Para empezar, debe todas sus cualidades sexuales básicas a su antepasado el mono de los bosques, comedor de frutos. Estas características fueron después drásticamente modificadas para adaptarlas a su vida de cazador en campo abierto. Esto era bastante difícil, pero, a continuación, tuvo que adaptarse al rápido desarrollo de una estructura social crecientemente compleja y determinada por la cultura.
El primero de estos cambios, de comedor de frutos sexual a cazador sexual, fue realizado en un período de tiempo relativamente largo y con éxito aceptable. El segundo cambio fue menos afortunado. Se produjo con demasiada rapidez y tuvo que depender de la inteligencia y de la aplicación de una sujeción aprendida, más que de modificaciones biológicas fundadas en la selección natural. Podríamos decir que, más que moldear la civilización el moderno comportamiento sexual, ha sido el comportamiento sexual el que ha dado forma a la civilización. Si esta declaración parece demasiado rotunda, permítanme exponer primero el caso, para volver a argumentar al final de este capítulo.
En primer lugar, tenemos que establecer con exactitud la manera en que se comporta actualmente el mono desnudo en el terreno sexual. Esto no es tan sencillo como parece, debido a la gran variedad que existe en y entre las sociedades. La única solución es sacar a colación el término medio, tomándolo de numerosos ejemplos de las sociedades más adelantadas. Podemos prescindir, en términos generales, de las sociedades reducidas, atrasadas y poco florecientes. Estas pueden tener costumbres sexuales extrañas y curiosas, pero, biológicamente hablando, no representan la corriente principal de la evolución. Es muy posible que su raro comportamiento sexual haya contribuido a su fracaso biológico como grupos sociales.
La mayor parte de la información detallada que tenemos que nuestra disposición proviene de numerosos y fatigosos estudios realizados en años recientes en Norteamérica y fundados principalmente en su cultura. Afortunadamente, es una cultura biológicamente amplísima y floreciente, y puede ser tomada, sin miedo de distorsión, por representativa del moderno mono desnudo.
El comportamiento sexual pasa, en nuestra especie, por tres fases características: formación de la pareja, actividad precopulativa, y cópula, en general, pero no siempre por este mismo orden. La fase de formación de la pareja, normalmente llamada galanteo, es notablemente prolongada, a escala animal, y con frecuencia dura semanas e incluso meses. Como ocurre en muchas otras especies, se caracteriza por un comportamiento experimental y ambivalente, que implica conflictos entre el miedo, la agresión y la atracción sexual. El nerviosismo y la vacilación disminuyen poco a poco si las mutuas señales sexuales son lo bastante fuertes. Estas comprenden expresiones faciales complejas, actividades del cuerpo y manifestaciones verbales. Estas últimas abarcan las señales sonoras especializadas y simbolizadas del lenguaje, pero, y esto es igualmente importante, ofrecen al miembro del sexo opuesto un tono de expresión distinto. Con frecuencia se dice de las parejas de novios que «murmuran dulces tonterías», y esta fase compendia claramente el significado del tono de la voz, en contraste con lo que se habla.
Después de las fases iniciales de exhibición visual y vocal, se realizan contactos corporales. Estos acompañan generalmente a la locomoción, que aumenta ahora considerablemente cuando la pareja está junta. Los contactos de las manos y los brazos van seguidos de los de la boca a cara y de boca a boca. Se producen besuqueos mutuos, ya en posición estática, ya durante la locomoción. Con frecuencia vemos súbitas carreras, presecuciones, saltos y pasos de baile, y pueden también reaparecer las manifestaciones infantiles.
Gran parte de esta fase de formación de la pareja puede desarrollarse en público, pero cuando se pasa a la fase precopulativa se busca la soledad, y las sucesivas formas de comportamiento se producen, en lo posible, aisladamente de los otros miembros de la especie. En la fase precopulativa aumenta de manera chocante la adopción de la posición horizontal. Los contactos entre los cuerpos aumentan de intensidad y duración. Las posiciones poco intensas de costado dan progresivamente paso a los contacto cara a cara de gran intensidad. Estas posiciones pueden mantenerse durante muchos minutos o incluso varias horas, mientras las señales visuales y vocales pierden gradualmente importancia y se hacen más frecuentes las señales táctiles. Estas comprenden pequeños movimientos y variadas presiones de todas las partes del cuerpo, pero particularmente de los dedos, manos, labios y lengua. La pareja se despoja total o parcialmente de la ropa y el estímulo táctil de piel a piel es aumentado en una zona lo mayor posible.
Durante esta fase, los contactos boca a boca alcanzan su mayor frecuencia y duración, y la presión ejercida por los labios varía desde una suavidad extrema a una extrema violencia. Durante las respuestas de alta intensidad, los labios se separan y la lengua se introduce en la boca del compañero. Los movimientos activos de la lengua sirven para estimular la piel sensible del interior de la boca. Los labios y la lengua se aplican también a otras muchas zonas del cuerpo del compañero, especialmente a los lóbulos de las orejas, el cuello y los órganos genitales. El macho presta atención particular a los senos y los pezones de la hembra, y el contacto de los labios y la lengua se convierten en más complicados lametones y chupetones. Una vez establecido el contacto, los órganos genitales del compañero pueden ser también objeto de acciones de esta clase. Cuando se produce esto, el macho suele concentrarse principalmente en el clítoris de la hembra, y la hembra en el pene del macho, aunque en ambos casos se abarcan otras zonas.
Además del beso y de las acciones de lamer y de chupar, la boca se aplica también a diversas regiones del cuerpo del compañero en una acción de morder, de intesidad variable. En general, esto se limita a suaves mordiscos de la piel, o a débiles pellizcos, pero a veces, puede convertirse en violentas e incluso dolorosas mordeduras.
Mezcladas con los estímulos vocales del cuerpo del compañero, y frecuentemente acompañándolos, se produce una abundante manipulación de la piel. Las manos y los dedos también exploran toda la superficie del cuerpo, pero especialmente la parte delantera y, cuando la intensidad es mayor, las nalgas y la región genital. Como en los contactos orales, el macho presta atención particular a los senos y pezones de la hembra. En su movimiento, los dedos golpean y acarician, repetidamente. De vez en cuando, agarran con fuerza, hasta el punto de que las uñas pueden hundirse profundamente en la carne. La hembra puede asir el pene del macho o sacudirlo rítmicamente, simulando los movimientos de la cópula, y el macho estimula los órganos genitales de la hembra, particularmente el clítoris, de modo parecido y frecuentemente con movimientos rítmicos.
Además de estos contactos de la boca, de las manos y del cuerpo en general, existe también una tendencia, en los momentos más intensos de actividad precopulativa, a frotar rítmicamente el sexo sobre el cuerpo del compañero. Se producen también muchas contorsiones y entrelazamientos de brazos y piernas, en ocasionales y fuertes contracciones musculares, de manera que el cuerpo experimenta una enorme tensión, seguida de relajamiento.
Estos, son, pues, los estímulos sexuales practicados en el compañero durante los arranques de actividad precopulativa, y que producen una excitación fisiológica sexual suficiente para que se produzca la cópula. Esta empieza con la inserción del pene del macho en la vagina de la hembra. Ordinariamente, se realiza cara a cara, con el macho sobre la hembra, ambos en posición horizontal y teniendo la hembra las piernas separadas. Existen muchas variaciones en esta posición, según veremos más adelante; pero ésta es la más sencilla y la más típica. Después, el macho inicia una serie de rítmicos empujes de la pelvis. Estos pueden variar considerablemente en fuerza y rapidez, pero, si no hay ningún impedimento, suelen ser rápidos y muy penetrantes. En el curso de la cópula, hay una tendencia a reducir los contactos orales y manuales, o, al menos, a reducir su sutileza y complejidad. Sin embargo, estas formas ahora subsidiarias de estímulo mutuo prosiguen en cierto modo durante la mayor parte de las secuencias de la cópula.
La fase copulativa es típicamente mucho más breve que la precopulativa. En la mayoría de los casos, y a menos que emplee tácticas dilatorias, el macho llega al momento de la eyaculación en pocos minutos. Otras hembras primates no parecen llegar a una culminación del episodio sexual; en cambio, la hembra del mono desnudo constituye una excepción a este respecto. Si el macho sigue copulando durante largo rato, también la hembra alcanza un momento de consumación, una experiencia orgásmica explosiva, tan violenta y liberadora de la tensión como la del macho, y fisiológicamente idéntica, salvo la única y natural excepción de la evacuación de esperma. Algunas hembras pueden llegar muy pronto a este momento, mientras que otras no llegan en absoluto; pero, en general, se alcanza entre los diez y los veinte minutos del comienzo de la cópula.
Es raro que exista esta discrepancia entre el macho y la hembra en lo que atañe al tiempo requerido para alcanzar el clímax sexual y el alivio a la tensión. Es éste un asunto que habremos de examinar con mayor detalle más adelante, cuando estudiemos la significación funcional de las diversas pautas sexuales. Bástenos decir aquí que el macho puede superar el factor tiempo y provocar el orgasmo de la hembra prolongando y agudizando los estímulos precopulativos, de modo que ella se encuentre ya fuertemente excitada antes de la penetración del pene, o bien empleando tácticas inhibitorias durante la cópula, a fin de retrasar el propio orgasmo, o prosiguiendo la cópula inmediatamente después de la eyaculación y antes de que cese la erección, o tomándose un poco de descanso y copulando por segunda vez. En este último caso, su debilitado impulso sexual hará que, automáticamente, tarde más tiempo en alcanzar el suyo.
Cuando ambos partícipes han experimentado el orgasmo, sigue normalmente un considerable período de agotamiento, de relajamiento, de descanso y, con frecuencia, de sueño.
De los estímulos sexuales debemos pasar ahora a las respuestas sexuales. ¿Cómo responde el cuerpo al estímulo intensivo? En ambos sexos se producen considerables aumentos de las pulsaciones, de la presión sanguínea y de la respiración. Estos cambios empiezan durante las actividades precopulatorias y alcanzan su máximo en el momento de la consumación. El número de pulsaciones, que normalmente es de 70 a 80 por minuto, se eleva a 90 ó 100 durante las primeras fases de la actividad intensa y llega hasta 150 en el orgasmo. La presión sanguínea, que empieza aproximadamente en 120, se eleva a 200 e incluso a 250 en el momento del clímax sexual. La respiración se hace más profunda y más rápida, y, al acercarse el momento del orgasmo, se convierte en un prolongado jadeo, a menudo acompañado de rítmicos gemidos o gruñidos. Al final, el rostro puede estar contraído, con la boca muy abierta y dilatadas las ventanas de la nariz, a la manera de los atletas en su máximo esfuerzo o de las personas a quienes les falta el aire.
Otro cambio importante que se produce durante la actividad sexual es una drástica mutación en la distribución de la sangre, desde las regiones más profundas a las zonas superficiales del cuerpo. Esta acumulación de sangre adicional en la piel tiene numerosas y chocantes consecuencias. No sólo es causa de que el cuerpo resulte más caliente al tacto -color o fuego sexual-, sino que produce ciertos cambios específicos en numerosas zonas particulares. Durante una intensa actividad, aparece un característico rubor sexual. Este se presenta corrientemente en la hembra; empieza en la región de piel que cubre el estómago y la parte superior del abdomen, se extiende a la parte alta del pecho, después a los lados y región media de los senos y, por último, a la parte inferior de éstos. También la cara y el cuello pueden verse afectados. En hembras muy sensibles, puede extenderse también al bajo vientre, a los hombros, a los codos y, con el orgasmo, a los muslos, a las nalgas y a la espalda. En ciertos casos, puede cubrir casi toda la superficie del cuerpo. Ha sido descrito como una especie de ataque de sarampión y resulta ser una señal óptica sexual. Ocurre también, aunque más raramente, en el macho, empezando igualmente por la región superior del abdomen y extendiéndose al pecho y, después, al cuello y a la cara. En ocasiones, cubre los hombros, los antebrazos y los muslos. Una vez producido el orgasmo, el rubor sexual desaparece rápidamente, siguiendo el orden inverso a su aparición.
Además del rubor sexual y de una vasodilatación general, existe también una marcada vasocongestión en varios órganos dilatables. Esta congestión sanguínea es producida por las arterias, que vierten sangre en estos órganos más de prisa de lo que tardan las venas en extraerla. Esta condición puede mantenerse durante largo tiempo porque la propia hinchazón de los vasos sanguíneos en dichos órganos contribuye a cerrar las venas que pretenden llevarse la sangre. Esto ocurre en los labios, la nariz, los lóbulos de las orejas, los pezones y los órganos genitales de ambos sexos, y también en los senos de la hembra. Los labios se hinchan, enrojecen y sobresalen más que en cualquier otro momento. Las partes blandas de la nariz se hinchan y las ventanas se dilatan. Los pezones aumentan de tamaño y se ponen erectos en ambos sexos, pero más en la hembra. (Esto no se debe sólo a la vasocongestión, sino también a la contracción del músculo del pezón.) La longitud del pezón de la hembra llega a aumentar un centímetro, y su diámetro hasta medio centímetro. La región circular de piel pigmentada que rodea los pezones también se hincha y toma un color más vivo en la hembra, pero no en el macho. Los senos de la hembra muestran igualmente un significativo aumento de tamaño. Cuando se ha alcanzado el orgasmo, el seno de la hembra habrá aumentado, por término medio, hasta un 25 por ciento de sus dimensiones normales. Se hace más firme, más redondeado y más protuberante.
Los órganos genitales de ambos sexos experimentan considerables cambios en los períodos de excitación. Las paredes vaginales de la hembra sufren una intensa vasocongestión que origina la rápida lubricación del tubo vaginal. En algunos casos, esto puede ocurrir a los pocos segundos de empezar la actividad precopulativa. Hay también alargamiento y distensión de los dos tercios interiores del tubo vaginal, y la longitud total de la vagina aumenta hasta diez centímetros en la fase de alta excitación sexual. Al acercarse al orgasmo, se hincha el tercio exterior del tubo vaginal y, durante aquél, se produce una contracción muscular espasmódica que dura de dos a cuatro segundos, seguida de contracciones rítmicas a intervalos de ocho décimas de segundo. Estas contracciones rítmicas oscilan entre tres y quince en cada orgasmo.
Durante la excitación, los órganos genitales externos femeninos se hinchan considerablemente. Los labios interiores se abren y se hinchan, y llegan a alcanzar hasta dos o tres veces su tamaño normal y salen fuera de la cortina protectora de los labios externos, añadiendo así un centímetro más a la longitud total de la vagina. Al aumentar la excitación, se produce otro cambio chocante en los labios interiores. Congestionados ya, y protuberantes, cambian ahora de color, adquiriendo un tono rojo brillante.
El clítoris (equivalente femenino del pene del macho) aumenta de tamaño y se hace más protuberante al empezar la excitación sexual; pero, al aumentar ésta, la hinchazón labial tiende a disimular esta cambio, y el clítoris se encoge bajo la caperuza labial. En esta fase avanzada, no puede ser estimulado directamente por el pene del macho; pero, al estar hinchado y sensibilizado, puede verse afectado indirectamente por las rítmicas presiones ejercidas sobre la región por los movimientos impulsores del macho.
El pene del macho experimenta con la excitación sexual grandes modificaciones. Blando y flácido al principio, se alarga, se endurece y se yergue, gracias a una intensa congestión de los vasos. Su normal longitud media de nueve centímetros y medio aumenta en siete u ocho centímetros. Su diámetro aumenta también considerablemente, de modo que la especie tiene el pene erecto más largo de todos los primates actuales.
En el momento culminante de la actividad sexual del macho, se producen varias poderosas contracciones musculares del pene, que proyecta el líquido seminal dentro del tubo vaginal. Las primeras contracciones son las más fuertes y se producen a intervalos de un octavo de segundo, semejantes a los de las contracciones vaginales orgásmicas de la hembra.
Durante la excitación, la piel del escroto del macho se contrae, y se reduce la movilidad de los testículos. Estos se elevan al acortarse los cordones espermáticos (lo propio ocurre a causa del frío, el miedo y la ira) y se juntan más al cuerpo. La congestión de los vasos de la región da por resultado un aumento del tamaño testicular, que llega a alcanzar un cincuenta e incluso un ciento por ciento.
Estas son, pues, las principales modificaciones causadas por la actividad sexual en los cuerpos masculino y femenino. Una vez alcanzado el clímax, todos los cambios observados se invierten rápidamente, y el individuo, relajado después del acto, recobra al instante el estado fisiológico tranquilo y normal. Vale la pena mencionar una última respuesta posorgásmica. Inmediatamente después del acto sexual, puede producirse un copioso sudor, tanto en el macho como en la hembra, independientemente del mayor o menor esfuerzo físico realizado en el curso de la actividad sexual. Pero si no guarda relación con el total desgaste de fuerzas, sí que la tiene con la intensidad del propio orgasmo. La capa de sudor se extiende sobre la espalda, los muslos y la parte alta del tórax. El sudor puede fluir de las axilas. En casos intensos, puede afectar a todo el tronco, desde los hombros hasta los muslos. También sudan las palmas de las manos y las plantas de los pies, y, cuando la cara ha estado arrebolada por el rubor sexual, puede aparecer el sudor en la frente y sobre el labio superior.
