Agradecimiento

Este libro va dirigido al gran público y, por consiguiente, no se citan las fuentes en el texto. Esto es más propio de obras de carácter técnico y quebraría la fluidez del relato. Sin embargo, durante la elaboración de este volumen fueron consultados muchos libros y documentos, sumamente originales, y sería injusto presentar aquél sin señalar la valiosa ayuda de éstos. Al final del libro, se incluye un apéndice en el que se citan las obras más importantes en relación con los temas tratados en cada uno de los capítulos.

Pero quisiera expresar también mi gratitud a muchos colegas y amigos que me han ayudado, directa e indirectamente, a través de discusiones, correspondencia y otros medios. Son, en particular, los siguientes: Dr. Anthony Ambrose, Mr. David Attenborough, Dr. David Blest, Dr. N. G. Blurton-Jones, Dr. John Bowlby, Dr. Hilda Bruce, Dr. Richard Coss, Dr. Richard Davenport, Dr. Alisdair Fraser, profesor J. H. Fremlin, profesor Robin Fox, baronesa Jane van Lawick-Goodall, Dr. Fae Hall, profesor Sir Alister Hardy, profesor Harry Harlow, Mrs. Mary Haynes, Dr. Jan Van Hoff, Sir Julian Huxley, Miss Devra Kleiman, Dr. Paul Leyhausen, Dr. Lewis Lipsitt, Mrs. Caroline Loizos, profesor Konrad Lorenz, Dr. Malcolm Lyall-Watson, Dr. Gilbert Manley, Dr. Isaac Marks, Mr. Tom Maschler, Dr. L. Harrison Matthews, Mrs. Ramona Morris, Dr. John Napier, Mrs. Caroline Nicolson, Dr. Kenneth Oakley, Dr. Frances Raynolds, Dr. Vernon Reynolds, Honorable Miriam Rothschild, Mrs. Claire Russell, Dr. W. M. S. Russell, Dr. George Schaller, Dr. John Sparks, Dr. Lionel Tiger, profesor Niko Tinbergen, Mr. Ronald Webster, Dr. Wolfgang Wickler y profesor John Yudkin.

Me apresuro a añadir que la inclusión de un nombre en esta lista no significa necesariamente que la persona citada esté de acuerdo con las opiniones expuestas en este libro.

Introducción

Hay ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos. Ciento noventa y dos de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo sapiens. Esta rara y floreciente especie pasa una gran parte de su tiempo estudiando sus más altas motivaciones, y una cantidad de tiempo igual ignorando concienzudamente las fundamentales. Se muestra orgulloso de poseer el mayor cerebro de todos los primates, pero procura ocultar la circunstancia de que tiene también el mayor pene, y prefiere atribuir injustamente este honor al vigoroso gorila. Es un mono muy parlanchín, sumamente curioso y multitudinario, y ya es hora de que estudiemos su comportamiento básico.

Yo soy zoólogo, y el mono desnudo es un animal. Por consiguiente, éste es tema adecuado para mi pluma, y me niego a seguir eludiendo su examen por el simple motivo de que algunas de sus normas de comportamiento son bastante complejas y difíciles. Sírvame de excusa el hecho de que, a pesar de su gran erudición, el Homo sapiens sigue siendo un mono desnudo; al adquirir nuevos y elevados móviles, no perdió ninguno de los más viejos y prosaicos. Esto es, frecuentemente, motivo de disgusto para él; pero sus viejos impulsos le han acompañado durante millones de años, mientras que los nuevos le acompañan desde hace unos milenios como máximo… y no es fácil sacudirse rápidamente de encima la herencia genética acumulada durante todo su pasado evolutivo. Si quisiera enfrentarse con este hecho, sería un animal mucho más complejo y tendría menos preocupaciones. Tal vez en esto pueda ayudarle el zoólogo.

Una de las más extrañas características de los anteriores estudios sobre el comportamiento del mono desnudo es que casi siempre eludieron lo más evidente.

Los primeros antropólogos marcharon a los más apartados e inverosímiles rincones del mundo, a fin de descubrir la verdad fundamental sobre nuestra naturaleza, y se dedicaron al estudio de remotas culturas estancadas, atípicas y tan poco fructíferas que están casi extinguidas. Después, volvieron con hechos sorprendentes sobre extrañas costumbres de apareamiento, chocantes sistemas de parentesco o curiosos procedimientos rituales de estas tribus, y emplearon este material como si fuese de vital importancia para el comportamiento de nuestra especie en su conjunto. El trabajo realizado por estos investigadores fue, desde luego, sumamente interesante, y sirvió para mostrarnos lo que puede ocurrir cuando un grupo de monos desnudos se ve metido en un callejón cultural sin salida. Reveló hasta qué punto pueden extraviarse nuestras reglas normales de comportamiento sin llegar a un completo derrumbamiento típico de los monos desnudos típicos. Esto sólo puede lograrse estudiando las normas comunes de comportamiento seguidas por todos los miembros corrientes y no fracasados de las culturas importantes: muestras primordiales que, en su conjunto, representan la inmensa mayoría. Biológicamente, ésta es la única manera sensata de abordar el problema. Contra esto, el antropólogo de la vieja escuela habría argumentado que sus grupos tribales, tecnológicamente simples, están más cerca del meollo del asunto que los miembros de las civilizaciones avanzadas. Yo sostengo que esto no es verdad. Los sencillos grupos tribales que viven en la actualidad no son primitivos, sino que están embrutecidos. Las verdaderas tribus primitivas hace miles de años que dejaron de existir. El mono desnudo es, esencialmente, una especie exploradora, y toda sociedad que no haya avanzado ha fallado en cierto modo, se ha «extraviado». Algo ha ocurrido que le ha impedido avanzar, algo que va en contra de la tendencia natural de la especie a explorar e investigar el mundo que la rodea. Las características que los primeros antropólogos estudiaron en estas tribus pueden ser muy bien los mismos rasgos que impidieron el progreso de los grupos afectados. Por consiguiente, es peligroso emplear esta información como base de cualquier estudio general de nuestro comportamiento como especie.

En contraste con aquéllos, los psiquiatras y los psicoanalistas se mantuvieron más cerca de nuestro mundo y se dedicaron al estudio clínico de muestras tomadas de la corriente principal. Pero una gran parte de su materia prima presenta también graves inconvenientes, aunque no adolece de la endeblez de la información antropológica. Los individuos que han servido de base a sus teorías son, a pesar de pertenecer a la mayoría, especímenes forzosamente anormales o fracasados en algún aspecto. Si fuesen individuos sanos, evolucionados y, por ende, típicos, no habrían tenido que recurrir a la ayuda psiquiátrica, ni habrían contribuido a dar información al psiquiatra. Esto no quiere decir tampoco que menosprecie el valor de sus investigaciones. Nos han proporcionado una importantísima visión interior de la manera en que pueden derrumbarse nuestras formas de comportamiento. Lo único que cree es que, para discutir la naturaleza biológica, no conviene hacer excesivo hincapié en los primeros descubrimientos antropológicos y psiquiátricos.

(Debo añadir que la situación de la antropología y de la psiquiatría está cambiando rápidamente. En estos campos, muchos investigadores modernos reconocen las limitaciones de las primeras investigaciones y se inclinan cada vez más al estudio de individuos típicos y sanos. Un investigador dijo recientemente: «Pusimos el carro antes que el caballo. Forcejeamos con los anormales, y sólo ahora, cuando ya es un poco tarde, empezamos a prestar atención a los normales.»)

El estudio que me propongo realizar en este libro extrae su material de tres fuentes principales: 1) la información sobre nuestro pasado desenterrada por los paleontólogos y fundada en los fósiles y en otros restos de nuestros remotos antepasados; 2) la información proporcionada por los estudios de etnología comparada sobre el comportamiento animal, fundada en observaciones detalladas de un gran sector de especies animales y, en especial, de nuestros más próximos parientes vivos, los cuadrumanos y monos; y 3) la información que puede reunirse mediante la observación sencilla y directa de las normas de comportamiento más fundamentales, y más ampliamente compartidas por los ejemplares evolucionados de las principales culturas contemporáneas del propio mono desnudo.

Dada la envergadura de esta tarea, será preciso simplificarla de algún modo. Para ello, prescindiré de las detalladas ramificaciones de la tecnología y de la palabra, y concentraré toda la atención en los aspectos de nuestra vida, que tiene réplica evidente en otras especies: actividades tales como la alimentación, la crianza, el sueño, la lucha, el apareamiento y el cuidado de los pequeñuelos. ¿Cómo reacciona el mono desnudo al enfrentarse a estos problemas? ¿En qué se asemejan estas reacciones a las de los otros monos y simios? ¿En qué aspecto particular es único, y qué relación existe entre sus peculiaridades y su especial historia evolutiva?

Me doy cuenta de que al tratar estos problemas corro el riesgo de ofender a mucha gente. Hay personas que prefieren no ver su propio ser animal. Considerarán, quizá, que degrado a nuestra especie al hablar de ella en crudos términos animales. Sólo puedo asegurarles que no es ésta mi intención. Otros se quejarán de la invasión zoológica de su propio estudio especializado. Pero yo entiendo que este estudio puede ser de gran valor, y que, a pesar de sus defectos, arrojará una nueva (y, en cierto modo, inesperada) luz sobre la compleja naturaleza de nuestra extraordinaria especie.

Capítulo 1

Orígenes

En una jaula de cierto parque zoológico hay un rótulo en el que se dice simplemente: «Este animal es nuevo para la ciencia.» Dentro de la jaula se encuentra una pequeña ardilla. Tiene los pies negros y procede de Africa. Ninguna ardilla de pies negros había sido anteriormente hallada en aquel continente. Nada se sabe acerca de ella. No tiene nombre.

