes al descubierto. Esta expresión va a menudo acompañada de otros gestos de apariencia muy agresiva, y por esto la frente arrugada y los dientes descubiertos son tomados algunas veces por señales «feroces». Pero en realidad son signos del miedo, y la cara da siempre la señal de la presencia del miedo, a pesar de la persistencia de ademanes amenazadores realizados por el resto del cuerpo. Sin embargo, sigue siendo un rostro amenazador que no merece ser tratado con guante blanco. Si se expresara un miedo total, cesaría la tirantez del rostro y el rival se retiraría.
Todas estas muecas las compartimos con los monos, circunstancias que conviene recordar si nos encontramos frente a frente con un gran mandril; pero hay otras expresiones que las hemos inventado culturalmente, tales como sacar la lengua, hinchar las mejillas, pellizcarnos la nariz o torcer exageradamente el gesto, que aumentan considerablemente nuestro repertorio amenazador. Muchas culturas han añadido, además, una gran variedad de ademanes amenazadores o insultantes realizados con el resto del cuerpo. Movimientos intencionales agresivos (hopping mad) han sido convertidos en violentas danzas de guerra, de clases diferentes y sumamente estilizadas. Aquí la finalidad ha consistido más en la provocación y sincronización de fuertes sentimientos agresivos, que en una exhibición visual directa ante el enemigo.
Si tenemos en cuenta que, debido al desarrollo cultural de las armas artificiales letales, hemos llegado a ser una especie potencialmente peligrosa, no nos sorprenderá descubrir que poseemos una extraordinaria cantidad de señales de apaciguamiento. Compartimos con los otros primates la básica y sumisa respuesta que consiste en encogernos y gritar. Pero, además, hemos dado forma a una gran variedad de manifestaciones de subordinación. La acción de encogerse se ha exagerado hasta la de postrarse y arrastrarse por el suelo. En su grado menor, se expresa en forma de genuflexiones y reverencias. La señal clave es el rebajamiento del cuerpo en relación con el individuo dominante. Cuando amenazamos, nos erguimos hasta el máximo, haciendo que nuestros cuerpos parezcan lo más altos y grandes posibles. Por consiguiente, el comportamiento sumiso debe seguir el rumbo opuesto y rebajar el cuerpo lo más que pueda. Pero, en vez de hacerlo al buen tuntún, lo hemos estilizado en una serie de grados característicos y fijos, cada uno de los cuales tiene su peculiar significado como señal. A este respecto, el saludo es interesante, porque demuestra que la formulación puede transformar extraordinariamente los primitivos ademanes al convertirlos en señales culturales. A primera vista, el saludo militar parece un movimiento agresivo. Es parecido a la señal de levantar el brazo para golpear. La diferencia vital es que el puño no está cerrado y que los dedos apuntan a la gorra. Naturalmente, es una modificación estilizada del acto de quitarse el sombrero, que fue, originariamente parte del procedimiento de rebajar la altura del cuerpo.
También es interesante el alambicamiento de la reverencia, partiendo del primitivo y tosco encogimiento del primate. El rasgo clave es, aquí, el abajamiento de los ojos. La mirada directa es típica de la agresión más descarada. Forma parte de la expresión facial más osada, y acompaña a las actitudes más beligerantes. (Por esto es tan difícil de realizar el juego infantil del «mírame a los ojos sin pestañear», y, por lo mismo, es tan censurada la mirada fija y simplemente curiosa del niño: «Es de mala educación mirar así.») Por mucho que las costumbres sociales omitan la reverencia exagerada, ésta sigue conservando el elemento que consiste en bajar la cara. Por ejemplo, los miembros varones de una Corte real, que, después de tanta repetición, han modificado sus reacciones reverentes, siguen bajando la cara, aunque, en vez de doblar el cuerpo por la cintura, doblan tiesamente el cuello, bajando únicamente la región de la cabeza.
En ocasiones menos formales, la respuesta antimirada fija consiste en sencillos movimientos de desviación de la mirada o en expresiones de «ojos distraídos». Sólo el individuo realmente agresivo es capaz de mirar a los ojos indefinidamente. Durante las conversaciones corrientes cara a cara, solemos desviar la mirada de nuestro interlocutor mientras hablamos, y le miramos sólo al final de cada frase, o de cada «párrafo», para comprobar su reacción a lo que acabamos de decirle. El conferenciante profesional necesita bastante tiempo para acostumbrarse a mirar directamente a sus oyentes, en vez de mirar por encima de sus cabezas, al suelo, o al fondo, o a los lados del salón. Aunque se encuentra en una posición sumamente dominante, son tantos los asistentes que le miran con fijeza (desde el refugio de sus butacas) que experimenta un miedo elemental e inicialmente invencible. A base de mucha práctica, puede llegar a dominar esta situación. La sencilla, agresiva y física circunstancia de ser contemplado por un numeroso grupo de personas es también causa del «cosquilleo» que sienten los actores en la boca del estómago antes de entrar en escena. Desde luego, se siente naturalmente preocupado por la calidad de su actuación y por la forma en que será recibido, pero la mirada-amenaza de la masa constituye para él un riesgo adicional y más fundamental. (Este es también el caso de la mirada curiosa, que, a nivel inconsciente, se confunde con la mirada amenazadora.) Los espejuelos y las gafas de sol hacen que la cara parezca aún más agresiva, porque aumenta artificial y accidentalmente la fuerza de su mirada. Si nos mira una persona que lleva gafas, recibimos una supermirada. Los individuos de modales suaves suelen elegir lentes o gafas de montura fina (probablemente sin darse cuenta de ello), porque esto les permite ver mejor con el mínimo de exageración en la mirada. De esta manera evitan provocar la contraagresión.
Otra forma más intensa de antimirada-fija consiste en taparse los ojos con la mano o en esconder la cara en el hueco del codo. La simple acción de cerrar los ojos interrumpe también la mirada fija, y es curioso que ciertos individuos cierran brevemente los párpados, de manera irreprimible y repetida, cuando se enfrentan y hablan con desconocidos. Es como si sus normales parpadeos se prolongasen hasta constituir un largo enmascaramiento de los ojos. Esta reacción no se produce cuando conversan con amigos íntimos y se sienten a su gusto. Lo que no siempre aparece claro es si tratan de evitar la presencia «amenazadora» del desconocido, o bien si sólo intentan reducir la intensidad de su mirada, o ambas cosas a la vez.
Debido a su poderoso efecto intimidatorio, muchas especies se han provisto de ojos simulados, como mecanismos de defensa. Muchas mariposas ostentan en las alas unas sorprendentes manchas que parecen ojos. Estas permanecen ocultas hasta que los insectos son atacados por ciertos animales voraces. Entonces abren las alas y muestran a su enemigo aquellas manchas semejantes a ojos. Se ha demostrado experimentalmente que esto produce un poderoso efecto intimidatorio en los presuntos asesinos, que a menudo echan a volar y dejan tranquilos a los insectos. Muchos peces y algunas especies de aves, e incluso de mamíferos, han adoptado esta técnica. En nuestra propia especie, los productos comerciales han empleado en ocasiones (a sabiendas, o inconscientemente) el mismo truco. Los dibujantes de automóviles se sirven de los faros para este objeto, y con frecuencia aumentan la impresión agresiva del conjunto dando a la línea frontal del capó la forma de un ceño fruncido. A veces, añaden unos «dientes» en forma de reja metálica entre los faros «que parecen ojos». A medida que se han ido poblando las carreteras y que la conducción se ha convertido en una actividad cada vez más beligerante, se han mejorado y refinado progresivamente las caras de los coches, dando a sus conductores una imagen cada vez más agresiva. En más reducida escala, ciertos productos han adoptado amenazadores nombres registrados, tales como OXO, OMO, OZO y OVO. Afortunadamente para los fabricantes, esto no repugna a los compradores: antes al contrario, los nombres llaman la atención de éstos, aunque después resulte que no son más que inofensivos anuncios de cartón. Pero el impacto ha producido ya su efecto, y la atención se ha fijado en aquel producto, más que en sus rivales.
He dicho anteriormente que los chimpancés apaciguan a sus rivales ofreciendo una mano desarmada al individuo dominante. Nosotros empleamos también este ademán, en su típica forma de petición de súplica. También lo hemos adoptado como forma común de saludo, expresada en el amistoso apretón de manos. Muchas veces, los ademanes amistosos provienen de las actitudes de sumisión. Ya hemos visto cómo acontecía algo semejante con las reacciones de la risa y la sonrisa (las cuales, dicho sea de paso, se producen todavía en situaciones apaciguadoras, en forma de tímida sonrisa y de risita nerviosa). El apretón de manos constituye una ceremonia mutua entre individuos de igual o parecido rango, pero se transforma en inclinación para besar la mano cuando existe una gran desigualdad de categoría. (Este último refinamiento es cada vez más raro, debido a la creciente «igualdad» entre los sexos y las diferentes clases, pero persiste aún en ciertas esferas especializadas donde se conserva un rígido respeto a la jerarquía, como en el caso de la Iglesia.) En algunos casos, el apretón de manos se ha transformado en una acción consistente en asirse o retorcerse las propias manos. En algunas civilizaciones representa el saludo corriente de apaciguamiento; en otras, se emplea únicamente en situaciones de extremada «imploración».
Hay otras muchas especialidades culturales en el reino del comportamiento de sumisión, tales como arrojar la toalla o izar bandera blanca; pero esto no nos interesa aquí. Sin embargo, merece la pena mencionar un par de trucos remotivadores sencillos, aunque sólo sea por su interesante semejanza con los empleados por otras especies. Recordemos el empleo de ciertos procedimientos juveniles, sexuales o de asco, frente a individuos agresivos o potencialmente agresivos, como método de despertar sentimientos pacíficos que contrarresten y eliminen las dos violencias. En nuestra propia especie, el comportamiento infantil por parte de adultos sumisos es muy corriente durante el galanteo. La pareja adopta a menudo el «lenguaje infantil», no porque tienda al paternalismo, sino porque con ello provoca cada cual sentimientos cariñosos y protectores, maternales o paternales, en el compañero, y eliminan, por ende, otros sentimientos más agresivos (o, por decirlo así, más temibles). Es divertido observar, si pensamos en el desarrollo de esta actitud en el cortejo de los pájaros, el extraordinario incremento de la mutua alimentación durante nuestra propia fase de galanteo. En ningún otro momento de nuestra vida nos esforzamos tanto en obsequiar a la pareja con apetitosos bocados o en regalarle cajas de bombones.
En cuanto a la remotivación, en el aspecto sexual, se produce siempre que el subordinado (macho o hembra) acepta una actitud generalizada de «femineidad» frente al individuo dominante (macho o hembra), en una coyuntura más agresiva que realmente sexual. Es un hábito muy extendido, pero el caso más específico de la presentación del trasero, como postura femenina de apaciguamiento, se ha extinguido virtualmente al desaparecer la propia postura sexual original. Esta se reduce ahora, casi exclusivamente, a una forma de castigo escolar, con azotes rítmicos, que sustituyen los rítmicos golpes de pelvis del macho comunicante. Dudamos mucho de que los maestros persistieran en esta costumbre si se diesen plena cuenta de que, en realidad, realizan con sus alumnos una antigua forma primate de cópula ritual. Podrían infligir la misma penalidad a sus víctimas sin necesidad de obligarles a adoptar aquella inclinada y sumisa postura femenina. (Es muy significativo que raras veces, o quizá nunca, son azotadas las colegialas de esta manera; el origen sexual de la acción sería, entonces, harto evidente.) un autor sugirió, ingeniosamente, que el motivo de que a veces se obligue a los alumnos a bajarse los pantalones para recibir el castigo no tiene nada que ver con el aumento del dolor, sino que sirve más bien para que el macho dominante vea el enrojecimiento de las nalgas durante la azotaina, cosa que recuerda vivamente el rubor de los cuartos traseros de la hembra primate cuando se halla en plena condición sexual. Sea de ello lo que fuere, una cosa es cierta en este extraordinario ritual: como truco remotivador de apaciguamiento, constituye un enorme fracaso. Cuanto mayor es el estímulo cripto-sexual producido por el desdichado alumno sobre el macho dominante, tanto mayor es la probabilidad de que éste persista en el ritual, y, habida cuenta de que los rítmicos movimientos pélvicos se han convertido simbólicamente en rítmicos golpes de bastón, la víctima se encuentra de nuevo en el punto de partida. Logró convertir el ataque directo en ataque sexual, pero fue engañado por la conversión simbólica de este último en otra maniobra agresiva.
El tercer truco remotivador, el del aseo, ejerce en nuestra especie un papel secundario, pero útil. Con frecuencia damos golpecitos y pasamos la mano para calmar a un individuo irritado, y muchos de los miembros más dominantes de la sociedad se pasan largas horas haciéndose asear y acicalar por sus subordinados. Pero volveremos sobre este tema en otro capítulo.
Las actividades de diversión representan también un papel en nuestros encuentros agresivos, las cuales se presentan en casi todas las situaciones de violencia o de tensión. Sin embargo, nos diferenciamos de otros animales en que no nos limitamos a unas pocas maniobras de diversión típicas de la especie. Empleamos, virtualmente, toda clase de acciones triviales como desahogo de nuestros irritados sentimientos. Al hallarnos en un estado de conflicto, arreglamos los objetos que tenemos a mano, encendemos un cigarrillo, nos limpiamos las gafas, consultamos nuestro reloj de pulsera, nos servimos una copa o mordisqueamos un poco de comida. Desde luego, cualquiera de estas acciones puede ser realizada por motivos funcionales, pero en su papel de actividad la diversión deja de servir a su respectiva función. Los objetos que son puestos en orden estaban ya adecuadamente colocados. El cigarrillo que encendemos en un momento de tensión, sucede a veces a otro sin terminar y que hemos aplastado nerviosamente. Tampoco el número de cigarrillos fumados durante el período de tensión guarda relación alguna con la habitual demanda fisiológica de nicotina de nuestro organismo. Las gafas tan cuidadosamente frotadas estaban ya limpias. El reloj al que furiosamente damos cuerda, no la necesitaba en absoluto, y, cuando lo consultamos, nuestros ojos no ven siquiera la hora que es. Cuando sorbemos una bebida de diversión, no lo hacemos porque tengamos sed. Cuando mordisqueamos alguna comida de diversión, no lo hacemos porque tengamos hambre. Todas estas acciones las realizamos, no por la recompensa normal que traen consigo, sino, simplemente, para hacer algo que alivie nuestra tensión. Esas acciones se producen con particular frecuencia durante las fases iniciales de los encuentros sociales, cuando las agresiones y miedos ocultos acechan a flor de piel. En los banquetes, o en las pequeñas reuniones sociales, se ofrecen cigarrillos, bebidas y bocadillos en cuanto terminan las mutuas ceremonias de apaciguamiento del apretón de manos y el saludo. E incluso en los espectáculos, como el teatro y el cine, se interrumpe deliberadamente en el curso de los acontecimientos mediante cortos intervalos, para permitir al público la breve realización de sus actividades de diversión predilectas.
Cuando pasamos por los momentos más intensos de tensión agresiva, tendemos a volver a ciertas actividades diversivas que compartimos con otras especies de primates, y nuestros desahogos toman un cariz más primitivo. El chimpancé, cuando se encuentra en semejante situación, se rasca reiterada y agitadamente, con movimientos especiales y distintos a la reacción normal a la picazón. En general, se limitan a la región de la cabeza y, algunas veces, de los brazos. Los propios movimientos son bastante estilizados. Nosotros nos comportamos de manera parecida, mediante ostentosas operaciones de aseo, que son otros tantos movimientos diversos. Así, nos rascamos la cabeza, nos mordemos las uñas, nos «lavamos» la cara con las manos, nos tiramos de la barba o del bigote si los llevamos, nos alisamos el cabello, nos frotamos o pellizcamos la nariz, nos sonamos, nos tiramos de la oreja o hurgamos en su conducto, nos frotamos el mentón, nos humedecemos los labios y nos frotamos las manos como si las enjugáramos. Si estudiamos atentamente los momentos de arduo conflicto, observaremos que todas estas actividades son realizadas de manera ritual, sin la cuidadosa y localizada precisión de los verdaderos actos de aseo. El movimiento diversivo de rascarse la cabeza puede ser, en un individuo, completamente distinto del equivalente de dicho movimiento en otro, pues cada cual tiene su manera característica de hacerlo. Como no se trata de un verdadero aseo, no importa que toda la atención se concentre en una zona, mientras las demás permanecen descuidadas. En cualquier interacción social entre un personal grupo de individuos, los miembros subordinados de éste se distinguen fácilmente por la mayor frecuencia de estas actividades diversas. En cambio, el individuo realmente dominante puede ser identificado por la ausencia casi absoluta de tales acciones. Si el miembro ostensiblemente dominante del grupo realiza un gran número de pequeñas actividades diversivas, podemos estar seguros de que su dominio oficialmente reconocido es amenazado, de algún modo, por otros individuos presentes.
Al estudiar todas estas pautas de comportamiento, agresivas y sumisas, hemos dado por supuesto que los individuos en cuestión «decían la verdad» y que no alteraban consciente y deliberadamente sus acciones con vistas a un fin determinado. «Mentimos» más con las palabras que con las demás señales de comunicación, pero, incluso así, el fenómeno no debe ser enteramente pasado por alto. Es extraordinariamente difícil «decir» mentiras con los hábitos de comportamiento que hemos estudiado; pero no es imposible. Como ya hemos dicho, los padres que adoptan estos procedimientos para con sus hijos pequeños suelen fracasar mucho más rotundamente de lo que se imaginan. En cambio, tales maniobras pueden tener más éxito entre adultos, más preocupados por el contenido de la información verbalizada de las interacciones sociales. Desgraciadamente para el de comportamiento mentiroso, éste suele mentir únicamente con algunos elementos seleccionados de su total repertorio de señales, pero, sin que él mismo se dé cuenta, los otros elementos le delatan. Los más hábiles de comportamiento mentiroso son los que, en vez de aplicarse conscientemente en alterar señales específicas, se imaginan hallarse en el estado de ánimo que quieren aparentar y dejan que los pequeños detalles salgan por sí solos. Este método es frecuentemente empleado con gran éxito por los mentirosos profesionales, tales como actores y actrices. Toda su vida de trabajo está dedicada a la realización de mentiras de comportamiento, proceso que, en ocasiones, puede ser extraordinariamente perjudicial para su vida privada. También los políticos y los diplomáticos se ven obligados a mentir mucho en su comportamiento, pero, a diferencia de los actores, no están «autorizados» para ello, y los resultantes sentimientos de culpabilidad entorpecen sus representaciones. Y tampoco siguen, como los actores, largos cursos de entrenamiento.