Este breve resumen de los estímulos sexuales de nuestra especie y de las respuestas obtenidas por los mismos puede servir de base para discutir la significación de nuestro comportamiento sexual en relación con nuestro linaje y con nuestro sistema general de vida; pero, ante todo, conviene señalar que no todos los estímulos y respuestas mencionados se producen con igual frecuencia. Algunos de ellos ocurren forzosamente cuando un macho y una hembra se juntan para la actividad sexual, pero otros se producen únicamente en cierta proporción según los casos. Pero, aun así, se producen con frecuencia para ser considerados como «características de la especie». En lo que atañe a las respuestas corporales, el rubor sexual aparece en un 75 por ciento de las hembras y, aproximadamente, en un 25 por ciento de los machos. El sudor copioso después del orgasmo es característico en un 33 por ciento de machos y hembras. Aparte de estos casos específicos, la mayoría de las otras respuestas corporales mencionadas se aplican a todos los casos, aunque, naturalmente, su intesidad y duración reales variarán según las circunstancias.
Otro punto que debemos aclarar es la distribución de estas actividades sexuales a lo largo de toda la vida del individuo. Durante la primera década de vida, ninguno de ambos sexos puede tener verdadera actividad sexual. Cierto que muchas veces observamos en los niños los llamados «juegos sexuales», pero es evidente que, hasta que la hembra empieza a ovular, y el macho a eyacular, no pueden producirse verdaderos actos sexuales. En algunas hembras, la menstruación empieza a los diez años, y a los catorce un 80 por ciento de las jóvenes mestrúan activamente. Todas lo hacen a los diecinueve. El crecimiento del vello del pubis, el ensanchamiento de las caderas y la hinchazón de los senos acompañan a dicho cambio y, en realidad, se anticipan a él. El crecimiento del cuerpo sigue un curso más lento y no es completo hasta los veintidós años.
La primera eyaculación de los muchachos no suele producirse hasta después de cumplir los once años; son, pues, sexualmente, más atrasados que las niñas. (La eyaculación más precoz registrada en un niño, a los ocho años, es un caso excepcional.) A los doce años, un 25 por ciento de los chicos han experimentado su primera eyaculación, y a los catorce lo han hecho un 80 por ciento. (Por consiguiente, alcanzan a las chicas al llegar a esta edad.) Por término medio, la primera eyaculación se produce a los trece años y diez meses. Lo mismo que en las chicas, otras características acompañan a este cambio. Empieza a crecer el pelo del cuerpo, especialmente en el pubis y en la cara. El orden típico de aparición de esta vellosidad es el siguiente: pubis, axilas, labio superior, mejillas, mentón y, después y más gradualmente, tórax y otras regiones del cuerpo. En vez del abultamiento de las caderas, se produce un ensanchamiento de los hombros. La voz se hace más grave. Este último cambio se observa también en las muchachas, pero con intensidad mucho menor. En ambos sexos, adviértase también una aceleración del crecimiento de los órganos genitales propiamente dichos.
Es interesante observar que, si medimos la actividad sexual en términos de frecuencia del orgasmo, el macho alcanza su máxima capacidad mucho más rápidamente que la hembra. Aunque el proceso de maduración sexual de aquél empieza aproximadamente un año más tarde que el de ésta, alcanza, empero, su culminación orgásmica antes de los veinte años, mientras que las jóvenes no la alcanzan hasta los veintipico o incluso los treinta y pico. En realidad, la hembra de nuestra especie tiene que cumplir los veintinueve para ponerse al nivel orgásmico de un macho de quince. Sólo un 23 por ciento de las hembras de quince años ha tenido especial del orgasmo, y de esta cifra sólo se eleva a un 53 por ciento a la edad de veinte. A los treinta y cinco, es de un 90 por ciento.
El macho adulto, realiza, por término medio, unos tres orgasmos por semana, y más de un 7 por ciento efectúa una eyaculación diaria o más. En el macho corriente, la frecuencia del orgasmo es mayor entre los quince y los treinta años, y desciende después, gradualmente, desde los treinta hasta la vejez. La facultad de realizar múltiples eyaculaciones se desvanece, y mengua el ángulo de erección del pene. Antes de los veinte años, la erección puede mantenerse, por término medio, cerca de una hora; en cambio, a los setenta, dura únicamente siete minutos. Sin embargo, un 70 por ciento de los machos son todavía sexualmente activos a los setenta años.
Una imagen parecida de sexualidad menguante podemos hallarla en la hembra. La más o menos repentina cesación de la ovulación, alrededor de los cincuenta años, no disminuye totalmente el grado de sensibilidad sexual, si consideramos a la población femenina en su conjunto. Existen, no obstante, grandes variaciones individuales en cuanto a la influencia de aquélla en el comportamiento sexual.
La inmensa mayor parte de la actividad copulativa que hemos examinado se produce cuando la pareja se encuentra atada por un vínculo. Este puede tener la forma del matrimonio reconocido oficialmente, o de una relación irregular de cualquier clase. La alta frecuencia de la cópula extramarital, que sabemos que existe, no debe tomarse como señal de promiscuidad desenfrenada. En la mayoría de los casos es consecuencia de un típico comportamiento de galanteo y formación de la pareja, aunque el lazo resultante no suele ser muy duradero. Aproximadamente un 90 por ciento de la población se empareja legalmente, pero el 50 por ciento de las hembras y el 84 por ciento de los varones han tenido experiencia de la cópula antes del matrimonio. A los cuarenta años, el 26 por ciento de las mujeres casadas y el 50 por ciento de los varones casados han realizado cópulas extramatrimoniales. También, en muchos casos, llegan a romperse totalmente los lazos oficiales (por ejemplo, un 0,9 por ciento en América, en 1956). Aunque muy fuerte, el mecanismo de este lazo está muy lejos de ser perfecto.
Ahora que hemos sentado todos estos hechos, podemos empezar a hacer preguntas. ¿De qué manera contribuye nuestro comportamiento sexual a nuestra supervivencia? ¿Por qué nos comportamos de esta manera, y no de otra cualquiera? Quizá podamos responder mejor a estas preguntas si formulamos otra: ¿Cómo es nuestro comportamiento sexual en comparación con el de otros primates actuales?
Inmediatamente podemos observar que la actividad sexual es mucho más intensa en nuestra especie que en las de los demás primates, incluidos nuestros más próximos parientes. Entre éstos, la prolongada fase de galanteo brilla por su ausencia. Son rarísimos los monos que establecen relaciones prolongadas de apareamiento. La actividad precopulativa es muy breve y consiste, generalmente, en unas cuantas expresiones y simples vocalizaciones. El acto en sí también es muy breve. (Los mandriles, por ejemplo, no tardan más de siete u ocho segundos entre el momento de montar a la hembra y la eyaculación con un total de quince movimientos de la pelvis o aún menos.) La hembra no parece experimentar la menor excitación. Si se produce en ella algo que merezca el nombre de orgasmo, no es más que una trivial respuesta, en comparación con la de la hembra de nuestra especie.
El período de receptividad sexual de la mona es todavía más limitado. Generalmente, sólo abarca una semana, o un poco menos, de su ciclo mensual. Esto supone ya un avance en relación con los mamíferos inferiores, en los cuales se ve severamente limitado al tiempo real de ovulación; pero, en nuestra propia especie, la tendencia del primate a una receptividad mayor ha sido llevada hasta el límite, pues la hembra es virtualmente receptiva en todos los tiempos. Cuando una mona queda preñada o amamanta a su pequeño, deja de ser sexualmente activa. En cambio, nuestra especie ha extendido también su actividad sexual a estos períodos, de manera que sólo hay un breve tiempo, inmediatamente antes y después del parto, en que la cópula está seriamente limitada.
Salta a la vista que el mono desnudo es el primate actual de sexo más activo. Para observar la razón de esto tenemos que observar de nuevo sus orígenes. ¿Qué ocurrió? Primero: tenía que cazar, si quería sobrevivir. Segundo: tenía que mejorar su cerebro, para compensar su debilidad física de cazador. Tercero: tenía que tener una infancia más prolongada, para desarrollar y educar su cerebro. Cuarto: las hembras tenían que quedarse a cuidar de los pequeños, mientras los machos salían de caza. Quinto: los machos tenían que colaborar entre sí en los trabajos de la caza. Sexto: tenía que erguirse y emplear armas, para que la caza fuese fructífera. No quiero decir con esto que los cambios se produjeron en este mismo orden; por el contrario, parece indudable que se realizaron gradual y simultáneamente, ayudando cada modificación a todas las demás. Me he limitado a enumerar los seis cambios mayores y fundamentales que tuvieron lugar en la evolución del mono. Pero creo que, en estos cambios, están todos los ingredientes necesarios para explicar nuestra presente complejidad sexual.
Para empezar, los machos tenían que estar seguros de que sus hembras les serían fieles cuando las dejaran solas para ir de caza. Por consiguiente, las hembras tenían que desarrollar una tendencia a la formación de parejas. También si se suponía que los machos más débiles tenían que cooperar en la caza, había que otorgarles mayores derechos sexuales. Las hembras tendrían que ser más compartidas, y la organización sexual, más democrática, menos tiránica. También los machos necesitaban una tendencia más fuerte al emparejamiento. Además, los machos estaban ahora provistos de armas mortíferas, y las rivalidades sexuales hubiesen resultado demasiado peligrosas: una nueva y buena razón de que cada macho se contentara con una sola hembra. Y, por si todo esto fuera poco, el lento crecimiento de los pequeños motivaba que aumentasen sus exigencias a los padres. Tenía que perfeccionarse el comportamiento familiar y repartir los deberes paternos entre el padre y la madre, otra buena razón para establecer una pareja firme.
Tomando esta situación como punto de partida, podemos ver ahora cómo se desarrollaron otros aspectos de la cuestión. El mono desnudo tenía que crear la facultad de enamorarse, de unirse sexualmente con un solo compañero, a fin de lograr el lazo entre los dos. De cualquier modo que se plantee el asunto, siempre volvemos a lo mismo. ¿Cómo se las ingenió para lograr esto? ¿Qué factores le ayudaron en esta tarea? Como primate, debía de tener ya una tendencia a formar breves enparejamientos de unas horas, o incluso de unos días, de duración; pero esto tenía que ser intensificado y ampliado. Una de las circunstancias que debieron de ayudarle fue su propia prolongada infancia. Durante los largos años de su crecimiento, debió de tener ocasión de crear una profunda relación personal con sus padres, una relación mucho más fuerte y duradera que cuanto podía experimentar un joven mono. La pérdida de este lazo familiar, al llegar a la madurez y a la independencia, tenía que producir «un vacío afectivo», un hueco que había de llenar. Por consiguiente, se hallaría bien dispuesto para la creación de un nuevo e igualmente poderoso vínculo que sustituyese al antiguo.
Aunque esto era suficiente para intensificar su necesidad de formar un nuevo lazo entre dos, se requerían ayudas adicionales para conservarlo. Tenía que durar lo necesario para el largo proceso de crianza de los hijos. Ya que se había enamorado, tenía que seguir enamorado. Había conseguido lo primero inventando una fase de galanteo prolongado y excitante pero necesitaba algo más después de esto. El método más sencillo y más directo de lograrlo consiste en hacer más complejas y placenteras las actividades compartidas de la pareja. En otras palabras, conseguir que el sexo fuera más sexo.
¿Cómo se consiguió? De todas las maneras posibles: ésta parece ser la respuesta acertada. Si volvemos ahora al comportamiento del mono desnudo actual, vemos cómo el plan toma forma. La aumentada receptividad de la hembra no puede explicarse únicamente en términos de aumento de la natalidad. Es indudable que, al encontrarse dispuesta a copular cuando se halla todavía en la fase de crianza del niño, la hembra acrecienta el ritmo de los nacimientos. Dado el largo período de dedicación a aquélla, sería un desastre si la hembra obrase de otro modo. Pero esto no explica por qué está en disposición de recibir al varón y de excitarse sexualmente a lo largo de cada uno de sus ciclos mensuales. Unicamente ovula en un momento de aquel ciclo; por consiguiente, las uniones fuera de aquel tiempo no pueden ejercer una función procreadora. La gran abundancia de copulación en nuestra especie se debe, evidentemente, no a la producción de retoños, sino al reforzamiento del lazo entre la pareja, gracias a los mutuos goces de los compañeros sexuales. Entonces, la reiterada consecución de la consumación sexual, no es, para la pareja, un fruto refinado y decadente de la civilización moderna, sino una sana tendencia de nuestra especie, con base biológica y profundamente arraigada.
Incluso cuando ha interrumpido sus ciclos mensuales -en otras palabras, cuando está embarazada-, la hembra sigue respondiendo al varón. Esto tiene también particular importancia porque con el sistema de un-varón-una-hembra sería peligroso defraudar al varón durante un período tan largo. Podría poner en peligro la vinculación entre la pareja.
Aparte del aumento de la cantidad de tiempo en que pueden desarrollarse las actividades sexuales, estas propias actividades han sido perfeccionadas. La vida cinegética que nos desnudó la piel y nos dio manos más sensibles, nos brindó un campo mucho más amplio para el estímulo sexual del contacto entre los cuerpos. Estos desempeñan importantísimo papel en el comportamiento precopulativo. Los golpecitos, los roces, las presiones y las caricias son más abundantes e intensas que en cualquier otra especie de primate. Además, ciertos órganos especializados, como los labios, los lóbulos de las orejas, los pezones, los senos y los órganos genitales, están abundantemente dotados de terminaciones nerviosas y han llegado a sensibilizarse sobremanera al estímulo táctil erótico. Ciertamente, los lóbulos de las orejas parecen haber evolucionado exclusivamente para este fin. Los anatomistas los han calificado a menudo de apéndices insignificantes o de «inútiles y grasosas excrecencias». En términos generales, los explican como «residuos» de los tiempos en que teníamos grandes las orejas. Pero si observamos otras especies de primates, descubrimos que no poseen lóbulos carnosos en el pabellón de la oreja. Parece más bien que, lejos de ser un residuo, son algo nuevo; y al advertir que bajo la influencia del estímulo sexual se ponen congestionados, hinchados e hipersensibles, casi no se puede ya dudar de que su evolución no ha tenido otro móvil que la producción de otra zona erógena. (Aunque parezca extraño, el humilde lóbulo de la oreja ha sido bastante olvidado a este respecto, y vale la pena consignar que se han registrado casos, tanto en varones como en hembras, en que se ha producido el orgasmo como resultado de estímulos en el lóbulo de la oreja.) Es interesante observar que la nariz carnosa y protuberante de nuestra especie es otro rasgo único y misterioso que los anatomistas no pueden explicar. Uno de ellos ha dicho que es, simplemente, «una variación prominente, sin ninguna significación funcional». Resulta difícil creer que algo tan positivo y distintivo en el campo de los apéndices de los primates haya evolucionado sin tener una función. Y cuando leemos que las paredes laterales de la nariz contienen un tejido esponjoso eréctil, que, por vasocongestión durante la excitación sexual, conduce a una expansión y ensanchamiento de las ventanas de la nariz, empezamos a hacernos preguntas sober la cuestión.
A semejanza del mejorado repertorio táctil, existen algunos desarrollos visuales bastante singulares. La compleja expresión facial representa aquí un importante papel, aunque su evolución tiene que ver también con el mejoramiento de las comunicaciones en muchos otros aspectos. Como especie primate, poseemos la musculatura facial más desarrollada y más compleja de todo el grupo. En realidad, tenemos el sistema de expresión facial más sutil y complejo de todos los animales que viven en la actualidad. Mediante pequeños movimientos de la carne que rodea la boca, la nariz, los ojos, las cejas y la frente, y la combinación de estos movimientos en una enorme variedad de conjuntos, podemos transmitir toda una serie de complejos cambios de humor. Durante los encuentros sexuales, y en especial durante la primera fase de galanteo, estas expresiones revisten primordial importancia. (Su forma exacta se expondrá en otro capítulo.) La dilatación de la pupila se produce también durante el período de excitación sexual, y aún más de lo que imaginamos. La superficie del ojo brilla también más.
Como los lóbulos de las orejas y la nariz prominente, los labios de nuestra especie son también distintivos singulares que no se encuentran en los otros primates. Desde luego, todos los primates tienen labios, pero no vueltos hacia fuera como nosotros. El chimpancé puede sacar y doblar los labios en una mueca exagerada, poniendo al descubierto, cuando lo hace, una membrana mucosa que normalmente permanece escondida dentro de la boca. Pero los labios son mantenidos durante breve tiempo en esta posición antes de que el animal vuelva a adoptar su expresión normal de «labios apretados». Nosotros, en cambio, tenemos permanentemente salientes los labios. A los ojos de un chimpancé, debemos de estar haciendo una mueca continua. Si tienen ustedes ocasión de ser besados por un chimpancé amigable, el beso aplicado al cuello les convencerá de su habilidad en ofrecer una señal táctil con los labios. Para el chimpancé, se trata de una señal de saludo más que sexual; en cambio, en nuestra especie se emplea para ambas cosas, y el contacto del beso se hace más frecuente y prolongado durante la fase precopulativa. Teniendo en cuenta esta finalidad, fue seguramente más conveniente tener las superficies mucosas sensibles permanentemente al descubierto, de modo que no hubiese que mantener las especiales contracciones musculares de la boca durante los prolongados contactos del beso. Pero esto no es todo. Los labios descubiertos y mucosas tomaron una forma característica y bien definida. No se confundieron de modo gradual con la piel facial circundante, sino que se formó una línea fija de delimitación. Así, llegaron a ser también un órgano importante de señales visuales. Ya hemos visto que la excitación sexual produce hinchazón y enrojecimiento de los labios, y la clara demarcación de su zona contribuyó, sin duda alguna, al perfeccionamiento de estas señales, haciendo más fácilmente reconocibles los sutiles cambios en las condiciones de los labios. También salta a la vista que, incluso fuera del estado de excitación, son éstos más rojos que el resto de la piel de la cara, y que el simple hecho de su existencia, y aun cuando no indiquen ningún cambio de condición fisiológica, actuarán como señales anunciadoras, llamando la atención sobre la existencia de una estructura sexual táctil.