Para el zoólogo significa un reto inmediato. ¿Qué hay en su modo de vida que ha hecho de él un ejemplar único? ¿En qué se diferencia de las otras trescientas sesenta y seis especies vivas de ardillas, ya conocidas y estudiadas? De alguna manera, en algún punto de la evolución de la familia de las ardillas, los antepasados de este animal debieron de separarse del resto y establecerse como raza independiente. ¿Qué había en el medio ambiente que hizo posible su aislamiento como nueva forma de vida? El nuevo rumbo tuvo que iniciarse a pequeña escala, cuando un grupo de ardillas de determinada zona cambió ligeramente y se adaptó mejor a las condiciones particulares allí reinantes. Pero en aquella etapa podrían mezclarse todavía con sus parientes de las cercanías. La nueva forma gozaría de una ligera ventaja en su región especial, pero no sería más que una raza de la especie fundamental y susceptible, en cualquier momento, de ser borrada, reabsorbida por la corriente principal. Pero si con el paso del tiempo las nuevas ardillas se iban adaptando con creciente perfección a su particular medio ambiente, llegaría, ciertamente, el instante en que sería ventajoso para ellas aislarse de cualquier posible contaminación por sus vecinas. En esta fase, su comportamiento social y sexual experimentaría modificaciones especiales que harían improbables y, en definitiva imposibles, sus cruzamientos con otras clases de ardillas. Al principio, pudo cambiar su anatomía, adaptándose mejor al peculiar alimento de la zona, pero más tarde se diferenciarían también sus llamadas para el apareamiento y sus actitudes, a fin de atraer únicamente a parejas del nuevo tipo. Por último, surgiría la nueva especie, separada y discreta, una forma de vida única, la trescientos sesenta y siete clase de ardilla.

Cuando observamos a nuestra desconocida ardilla en su jaula del zoo, sólo podemos hacer conjeturas sobre estas cosas. Sólo podemos estar seguros de que la marca de su piel -los pies negros- demuestran que se trata de una nueva forma. Pero esto no es más que un síntoma, la erupción que da al médico la clave para saber la enfermedad de su paciente. Para comprender de veras la nueva especie, debemos emplear esta clave únicamente como punto de partida, como indicio de que hay algo que merece ser investigado. Podríamos tratar de adivinar la historia del animal, pero esto sería presuntuoso y arriesgado. Es mejor que empecemos humildemente y le pongamos un sencillo y evidente rótulo: le llamaremos «la ardilla africana de pies negros». Después, debemos observar y registrar todos los aspectos de su comportamiento y de su estructura, y ver en que se diferencia o se parece a las otras ardillas. Por últimos, y poco a poco, podemos reconstruir su historia.

La gran ventaja que tenemos cuantos estudiamos a estos animales es que nosotros no somos ardillas de pies negros, circunstancia que nos impone una actitud humilde muy propia de la investigación científica. Pero la cosa es muy diferente, lamentablemente distinta, cuando pretendemos estudiar el animal humano. Incluso para el zoólogo, acostumbrado a llamar animal al animal, resulta difícil evitar la arrogancia de la apreciación subjetiva. Podemos tratar de vencer, hasta cierto punto, esta dificultad estudiando al ser humano como si perteneciese a otra especie, como si fuese una forma extraña de vida sobre la mesa de disección, presta para el análisis. ¿Cómo habremos de empezar?

Como en el caso de la nueva ardilla, podemos empezar comparándolo con otras especies que parecen íntimamente relacionadas con él. A juzgar por los dientes, las manos, los ojos y varios rasgos anatómicos, es evidentemente una clase de primate, aunque una clase sumamente rara. Esta rareza se pone de manifiesto si ponemos en hilera las pieles de las ciento noventa y dos especies vivientes de cuadrumanos y monos, y después tratamos de insertar un pellejo humano en el lugar correspondiente de la larga serie. Dondequiera que lo pongamos parece estar fuera de lugar. Nos sentimos necesariamente impulsados a colocarlo en uno de los extremos de la hilera, junto a las pieles de los grandes monos rabones, como el chimpancé y el gorila. Pero incluso en este caso aparece ostensiblemente distinto. Las piernas son demasiado largas; los brazos, demasiado cortos, y los pies, bastante extraños. Salta a la vista que esta especie de primate ha desarrollado una clase especial de locomoción que ha modificado su forma básica. Pero hay otra característica que llama la atención: la piel es virtualmente lampiña. Salvo ostensibles matas de pelo en la cabeza, en los sobacos y alrededor del aparato genital, la superficie de la piel está completamente al descubierto. En comparación con otras especies de primates, el contraste es dramático. Cierto que algunas especies de cuadrumanos muestran pequeñas manchas de piel en el trasero, en la cara o en el pecho, pero en las otras ciento noventa y dos especies nada advertimos, en este aspecto, que se asemeje a la condición humana. Llegados a este punto, y sin más investigaciones, la denominación de «mono desnudo» dada a la nueva especie parece justificada. Es un nombre sencillo y descriptivo, fundado en la simple observación, y que no involucra presunciones especiales. Quizá nos ayudará a guardar un sentido de la proporción y a mantener nuestra objetividad.

En vista de este extraño ejemplo, y ponderando la significación de sus rasgos peculiares, el zoólogo se ve obligado a establecer comparaciones. ¿En qué otros seres predomina la desnudez? Los demás primates nos sirven de poco; tenemos que buscar más lejos. Una rápida ojeada sobre toda la serie de mamíferos vivientes nos muestra que todos ellos permanecen aferrados a su capa velluda y protectora, y que poquísimas de las 4.237 especies existentes en la actualidad creyeron conveniente abandonarla. A diferencia de sus antepasados reptiles, los mamíferos adquirieron la gran ventaja fisiológica de poder mantener una constante y elevada temperatura del cuerpo. Esto hace que la delicada maquinaria de las funciones corporales pueda actuar con la máxima eficacia. No es una propiedad que pueda ser puesta el peligro o tomada a la ligera. Los sistemas de control de la temperatura son de vital importancia, y la posesión de una gruesa y aislante capa de vello desempeña principalísimo papel para evitar la pérdida de calor. Bajo una intensa luz solar, evitará también el excesivo calentamiento y que la piel sufra daños por la exposición directa a los rayos del sol. Si el pelo desaparece, es evidente que han de existir poderosas razones para su abolición. Con pocas excepciones, este drástico paso ha sido dado únicamente cuando los mamíferos se han encontrado en un medio completamente nuevo. Los mamíferos voladores, los murciélagos, se vieron obligados a desnudar sus alas, pero conservaron el vello en las demás partes del cuerpo y no pueden ser considerados como una especie lampiña. Los mamíferos excavadores -por ejemplo, el topo lampiño, el oricteropo y el armadillo- redujeron, en unos pocos casos, su cubierta de pelo. Los mamíferos acuáticos, como ballenas, delfines, marsopas, dugongos, manatíes e hipopótamos se despojaron también del pelo siguiendo una línea general. Pero todos los mamíferos más típicos que moran en la superficie, ya correteen por el suelo, ya trepen a los árboles, tienen, como norma básica el pellejo densamente cubierto de pelo. Aparte de los gigantes enormemente pesados, rinocerontes y elefantes (que tienen sus peculiares problemas para calentarse y refrescarse), el mono desnudo permanece solo, distinto, por su desnudez, de todos los millares de especies de mamíferos velludos o lanudos.

Llegado a este punto, el zoólogo se ve llevado a la conclusión de que, o se enfrenta con un mamífero excavador o acuático, o bien existe algo muy raro, ciertamente único, en la historia de la evolución del mono desnudo. Por consiguiente, lo primero que hemos de hacer, antes de acometer la observación del animal en su forma actual, es excavar en su pasado y examinar lo mejor posible sus antepasados inmediatos. Quizá con el estudio de los fósiles y de otros restos, y echando un vistazo a sus más próximos parientes vivos, podremos formarnos alguna idea de lo que le ocurrió a este nuevo tipo de primate salido y desviado del rebaño familiar.

Nos llevaría demasiado tiempo presentar aquí todos los pequeños fragmentos de pruebas recogidos trabajosamente durante el pasado siglo. En vez de esto, daremos por realizada la tarea y nos limitaremos a resumir las conclusiones que pueden sacarse de ella, combinando la información que nos proporciona el trabajo de los paleontólogos hambrientos de fósiles con los hechos reunidos por los pacientes etnólogos que han observado a los monos.

El grupo de los primates, al cual pertenece nuestro mono desnudo, proviene originalmente del primitivo tronco insectívoro. Estos primeros mamíferos fueron criaturas pequeñas e insignificantes, que correteaban temerosas y al amparo de los bosques, mientras los señores reptiles dominaban la escena animal. Entre ochenta y cincuenta millones de años atrás, al colapsarse la era grande de los reptiles, los pequeños comedores de insectos empezaron a aventurarse por nuevos territorios. Allí se desparramaron y adquirieron muchas formas extrañas. Algunos de ellos se convirtieron en herbívoros y se metieron bajo tierra en busca de seguridad, o bien adquirieron patas largas y parecidas a zancos, que les permitían huir de sus enemigos. Otras se convirtieron en fieras de largas garras y afilados dientes. Aunque los reptiles mayores habían abdicado y desaparecido del escenario, el campo abierto volvió a ser campo de batalla.

Mientras tanto, entre la maleza, animalitos de menudas patas seguían buscando su seguridad en la vegetación del bosque. Los primitivos comedores de insectos empezaron a ampliar su dieta y a resolver los problemas digestivos de la ingestión de frutas, nueces, bayas, yemas y hojas. Al evolucionar hacia las formas más toscas de primates, su visión mejoró, los ojos se fueron desplazando hacia la parte delantera de la cara, y las manos se desarrollaron para agarrar la comida. Con la visión tridimensional, sus miembros aptos para la manipulación y su cerebro, cada vez mayor, fueron dominando progresivamente su mundo arbóreo.

Entre veinticinco y treinta y cinco millones de años atrás, estos premonos empezaron a evolucionar para convertirse en verdaderos monos. Sus colas se alargaron y se hicieron flexibles, y aumentó considerablemente el tamaño de su cuerpo. Algunos de ellos iniciaron el camino que había de convertirles en comedores de hojas, pero la mayoría conservaron una dieta más variada y mixta. Con el paso del tiempo, algunas de estas criaturas parecidas a monos crecieron y adquirieron mayor peso. En vez de correr y saltar, empezaron a bracear, columpiándose y avanzando por las ramas, asiéndose a ellas con las manos. Sus colas se fueron atrofiando. Su tamaño, aunque significaba un estorbo cuando trepaban a los árboles, les permitía ser menos cautos cuando hacían excursiones por el suelo.