Incluso sin un entrenamiento profesional, pero sí con un poco de esfuerzo y un estudio atento de los hechos presentados en este libro, es posible lograr el efecto deseado. Así lo he comprobado deliberadamente, en varias ocasiones y con más o menos éxito, en mis tratos con la Policía. Para ello, razoné de la siguiente forma: si existe una fuerte tendencia biológica a dejarse apaciguar, por actitudes de sumisión, esta predisposición puede ser aprovechada si empleamos las señales adecuadas. La mayoría de los conductores de automóvil, al ser detenidos por alguna leve infracción de las normas del tráfico, reaccionan inmediatamente proclamando su inocencia o dando alguna justificación de su comportamiento. Al obrar así, defienden su territorio (móvil) y se constituyen en rivales territoriales del guardia. Es el peor procedimiento, pues obliga al agente a pasar al contraataque. Por el contrario, si se adopta una actitud de abyecta sumisión, será muy difícil que el agente de Policía deje de experimentar una sensación de apaciguamiento. La total confesión de la culpa, fundada en una mera estupidez e inferioridad, coloca al agente en una posición inmediata de dominio, desde la cual le resulta difícil atacar. Hay que expresarle gratitud y admiración por su diligencia en detenerle a uno. Pero no bastan las palabras, sino que hay que acompañarlas con las actitudes y gestos adecuados. Hay que demostrarle temor y sumisión, tanto con las actitudes del cuerpo como con la expresión facial. Por encima de todo, es esencial apearse rápidamente del coche y salir al encuentro del agente. Hay que impedir que éste venga en la dirección del infractor, pues si lo hace se habrá desviado de su ruta y se sentirá amenazado. Además, al permanecer en el coche uno se queda en su propio territorio. En cambio, si se aleja de aquél, debilita automáticamente su propio estatuto territorial. Más aún: la posición del que se queda sentado en su coche es, en sí misma, dominante. La fuerza de la posición sentada constituye un elemento poco corriente en nuestro comportamiento. Nadie debe permanecer sentado cuando el «rey» está de pie. Cuando el «rey» se levanta, todo el mundo se levanta, esta es una excepción particular a la regla general sobre la verticalidad agresiva, según la cual el grado de sumisión está en proporción directa con la disminución de la altura. Al salir de su coche, uno renuncia, pues, a sus derechos territoriales y a su posición dominante, y se coloca en el estado de inferioridad adecuado para las acciones sumisas que habrán de seguir. Sin embargo, cuando uno se ha puesto de pie, debe procurar no erguir el cuerpo, sino más bien encogerse, agachar la cabeza y doblegarse en general. El tono de voz es tan importante como las palabras que se emplean. Conviene adoptar una expresión facial angustiada y mirar hacia otro lado, y se pueden añadir, a mayor abundamiento, algunas actividades diversivas centradas en el propio aseo.
Desgraciadamente, el conductor de automóvil, como tal, suele centrarse en un estado de ánimo de defensa territorial, y le cuesta muchísimo disimularlo. Esto requiere una práctica considerable, o un estudio eficaz de las señales no verbales de comportamiento. Si uno carece de dominio personal en su vida corriente, el experimento, por muy bien proyectado que esté, puede dar resultados sumamente desagradables; en este caso, es preferible pagar la multa.
Aunque este capítulo está dedicado al comportamiento de lucha, sólo hemos tratado, hasta ahora, de los métodos de evitar el verdadero combate. Cuando la situación degenera, al fin, en contacto físico directo, el mono desnudo -desarmado- se comporta de un modo que contrasta curiosamente con el que observamos en otros primates. Para éstos, los dientes, son el arma más importante; en cambio, para nosotros, lo son las manos. Ellos agarran y muerden; nosotros agarramos y apretamos, o golpeamos con los puños cerrados. Sólo en los niños muy pequeños desempeñan los mordiscos, en los combates sin armas, un papel importante. Naturalmente, los músculos de sus brazos y de sus manos no están aún lo bastante desarrollados para producir un gran impacto.
Actualmente, podemos presenciar combates entre adultos desarmados en numerosas versiones altamente estilizadas, tales como la lucha libre, el judo y el boxeo pero, en su forma primitiva y no modificada, son bastante raros. En el momento en que se inicia un combate en serio, salen a relucir armas artificiales de alguna clase. En su forma más tosca, éstas son arrojadas o empleadas como prolongación del puño para descargar terribles golpes. En circunstancias especiales, también los chimpancés han empleado esta forma de ataque. En efecto, se les ha podido observar, en condiciones de semicautiverio, asiendo una rama y golpeando con ella el cuerpo de un leopardo disecado, o bien cogiendo pellas de tierra y arrojándolas a los transeúntes por encima de una zanja llena de agua. Pero esto no demuestra que empleen los mismos medios en estado salvaje, y mucho menos que se sirvan de ellos en sus disputas entre rivales. Sin embargo, ello nos da una indicación sobre la manera en que probablemente empezó la cosa, cuando se inventaron las primeras armas artificiales como medios de defensa contra otras especies o como instrumentos para matar a la presa. Su empleo para la lucha dentro de la especie fue, casi con toda seguridad, un giro secundario; pero, una vez inventadas las armas, pudieron emplearse para cualquier emergencia, independientemente de las circunstancias.
La forma más sencilla de arma artificial es el objeto natural, duro, sólido y no modificado, de piedra o de madera. Con un sencillo mejoramiento de la forma de estos objetos, las primitivas acciones de lanzarlos y golpear con ellos se vieron incrementadas con movimientos adicionales de alancear, tajar, cortar y apuñalar.
El siguiente paso importante en los métodos propios del comportamiento de ataque fue el aumento de la distancia entre el atacante y su enemigo, y poco ha faltado para que este paso fuese nuestra ruina. Las lanzas pueden producir efectos a distancia, pero su alcance es muy limitado. Las flechas son más eficaces, pero es difícil hacer puntería con ellas. Las armas de fuego llenan dramáticamente esta laguna, pero las bombas caídas del cielo tienen todavía mayor alcance, y los cohetes tierra-tierra pueden llevar aún más lejos el «golpe» del atacante. Resultado de esto es que los rivales, en vez de ser derrotados, son indiscriminadamente destruidos. Como se ha explicado anteriormente, la finalidad de la agresión, dentro de la misma especie y a nivel biológico, es el sentimiento, no la muerte, del enemigo. No se llega a las últimas fases de destrucción de la vida porque el enemigo huye o se rinde. En ambos casos, se pone fin al choque agresivo: la disputa ha quedado dirimida. Pero desde el momento en que el ataque se realiza desde tal distancia que los vencedores no pueden percibir las señales de apaciguamiento de los vencidos, la agresión violenta prosigue y lo arrasa todo. Esta sólo puede detenerse ante la sumisión abyecta, o ante la fuga en desbandada del enemigo. Ninguna de ambas cosas puede ser observada a la distancia de la agresión moderna, y su resultado es la matanza en masa, a escala inaudita entre las demás especies.
Nuestro espíritu de colaboración, peculiarmente desarrollado, ayuda y fomenta esta mutilación. Cuando en relación con la caza, mejoramos esta importante cualidad. Nos fue de gran utilidad; pero ahora se ha vuelto contra nosotros. El fuerte impulso de asistencia mutua a que dio origen ha llegado a ser capaz de producir poderosa excitación, en circunstancias de agresión dentro de la especie. La lealtad en la caza se convirtió en lealtad en la lucha, y así nació la guerra. Por curiosa ironía, la evolución del impulso, profundamente arraigado, de ayudar a nuestros compañeros fue la causa principal de todos los grandes horrores de la guerra. El ha sido el que nos ha empujado y nos ha dado nuestras letales cuadrillas, chusmas, hordas y ejército. Sin él, éstos carecerían de cohesión, y la agresión volvería a ser «personalizada».
Se ha sugerido que, debido a que evolucionamos como cazadores especializados, nos convertimos automáticamente en cazadores rivales, y que por esta razón llevamos en nosotros una tendencia innata a asesinar a nuestros oponentes. Como ya he explicado, las pruebas lo desmienten. El animal quiere la derrota del enemigo, no su muerte; la finalidad de la agresión es el dominio, no la destrucción, y, en el fondo, no parecemos diferentes, a este respecto, de otras especies. No hay razón alguna para que no sea así. Lo que ocurre es que, debido a la cruel combinación del ataque a distancia con el cooperativismo del grupo, el primitivo objetivo se ha borrado a los ojos de los individuos involucrados en la lucha. Estos atacan, ahora, más para apoyar a sus camaradas que para dominar a sus enemigos, y su inherente susceptibilidad al apaciguamiento directo tiene poco o ninguna oportunidad de manifestarse. Este desgraciado proceso puede llegar a ser nuestra ruina y provocar la rápida extinción de la especie.
Como es natural, este dilema ha producido grandes quebraderos de cabeza. La solución más preconizada es el desarme mutuo y masivo; mas para que éste fuese eficaz tendría que llevarse a un extremo casi imposible, que asegurase que todas las luchas futuras se realizarán en forma de combates cuerpo a cuerpo, donde pudiesen operar de nuevo las señales directas y automáticas de apaciguamiento. Otra solución es «despatriotizar» a los miembros de los diferentes grupos sociales; pero esto sería actuar contra un rasgo biológico fundamental de nuestra especie. En cuanto se establecieran alianzas en una dirección, se romperían en otra. La tendencia natural a formar grupos sociales internos no podría eliminarse nunca sin un importante cambio genético en nuestra constitución, un cambio que produciría automáticamente la desintegración de nuestra compleja estructura social.
Una tercera solución es inventar y fomentar sucedáneos inofensivos y simbólicos de la guerra; pero si éstos fuesen realmente inofensivos servirían muy poco para resolver el verdadero problema. Vale la pena recordar aquí que este problema, a nivel biológico, es de defensa territorial de grupo y, dada la enorme superpoblación de nuestra especie, también de expansión territorial de grupo. Ningún estrepitoso partido internacional de fútbol puede solucionar una cosa así.
Una cuarta solución sería el mejoramiento del control intelectual sobre la agresión. Ya que nuestra inteligencia nos metió en el lío, se dice, a ella toca sacarnos de él. Desgraciadamente, cuando se trata de cuestiones tan fundamentales como la defensa territorial, nuestros centros cerebrales superiores son demasiado sensibles a las presiones de los inferiores. El control intelectual puede llegar hasta aquí, pero no más lejos. En último término, es poco de fiar, y un solo acto emocional, sencillo e irrazonable, puede deshacer todo lo bueno que se haya logrado.
La única solución biológica sensata es una despoblación masiva o una rápida invasión de otros planetas por la especie, combinados, si es posible, con los cuatro sistemas de acción ya mencionados. Sabemos que si nuestra población sigue creciendo al terrorífico ritmo actual, aumentará trágicamente la agresividad incontrolable. Esto ha sido rotundamente probado mediante experimentos de laboratorio. La gran superpoblación producirá violencias y tensiones sociales que destruirán nuestras organizaciones comunitarias mucho antes de que nos muramos de hambre. Actuará directamente contra el mejoramiento del control intelectual y aumentará terriblemente las probabilidades de la explosión emocional. Esta situación sólo puede evitarse mediante una sensible reducción de la natalidad. Desgraciadamente, se presentan para ello dos graves obstáculos. Como ya se ha explicado, la unidad familiar -que sigue siendo la unidad básica de todas nuestras sociedades- es un aparato de procreación que ha evolucionado hasta su estado actual, avanzado y complejo, como un sistema de producción, de protección y de desarrollo de los nuevos retoños. Si esta función se reduce efectivamente o es totalmente suprimida, se debilitarán los lazos entre la pareja, y esto producirá también el caos social. Por otra parte, si hacemos un intento selectivo para contener la marea de la sangre, permitiendo a unas parejas la libre procreación, y prohibiéndolo a otras, esto será en contra del cooperativismo esencial de la sociedad.
La cuestión es, en simples términos numéricos, que si todos los miembros adultos de la sociedad forman parejas y procrean, deberían producir únicamente dos retoños por pareja para que la comunidad se mantuviese en un nivel estable. En tal caso, cada individuo se sustituiría a sí mismo. Y, si tenemos en cuenta que un pequeño porcentaje de la población se abstiene de aparearse y de procrear, y que siempre habrá muertes prematuras, por accidentes y otras causas, aquel promedio de hijos podría ser ligeramente superior. Pero incluso esto significaría un pesado inconveniente para el mecanismo de la pareja. Al disminuir la carga de los hijos, habría que hacer mayores esfuerzos en otras direcciones para mantener firmes los lazos entre la pareja. Pero este peligro es, a largo plazo, mucho menor que el de una superpoblación agobiante.
En resumidas cuentas, la mejor solución para asegurar la paz mundial es el fomento intensivo de los métodos anticonceptivos o del aborto. El aborto es una medida drástica y puede acarrear graves trastornos emocionales. Además, una vez formado el feto por el acto de la fertilización, existe ya un nuevo individuo que es miembro de la sociedad, y su destrucción sería un verdadero acto de agresión, que es precisamente la forma de comportamiento que tratamos de evitar. Los anticonceptivos son, indudablemente, preferibles, y los grupos religiosos o «moralizadores» que se oponen a ellos deben comprender que con su campaña se acrecienta el peligro de la guerra.
Ya que hemos aludido a la religión, convendrá, quizás, examinar más de cerca esta extraña forma de comportamiento animal antes de abordar otros aspectos de las actividades agresivas de nuestra especie. El tema no es fácil, pero como zoólogos que somos, procuraremos observar lo que ocurre, más que escuchar lo que se presume que sucede. Si lo hacemos así, llegaremos a la conclusión de que, en sentido de comportamiento, las actividades religiosas consisten en la reunión de grandes grupos de personas para realizar reiterados y prolongados actos de sumisión, al objeto de apaciguar a un individuo dominante. El individuo dominante en cuestión adopta muchas formas, según las civilizaciones, pero tiene siempre el factor común del poder inmenso. Algunas veces, toma la forma de un animal de especie diferente, o de una versión idealizada de éste. Otras veces, es representado como un miembro más sabio y más viejo de nuestra propia especie. Otras, ha adoptado un aspecto más abstracto, y es considerado, sencillamente, como «el estado» u otro término semejante. Las reacciones de sumisión pueden consistir en cerrar los ojos, bajar la cabeza, juntar las manos en actitud de súplica, hincar las rodillas, besar el suelo o incluso postrarse en él, con frecuentes acompañamientos de gemidos o de vocalizaciones cantadas. Si estos actos de sumisión son eficaces, se logra el apaciguamiento del individuo dominante. Como su poder es tan grande, las ceremonias de apaciguamiento tienen que realizarse a regulares y frecuentes intervalos, para evitar que surja de nuevo su enojo. Generalmente, pero no siempre, se identifica el sujeto dominante con un dios.
Dado que ninguno de estos dioses existe en forma tangible, ¿por qué fueron descubiertos? Para dar respuesta a esta pregunta tenemos que volver a nuestros orígenes ancestrales. Antes de evolucionar y convertirnos en monos cazadores, tuvimos que vivir en grupos sociales como los que vemos actualmente en otras especies de cuadrumanos. En éstas, y en los casos típicos, cada grupo está dominado por un solo macho. Es el jefe, el señor supremo, y todos los miembros del grupo tienen que apaciguarle, o sufrir las consecuencias se no lo hacen. Es también el más activo en la protección del grupo contra los riesgos exteriores y en la solución de las disputas entre los miembros inferiores. La vida entera de cada miembro del grupo gira alrededor del animal dominante. Su papel omnipotente le da categoría de dios. Volviendo a nuestros inmediatos antepasados, resulta claro que con el desarrollo del espíritu de cooperación, tan vital para el éxito de la caza en grupo, el ejercicio de la autoridad por el individuo dominante tenía que ser severamente limitado, si había de conservar la fidelidad activa, como opuesta a la pasiva, de los demás miembros del grupo. Era necesario que éstos quisieran ayudarle, además de temerle. Tenía que ser más «uno de ellos». El mono tirano de la vieja escuela tenía que desaparecer, para dar paso a un jefe más tolerante, más colaborador. Este paso era esencial para el nuevo tipo de organización de «ayuda mutua» que se estaba desarrollando, pero suscitó un problema. Al sustituirse el dominio total del miembro Número Uno del grupo por un dominio cualificado, éste no podía ya exigir una fidelidad ciega. Este cambio en el orden de las cosas, aunque vital para el nuevo sistema social, dejaba, empero, un importante hueco. Persistía la antigua necesidad de una figura omnipotente capaz de tener al grupo bajo control, y su falta fue compensada con la intervención de un dios. La influencia de esta figura divina podía, entonces, actuar como fuerza adicional a la influencia, más restringida, del jefe de grupo.
A primera vista, es sorprendente que la religión haya prosperado tanto, pero su extraordinaria potencia es simplemente una medida de la fuerza de nuestra tendencia biológica fundamental, heredada directamente de nuestros antepasados simios, a someternos a un miembro dominante y omnipotente del grupo. Debido a esto, la religión ha resultado inmensamente valiosa como contribuyente a la cohesión social, y cabe dudar de que nuestra especie hubiese llegado muy lejos sin ella, dada la combinación única de circunstancias de nuestros orígenes evolutivos. Ha producido, además, una serie de curiosos derivados, como la creencia en «otra vida», donde al fin nos reuniremos con las figuras divinas. Estas, por las razones ya explicadas, se vieron irremediablemente impedidas de unirse a nosotros en la vida presente; pero esta omisión puede corregirse en una vida ulterior. Al objeto de facilitarlo, ha surgido una gran variedad de prácticas extrañas, en relación con la disposición de nuestro cuerpo cuando morimos. Si vamos a reunirnos con los omnipotentes jefes, tenemos que estar bien preparados para ello y hay que realizar complicadas ceremonias funerarias.