Intrigados por la significación de nuestros singulares labios mucosos, ciertos anatomistas declaran que «todavía no comprendemos claramente» su evolución, y sugirieron que quizá tiene algo que ver con la prolongada acción de chupar que realiza el niño durante su lactancia. Pero también el joven chimpancé efectúa copiosamente esta acción de chupar con eficacia, y, en todo caso, sus labios, más musculares y prensiles que los nuestros, parecen estar aún mejor dispuestos para ello. Esto tampoco explica la evolución de la marcada separación entre los labios y la piel facial circundante, ni las sorprendentes diferencias entre los labios de las gentes de piel blanca y las de color. En cambio, si consideramos los labios como aparatos de señales visuales, estas diferencias son más fáciles de comprender. Al exigir las condiciones climáticas una piel más oscura esto redunda en perjuicio de la eficacia de los labios como emisores de señales visuales, ya que es menor el contraste de colores. Si su función de emisores de señales es realmente importante, tenía que producirse alguna clase de compensación, y esto es precisamente lo que parece haber ocurrido: los labios negroides resultan más visibles debido a haber aumentado de tamaño y a haberse hecho más protuberantes. Lo que perdieron en contraste de colores lo ganaron en forma y en tamaño. También los bordes de los labios negroides aparecen más firmemente delineados. Las «costuras labiales» de las razas más pálidas forman crestas más prominentes y de color más pálido que el resto de la piel. Anatómicamente consideradas, estas características negroides no parecen ser primitivas, sino que más bien representan un positivo avance en la especialización de la región labial.
Existen otras muchas señales sexuales visuales evidentes. Como se ha mencionado anteriormente, la pubertad y, con ella, el alcance de un estado generativo plenamente capaz, vienen señalados por el desarrollo de ostensibles matas de vello, principalmente en la zona genital y en las axilas, y en la cara de los varones. En la hembra, se aprecia un rápido crecimiento de los senos. También cambia la forma del cuerpo, ensanchándose los hombros del varón y la pelvis de la hembra. Estos cambios sirven no sólo para diferenciar al individuo sexualmente maduro del inmaduro, sino también el varón maduro de la hembra madura. No sólo actúan como señales reveladores de que el sistema sexual es ya operante, sino que indican también si éste es masculino o femenino.
Generalmente, se considera que el desarrollo de los senos femeninos es, primordialmente, un fenómeno maternal más que sexual; pero no parecen haber muchas pruebas de esto. Otras especies de primates ofrecen a sus retoños una lactancia copiosa y, sin embargo, sus hembras no presentan seños hemisféridos claramente definidos. En este particular, la hembra de nuestra especie es única entre los primates. La evolución de unos senos prominentes y de forma característica parece constituir otro ejemplo de señal sexual, hecha posible, y fomentada por la evolución de la piel desnuda. Los abultamientos de los senos habrían sido mucho menos ostensibles en una hembra velluda; en cambio, al desaparecer el vello, sobresalen claramente. Además de su forma ostensible, sirven también para concentrar la atención visual en los pezones y hacer más visible la erección del pezón, que acompaña a la excitación sexual. La zona pigmentada de piel alrededor del pezón, cuyo color se oscurece durante la excitación sexual, es significativa en el mismo sentido.
La desnudez de la piel hace también posibles ciertas señales de cambio de color. En otros animales, esto ocurre únicamente en limitadas zonas lampiñas; en cambio, abunda mucho más en nuestra especie. El sonrojo se produce con frecuencia particularmente acusada durante las primeras etapas de galanteo de comportamiento sexual, y en ulteriores fases de excitación más intensa aparecen las manchas características del rubor sexual. (Esta es otra forma de señal que las razas de piel oscura tuvieron que sacrificar a las exigencias climáticas. Sabemos, sin embargo, que también experimentan estos cambios, porque, aun siendo invisibles como mutaciones de color, un examen más atento revela significativos cambios en la textura de la piel.)
Antes de terminar el examen de las señales sexuales visuales, debemos mencionar un aspecto bastante raro de su evolución. Para ello, echaremos un vistazo a ciertas particularidades bastante extrañas que se han producido en los cuerpos de ciertos primos nuestros, los simios. Recientes investigaciones alemanas han revelado que algunas especies han empezado a realizar una suerte de autoimitación. Los ejemplos más chocantes de ellos nos son ofrecidos por el mandril y el babuino gelada. El mandril macho tiene el pene de color rojo brillante, con manchas escrotales azules a ambos lados. Esta distribución de colores aparece también en su cara, donde la nariz es de un rojo brillante, mientras que las hinchadas y lampiñas mejillas son de un azul intenso. Parece como si la cara del animal imitase su región sexual, ofreciendo idénticas señales visuales. Cuando el mandril macho se acerca a otro animal, su aparato genital tiende a quedar oculto por la posición del cuerpo, pero, a pesar de ello, se encuentra en condiciones de transmitir los mensajes vitales, empleando para ello su rostro fálico. La hembra gelada se vale también de una imitación parecida. Alrededor de su órgano genital, existe una zona de piel roja y brillante, flanqueada de papilas blancas. Los labios de la vulva, en el centro de esta zona, son de un rojo más oscuro y más vivo. Esta muestra visual se repite en la región del pecho, donde presenta también una mancha de piel lampiña y roja, rodeada de la misma clase de papilas blancas. En el centro de esta mancha, los pezones de color rojo oscuro están tan juntos que recuerdan vivamente los labios de la vulva. (En realidad, están tan próximos que los pequeños suelen chupar de ambas tetas al mismo tiempo.) Como la verdadera zona genital, esta región del pecho varía de intensidad de color durante las diferentes fases del ciclo sexual mensual.
La ineludible conclusión es que el mandril y el gelada trasladaron sus señales genitales a la región frontal por alguna razón. Sabemos demasiado poco acerca de la vida de los mandriles en estado salvaje para poder especular sobre las razones de este extraño fenómeno en su particular especie; en cambio, sabemos que los geladas pasan mucho más tiempo en posición sentada y erguida que la mayoría de otras especies parecidas de simios. Si es ésta su posición más típica, de ello se deduce claramente que el hecho de tener un sistema de señales sexuales en el pecho les permite transmitir estas señales a otros miembros de su grupo con mayor facilidad que si las marcas existieran solamente en su cuarto trasero. Muchas especies de primates tienen los órganos genitales vivamente coloreados; en cambio, estas imitaciones frontales son muy raras.
Nuestra propia especie ha introducido un cambio radical en esta típica posición del cuerpo. Como los geladas, pasamos una gran parte de nuestro tiempo sentados en posición erguida. También permanecemos en pie, enfrentados unos con otros, durante los contactos sociales. ¿Es, pues, posible que también nosotros hayamos realizado algo parecido, en un sentido de autoimitación? ¿Puede haber influido nuestra posición vertical en nuestras señales sexuales? Considerada así la cosa, parece que la respuesta tiene que ser afirmativa. La típica postura de apareamiento de todos los primates exige que la aproximación del macho a la hembra se realice por la espalda. La hembra levanta su cuarto trasero y lo dirige hacia el macho. Este lo ve, se acerca a ella, y la monta por detrás. No hay contacto frontal en los cuerpos durante la cópula; la región genital del macho se aprieta contra la rabadilla de la hembra. En nuestra propia especie, la situación es muy diferente. No sólo existe una prolongada actividad precopulativa cara a cara, sino que también la cópula se realiza casi siempre de frente.
Este último punto ha sido objeto de algunas discusiones. Se ha creído durante mucho tiempo que esta posición frontal para la cópula es la única biológicamente natural en nuestra especie, y que todas las demás deben considerarse como refinadas variaciones. Pero algunos autores lo han negado recientemente, sosteniendo que no existe una postura fundamental en lo que a nosotros atañe. Opinan que cualquier relación corporal es buena para nuestro sistema sexual y que, como especie inventiva que somos, es natural que adoptemos las posiciones que mejor nos parezcan, y, cuantas más, mejor, porque esto aumentará la complejidad del acto sexual y la de su novedad, y evitará el aburrimiento sexual entre los miembros de la pareja largo tiempo unida. Su argumento es perfectamente válido en la forma en que lo presentan, pero al tratar de reforzarlo han ido demasiado lejos. Su verdadera objeción era la idea de que toda variación de la postura fundamental era «pecaminosa». Para contrarestar esta idea, acentuaron el valor de estas variaciones, y en esto anduvieron acertados, por las razones indicadas. Cualquier mejoramiento en las recompensas sexuales de la pareja tiene evidente importancia para el fortalecimiento del lazo que la une. Y aquéllas son biológicamente saludables para nuestra especie. Sin embargo, en el ardor de la polémica los autores indicados dejaron de tener en cuenta la circunstancia de que a pesar de todo, existe una postura de apareamiento básica para nuestra especie: la posición cara a cara. Virtualmente, todas las señales sexuales y las zonas erógenas están en la parte anterior del cuerpo: las expresiones faciales, los labios, la barba, los pezones, las señales areolares, los senos de la hembra, el vello del pubis, los propios órganos genitales, las principales zonas de sonrojo y las principales zonas de rubor sexual. Podría argüirse que muchas de estas señales actuarían perfectamente en las primeras fases, desarrolladas frente a frente, pero que, para la cópula, con ambos compañeros totalmente excitados por el estímulo frontal, el varón podría colocarse detrás de la hembra para la introducción del miembro, o, en definitiva, adoptar cualquier otra posición que juzgara conveniente. Esto es perfectamente cierto, y posible como novedad, pero presenta algunos inconvenientes. En primer lugar, la identidad del compañero sexual es mucho más importante para una especie como la nuestra, en la que existe un lazo entre dos. La aproximación frontal significa que las futuras señales y recompensas sexuales se mantienen estrechamente relacionadas con las señales de identidad del comportamiento. El sexo cara a cara es un «sexo personalizado». Además, las sensaciones táctiles precopulativas de las zonas erógenas frontalmente concentradas pueden extenderse a la fase copulativa, si el acto sexual se realiza cara a cara. Muchas de estas sensaciones se perderían adoptando otras posturas. La aproximación frontal proporciona, también, la máxima posibilidad de estímulo del clítoris de la hembra durante los movimientos pelvianos del macho. Cierto que aquél puede ser pasivamente estimulado por los efectos de arrastre de los movimientos del varón, independientemente de la posición de su cuerpo en relación con la del cuerpo de la hembra, pero en la cópula de frente existirá, además, la directa presión rítmica de la región pubiana del macho sobre la zona del clítoris, y esto aumentará considerablemente el estímulo. Por último, hay que tener en cuenta la anatomía básica del canal vaginal de la hembra y la acusada derivación de su ángulo hacia delante, en comparación con otras especies de primates. Esta traslación hacia delante es mucho más de lo que cabría esperar si se tratase simplemente de un resultado pasivo del proceso de transformación en especie vertical. Es indudable que si, para la hembra de nuestra especie, hubiese sido importante presentar su aparato genital de modo que el macho la montase por detrás, la selección natural habría apoyado rápidamente este tendencia, y el conducto vaginal de la hembra estaría ahora mucho más inclinado hacia atrás.
Por consiguiente, parece plausible considerar la cópula de frente como fundamental de nuestra especie. Existen, desde luego, numerosas variaciones que no excluyen el elemento frontal: el varón encima, la mujer encima, de lado, agachados, de pie, etcétera; pero el sistema más eficaz y corrientemente empleado es el de la posición horizontal, con el varón encima de la hembra. Los investigadores americanos han calculado que, entre sus compatriotas, el 70 por ciento de la gente emplea únicamente esta posición. Incluso los que varían sus posturas siguen empleando la posición fundamental durante casi todo el tiempo. Menos de un diez por ciento adoptan posiciones para la introducción por detrás. En un estudio masivo y cultural que abarcó casi doscientas sociedades diferentes y desparramadas por todo el mundo, se llegó a la conclusión de que la cópula mediante la introducción del miembro por detrás no era práctica corriente en ninguna de las comunidades estudiadas.
Si damos este hecho por sentado, podemos terminar esta ligera digresión y volver a la cuestión original sobre la autoimitación sexual. Si la hembra de nuestra especie tenía que atraer eficazmente la atención del macho sobre su parte frontal, la evolución tenía que hacer algo para que la región frontal resultara más estimulante. Debió de haber un tiempo, en época de nuestros remotos antepasados, en que se empleó la aproximación por detrás. Supongamos que hubiésemos llegado a la fase en que la hembra incitaba sexualmente al macho desde atrás, con un par de carnosas nalgas hemisféricas (que, digámoslo de paso, no se encuentran en ninguna otra especie de primates) y con un par de brillantes labios genitales. Supongamos que el macho hubiese adquirido una fuerte sensibilidad sexual para responder a estas señales específicas. Supongamos que, llegada a este punto de su evolución, la especie se volviese cada vez más vertical y orientada de frente en sus contactos sociales. En esta situación, cabría esperar que encontrásemos alguna especie de autoimitación frontal del tipo que hemos visto en el mandril. Si observamos las regiones frontales de la hembra de nuestra especie, ¿podremos descubrir alguna estructura que sea posible remedo de la antigua exhibición genital de las nalgas hemisféricas y de los rojos labios? La respuesta aparece con la misma claridad que el propio pecho de la hembra. Los senos protuberantes y hemisféricos de la hembra son, seguramente, copia de las carnosas nalgas, y los vivos y definidos labios rojos de la boca deben de ser una réplica de los de la vulva. (Conviene recordar que, durante la excitación sexual intensa, tanto los labios de la boca como los labios genitales se hinchan y adquieren un color más intenso, de modo que no sólo se parecen, sino que cambian también de igual manera con la excitación sexual. Si el macho de nuestra especie estaba ya obligado a responder sexualmente a estas señales cuando procedían de la parte posterior de la región genital, tenía que forjarse una nueva susceptibilidad en su presencia, siempre que se reprodujesen en la parte frontal del cuerpo de la hembra. Y esto es lo que al parecer ocurrió, precisamente, al adoptar las hembras el duplicado de sus nalgas y labios genitales en el pecho y boca, respecticamente. (Inmediatamente pensamos dejar esto para más adelante, cuando tratemos de las técnicas sexuales especiales de la civilización moderna.)
Además de las importantísimas señales visuales, cierto estímulo olfativo desempeña también un papel sexual. Nuestro sentido del olfato se redujo considerablemente durante la evolución, pero durante las actividades sexuales es más eficaz y más operante de lo que normalmente pensamos. Sabemos que existen diferencias sexuales en los olores del cuerpo, y alguien ha sugerido que parte del proceso de formación de la pareja -enamoramiento- involucra una especie de impresión olfativa, una fijación sobre el olor individual específico del cuerpo del compañero. Con esto se relaciona el intrigante descubrimiento de que, en la pubertad, se produce un marcado cambio en las preferencias olfativas. Antes de la pubertad, existe una marcada predilección por los olores dulces y la fruta; en cambio, con la llegada de la madurez sexual, esta reacción se extingue y se desvía fuertemente en favor de los olores a flores, a aceite o a almizcle. Esto se aplica a ambos sexos, pero la reacción al olor almizcleño es más fuerte en el macho que en la hembra. Se sostiene que, en nuestra edad adulta, podemos detectar la presencia de almizcle incluso cuando éste está diluido a razón de una parte por ocho millones de partes de aire, y es significativo que este sustancia desempeña un papel dominante en el rastro oloroso de muchas especies de mamíferos, producido por glándulas especiales. Aunque nosotros no poseemos grandes glándulas segregadoras de olor, tenemos un gran número de glándulas pequeñas: las glándulas apocrinas. Son parecidas a las glándulas sudoríparas corrientes, pero sus reacciones poseen una proporción más alta de materia sólida. Existen en numerosas partes del cuerpo, pero se hallan particularmente concentradas en las regiones genitales y en las axilas. Los mechones de vello localizados en estas zonas funcionan, indudablemente, para mitigar el olor. Se ha sostenido que la segregación de olor en estas zonas aumenta durante la excitación sexual, pero aún no se ha hecho ningún análisis detallado de este fenómeno. Sin embargo, sabemos que la hembra de nuestra especie posee un 75 por ciento de glándulas apocrinas más que el macho, y es interesante recordar que en los encuentros sexuales de los mamíferos inferiores el macho huele a la hembra más que ésta a aquél.
La localización de nuestras zonas especiales segregadoras de olor parece ser otra adaptación más de nuestra aproximación frontal en los contactos sexuales. Esto no se sale de lo corriente en el centro genital, es una condición que tenemos en común con muchos otros mamíferos; en cambio, la concentración en las axilas es una característica mucho más peculiar. Parece ser debido a la tendencia general de nuestra especie a añadir nuevos centros de estímulo sexual en la parte anterior del cuerpo, en la relación con el incremento de los contactos sexuales cara a cara. En este caso particular, daría por resultado una mayor aproximación de la nariz del compañero a una importante zona segregadora de olor, durante la mayor parte de las actividades precopulativa y copulativa.