Pero incluso en aquella fase -la fase del mono- todo les incitaba a conservar la fresca comodidad y la fácil subsistencia en sus paradisíacos bosques. Sólo si el medio les daba un brusco empujón hacia los espacios abiertos serían capaces de moverse de allí. A diferencia de los primitivos mamíferos exploradores, se habían especializado en la existencia en el bosque. Se habían necesitado millones de años para perfeccionar esta aristocracia de los bosques, y si ahora los abandonaban tendrían que competir con los (a la sazón) desarrollados herbívoros y carnívoros que vivían a ras de tierra. Permanecieron, pues, en su sitio, comiendo frutos y cuidando de sus propios asuntos.

Conviene hacer hincapié en que, por la razón que fuese, esta evolución del mono se desarrolló únicamente en el Viejo Mundo. Los cuadrumanos habían evolucionado separadamente, como avanzados moradores de los árboles, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, pero la rama americana de los primates no alcanzó nunca el grado del mono. Por otra parte, en el Viejo Mundo los monos ancestrales se extendieron por una vasta zona boscosa que comprendía desde el Africa occidental hasta el Asia Sudoriental. Actualmente, podemos ver los restos de este desarrollo en los chimpancés y gorilas africanos y en los gibones y orangutanes asiáticos. Pero la zona comprendida entre estos dos puntos del mundo se halla en la actualidad vacía de monos peludos. Sus lujuriantes bosques han desaparecido.

¿Qué les ocurrió a los primitivos monos? Sabemos que el clima empezó a trabajar contra ellos y que, hace aproximadamente unos quince millones de años, sus dominios boscosos se vieron considerablemente reducidos en extensión. Los monos ancestrales se enfrentaron con un dilema: o bien tenían que aferrarse a lo que quedaba de sus viejos y boscosos hogares, o, en un sentido casi bíblico se verían expulsados del Jardín. Los antepasados de los chimpancés, gorilas, gibones y orangutanes permanecieron donde estaban y, desde entonces, su número ha ido disminuyendo poco a poco. Los antepasados del otro único superviviente -el mono desnudo- emprendieron la marcha, salieron de los bosques y se lanzaron a competir con los ya eficazmente adaptados moradores del suelo. Era una empresa arriesgada, pero, en términos de resultados evolutivos, rindió buenos dividendos.

La historia mundial del mono desnudo a partir de este momento es bien conocida, pero conviene hacer de ella un breve resumen, porque si queremos llegar a una comprensión objetiva del comportamiento actual de la especie, es de vital importancia recordar bien los acontecimientos que siguieron.

Al enfrentarse con un medio completamente nuevo, nuestros antepasados se encontraron ante una difícil perspectiva. O tenían que convertirse en mejores cazadores que los viejos carnívoros, o habían de aprender a apacentarse mejor que los viejos herbívoros. Hoy sabemos que, en cierto sentido, el éxito ha coronado ambos esfuerzos: pero la agricultura tiene sólo una antigüedad de varios miles de años, y ahora estamos hablando de millones de éstos. La explotación especializada de la vida vegetal del campo abierto estaba fuera del alcance de nuestros primeros antepasados, y tenía que esperar a que se desarrollase la técnica avanzada de los tiempos modernos. Faltaba el sistema digestivo necesario para una asimilación directa de la comida suministrada por los pastizales. La dieta de frutas y nueces del bosque podía adaptarse a una dieta de raíces y bulbos a nivel del suelo, pero existían graves limitaciones. En vez de estirar perezosamente el brazo para agarrar el fruto maduro de la rama, el mono que buscaba los vegetales del suelo se veía obligado a rascar y a escarbar fatigosamente la dura tierra para conseguir su precioso alimento.

Sin embargo, su antigua dieta del bosque no se componía únicamente de frutos y nueces. Indudablemente, las proteínas animales tenían gran importancia para él. A fin de cuentas, su remoto origen se hallaba entre unos seres básicamente insectívoros, y su reciente morada arbórea había sido siempre rica en insectos. Jugosos escarabajos, huevos, jóvenes e indefensos polluelos, ranas arbóreas y pequeños reptiles debieron de abastecer su despensa. Mejor aún, no presentaban graves problemas a su sistema digestivo, bastante generalizado. Al bajar al suelo no le faltó en absoluto este abastecimiento de comida, y nada podía impedirle el aumento de esta parte de su dieta. Al principio, no podía compararse con el asesino profesional del mundo carnívoro. Incluso una pequeña mangosta, y no hablemos de un gato grande, era superior a él en el arte de matar. Pero animalitos de todas clases, indefensos o enfermos, se ofrecían a su rapiña, y este primer paso en el camino de comer carne resultó sumamente fácil. En cambio, las piezas realmente grandes disponían de largas y zancudas piernas, y estaban apercibidas para, a la primera alarma, huir a velocidades completamente inigualables. Los ungulados cargados de proteínas estaban fuera de su alcance.

Esto nos lleva al último millón de años, poco más o menos, de la historia ancestral del mono desnudo, y a una serie de acontecimientos catastróficos y cada vez más dramáticos. Es importante tener en cuenta que varias cosas ocurrieron simultáneamente. Con excesiva frecuencia, al referir una historia se exponen las diferentes partes de la misma como si cada avance importante condujese a otro; pero esto resulta engañoso. Los monos terrícolas ancestrales tenían un cerebro grande y ya muy desarrollado, buenos ojos y manos prensiles y eficientes. Y, como primates que eran, habían alcanzado, inevitablemente, cierto grado de organización social. Entonces empezaron a producirse cambios vitales, mediante una fuerte presión para aumentar sus facultades de cazadores. Se volvieron más erectos, más veloces, más buenos corredores. Sus manos se libraron de las funciones propias de la locomoción, se fortalecieron y adquirieron eficacia en el manejo de las armas. Su cerebro se hizo más complejo, más lúcido, más rápido en sus decisiones. Pero estas cosas no se sucedieron en una serie importante y preestablecida, sino que florecieron juntas, con diminutos saltos, ora en una cualidad, ora en otra diferente, pero influyéndose mutuamente. Se estaba fraguando el mono cazador, el mono apto para matar.

Podría argüirse que la evolución pudo haber dado un paso menos drástico, desarrollando un animal carnicero más parecido al gato o al perro, una especie de gato-mono o perro-mono, por el sencillo procedimiento de convertir los dientes y las uñas en armas salvajes parecidas a los colmillos y a las garras. Pero esto habría colocado al mono ancestral en competencia directa con los gatos y perros carniceros, ya sumamente especializados. Habría significado tener que competir con éstos en su propio terreno, y el resultado habría sido, sin duda, desastroso para los primates en cuestión. (Por lo que sabemos, esto pudo ocurrir y fracasar hasta el punto de no habernos dejado ninguna prueba.) En vez de esto, se siguió un procedimiento completamente nuevo: el empleo de armas artificiales, y dio buen resultado.

El paso siguiente al empleo de herramientas fue la confección de las mismas, y, paralelamente a este progreso, se perfeccionaron las técnicas de caza, no sólo en lo tocante a las armas, sino también a la colaboración social. Los monos cazadores lo eran en grupo, y al mejorar su técnica de caza progresaron también sus métodos de organización social. Los lobos cazan en manada, pero el mono cazador tenía ya un cerebro mucho mejor que el lobo y podía ejercitarlo en problemas tales como la comunicación y la colaboración en grupo. Así, pudo desarrollar maniobras cada vez más complejas. Y el cerebro siguió creciendo.

El grupo cazador estaba compuesto esencialmente de machos. Las hembras estaban demasiado ocupadas en el cuidado de los pequeños para poder representar un papel importante en la persecución y en la captura de las piezas. Al aumentar la complejidad de la caza y hacerse más largas las excursiones, el mono cazador sintió la necesidad de abandonar la vida incierta y nómada de sus antepasados. Necesitaba una morada base, un lugar al que volver con sus presas y donde las hembras y los pequeñuelos pudiesen esperar y compartir el yantar. Este paso, como veremos en ulteriores capítulos, produjo efectos sustanciales en muchos aspectos del comportamiento de los monos desnudos, incluso los más refinados, del mundo actual.

De esta manera, el mono cazador se convirtió en mono sedentario. Y esto afectó a toda su estructura sexual, familiar y social. Su antigua vida nómada de comedor de frutos periclitó rápidamente. Había abandonado definitivamente su boscoso Edén. Era un mono con responsabilidades. Empezó a preocuparse del equivalente prehistórico de las máquinas lavadoras y de los frigoríficos. Empezó a inventar comodidades domésticas: fuego, despensa, refugios artificiales. Pero aquí debemos hacer un alto momentáneo, porque estamos entrando en el campo de la biología y en el reino de la cultura. La base biológica de estos pasos avanzados se encuentra en el desarrollo de un cerebro lo bastante grande y complejo para que el mono cazador pudiera darlos, pero la forma exacta que adoptan no es ya cuestión de un control genético específico. El mono de los bosques, convertido sucesivamente en mono a ras de tierra, en mono cazador y en mono sedentario, se ha transformado en mono cultural.

Conviene reiterar aquí que no nos interesan, en este libro, las explosiones culturales masivas que siguieron y de las que hoy en día se siente tan orgulloso el mono desnudo; el dramático progreso que le condujo, en sólo medio millón de años, desde el encendido de una fogata hasta la construcción de vehículos espaciales. Es una historia emocionante, pero el mono desnudo corre el peligro de quedar deslumbrado por ella y olvidar que, debajo de su pulida superficie, sigue teniendo mucho de primate. («Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.») Incluso el mono espacial tiene que orinar.

Sólo observando detenidamente nuestro origen y estudiando a continuación los aspectos biológicos de la manera en que actualmente nos comportamos como especie, podremos realmente llegar a una comprensión equilibrada y objetiva de nuestra extraordinaria existencia.