La religión ha sido también causa de muchos e innecesarios sufrimientos y calamidades, siempre que se ha formalizado excesivamente en su aplicación, y siempre que los «ayudantes» profesionales de las figuras divinas han sido incapaces de resistir la tentación de pedirles prestado un poco de su poder para su propio uso. Pero, a pesar de su abigarrada historia, constituye un elemento imprescindible de nuestra vida social. Cuando llega a hacerse inaceptable, es calladamente, o a veces violentamente rechazada; pero inmediatamente resurge bajo una nueva forma, quizás hábilmente disfrazada, pero conteniendo los mismos antiguos elementos básicos. Sencillamente, tenemos que «creer en algo». Pero una creencia común puede unirnos y mantenernos bajo control. Podría argüirse, partiendo de esto, que cualquier creencia es útil, con tal de que sea lo bastante fuerte; pero esto no es rigurosamente cierto. Tiene que ser grandiosa, y parecer grandiosa. Nuestra naturaleza comunitaria exige la realización y la participación en un complicado ritual colectivo. La eliminación de «la pompa y la circunstancia» dejaría un terrible vacío cultural, y la instrucción dejaría de actuar debidamente en el profundo, emocional y necesario nivel. En cambio, ciertos tipos de creencia son particularmente inútiles y embrutecedores, y pueden llevar a una comunidad a rígidas normas de comportamiento que obstaculizan su desarrollo cualitativo. Como especie, somos animales eminentemente inteligentes y curiosos, y, si la creencia se adapta a esta circunstancia, resultará altamente beneficiosa para nosotros. La creencia es el valor de la adquisición del conocimiento, la comprensión científica del mundo en que vivimos, la creación y apreciación de los fenómenos estéticos en sus numerosas formas y la extensión y profundización de nuestro campo de experiencias en la vida cotidiana se están convirtiendo rápidamente en la «religión» de nuestro tiempo. La experiencia y la comprensión son nuestras imágenes, bastante abstractas, de los dioses, a quienes irritará nuestra ignorancia y nuestra estupidez. Las escuelas y universidades son nuestros centros de enseñanza religiosa; las bibliotecas, los museos, las galerías de arte, los teatros, las salas de conciertos y los campos de deporte, nuestros lugares de adoración en comunidad. Cuando estamos en casa, adoramos con nuestros libros, periódicos, revistas y aparatos de radio y televisión. En cierto sentido, seguimos creyendo en otra vida, porque parte del premio de nuestros trabajos creadores es el sentimiento de que, gracias a ellos, seguiremos «viviendo» después de muertos. Como todas las religiones, ésta tiene también sus peligros; pero, si hemos de tener alguna, como parece ser el caso, parece ciertamente la más adecuada a las cualidades biológicas exclusivas de nuestra especie. Su adopción por una creciente mayoría de la población mundial puede servir de compensadora y tranquilizadora fuente de optimismo, en contraste con el pesimismo antes expresado, concerniente a nuestro futuro inmediato como especie superviviente.
Antes de embarcarnos en esta digresión religiosa, estudiemos únicamente un aspecto de la organización de la agresividad en nuestra especie; a saber, la defensa colectiva de un territorio. Pero, como dije al principio de este capítulo, el mono desnudo es un animal con tres distintas formas sociales de agresión, y ahora debemos estudiar las otras dos. Son la defensa territorial de la unidad familiar dentro del grupo-unidad mayor, y la conservación personal e individual de las posiciones jerárquicas.
La defensa espacial del hogar de la unidad familiar nos ha acompañado a lo largo de todos nuestros grandes progresos arquitectónicos. Incluso nuestros mayores edificios, cuando se destinan a viviendas, se dividen siempre en unidades parecidas, una por familia. La «división del trabajo» arquitectónico ha sido escasa o nula. Ni siquiera la implantación de locales colectivos para comer o beber, como restaurantes y bares, ha eliminado la inclusión de un comedor en la vivienda de la unidad familiar. A pesar de todos los demás progresos, los planos de nuestros pueblos y ciudades siguen dominados por nuestra antigua necesidad, propia del mono desnudo, de dividir nuestros grupos en pequeños y discretos territorios familiares. En aquellos sitios donde las casas no han sido aún comprimidas en bloques de pisos, la zona prohibida es cuidadosamente vallada, cercada o amurallada para aislarla de los vecinos, y, como en otras especies territoriales, las líneas de demarcación son rígidamente respetadas y defendidas.
Una de las peculiaridades importantes del territorio familiar es que debe distinguirse fácilmente de los otros. Su situación separada le da cierta exclusividad, pero esto no basta. Su forma y su aspecto general deben hacerlo destacar como entidad fácilmente identificable, de manera que pueda convertirse en propiedad «personalizada» de la familia que vive en él. Esto parece bastante obvio, pero ha sido con frecuencia inadvertido o ignorado, ya como resultado de presiones económicas, ya por falta de conocimientos biológicos por parte de los arquitectos. En los pueblos y ciudades de todo el mundo, se han erigido interminables hileras de casas idénticas y uniformemente repetidas. En los bloques de pisos, la situación es todavía más peliaguda. El daño psicológico ocasionado al territorialismo de las familias por los arquitectos, aparejadores y constructores al obligarles a vivir en estas condiciones, es incalculable. Afortunadamente, las familias afectadas pueden dar, de otras maneras, exclusividad territorial a sus moradas. Los propios edificios pueden ser pintados de diferentes colores. Los jardines, donde los haya, pueden plantearse o distribuirse de acuerdo con estilos individuales. Los interiores de las casas o pisos pueden ser decorados y atiborrados de adornos, chucherías y artículos de uso personal. Esto se explica, generalmente, por el deseo de dar «lucimiento» al lugar. En realidad, es el equivalente exacto de la costumbre que tienen otras especies territoriales de poner su olor personal en un mojón próximo a su cubil. Cuando ponemos un nombre en una puerta, o colgamos un cuadro en una pared, lo que hacemos es, en términos perrunos o lobunos, levantar la pata y dejar nuestra marca personal. La «colección» obsesiva de determinadas clases de objetos es propia de ciertos individuos que, por alguna razón, sienten una necesidad anormalmente acentuada de definir de esta manera el territorio de su hogar.
Si recordamos esto, nos divertirá observar el gran número de coches que lucen mascotas u otros símbolos de identificación personal, o espiar al dirigente de empresa que, al trasladarse a un nuevo despacho, coloca inmediatamente sobre su mesa el portaplumas predilecto, el pisapapeles más apreciado y, acaso, el retrato de su mujer. El coche y el despacho son subterritorios, prolongaciones del hogar base, y es muy agradable poder levantar la pata en ellos, convirtiéndolos en espacios más familiares y más «propios».
Nos queda únicamente por tratar la cuestión de la agresión en relación con la jerarquía de dominio social. El individuo, como opuesto a los lugares que frecuenta, necesita también defensa. Tiene que mantener su posición social y, si es posible, mejorarla; pero debe hacerlo con cautela si no quiere poner en peligro sus contactos cooperativos. Aquí es donde entra en juego todo el sistema de señales de agresión y de sumisión anteriormente descrito. La colaboración de grupo requiere, y obtiene, un alto grado de uniformidad, tanto en el vestido como en el comportamiento, pero dentro de los límites de esta uniformidad sigue existiendo un amplio margen para la competencia jerárquica. Debido al choque de las pretensiones en conflictos, aquélla lanza grados increíbles de sutileza. La forma exacta de anudar una corbata, la precisa colocación de parte de un pañuelo que asoma del bolsillo, las mínimas peculiaridades del acento vocal, y otras características por este estilo y al parecer triviales, adquieren un vital significado social del individuo. Un miembro experimentado de la sociedad puede interpretarlas al primer vistazo. Si se viese metido de pronto en la jerarquía social de las tribus de Nueva Guinea, se encontraría totalmente desorientado; pero en su propia civilización se ve obligado a convertirse rápidamente en un experto. Estas triviales diferencias en el vestir y en las costumbres son, en sí mismas, insignificantes; pero, en relación con el juego de conquistar una posición y mantenerla en la jerarquía dominante, tienen la mayor importancia.
Naturalmente, no hemos evolucionado para vivir en enormes conglomerados de miles de individuos. Nuestro comportamiento fue orientado para operar en pequeños grupos tribales, compuestos probablemente de menos de cien individuos. En tal situación, cada miembro sería personalmente conocido por todos los demás, como ocurre actualmente con otras especies de cuadrumanos. En una organización social de este tipo, resulta fácil, para la jerarquía dominante, abrirse paso y estabilizarse, sin más cambios que los propios de la vejez y la muerte de los miembros. En una masiva comunidad urbana, la situación es mucho más tensa. Diariamente, el ciudadano se ve expuesto a súbitos contactos con incontables desconocidos, situación inaudita en cualquier otra especie de primates. Es imposible entrar en relaciones de jerarquía personal con todos ellos, aunque ésta sería la tendencia natural. En vez de esto, uno puede escurrirse, sin dominar y sin ser dominado. Al objeto de facilitar esta falta de contacto social, se desarrollan normas de comportamiento anticontacto. Nos hemos referido a esto al tratar del comportamiento sexual, cuando un sexo toca accidentalmente a otro, pero su campo de aplicación es mucho más amplio. Abarca todo el ámbito de la iniciación de relaciones sociales. Al evitar mirarnos fijamente, gesticular en dirección a otro, hacer señales de cualquier clase o establecer contactos corporales, logramos sobrevivir en una situación que, de otro modo, sería imposible de aguantar por exceso de estímulo. Si se quebranta la orden de no tocar, pedimos inmediatamente excusas, para demostrar que ha sido algo puramente accidental.
El comportamiento de anticontacto nos permite mantener el número de nuestros conocidos al nivel correcto en nuestra especie. Lo hacemos con notable constancia y uniformidad. Si quieren ustedes convencerse de ello, tomen las libretas de direcciones de un centenar de ciudadanos de diferentes tipos y cuenten el número de amigos personales que figuran en la lista. Descubrirán que casi todos conocen aproximadamente el mismo número de individuos, y que este número se aproxima al que atribuimos a un pequeño grupo tribal. En otras palabras: incluso en nuestros contactos sociales observamos las normas biológicas básicas de nuestros remotos antepasados.
Naturalmente, existen excepciones a esta regla: individuos profesionalmente interesados en establecer el mayor número posible de contactos personales; personas con defectos de comportamiento que las hacen ser anormalmente tímidas o retraídas, o gente cuyos especiales problemas psicológicos les impiden conseguir las esperadas recompensas sociales de sus amigos, y que tratan de compensarlo mediante una frenética «sociabilidad» en todas direcciones. Pero estos tipos representan únicamente una pequeña proporción de las poblaciones de los pueblos y ciudades. Todos los demás cuidan felizmente de sus asuntos, en lo que parece ser un gran hervidero de cuerpos, pero que, en realidad, es una increíblemente complicada serie de grupos tribales entrelazados. ¡Cuán poco ha cambiado el mono desnudo desde sus remotos y primitivos días!
Estos cambios se produjeron durante un larguísimo período de tiempo, y es significativo que, a pesar de los grandes avances tecnológicos de los años recientes, seguimos fieles a tales cambios. Podría decirse que son bastante más que simples hábitos culturales, susceptibles de plegarse a los caprichos de la moda. A juzgar por nuestro comportamiento actual, sin duda llegaron a ser, al menos hasta cierto punto, características biológicas profundamente arraigadas en nuestra especie.
Como ya hemos observado, las perfeccionadas técnicas de recolección de la agricultura moderna arrebataron a la mayoría de los varones adultos de nuestras sociedades su papel de cazadores. Lo compensan saliendo a «trabajar». El trabajo ha sustituido a la caza, pero ha conservado muchas de sus características fundamentales. Requiere un viaje regular desde el hogar base hasta los campos de «caza». Es una ocupación predominantemente masculina y ofrece oportunidades para la interacción entre varones y la actividad de grupo. Involucra riesgos y planes estratégicos. El seudocazador habla de «dar una batida en el city». Se hace despiadado en sus transacciones. Se dice de él que «se lleva el gato al agua».
Para descansar, el seudocazador frecuente «clubs» sólo para hombres, en los cuales está prohibida la entrada a las hembras. Los jóvenes varones tienden a formar pandillas masculinas, a menudo de naturaleza «rapaz». En toda esta serie de organizaciones, desde las sociedades eruditas, los clubs de sociedad, las hermandades, los sindicatos, los clubs deportivos, los grupos masónicos y las sociedades secretas, hasta las pandillas de adolescentes, existe un acusado sentimiento emocional de «solidaridad» masculina. En todas ellas juega una fuerte lealtad de grupo. Se lucen insignias, uniformes y otras señales de identificación. Los aspirantes tienen que someterse inevitablemente a ceremonias de iniciación. La unisexualidad de estos grupos no debe confundirse con la homosexualidad. En el fondo, no tienen nada que ver con el sexo. Dependen principalmente del lazo entre machos del antiguo grupo cooperativo cazador. El importante papel que desempeñan en las vidas de los machos adultos revela la persistencia de los impulsos ancestrales básicos. Si no fuera así, las actividades que fomentan podrían desarrollarse exactamente igual sin necesidad de tanta segregación y de tanto ritual, y muchas de ellas podrían incluso realizarse dentro de la esfera de las unidades familiares. Las hembras se quejan a menudo de que sus varones se marchen «con los amigos», y reaccionan como si esto significara una especie de infidelidad para con la familia. Pero están equivocadas, puesto que ello no es más que la expresión moderna de la remotísima tendencia de la especie a formar grupos de machos para la caza. Es algo tan fundamental como la atadura macho-hembra del mono desnudo, y, ciertamente, evolucionó paralelamente a ésta.
Es algo que llevaremos siempre con nosotros, al menos hasta que se produzca algún nuevo e importante cambio genético en nuestra constitución.
Aunque, actualmente, el trabajo ha reemplazado sustancialmente a la caza, no ha eliminado del todo las más primitivas formas de expresión de este impulso básico. Aunque no exista un pretexto de tipo económico para correr detrás de la presa, esta actividad persiste en nuestros días bajo formas diferentes. La caza de fieras, de venados, de zorros o de liebres, la cetrería, la caza de patos, la pesca con caña y los juegos de caza de los niños, son otras tantas manifestaciones contemporáneas del antiguo impulso cazador.
Se ha sostenido que los verdaderos motivos que se esconden detrás de estas actividades actuales tienen más que ver con la derrota de los rivales que con el abatimiento de la presa; que la desesperada criatura acorralada representa el miembro más odiado de nuestra especie, al que quisiéramos ver en la misma situación. Indudablemente, hay en esto algo de verdad, al menos para ciertos individuos; pero si observamos estas formas de actividad en su conjunto, resulta evidente que aquello no es más que una explicación parcial. La esencia de la «caza deportiva» es que la presa tenga posibilidad de escapar. (Si la presa no fuese más que el sustituto del rival odiado, ¿por qué habría que darle esta posibilidad?) Todo el procedimiento de la caza deportiva implica una ineficacia deliberadamente fraguada, un handicap impuesto por los propios cazadores. Estos podrían emplear fácilmente ametralladoras o armas más mortíferas, pero esto no sería «jugar la partida», no sería el juego de la caza. Lo que cuenta es el reto, las complejidades de la persecución y las sutiles maniobras para lograr el premio.
Una de las características esenciales de la caza es que constituyen una tremenda apuesta, y por esto no es de extrañar que el juego, en las muchas formas estilizadas que toma en la actualidad, tenga para nosotros tan fuerte atractivo. Al igual que la caza primitiva y la caza deportiva, es principalmente cosa de hombres, y como aquéllas, acompañado de normas y ritos sociales estrictamente observados.
Un examen de nuestra estructura de clases revela que, tanto la caza deportiva como el juego, son más practicados por las clases alta y baja que por la media; y nos parece lógico que así sea, si lo aceptamos como expresiones de un básico impulso cazador. Como he indicado anteriormente, el trabajo se ha convertido en el principal sustitutivo de la caza primitiva; pero, como tal, ha beneficiado principalmente a las clases medias. En cuanto al varón corriente de la clase baja, la naturaleza del trabajo que se ve obligado a hacer es poco adecuada a las exigencias del impulso cazador. Es un trabajo demasiado reiterado, demasiado previsible. Carece de los elementos de reto, de suerte y de riesgo, tan esenciales para el macho cazador. Por esta razón, los varones de la clase baja comparten con los (ociosos) de la clase alta una necesidad de expresar sus afanes cazadores mayor que la de la clase media, la naturaleza de cuyo trabajo se adapta mucho mejor a su papel de sustituto de la caza.
Prescindiendo ahora de la caza y prestando atención al siguiente acto del esquema general de alimentación, llegamos al momento de la matanza. Este elemento puede encontrar un cierto grado de expresión en las sucedáneas actividades del trabajo, de la caza deportiva y del juego. En la caza deportiva, la acción de matar sigue presentando su forma primitiva; en cambio, en el trabajo y en el juego, se transforma en momentos de triunfo simbólico desprovistos de la violencia del acto físico. El impulso de matar la presa aparece, pues, considerablemente modificado en nuestro actual estilo de vida. Sigue reapareciendo, con sorprendente regularidad, en las actividades juguetonas (o no tan juguetonas) de los chicos; en cambio, en el mundo adulto está sometido a una fuerte represión cultural.
Se admiten (hasta cierto punto) dos excepciones a esta represión. Una de ellas es la caza deportiva ya mencionada; la otra es el espectáculo de las corridas de toros. Aunque grandes cantidades de animales domesticados son sacrificados diariamente, su matanza suele ocultarse a los ojos del público. En el caso de las corridas de toros ocurre todo lo contrario: grandes multitudes se reúnen para presenciar y experimentar por poderes los actos de matanza violenta de la presa.
Estas actividades se permiten dentro de los límites formales del deporte sangriento, pero no sin protesta. Fuera de estas esferas, se prohibe y castiga toda forma de crueldad con los animales. Pero esto no fue siempre así. Hace unos centenares de años, en Inglaterra y en muchos otros países, la tortura y muerte de la «presa» era regularmente presentada como espectáculo público. Posteriormente, se reconoció que la participación en violencias de esta clase podía embotar la sensibilidad de los individuos afectados ante cualquier forma de derramamiento de sangre. Desde luego, constituye una posible fuente de peligro en nuestras complejas y pobladas sociedades, donde las restricciones territorial y de dominio pueden llegar a hacerse casi insoportables y a encontrar su desahogo en un alud de agresión anormalmente salvaje.
Hasta ahora, hemos tratado de las primeras fases del orden alimenticio y de sus ramificaciones. Después de la caza y de la matanza, llegamos a la comida propiamente dicha. Como primates típicos, deberíamos estar masticando continuamente pequeños bocados. Pero no somos típicos primates. Nuestra evolución carnívora modificó todo el sistema. El carnívoro típico se harta a base de copiosos ágapes, espaciados en el tiempo; nosotros caemos de lleno en este sistema. Esta tendencia subsiste incluso mucho después de la desaparición de las primitivas presiones cinegéticas que así lo exigían. Hoy no sería muy fácil volver a nuestros antiguos hábitos de primates, si nos sintiéramos inclinados a hacerlo. Sin embargo, nos aferramos a nuestro definido horario de comidas, como si nos dedicáramos aún a la caza activa de la presa. Muy pocos, o quizá ninguno, de los actuales millones de monos desnudos siguen la típica rutina de los otros primates de comer a todas horas. Incluso en condiciones de abundancia, solemos comer únicamente tres veces, o cuatro como máximo, durante el día. Muchas personas hacen sólo una o dos comidas fuertes diarias. Podría argüirse que esto es simplemente un caso de conveniencia cultural, pero hay pocas pruebas que lo apoyen. Dada la compleja organización de abastecimientos que poseemos, sería perfectamente posible inventar un procedimiento eficaz mediante el cual la comida fuese ingerida en pequeñas raciones distribuidas a lo largo de todo el día. Una alimentación así repartida podría conseguirse, sin que el individuo perdiera nada de su eficiencia, con sólo ajustar a ella el plan cultural, con lo cual se eliminaría la necesidad, a causa del sistema actual de las «comidas fuertes», de interrumpir largamente las otras actividades. Sin embargo, debido a nuestro remoto pasado rapaz, tal modificación no satisfaría nuestras necesidades biológicas básicas.