Hasta aquí, hemos estudiado las maneras en que ha sido mejorado y fomentado el comportamiento de nuestra especie en relación con el apetito sexual, a fin de que los contactos entre los miembros de la pareja hayan sido cada vez más remuneradores, fortaleciendo y manteniendo, por ende, su lazo afectivo, que ha requerido también ciertos perfeccionamientos. Consideremos un instante el sistema de los antiguos primates. Los machos adultos son sexualmente activos en todo momento, salvo cuando acaban de eyacular. El orgasmo consumativo es valioso para ellos, porque el consiguiente alivio de la tensión sexual aplaca sus impulsos sexuales durante el tiempo necesario para que su depósito de esperma vuelva a llenarse. Por otra parte, las hembras sólo son sexualmente activas durante un limitado período, centrado alrededor de su tiempo de ovulación. Durante este período, están dispuestas a recibir a los machos en todo momento. Cuantas más cópulas realicen, tanto mayor será su seguridad de conseguir una fertilización positiva. Para ellas, no hay hartazgo sexual, no hay clímax copulatorio que satisfaga y aplaque sus apremios sexuales. Mientras están en celo, no tienen tiempo para perder, deben seguir adelante a toda costa. Si experimentasen orgasmos intensos, perderían un tiempo valioso de apareamiento. Al terminar la cópula, cuando el macho eyacula y desmonta, la mona da muy pocas señales de trastorno emocional y suele marcharse como si nada hubiera pasado.
En nuestra especie, con sus parejas ligadas, la situación es completamente distinta. En primer lugar, como hay un solo macho afectado, no sería particularmente ventajoso que la hembra siguiese reaccionando sexualmente en el momento en que aquél queda sexualmente agotado. Por consiguiente, nada se opone a la existencia de un orgasmo femenino. En cambio, hay dos circunstancias que lo favorecen. Una de ellas es la enorme compensación que aporta al acto de cooperación sexual con el compañero. Como todos los otros mejoramientos de la sexualidad, contribuye a fortalecer el vínculo entre la pareja y mantener la unidad de la familia. La otra circunstancia es que aumenta considerablemente las probabilidades de fertilización. Esto se produce de una manera bastante especial, que afecta únicamente a nuestra peculiar especie. Para comprenderlo, debemos observar, una vez más, a nuestros parientes primates. Cuando una mona ha sido inseminada por el macho, puede alejarse sin temor a perder el fluido seminal, depositado en el fondo de su conducto vaginal. Por algo anda a cuatro patas. El ángulo de su conducto vaginal es, aproximadamente, horizontal. Si la hembra de nuestra especie se conmoviese tan poco por la experiencia de la cópula que fuese capaz de levantarse y marcharse inmediatamente después, la situación del conducto vaginal, durante la locomoción corriente, es casi vertical. Bajo la simple influencia de la gravedad, el fluido seminal bajaría por el conducto, perdiéndose en gran parte. La reacción que tiende a mantener a la hembra en posición horizontal, cuando el macho eyacula y cesa la cópula, constituye, pues, una gran ventaja. La violenta respuesta del orgasmo femenino, que deja a la hembra sexualmente saciada y exhausta, produce precisamente este efecto. Por tanto, es doblemente valiosa.
El hecho de que el orgasmo femenino de nuestra especie es único entre los primates, combinado con la circunstancia de que fisiológicamente es casi idéntico al del macho, sugiere que es quizás, en sentido evolucionista, una respuesta «seudomasculina». En la constitución del macho y de la hembra existen propiedades latentes que pertenecen al sexo contrario. Gracias al estudio comparativo de otros grupos de animales, sabemos que la evolución puede, en caso de necesidad, despertar una de estas cualidades latentes y traerla a primer plano (en realidad, el sexo «equivocado».) En este caso particular, sabemos que la hembra en nuestra especie ha desarrollado una sensibilidad especial al estímulo sexual del clítoris. Si recordamos que este órgano es el equivalente femenino, o la contrapartida, del pene masculino, esto parece indicar la circunstancia de que, al menos en su origen, el orgasmo femenino es un fenómeno tomado prestado del macho.
Esto puede explicar también por qué el varón tiene el pene más grande de todos los primates. No sólo es extraordinariamente largo cuando se halla en pleno estado de erección, sino que es también muy grueso en comparación con los penes de otras especies. (El del chimpancé es un simple espigón en comparación con él.) Este abultamiento del pene hace que los órganos genitales externos de la hembra estén sometidos a mayor presión durante la realización de los movimientos pelvianos. A cada empujón del pene, la región del clítoris es comprimida hacia abajo, y seguidamente, a cada retroceso, vuelve a surgir. Añádase a esto la presión rítmica ejercida sobre la región del clítoris por la región pubiana del macho que copula frontalmente, y se obtendrá un reiterado masaje del clítoris que -si se tratara de un macho- equivaldría a una masturbación.
Todo esto puede resumirse diciendo que, tanto por lo que se refiere al comportamiento estimulante como al copulativo, se ha hecho todo lo posible para aumentar la sexualidad del mono desnudo y asegurar la adecuada evolución del básico sistema de formación de la pareja en un grupo de mamíferos, sistema virtualmente desconocido en las demás especies. Pero las dificultades acarreadas por la introducción de esta nueva pareja de monos desnudos, venturosamente juntos y ayudándonos mutuamente en la crianza de los hijos, todo parece marchar por buen camino. Pero los hijos crecen y alcanzan pronto la pubertad. ¿Qué pasa entonces? Si las antiguas normas de los primates no se modifican, el macho adulto no tarda en expulsar a los jóvenes y aparearse con las jóvenes hembras. Estas se convierten entonces en parte de la unidad familiar, como hembras adicionales de cría al lado de su madre, y volvemos a encontrarnos en el punto de partida. Por otra parte, si los jóvenes machos son relegados a un estado inferior, en el borde de la sociedad, como ocurre en muchas especies de primates, la naturaleza cooperadora del grupo cazador constituido por todos los machos resultará perjudicada.
Resulta evidente que se requiere, aquí, alguna modificación adicional del sistema de crianza, una especie de exogamia. Para que sobreviva el sistema de vinculación por parejas, tanto las hijas como los hijos tienen que encontrar su complemento propio. Esto no es una exigencia fuera de lo corriente en las especies que forman parejas, y los mamíferos inferiores nos dan muchos ejemplos de ello; pero la naturaleza social de la mayoría de los primates hace que la cosa sea más difícil. En la mayoría de las especies que forman parejas, la familia se divide y se dispersa cuando crecen los jóvenes. Debido a su comportamiento social cooperativo, el mono desnudo no puede permitirse el lujo de desparramarse de esta suerte. El problema es, pues, más acuciante, pero, en el fondo, se resuelve de la misma manera. Como ocurre en todos los animales que forman parejas, los padres tienen un mutuo sentimiento de posesión. La madre «posee» sexualmente al padre, y viceversa. En cuanto los retoños, al llegar a la pubertad, empiezan a mostrar señales sexuales, se convierten en rivales sexuales: los hijos, del padre, y las hijas, de la madre. Se producirá una tendencia a apartarlos a ambos. Los hijos empezarán también a sentir la necesidad de un «territorio» hogareño propio. Los propios padres experimentaron, evidentemente, esta necesidad, al crear antes que nada un hogar familiar, y lo que pasará ahora no será más que una repetición. El hogar-base, dominado y «poseído» por la madre y el padre, no tendrá las condiciones adecuadas. Tanto el propio lugar como los individuos que viven en él llevarán una pesada carga de señales paternas, tanto primarias como asociativas. El adolescente rechazará esto automáticamente y sentirá la necesidad de establecer una nueva base para la cría. Esto es típico de los jóvenes carnívoros territoriales, pero no de los jóvenes primates, y constituye otro cambio fundamental de comportamiento que se exigirá al mono desnudo.
Es quizás una desgracia que este fenómeno de la exogamia haya sido a menudo considerado como indicador de un «tabú incestuoso». Ello sugiere inmediatamente que se trata de una restricción relativamente reciente y culturalmente controlada; pero, biológicamente, debió de desarrollarse en una fase mucho más remota; de lo contrario, el típico sistema de cría de la especie no habría salido jamás del antiguo marco de los primates.
Otro rasgo afín y que parece exclusivo de nuestra especie, es la retención del himen o doncellez en la hembra. En los mamíferos inferiores, aquél se presenta como una fase embrionaria en el desarrollo del sistema genitourinario; en cambio, es conservado como parte de la neotenia del mono desnudo. Su persistencia significa que la primera cópula en la vida de la hembra tropezará con algunas dificultades. El hecho de que la evolución haya ido tan lejos en la tarea de sensibilizar a la mujer al estímulo sexual, hace que parezca extraño, a primera vista, que la dotara de algo que equivale a un elemento anticopulativo. Pero la situación no es tan contradictoria como parece. Al hacer difícil e incluso doloroso el primer intento de cópula, el himen asegura que ésta no se realice con ligereza. Sabido es que, durante la adolescencia, se pasa por un período de experimentación sexual, de «correteos» en busca de la compañía adecuada. En esta época, los jóvenes machos no tienen motivos para evitar la cópula total. Si no se forma el lazo entre la pareja, no se habrán comprometido en modo alguno y seguirán sus correrías hasta que encuentren la compañera que les conviene. En cambio, si las jóvenes hembras hicieran lo mismo, correrían grandes riesgos de quedar embarazadas y condenadas a una situación de maternidad sin la presencia de un compañero. Al frenar parcialmente esta tendencia de la hembra, el himen hace que ésta tenga que hallarse en un profundo estado emocional antes de dar el paso definitivo, un estado emocional lo bastante fuerte para hacerle vencer esta primera incomodidad física.
Conviene añadir aquí unas palabras sobre la cuestión de la monogamia y la poligamia. La creación del vínculo entre la pareja, propio de la especie en su conjunto, favorece naturalmente la monogamia, pero no la exige de manera absoluta. Si la violenta vida cinegética motiva que los machos adultos sean más escasos que las hembras, es natural que los machos supervivientes tiendan a establecer lazos con más de una hembra. Esto hará posible un aumento de la población, sin las peligrosas tensiones derivadas de la existencia de hembras «sobrantes». Si el proceso de formación de la pareja llegase a ser tan exclusivo que evitara esto, resultaría ineficaz. Sin embargo, la cosa no sería fácil, debido al instinto de posesión de las hembras afectadas y al peligro de provocar graves rivalidades sexuales entre ellas. Otro factor contrario sería la presión económica derivada de la necesidad de mantener un mayor grupo familiar con todos sus retoños. Podría existir un pequeño grado de poligamia, pero sumamente limitada. Es interesante observar que, aunque ésta existe todavía hoy en cierto número de culturas inferiores, todas las sociedades importantes (que equivalen a la inmensa mayoría de la población mundial de la especie) son monógamas. Incluso en aquellas que permiten la poligamia, ésta suele practicarse únicamente por una pequeña minoría de los varones afectados. Sería curioso especular sobre si su omisión en casi todas las culturas importantes ha constituido realmente un factor primordial en la consecución de su elevada situación presente. En todo caso, podemos concluir diciendo que, hagan lo que hagan las oscuras y atrasadas tribus actuales, la corriente principal de nuestra especie manifiesta su tendencia a constituir parejas exclusivas en su forma más extrema, es decir, en las relaciones monógamas a largo plazo.
Este es, pues, el mono desnudo en toda su erótica complejidad: una especie intensamente sexual, formadora de parejas y con muchos rasgos singulares; una complicada combinación de antecedentes primates con grandes modificaciones carnívoras. Ahora, tenemos que añadirle un tercero y último ingrediente: la civilización moderna. El cerebro aumentado, que acompañó la transformación del sencillo morador de los bosques en cazador cooperativo, empezó a interesarse en las mejoras tecnológicas. Las simples residencias tribales se convirtieron en grandes pueblos y ciudades. La era del hacha dio paso a la era espacial. Pero, ¿qué influencia han ejercido todos estos oropeles en el sistema sexual de la especie? Al parecer, muy poca. Todo ha sido demasiado rápido, demasiado súbito, para que se produjesen fundamentales avances biológicos. Cierto que, superficialmente, parecen haberse producido; pero esto es más que nada una ilusión. Detrás de la fachada de la ciudad moderna, sigue morando el viejo mono desnudo. Sólo los hombres han cambiado: en vez de «caza», decimos «trabajo»; en vez de «campo de caza», «barrio comercial»; en vez de «cubil», «hogar»; en vez de «apareamiento», «matrimonio»; en vez de «compañera», «esposa», etcétera. Ciertos estudios americanos sobre las normas sexuales contemporáneas, en comparación con las primitivas, han revelado que el equipo fisiológico y anatómico de la especie sigue empleándose con toda intensidad. Los indicios proporcionados por los restos prehistóricos, combinados con datos comparativos de otros carnívoros y de otros primates actuales, nos dan una idea de cómo debió utilizar su sexo el mono desnudo en el remoto pasado, y de cómo debió de organizar su vida sexual. Las pruebas contemporáneas nos ofrecen el mismo cuadro básico, una vez removida la capa de oscuro barniz de la moralidad pública. Como dije al principio del capítulo, fue la naturaleza biológica de la bestia la que moldeó la estructura social de la civilización, y no ésta la que moldeó aquélla.
Sin embargo, aunque el sistema básica sexual ha sido conservado en una forma bastante primitiva (no ha habido colectivización del sexo para hacer frente al aumento de las colectividades), se han introducido, en cambio, numerosos controles y restricciones de menor importancia. Estos se han hecho necesario, debido al complicado surtido de señales sexuales anatómicas y fisiológicas, y a la creciente sensibilidad a los estímulos sexuales adquirida durante nuestra evolución. Lo cierto es que todo esto había sido proyectado por su uso en unidades tribales pequeñas y compactas, no en vastas metrópolis. En las grandes ciudades, nos rozamos continuamente con centenares de estimulantes (y estimulables) desconocidos. Y esto es algo nuevo, que hay que solucionar.
En realidad, la introducción de restricciones culturales debió de empezar mucho antes, cuando no había aún personas extrañas. Incluso en las simples unidades tribales, los miembros de la pareja debieron de sentir la necesidad de ocultar de algún modo sus señales sexuales al transitar en público. Si la sexualidad tenía que agudizarse para mantener unida a la pareja, debieron de tomarse medidas para apaciguarla cuando sus miembros estaban separados, a fin de evitar el estímulo excesivo de terceros. En otras especies que forman parejas, pero viven en comunidad, esto se logra mediante ademanes agresivos, pero a una especie cooperativa como la nuestra le convenían métodos menos beligerantes. Aquí es donde entra en juego nuestro desarrollado cerebro. Indudablemente, el lenguaje realiza una función vital a este respecto («A mi esposo no le gustaría»), como en muchas otras facetas de la vida social; pero se requieren también otras medidas más inmediatas.
El ejemplo más palpable es la famosa proverbial hoja de la parra. Dada su posición vertical, es imposible que un mono desnudo se acerque a otro miembro de su especie sin realizar una exhibición genital. Otros primates, que andan a cuatro patas, no tienen este problema. Si quieren mostrar su aparato genital, tienen que adoptar una posición especial. Nosotros, en cambio, lo mostraríamos siempre, hiciéramos lo que hiciéramos. De ahí se infiere que la cobertura de la región genital con alguna sencilla prenda debió de ser un perfeccionamiento cultural muy primitivo. Sin duda, partiendo de aquella circunstancia, el empleo de vestidos como protección contra el frío tomó incremento al desparramarse la especie por climas menos benignos; pero, probablemente, esta fase fue muy posterior. El empleo de vestiduras antisexuales varió según las diversas condiciones culturales, extendiéndose a veces a otras señales sexuales secundarias (senos, labios) y dejando de hacerlo en otras ocasiones. En ciertos casos extremos, el aparato genital de la hembra queda, no solamente oculto, sino también completamente inaccesible. El más famoso ejemplo de esto es el cinturón de castidad, que cubría los órganos genitales y el año con una tira metálica, perforada en los sitios adecuados para dejar pasar los excrementos. Otras prácticas similares consistieron en coser el aparato genital de las jóvenes antes del matrimonio, o en asegurar los labios de aquél con grapas o anillos de metal. En tiempos más recientes se registró el caso de un varón que practicaba orificios en los labios de la vulva de su compañera y cerraba su aparato genital después de cada cópula. Estas precauciones extraordinarias son, desde luego, muy raras; pero el menos drástico procedimiento de ocultar simplemente el aparato gential bajo una vestidura es, actualmente, casi universal.
Otro importante mejoramiento fue la realización en privado de los propios actos sexuales. No sólo se convirtió el aparato genital en una parte privada, sino también en una parte usada en privado. Esto ha dado como resultado una creciente asociación entre las actividades sexuales y el sueño. Dormir con alguien se ha convertido en sinónimo de copular con él: por esto la mayor parte de la actividad copulatoria se realiza a una hora determinada, la de acostarse, en vez de repartirse por igual durante el día.