Si aceptamos la historia de nuestra evolución tal como ha sido aquí esbozada, un hecho se destaca con toda claridad; a saber: que, en el fondo, llegamos a ser primates rapaces. Esto hace que seamos únicos entre todos los simios existentes, pero las importantes conversiones de esta clase tampoco son desconocidas en otros grupos. El gigantesco panda, por ejemplo, es una clara muestra de proceso a la inversa. Así como nosotros somos vegetarianos convertidos en carnívoros, el panda es un carnívoro que se volvió vegetariano, y, como nosotros, es en muchos aspectos una criatura extraordinaria y única. La cuestión es que un cambio importante de esta clase produce un animal con doble personalidad. Una vez en el umbral, se lanza a su nuevo papel con energía evolutiva, hasta el punto de que conserva mucho de sus antiguos rasgos. Ha pasado poco tiempo para que pueda desprenderse de sus viejas características mientras asume apresuradamente las nuevas. Cuando los antiguos peces empezaron la conquista de la tierra seca, sus nuevas cualidades terrestres se desarrollaron a gran velocidad, pero siguieron arrastrando sus viejas cualidades acuáticas. Se requieren millones de años para confeccionar un modelo animal drásticamente nuevo, y las primeras formas son, en general, mezclas muy extrañas. El mono desnudo es el resultado de una de estas mezclas. Todo su cuerpo, su sistema de vida, fueron aparejados para su existencia en el bosque, y después, de pronto (de pronto, en términos de evolución), se vio lanzado a un mundo donde sólo podía sobrevivir si empezaba a vivir como un lobo inteligente y armado. Ahora debemos examinar con atención la manera en que esto afectó, no sólo a su cuerpo, sino, en especial, a su comportamiento, y en qué forma experimentamos la influencia de esta herencia en los días actuales.

Una de las maneras de hacerlo es comparar la estructura y el modo de vida de un primate comedor de frutos «puro», con un carnívoro «puro». Una vez tengamos una idea clara de las diferencias esenciales relativas a sus dos métodos opuestos de alimentación, podremos volver a considerar la situación del mono desnudo y ver de qué modo se ha logrado la mezcla.

Las estrellas más brillantes de la galaxia carnívora son, por una parte, los perros salvajes y los lobos, y, por otra, los grandes gatos, tales como leones, tigres y leopardos. Todos ellos están perfectamente equipados con órganos sensoriales delicadamente perfeccionados. Su sentido del oído es muy agudo, y sus orejas pueden moverse en varias direcciones para captar los más débiles ruidos o susurros. Sus ojos, aunque pobres para los colores y para los detalles estáticos, son increíblemente sensibles a los menores movimientos. Su sentido del olfato es tan bueno que nos cuesta comprenderlo. Deben de percibir, virtualmente, un paisaje de olores. No sólo son capaces de detectar con infalible precisión un olor individual, sino que pueden también captar los componentes olorosos separados de un olor complejo. Ciertos experimentos realizados con perros, en el año 1953, revelaron que su sentido del olfato oscilaba entre un millón y mil millones de veces más fino que el nuestro. Estos asombrosos y espectaculares resultados fueron después puestos en duda, sin que otras pruebas posteriores lograsen confirmarlos; pero incluso los más prudentes cálculos atribuyen al perro un sentido del olfato un centenar de veces más agudo que el del hombre.

Además de este equipo sensorial de primera clase, los perros salvajes y los grandes gatos poseen una maravillosa constitución atlética. Los gatos se han especializado como rápidos saltadores, y los perros, como corredores de fondo sumamente resistentes. Para la caza, disponen de poderosas mandíbulas, de afilados y fieros dientes, y, en el caso de los grandes gatos, de patas delanteras terriblemente musculosas y armadas de enormes uñas afiladas como puñales.

Para estos animales, el acto de matar se ha convertido en una finalidad, en un acto de consumación. Cierto que raras veces matan inútilmente, pero si estos carnívoros se encuentran cautivos y se les da carne muerta para comer, su instinto cazador no queda satisfecho. Cada vez que un perro doméstico es sacado de paseo por su amo, o se le arroja un palo para que lo coja, su necesidad fundamental de cazar se ve más cumplida que si le damos cualquier cantidad de alimento en conserva. Incluso el gato doméstico más bien cebado va en busca de la presa nocturna y de la oportunidad de saltar sobre un pájaro desprevenido.

Su sistema digestivo está organizado de manera que pueda soportar períodos relativamente largos de ayuno, seguidos de copiosos ágapes. (Por ejemplo, un lobo puede ingerir un quinto de su peso total en una sola comida: lo mismo que si usted o yo nos comiésemos un bistec de 15 ó 20 kilos en una comida.) Su alimentación posee gran valor nutritivo, y los desperdicios son escasos. Sin embargo, sus excrementos son sucios y malolientes, y la defecación sigue normas especiales de comportamiento. En algunos casos, las heces son enterradas, y cubierto cuidadosamente el lugar. En otros, el acto de defecar se realiza siempre a considerable distancia del sitio de residencia del animal. Cuando los pequeños cachorros ensucian la guarida, la madre se come las heces, y de esta manera mantiene limpio su hogar.

El almacenamiento de comida es práctica corriente. Los perros y ciertas clases de gatos entierran los cadáveres de sus presas o parte de ellos; el leopardo lo guarda a veces en lo alto de un árbol. Los períodos de intensa actividad atlética, durante las fases de caza y de muerte, alternan con otros períodos de gran pereza y de descanso. Durante los encuentros sociales, las terribles armas, vitales para la caza, constituyen una posible amenaza contra la vida y la integridad corporal por pequeños conflictos y rivalidades. Si dos lobos o dos leones se acometen, ambos están tan poderosamente armados que la lucha puede fácilmente conducir, en pocos segundos, a la mutilación o a la muerte. Esto podría poner en grave peligro la supervivencia de la especie, y por esto, durante el largo curso de la evolución que dio estos animales sus mortíferas armas, les fueron necesariamente impuestas grandes inhibiciones en el empleo de estas armas contra otros miembros de su propia especie. Estas inhibiciones tienen, al parecer, una específica base genética: no tienen que aprenderse. La evolución ha creado especiales actitudes sumisas que automáticamente apaciguan al animal dominante y le hacen renunciar a su ataque. La posesión de estas señales es parte vital del sistema de vida de los carnívoros «puros».

El método cinegético real varía de una especie a otra. Para el leopardo, consiste en la espera o acecho en solitario, y en un salto en el último momento. Para el guepardo, es un prolongado rastreo, seguido de una carrera desaforada. Para el león, constituye, a menudo, una acción de grupo, en la cual la presa, aterrorizada por un león, es conducida al lugar donde otros se encuentran ocultos. Para una manada de lobos, puede consistir en una maniobra envolvente y en la muerte de la presa por todo el grupo. Para una manada de perros cazadores africanos, es, prácticamente, una persecución implacable, donde los perros se suceden uno a otro en el ataque, hasta que la presa fugitiva se debilita por la pérdida de sangre.

Recientes estudios efectuados en Africa han demostrado que la hiena manchada es también cazadora en manada, y no, como se había creído siempre, una animal que se alimenta, sobre todo, de carroña. Este error se debió a que las hienas se reúnen en manada por la noche, mientras que sus pequeños banquetes de carroña habían sido siempre observados durante el día. Cuando cae la noche, la hiena se convierte en un asesino implacable, tan eficaz como lo es el perro cazador durante el día. Llegan a reunirse hasta treinta animales para cazar juntos. Alcanzan fácilmente a las cebras o a los antílopes, a quienes persiguen y que no se atreven a correr a la velocidad que emplean durante el día. Las hienas empiezan por morder las patas a las presas que se ponen a su alcance, hasta que una de ellas queda lo bastante herida para rezagarse de una manada en fuga. Entonces, todas las hienas se le echan encima y muerden sus partes blandas, hasta que el animal cae y es rematado. Las hienas tienen su residencia en cubiles comunes. El grupo o «clan» que mora en esta residencia base puede componerse de diez a cien miembros. Las hembras no suelen alejarse de la zona que rodea su base; en cambio, los machos son más movedizos y, a veces, extienden sus correrías a otras zonas. Son frecuentes las luchas entre clanes si sus miembros son sorprendidos fuera de su territorio, pero hay pocas reyertas entre miembros de un mismo clan.

Sabemos que el reparto de comida se practica en muchas especies. Naturalmente, cuando la caza se da bien, hay comida suficiente para todo el grupo de cazadores y no se producen pendencias, pero, en ciertos casos, llevan mucho más lejos el reparto. Por ejemplo, sabemos que los perros cazadores africanos regurgitan alimentos para darlos a sus compañeros al fin de la cacería. Algunos han llevado esta costumbre a un extremo que hizo decir de ellos que tienen «un estómago común».

Los carnívoros que tienen hijos pequeños se toman mucho trabajo para suministrar alimentos a sus retoños. Las leonas salen de caza y transportan comida hasta su cubil, o bien se tragan grandes pedazos de carne y los regurgitan para sus cachorros. Se ha dicho que, en ocasiones, los leones machos ayudan en esta tarea, pero no parece ser una práctica corriente. Por el contrario, se sabe de lobos machos que han viajado veinticinco kilómetros en busca de comida para su hembra y sus hijos. A veces, traen grandes huesos carnosos para que sus pequeños puedan roerlos; otras, se tragan grandes pedazos de carne que, después, regurgitan en la entrada del cubil.

Estos son, pues, algunos de los rasgos principales de los carnívoros especialistas, en lo que atañe a su vida de cazadores. ¿Qué relación guardan con los de los típicos monos y cuadrumanos comedores de frutos?

El equipo sensorial de los primates superiores está mucho más dominado por el sentido de la vista que por el del olfato. En el mundo arbóreo, el hecho de ver bien es mucho más importante que el de oler bien, y la nariz se ha hundido considerablemente, para dar a los ojos un mejor campo visual. Cuando se trata de buscar comida, los colores de los frutos constituyen indicios importantes, y por esto los primates, a diferencia de los carnívoros, han desarrollado una buena visión de los colores. Sus ojos son también mejores para captar detalles estáticos. Su comida es estática, y la percepción de pequeños movimientos es para ellos menos vital que reconocer sutiles diferencias de forma y de composición. El oído es importante, pero menos que para los que cazan rastreando, sus orejas son más pequeñas y carecen de la movilidad de las de los carnívoros. El sentido del gusto es más refinado. Su dieta es más variada y más sabrosa: tienen mucho que paladear. Muestran particularmente gran afición a las cosas dulces.