Otra cuestión que merece ser considerada es el por qué ingerimos la comida caliente. Pueden darse tres explicaciones alternativas. Una de ellas es que con ello se consigue la «temperatura de la presa». Aunque hemos dejado de consumir carne recién muerta, la devoramos aproximadamente a la misma temperatura que las otras especies carnívoras. Estas comen caliente porque la carne no se ha enfriado aún; nosotros lo hacemos porque la calentamos de nuevo. Otra interpretación es que tenemos los dientes tan débiles que nos vemos obligados a «ablandar» la carne mediante su cocción. Pero esto no explica por qué preferimos comerla cuando está aún caliente, ni por qué calentamos alimentos que no requieren el menos «ablandamiento». La tercera explicación es que, al aumentar la temperatura de la comida, mejoramos su sabor. Y si añadimos una complicada serie de sabrosos elementos secundarios a los principales objetos comestibles, el resultado será mejor aún. Pero esto guarda relación, no con nuestra condición adoptada de carnívoros, sino con nuestro más remoto pasado de primates. Los alimentos de los primates típicos tienen sabores mucho más variados que los carnívoros. Cuando un carnívoro ha terminado la complicada operación de perseguir la presa, matarla y preparar su comida, se comporta de una manera mucho más simple y tosca en la ingestión del alimento. Se limita a engullirlo, a tragárselo de golpe. En cambio, los monos son mucho más sensibles a las sutilezas del variado gusto de sus bocados. Disfrutan con ellos, y les gusta pasar de un sabor a otro. Tal vez, cuando calentamos y aderezamos nuestros platos, volvemos a los melindres primitivos de los primates. Quizá, gracias a esto, hemos evitado convertirnos totalmente en carnívoros sanguinarios.
Ya que hablamos del sabor, conviene que aclaremos un error concerniente a la manera en que recibimos estas señales. ¿Cómo saboreamos lo que gustamos? La superficie de la lengua no es lisa, sino que está cubierta de pequeños relieves, llamados papilas, que contienen las extremidades nerviosas gustativas. Cada individuo posee, aproximadamente, diez mil papilas gustativas; pero, con los años, éstas se deterioran y disminuyen en cantidad, y de ahí que los viejos gastrónomos tengan el paladar gastado. Aunque parezca sorprendente, sólo reaccionamos a cuatro gustos fundamentales. Estos son: agrio, salado, amargo y dulce. Cuando colocamos un pedazo de comida sobre la lengua, registramos la proporción de aquellas cuatro propiedades contenidas en él, y su mezcla da a la comida su sabor característico. Ciertas zonas de la lengua reaccionan más vigorosamente a uno u otro de los cuatro sabores. La punta es particularmente sensible a los gustos salado y dulce, los lados, al ácido y el fondo de la lengua, al amargo. La lengua, en su conjunto, puede apreciar también la consistencia y la temperatura de la comida, pero no puede pasar de aquí. Los más sutiles y variados «sabores» que tan agudamente apreciamos no son, en realidad, gustados, sino olidos. El olor de la comida penetra en la cavidad nasal, donde se halla localizada la membrana olfativa. Cuando decimos que determinado plato «sabe» a gloria, en realidad queremos decir que sabe y huele deliciosamente. Es gracioso que, cuando padecemos un fuerte resfriado de cabeza y nuestro sentido del olfato se encuentra considerablemente reducido, decimos que la comida no sabia a nada. De hecho, gustamos igual que siempre; lo único que nos molesta es la falta de olor.
Aclarado esto, hay un aspecto de nuestro verdadero gusto que requiere comentario especial, y es nuestra innegable afición a lo dulce. Es algo totalmente ajeno al verdadero carnívoro, pero típico del primate. Cuando la comida natural de los primates madura y adquiere las condiciones adecuadas para su consumo, suele también endulzarse; por esto los monos reaccionan favorablemente a todo lo que posee este sabor en alto grado. También a nosotros, como a los otros primates, nos cuesta despreciar «lo dulce». A pesar de nuestra fuerte tendencia carnívora, nuestro linaje simiesco se manifiesta en la predilección por sustancias particularmente azucaradas. Este gusto nos place más que los otros. Tenemos «dulcerías», pero no «tiendas de agrios». Después de la comida fuerte, solemos terminar con una compleja serie de sabores dulces, para que sea este gusto el más duradero. Y es todavía más significativo que, cuando ocasionalmente tomamos algo entre horas (y aquí volvemos, aunque en pequeña escala, al antiguo hábito de los primates), casi siempre escogemos sustancias dulces, como caramelo, chocolate, helados o bebidas azucaradas.
Tan fuerte es esta tendencia, que puede acarrearnos dificultades. La cuestión es que la sustancia alimenticia posee dos elementos que la hacen atractiva para nosotros: su valor nutritivo y su paladar. En los productos naturales, estos dos factores se dan la mano; en cambio, pueden hallarse separados en los alimentos producidos artificialmente, lo que puede ser peligroso. Sustancias comestibles sin ningún valor desde el punto de vista alimenticio, pueden convertirse en sumamente atractivas con sólo añadirles una gran cantidad de dulzor artificial. Si despiertan nuestra vieja debilidad de primates de su sabor «superdulce», nos vemos expuestos a atiborrarnos de ellos, dejando poco sitio para lo demás y rompiendo el equilibrio de nuestro dieta. Esto se aplica especialmente al caso de los niños en período de crecimiento. En uno de los capítulos anteriores, me he referido a una reciente investigación que ha demostrado que la preferencia por los olores dulces y propios de los frutos decae enormemente en la pubertad, momento en el cual se produce un cambio favorable a los olores a flores, a aceite o a almizcle. La debilidad infantil por lo dulce puede ser fácilmente explotada, y a menudo lo es.
Los adultos se enfrentan con otro peligro. La sabrosa preparación de sus comidas -mucho más sabrosas que en su estado natural- hace que éstas sean mucho más apetitosas, con lo cual se estimula excesivamente la reacción del individuo. Como resultado de ello, se produce, en muchas ocasiones, una gordura nada saludable. Para contrarrestarla, se inventan toda clase de regímenes «dietéticos». Se prescribe a los «pacientes» comer esto o aquello, suprimir tal o cual comida, o realizar diversos ejercicios. Desgraciadamente, el problema no tiene más que una solución: comer menos. Es un método eficacísimo, pero como el sujeto sigue rodeado de señales excesivamente apetitosas le resulta difícil mantener el tratamiento durante un tiempo considerable. El individuo superpesado se halla, además, expuesto a otra complicación.
Anteriormente me referí al fenómeno de las «actividades diversas»: acciones triviales e insignificantes que se realizan como desahogo en momentos de tensión. Como vimos, una de las formas más comunes y frecuentes de actividad diversa es la de «comer porque sí». En los momentos tensos, mordisqueamos pizcas de comida o sorbemos bebidas innecesarias. Esto puede contribuir a aflojar nuestra tensión, pero también colabora a que aumentemos de peso, especialmente si tenemos en cuenta que la naturaleza «trivial» de la comida diversiva nos impulsa, generalmente, a escoger cosas dulces. Si lo hacemos reiteradamente durante un largo período, esto nos lleva a la conocida condición de «ansiedad de gordura», y, en tal caso, se puede observar el nacimiento gradual de los corrientes y redondeados contornos de una inseguridad matizada de culpabilidad. En estas personas, las rutinas de adelgazamiento sólo tendrán éxito si van acompañadas de otros cambios de comportamiento que reduzcan el inicial estado de tensión. El papel de la goma de mascar merece especial mención a este respecto. Esta sustancia parece haber prosperado únicamente como sustituto de la comida de diversión. Proporciona el necesario elemento «ocupacional» de alivio de tensión, sin contribuir de manera perjudicial a un exceso de alimento.
Volviendo ahora a la variedad de artículos alimenticios consumidos por un grupo actual de monos desnudos, descubrimos que su gama es muy extensa. Los primates tienden a tener una dieta mucho más variada que los carnívoros. En cuestión de comida, estos últimos se han convertido en especialistas, mientras que los primeros siguen siendo oportunistas. Por ejemplo, minuciosos estudios realizados con gran número de macacos japoneses demuestran que éstos consumen ciento diecinueve especies de plantas, en forma de yemas, retoños, hojas, frutos, raíces y cortezas, amen de la gran variedad de arañas, escarabajos, mariposas, hormigas y huevos. La dieta de un carnívoro típico es más nutritiva, pero también mucho más monótona.
Cuando nos convertimos en cazadores, tuvimos lo mejor de ambos mundos. Añadimos a nuestra dieta la carne, de alto valor nutritivo, pero no abandonamos nuestra antigua calidad omnívora de primates. En tiempos recientes -es decir, durante los últimos milenios-, las técnicas para la obtención de comida progresaron considerablemente, pero la actitud básica sigue siendo la misma. A juzgar por lo que sabemos, los primeros sistemas agrícolas constituyeron lo que podríamos llamar una «agricultura mixta». La domesticación de animales y el cultivo de las plantas se desarrollaron paralelamente. Incluso en la actualidad, con nuestro enorme dominio de los medios zoológico y botánico, seguimos fomentando ambas tendencias. ¿Qué nos ha impedido esforzarnos más en una u otra de estas direcciones? La respuesta parece ser que, debido al enorme aumento de las densidades de población, una dedicación absoluta a la carne habría producido dificultades en lo tocante a la cantidad, mientras que una dependencia exclusiva de las cosechas del campo habría sido peligrosa en lo que respecta a la calidad.
Aquellos individuos que son vegetarianos por su libre elección procuran hacerse una dieta equilibrada, utilizando una gran variedad de sustancias vegetales, a semejanza de los típicos primates. En cambio, para algunas comunidades, la dieta en que predomina la ausencia de carne se ha convertido más en una triste necesidad práctica que en una preferencia ética de minoría. Con los progresos de las técnicas de cultivo de vegetales y su concentración en unas cuantas clases de cereales de primera necesidad, ha proliferado, en ciertas civilizaciones, una especie de eficiencia de baja graduación. Las operaciones agrícolas en gran escala han permitido el desarrollo de enormes poblaciones, pero el hecho de que éstas tengan que depender de unos pocos cereales básicos ha acarreado una gran insuficiencia de nutrición. Las personas afectadas pueden procrear abundantemente, pero producen ejemplares físicamente mezquinos. Cierto que sobreviven, pero sólo lo justo. De la misma manera que el abuso de las armas técnicamente perfeccionadas puede conducir al desastre agresivo, así el abuso de las técnicas de alimentación culturalmente desarrolladas puede llevar a un desastre por falta de nutrición. Las sociedades que de este modo han perdido el esencial equilibrio alimenticio pueden ser capaces de sobrevivir, pero tendrán que vencer los extendidos y perniciosos efectos de la deficiencia en proteínas, en minerales y en vitaminas si quieren progresar y desarrollarse cualitativamente. En las sociedades más sanas y adelantadas de hoy día, se mantiene perfectamente el equilibrio de la dieta a base de plantas y de carne, y a pesar de los dramáticos cambios producidos en los métodos de obtención de suministros alimenticios, el progresivo mono desnudo de hoy en día sigue alimentándose, en parte, según la misma dieta fundamental de sus remotos antepasados cazadores. Una vez más la transformación es más aparente que real.
En estado salvaje, podemos observar frecuentemente el aseo de los monos y cuadrumanos, los cuales prestan sistemática atención a su pelambre, limpiándola de trocitos de piel seca o de cuerpos extraños. En general, se los llevan a la boca y se los comen, o, al menos, los prueban. Estas acciones de aseo pueden durar muchos minutos, y el animal da la impresión de concentrarse en su tarea. Los turnos de aseo pueden alternar con súbitas rascaduras o mordisqueos, aplicados directamente a específicas zonas irritadas. La mayoría de los mamíferos se rascan únicamente con las patas traseras, pero los monos pueden emplear también las delanteras. Sus miembros anteriores poseen excelentes condiciones para las tareas de limpieza. Los ágiles dedos pueden hurgar entre los pelos y localizar con gran exactitud los puntos concretos en que se produce la desazón. Comparadas con las garras y las pezuñas, las manos del primate son «aparatos de limpieza» de precisión. Pero, aun así, dos manos son mejor que una, lo que crea un pequeño problema. El mono puede poner en juego ambas manos para manipular en sus patas traseras, en sus flancos o en la parte anterior de su cuerpo, pero no puede hacerlo cuando se trata de la espalda o de las propias patas delateras. De la misma manera, si no tiene un espejo, no puede ver lo que hace cuando se concentra en la región de la cabeza. Aquí puede emplear ambas manos, pero tiene que trabajar a ciegas. Evidentemente, la cabeza, la espalda y los brazos están menos acicalados que el pecho, los costados y las patas traseras, a menos que puede hacerse algo especial en su provecho.
La solución radica en el aseo social, en la creación de un amistoso sistema de ayuda mutua. Podemos observar muchos ejemplos de esto, tanto entre las aves como entre los mamíferos, pero alcanza su expresión culminante entre los primates superiores. Estos han inventado señales especiales de invitación al aseo, y las actividades sociales «cosméticas» son prolijas e intensas. Cuando un mono pretende asear a otro, le manifiesta sus intenciones con una expresión facial característica. Produce unos rápidos chasquidos con los labios y, con frecuencia, saca la lengua entre cada dos chasquidos. El otro puede indicar su aceptación indicando una postura de relajamiento, y acaso presentando una región determinada de su cuerpo para ser aseada. Como expliqué en un capítulo anterior, la acción de chascar los labios evolucionó como un rito especial, partiendo de los repetidos movimientos producidos con la boca durante el aseo de la piel. Acelerándolos y haciéndolos más exagerados y rítmicos, fue posible convertirlos en una señal visual ostensible e inconfundible.
Como quiera que el aseo social es una actividad cooperativa y no agresiva, el hábito del chasquido de labios se ha convertido en una señal amistosa. Si dos animales quieren estrechar sus lazos de amistad, pueden hacerlo mediante el reiterado aseo mutuo, aunque las condiciones de su pelambre no sean las más convenientes. En efecto, parece que existe poca relación entre la cantidad de suciedad acumulada en la pelambre y la cantidad de aseo mutuo que se practica. Las actividades de aseo social han llegado a ser casi independientes de sus estímulos primitivos. Aunque siguen teniendo la función vital de mantener limpia la piel, su motivación parece ser ahora más social que cosmética. Al contribuir a que dos animales permanezcan juntos, con ánimo colaborador y no agresivo, ayudan a estrechar los lazos interpersonales entre los individuos del grupo o la colonia.
Este sistema de señales amistosas ha dado origen a dos procedimientos remotivadores que se refieren, respectivamente, al apaciguamiento y al alejamiento del temor. Si un animal débil tiene miedo de otro más fuerte, puede apaciguarlo mediante la invitación del chasquido de labios y el subsiguiente aseo de su piel. Esto reduce la agresión del animal dominante y ayuda al subordinado a que el otro lo acepte. Se le permite estar «presente», por los servicios que presta. A la inversa, si un animal dominante quiere calmar los temores de otro más débil puede lograrlo valiéndose del mismo modo. Con el chasquido de sus labios, da a entender que su ánimo no es agresivo. A pesar de su aureola dominante, puede mostrar que no pretende causar daño. Este hábito particular -exhibición tranquilizadora- es menos frecuente que la variedad de apaciguamiento, por la sencilla razón de que es menos necesario en la vida social de los primates. El animal débil posee pocas cosas que el dominante pueda apetecer y no pueda lograr con la agresión directa. Caso excepcional es el de la hembra dominante, pero estéril, que quiere acunar al hijo de otro miembro de la comunidad. Naturalmente, el monito se asusta de la presencia de la desconocida y trata de escabullirse. En tales ocasiones, podemos observar los grandes esfuerzos de la hembra adulta para tranquilizar al pequeño mediante chasquidos de labios. Si con esto se calman los temores del jovencito, la hembra lo mima y sigue tranquilizándole por medio de un delicado aseo.
Es natural que si fijamos la atención en nuestra propia especie esperemos ver alguna manifestación de esta tendencia básica de los primates al aseo, no sólo como simple método de limpieza, sino también como hábito social. La gran diferencia consiste en que nosotros carecemos de la abundosa capa de pelo a limpiar. Cuando se encuentran dos monos desnudos y desean reforzar sus relaciones de amistad, tienen que buscar algo que remplace el aseo social. Si estudiamos las situaciones en que, tratándose de otros primates, cabría esperar el mutuo aseo, nos intriga sobremanera lo que ocurre. En primer lugar, es evidente que la sonrisa ha remplazado al chasquido de labios. Hemos estudiado ya su origen, como señal infantil especial, y hemos visto cómo, a falta de la reacción consistente en agarrarse, el niño necesita otra manera de atraer y de apaciguar a la madre. Al extenderse a la vida adulta, salta a la vista que la sonrisa es un excelente sucedáneo de la «invitación al aseo». Pero, ¿qué ocurre después de invitar al contacto amistoso? Este tiene que mantenerse de algún modo. El chasquido de labios se refuerza con el aseo; pero, ¿cómo se refuerza la sonrisa? Claro que la reacción sonriente puede repetirse y prolongarse hasta mucho después del contacto inicial; pero se necesita algo más «ocupacional». Hay que adoptar y transformar alguna clase de actividad, como lo era la del aseo. Las más sencillas observaciones nos revelan que el medio adoptado es la vocalización verbalizada.