Como ya hemos visto, los contactos cuerpo a cuerpo han llegado a adquirir tal importancia en el comportamiento sexual, que tienen que ser aplazador durante la rutina de la vida diurna. Hay que reprimir el contacto físico con extraños en nuestras atareadas y populosas comunidades. Cualquier roce accidental con el cuerpo de un desconocido va inmediatamente seguido de una disculpa, cuya elocuencia suele ser proporcional al grado de sexualidad de la parte del cuerpo tocada. La película acelerada de una multitud discurriendo por una calle, o cruzándose en el interior de un gran edificio, revela claramente la increíble complejidad de estas continuas maniobras de «evitación de contactos corporales».
Esta restricción de los contactos con desconocidos sólo se interrumpe normalmente en condiciones de gran aglomeración o en circunstancias especiales derivadas de la categoría de ciertos individuos (por ejemplo, los peluqueros, los sastres y los médicos) que están socialmente «autorizados para tocar». El contacto con parientes y amigos íntimos está más permitido. Sus papeles sociales han quedado claramente definidos como no sexuales, y existe menor peligro. Pero, incluso así, las cortesías de salutación se han estilizado sobremanera. El apretón de mano se ha convertido en norma rígidamente establecida. El beso de salutación ha tomado su propia forma ritual (besos recíprocos en la mejilla), que nada tiene que ver con el beso sexual en la boca.
Las posiciones del cuerpo se han «desexualizado» de varias maneras. Se evita, sobre todo, la postura sexualmente incitante de la mujer con las piernas separadas. Cuando ésta se sienta, mantiene las piernas juntas, o cruzada una encima de la otra.
Si la boca tiene que adoptar una postura que recuerde de algún modo una respuesta sexual, suele ocultarse con la mano. Las risitas sofocadas y ciertas clases de risa o de muecas son características de la fase de galanteo, y cuando se produce en circunstancias sociales vemos que, con frecuencia, se levanta una mano para cubrir la región de la boca.
En muchas civilizaciones, los varones suprimen algunos de sus rasgos sexuales secundarios, afeitándose la barba y el bigote. Las hembras se depilan las axilas. Dada su importante función de estímulo olfativo, hay que eliminar el vello de los sobacos si los vestidos corrientemente empleados dejan al descubierto esta región. El vello del pubis se oculta siempre con tanto cuidado que hace, general, innecesario aquel tratamiento, pero es interesante observar que también esta zona aparece con frecuencia afeitada en las modelos de los artistas, cuya desnudez no es sexual.
Además, se practica intensamente la desodoración del cuerpo. Este se lava y se baña con mucha mayor frecuencia de la requerida por los simples cuidados médicos o higiénicos. La sociedad suprime los olores del cuerpo y los desodorantes químicos comerciales se venden en grandes cantidades.
La mayoría de estos controles se mantienen con el sencillo e incontrovertibles subterfugio de referirse al fenómeno que restringen como «inelegante», «inconveniente» o «tosco». En cambio, raras veces se meciona o se tiene siquiera en cuenta la verdadera naturaleza antisexual de las restricciones. Se aplican también otros controles más patentes, en forma de artificiales códigos morales o de leyes sexuales. Estas varían considerablemente de una civilización a otra, pero la principal finalidad es siempre la misma: evitar la excitación sexual de los desconocidos y suprimir la interacción sexual fuera de la pareja. Para ayudar a la consecución de este fin, cosa reconocida como muy difícil incluso por los grupos más puritanos, se emplean diversas técnicas se subliminación. Por ejemplo, los deportes escolares y otras actividades físicas vigorosas son a veces fomentadas con la vana esperanza de que apaciguarán las exigencias sexuales. El cuidadoso estudio de este concepto y de su aplicación revela su indiscutible y lamentable fracaso. Los atletas no son ni más ni menos sexualmente activos que otros grupos. Lo que pierden por cansancio físico, lo ganan por aptitud física. El único método de comportamiento que parece tener alguna eficacia es el antiguo sistema del castigo y la recompensa: castigo para los excesos sexuales y recompensa para la contingencia sexual. Pero esto, desde luego, produce la represión, más que la disminución, del individuo.
Parece evidente que el anormal crecimiento de nuestras comunidades exigirá algunas medidas de esta clase para contrarrestar el creciente peligro social de un enorme aumento de actividades sexuales fuera de la pareja. Pero el mono desnudo, como primate de acentuada sexualidad, se resiste contra este tratamiento. Su naturaleza biológica se rebela sin cesar. En cuanto se aplican controles artificiales en un sentido, surgen inmediatamente las contramedidas. Esto conduce, a menudo, a unas situaciones ridículamente contradictorias.
La hembra se cubre los senos, y seguidamente acentúa su forma con un sostén. Este artificioso estimulante sexual puede ser almohadillado o hinchable, de forma que no solamente rehaga la forma oculta, sino que también la realce y la aumente, imitando de esta suerte la hinchazón de los senos que se produce durante la excitación sexual. En algunos casos, las hembras que tienen los senos flácidos llegan al extremo de acudir a la cirugía estética, sometiéndolos a inyecciones subcutáneas de cera para lograr efectos parecidos, pero más permanentes.
Los añadidos sexuales se aplican también a otras partes del cuerpo: sirvan de ejemplo las hombreras de los trajes de los varones y los polisones de las hembras. En ciertas civilizaciones actuales, las mujeres flacas pueden adquirir sostenes para las nalgas o «postizos para el trasero». La costumbre de llevar zapatos de tacón alto aumenta la oscilación de la región glútea durante la locomoción, al alterar la posición normal de la marcha.
En diversas épocas se ha empleado el almohadillado de las caderas, y las curvas de éstas y del pecho pueden también exagerarse con el uso de cinturones ceñidos. A causa de esto, se ha preconizado la cintura estrecha de la hembra y se ha practicado muchísimo la presión del corsé sobre esta región. Esta tendencia alcanzó su punto culminante hace un siglo, con los «talles de avispa», época en la cual llegaron algunas mujeres al extremo de hacerse extraer quirúrgicamente las costillas inferiores para aumentar el efecto.
El generalizado empleo del lápiz de labios, el colorete y el perfume, para aumentar el estímulo de los labios, del rubor y del olor del cuerpo, respectivamente, presenta mayores contradicciones. La hembra que mediante el lavado suprime sistemáticamente su propio olor biológico, lo reemplaza a continuación con perfumes comerciales sexy, que, en realidad, no son más que formas diluidas de los productos de las glándulas olorosas de otras especies de mamíferos totalmente diferentes.
Si tenemos en cuenta todas las restricciones sexuales y sus contrapartidas artificiales, no podemos dejar de pensar que sería mucho más fácil volver al punto de partida. ¿Por qué refrigerar una habitación, si después encendemos fuego en ella? Como antes he indicado, la razón de las restricciones es bastante justa: se trata de evitar un estímulo sexual desenfrenado que rompa los lazos entre las parejas. Pero, ¿por qué no una total restricción en público? ¿Por qué no limitar las exhibiciones sexuales, tanto biológicas como artificiales, en los momentos de intimidad entre los componentes de la pareja? Esto se contesta, en parte, diciendo que es precisamente nuestro alto nivel de sexualidad el que exige una constante expresión y un constante desahogo. Se llegó a él para mantener unida a la pareja, y ahora resulta que, en la estimulante atmósfera de una sociedad compleja, sirve para crear continuamente situaciones ajenas a tal pareja. Pero esto es sólo una parte de la respuesta. El sexo se emplea también por motivos de conveniencia, maniobra muy corriente en otras especies de primates. Si una mona quiere acercarse a un macho agresivo con fines no sexuales, realiza a veces una exhibición sexual, no porque quiera copular con él, sino porque, obrando así, despertará su impulso sexual lo suficiente para eliminar su agresión. Estas formas de comportamiento se denominan actividades remotivadoras. La hembra emplea el estímulo sexual para remotivar al macho y conseguir, de esta manera, una ventaja no sexual. Trucos parecidos son empleados también por nuestra especie. Gran parte de los estímulos sexuales artificiales tienden a este fin. Al hacerse atractivos a los miembros del sexo contrario, los individuos pueden reducir eficazmente los antagonismos con otros miembros del grupo social.
Desde luego, tratándose de una especie en que los individuos están atados por parejas, esta estrategia tiene sus peligros. El estímulo no debe ir demasiado lejos. Aceptando las básicas restricciones sexuales impuestas por la civilización, es posible dar claras señales de que «no estoy disponible para la cópula» y, al propio tiempo, dar otras señales que digan: «no obstante, soy muy sexual». Estas últimas cumplirán su misión de reducir el antagonismo, mientras que las primeras evitarán que las cosas salgan de su cauce. De esta manera, uno sabe nadar y guardar la ropa.
Esto podría dar muy buenos resultados, pero, desgraciadamente, juegan otras influencias. El mecanismo de apareamiento no es perfecto. Tuvo que ser injertado en el primitivo sistema de los primates, y éste sigue manifestándose. Si algo sale mal en la situación de la pareja, vuelven a surgir los antiguos impulsos del primate. Añádase a esto que otro fruto importante de la evolución ha sido la extensión de la curiosidad infantil a la fase adulta, y veremos claramente que la situación puede hacerse peligrosa.
El sistema estuvo obviamente encaminado a funcionar en una situación donde la hembra producía una copiosa familia infantil y el macho estaba siempre cazando con otros machos. Aunque esto ha persistido en lo esencial, dos circunstancias han cambiado. Existe una tendencia a limitar artificialmente el número de retoños. Esto significa que la hembra emparejada no dará un pleno rendimiento familiar y será más abordable, sexualmente, durante la ausencia de su compañero. Y existe también, en muchas mujeres, una propensión a sumarse al grupo de cazadores. Naturalmente, la caza ha sido actualmente sustituida por «el trabajo», y los machos que marchan hoy día a trabajar están expuestos a encontrarse en grupos heterosexuales, en vez de las antiguas partidas cinegéticas. Esto significa que el lazo entre la pareja tiene que aguantar tirones por ambas partes. Y, con excesiva frecuencia, acaba por romperse. (Recordemos aquí que, según las estadísticas americanas, un 26 por ciento de las hembras casadas y un 50 por ciento de los varones casados han realizado cópulas extramatrimoniales antes de llegar a los cuarenta años.) Sin embargo, muchas veces el lazo original es lo bastante fuerte para resistir durante estas actividades externas, o para reafirmarse cuando éstas han pasado. Sólo en un pequeño porcentaje de casos se produce una ruptura completa y definitiva.
No obstante, si dejáramos las cosas así, exageramos el caso a favor del lazo entre la pareja. Este puede, casi siempre, sobrevivir a la curiosidad sexual, pero no es lo bastante fuerte para suprimirla. Aunque el poderoso ligamen sexual mantiene unida a la pareja, no elimina su interés por las actividades sexuales externas. Y si los apareamientos externos chocan tan violentamente con el vínculo de unión de la pareja, hay que encontrarles un sustituto menos perjudicial. La solución ha sido el voyeurismo, en su más amplio sentido, el cual se practica en gran escala. En este sentido estricto, el voyeurismo significa la obtención de excitación sexual mediante la contemplación de la cópula de otros individuos; pero puede ampliarse lógicamente hasta incluir toda clase de interés en la actividad sexual, sin participar en ella. Casi todo el mundo se dedica a esta práctica, mirando, leyendo o escuchando. La mayor parte del material de la televisión, de la radio, del cine, del teatro y de la novela tiende a satisfacer esta demanda. Las revistas, los diarios y las conversaciones contribuyen también a ello. Se ha convertido en una industria importante. Pero, en realidad, y a pesar de tanta alharaca, el observador sexual no hace nunca nada. Todo se realiza por poderes. Tan copiosa es la demanda, que tuvimos que inventar una categoría especial de ejecutantes -actores y actrices- que fingen los episodios sexuales para que nosotros podamos contemplarlos. Cortejan y se casan, e inmediatamente asumen nuevos papeles, para cortejar y casarse otra vez. De esta manera, se aumenta copiosamente el material del voyeur.
Si observamos la mayoría de las especies animales, llegaremos a la conclusión de que esta actividad contempladora es biológicamente anormal. Sin embargo, es relativamente inofensiva e incluso puede ayudar a nuestra especie, porque satisface en cierto grado las insistentes exigencias de nuestra curiosidad sexual, sin incitar a los individuos a contraer nuevas relaciones sexuales que podrían amenazar el lazo entre la pareja.
La prostitución actúa de manera parecida. En ésta hay, naturalmente, una unión real, pero, en su forma típica, queda absolutamente limitada a la fase copulativa. La primera fase de galanteo e incluso las actividades precopulatorias se reducen al mínimo. Son éstas las etapas en que empieza la formación de la pareja, y son debidamente suprimidas. Si el varón satisface su deseo de novedad sexual copulando con una prostituta, puede dañar el lazo que le une a su pareja, pero menos que si acude a una aventura amorosa romántica no copulativa.
Otra forma de actividad sexual que hay que examinar es el desarrollo de la fijación homosexual. La función primordial del comportamiento sexual es la reproducción de la especie, y es evidente que esto no puede lograrse con la formación de parejas homosexuales. Aquí conviene hacer una sutil distinción. Biológicamente hablando, no hay nada fuera de lo corriente en los actos homosexuales de seudocópula. Muchas especies los practican, en numerosas circunstancias. Pero, desde el punto de vista de la reproducción, la formación de un lazo homosexual es inconveniente, ya que no puede conducir a la producción de retoños y estropea la posible función reproductora de los adultos. Para comprenderlo, echaremos un vistazo a otras especies.
He explicado ya cómo puede una hembra emplear señales sexuales para remotivar a un macho agresivo. Excitándole sexualmente, elimina su antagonismo y evita ser atacada por él. El macho inferior puede valerse de un truco semejante. Los jóvenes monos machos adoptan a menudo posturas femeninas sexualmente excitantes, y son montados por machos dominantes que, de otro modo, les habrían atacado. Las hembras dominantes pueden montar, de igual manera, a otras hembras inferiores. Esta utilización de una línea sexual en situaciones no sexuales llegó a ser fenómeno corriente en el escenario social de los primates, y ha resultado sumamente valiosa para ayudar a mantener la armonía y la organización del grupo. Como estas otras especies de primates no están sometidas a un intenso proceso de formación de parejas, no corren los riesgos que podrían derivarse, a largo plazo, de los apareamientos homosexuales. La cosa sirve sólo para resolver problemas inmediatos de dominio y no origina relaciones homosexuales duraderas.
El comportamiento homosexual se presenta también en ocasiones en que el objeto sexual ideal (un miembro del sexo contrario) resulta inalcanzable. Esto ocurre en muchos grupos de animales: un miembro del mismo sexo es empleado como sucedáneo, como «mal menor», en la actividad sexual. Es frecuente que, en un aislamiento total, los animales recurran a medidas extremas o intenten copular con objetos inanimados, o se masturben. Sabemos, por ejemplo, que ciertos carnívoros en cautividad han copulado con los recipientes de su comida. Los monos adquieren con frecuencia hábitos masturbatorios, y este caso ha sido también registrado entre leones. De la misma manera, animales encerrados con otros de especie diferente intentan copular con ellos. Pero estas actividades cesan casi siempre cuando el estímulo biológicamente correcto -un miembro del sexo contrario- aparece en escena.
Situaciones parecidas se producen con gran frecuencia en nuestra propia especie, y las relaciones son casi las mismas. Cuando los machos o las hembras, por el motivo que sea, no encuentran acceso sexual a los individuos del sexo contrario, buscan otro desahogo a sus impulsos. A veces, acuden a otros miembros de su propio sexo; otras veces, llegan a valerse de miembros de otras especie; otras, se masturban. Minuciosos estudios americanos de comportamiento sexual revelan que, en su sociedad, un 13 por ciento de las hembras y un 37 por ciento de los varones, han realizado, antes de los cuarenta y cinco años, contactos sexuales productores de orgasmo. Los contactos sexuales con otras especies de animales son mucho más raros (porque, naturalmente, éstas no ofrecen el adecuado estímulo sexual), y sólo se han registrado en el 3,6 por ciento de las hembras y en el 8 por ciento de los varones. La masturbación, aunque carece de «estímulo del compañero», es, empero, tan fácil de iniciar que se produce con mayor frecuencia. Se calcula que un 58 por ciento de las hembras y un 92 por ciento de los varones se masturban en alguna época de su vida.
Si todas estas actividades inútiles, desde el punto de vista de la reproducción, pueden realizarse sin menguar la potencia procreadora a lo largo de los individuos afectados, habrá que concluir que son inofensivas. En realidad, pueden ser biológicamente ventajosas, porque pueden contribuir a evitar frustraciones sexuales capaces de originar diversas perturbaciones sociales. Pero en el momento en que dan origen a fijaciones sexuales, crean un verdadero problema. Como ya hemos visto, existe en nuestra especie una fuerte tendencia a «enamorarse», a crear un poderoso vínculo con el objeto de nuestra atención sexual. Este fenómeno de fijación sexuales produce el importantísimo compañerismo a largo plazo, tan vital para las prolongadas exigencias familiares. La fijación empezará a actuar en cuanto se establezcan serios contactos sexuales, y sus consecuencias son evidentes. Los primeros objetos a los que dirigimos nuestras atenciones sexuales están expuestos a convertirse en los objetos. La fijación es un fenómeno asociativo. Ciertos estímulos clave, presentes en el momento del goce sexual, quedan íntimamente vinculados a este goce, y, al poco tiempo, la acción sexual no puede producirse sin la presencia de estos estímulos vitales. Si las presiones sociales nos impulsan a experimentar nuestros primeros goces sexuales en contexturas homosexuales o masturbatorias, es probable que ciertos elementos presentes en estas ocasiones asuman un enorme significado sexual de tipo duradero. (Las formas más raras de fetichismo se originan también así.)