La constitución física del primate es buena para trepar y encaramarse, pero no para correr velozmente por el suelo, ni para realizar hazañas que requieran mucha resistencia. Tienen el cuerpo ágil del acróbata, más que la constitución robusta del vigoroso atleta. Sus manos son buenas para asir, pero no para desgarrar o golpear. Sus mandíbulas y dientes son relativamente fuertes, pero no tienen comparación con los macizos y trituradores aparatos de los carnívoros. La muerte ocasional de una presa pequeña e insignificante no requiere esfuerzos desmesurados. En realidad, la caza no es parte fundamental del sistema de vida del primate.

Los monos dedican una gran parte del día a la alimentación. En vez de grandes festines seguidos de largos ayunos, los simios mastican poco y a menudo: es la suya una vida de continuos piscolabis. Desde luego, tienen sus períodos de descanso, principalmente al mediodía y durante la noche; pero no por esto deja de ser chocante el contraste. La comida se halla siempre presente, esperando que la cojan y la coman. Lo único que tienen que hacer los animales es trasladarse de un comedero a otro, cuando cambian sus gustos o cuando los frutos se acaban o maduran según la estación. No hay almacenamiento de comestibles, salvo el que momentáneamente realizan ciertos monos en las infladas bolsas de sus mejillas.

Sus excrementos son menos malolientes que los de los comedores de carne, y no existe ninguna costumbre especial para librarse de ellos; los dejan caer sencillamente desde lo alto de los árboles, y de esta forma van a parar lejos de los animales. Como el grupo se halla en continuo movimiento, hay poco peligro de que determinada zona se convierta en un lugar demasiado sucio o apestoso. Incluso los grandes monos que duermen en nidos especiales se construyen cada noche una nueva cama en su nuevo alojamiento; por consiguiente, no tienen que preocuparse mucho del aspecto sanitario de su dormitorio. (Sin embargo, es curioso observar que, en el 99 por ciento de nidos abandonados de gorila en una región de Africa, había excrementos dentro de ellos, y que en el 73 por ciento de los casos los animales habían dormido sobre ellos. Esto puede constituir un riesgo de enfermedad al aumentar las probabilidades de infección, y constituye una notable ilustración en la básica indiferencia fecal de los primates.)

Debido a la abundancia de comida y a su naturaleza estática, el grupo de primates no tiene ninguna necesidad de escindirse para salir en su busca. Pueden trasladarse, huir, descansar y dormir juntos en apretada comunidad, con cada uno de sus miembros observando los movimientos y acciones de los demás. Cada individuo del grupo debe tener, en un momento dado, perfecta idea de lo que está haciendo cada uno de los otros. Es un procedimiento muy típico de los no carnívoros. Incluso en las especies de primates que se separan de vez en cuando, nunca se encuentra una unidad compuesta solamente de un individuo. Un mono solitario es una criatura vulnerable. Carece de las poderosas armas naturales del carnívoro, y si se encuentra solo es fácil presa de los cazadores al acecho.

El espíritu de colaboración característico de los cazadores en manada, como los lobos, brilla por su ausencia en el mundo de los primates. En éste, la competencia y el dominio están a la orden del día. Desde luego, la emulación en la jerarquía social se halla presente en ambos grupos, pero en el caso de los monos no está atemperada por la acción cooperativa. Tampoco son necesarias maniobras complicadas y coordinadas: los episodios de acción alimenticia no tienen necesidad de trabarse de manera compleja. El primate vive mucho mejor, minuto a minuto, con sólo llevarse la comida de la mano a la boca.

Como la despensa del primate está en todas partes a su alcance, éste no tiene necesidad de recorrer grandes distancias. Grupos de gorilas salvajes, que son actualmente los primates más voluminosos, han sido cuidadosamente observados, así como seguidos en sus movimientos; por esto sabemos que recorren por término medio quinientos o seiscientos metros al día. A cambio, los carnívoros recorren frecuentemente muchos kilómetros en una sola excursión cinegética. Se sabe que, en algunos casos, han recorrido más de ochenta kilómetros para una cacería y han tardado varios días en regresar a su residencia base. Este acto de volver a una residencia base fija es típico de los carnívoros; en cambio, es muchísimo menos frecuente entre los monos y cuadrumanos. Cierto que un grupo de primates puede vivir en una zona definida con relativa claridad; pero lo más probable es que por la noche se echen a dormir en el sitio en que terminen sus correrías del día. Llegará a conocer la región general en que vive, porque se pasa el día correteando de un lado a otro por ella, pero se desenvolverá en toda la zona de manera completamente casual. También las relaciones entre un grupo y el vecino serán menos defensivas y menos agresivas que en el caso de los carnívoros. Un territorio es, por definición, una zona defendida; por consiguiente, los primates no son, típicamente, animales territoriales.

Un pequeño detalle, que estimamos importante destacar aquí, es que los carnívoros tienen pulgas, coas que no puede decirse de los primates. Los micos y los monos están plagados de piojos y de otros parásitos externos, pero, contrariamente a lo que suele pensarse, las pulgas no habitan en ellos, y esto por una buena razón. Para comprenderla, debemos considerar el ciclo vital de la pulga. Este insecto pone sus huevos no en el cuerpo de su anfitrión, sino entre la suciedad del sitio en que éste duerme. Los huevos tardan tres días en dar pequeñas y reptantes larvas. Estas larvas no se alimentan de sangre, sino de los desperdicios acumulados en la suciedad del cubil o de la yacija. A las dos semanas, tejen el capullo y se transforman en crisálidas. Permanecen en este estado letárgico durante otras dos semanas, aproximadamente, y después adquieren su forma adulta, dispuestas a instalarse en el cuerpo de un adecuado anfitrión. Por esto, durante el primer mes de su vida la pulga se encuentra apartada de la especie que la alimenta. Es, pues, fácil comprender por qué los mamíferos nómadas, como el mono, no son molestados por las pulgas. Incluso si algunas pulgas despistadas logran instalarse y aparearse en el cuerpo de uno de aquéllos, sus huevos quedarán atrás al trasladarse el grupo de primates, y cuando la crisálida salga del capullo no encontrará a su anfitrión «en casa» para continuar sus relaciones. Las pulgas son solamente parásitos de los animales que tienen un hogar fijo, como es el caso de los típicos carnívoros. Dentro de poco veremos la significación de este detalle.

Al comparar los diferentes sistemas de vida de los carnívoros y los primates, me he referido, naturalmente, a los típicos cazadores en campo abierto, por una parte, y a los típicos comedores de frutos y moradores de los bosques, por otra. En ambos bandos existen pequeñas excepciones a la norma general, pero conviene ahora que observemos la única excepción importante: el mono desnudo. ¿Hasta qué punto fue capaz de modificarse a sí mismo, de conjurar su herencia frugívora con su reciente condición carnívora? ¿Y en qué clase de animal se convirtió por esta causa?

Para empezar, poseía el equipo sensorial menos adecuado para la vida a ras de tierra. Su olfato era demasiado débil, y su oído no lo bastante agudo. Su constitución física, era irremediablemente inadecuada para las arduas pruebas de resistencia y para la veloz carrera. En cuanto a su personalidad, tendía más a la competitividad que a la colaboración, y era indudablemente inepto para el planeamiento y concentración. En cambio, tenía, por fortuna, un excelente cerebro, mejor, en términos de inteligencia general, que el de sus rivales carnívoros. Si conseguía mantener su cuerpo en posición vertical, modificar sus manos en un sentido y sus pies en otro, seguir mejorando su cerebro y emplearlo lo mejor posible, podía tener una probabilidad de éxito.

Esto es fácil de decir, pero en realidad necesitó muchísimo tiempo y tuvo toda clase de repercusiones en otros aspectos de su vida cotidiana, como veremos en ulteriores capítulos. Lo que de momento nos interesa es la forma en que esto se produjo y la manera en que afectó a su comportamiento de caza y de alimentación.

Como la batalla tenía que ganarse más con inteligencia que con bravura, la evolución tenía que dar un paso decisivo para aumentar en gran manera el poder del cerebro. Y ocurrió algo bastante raro: el mono cazador se convirtió en un mono infantil. Este truco de la evolución no es único: ha ocurrido en muchos y diferentes casos. Dicho en términos vulgares, es un proceso (llamado neotenia) por el cual ciertos rasgos juveniles o infantiles se conservan y prolongan en la vida adulta. (Ejemplo famoso de ello es el ajolote, especie de salamandra que puede permanecer toda la vida en estado de renacuajo y que es capaz de procrear en esta condición.)

Para comprender mejor la manera en que este proceso de neotenia ayuda al cerebro del primate a crecer y a desarrollarse, observaremos el feto de un mono típico. Antes del nacimiento, el cerebro del feto de mono aumenta rápidamente en complejidad y tamaño. Cuando nace el animal, su cerebro ha alcanzado ya el 70 por ciento de su tamaño adulto y definitivo. El restante 30 por ciento de crecimiento es alcanzado rápidamente durante los seis primeros meses de vida. Incluso el cerebro del joven chimpancé alcanza su pleno crecimiento a los doce meses del nacimiento. En cambio, en nuestra especie, el cerebro tiene, al nacer, sólo el 23 por ciento de su tamaño adulto y definitivo. El crecimiento rápido prosigue durante los seis primeros años, y no se alcanza el pleno desarrollo hasta los veintitrés, aproximadamente.

Así, pues, en nuestro caso, el crecimiento del cerebro prosigue durante los diez años después de que alcancemos la madurez sexual, mientras que, en el chimpancé, termina seis o siete años antes de que el animal sea capaz de reproducirse. Esto explica claramente lo que quisimos decir al declarar que nos habíamos convertido en monos infantiles. Pero es preciso matizar esta declaración. Nosotros (o, mejor dicho, nuestros antepasados monos cazadores) nos hicimos infantiles en ciertos aspectos, pero no en otros. Mientras nuestros sistemas reproductivos avanzaban velozmente, nuestro desarrollo cerebral quedaba rezagado. Y lo mismo ocurrió con otras partes de nuestra estructura animal, a fin de ayudarle a sobrevivir en el nuevo medio, arduo y hostil. El cerebro no fue la única parte del cuerpo afectada: la posición de éste se vio igualmente influida.