El hábito de comportamiento consistente en hablar deriva, en principio, de la creciente necesidad de intercambio cooperativo de información. Procede del común y extendido fenómeno animal de la vocalización no verbal. Partiendo del típico e innato repertorio de gruñidos y rugidos de los mamíferos, se desarrolló una serie más compleja de señales sonoras aprendidas. Estas unidades vocales y sus múltiples combinaciones constituyeron la base de lo que llamamos lenguaje de información. A diferencia de los más primitivos sistemas de señales no verbales, este nuevo método de comunicación permitió a nuestros antepasados referirse a objetos del medio y, también de pasada, al futuro y al presente. Hasta hoy día, el lenguaje de información ha sido la forma más importante de comunicación vocal de nuestra especie. Pero al evolucionar no se detuvo aquí, sino que adquirió funciones adicionales. Una de éstas tomó la forma de lenguaje de sentimiento. Estrictamente hablando, éste era innecesario, porque las señales no verbales del estado de ánimo no se habían perdido. Aún podemos expresar y expresamos nuestros estados emocionales valiéndonos de los gritos y gruñidos de los antiguos primates, pero lo cierto es que reforzamos estos mensajes con la confirmación verbal de nuestros sentimientos. El gemido de dolor es seguido de cerca por una señal verbal de «me duele». El rugido iracundo va acompañado del mensaje «estoy furioso». En ocasiones, la seña inarticulada no se emite en su estado puro, sino que se expresa en el tono de la voz. Las palabras «me duele», son pronunciadas en un gemido o en un grito. Las palabras «estoy furioso» suenan como un rugido o un bramido. En tales casos, el tono de la voz ha sido tan poco modificado por la instrucción y está tan cerca del antiguo sistema de señales no verbales de los mamíferos que incluso un perro puede comprender el mensaje, y mucho más un desconocido de otra raza de nuestra propia especie. Las verdaderas palabras empleadas en tales casos resultan casi superfluas. (Díganle «bonito» a su perro, en tono de enfado, o «malo», en tono de mimo, y comprenderán lo que quiero decir.) En su grado más tosco y más intenso, este lenguaje es poco más que un «despilfarro» de sonidos verbalizados en una zona de comunicación ya atendida de otro modo. Su valor reside en las mayores posibilidades que proporciona para una señalización más sutil y más sensible del estado de ánimo.
Una tercera forma de verbalización es el lenguaje exploratorio. Es el hablar por hablar, el lenguaje estético o, si lo prefieren, el lenguaje de juego. Ya hemos visto cómo otra forma de información-transmisión, la pintura, llegó a ser empleada como medio de exploración estética; pues bien, lo mismo ocurrió con el lenguaje. El poeta imitó al pintor. Pero lo que más nos interesa en este capítulo es el cuarto tipo de verbalización, al cual se ha dado recientemente el adecuado nombre de lenguaje de cortesía. Es la charla vana y cortés de las ocasiones sociales, el «hoy hace buen día» o el «¿ha leído usted últimamente algún buen libro?». No se realiza con él ningún intercambio de ideas o informaciones importantes, ni revela el verdadero estado de ánimo del que habla, ni es estéticamente agradable. Su función consiste en reforzar la sonrisa de saludo y mantener la unión social. Es nuestro sucedáneo del aseo social. Al suministrarnos una preocupación social no agresiva, nos da la manera de manifestarnos unos a otros durante períodos de tiempo relativamente largos, creando y reforzando valiosos lazos de grupo y amistades.
Desde este punto de vista, resulta divertido seguir el curso de la charla de cortesía durante un encuentro social. Representa su papel dominante inmediatamente después del inicial saludo ritual. Luego, pierde terreno, pero vuelve a recuperarlo en el momento en que el grupo se separa. Si éste se ha reunido por motivos puramente sociales, la charla de cortesía puede persistir durante todo el tiempo, con exclusión total del lenguaje de información, de sentimiento o de exploración. Las reuniones para tomar el aperitivo nos dan un buen ejemplo de esto; en tales ocasiones, el anfitrión o la anfitriona suelen impedir la conversación «seria», interrumpiendo las largas peroratas y procurando que intervengan todos los presentes, a fin de lograr un máximo contacto social. De esta manera, cada miembro del grupo es reiteradamente devuelto al estado de «contacto inicial», donde es más fuerte el estímulo de la charla de cortesía. Para que estas sesiones de ininterrumpida cortesía social sean eficaces, hay que invitar a un número considerable de personas, evitando así que se agoten los nuevos contactos antes de que la fiesta termine. Esto explica que en reuniones de esta clase se exija automáticamente un misterioso número mínimo de invitados. Las cenas con pocos comensales y de confianza dan lugar a una situación un poco diferente. La charla insustancial va decayendo a medida que transcurre la velada, y, con el paso del tiempo, ganan terreno los intercambios de ideas y de información seria. Sin embargo, antes de que la fiesta llegue a su fin, se produce un breve resurgimiento de aquella charla, previamente al último ritual de despedida. Reaparece la sonrisa, y el lazo social recibe un último apretón que hará que se mantenga sólido hasta el próximo encuentro.
Si llevamos ahora nuestra observación al campo más serio de los encuentros de negocios, cuya principal función de contacto es la toma de información, advertiremos una más acusada pérdida de terreno de la charla de cortesía, pero no, necesariamente, su desaparición total. La expresión de la misma se limita, casi exclusivamente, a los momentos de apertura y de cierre. En vez de menguar poco a poco, como en los banquetes se extiende rápidamente después de unas cuantas cortesías iniciales, para reaparecer al término de la reunión, cuando ha sido señalado de algún modo, y por anticipado, el momento de la separación. Debido a nuestra acusada tendencia a la charla de cortesía, los grupos de negocios se ven generalmente obligados a exagerar el formalismo de sus reuniones a fin de eliminar aquélla. Esto explica el origen de los procedimientos de comité, donde el formalismo alcanza unos extremos raras veces observados en otras ocasiones sociales privadas.
Aunque el lenguaje de cortesía es nuestro más importante sucedáneo del aseo social, no es nuestro único desahogo a esta actividad. Nuestra piel desnuda puede no enviar señales de aseo particularmente excitantes; pero, con frecuencia, podemos emplear en su sustitución otras superficies más estimulantes. Las ropas muelles o peludas, las alfombras y ciertos muebles suscitan, a menudo, fuertes reacciones de aseo. Los animalitos domésticos son aún más incitantes, y pocos monos desnudos pueden resistir la tentación de acariciar la pelambre del gato o de rascarle al perro detrás de las orejas. El hecho de que el animal aprecie esta actividad de aseo social es sólo parte de la recompensa de su autor. Mucho más importante, para nosotros, es que la superficie del cuerpo del animal nos permite desahogar nuestros remotos impulsos primates de aseo.
En lo que atañe a nuestros propios cuerpos, pueden aparecer desnudos en la mayor parte de su superficie, pero todavía conservan en la región de la cabeza una frondosa mata de cabello disponible para el aseo. El pelo recibe grandísimos cuidados -muchos más de los que pueden explicarse por razones de simple higiene- por parte de personas especializadas, como barberos y peluqueros. Es difícil contestar inmediatamente la pregunta de por qué el peinado mutuo no ha llegado a ser una parte de nuestras funciones sociales domésticas corrientes. ¿Por qué -pongo por caso- hemos perfeccionado el lenguaje de cortesía como especial sucedáneo del más típico aseo amistoso de los primates, cuando habríamos podido concentrar fácilmente nuestros primitivos impulsos de aseo en la región de la cabeza? La explicación parece radicar en el significado sexual del cabello. En su forma actual, la disposición del pelo de la cabeza difiere extraordinariamente entre los dos sexos y, por ende, constituye una característica sexual secundaria. Sus asociaciones sexuales han influido inevitablemente en los hábitos de comportamiento sexual, hasta el punto de que el acto de mesar o acariciar el cabello de otra persona es, hoy en día, una acción demasiado cargada de sentido erótico para ser permisible como simple ademán amistoso social. Si, como consecuencia de esto, ha quedado prohibido en las reuniones sociales entre amigos, es necesario encontrar otro desahogo a nuestro impulso. Acariciar un gato o pasar la mano sobre la tapicería de un sofá pueden ser un desahogo a nuestro impulso de asear, pero la necesidad de ser aseado requiere un contexto especial. El salón de peluquería es la respuesta perfecta. El parroquiano puede someterse al aseo, a plena satisfacción, sin el menor temor de que ningún elemento sexual se interfiera en el procedimiento. Este peligro queda eliminado por el hecho de haber formado una categoría especial de cuidadores profesionales, completamente separada del grupo «tribal» de amistades. El empleo de cuidadores varones para los varones, y hembras para las hembras, ha reducido todavía más el riesgo. Cuando no se hace así, la sexualidad del cuidador se reduce en cierto modo. Si una hembra es atendida por un peluquero varón, éste se comporta generalmente de un modo afeminado, con independencia de su verdadera personalidad sexual. Los varones son casi siempre atendidos por barberos del mismo sexo; pero, si se emplea una masajista hembra, ésta suele ser bastante masculina.
Como pauta de comportamiento, el cuidado del cabello tiene tres funciones. No sólo limpia el cabello, siendo un desahogo del impulso del aseo social, sino que sirve también para hermosear al individuo. El adorno del cuello con propósitos sexuales, agresivos o sociales de otra clase, es un fenómeno muy extendido en el mono desnudo, y ha sido estudiado bajo otros titulares en otros capítulos. Su verdadero sitio no está en un capítulo dedicado al comportamiento con fines de comodidad, salvo que, con frecuencia, parece derivar de cierta actividad de aseo. El tatuaje, el afeitado, el corte de cabello, la manicura, la perforación de las orejas y las formas más primitivas de escarificación, parecen tener su origen en simples acciones de aseo. Pero así como la charla de cortesía ha sido tomada de otra parte y utilizada como sustitutivo del aseo, aquí se ha invertido el procedimiento y los actos de aseo han sido tomados de prestado y utilizados para otros fines. Al asumir la función exhibicionista, las primitivas acciones de comodidad referentes al cuidado de la piel se transformaron en algo equivalente a la multiplicación de ésta.
Esta tendencia puede observarse también en ciertos animales en cautividad de los parques zoológicos. Rascan y lamen con anormal intensidad, hasta dejar manchas lampiñas o producir pequeñas heridas en su propio cuerpo o en el de sus compañeros. Este aseo excesivo es producto de un estado de tensión o de aburrimiento. Condiciones parecidas pudieron muy bien incitar a miembros de nuestra especie a mutilar las superficies de su cuerpo, en cuyo caso la piel descubierta y lampiña les habría servido de ayuda y de acicate. Sin embargo, en nuestro caso, el innato oportunismo que nos caracteriza nos permitió explotar esta tendencia, por lo demás peligrosa y perjudicial y utilizarla como procedimiento de exhibición decorativa.
Otra tendencia, más importante, nació del simple cuidado de la piel; me refiero a la cuestión médica. Otras especies han avanzado poco en este aspecto; en cambio, en el caso del mono desnudo la evolución de la práctica médica, a partir del comportamiento de aseo social, ha tenido una influencia enorme en el floreciente desarrollo de la especie, particularmente en los tiempos más recientes. En nuestros más próximos parientes, los chimpancés, podemos ya observar el inicio de esta tendencia. Además del cuidado general de la piel y del aseo mutuo, se ha podido observar que el chimpancé cura las leves lesiones físicas de sus compañeros. Examinan cuidadosamente las pequeñas llagas y heridas y las lamen hasta dejarlas limpias. Extraen astillas, pellizcando con los dedos índices la piel del camarada. En una ocasión, una hembra chimpancé, que tenía una carbonilla en el ojo izquierdo, se acercó a un macho, temblando y dando muestras de evidente desazón. El macho se sentó, la examinó cuidadosamente y después extrajo la carbonilla con gran cuidado y precisión, empleando los pulpejos de un dedo de cada mano. Esto es más que simple aseo. Es la primera señal de un verdadero cuidado médico cooperativo. Pero, en los chimpancés, el incidente descrito equivale a su expresión en el grado máximo. En cambio, en nuestra especie, con el incremento de la inteligencia y del sentido de colaboración, esta clase de aseo especializado tenía que ser el punto de partida de una importante tecnología de ayuda mutua física. El mundo médico actual ha alcanzado una condición de tal complejidad que se ha convertido, socialmente hablando, en la principal expresión de nuestro comportamiento animal de bienestar. Partiendo de la cura de trastornos leves, ha llegado a enfrentarse con las más graves enfermedades y con los peores daños corporales. Como fenómeno biológico, sus logros son extraordinarios; pero, al hacerse racional, sus elementos irracionales han sido en cierto modo desestimados. Para comprenderlo, es imposible distinguir entre casos graves y triviales de «indisposición». Como ocurre en todas las especies, el mono desnudo puede romperse una pierna o verse infectado por un parásito maligno, por simple accidente o casualidad. En cambio, en el caso de dolencias triviales, no todo es lo que parece. Las infecciones y enfermedades leves son generalmente tratadas de manera racional, como si no fuesen más que versiones benignas de dolencias graves, pero hay pruebas elocuentes que sugieren que, en realidad, guardan mucha relación con las primitivas «exigencias de aseo». Los síntomas médicos revelan un problema de comportamiento que, más que un verdadero problema físico, ha tomado forma física.
Hay muchos ejemplos de dolencias corrientes y que podríamos llamar de «invitación al aseo», como son la tos, los resfriados, la gripe, el dolor de espalda, la jaqueca, algunos trastornos gástricos, el dolor de garganta, el estado bilioso, las anginas y la laringitis. El estado del paciente no es grave, pero sí lo bastante enfermizo para justificar unos mayores cuidados por parte de sus compañeros de sociedad. Los síntomas actúan de la misma manera que las señales de invitación al aseo, motivando comportamientos confortadores por parte de médicos, enfermeras, farmacéuticos, amigos y parientes. El paciente provoca una reacción de simpatía amistosa y de atención, y, en general, esto basta para curar la enfermedad. La administración de píldoras y de medicamentos sustituye a las antiguas acciones de aseo y da pie a un rito operacional que mantiene la relación entre paciente y cuidador, a través de esta fase especial de interacción social. La exacta naturaleza de los medicamentos tiene poca importancia entre las prácticas de la medicina moderna y las de los antiguos hechiceros.
Es probable que se levanten objeciones a esta interpretación de las dolencias leves, sobre la base de que la observación demuestra la presencia de verdaderos virus o bacterias. Si están allí y puede demostrarse que son la causa médica del resfriado o del dolor de estómago, ¿por qué tenemos que buscar una explicación a base del comportamiento? La respuesta es que, por ejemplo, en las grandes ciudades todos estamos continuamente expuestos a estos virus y bacterias corrientes, a pesar de lo cual sólo ocasionalmente somos víctimas de ellos. Además, ciertos individuos son mucho más susceptibles que otros. Los miembros de una comunidad que tiene éxito en sus empresas o que están socialmente bien situados, raras veces padecen «dolencias de invitación al aseo». En cambio, los que tienen problemas sociales, temporales o permanentes, son sumamente susceptibles a ellas. El aspecto más intrigante de estas enfermedades es que parecen hechas a medida de las peculiares exigencias del individuo. Si una actriz, pongo por caso, sufre tensiones o contratiempos sociales, ¿qué le sucede? Pues que pierde la voz o contrae una laringitis, viéndose obligada, por tanto, a dejar de trabajar y a tomarse un descanso. Entonces recibe cuidados y consuelos. Y cesa la tensión (al menos de momento). Si en vez de esto hubiera tenido un sarpullido, habría podido disimularlo con el traje y seguir trabajando. Y la tensión habría continuado. Compárese su situación con la de un boxeador profesional. A éste, la afonía no le serviría para nada como «dolencia de invitación al aseo»; en cambio, el sarpullido sería la enfermedad ideal, y, de hecho, es la dolencia de que suelen quejarse a sus médicos los profesionales del músculo. A este respecto, es curioso observar que una actriz famosa, cuya reputación descansa en sus apariciones desnudas en las películas, no padece laringitis, sino sarpullidos, en los momentos de tensión. Debido a que la exposición de su piel es vital, como en los boxeadores, sigue a éstos, y no a las actrices, en su categoría de dolencias.
Si la necesidad de cuidados es intensa, la dolencia se hace también más intensa. La época de nuestra vida en que recibimos más protección y asiduos cuidados es la de la infancia, cuando estamos en nuestras camitas. Por consiguiente, una dolencia lo bastante seria para hacernos guardar cama tiene la gran ventaja de volver a crear, para todos nosotros, las cuidadosas atenciones de nuestra segura infancia. Podemos pensar que tomamos una fuerte dosis de seguridad. (Esto no implica el fingimiento de la enfermedad. No hay necesidad de fingir. Los síntomas son reales. En el comportamiento está la causa, no los efectos.)
Todos somos, hasta cierto punto, cuidadores frustrados, además de pacientes, y la satisfacción que se puede obtener de cuidar al enfermo es tan fundamental como la causa de la enfermedad. Algunos individuos sienten una necesidad tan grande de cuidar a los demás, que pueden provocar y prolongar activamente la enfermedad de un compañero, a fin de poder expresar con mayor plenitud sus afanes cuidadores. Esto puede producir un círculo vicioso, exagerándose desmedidamente la situación entre cuidador y paciente, hasta el punto de crearse un inválido crónico que exige (y obtiene) una atención constante. Si los componentes de una «pareja» de este tipo se enfrentasen con la verdadera causa de su conducta recíproca, la negarían acaloradamente. Sin embargo, son asombrosas las curaciones milagrosas que se logran, a veces, en tales casos, cuando se produce una importante conmoción social en el medio creado entre cuidador y cuidado (enfermera-paciente). Los que curan por la fe han explotado ocasionalmente esta situación, pero, desgraciadamente para ellos, muchos de los casos con que se enfrentan tienen causas físicas, además de efectos físicos. También tienen en su contra la circunstancia de que los efectos físicos de las «dolencias de invitación al aseo» producidas por el comportamiento pueden originar daños corporales irreversibles, si son lo bastante prolongadas o intensas. Si ocurre esto, resulta indispensable un tratamiento médico serio y racional.
Hasta aquí, me he referido a los aspectos sociales, en nuestra especie, del comportamiento confortador. Como hemos visto, se han efectuado grandes progresos en esta dirección, pero esto no ha excluido ni remplazado las formas más sencillas de limpieza o de cuidados en la propia persona. Como otros primates, seguimos rascándonos, frotándonos los ojos, limpiándonos las llagas y lamiéndonos las heridas. También compartimos con ellos una marcada inclinación a tomar baños de sol. Además, hemos añadido una serie de hábitos culturales especializados, el más común y extendido de los cuales es el lavado con agua. Esto es raro en otros primates, aunque ciertas especies se bañan de un modo ocasional; en cambio, en la mayoría de nuestras comunidades, el lavado desempeña el papel más importante en la limpieza corporal.
A pesar de sus evidentes ventajas, el lavado frecuente con agua entorpece en gran manera la producción de sales y grasas antisépticas y protectoras por las glándulas de la piel y, hasta cierto punto, puede dar lugar a que la superficie del cuerpo sea más vulnerable a la enfermedad. Si, a pesar de esta desventaja, persiste, es sólo debido a que, al eliminar las grasas y sales naturales, elimina también la suciedad origen de las dolencias.