Podría esperarse que estos hechos fuesen más perturbadores de lo que son en realidad, pero, en la mayoría de los casos, dos cosas ayudan a evitarlo. En primer lugar, estamos bien equipados con una serie de reacciones instintivas a las señales sexuales características del sexo contrario; por consiguiente, no es probable que experimentemos fuertes reacciones emotivas ante cualquier objeto que carezca de estas señales. En segundo lugar, nuestras primeras experiencias sexuales tienen carácter de ensayo. Empezamos enamorándonos y desganándonos con gran frecuencia y muy fácilmente. Es como si el proceso de la fijación total anduviera rezagado en relación con los otros sucesos sexuales. Durante esta fase de «búsqueda» desarrollamos un gran número de «fijaciones» poco importantes, cada una de las cuales es contrarrestada por la siguiente, hasta que llegamos indefectiblemente a un punto en que somos susceptibles de una fijación importante. En general, cuando llega este momento hemos experimentado una variedad de estímulos sexuales suficientes para inclinarnos hacia los biológicamente adecuados, y entonces, el apareamiento se produce como un fenómeno normal heterosexual.
Tal vez comprenderemos esto más fácilmente si lo comparáramos con la situación que sea producida en algunas de las otras especies. Por ejemplo, las aves coloniales que forman parejas emigran a los lugares de cría, donde construirán sus nidos. Los jóvenes pájaros sin pareja, que vuelan como adultos por primera vez, sienten la necesidad, a semejanza de los más viejos, de establecerse en un terreno y de formar parejas de cría. Esto se hace sin pérdida de tiempo, poco después de la llegada. Los jóvenes pájaros escogerán su pareja guiándose por sus señales sexuales. Después de cortejar a la compañera, sus intentos sexuales se limitarán a este individuo en particular. Esto se produce gracias a un proceso de fijación sexual. En el curso del galanteo para la formación de la pareja, las claves sexuales instintivas (comunes a todos los miembros de cada sexo y de cada especie) tienen que quedar vinculadas a ciertos factores únicos de identificación individual. Sólo de esta manera, el proceso de fijación puede limitar las reacciones sexuales de cada pájaro a su compañero. Todo esto tiene que hacerse rápidamente, porque la temporada de cría es muy breve. Si, al principio de esta fase, todos los miembros de un solo sexo fuesen experimentalmente trasladados de la colonia, sin duda se establecerían numerosos lazos homosexuales, al tratar desesperadamente los pájaros de encontrar lo más parecido a una pareja que tuviera a su alcance.
En nuestra propia especie, el proceso es mucho más lento. Nosotros no tenemos que actuar contra el límite de una breve temporada de cría. Esto nos da tiempo para explorar y «divertirnos». Aunque nos encontremos en un medio de segregación sexual durante considerables períodos de nuestra adolescencia, no por esto establecemos lazos homosexuales automáticos y permanentes. Si fuésemos como las aves coloniales, ningún adolescente podría salir de un pensionado de varones (o de otra parecida organización unisexual) con la esperanza de crear jamás un lazo heterosexual. En realidad, el proceso no es tan perjudicial. En la mayoría de los casos, el grabado queda únicamente esbozado y puede borrarse con facilidad mediante ulteriores y más fuertes impresiones.
Sin embargo, en algunos casos, el daño es más permanente. Acusados trazos asociativos se habrán ligado firmemente con la expresión sexual y ya no se podrá prescindir de ellos en ulteriores situaciones de formación de lazos. La inferioridad de las básicas señales sexuales ofrecidas por un compañero del mismo sexo no será suficiente para superar las asociaciones de fijación positiva. En seguida se nos ocurre preguntar por qué ha de exponerse una sociedad a tales peligros. La respuesta parece radicar en la necesidad de prolongar lo más posible la fase educacional para satisfacer las enormemente especializadas y complicadas exigencias tecnológicas de la cultura. Si los varones y las hembras jóvenes estableciesen unidades familiares en cuanto estuviesen biológicamente preparados para ello, se perdería una enorme cantidad de instrucción en potencia. Por consiguiente, se les somete a fuertes presiones para evitarlo. Desgraciadamente, por muchas que sean las restricciones culturales, éstas no evitarán el desarrollo del sistema sexual, y, si éste no puede seguir el rumbo acostumbrado, buscará y encontrará algún otro.
Hay otro factor independiente, pero importante, que puede influir en las tendencias homosexuales. Si en el ambiente familiar los retoños se ven sometidos a una madre varonil y dominadora, o a un padre débil y afeminado, esto puede acarrearles una considerable confusión. Las características de comportamiento actuarán en un sentido, y las anatómicas en otro. Si al llegar a la madurez sexual los hijos buscan compañeros que tengan las cualidades de comportamiento (más que las anatómicas) de la madre, están expuestos a elegirlos más entre los varones que entre las hembras. Las hijas corren un riesgo similar, pero a la inversa. Lo malo de los problemas sexuales de esta clase es que el prolongado período de dependencia infantil crea un contacto tan grande entre las generaciones, que los desórdenes se transmiten una y otra vez. El padre afeminado que hemos mencionado tuvo, probablemente, que presenciar anomalías sexuales en las relaciones de sus propios padres, y así sucesivamente. Los problemas de esta clase se transmiten de una generación a otra durante largo tiempo, hasta que desaparecen o hasta que se hacen tan agudos que se resuelven por sí solos al impedir totalmente la procreación.
Como zoólogo, no puedo discutir las «peculiaridades» sexuales según la moral corriente. Sólo puedo aplicar una especie de moralidad zoológica, en términos de éxito o fracaso en la reproducción. Si ciertos hábitos sexuales impiden el éxito reproductor, podemos calificarlos sinceramente de biológicamente inadecuados. Grupos tales como los de los monjes, monjas, solterones y solteronas, y homosexuales permanentes, son todos ellos anómalos desde el punto de vista de la reproducción. La sociedad los cría, y ellos se niegan a devolverle el favor. De la misma manera, podemos decir que un homosexual activo no es más anómalo que un monje desde aquel punto de vista. E igualmente se puede afirmar que ninguna práctica sexual, por muy asquerosa u obscena que parezca a los miembros de una civilización particular, puede ser biológicamente criticada, mientras no impida el éxito reproductivo general. Si los más chocantes refinamientos del acto sexual contribuyen a asegurar que se producirá la fertilización entre los miembros de una pareja, o que se fortalecerán los lazos de la misma, entonces ha cumplido su misión reproductora y es, biológicamente, tan aceptable como la costumbre sexual más «limpia» y aprobada por todos.
Dicho esto, debo ahora señalar que existe una importante excepción a la regla. La moralidad biológica que acabo de esbozar deja de aplicarse en el caso de una superpoblación. Cuando ésta se produce, se invierten las normas. Por estudios realizados sobre otras especies en estado de superpoblación experimental, sabemos que llega un momento en que el aumento de densidad de población alcanza un punto extremo en el que se destruye toda la estructura social. Los animales contraen enfermedades, matan a sus pequeños, luchan con saña y se mutilan ellos mismos. Ninguna secuencia de comportamiento puede desarrollarse como es debido. Todo se fragmenta. En definitiva, son tantas las muertes, que la densidad de población vuelve a alcanzar un bajo nivel y puede empezar de nuevo la cría; pero no antes de que acontezca una conmoción catastrófica. Si en tal situación hubiese podido instaurarse algún medio anticonceptivo controlado, en cuanto se manifiestan los primeros síntomas de superpoblación se habría podido evitar el caos. En estas condiciones (grave superpoblación, sin señales de alivio en un futuro inmediato), los procedimientos sexuales anticonceptivos deberían estudiarse bajo una nueva luz.
Nuestra especie se encamina rápidamente hacia tal situación. Hemos llegado a un punto en que debemos dejar de sentirnos satisfechos. La solución es evidente: reducir el ritmo de la natalidad, sin poner obstáculos a la estructura social existente; evitar un aumento en cantidad, sin impedir un aumento en calidad. La necesidad de unas técnicas anticonceptivas salta a la vista; pero no debemos permitir que rompan la básica unidad familiar. En realidad, este riesgo sería muy pequeño. Se han expresado temores de que el uso generalizado de anticonceptivos perfeccionados conducirá a una promiscuidad desenfrenada; pero esto es muy poco probable: la poderosa tendencia de la especie a formar parejas cuidará de evitarlo. Pueden producirse dificultades si muchas parejas emplean los anticonceptivos hasta el punto de no procrear un solo hijo. Estas parejas exigirán mucho de sus lazos, y éstos pueden romperse por un exceso de tensión. Tales individuos constituirán una gran amenaza para las parejas que intenten constituir familias. Pero estas reducciones extremas son innecesarias. Si cada familia procrease solamente dos hijos, los padres se limitarían a reproducir su propio número y no habría aumento de población. Y si tomamos en consideración los accidentes y las muertes prematuras, el término medio de hijos podría ser incluso ligeramente superior al indicado, sin conducir por ello a un ulterior aumento de la población y, en definitiva, a la catástrofe de la especie.
Lo malo es que como fenómeno sexual, los anticonceptivos mecánicos y químicos son algo fundamental nuevo, y necesitaremos algún tiempo para saber exactamente la clase de repercusiones que habrán de tener en la estructura sexual fundamental de la sociedad después de que lo hayan experimentado un gran número de generaciones y se hayan desarrollado gradualmente nuevas tradiciones a partir de las antiguas. Pueden causar distorsiones o quebrantamientos indirectos e imprevistos en el sistema socio-sexual. Es algo que sólo el tiempo podrá decirnos. Pero, ocurra lo que ocurra, sino se aplica el control de la natalidad, la alternativa será mucho peor.
Teniendo en cuenta este problema de superpoblación, podría argüirse que la necesidad de reducir drásticamente el índice de reproducción destruye todas las críticas biológicas que pueden hacerse a las categorías no reproductoras, tales como frailes y monjas, solteronas y solterones empedernidos, y homosexual permanentes. Esto es cierto desde el exclusivo punto de vista de la reproducción, pero no resuelve otros problemas sociales con los que, en ciertos casos, tendrán que enfrentarse, aislados en su especial papel minoritario. Sin embargo, mientras sean miembros bien adaptados y valiosos de la sociedad, al margen de la esfera procreadora, su no contribución al aumento explosivo de la población puede considerarse altamente beneficioso.
Echando ahora una mirada retrospectiva a todo el escenario sexual, podemos observar que nuestra especie ha permanecido mucho más fiel a sus fundamentales impulsos biológicos de lo que habríamos podido imaginar en un principio. Su sistema sexual de primate, con modificaciones de carnívoro, ha sobrevivido con notable éxito a todos los fanáticos avances tecnológicos. Si tomamos un grupo de veinte familiar suburbanas y lo colocamos en un medio primitivo subtropical, donde los machos tengan que salir de caza para obtener comida, la estructura sexual de esta nueva tribu requerirá muy pocas modificaciones, o acaso ninguna. En realidad, lo que ha ocurrido en todos los pueblos grandes o ciudades ha sido que los individuos que moran en ellos se han especializado en sus técnicas de caza (de trabajo), pero han conservado su sistema sociosexual más o menos en su forma primitiva. Los inventos de la ciencia ficción sobre criaderos de niños, actividades sexuales colectivizadas, esterilización selectiva y división del trabajo controlado por el Estado en las funciones procreadoras, no han llegado a materializarse. El mono del espacio sigue llevando en la cartera el retrato de su mujer y sus hijos, mientras navega a toda velocidad con rumbo a la Luna. Sólo en el campo de una limitación general de la natalidad, podemos presenciar ahora el primer ataque serio a nuestro antiquísimo sistema sexual por las fuerzas de la civilización moderna. Gracias a la ciencia médica, a la cirugía y a la higiene hemos alcanzado la cúspide de un éxito increíble en materia de crianza. Hemos practicado el control de la muerte, y ahora debemos equilibrarlo con el control de la natalidad. Cualquiera diría que nos vemos abocados a cambiar por fin, durante el próximo siglo o algo más, todos nuestros hábitos sexuales. Pero, si lo hacemos no será porque éstos hayan fracasado, sino porque su éxito habrá sido excesivo.
Una vez la hembra ha sido fertilizada, y el embrión ha empezado a desarrollarse en el útero, aquélla experimenta una serie de cambios. Su período menstrual se interrumpe. Siente mareos matinales. Desciende su presión sanguínea. Puede sufrir una ligera anemia. A medida que transcurre el tiempo, sus senos se hinchan y se ablandan. Aumenta su apetito. Y, en general, su carácter se torna más apacible.
Después de un período de gestación de 266 días aproximadamente, el útero empieza a contraerse con fuerza y rítmicamente. La membrana amniótica que envuelve el feto se rompe, y se derrama el líquido en que flota el niño. Ulteriores y violentas contracciones expulsan al niño del claustro materno, empujándole a través del conducto vaginal hacia el mundo exterior. Nuevas contracciones desprenden y expulsan la placenta. Entonces se rompe el cordón que unía el feto a la placenta. En otras especies de primates, el corte del cordón se efectúa por la madre con los dientes, y es indudable que este mismo método fue empleado por nuestros antepasados. En cambio, en la actualidad, se liga cuidadosamente y se corta después con unas tijeras. El muñón pegado al vientre del niño se seca y se cae al cabo de unos días.
Hoy en día, es costumbre universal que, durante el parto, la hembra esté acompañada y ayudada por otros adultos. Probablemente es ésta una costumbre muy antigua. Las exigencias de la locomoción vertical no han sido muy piadosas para la hembra de nuestra especie; este avance fue sentenciado con una pena de varias horas de doloroso parto. Parece probable que la colaboración de otros individuos fue ya necesaria en las remotas fases en que el mono cazador evolucionó en relación con sus antepasados moradores de los bosques. Afortunadamente, el carácter cooperativo de la especie aumentó paralelamente a la evolución del mono cazador, de manera que la dificultad trajo consigo su remedio. Normalmente, la madre chimpancé no sólo corta el cordón con los dientes, sino que también devora parte de la placenta, lame los fluidos, lava y asea al hijo recién nacido, y lo estrecha protectoramente contra su cuerpo. En nuestra propia especie, la madre, exhausta, confía a sus acompañantes la realización de todas estas actividades (o de sus equivalentes modernos.)
Después del alumbramiento, tienen que pasar un día o dos para que empiece a manar la leche de la madre; pero al producirse esto, la madre alimenta al niño de esta suerte durante un período que llega a los dos años. Sin embargo, el período de lactancia es, por término medio, más breve, y la práctica moderna ha tendido a reducirlo a seis o nueve meses. Durante este tiempo, el período menstrual suele permanecer interrumpido, y, en general, la menstruación sólo reaparece con el destete del niño. Si los hijos son destetados antes de lo acostumbrado, o si son alimentados con biberón, es natural que no se produzca aquella dilación y que la hembra pueda volver a concebir con mayor rapidez. Por el contrario, si sigue el sistema primitivo y amamanta al niño durante un período de dos años completos, sólo producirá retoños una vez cada tres años. (En ocasione, el amamantamiento se prolonga deliberadamente de este modo como técnica anticonceptiva.) Dado que el período de fecundidad es aproximadamente de treinta años, esto reduce la capacidad reproductora de la hembra a unos diez retoños. Si se quita rápidamente el pecho al niño, o se le alimenta con biberón, esta cifra puede elevarse teóricamente a treinta.
El acto de amamantar al hijo crea a las hembras de nuestra especie un problema mucho mayor que a las de los demás primates. El niño es tan desvalido que la madre tiene que realizar una función mucho más activa en el proceso, sujetando al niño contra el pecho y guiando sus acciones. A muchas madres les cuesta persuadir a su retoño de que chupe eficazmente. La causa más frecuente de esta dificultad es que el pezón no entra lo bastante en la boca del niño. No basta con que éste cierre los labios sobre el pezón, sino que éste debe ser introducido profundamente en su boca, de modo que su parte delantera establezca contacto con el paladar y con la parte superior de la lengua. Sólo este estímulo provocará la acción de la mandíbula, de la lengua y de las mejillas para un intenso chupeteo. Para lograr esta yuxtaposición, la región del pecho inmediatamente debajo del pezón tiene que ser flexible y blanda. La extensión de la «presa» que puede efectuar el niño sobre este dúctil tejido tiene gran importancia. Para que el proceso de amamantamiento se desarrolle con éxito, es esencial que el acto de chupar sea plenamente eficaz a los cuatro o cinco días del nacimiento. Si durante la primera semana se producen reiterados fracasos, la reacción del niño nunca será completa. Esta habrá de lograrse con otra alternativa (biberón) que le resulta más cómoda.