El mamífero tiene, antes de nacer, el eje de la cabeza en ángulo recto con el eje del tronco. Así, cuando nace y empieza a andar, su cabeza apunta hacia delante, en la forma requerida. Si el animal echara a andar sobre las patas traseras, en posición vertical, su cabeza apuntaría hacia arriba, miraría al cielo. Por consiguiente, para un animal vertical, como el mono cazador, tenía gran importancia mantener el ángulo fetal de la cabeza, quedando ésta en ángulo recto con el cuerpo, de modo que, a pesar del nuevo sistema de locomoción, mirase hacia delante. Desde luego, esto fue lo que ocurrió, constituyendo un nuevo ejemplo de neotenia, al conservarse un estado prenatal después del nacimiento e incluso en la vida adulta.

De la misma manera se explican muchos de los otros rasgos físicos especiales del mono cazador: el cuello largo y fino, la cara plana, el pequeño tamaño de los dientes y lo tardío de la dentición, la falta de abultamiento de los arcos superciliares y la no rotación del dedo gordo del pie.

El hecho de que tantas características embrionarias separadas fuesen potencialmente valiosas para el mono cazador en su nuevo papel, constituyó el impulso evolucionista que necesitaba. De un solo golpe neoténico, fue capaz de adquirir el cerebro que le hacía falta y el cuerpo que había de acompañarle. Pudo correr verticalmente con las manos libres para empuñar armas, y al propio tiempo desarrolló el cerebro que le permitiría perfeccionar estas armas. Más aún: no sólo aumentó su inteligencia para manipular los objetos, sino que prolongó su infancia, para aprender durante la misma de sus padres y de los otros adultos. Los monos y los chimpancés pequeños son juguetones, curiosos e inventivos; pero esta fase se extingue rápidamente. La infancia del mono desnudo se extendió, a este respecto, a su vida sexualmente adulta. Sobraba tiempo para imitar y aprender las técnicas especiales inventadas por anteriores generaciones. Sus debilidades, como cazador físico e instintivo, podían ser más que compensadas por su inteligencia y su habilidad para la imitación. Podía ser enseñado por sus padres como nunca lo había sido un animal.

Pero no bastaba con la enseñanza. Se necesitaba también la asistencia genética. Este proceso tenía que ir acompañado de cambios biológicos fundamentales en la naturaleza del mono cazador. Si tomásemos, simplemente, un primate típico, de los que viven de frutos en los bosques, como los anteriormente descritos, y le diésemos un cerebro grande y un cuerpo de cazador, le sería difícil, sin otras modificaciones, convertirse en un mono cazador apto. Sus normas básicas de comportamiento serían inadecuadas. Podría pensar cosas y trazar planes inteligentes, pero sus impulsos animales más fundamentales serían de un tipo improcedente. La enseñanza trabajaría contra sus tendencias naturales, no sólo en lo tocante a la alimentación, sino también a la generalidad de su comportamiento social, agresivo y sexual, y a todos los otros aspectos de comportamiento básicos de su primitiva existencia de primate. Si no se produjesen, también en esto, cambios genéticamente controlados, la nueva educación del joven mono cazador sería tarea imposible. El entrenamiento cultural puede lograr muchas cosas, desde luego, pero, por muy brillante que sea la maquinaria de los centros superiores del cerebro, necesita un considerable apoyo por parte de las zonas inferiores.

Si volvemos a observar las diferencias entre el típico carnívoro «puro» y el típico primate «puro», veremos cómo, probablemente, ocurrió esto. El carnívoro avanzado separa las acciones de busca de comida (caza y muerte de la víctima) de la acción de comer. Y se producen dos sistemas motivadores distintos, que sólo parcialmente dependen uno de otro. Esto ha llegado a ser así porque toda la secuencia es ardua y prolongada. El acto de alimentarse es demasiado remoto, y por esto el acto de matar tiene que convertirse en algo apetecible por sí mismo. Investigaciones realizadas con gatos demuestran, incluso, que la secuencia se subdivide aquí aún más. Cazar la presa, matarla, prepararla (desplumarla) y comerla: cada uno de estos actos tiene su propio sistema motivador parcialmente independiente. Si es satisfecha una de estas exigencias de comportamiento, esto no presupone que quedan automáticamente satisfechas todas las demás.

Para el primate comedor de frutos, la situación es completamente distinta. Cada episodio de alimentación, comprendido el de la simple busca de comida y su consumo inmediato, es relativamente tan breve que son innecesarios los sistemas separados de motivación. Esto es algo que, en el caso del mono cazador, requería un cambio, y un cambio radical. La caza tendría que tener su propia recompensa, no podría seguir siendo un simple episodio de apetito conducente a la consumación de la comida. Tal vez, como en el gato, la caza, la muerte de la víctima y la preparación de la comida darían origen a objetivos propios; separados e independientes se convertirían en fines para sí mismos. Cada uno de ellos tendría necesidad de expresarse, y no quedaría satisfecho con la satisfacción de otro cualquiera. Si examinamos -como haremos en otro capítulo- el comportamiento actual de los monos desnudos, en lo concerniente a la alimentación, veremos que existen numerosos indicios de que ocurre en ellos algo parecido a esto.

Además, para convertirse en un matador biológico (como opuesto al cultural), el mono cazador tenía también que modificar el horario de su comportamiento en lo referente a la alimentación. Se acabaron los continuos piscolabis y empezaron las copiosas comidas espaciadas. Empezó a practicarse el almacenamiento de alimentos. La básica tendencia a volver a un hogar estable tuvo que ser incorporada al sistema de comportamiento. Hubo que mejorar la orientación de las aptitudes caseras. La defecación tuvo que convertirse en una regla espaciada de comportamiento, en una actividad privada (carnívora), en vez de la actividad común (primate).

Me he referido anteriormente a que una de las consecuencias del empleo de una morada fija es la posibilidad de verse atacado por las pulgas. También dije que los carnívoros tienen pulgas, pero no los primates. Si el mono cazador era el único primate que tenía una residencia fija, cabía esperar también que rompiese la norma de los primates con referencia a las pulgas, y éste parece haber sido el caso. Sabemos que, en la actualidad, nuestra especie es atacada por estos insectos parásitos, y que tenemos incluso una clase especial de pulga perteneciente a una especie diferente de las otras y que ha evolucionado con nosotros. Si ha tenido tiempo suficiente para convertirse en una especie nueva, forzosamente tiene que haber permanecido con nosotros durante un largo período tan prolongado que debemos suponer que fue ya nuestro incómodo compañero en nuestros antiguos tiempos de monos cazadores.

Desde el punto de vista social, el mono cazador tuvo que ver aumentado su impulso de comunicación y de cooperación con sus compañeros. Las expresiones faciales y la vocalización tenían que hacerse más complicadas. Con nuevas armas que manejar, tenía que desarrollar poderosas señales que impidieran los ataques dentro del grupo social. Por otra parte, con un hogar estable que defender, tenía que conseguir unos medios más poderosos de réplica contra los grupos rivales.

Debido a las exigencias de su nuevo sistema de vida, tenía que reprimir sus fuertes impulsos de primate y no abandonar nunca el cuerpo inicial del grupo.

Como parte de su nuevo instinto de colaboración, y debido al carácter aleatorio de sus provisiones de boca, tuvo que empezar a compartir sus alimentos. A semejanza de los paternales lobos antes mencionados, los monos cazadores machos tuvieron que llevar provisiones a casa, para el consumo de las hembras lactantes y de los pequeños que crecían poco a poco. Un comportamiento paternal de esta clase tenía que constituir una novedad, pues, según norma general de los primates, es la madre quien cuida de los hijos. (Sólo el primate inteligente, como nuestro mono cazador, conoce a su propio padre.)

Debido a la extraordinaria duración del período de dependencia de los jóvenes, y a las tremendas exigencias de éstos, las hembras se encontraron casi perpetuamente confinadas en el hogar estable. El nuevo estilo de vida del mono cazador creó un problema especial a este respecto, un problema que no compartió con los típicos carnívoros «puros»; el papel de los sexos tenía que diferenciarse más. Al contrario de lo que ocurría con los carnívoros «puros», las partidas de caza se convirtieron en grupos compuestos únicamente por machos. Si algo tenía que repugnar el carácter del primate, era precisamente esto. Para un primate macho viril, el hecho de salir en busca de comida y dejar a sus hembras sin protección contra los intentos de cualquier otro macho que pudiera rondar por allí, era algo inaudito. Ninguna dosis de entrenamiento cultural podía enderezar esta cuestión. Era algo que requería un cambio importante en el comportamiento social.

La solución consistió en la creación de un lazo que apareaba a los individuos. Los monos cazadores macho y hembra tenían que enamorarse y guardarse fidelidad. Esto es una tendencia corriente en muchos otros animales, pero rara entre los primates. Resolvía tres problemas de un solo golpe. Significaba que las hembras estaban ligadas a sus machos individuales y les permanecían fieles mientras éstos estaban de caza. Significaba una reducción en las graves rivalidades sexuales entre los machos, lo que contribuía a desarrollar su espíritu de colaboración. Si tenían que cazar juntos y con provecho, no sólo los machos fuertes, sino también los débiles, tenían que representar su papel. Estos últimos tenían que desempeñar su función central y no podían ser arrojados a la periferia de la sociedad, como ocurre con tantas especies de primates. Más aún, con sus armas recién perfeccionadas y artificialmente mortíferas, el mono cazador macho se veía fuertemente presionado a eliminar cualquier fuente de discordancia dentro de la tribu. En tercer lugar, la creación de una unidad familiar a base de un macho y una hembra redundaba en beneficio del retoño. La pesada tarea de criar y adiestrar a un joven que se desarrollaba lentamente exigía una coherente unidad familiar. En otros grupos de animales, ya sean peces, pájaros o mamíferos, observamos que, cuando la carga se hace demasiado pesada, surge entre la pareja un vigoroso lazo que ata al macho y a la hembra durante todo el período de crianza. Eso fue, también, lo que ocurrió en el caso del mono cazador.