Además de los problemas de limpieza, la actitud general de comportamiento a efectos de cuidados, incluye los géneros de actividad encaminados a mantener una adecuada temperatura del cuerpo. Como las aves y todos los mamíferos, fuimos dotados, por la evolución, de una temperatura elevada y constante, gracias a la cual aumentó considerablemente nuestra eficacia fisiológica. Si gozamos de buena salud, nuestra temperatura corporal profunda no varía más de medio grado centígrado, con independencia a la temperatura del medio exterior. Esta temperatura interna fluctúa según un ritmo diario, alcanzando el grado máximo a la caída de la tarde y el mínimo alrededor de las cuatro de la mañana. Si el medio exterior es demasiado cálido o demasiado frío, experimentamos inmediatamente una acusada incomodidad. Las desagradables sensaciones que experimentamos actúan como un sistema de alarma, avisándonos la urgente necesidad de hacer algo para evitar que los órganos internos del cuerpo se enfríen o se calienten de manera desastrosa. Aparte de estas reacciones inteligentes y voluntarias, el cuerpo adopta ciertas medidas automáticas para estabilizar su nivel de calor. Si el medio se hace demasiado cálido, se produce una vasodilatación. Esto da un calor mayor a la superficie del cuerpo y facilita la pérdida de calor a través de la piel. Entonces, el individuo suda copiosamente. Cada uno de nosotros posee aproximadamente dos millones de glándulas sudoríparas. En condiciones de intenso calor, éstas pueden segregar un máximo de un litro de sudor por hora. La evaporación de este líquido en la superficie del cuerpo nos da otra valiosa forma de pérdida de calor. Durante el proceso de aclimatación a un medio más cálido, aumenta considerablemente nuestra capacidad de sudar. Esto es de vital importancia, porque, incluso en los climas más cálidos, la temperatura interna de nuestro cuerpo puede sólo resistir una subida de 0,2 grados centígrados, al margen del origen racial.
Si el medio se hace demasiado frío, nuestra reacción cobra la forma de vasoconstricción y de temblores. La vasocontricción ayuda a conservar el calor del cuerpo, y los temblores pueden aumentar hasta tres veces la producción de calor estática. Si la piel está expuesta a un frío intenso durante un tiempo, existe el peligro de que la vasoconstricción prolongada sea causa de congelaciones. La región de la mano posee un sistema anticongelante de gran importancia. Al principio, las manos reaccionan al frío intenso con enérgicas vasoconstricciones; después, al cabo de unos cinco minutos, la cosa se invierte y se produce una fuerte vasodilatación, con el consiguiente calentamiento y enrojecimiento de las manos. (Cualquiera que haya jugado con nieve durante el invierno habrá observado este fenómeno.) La constricción y dilatación de la región de la mano sigue produciéndose de manera alterna, y, de este modo, las fases de constricción reducen la pérdida de calor, mientras que las fases de dilatación evitan las congelaciones. Los individuos que viven permanentemente en climas fríos experimentan otras formas diversas de aclimatación del cuerpo, entre las que figura un ligero aumento del metabolismo basal.
Al extenderse nuestra especie sobre el Globo, se han sumado importantes adelantos culturales a estos mecanismos biológicos de control de la temperatura. El fuego, la ropa y las viviendas aisladas han servido para combatir la pérdida de calor, y la ventilación y la refrigeración han sido empleadas contra el calor excesivo. Pero, por muy importantes que hayan sido estos adelantos, no han alterado en modo alguno la temperatura interna de nuestro cuerpo. Han servido, simplemente, para controlar la temperatura externa, a fin de que podamos seguir disfrutando de nuestro primitivo nivel de la temperatura primate dentro de un marco más diverso de condiciones externas. A pesar de cuanto algunos hayan dicho, ciertos experimentos interrumpidos, a base de técnicas especiales de congelación del cuerpo humano, siguen confinados en el reino de la ciencia ficción.
Antes de poner punto final al tema de las reacciones calóricas, conviene mencionar un aspecto particular del sudor. Minuciosos estudios sobre las reacciones sudoríparas en nuestra especie han demostrado que éstas no son tan sencillas como parece a primera vista. La mayoría de las zonas de la superficie del cuerpo empiezan a transpirar abundantemente cuando aumenta el calor, y ésta es, indudablemente, la respuesta original y básica del sistema glandular sudoríparo. Pero ciertas regiones reaccionan a otros tipos de estímulo, y en ellas puede producirse sudor independientemente de la temperatura exterior. Por ejemplo, la ingestión de alimentos muy cargados de especias da pie a un hábito particular de exudación facial. La tensión emocional hace que suden las palmas de las manos, las plantas de los pies, las axilas y, en ocasiones, la frente, pero no las otras partes del cuerpo. Pero todavía puede hacerse otra distinción entre las zonas de sudor emocional, pues las palmas de las manos y las plantas de los pies difieren de las axilas y de la frente. Las dos primeras regiones responden solamente a situaciones emocionales, mientras que las dos últimas reaccionan tanto a los estímulos de la emoción como a los de la temperatura. De esto se desprende claramente que las manos y los pies han «tomado prestado» el sudor del sistema de control calórico y lo emplean en un nuevo contexto funcional. La humectación de las palmas de las manos y de las plantas de los pies en momentos de tensión parece que ha llegado a ser una forma especial de la reacción de «listo para todo» que experimenta el cuerpo cuando amenaza algún peligro. La acción de escupirse en las manos antes de empuñar el hacha es, en cierto modo, el equivalente no fisiológico de este proceso.
Tan sensible es la respuesta del sudor palmar, que esta reacción puede agudizarse de pronto en comunidades o naciones enteras, si su seguridad comunitaria se ve de algún modo amenazada. Durante una reciente crisis política, al aumentar temporalmente el peligro de guerra nuclear, todos los experimentos que estaba realizando un instituto de investigación sobre el sudor palmar tuvieron que interrumpirse, debido a que éste había alcanzado un nivel tan anormal que todas las pruebas habrían carecido de significación. La lectura de las palmas de las manos por un adivino puede no decirnos gran cosa sobre el futuro; en cambio, su lectura por un fisiólogo puede decirnos algo sobre nuestros temores por el futuro.
Todas las formas superiores de la vida animal tienen conciencia, al menos, de algunas de las otras especies con las que comparten el medio. Las consideran bajo uno de estos cinco aspectos: como presas, como asociados de otras especies, como competidores, como parásitos o como enemigos rapaces. En el caso de nuestra propia especie, estas cinco categorías pueden agruparse en la consideración «económica» de los animales, a la que podemos añadir las consideraciones científicas, estéticas y simbólicas. Esta amplia gama de intereses ha dado origen a una complicación interespecífica que es única en el mundo animal. Para descubrirla y comprenderla objetivamente, debemos seguirla paso a paso, actitud por actitud.
Debido a su naturaleza exploradora y oportunista, el mono desnudo tiene una lista de presas realmente inmensa. Ha matado y se ha comido, en ciertos lugares y en ciertos, casi todos los animales dignos de mención. Por un estudio de restos prehistóricos, sabemos que, hace medio millón de años, y en un solo lugar, cazó y comió bisontes, caballos, rinocerontes, venados, osos, corderos, mamuts, camellos, avestruces, antílopes, búfalos, jabalíes y hienas. Sería vano compilar un «menú de la especie» correspondiente a tiempos más recientes; en cambio, merece la pena mencionar un rasgo de nuestro comportamiento voraz: nuestra tendencia a domesticar ciertas especies seleccionadas de víctimas. Pues aunque seamos capaces, si se nos presenta ocasión de hacerlo, de devorar cualquier clase de comestible, lo cierto es que casi todo nuestro régimen alimenticio se reduce a unas pocas clases importantes de animales.
Sabemos que la domesticación del ganado y, con ella, el control organizado y selectivo de la víctima, han sido practicados desde hace diez mil años, como mínimo, e incluso más, en ciertos casos. Las cabras, los corderos y los renos parecen haber sido las primeras especies comestibles que recibieron este trato. Después, con el desarrollo de las comunidades agrícolas sedentarias, la lista aumentó con los cerdos y los bueyes, incluidos el búfalo asiático y el yak. Tenemos pruebas de que, hace cuatro mil años, existían ya varias razas distintas de bueyes. Como quiera que las cabras, los corderos y los renos fueron directamente transformados de piezas de caza en animales de rebaño, se cree que los cerdos y los bueyes empezaron su íntima asociación con nuestra especie en calidad de cómplices de la depredación. En cuanto los cultivos se pusieron a su alcance, trataron de aprovecharse de este nuevo suministro de comida y fueron sorprendidos por los primeros granjeros y sometidos a control doméstico.
La única especie de mamífero menor comestible que sufrió un largo proceso de domesticación fue el conejo; pero, según parece, fue éste un fenómeno mucho más reciente. Entre las aves, la especie más importante, domesticada desde hace miles de años, fue la de las gallinas, con la ulterior adición de otras especies secundarias, como las de los faisanes, gallinas de Guinea, codornices y pavos. Los únicos peces con antiguo historial de domesticación son las anguilas, la carpa y la carpa dorada. Esta última, empero, adquirió muy pronto un carácter ornamental, más que gastronómico. La domesticación de estos peces está limitada a los últimos dos mil años, y representó un papel muy secundario en la historia general de nuestra alimentación organizada.
La segunda categoría de nuestra lista de relaciones interespecíficas es la de los simbióticos. Definimos la simbiosis como asociación de dos especies diferentes en beneficio mutuo. A este respecto, el mundo animal no ofrece muchos ejemplos, siendo el más conocido la sociedad establecida entre algunos pájaros y ciertos grandes ungulados como el rinoceronte, la jirafa y el búfalo. Los pájaros se comen los parásitos cutáneos de los ungulados, contribuyendo a su higiene y limpieza, mientras éstos proporcionan a los pájaros una comida valiosa.
Cuando somos nosotros uno de los miembros de la pareja simbiótica, el beneficio mutuo tiende a inclinarse sensiblemente a favor nuestro, pero dentro de una categoría especial, distinta de la más severa relación entre verdugo y víctima, puesto que no involucra la muerte de una de las especies afectadas. Cierto que una de ellas es explotada; pero, a cambio de la explotación, la alimentamos y la cultivamos. Es una simbiosis matizada de parcialidad, puesto que nosotros dominamos la situación y nuestros socios animales no suelen tener voz ni voto en el asunto.
El más antiguo animal simbiótico de nuestra historia es, indudablemente, el perro. No podemos saber exactamente cuándo empezaron nuestros antepasados a domesticar a este valioso animal, pero parece que hace, al menos, unos diez mil años. La historia es fascinante. Los salvajes y lobunos antecesores del perro doméstico debieron de ser serios competidores de nuestros antepasados cazadores. Ambos se dedicaban a la caza mayor en grupo y, en principio, debieron de tenerse muy poca simpatía. Pero los perros salvajes, poseían ciertos refinamientos de los que carecían nuestros cazadores. Eran particularmente hábiles en reunir y encaminar a las presas durante las maniobras cinegéticas, y podían hacerlo a gran velocidad. También tenían más aguzados los sentidos del olfato y el oído. Si podían aprovecharse estos atributos, a cambio de una participación en la matanza, podía hacerse un buen negocio. Esto fue lo que ocurrió -no sabemos exactamente cómo- y se forjó un lazo interespecífico. Es probable que su comienzo se debiera al hecho de que algunos cachorros fueran llevados al hogar tribal para ser alimentados. El valor de estas criaturas como vigilantes nocturnos debió de valerles algunos puntos durante los primeros tiempos. Después, los que sobrevivieron en domesticidad y pudieron acompañar a los machos en sus excursiones de caza, estamparían sus huellas en el suelo al perseguir la presa. Como habían sido criados por el mono desnudo, los perros debieron de considerarse miembros de su tribu, colaborando instintivamente con sus jefes adoptivos. Durante muchas generaciones, la cría selectiva eliminó, sin duda, a los ejemplares díscolos, y surgió una nueva raza, mejorada, de perros domésticos, cada vez más sumisos y manejables.
Se ha sugerido que fue este mejoramiento en las relaciones con el perro lo que hizo posible las primeras formas de domesticación de los ungulados salvajes. Las cabras, los corderos y los renos estaban ya sometidos a cierto grado de control antes de la iniciación de la verdadera fase agrícola, y se considera que el perro fue el agente vital que lo hizo posible al ayudar eficazmente a la integración de aquellos animales en rebaños. Ciertos estudios sobre el comportamiento de los actuales perros de pastor y de los lobos salvajes revelan muchas similitudes de técnica y refuerzan este teoría.
En tiempos más recientes, la intensificación de la cría selectiva ha dado por resultado una serie de razas especializadas de perros. El primitivo perro cazador ayudaba en todas las fases de la operación; en cambio, sus descendientes fueron adiestrados para uno o varios de los aspectos de la operación total. Los perros individuales que poseían aptitudes excepcionales en una dirección particular fueron cruzados entre sí para intensificar sus especiales dotes. Como ya hemos visto, los que estaban mejor dotados para la maniobra se convirtieron en perros de rebaño, con la principal misión de mantener reunidas a las reses domesticadas (perros de pastor). Otros, que tenían más desarrollado el sentido del olfato, fueron cruzados para el rastreo (sabuesos). Otros, atléticos y veloces, se transformaron el perros corredores y fueron empleados en la persecución de la presa (galgos). Otro grupo dio origen a perros de muestra, mediante la explotación y el fomento de su tendencia a permanecer «petrificados» al localizar la presa (perdigueros y pachones). Otra raza fue perfeccionada para la búsqueda y transporte de la pieza (perros cobradores). Ciertas clases más pequeñas fueron adiestradas para destruir alimañas (terriers). Y los primitivos canes de vigilancia fueron genéticamente mejorados hasta convertirlos en los perros de guarda (mastines).
Aparte de estas formas corrientes de explotación, otras razas perrunas han sido selectivamente criadas para realizar cometidos más insólitos. Su ejemplo más extraordinario es el perro lampiño de los antiguos indios del Nuevo Mundo, raza genéticamente desprovista de pelo y con un grado de temperatura cutánea anormalmente alto, que fue empleado como forma primitiva de botella de agua caliente en los dormitorios de aquéllos.
En tiempos más recientes, el perro simbiótico se ha ganado el yantar como bestia de carga, tirando de trineos o de carretillas; como mensajero o detector de minas en tiempos de guerra; como policía, siguiendo la pista o atacando a los delincuentes; como guía, conduciendo a los ciegos, e incluso como sustituto de viajeros espaciales. Ninguna otra especie simbiótica nos ha servido de manera más compleja y variada. Incluso en la actualidad, con todos nuestros avances tecnológicos, el perro sigue siendo activamente empleado en la mayoría de sus papeles funcionales. Muchos centenares de razas que podemos distinguir actualmente son puramente ornamentales, pero está aún muy lejos el día en que no exista un perro destinado a una importante tarea.
El perro ha sido tan eficaz como compañero de caza, que se han hecho muy pocos intentos para domesticar otras especies en esta forma particular de simbiosis. Las únicas excepciones importantes son el guepardo y ciertas aves rapaces en particular el halcón; pero en ninguno de ambos casos se hizo ningún progreso en lo referente a la cría controlada, y mucho menos a la cría selectiva. Siempre se requirió el adiestramiento individual. En Asia, se ha empleado el cormorán, ave que se sumerge en el agua, como ayudante activo en la pesca. Los huevos del cormorán son empollados por gallinas domésticas. Después se adiestra a las aves jóvenes para coger los peces desde el extremo de un sedal. Los peces son recuperados en la barca, ya que los cormoranes van provistos de un collar que les impide tragarse su presa. Pero tampoco en este caso se ha hecho el menor intento de mejoramiento de la raza mediante una cría selectiva.
Otra antigua forma de explotación consiste en el empleo de pequeños carnívoros como destructores de animales dañinos. Esto sólo adquirió importancia cuando entramos en la fase agrícola de nuestra Historia. Con el almacenamiento de granos en gran escala, surgió el grave problema de los roedores y el subsiguiente empleo de animales raticidas. El gato, el hurón y la mangosta fueron las especies que vinieron en nuestra ayuda, domesticándose a las dos primeras y procediéndose a su cría selectiva.
Quizá la más importante simbiosis consistió en la utilización de ciertas especies corpulentas como animales de carga. Los caballos, los onagros (asnos salvajes de Asia), los burros (asnos salvajes de Africa), los bóvidos, incluidos el búfalo y el yak, los renos, los camellos, las llamas y los elefantes se vieron sometidos a una explotación masiva en este sentido. En la mayoría de estos casos, los tipos salvajes originales fueron «mejorados» gracias a la cuidadosa cría selectiva; el onagro y el elefante fueron excepciones a esta regla. El onagro era utilizado como bestia de carga por los antiguos sumerios, hace más de cuatro mil años, pero cayó en desuso al introducirse una especie más fácilmente controlable: el caballo. El elefante, aunque sigue empleándose como bestia de trabajo, era demasiado peligroso para el ganadero y nunca fue sometido a las presiones de la cría selectiva.
Otra categoría es la que se refiere a la domesticación de diversas especies como fuentes de producción. Los animales no son muertos; es decir, no hacen el papel de víctimas. Sólo se les arrebata una parte de lo que producen: la leche, a las vacas y a las cabras; la lana, a los corderos y a las alpacas; los huevos, a las gallinas y a las patas; la miel, a las abejas, y la seda, a los gusanos de seda.
Aparte de estas importantes categorías de compañeros de caza, destructores de ratas, bestias de carga y suministradores de productos, ciertos animales han entrado, en terrenos más raros y especializados, en relación simbiótica con nuestra especie. La paloma ha sido domesticada como mensajero. Las asombrosas facultades de estas aves para volver a su hogar han sido explotadas durante miles de años. Esta relación llegó a ser tan valiosa en tiempo de guerra, que, en épocas recientes, se inventó una contrasimbiosis en forma de halcones adiestrados para interceptar palomas mensajeras. En un campo muy diferente, los peces guerreros siameses y gallos de pelea han sido criados selectivamente, desde hace mucho tiempo, como elementos para el juego. En el reino de la medicina, el conejo de Indias y el ratón blanco han sido muy empleados en los experimentos de laboratorio.
Estos son, pues, los principales casos de simbiosis: animales obligados a asociarse de algún modo con nuestra ingeniosa especie. La ventaja que obtienen de ello es que dejan de ser enemigos nuestros. Su número ha aumentado en forma impresionante. En términos de población mundial, sus razas no pueden ser más florecientes. Pero su éxito es parcial, pues lo han pagado con su libertad de evolución. Han perdido su independencia genética, y, aunque bien alimentados y cuidados, están sometidos, en su procreación, a nuestros caprichos y fantasías.