Otra dificultad del amamantamiento es la llamada «lucha contra el pecho» con que suelen reaccionar algunos niños. A menudo esto da la impresión a la madre de que el niño no quiere chupar pero, en realidad, significa que, a pesar de sus desesperados intentos, no lo hace porque se ahoga. Una posición ligeramente inadecuada de la cabeza del niño contra el pecho puede ser causa de que quede tapada su nariz, y, como tiene la boca llena, no puede respirar. Lucha no porque no quiera mamar, sino porque necesita aire. Desde luego, la madre tiene que enfrentarse con muchos más problemas de esta clase, pero he seleccionado éstos porque parecen aportar una prueba suplementaria a la teoría de que el pecho de la mujer es, fundamentalmente, más un aparato de señales sexuales que una máquina perfeccionadora de suministro de leche. Su forma sólida y redondeada es la que origina ambos problemas. Basta observar el perfil de los pezones de goma elástica de los biberones para comprender cuál es la forma que funciona mejor. Es mucho más largo y no se hunde en el gran hemisferio que causa tantas dificultades a la boca y a la nariz del niño. Su forma se asemeja mucho más al aparato de alimentación de la hembra chimpancé. Esta tiene unas tetas ligeramente hinchadas, pero, incluso en plena lactancia, su pecho es mucho más plano que el de la hembra corriente de nuestra especie. Por otra parte, sus pezones son mucho más alargados y salientes, y el pequeño no tiene la menor dificultad en iniciar su actividad chupadora. Debido a que nuestras hembras tienen tan desarrollado el pecho y a que, evidentemente, éste forma parte del aparato de alimentación, nos vemos automáticamente llevados a pensar que su forma protuberante y redondeada tuvo que tener también por causa la misma actividad maternal. Sin embargo, ahora parece que esta presunción era equivocada y que, en nuestra especie, la función de la forma del pecho es más sexual que maternal.
Aparte de esta cuestión de alimentación, vale la pena observar un par de aspectos de la manera en que la madre se comporta con su pequeño en otros momentos. Los acostumbrados mimos, arrumacos y operaciones de limpieza requieren pocos comentarios; en cambio la posición en que sostiene al niño contra su pecho, mientras descansa, es bastante reveladora. Cuidadosos estudios americanos han revelado la circunstancia de que el 80 por ciento de las madres acunan a sus hijos en el lado izquierdo y los sostienen contra el mismo lado de su cuerpo. Si pedimos que se nos explique la significación de esta tendencia, casi todo el mundo nos responderá que se debe, indudablemente, al predominio de las personas que usan con preferencia la mano derecha. Sosteniendo a sus hijos con el brazo izquierdo, las madres pueden manipular libremente el miembro dominante. Pero un análisis minucioso demuestra que esto no es así. Cierto que existe una pequeña diferencia entre las hembras zurdas y las normales, pero esto no basta para darnos una explicación adecuada. Resulta que un 83 por ciento de las madres que emplean la derecha sostienen a sus hijos en el costado izquierdo, pero lo mismo hace el 78 por ciento de las madres zurdas. En otras palabras, sólo un 22 por ciento de las madres zurdas conservan libre para la acción la mano dominante. Tiene que haber, pues, otra explicación menos manifiesta.
La otra única clave se infiere del hecho de que el corazón está en el lado izquierdo del cuerpo de la madre. ¿No podría ser que el sonido del latido del corazón fuese el factor vital? Pero, ¿de qué manera? Tratando de contestar a estas preguntas, se pensó que quizá, durante su existencia en el claustro materno, el embrión en desarrollo experimentaba una fijación («impresión») en el ruido del latido del corazón. Si esto es así, el hecho de descubrir el ruido familiar después del nacimiento podría producir un efecto calmante en el niño, especialmente al verse lanzado al mundo exterior, extraño y temible. En tal caso, la madre, ya sea instintivamente, ya después de una serie inconsciente de pruebas y errores, llegaría a descubrir que su hijo está más tranquilo cuando lo sostiene con el brazo izquierdo, sobre el corazón, que cuando lo hace con el derecho.
Esto quizá parezca rebuscado, pero se han realizado experimentos que demuestran que es, a pesar de todo, la verdadera explicación. Unos grupos de recién nacidos fueron sometidos, en la nursery de un hospital, y durante un tiempo considerable, al ruido, registrado en un disco, de los latidos del corazón, a un ritmo de 72 latidos por minuto. Había nueve niños en cada grupo, y se descubrió que uno o más de ellos lloraban un 60 por ciento del cuando no funcionaba el disco; en cambio, esta cifra descendía hasta un 38 por ciento cuando el aparato sonoro reproducía los latidos del corazón. Los grupos que oían los latidos experimentaban también un aumento de peso superior a los otros, a pesar de que la cantidad de alimento ingerido era la misma en ambos casos. Por lo visto, los grupos privados de los latidos quemaban mucha más energía, a consecuencia de los vigorosos esfuerzos de su llanto.
Otra prueba fue realizada con niños un poco mayores, a la hora de dormir. La habitación en que se hallaban algunos grupos permanecía en silencio, mientras que en la de otros un fonógrafo desgranaba canciones de cuna. En otras, sonaba un metrónomo al mismo ritmo del corazón, o sea a 72 golpes por minuto. Por último, en otras, sonaba un disco en que se habían registrado los latidos de un corazón auténtico. Se observó cuáles eran los niños que se dormían más pronto. El grupo que escuchaba los latidos del corazón se quedó dormido en la mitad del tiempo que necesitó cualquiera de los otros grupos. Esto no sólo refuerza la idea de que el latido del corazón tiene un poderoso efecto calmante, sino que demuestra también que la respuesta es sumamente específica. La imitación con el metrónomo no sirve, al menos para los niños pequeños.
Parece, pues, casi seguro que es ésta la explicación de la tendencia de la madre a sostener a su hijo contra su costado izquierdo. Es curioso observar que, a raíz de un estudio efectuado a este respecto sobre 466 cuadros de la Virgen con el Niño (cuadros correspondientes a un período de varios siglos) se comprobó que, en 373 de ellos, el Niño está colocado sobre el seno izquierdo. También aquí equivalía la cifra a un 80 por ciento. Esto contrasta con la observación de mujeres cargadas con paquetes, que permitió comprobar que el 50 por ciento los llevaba con la mano derecha, y el otro 50 por ciento, con la izquierda.
¿Qué otros posibles resultados puede tener esta fijación en los latidos del corazón? Puede, por ejemplo, explicar por qué de nuestra insistencia en localizar los sentimientos de amor en el corazón y no en la cabeza. Como dice el cantar: «¡Resulta que tienes corazón!» Puede explicar también, por qué las madres mecen a sus hijos para hacerles dormir. La oscilación se produce, aproximadamente, con el mismo ritmo que los latidos del corazón, y es probable que también esto «recuerde» a los niños las rítmicas sensaciones a que se acostumbraron en el interior del claustro materno: la palpitación del gran corazón de la madre encima de ellos. Pero la cosa no acaba aquí, sino que el fenómeno parece continuar durante nuestra vida adulta. Nos mecemos cuando sentimos angustia. Oscilamos hacia delante y hacia atrás sobre los pies cuando nos enfrentamos con algún conflicto. La próxima vez que vean ustedes a un conferenciante, o a un orador después de un banquete, oscilando rítmicamente a un lado y otro, comprueben si sus oscilaciones se producen al mismo ritmo que los latidos del corazón. Su inquietud al tener que enfrentarse con un auditorio, le impulsa a realizar los movimientos más tranquilizadores que le permiten las limitadas circunstancias; y por esto se refugia en el conocido y antiguo latido del claustro materno. Dondequiera que vean inseguridad, hallarán, posiblemente, el ritmo tranquilizador del corazón, envuelto en cualquier disfraz. No es casualidad que la mayor parte de la música y de las danzas populares tengan un ritmo sincopado. También aquí, los sonidos y los movimientos devuelven a los actores al mundo seguro del útero. No fue accidentalmente que la música de la juventud recibió el nombre de «música rock», ni más, recientemente, el nombre, todavía más revelador, de «música beat». Y ¿qué es lo que cantan? «Mi corazón está roto», «Has dado a otro tu corazón», o «Mi corazón te pertenece».
Por muy fascinador que sea este tema, no debemos apartarnos demasiado de la primitiva cuestión del comportamiento paternal. Hasta ahora, hemos estudiado el comportamiento de la madre con respecto al hijo. La hemos acompañado en los dramáticos momentos del parto; hemos observado cómo alimentaba a su hijo, cómo lo amparaba y lo tranquilizaba. Ahora debemos fijar nuestra atención en el hijo y estudiarlo mientras se desarrolla.
Por término medio, el peso de un niño al nacer es, aproximadamente, de tres kilos y medio, o sea un poco más de la veinteava parte del peso medio del padre. El crecimiento es muy rápido durante los dos primeros años de vida y se acelera bastante durante los cuatro años siguientes. En cambio, después de los seis años, disminuye considerablemente. Esta fase de crecimiento gradual prosigue hasta los once años, en los niños y los diez, en las niñas. Después, al llegar a la pubertad, se produce otro estirón. De nuevo observamos un rápido crecimiento desde los once hasta los diecisiete años, en los chicos, y desde los diez hasta los quince, en las muchachas. Debido a que alcanzan la pubertad un poco antes, las chicas tienden a adelantarse a los chicos entre los once y los catorce años, pero, después los muchachos vuelven a tomar la delantera y la conservan en lo sucesivo. El crecimiento suele cesar, en las muchachas, alrededor de los diecinueve años, y, en los muchachos, mucho más tarde, aproximadamente a los veinticinco. Los primeros dientes suelen aparecer entre el sexto y el séptimo mes, y la dentición total de leche se completa, generalmente, a finales del segundo año o a mediados del tercero. Los dientes permanentes salen a los seis años, pero los últimos molares -las muelas del juicio- no suelen brotar antes de los diecinueve.
Los niños recién nacidos se pasan la mayor parte del tiempo durmiendo. Se dice generalmente que, durante las primeras semanas, sólo están despiertos un par de horas al día; pero esto no es cierto. Son dormilones, pero no tanto. Minuciosos estudios han revelado que, durante los tres primeros días de vida, el promedio del tiempo de sueño es de 16,6 horas diarias. Sin embargo, esto varía muchísimo según los individuos, hasta el punto de que los más dormilones llegan a dormir 23 horas de las 24, y los más despiertos, sólo 10,5 horas.
Durante la infancia, la proporción entre las horas de sueño y las de vigilia disminuye gradualmente, hasta que, al llegar a la edad adulta, el antiguo promedio de dieciséis horas queda reducido a la mitad. No obstante, algunos adultos se apartan considerablemente del promedio típico de las ocho horas. Dos de cada cien individuos necesitan únicamente cinco horas de sueño, y otros tantos sienten necesidad de dormir diez horas. Diremos, de paso, que el promedio de sueño de las hembras adultas es ligeramente superior al de los varones adultos.
Las dieciséis horas de sueño del recién nacido no se duermen en una sola y larga sesión nocturna, sino que se dividen en numerosos y breves períodos repartidos entre las veinticuatro horas del día. Sin embargo, existe desde el nacimiento una ligera tendencia a dormir más durante la noche que durante el día. Gradualmente, y a medida que pasan las semanas, uno de los períodos nocturnos de sueño se hace más largo. El niño hace entonces muchas y breves siestas durante el día y un solo sueño largo por la noche. Este cambio hace que, a la edad de seis meses, el promedio de sueño diario descienda a unas catorce horas. En los meses que siguen, las breves siestas diurnas se reducen a dos: una por la mañana y otra por la tarde. Durante el segundo año, suele cesar la siesta de la mañana, por lo que la cifra media de sueño disminuye a trece horas diarias. En el quinto año, desaparece también la siesta de la tarde, y la cifra queda reducida aún más: a unas doce horas diarias. Desde este momento hasta la pubertad, se produce otra reducción de tres horas diarias en el sueño requerido, de manera que, a los trece años, los niños suelen dormir sólo nueve horas cada noche. A partir de esta edad, durante la adolescencia, no existe ya diferencia alguna con los adultos, y los jovencitos no duermen más de ocho horas por término medio. Así, pues, el ritmo definitivo de sueño concuerda más con la madurez sexual que con la madurez física final.
Es curioso que, entre los niños en edad preescolar, los más inteligentes tienden a dormir menos que los obtusos. Después de los siete años, se invierte esta relación, y los colegiales más inteligentes duermen más que los torpes. Esta circunstancia parece demostrar que, en vez de aprender más por el hecho de estar más tiempo despiertos, se ven forzados a aprender tanto que los más aptos están rendidos al terminar el día. En cambio, entre los adultos no existe, al parecer, ninguna relación entre el grado de inteligencia y la ración corriente de sueño.
El tiempo que los varones y hembras sanos necesitan para quedarse dormidos es, por término medio, de veinte minutos en todas las edades. El despertamiento suele producirse espontáneamente. La necesidad de un aparato despertador especial indica que el sueño ha sido insuficiente, y el individuo sufrirá una disminución de su viveza durante el período de su vigilia subsiguiente.
Durante sus períodos de vigilia, el niño recién nacido se mueve relativamente poco. A diferencia de otras especies de primates, está muscularmente poco desarrollado. El joven mono puede agarrarse fuertemente a su madre desde el momento de nacer. Incluso puede agarrarse a los pelos de la madre durante el alumbramiento. En cambio, en nuestra especie el recién nacido es totalmente impotente y sólo puede hacer triviales movimientos con los brazos y las piernas. Sólo a la edad de un mes consigue levantar la barbilla del suelo sin ayuda, si está echado de bruces. A los dos meses, puede levantar el pecho del suelo. A los tres meses, puede alargar el brazo hacia un objeto suspendido. A los cuatro, puede sentarse, con ayuda de su madre. A los cinco, puede sentarse en la falda de su madre y asir objetos con la mano. A los seis, puede sentarse en una silla y agarrar objetos colgantes. A los siete, puede sentarse solo y sin ayuda. A los ocho, puede levantarse con ayuda de la madre. A los nueve, puede levantarse agarrándose a los muebles. A los diez, puede arrastrarse por el suelo, sobre las manos y las rodillas. A los once, puede andar, si el padre o la madre lo llevan de la mano. A los doce, puede levantarse con ayuda de objetos sólidos. A los trece, puede trepar por un tramo de escalera. A los catorce, puede levantarse por sí solo y sin apoyarse en objetos sólidos. A los quince meses llega, por fin, el momento en que puede andar solo y sin ayuda de nadie. (Estas son, naturalmente, las cifras corrientes, pero pueden servir para darnos una buena idea aproximada del ritmo de desarrollo posicional y locomotor de nuestra especie.)
Esta diferencia es cuestión de cerebro, no de voz. El chimpancé posee un aparato vocal perfectamente capaz, por su estructura, de producir gran variedad de sonidos. No hay ningún defecto que pueda explicar su torpe comportamiento. Su único defecto reside en el cerebro.
A diferencia de los chimpancés, existen pájaros que tienen sorprendentes facultades de imitación vocal. Los loros, los cotorras, los cuervos y otras varias especies pueden recitar frases enteras sin pestañear; pero, desgraciadamente, tienen cerebro de pájaro y no pueden sacar provecho de su habilidad. Se limitan a remedar las complejas series de sonidos que se les enseña, y que repiten automáticamente por el orden prefijado y sin ninguna relación con los sucesos exteriores. A pesar de todo, es sorprendente que los chimpancés, y, a fin de cuentas, los demás monos, no pueden lograr hacerlo mejor. Incluso unas pocas y sencillas palabras, culturalmente determinadas, les ayudarían tanto en su medio natural que resulta difícil comprender cómo no han evolucionado.
Volviendo de nuevo a nuestra propia especie, los sonidos que compartimos con otros primates, no son eliminados por nuestra recién conquistada habilidad verbal. Nuestras señales sonoras innatas permanecen y conservan sus importantes papeles. No sólo proporcionan los cimientos vocales sobre los que construiremos nuestro rascacielos verbal, sino que existen también por su propio derecho, como aparatos de comunicación típicos de la especie. A diferencia de los signos verbales, surgen espontáneamente y significan lo mismo en todas las civilizaciones. El grito, el sollozo, la risa, el rugido, el gemido y el llanto rítmico transmiten los mismos mensajes a todos y en todas partes. Como los sonidos de otros animales, están relacionados con los estados emocionales básicos y nos dan una impresión inmediata del estado motivador del que vocaliza. De igual manera hemos conservado nuestras expresiones instintivas: la sonrisa, la mueca, la mirada fija, la cara de pánico y el rostro iracundo. También éstas son comunes a todas las sociedades, y persisten a pesar de la adquisición de muchos gestos culturales.
Es curioso observar cómo se originan estos sonidos y estos gestos básicos de la especie durante los primeros tiempos de nuestro desarrollo. Las reacciones rítmicas de llanto se manifiestan (como todos sabemos muy bien) desde el momento de nacer. La sonrisa llega más tarde, aproximadamente a las cinco semanas. La risa y los berrinches no aparecen hasta el tercer o cuarto mes. Vale la pena estudiar más atentamente estos hábitos.
El llanto es no sólo la primera señal que damos de nuestro estado de ánimo, sino también la más fundamental. La sonrisa y la risa son señales únicas y bastante especializadas; en cambio, el llanto la compartimos con millares de otras especies. Virtualmente, todos los mamíferos (por no hablar de los pájaros) emiten agudos gritos, chillidos o lamentos cuando están asustados o cuando sufren. En los mamíferos superiores, cuyas expresiones faciales han evolucionado como sistemas de señales visuales, estos mensajes de alarma van acompañados de las características «caras de miedo». Estas reacciones, tanto en los animales jóvenes como en los adultos, indican que algo anda realmente mal. Los jóvenes avisan a sus padres; los adultos avisan a otros miembros de su grupo social.