De esta manera, las hembras estaban seguras del apoyo de sus machos y podían dedicarse a sus deberes maternales. Los machos estaban seguros de la fidelidad de sus hembras y, por consiguiente, podían dejarlas para salir de caza y no tenían necesidad de luchar por ellas. Y los retoños gozaban de los mayores cuidados y atenciones. Esto parece, ciertamente, una solución ideal; pero requería un cambio importante en el comportamiento sociosexual de los primates, y, como veremos más adelante, el proceso no llegó nunca a perfeccionarse de verdad. El propio comportamiento de nuestra especie, en los tiempos actuales, demuestra que el intento se cumplió sólo en parte, y que nuestros antiguos impulsos de primates siguen reapareciendo en formas mitigadas.

De esta manera, pues, el mono cazador asumió el papel de carnívoro letal y cambió, en consecuencia, sus costumbres de primate. Ya he sugerido que fueron cambios biológicos fundamentales, más que cambios puramente culturales, y que la nueva especie cambió genéticamente de este modo. Pueden ustedes pensar que esto es una suposición injustificada. Pueden ustedes creer -tal es el poder de la instrucción cultural- que las modificaciones pueden lograrse fácilmente con el adiestramiento y el desarrollo de nuevas tradiciones. Yo dudo de que fuera así. Basta con observar el comportamiento de nuestra especie en la actualidad para comprender que no fue así. El desarrollo cultural nos ha proporcionado crecientes e impresionantes mejoras tecnológicas, pero cuando éstas chocan con nuestras cualidades biológicas fundamentales, tropiezan con una fuerte resistencia. Las normas básicas de comportamiento establecidas en nuestros primeros tiempos de monos cazadores siguen manifestándose en todos nuestros asuntos, por muy elevados que sean. Si la organización de nuestras actividades terrestres -alimentación, miedo, agresión, sexo, cuidados paternales- se hubiesen producido únicamente por medio culturales, no cabe duda de que actualmente la controlaríamos mejor y podríamos desviarla en uno y otro sentido, adaptándola a las crecientes y extraordinarias exigencias de nuestros avances tecnológicos. Pero no hemos hecho nada de esto. Hemos inclinado reiteradamente la cabeza ante nuestra naturaleza animal y admitido tácitamente la existencia de la bestia compleja que se agita en nuestro interior. Si somos sinceros, tendremos que confesar que se necesitarán millones de años, y el mismo proceso genético de selección natural que la originó, para cambiarla. Mientras tanto, nuestras civilizaciones, increíblemente complicadas, podrán prosperar únicamente si las orientamos de manera que no choquen con nuestras básicas exigencias animales, ni tiendan a suprimirlas. Desgraciadamente, nuestro cerebro pensante no está siempre de acuerdo con nuestro cerebro sensitivo. Hay muchos ejemplos que muestran el punto en que se han extraviado las cosas y en que las sociedades humanas se han estrellado o se han embrutecido.

En los capítulos siguientes trataremos de ver cómo se ha producido esto; pero, ante todo, hay que contestar a una pregunta: la pregunta que hemos formulado al comenzar este capítulo. Cuando nos enfrentamos por primera vez con esta extraña especie, advertimos que tenía un rasgo que la diferenciaba inmediatamente de las demás en la larga hilera de primates. Este rasgo era su piel desnuda, que me indujo, como zoólogo, a ponerle a esta criatura el nombre de «mono desnudo». Después, hemos visto que hubiéramos podido darle muchos otros nombres adecuados: mono vertical, mono artesano, mono cerebral, mono territorial, etcétera. Pero no fueron éstas las primeras cosas que advertimos en él. Considerado simplemente como un ejemplar zoológico en un museo, es su desnudez lo que nos choca desde el primer momento, y por esto nos aferramos a aquel nombre, aunque sólo sea para mantenernos en la línea de otros estudios zoológicos y para recordar que es por este camino especial por el que vamos a abordar el tema. Pero, ¿qué significa este extraño rasgo? ¿Por qué ha tenido que convertirse el mono cazador en mono desnudo?

Desgraciadamente, los fósiles no nos sirven de mucho cuando se trata de diferencias de piel o de cabello; por esto no tenemos idea del momento exacto en que se produjo la gran denudación. Podemos estar bastante seguros de que no sucedió antes de que nuestros antepasados abandonaran sus hogares de los bosques. Es una transformación tan extraña, que parece mucho más probable que haya sido una circunstancia más del gran cambio acaecido en el escenario de los espacios abiertos. Pero, ¿cómo ocurrió exactamente, y en qué ayudó a la supervivencia del nuevo mono?

Este problema ha intrigado a los expertos desde hace mucho tiempo, suscitando ingeniosas teorías. Una de las ideas más prometedoras es que fue parte del proceso de neotenia. Si observamos a un chimpancé en el momento de nacer, veremos que tiene mucho pelo en la cabeza y que su cuerpo es casi lampiño. Si esta circunstancia se prolongase en la vida adulta del animal por neotenia, la condición pilosa del chimpancé adulto sería muy parecida a la nuestra.

Es interesante el hecho de que, en nuestra especie, esta supresión neoténica del crecimiento piloso no ha sido enteramente lograda. El feto en desarrollo inicia el camino hacia el pelaje típico de los mamíferos, hasta el punto de que, entre el sexto y el octavo mes de su vida intrauterina, está casi completamente cubierto de finísimo vello. Esta envoltura fetal se denomina lanugo y no se expulsa hasta muy poco antes del nacimiento. Los niños prematuros llegan a veces al mundo provistos de su lanugo, para susto de sus padres; pero, salvo en contadas ocasiones, aquél se cae rápidamente. Sólo se conocen unos treinta casos de familias que han producido retoños hirsutos cuyo vello se ha conservado hasta la edad adulta.

Sin embargo, todos los miembros adultos de nuestra especie poseen una gran cantidad de pelos en el cuerpo; más, en realidad, que nuestros parientes los chimpancés. Nuestra apariencia se debe, más que a la pérdida de ello, a la finura del que tenemos. (Diré, de paso, que esto no es aplicable a todas las razas: los negros han sufrido una verdadera pérdida de vello, además de la aparente.) Esta circunstancia ha inducido a ciertos anatomistas a declarar que no podemos considerarnos como una especie lampiña o desnuda, y un famoso autor llegó a decir que la declaración de que somos «los menos velludos de todos los primates está muy lejos de ser cierta; afortunadamente, no necesitamos para nada las numerosas y extrañas teorías formuladas para explicar nuestra imaginaria pérdida de vello». Esto carece de sentido. Es como decir que el ciego no es ciego porque tiene un par de ojos. Desde el punto de vista funcional, estamos completamente desnudos, y nuestra piel está plenamente expuesta al mundo exterior. Este estado de cosas tiene que ser aún explicado, independientemente de los pelitos que podamos contar con ayuda de una lupa.

La explicación neoténica nos da solamente una clave de cómo pudo producirse la denudación. Nada nos dice acerca del valor de la desnudez como nueva característica que ayudó al mono desnudo a sobrevivir en un medio hostil. Puede argüirse que no tenía ningún valor, que no fue más que un derivado de otros cambios neoténicos, más vitales, como el crecimiento del cerebro. Pero, como ya hemos visto, la neotenia es un proceso de retraso diferencial de los procesos de desarrollo. Algunas cosas se retrasan más que otras, el grado de crecimiento se descompensa. Por consiguiente, es poco probable que un rasgo infantil tan peligroso, en potencia, como la desnudez, persistiese simplemente porque se retrasaban otros cambios. Si no hubiese tenido algún valor especial para la nueva especie, habría sido rápidamente eliminado por la selección natural.

¿Cuál era, pues, el valor vital de la piel desnuda? Una explicación podría ser que, cuando el mono cazador abandonó su vida nómada y se estableció en residencias fijas, sus cubiles se vieron infestados por los parásitos de la piel. El empleo de los mismos dormitorios noche tras noche pudo proporcionar un campo abonado para la cría de gran variedad de ácaros, gorgojos, pulgas y chinches, hasta el punto de constituir un grave riesgo de enfermedades. Despojándose de su capa de vello, el cazador morador del cubil se hallaba en mejores condiciones de enfrentarse con el problema.

Puede haber algo de verdad en esta idea, pero resulta difícil otorgarle tanta importancia. Son muy pocos los mamíferos que viven en cubiles -y sus especies se cuentan por centenares- que han dado un paso de esta naturaleza. Sin embargo, aunque la denudación se produjese por otra causa, es indudable que facilita a eliminación de los parásitos, tarea en la que actualmente siguen perdiendo mucho tiempo los primates velludos.

Otra teoría por el mismo estilo sostiene que el mono cazador comía de una manera tan desordenada que su capa de pelo tenía que ensuciarse terriblemente, con el consiguiente riesgo de enfermedades. A este respecto, se observa que los buitres, que hunden la cabeza y el cuello en la carne podrida, han perdido las plumas de estas partes del cuerpo; el mismo fenómeno, extendido a todo el cuerpo, pudo producirse en el mono cazador. Pero cuesta creer que su aptitud para fabricar herramientas para matar y despellejar a sus presas precediese a la aptitud para servirse de otros objetos con que limpiar el vello de los cazadores. Incluso el chimpancé salvaje emplea a veces hojas a guisa de papel higiénico, cuando su defecación le resulta dificultosa.

Se ha sugerido también que fue el creciente uso del fuego lo que originó la pérdida de la capa de vello. Los que tal sostienen dicen que el mono cazador sólo debía sentir frío durante la noche, y que, cuando disfrutó del lujo de sentarse junto a la fogata, pudo prescindir de su abrigo de piel y ponerse en mejores condiciones para combatir el calor diurno.

Otra teoría, más ingeniosa, sostiene que, antes de convertirse en mono cazador, el mono salido de los bosques pasó por una larga fase de mono acuático. Se conjetura que se trasladaría a las playas tropicales en busca de comida. Allí encontraría mariscos y otros animales costeros en relativa abundancia, que debían de constituir un alimento más rico y sabroso que el de las llanuras. Al principio, empezaría por buscar entre las rocas y en aguas poco profundas; pero, gradualmente, aprendería a nadar y a sumergirse en busca de la presa. Durante este proceso, dicen, perdería su pelo, como otros mamíferos que volvieron al mar. Sólo la cabeza, que emergería de la superficie conservó su pelo protector para resguardarse de los rayos del sol. Más tarde, cuando sus herramientas (a base, en un principio, de conchas abiertas de moluscos) se hubieron perfeccionado lo bastante, debió de abandonar las playas y dirigirse a los espacios abiertos como un aprendiz de cazador.