La tercera categoría importante de animales en relación con nosotros, después de los rapaces y de los simbióticos, es la de los competidores. Cualquier especie que compita con nosotros, disputándonos comida o espacio, o se interfiera en el curso normal de nuestra vida, es despiadadamente eliminada. Huelga hacer una lista de tales especies. Virtualmente, todo animal no comestible o simbióticamente inútil es atacado y exterminado. Este proceso continúa hoy en todas las partes del mundo. En el caso de los competidores de poca importancia, éstos pueden verse ayudados por la suerte; pero los rivales serios tienen muy pocas probabilidades de sobrevivir. En tiempos remotos, nuestros más próximos parientes primates fueron nuestros rivales más temibles, y, por ello, no es de extrañar que seamos la única especie superviviente de toda la familia. Los grandes carnívoros fueron también serios competidores nuestros, y también ellos fueron eliminados en todos los lugares donde la densidad de población de nuestra especie rebasó cierto nivel. Europa, por ejemplo, se encuentra virtualmente despojada de todas las grandes formas de vida animal, salvo en lo que atañe al inmenso hervidero del mono desnudo.
En cuanto a la otra categoría importante, la de los parásitos, su futuro parece aún más tenebroso. Se intensifica la lucha, pues si somos capaces de llorar la muerte del rival atractivo que nos disputa la comida, nadie verterá una sola lágrima por la hecatombe de las pulgas. Con el progreso de la ciencia médica, la fuerza de los parásitos decrece velozmente. Y esto supone una nueva amenaza para todas las otras especies, pues al extinguirse los parásitos y mejorar nuestra salud, aumenta enormemente la velocidad de crecimiento de nuestra población y se acentúa la necesidad de eliminar a todos los competidores de importancia secundaria.
La quinta categoría importante, la de los animales rapaces, está también en decadencia. En realidad, nunca hemos sido el comestible principal para ninguna especie, y, que sepamos, jamás se ha visto nuestro número sensiblemente reducido por los animales carniceros. Pero los grandes carnívoros, como los félidos y los perros salvajes, los miembros mayores de la familia del cocodrilo, los tiburones y las más robustas aves de rapiña, nos han atacado de vez en cuando, y sus días están contados. Por curiosa ironía, el animal que ha matado más monos desnudos (a excepción de los parásitos) no puede devorar sus nutritivos cadáveres. Este enemigo mortal es la serpiente venenosa, que, como veremos, se ha convertido en las más odiada de todas las formas de vida animal.
Estas cinco categorías de relaciones interespecíficas -víctimas, simbióticos, competidores, parásitos y rapaces- son las únicas cuya existencia hemos descubierto también entre otros pares de especies. En el fondo, no somos únicos a este respecto. Llevamos las relaciones mucho más lejos que otras especies, pero subsisten los mismos tipos de relaciones. Como he dicho antes, pueden considerarse, en su conjunto, como una aproximación económica a los animales. Pero nosotros tenemos, además, otros campos especiales y propios: el científico, el estético y el simbólico.
Las actitudes científica y estética son manifestaciones de nuestro penoso impulso investigador. Nuestra curiosidad, nuestro afán de saber, nos impulsan a investigar todos los fenómenos naturales, y el mundo animal ha sido, naturalmente, objeto de mucha atención a este respecto. Para el zoólogo, todos los animales son, o deberían ser, igualmente interesantes. Para él, no hay especies buenas y malas. Las estudia todas, investigándolas por ellas mismas. La actitud estética descansa sobre la misma base de explotación, pero con diferentes puntos de referencia. Aquí, la enorme variedad de las formas animales, de sus colores, hábitos y movimientos, se estudian como objeto de belleza más que como sistemas para el análisis.
La actitud simbólica es completamente distinta. En este caso, no intervienen para nada la economía y la explotación. En cambio, si los animales se emplean como personificaciones de conceptos, si una especie tiene aspecto feroz, se convierte en el símbolo de guerra. Si parece torpe y cariñosa, se convierte en símbolo infantil. Poco importa que sea realmente feroz o cariñosa. Su verdadera naturaleza no es investigada en este caso, porque no se trata de una visión científica. El animal de aspecto bonachón puede poseer dientes afilados como hojas de afeitar y estar dotado de una cruel agresividad; pero siempre que estos atributos no sean ostensibles, y si lo sea su aspecto inofensivo, será perfectamente aceptable como símbolo ideal del niño. En el animal simbólico, no es necesario hacer justicia; basta con que parezca que se hace.
Esta actitud simbólica para con los animales fue denominada, en un principio, «antropoidomórfica». Afortunadamente, esta horrible palabra fue más tarde contraída, quedando en «antropomórfica», que, aunque todavía es bastante desagradable, es la expresión generalmente empleada en la actualidad. Se usan invariablemente en sentido despectivo por los científicos, los cuales, desde su punto de vista, tienen toda la razón en burlarse de ella. Los sabios deben conservar a toda costa su objetividad, si quieren realizar exploraciones que valgan la pena en el mundo animal. Pero esto no es tan fácil como parece.
Aparte de la deliberada decisión de emplear formas animales como ídolos, imágenes y emblemas, otras fuerzas ocultas y sutiles actúan constantemente sobre nosotros, obligándonos a ver en otras especies nuestras propias criaturas. Incluso el más refinado científico es capaz de decir: «¡Hola, chico!», cuando acaricia a su perro. Aunque sabe perfectamente que el animal no puede comprender sus palabras, no puede resistir la tentación de pronunciarlas. ¿Cuál es la naturaleza de estas presiones antropomórficas, y por qué son tan difíciles de vencer? ¿Por qué algunas criaturas nos hacen exclamar «¡Oh!», y otras nos hacen decir «¡Umm!»? Esto no es una consideración trivial. Una gran cantidad de energía interespecífica de nuestra civilización actual se encuentra en juego. Amamos y odiamos apasionadamente a los animales, y estos sentimientos no pueden explicarse únicamente sobre la base de consideraciones económicas y de exploración. Es evidente que cierta clase de reacción básica e insospechada es provocada en nuestro interior por las señales específicas que recibimos. Nos engañamos diciendo que respondemos al animal como animales que somos. Declaramos que es encantador, irresistible u horrible, pero ¿por qué nos parece así?
Para hallar la respuesta a esta pregunta debemos, ante todo, considerar algunos hechos. ¿Cuáles son, exactamente, los amores y los odios animales de nuestra civilización, y de qué modo varían con la edad y con el sexo? Para sacar conclusiones válidas en esta materia, hace falta una investigación que afectó a ochenta mil niños ingleses, entre los cuatro y los catorce años de edad. En el curso de un programa zoológico de Televisión, se les formularon dos sencillas preguntas: «¿Qué animal te gusta más?» y «¿Qué animal te disgusta más?». entre el enorme montón de respuestas recibidas, se eligieron al azar y se examinaron doce mil contestaciones.
En lo tocante a los «amores» interespecíficos, ¿cómo se distribuyen los diversos grupos de animales? Veamos las cifras: El 97,15 por ciento de los niños citaron un mamífero de alguna clase como su animal predilecto. Las aves consiguieron sólo un 1,6 por ciento; los reptiles, el 1 por ciento; los invertebrados, el 0,1 por ciento, y los anfibios, el 0,05 por ciento. Es evidente que hay algo especial en los mamíferos.
(Quizá podría objetarse que las respuestas fueron formuladas por escrito y no de palabra, y que, en ocasiones, resulta difícil identificar a los niños muy pequeños. Era bastante fácil descifrar liones, cabayos, ozos, penicanos, panderas y liopoldos, pero resultaba casi imposible saber a qué especie se referían al escribir escarabajo de ramas, gusano saltador, otamus, o bicho de la cococola. Los votos a favor de estas chocantes criaturas fueron rechazados de mala gana.)
si estrechamos ahora el campo de nuestra observación, reduciéndolo a «los diez animales preferidos», obtenemos las siguientes cifras: 1. Chimpancé (13,5%). 2. Mono (13%). 3. Caballo (9%). 4. Gálago (8%). 5. Panda (7,5%). 6. Oso (7%). 7. Elefante (6%). 8. León (5%). 9. Perro (4%). 10. Jirafa (2,5%).
Inmediatamente salta a la vista que estas preferencias no revelan fuertes influencias económicas o estéticas. La lista de las diez especies económicas más importantes sería muy diferente. Ni estos animales predilectos representan las especies más elegantes ni las más vistosamente coloreadas. Por el contrario, se encuentra en ellos una elevada proporción de formas más bien torpes, macizas y de colores poco brillantes. En cambio, abundan en ellos los rasgos antropomórficos, y son éstos los que impresionan a los niños al hacer su elección. No se trata de un fenómeno consciente. Cada una de las especies consignadas posee cierto estímulo clave, evocador de propiedades peculiares de nuestra propia especie, y esto es lo que nos hace reaccionar automáticamente, sin comprender exactamente lo que nos atrae. Los rasgos antropomórficos más significativos de los diez animales predilectos son:
1. Todos ellos tienen pelo, y no plumas o escamas. 2. Tienen silueta redondeada (chimpancé, mono, gálago, panda, oso, elefante). 3. Tienen la cara plana (chimpancé, mono, panda, oso, león). 4. Tienen expresiones faciales (chimpancé, mono, caballo, león, perro). 5. Pueden «manipular» objetos pequeños (chimpancé, mono, gálago, panda, elefante). 6. Sus posiciones son, en cierto modo y el algunos momentos, casi verticales (chimpancé, mono, gálago, panda, oso y jirafa).
Cuantos más puntos de éstos puede sumar una especie, más alto es el lugar que ocupa en la lista. Los no mamíferos obtienen una pobre puntuación debido a que son muy débiles en estos aspectos. Entre las aves ocupan lugar destacado el pingüino (0,8 por ciento) y el loro (0,2 por ciento). El pingüino consigue el número uno porque es la más vertical de todas ellas. El loro se posa también más verticalmente que la mayoría de los pájaros y tiene otras ventajas especiales. La forma de su pico hace que su cara sea muy plana para un pájaro. También come de una manera extraña; se lleva la comida a la boca con la pata, en vez de agachar la cabeza, y además, sabe imitar nuestras vocalizaciones. Desgraciadamente para su popularidad, adopta una postura más horizontal cuando camina, lo que le hace perder puntos frente a la andadura vertical del pingüino.
Por lo que se refiere a los mamíferos predilectos, conviene observar varios puntos especiales. Por ejemplo, ¿por qué es el león el único de los grandes félidos que figura en la lista? La respuesta es, al parecer, que sólo él (el macho) posee una abundante melena alrededor de la cabeza. Esto produce el efecto de aplanar su cara (como vemos en los dibujos de leones realizados por los niños) y ayuda a sumar puntos para su especie.
Como hemos visto en capítulos anteriores, las expresiones faciales tienen, en nuestra especie, particular importancia como formas visuales básicas de comunicación. Sólo en unos pocos grupos han evolucionado en forma compleja: primates superiores, caballos, perros y gatos. No es casual que cinco de los diez animales predilectos pertenezcan a estos grupos. Los cambios en la expresión facial revelan cambios de humor, lo que da pie a un valioso lazo entre el animal y nosotros mismos, aunque no siempre sea exactamente comprendida la significación correcta de tales expresiones.
En lo que atañe a la habilidad manipuladora, el panda y el elefante constituyen casos únicos. En el primero, el hueso de la muñeca ha evolucionado de forma que le permite asir las finas cañas de bambú de que se alimenta. En ningún otro ser del reino animal se encuentra una estructura de esta clase. Ella confiere al panda de pies planos la posibilidad de asir pequeños objetos y llevárselos a la boca, mientras se encuentra sentado en posición erguida. Desde el punto de vista antropomórfico, esto es un buen tanto a su favor; el elefante es también capaz de «manipular» objetos pequeños con la trompa -otra estructura única- y llevárselos a la boca.
La posición vertical, tan característica de nuestra especie, confiere a cualquier otro animal que pueda adoptarla una ventaja antropomórfica inmediata. Los primates que ocupan los primeros lugares de la lista, así como los osos y el panda, se sientan verticalmente en muchas ocasiones. A veces, pueden incluso mantenerse en posición vertical o dar algunos pasos vacilantes en esta posición, todo lo cual contribuye a su excelente puntuación. La jirafa permanece, en cierto sentido y debido a las peculiares proporciones de su cuerpo, en actitud continuamente vertical. El perro, que logra su alta clasificación antropomórfica gracias a su comportamiento social, siempre nos ha desilusionado por su posición. Esta es inflexiblemente horizontal. Resistiéndonos a aceptar la derrota en este punto, pusimos a contribución nuestro ingenio y pronto resolvimos el problema: enseñamos al perro a erguirse para pedir. En nuestro afán de antropomorfizar a la pobre criatura, fuimos aún más lejos: como nosotros no tenemos rabo, le cortamos el suyo. Y, como tenemos la cara plana, empleamos la cría selectiva para reducir la estructura ósea en la región del morro. Como resultado de ello, muchas razas de perro tienen la cara anormalmente chata. Nuestros deseos antropomórficos son tan exigentes que tienen que ser satisfechos, aunque sea a expensas de la eficacia dental del animal. Pero debemos recordar que este acercamiento a los animales es puramente egoísta. No miramos a los animales como a tales, sino como reflejos de nosotros mismos, y, si el espejo los deforma excesivamente, le damos una nueva curvatura o lo tiramos.
Hasta ahora, hemos considerado las preferencias animales de los niños entre los cuatro y catorce años de edad. Si clasificamos las respuestas, agrupándolas según la edad de sus autores, se ponen de manifiesto ciertas tendencias notablemente consistentes. Con referencia a ciertos animales, se observa un continuo descenso de las preferencias en relación con el aumento de la edad de los niños. En lo que atañe a otros, se produce un aumento igualmente continuo.
Lo más curioso es que estas tendencias dependen, marcadamente, de un rasgo particular de los animales preferidos: a saber, del tamaño de su cuerpo. Los niños pequeños prefieren los animales grandes, y los niños mayores prefieren los animales pequeños. Para convencernos de ello, tomemos las cifras correspondientes a los dos animales más grandes de nuestra lista de diez, el elefante y la jirafa, y a los dos más pequeños, el gálago y el perro. El elefante, que en la clasificación general alcanza un 6 por ciento, llega a un 15 por ciento en la votación de los niños de cuatro años, bajando poco a poco hasta un 3 por ciento en la de los chicos de catorce. La jirafa experimenta un descenso parecido en su popularidad, desde el 10 al 1 por ciento. En cambio, el gálago empieza sólo con un 4,5 por ciento en los niños de cuatro años, y se eleva gradualmente hasta alcanzar un 11 por ciento en los muchachos de catorce. El perro pasa del 0,6 al 6,5 por ciento. Los animales de tamaño mediano, entre los diez predilectos, no experimentan oscilaciones tan marcadas.
Estas observaciones pueden reducirse, por lo que hasta ahora sabemos, a dos principios. La primera ley de simpatía animal declara que: «La popularidad de un animal está en relación directa con el número de rasgos antropomórficos que posee.» La segunda establece que: «La edad del niño es inversamente proporcional al tamaño del animal que aquél prefiere.»
¿Cómo podemos explicar esta segunda ley? Si recordamos que la preferencia se basa en una educación simbólica, la explicación más sencilla es que los niños pequeños ven en los animales a unos sustitutos de los padres, mientras que los niños mayores ven en ellos a unos sustitutos de los hijos. No basta con que el animal nos recuerde nuestra propia especie, sino que debe recordarnos también una categoría especial dentro de aquélla. Cuando el niño es muy pequeño, sus padres son figuras protectoras de la máxima importancia. Dominan la conciencia del niño. Son animales grandes y benévolos, y por esto los animales grandes y de benévolo aspecto son identificados fácilmente con las figuras paternas. A medida que crece, el niño empieza a afirmarse y a competir con sus padres. Se ve dominando la situación; pero es difícil dominar a un elefante o a una jirafa. El animal predilecto tiene que menguar de tamaño hasta hacerse más manejable. El niño, por un fenómeno de extraña precocidad, se convierte en padre. Y el animal se convierte en el símbolo de su hijo. El verdadero hijo es demasiado joven para ser su padre de verdad; por consiguiente, se hace padre simbólico. La propiedad del animal adquiere importancia, y el cariño que se le otorga toma la forma de «paternalismo infantil». No es por mero accidente que el gálago haya tomado en Inglaterra el nombre popular de bushbaby, al poder convertirse en un animalito doméstico exótico. (Los padres deberían saber que el afán de mimar a los animales no se manifiesta hasta muy avanzada la infancia. Es un grave error regalar animalitos a los niños muy pequeños, que los consideran como objetos de exploración destructora o como alimañas.)
Hay una singular excepción a la segunda ley de simpatía animal, y es la referente al caballo. La reacción provocada por este animal es extraña en dos sentidos. Si la analizamos en relación con la edad del niño, vemos que su popularidad crece poco a poco con el aumento de aquélla y desciende después con igual regularidad. El punto más alto coincide con la irrupción de la pubertad. Si la analizamos en relación con el sexo, observamos que es tres veces más popular entre las niñas que entre los niños. Ninguna otra simpatía animal muestra nada parecido a esta diferencia de sexo. Es evidente que, en la reacción provocada por el caballo, hay algo que se sale de lo corriente y que requiere una consideración especial.
A este respecto, la única característica del caballo que interesa es que puede ser montado y dirigido. Esto no se aplica a ninguno de los diez animales predilectos. Si conjugamos esta observación con las circunstancias de que su máxima popularidad coincide con la pubertad y de que existe una gran diferencia entre la simpatía que suscita en los diferentes sexos, se impone la conclusión de que la reacción ante el caballo tiene que involucrar un poderoso elemento sexual. Si formulamos una ecuación simbólica entre el hecho de montar un caballo y el acto sexual, puede parecer sorprendente que el animal tenga un mayor atractivo para las niñas. Pero el caballo es un animal vigoroso, musculoso y dominante, y, por consiguiente, le cabe bien el papel de macho. Examinado objetivamente, el acto de cabalgar consiste en una larga serie de movimientos rítmicos, con las piernas muy separadas y en íntimo contacto con el cuerpo del animal. Su atractivo para las niñas parece resultado de la combinación de su masculinidad y de la naturaleza de la posición adoptada y de las acciones realizadas sobre su lomo. (Hay que hacer hincapié en que nos referimos a la población infantil en su conjunto. Un niño de cada once prefería el caballo. Los que los poseen tardan muy poco en saber las variadísimas satisfacciones que lleva aneja esta actividad. Si como consecuencia de ello se aficionan a la equitación, esto no es necesariamente significativo desde el punto de vista que estamos debatiendo.) Nos queda explicar la mengua de la popularidad del caballo entre los púberes. Con el creciente desarrollo sexual, cabría esperar un aumento, y no un descenso, en aquella popularidad. Podemos hallar la solución si comparamos la gráfica del amor al caballo con la curva de los juegos sexuales de los niños. Ambas coinciden de manera notable. Parece ser que, con el desarrollo de la conciencia sexual y el característico sentido de reserva que envuelve los sentimientos sexuales de los adolescentes, la reacción provocada por el caballo pierde intensidad al disminuir los «retozos» del juego sexual abierto. Es significativo que el atractivo de los monos pierde también terreno en esta coyuntura. Muchos monos poseen órganos sexuales particularmente descarados, con grandes y rosados abultamientos. Esto, para el niño pequeño, no significa nada, y los otros rasgos antropomórficos acusados pueden actuar sin trabas. En cambio, para los chicos mayores, los conspicuos órganos genitales son motivo de vergüenza, y, como consecuencia, desciende la popularidad de estos animales.