Esta teoría, dicen sus defensores, explica la razón de que nos movamos tan fácilmente en el agua, mientras nuestros más próximos parientes, los chimpancés, lo hacen torpemente y se ahogan muy de prisa. Explica la forma alargada de nuestro cuerpo e incluso su posición vertical, presuntamente adquirida al introducirnos en aguas cada vez más profundas. Y aclara una curiosa circunstancia de los restos de vello que conservamos en el cuerpo. Un examen atento revela que la dirección de los finos pelitos de nuestra espalda difiere extrañamente de la que presentan los de otros monos. En nosotros, apuntan diagonalmente hacia atrás y hacia dentro, en dirección a la espina dorsal. Siguen, pues, la dirección de la corriente de agua que pasa por encima del cuerpo del nadador e indican que, si la capa de vello se modificó antes de desaparecer, lo hizo exactamente de la manera más conveniente para reducir la resistencia durante la natación. Se observa, también, que somos los únicos primates que poseemos una gruesa capa subcutánea de grasa. Esto se interpreta como equivalencia de la capa de esperma de la ballena o de la foca, aislante compensador. Se hace hincapié en que no se ha dado otra explicación a este rasgo de nuestra anatomía. Incluso se saca a colación, para apoyar la teoría acuática, el carácter sensitivo de nuestras manos. Una mano relativamente tosca puede, a fin de cuentas, empuñar un palo o una piedra, pero requiere una fina sensibilidad para palpar la comida dentro del agua. Quizá de esta manera adquirió el mono de tierra su supermano, transmitiéndola después al mono cazador. Por último, la teoría acuática se burla de los tradicionales buscadores de fósiles, haciéndoles ver su singular fracaso en descubrir los eslabones vitales que faltan en nuestro remoto pasado, y les advierte irónicamente que, si se tomaran el trabajo de buscar en las zonas que constituyeron las costas africanas hace un millón de años, podrían encontrar algo que redundara en su beneficio.

Desgraciadamente, esto está todavía por hacer, y, a pesar de sus impresionantes indicios indirectos, la teoría acuática no tiene nada sólido en que apoyarse. Explica con claridad muchos rasgos especiales, pero exige, a cambio, la aceptación de una hipotética e importantísima fase de la evolución, no demostrada de manera directa. (Aunqueen definitiva, resultara verdad, no chocaría gravemente con el cuadro general de la evolución del mono como cazador partiendo del mono salido de los bosques. Significaría, simplemente, que el mono de tierra se dio una saludable zambullida.)

Otra teoría sugirió, sobre una base completamente distinta, que la pérdida del vello no fue una reacción contra el medio físico, sino un fenómeno de carácter social. En otras palabras, se produjo, no como artificio mecánico, sino que señal. Muchas especies presentan zonas lampiñas en su piel, y, en ciertos casos, parecen éstas actuar como una especie de marcas de identificación, que permiten a un mono reconocer a otro, como perteneciente a su propia clase o a otra distinta. La pérdida de vello por el mono cazador es simplemente considerada como una característica, arbitrariamente elegida, que fue adoptada por esta especie como señal de identidad. Desde luego, es innegable que la absoluta desnudez debió de facilitar enormemente la identificación del mono desnudo, pero existen muchos medios menos drásticos de conseguir el mismo objeto sin necesidad de sacrificar una valiosa capa aislante.

Otra sugerencia, que sigue una línea parecida, imaginó la pérdida de vello como una extensión de la diferenciación sexual. Dicen que los mamíferos machos son, generalmente, más velludos que las hembras, y que, al incrementarse esta diferenciación sexual, la hembra del mono desnudo se hizo cada vez más atractiva para el macho. La pérdida de vello afectaría también al macho, pero con mayor intensidad y con zonas especiales de contraste, como por ejemplo, la de la barba.

Esta última idea explica, quizá, las diferencias sexuales en lo tocante a la vellosidad, pero también aquí puede decirse que la pérdida de la capa aislante habría sido un precio muy alto por la sola consecución de un mejor aspecto sexual, aun contando con la compensación de la grasa subcutánea. Una variante de esta teoría sostiene que la importancia sexual residía, más que en el aspecto, en la sensibilidad al tacto. Puede, en efecto, argüirse que, al exponer la piel desnuda durante los encuentros sexuales, tanto el macho como la hembra se hacían más sensibles a los estímulos eróticos. En una especie en que se estaba desarrollando la ligadura por parejas, esto aumentaría la excitación de las actividades sexuales y apretaría el lazo que unía a la pareja al intensificar el goce de la cópula.

Quizá la explicación más corriente de la pérdida de vello es la que la considera como un medio de refrigeración. Al salir de los umbríos bosques, el mono cazador se exponía a temperaturas mucho más elevadas que las que estaba acostumbrado a soportar, y así se conjetura que se quitó el abrigo de piel para evitar un exceso de calor. Superficialmente, eso es bastante razonable. A fin de cuentas, también nosotros nos quitamos la chaqueta en los cálidos días de verano. Pero la teoría no resiste un examen más atento. En primer lugar, ninguno de los otros animales de campo abierto (me refiero a los que tienen aproximadamente nuestro tamaño) ha dado un paso de esta clase. Si la cosa hubiese sido tan sencilla, sin duda encontraríamos algunos leones o chacales lampiños. Sin embargo, están cubiertos de pelo corto, pero tupido. La exposición al aire de la piel desnuda aumenta, ciertamente, la posibilidad de pérdida de calor y, como saben muy bien nuestros bañistas, el peligro de lesiones por la acción de los rayos del sol. Experimentos realizados en el desierto han demostrado que las vestiduras ligeras puede reducir la pérdida de calor al impedir la evaporación del agua, pero reducen también la absorción del mismo en un 55 por ciento, en comparación con el que se absorbe en un estado de desnudez total. A temperatura realmente elevadas, los vestidos, gruesos y holgados, del tipo empleado en los países árabes, ofrecen aún más protección que las ropas ligeras. Cierran el paso al calor exterior y, al mismo tiempo, permiten que el aire circule alrededor del cuerpo y ayude a la evaporación del sudor.

Salta a la vista que la situación es más complicada de lo que parecía. Mucho dependerá de los niveles exactos de temperatura del medio y de la cantidad de radiaciones solares directas. Aunque supongamos que el clima era favorable a la pérdida de vello -esto es, moderadamente caluroso, no intensamente cálido-, todavía tendremos que explicar la chocante diferencia existente, a este respecto, entre el mono desnudo y los otros carnívoros que viven a campo raso.

Podemos hacerlo de una manera que quizá nos dé la mejor solución a todo el problema de nuestra desnudez. La diferencia esencial entre el mono cazador y sus rivales carnívoros consistía en que aquél no estaba físicamente pertrechado para correr velozmente detrás de su presa, ni siquiera para emprender largas y fatigosas persecuciones. Sin embargo, era precisamente esto lo que tenía que hacer. Lo consiguió gracias a su mejor cerebro, que le permitió moverse inteligentemente y emplear armas letales; pero, a pesar de esto, sus esfuerzos tuvieron que someterle a una enorme tensión en puros términos físicos. La caza era tan importante para él, que no tuvo más remedio que pechar con ella, pero, al hacerlo, tuvo que experimentar un considerable exceso de calor. Sin duda se produjo una fuerte presión selectiva para reducir esta sobrecarga de calor, y cualquier mejoramiento había de ser bien recibido, aunque significase sacrificios en otras direcciones. La propia supervivencia dependía de ello. Este fue, seguramente, el factor clave de la conversión del velludo mono cazador en el mono desnudo. Contando con la ayuda de la neotenia para contribuir al proceso en curso, y con las ventajas de los otros beneficios ya mencionados, la hipótesis resulta bastante viable. Con la pérdida de la pesada capa de vello y con el aumento del número de glándulas sudoríparas en toda la superficie del cuerpo, podía lograrse una refrigeración considerable -no para la vida de cada momento, sino para los momentos supremos de la caza- con la producción de una abundante capa de líquido sometido a evaporación, sobre el tronco y los tensos miembros expuestos al aire libre.

Naturalmente, este sistema no sería eficaz en un clima sumamente tórrido, debido al daño que sufriría la piel al descubierto, pero sí sería aceptable en un medio moderadamente cálido. Es interesante observar que este fenómeno fue acompañado del desarrollo de una capa subcutánea de grasa, lo cual indica que existía la necesidad de mantener el cuerpo caliente en otras ocasiones. Aunque parezca que esto compense la pérdida del abrigo de pelo, hay que recordar que la capa de grasa ayuda a conservar el calor del cuerpo en ambientes fríos, sin impedir la evaporación del sudor cuando se produce un calentamiento excesivo. La combinación de la eliminación del pelo, el aumento de las glándulas sudoríparas y la capa de grasa bajo la piel, parecen haber proporcionado a nuestros esforzados antepasados lo que precisamente necesitaban, si tenemos en cuenta que la caza era uno de los aspectos más importantes de su nuevo sistema de vida.

Y ahí tenemos a nuestro Mono Desnudo, vertical, cazador, fabricante de armas, territorial, neoténico, cerebral, primate por linaje y carnívoro por adopción, dispuesto a conquistar el mundo. Pero es un producto novísimo y experimental, y, con frecuencia, los modelos nuevos presentan imperfecciones. Sus principales agobios derivarán del hecho de que sus progresos culturales rebasarán a todos los progresos genéticos. Sus genes quedarán rezagados, y tendremos que recordar constantemente que, a pesar de todos sus éxitos en la adaptación al medio, sigue siendo, en el fondo, un mono desnudo.

Llegados a este punto, podemos prescindir de su pasado y ver cómo lo encontramos en la actualidad. ¿Cómo se comporta el moderno mono desnudo? ¿Cómo resuelve los antiguos problemas de la alimentación, de la lucha, del apareamiento, de la crianza de sus hijos? ¿Hasta qué punto ha podido el computador que tiene por cerebro reorganizar sus impulsos de mamífero? Quizá tiene que hacer más concesiones de las que se atrevería a confesar. Vamos a verlo.

Capítulo 2