Así está, pues, la cosa en lo que atañe a los «amores» de los niños para con los animales. En cuanto a los adultos, las reacciones se hacen más variadas y refinadas, si bien persiste el antropomorfismo básico; pero, en realidad, y siempre que se comprenda claramente que las reacciones simbólicas de esta clase no nos dicen nada sobre la verdadera naturaleza de los diferentes animales afectados, no produce grandes daños y proporciona un valioso desahogo subsidiario a los sentimientos emocionales.
Antes de estudiar el reverso de la medalla -los «odios» a ciertos animales-, debemos responder a una crítica. Podría argüirse que los resultados estudiados más arriba tienen una significación puramente cultural y carecen de importancia para nuestra especie, considerada en su conjunto. Esto es cierto en lo que concierne a la identidad exacta de los animales. Para reaccionar ante un panda, es evidentemente necesario tener conocimiento de su existencia. No existe una reacción innata frente al panda. Pero la cuestión no es ésta. La elección del panda puede estar culturalmente determinada, pero las razones por las que es elegido responden a un proceso más profundo y biológico. Si repitiéramos la investigación en un grupo cultural distinto, las especies predilectas podrían ser diferentes, pero serían igualmente escogidas de acuerdo con nuestras necesidades simbólicas fundamentales. La primera y la segunda ley de simpatía animal seguirán en vigor.
Pasando ahora a los «odios» animales, podemos someter las cifras a un análisis parecido. Los diez animales más odiados son los siguientes: 1. Serpiente (27 por ciento). 2. Araña (9,5 por ciento). 3. Cocodrilo (4,5 por ciento). 4. León (4,5 por ciento). 5. Rata (4 por ciento). 6. Mofeta (3 por ciento). 7. Gorila (3 por ciento). 8. Rinoceronte (3 por ciento). 9. Hipopótamo (2,5 por ciento). 10. Tigre (2,5 por ciento).
Estos animales tienen en común un importante rasgo: son peligrosos. El cocodrilo, el león y el tigre son carnívoros asesinos. El gorila, el rinoceronte y el hipopótamo pueden matar con facilidad si se les provoca. La mofeta realiza una forma violenta de guerra química. La rata es una alimaña que propaga epidemias. Y hay serpientes y arañas venenosas.
La mayoría de estas criaturas carecen también sensiblemente de los rasgos antropomórficos que caracterizan a los diez animales predilectos. El león y el gorila son dos casos excepcionales. El león es el único que aparece en ambas listas de diez. La ambivalencia de la reacción ante esta especie se debe a la combinación, exclusiva de este animal, entre sus atractivos rasgos antropomórficos y su violento comportamiento rapaz. El gorila está fuertemente dotado de caracteres antropomórficos, pero desgraciadamente para él, su estructura facial parece indicar que se halla constantemente de un humor agresivo y amenazador. Esto es, simplemente, consecuencia accidental de su estructura ósea, y no guarda relación alguna con su verdadera (y más bien benigna) personalidad pero, combinado con su enorme fuerza física, le convierte inmediatamente en el símbolo perfecto de la fuerza salvaje de bruto.
La circunstancia más curiosa de esta lista de antipatías es el masivo sufragio que obtiene la serpiente y la araña. Esto no puede explicarse únicamente por su carácter de especies peligrosas. Otras fuerzas están en juego. El análisis de las razones dadas para odiar a estas especies revela que las serpientes provocan repulsión porque son «viscosas y sucias», y las arañas, porque son «peludas y se arrastran». Esto puede significar, o bien que estos animales tienen una acentuada significación simbólica de alguna clase, o bien que existe en nosotros una poderosa tendencia innata a huir a estos animales.
Durante largo tiempo, la serpiente ha sido considerada como un símbolo fálico. Y, como es un falo venenoso, se pensó que representaba el sexo importuno, cosa que podría explicar en parte su impopularidad. Pero hay algo más. Si, entre los niños de edades comprendidas entre los cuatro y los catorce años, examinamos los diferentes grados de odio a la serpiente, descubrimos que el punto culminante de la impopularidad se produce pronto, mucho antes de que el niño llegue a la pubertad. Ya a los cuatro años, aquel grado es muy elevado -alrededor de un 30 por ciento-, pero sigue subiendo acentuadamente hasta alcanzar el máximo a los seis. Entonces se inicia un suave descenso hasta llegar, a los catorce años, a menos del 20 por ciento. Hay poca diferencia entre ambos sexos, aunque, a edades correlativas, la reacción de las niñas es un poco más fuerte que la de los muchachos. La llegada de la pubertad parece no influir en las reacciones de ambos sexos.
Teniendo en cuenta esto, resulta difícil admitir que la serpiente sea únicamente un fuerte símbolo sexual. Parece más probable que nos hallemos ante una aversión innata en nuestra especie contra las formas reptantes. Esto explicaría, no sólo la precocidad de la reacción, sino también el alto grado ésta. Si la comparamos con el de los otros odios y amores por los animales. También concordaría con lo que sabemos de nuestros más próximos parientes vivos: chimpancés, gorilas y orangutanes. Estos animales muestran también un miedo enorme a las serpientes, y su miedo es igualmente precoz. No se aprecia en los monos muy jóvenes, pero se pone plenamente de manifiesto cuando tienen unos pocos años de edad y han llegado a la fase en que empiezan a abandonar el refugio del cuerpo de la madre. Para ellos, esta reacción de aversión tiene evidente importancia para la supervivencia, y habría beneficiado también en gran manera a nuestros remotos antepasados. Contrariamente a esto, se ha sostenido que la reacción contra la serpiente no es innata, sino, simplemente, un fenómeno cultural derivado del aprendizaje individual. Se dice que los jóvenes chimpancés, criados en condiciones de anormal aislamiento, no experimentan reacciones de miedo cuando ven por primera vez una serpiente. Pero estos experimentos son poco convincentes. En algunos casos, los chimpancés eran demasiado jóvenes cuando se les sometió a la primera prueba. Es muy posible que, si se les hubiese probado unos años más tarde, se habría producido la reacción. Por otra parte, los efectos del aislamiento pudieron ser tan graves que llegasen a producir una virtual deficiencia mental en los animales en cuestión. Tales experimentos se apoyan en un error fundamental sobre la naturaleza de las reacciones innatas, que no maduran como dentro de una cápsula, independientemente del medio exterior. Deberían considerarse, más bien, como susceptibilidades innatas. En el caso de la reacción de la serpiente, puede ser necesario que el joven chimpancé, o el niño, conozcan, en los primeros tiempos de su vida, cierta cantidad de objetos temibles diferentes y aprendan a reaccionar negativamente a ellos. Entonces, el elemento innato, en el caso de la serpiente, se manifestaría en forma de una reacción a este estímulo mucho más masiva que frente a los otros. El miedo a la serpiente sería desproporcionado en relación con los otros miedos, y esta desproporción sería el factor innato. Es difícil explicar de otra manera el terror que sienten los jóvenes chimpancés normales a la vista de una serpiente, y el odio que por ésta siente nuestra propia especie.
La reacción de los niños frente a las arañas sigue un rumbo completamente distinto. Aquí se presenta una marcada diferencia según los sexos. En los chicos, el odio a las arañas va en aumento desde los cuatro a los catorce años, pero es poco intenso. El grado de reacción es el mismo en las niñas hasta la edad de la pubertad, pero después experimenta un dramático aumento, hasta el punto de que, a los catorce años, es el doble del de los chicos. Parece que tenemos que habérnoslas con un importante factor simbólico. Desde el punto de vista de la evolución, las arañas venenosas son tan peligrosas para los machos como para las hembras. Es posible que exista, en ambos sexos, una reacción innata contra estas criaturas, pero esto no puede explicar el salto espectacular en el odio a las arañas que acompaña a la pubertad femenina. La única clave que tenemos es la reiteración con que las hembras se refieren a las arañas como cosas feas y peludas. Sabido es que, con la pubertad, empiezan a poblarse de vello algunas zonas del cuerpo, tanto en los chicos como en las muchachas. A los ojos infantiles, el vello del cuerpo debe aparecer como una característica esencialmente masculina. Por consiguiente, el crecimiento de vello en el cuerpo de la niña debe de adquirir, para ésta, un significado mucho más turbador (inconsciente) que en el caso del muchacho. Las largas patas de la araña son más parecidas a pelos y más ostensibles que las de los otros animalitos, como las moscas, y pueden constituir un símbolo ideal a este respecto. Estos son, pues, los amores y los odios que sentimos al encontrar o al contemplar otras especies. Combinados con nuestros intereses económicos, científicos y estéticos, producen un embrollo interespecífico singularmente complejo, que varía a medida que aumenta nuestra edad. Podemos resumir esta cuestión diciendo que existen «siete edades» de reactividad interespecífica. La primera edad es la fase infantil, durante la cual dependemos completamente de nuestros padres y reaccionamos fuertemente a los animales muy grandes, que empleamos como símbolos paternos. La segunda es la fase infantil-parental, en la que empezamos a competir con nuestros padres y reaccionamos vigorosamente al estímulo de los animales pequeños, que empleamos como hijos-sustitutos. Es la edad en que nos gustan los animalitos falderos. La tercera es la fase objetiva preadulta, período en que el interés de la exploración, tanto científica como estética, domina a lo simbólico. Es la época de la caza de insectos, del microscopio, de las peceras y de las colecciones de mariposas. La cuarta es la fase adulta joven. Llegados a este punto, los animales más importantes son los del sexo opuesto de nuestra misma especie. Las otras especies pierden terreno, salvo en campos puramente comerciales o económicos. La quinta es la fase adulta parental, en la que vuelven a intervenir en nuestra vida los animales simbólicos, pero como favoritos de nuestros hijos. La sexta edad es la fase posparental, en la cual perdemos a nuestros hijos y podemos volcarnos de nuevo en los animales, como sustitutos de aquellos. (Naturalmente, en el caso de los adultos sin hijos, el empleo de los animales como sustitutos puede empezar más pronto.) Y llegamos, por último, a la séptima edad, a la fase senil, que se caracteriza por un aguzado interés en la defensa y conservación de los animales. En esta fase, el interés se centra en aquellas especies en peligro de extinción. Poco importa si, desde otros puntos de vista, son atractivas o repulsivas, útiles o inútiles; la cuestión es que sus miembros sean pocos y que vayan disminuyendo. Por ejemplo, el rinoceronte y el gorila, cada vez más raros y que tanta repulsión provocan en los niños, se convierten en centro de interés en esta fase. Tienen que ser «salvados». Salta a la vista la ecuación simbólica ahí involucrada: el individuo senil está, a su vez, a punto de extinguirse personalmente, y por esto emplea a animales raros como símbolos de su propia e inminente sentencia. Su preocupación emocional por salvarlos de la extinción refleja su deseo de prolongar su propia supervivencia.
Durante los últimos tiempos, el interés por la conservación de los animales se ha extendido, hasta cierto punto, a los grupos más jóvenes, al parecer como consecuencia del desarrollo de armas nucleares de inmensa potencia. Su enorme poder destructor nos amenaza a todos con el exterminio inmediato, sea cual fuera nuestra edad, y por esto sentimos todos la necesidad emocional de animales que puedan servirnos de símbolo de supervivencia.
No hay que interpretar esta observación en el sentido de que es la única razón de la conservación de la vida salvaje. Existen, además, motivos científicos y estéticos perfectamente válidos, que nos impulsan a prestar ayuda a las especies más desafortunadas. Si hemos de seguir disfrutando de las ricas complejidades del mundo animal y empleando los animales salvajes como objetos de exploración científica y estética, debemos tenderles una mano protectora. Si permitimos que se extingan, habremos simplificado nuestro medio de la manera más infortunada. Dado nuestro carácter intensamente explorador, no podemos perder una fuente tan valiosa de material.
Los factores económicos son también mencionados, de vez en cuando, al discutir los problemas de la conservación. Se señala que la protección inteligente y el fomento controlado de las especies salvajes pueden servir de ayuda a las poblaciones carentes de proteínas de ciertas regiones del mundo. Pero, aunque esto es perfectamente cierto a corto plazo, el futuro remoto es mucho más sombrío. Si nuestra población sigue creciendo al espantoso ritmo actual, llegará un momento en que habremos de elegir entre ellos y nosotros. Por valiosos que sean para nosotros, simbólica, científica o estéticamente, el aspecto económico de la situación se volverá contra ellos. La cruda verdad es que, cuando la densidad de nuestra especie alcance determinado grado, no sobrará espacio para los otros animales. Desgraciadamente, el argumento de que éstos constituyen un venero esencial de alimentos, no resiste un examen concienzudo. Es más práctico comer directamente vegetales que convertir éstos en carne animal y comernos después los animales. Y, al aumentar la demanda de espacio vital, tendremos que tomar medidas aún más severas y nos veremos obligados a sintetizar nuestros alimentos. A menos que podamos colonizar otros planetas en gran escala, o que limitemos seriamente el aumento de población, no tendremos más remedio que eliminar, en un futuro no muy lejano, todas las otras formas de vida sobre la Tierra.
Si esto les parece demasiado dramático, observen las cifras concernientes al caso. Al terminarse el siglo XVII, la población mundial de monos desnudos era sólo de 500 millones. Actualmente ha alcanzado los 3.000 millones. Cada veinticuatro horas, aumenta en unos 150.000. (Las autoridades de emigración interplanetaria verán en esta cifra un reto aterrador.) Si la población sigue creciendo al mismo ritmo -cosa que no es probable-, dentro de 260 años habrá una masa bullidora de 400.000 millones de monos desnudos sobre la faz de la Tierra. Esto equivale a una cifra de 11.000 individuos por cada milla cuadrada de superficie terrestre. Dicho en otras palabras, la densidad que observamos hoy en nuestras ciudades importantes sería la de todos los rincones del Globo. Las consecuencias que esto tendría para todas las demás formas de vida es evidente. Pero el efecto que tendría sobre nuestro propia especie es igualmente aterrador.
Pero no pensemos más en esta pesadilla, la posibilidad de que llegue a convertirse en realidad es muy remota. Como se ha hecho resaltar a lo largo de este libro, seguimos siendo, a pesar de nuestros grandes adelantos tecnológicos, un simple fenómeno biológico. Por muy grandiosas que sean nuestras ideas y por muy orgullosos que nos sintamos de ellas, seguimos siendo humildes animales, sometidos a todas las leyes básicas del comportamiento animal. Mucho antes de que nuestra población alcance los niveles que se dejan apuntados, habremos quebrantado un número tan grande de las normas que rigen nuestra naturaleza biológica, que nos habremos derrumbado como especie dominante. Tendemos a dejarnos llevar a la extraña ilusión de que esto no ocurrirá jamás, de que hay en nosotros algo especial que nos sitúa por encima del control biológico. Pero no es así. Muchas especies interesantes se han extinguido en el pasado, y nosotros no constituimos la excepción. Más pronto o más tarde, nos iremos y dejaremos nuestro sitio a algo distinto. Si queremos que esto tarde en ocurrir, debemos estudiarnos a fondo como ejemplares biológicos, y darnos cuenta de nuestras limitaciones. Por esto he escrito este libro y por esto he insultado a nuestra especie, dándole el nombre de monos desnudos, en vez del más corriente que solemos emplear. Esto nos ayudará a conservar el sentido de la proporción y nos obligará a considerar lo que sucede debajo de la superficie de nuestras vidas. Pero quizá llevado por el entusiasmo, he exagerado mi tesis. Habría podido cantar muchas alabanzas y describir magníficas hazañas. Al omitirlas, he dado, inevitablemente, una versión parcial del caso. Somos una especie extraordinaria, y no pretendo negarlo ni menospreciarla. Pero esto se ha dicho ya muchas veces. Cuando arrojamos la moneda al aire, parece caer siempre de cara, y pensé que ya era hora de que le diésemos la vuelta para ver lo que hay en la cruz. Desgraciadamente, y debido a nuestro poderío y a nuestros éxitos en comparación con otros animales, la contemplación de nuestro humilde origen nos parece bastante desagradable; no espero, pues, que me den las gracias por lo que he hecho. Nuestra ascensión a la cima parece una historia de enriquecimiento rápido, y como todos los nuevos ricos, nos mostramos muy remilgados en lo tocante a nuestro pasado.
Algunos optimistas opinan que, dado el alto nivel de inteligencia que hemos alcanzado y nuestras grandes dotes de invención, seremos capaces de resolver favorablemente cualquier situación; que somos tan dúctiles que podemos amoldar nuestra vida a las nuevas exigencias de nuestro veloz desarrollo como especie; que, cuando llegue el momento, sabremos solventar los problemas de la superpoblación, de la tensión, de la pérdida de nuestra intimidad y de nuestra independencia de acción; que reharemos nuestras normas de comportamiento y viviremos como hormigas gigantes; que controlaremos nuestros sentimientos agresivos y territoriales, nuestros impulsos sexuales y nuestras tendencias parentales; que si hemos de convertirnos en monos diminutos, lograremos hacerlo; que nuestra inteligencia puede dominar todos nuestros básicos impulsos biológicos. Yo presumo que todo esto son monsergas. Nuestra cruda naturaleza animal no lo permitirá nunca. Desde luego, somos flexibles. Desde luego, observamos un comportamiento oportunista; pero la forma que puede tomar nuestro oportunismo está severamente limitada. Al hacer hincapié en nuestros rasgos biológicos, he pretendido demostrar en este libro la naturaleza de estas restricciones. Si las conocemos claramente y nos sometemos a ellas, nuestras probabilidades de supervivencia serán mucho mayores. Esto no implica un ingenuo «retorno a la Naturaleza». Significa, únicamente, que deberíamos adaptar nuestros inteligentes adelantos oportunistas a nuestras existencias básicas de comportamiento. Debemos mejorar en calidad, más que en simple cantidad. Si lo hacemos así, podremos seguir progresando tecnológicamente, de manera impresionante y dramática, sin negar nuestra herencia evolutiva. Si no lo hacemos, nuestros impulsos biológicos reprimidos se irán hinchando más y más hasta reventar los diques, y toda nuestra complicada existencia será barrida por la riada.
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17/05/2008
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