Cuando somos niños, hay muchas cosas que nos hacen llorar. Lloramos si nos duele algo, si tenemos hambre, si nos dejan solos, si chocamos con un estímulo extraño y fuera de lo corriente, si perdemos de pronto nuestro punto físico de apoyo, si nos vemos constreñidos a alcanzar una finalidad urgente. Estas categorías se resumen en dos factores importantes: dolor físico y la falta de seguridad. En ambos casos, cuando se da la señal, ésta produce (o debería producir) reacciones protectoras por parte de los padres. Si el niño se encuentra separado del padre en el momento de dar la señal, ésta produce el efecto inmediato de reducir la distancia entre ellos, hasta que el niño es tomado en brazos para mecerle, acariciarle o pegarle. Si el niño está ya en contacto con su progenitor, o si el llanto persiste después de establecer el contacto, se procede al examen de su cuerpo, en busca de las posibles causas del dolor. La reacción paternal continúa hasta que cesa la señal (y, en este aspecto, difiere esencialmente de los supuestos de la sonrisa y de la risa.)
La acción de llorar consiste en una tensión muscular acompañada de un enrojecimiento de la cabeza, de una humedad en los ojos, con apertura de la boca y distensión de los labios, y con una respiración exagerada y de espiraciones intensas y, desde luego, con agudas y roncas vocalizaciones. Los niños mayores corren también hacia sus padres y se agarran a ellos.
He descrito este hábito con cierto detalle, a pesar de ser tan corriente, porque de él evolucionaron nuestras señales especializadas de la risa. Cuando se dice que alguien «lloraba de tanto reír», se expresa esta relación; pero, en términos de evolución, debería decirse al revés: reímos de tanto llorar. ¿Cómo se produjo esto? Ante todo, es interesante observar lo mucho que, como hábitos de reacción, se parecen el llanto y la risa. Tendemos a olvidarlo, porque ambas acciones responden a estados de ánimo muy diferentes. La risa, como el llanto, requiere una tensión muscular, abrir la boca, distender los labios y respirar exageradamente, con intensas espiraciones. En grados de alta intensidad, incluye también el enrojecimiento de la faz y el humedecimiento de los ojos. Pero las vocalizaciones son menos roncas y no tan agudas. Sobre todo, son más breves y se suceden con mayor rapidez. Es como si el prolongado gemido del niño que llora se fraccionara, cortado en pequeños pedazos, y al propio tiempo se hiciera más suave y más grave.
Parece como si la reacción de la risa fuese una evolución de la del llanto, como señal secundaria producida subsiguientemente. Ya he dicho que el llanto se presenta en el momento de nacer; en cambio, la risa no aparece hasta el tercer o cuarto mes. Esta aparición coincide con el desarrollo del reconocimiento de los padres. El niño inteligente puede reconocer a su padre, pero es el niño que ríe el que reconoce a su madre. Antes de aprender a identificar la cara de su madre y a distinguir a ésta de los otros adultos, el niño puede murmurar y emitir sonidos inarticulados, pero no ríe nunca. Cuando empieza a distinguir a su propia madre, empieza también a tener miedo de los otros adultos, de los extraños. A los dos meses, cualquier cara vieja le da lo mismo; todos los adultos complacientes son bien venidos. En cambio, ahora empieza a madurar el miedo al mundo circundante, y cualquier rostro desconocido es capaz de trastornarle y de provocar su llanto. (Más adelante, aprenderá que otros adultos pueden serle simpáticos, y dejará de temerlos; pero lo hará de una manera selectiva, sobre la base de conocimiento personal.) Como resultado de este proceso de fijación en la madre, el niño puede encontrarse situado en un extraño conflicto. Si la madre hace algo que no le asusta, le da ella misma dos clases de señales opuestas. Una de ellas dice: «Soy tu madre, tu protectora personal; no tienes nada que temer.» Y la otra: «Mira, aquí hay algo que da miedo.» Este conflicto no podría presentarse antes de que la madre fuese conocida como individuo, porque, si hubiese hecho entonces algo susceptible de producir temor, habría dado simplemente origen a un estímulo momentáneo de miedo, y nada más. En cambio, ahora puede dar la doble señal: «Hay peligro, pero no hay que temer.» O, por decirlo de otro modo: «Puede parecer que hay peligro, pero como éste procede de mí no tienes pro qué tomarlo en serio.» Resultado de esto es que el niño da una respuesta que es, en parte, reacción de llanto, y, en parte, murmullo de reconocimiento de la madre. Esta mágica combinación produce la risa. (O mejor dicho, la produjo en los lejanos tiempos de la evolución. Posteriormente, se fijó y se desarrolló plenamente, como respuesta, distinta y separada por derecho propio.)
Así, pues, la risa dice: «Reconozco que el peligro no es real», y transmite este mensaje a la madre. Entonces, la madre puede jugar vigorosamente con el niño, sin hacerle llorar. En los niños, las primeras causas de la risa con los juegos infantiles de los padres: palmoteos, saltos rítmicos sobre las rodillas y elevaciones en el aire. Más tarde, las cosquillas desempeñan un papel principal; pero no antes del sexto mes. Todos estos estímulos son violentos, pero realizados por el protector «seguro». Los niños aprenden muy pronto a provocarlos; por ejemplo, escondiéndose, con lo cual experimentarán la «impresión» de ser descubiertos o jugando a escapar, para ser alcanzados.
Por consiguiente, la risa se convierte en señal de juego, una señal susceptible de ser fomentada y desarrollada por la progresiva interacción entre el niño y sus progenitores. Si ésta produce excesivo espanto o dolor, la reacción derivará hacia el llanto y provocará inmediatamente una respuesta protectora. Este sistema permite al niño desarrollar la exploración de sus capacidades corporales y de las propiedades físicas del mundo que le rodea.
También otros animales tienen señales especiales de juego, pero, comparadas con las nuestras, son insignificantes. Por ejemplo, el chimpancé tiene una característica cara de juego y un suave gruñido juguetón, que equivale a nuestra risa. En su origen, estas señales poseen la misma clase de ambivalencia. Cuando saluda, el joven chimpancé saca los labios y los dilata hasta el máximo. Cuando está asustado los contrae, abre la boca y enseña los dientes. La cara de juego, motivada por ambos sentimientos de bienvenida y de miedo, es una mezcla de estos dos. Las mandíbulas se abren de par en par, como en expresión de miedo, pero los labios se estiran y cubren los dientes. El suave gruñido está a medio camino entre el «u-u-u» de salutación y el grito de miedo. Si el juego se hace demasiado violento, los labios se retraen y el gruñido se convierte en un breve y agudo chillido. Si es demasiado sosegado, las mandíbulas se cierran y el chimpancé saca los labios con su mueca característica. En el fondo, la situación es la misma; pero el suave gruñido juguetón es una íntima señal comparado con nuestro propia risa vigorosa y pletórica. Cuando el chimpancé crece, la significación de la señal de juego mengua todavía más, en tanto que la nuestra se desarrolla y adquiere mayor importancia en la vida cotidiana. El mono desnudo, incluso en su edad adulta, es un mono juguetón. Esto es consecuencia de su naturaleza curiosa. Está llevando constantemente las cosas a su límite, tratando de sorprenderse a sí mismo, de impresionarse a sí mismo sin hacerse daño, y cuando lo consigue demuestra su alivio con el estruendo de sus contagiosas carcajadas.
El reírse de alguien puede llegar a ser, también, una poderosa arma social entre los niños mayores y los adultos. Es un acto doblemente insultante, ya que indica que el individuo objeto de la risa es espantosamente extraño y, al mismo tiempo, indigno de ser tomado en serio. El comediante profesional asume deliberadamente este papel social y recibe grandes cantidades de dinero de un público que goza al comprobar la normalidad de su grupo en contraste con su fingida anormalidad.
La reacción de los adolescentes ante sus ídolos es en esto muy significativa. Se divierten, como público que son, pero no lo manifiestan con explosiones de risa, sino con fuertes gritos. Y no sólo chillan, sino que se dan manotazos y los dan a los otros, se retuercen, gimen, se tapan la cara y se tiran de los pelos. Todo esto son señales clásicas de dolor o miedo intensos, pero han sido deliberadamente estabilizadas. Su nivel ha sido artificialmente reducido. Ya no son gritos de socorro, sino señales entre los componentes del público de que son capaces de experimentar una reacción emocional ante los ídolos sexuales, una reacción tan intensa, que, como todos los estímulos de insoportable intensidad, pasa al campo del puro dolor. Si una adolescente se encontrase de pronto sola, en presencia de uno de sus ídolos, nunca se le ocurriría ponerse a chillar. Sus gritos no se dirigirían, pues, a él, sino a las otras muchachas del público. De esta manera, las jóvenes pueden afirmar mutuamente el desarrollo de su susceptibilidad emocional.
Antes de abandonar el tema del llanto y de la risa, debemos aclarar otro misterio. Algunas madres sufren terriblemente a causa del llanto incesante de sus hijos durante los tres primeros meses de vida. Nada de cuanto hagan los padres sirve para atajar sus lloros. Y los padres suelen llegar a la conclusión de que sus hijos padecen alguna dolencia física importante, y tratan de obrar en consecuencia. Desde luego, tienen razón: existe alguna anomalía física; pero, probablemente, es más un efecto que una causa. La clave vital nos la da el hecho de que el llamado llanto del «cólico» cesa, como por arte de magia, cuando el niño llega a su tercer o cuarto mes. Cesa precisamente en el momento en que el niño empieza a ser capaz de identificar a su madre como individuo conocido. La comparación entre el comportamiento de las madres que tienen hijos llorones y el de aquellas que los tienen más tranquilos, nos da la respuesta. Las primeras se muestran inseguras, nerviosas e inquietas en el trato con sus retoños. Las segundas son resueltas y serenas. Lo cierto es que, incluso en una edad tan tierna, el niño percibe claramente las palpables diferencias entre «seguridad» y «tranquilidad» de una parte, e «inseguridad» y «alarma», de otra. Una madre agitada no puede dejar de señalar su agitación. Esto sólo sirve para aumentar la aflicción de la madre, la cual produce, a su vez, un aumento del llanto del niño. En definitiva, el pequeño infeliz acaba por sentirse enfermo, y sus dolores físicos vienen a sumarse a su ya considerable desdicha. Lo único que hace falta para romper este círculo vicioso es que la madre acepte la situación y se tranquilice. Pero si no puede lograrlo (y es casi imposible engañar a un niño en esta lucha), el problema se resuelve por sí mismo -como he dicho ya- durante el tercer o cuarto mes de vida, porque, llegado a este punto, el niño queda fijado a la madre y empieza a considerarla instintivamente como su «protectora». Deja de ser una incorpórea serie de estímulos agitadores para convertirse en un rostro familiar. Si sigue produciendo estímulos agitadores, éstos no son ya tan alarmantes, porque proceden de un actor conocido e identificado como amigo. El fortalecimiento del lazo que une al niño con la madre tranquiliza a ésta, y automáticamente calma su ansiedad. Entonces desaparece el «cólico».
Hasta ahora, he dejado de referirme a la cuestión de la sonrisa, porque es ésta una reacción aún más especializada que la risa. Así como la risa es una forma secundaria del llanto, la sonrisa es una forma secundaria de la risa. A primera vista, puede parecer que no es más que una versión poco intensa de la risa, pero la cosa no es tan sencilla. Cierto que la risa, en su forma más suave, no puede distinguirse de la sonrisa, y así fue, indudablemente, como se originó ésta; pero es igualmente claro que, en el curso de la evolución, la sonrisa llegó a emanciparse, hasta el punto de que ahora tiene que ser considerada como una entidad independiente. La sonrisa de gran intensidad -la amplia mueca, la sonrisa radiante- es completamente distinta, en su función, de la risa de gran intensidad. Se ha especializado como cierta señal de buena acogida. Si saludamos a alguien sonriéndole, éste sabe que es bien recibido por nosotros; en cambio, si le saludamos riendo, tiene motivos para dudarlo.
En el mejor de los casos, todo encuentro social nos da un poquitín de miedo. El comportamiento del otro individuo en el momento del encuentro, es una incógnita. Tanto la sonrisa como la risa indican la existencia de este miedo y su combinación con sentimientos de atracción y aceptación. Pero cuando la risa adquiere gran intensidad, señala la posibilidad de un mayor «susto», de una mayor explotación de la situación de peligro-con-seguridad. Por el contrario, si la expresión sonriente de la risa en menor grado deriva hacia otra cosa -hacia una amplia sonrisa-, indica que la situación no tomará aquel rumbo. Revela, simplemente, que la inicial disposición de ánimo es un fin en sí mismo, sin grandes complicaciones. La sonrisa mutua expresa, a los que sonríen, que ambos se encuentran en un estado de ánimo ligeramente aprensivo, pero de atracción recíproca. Sentirse ligeramente temeroso equivale a ser no agresivo, y ser no agresivo equivale a ser amistoso; de esta manera, la sonrisa evoluciona como un amistoso procedimiento de atracción.
¿Por qué, si nosotros hemos necesitado esta señal, han podido otros primates prescindir de ella? Cierto que tienen señales amistosas de diversas clases, pero la sonrisa constituye una señal adicional, exclusiva de nosotros, y tiene enorme importancia en nuestra vida cotidiana, tanto de niños como de adultos. ¿Qué hay, en nuestro modo de existencia, que le haya dado aquella importancia? La respuesta radica, al parecer, en nuestra famosa piel desnuda. El joven mono, al nacer, se agarra fuertemente a los pelos de su madre. Y en esta actitud se pasa las horas y los días. Durante semanas, e incluso meses, se niega a abandonar la abrigada protección del cuerpo de la madre. Más tarde, cuando se atreve a separarse de ella por primera vez, volverá corriendo y se colgará de ella a la primera alarma. Tiene su propia manera positiva de asegurarse el estrecho contacto físico. Y aunque a la madre no le guste este contacto (porque el hijo es ya mayor y pesa más), le costará no poco desprenderse de él. Esto puede atestiguarlo quien haya tenido que actuar de madrastra de un joven chimpancé.
Cuando nosotros nacemos, nos hallamos en una posición mucho más difícil. No sólo somos demasiado débiles para asirnos, sino que no tenemos nada a que agarrarnos. Privados de todo medio mecánico de asegurar el estrecho contacto con nuestra madre, podemos confiar únicamente en las señales estimulantes maternales. Podemos chillar hasta desgañitarnos para atraer su atención, pero una vez conseguido esto debemos hacer algo más para conservarlo. Este es el momento en que necesitamos un sucedáneo del agarrón, alguna clase de señal que satisfaga a la madre y la haga desear permanecer con nosotros. Esta señal es la sonrisa.
La sonrisa se inicia durante las primeras semanas de vida, pero, al principio, no se dirige a nada en particular. En la quinta semana, aproximadamente, se emite como reacción definida a ciertos estímulos. Los ojos del niño pueden ahora fijar objetos. Al principio, es sobre todo sensible a un par de ojos que le miran fijamente. Incluso pueden servir dos manchas negras de un pedazo de cartón. Con el paso de las semanas, surge la necesidad de una boca. Dos manchas negras con una raya a guisa de boca debajo de ellas tienen ahora mayor eficacia para provocar la reacción. Pronto se hace vital la apertura de la boca, y entonces empiezan los ojos a perder su significación como estímulo clave. Llegados a esta fase -alrededor de los tres o cuatro meses-, la reacción empieza a hacerse más específica. Ya no le basta con una cara adulta cualquiera, sino que requiere el rostro particular de la madre. Se está realizando la fijación maternal.
Lo más asombroso en el desarrollo de esta reacción es que en el período en que se desarrolla, el niño es completamente incapaz de distinguir entre cosas tales como cuadrados o triángulos, u otras formas geométricas bien definidas. Parece como si hubiese un progreso especial en el desarrollo de la capacidad de reconocer ciertas clases de formas bastante limitadas -las relacionadas con las facciones humanas-, mientras que las otras facultades visuales quedan rezagadas. Esto asegura que la visión del niño se fijará en la clase adecuada de objeto, y evita que centre su atención en otras formas próximas inanimadas.
A la edad de siete meses, el niño se halla completamente fijado a su madre. Haga ésta lo que haga, seguirá siendo siempre la imagen-madre para su retoño. Los jóvenes patos lo consiguen siguiendo a su madre: los jóvenes monos, agarrándose a ella. Nosotros creamos este lazo vital afectivo mediante la reacción de la sonrisa.
Como estímulo visual, la sonrisa ha logrado principalmente su configuración única mediante el sencillo procedimiento de inclinar las comisuras de los labios. La boca se entreabre y los labios se encogen hacia atrás, como en la expresión del miedo, pero el añadido de la inclinación de las comisuras hacia arriba hace que cambie radicalmente el carácter de la expresión. Esta evolución ha llevado, a su vez, a la posibilidad de otra actitud facial contrastante; la de la boca vuelta hacia abajo. Dando a la boca esta forma completamente opuesta a la de la sonrisa, es posible indicar la antisonrisa. Así como la risa evolucionó partiendo del llanto, y la sonrisa de la risa, así la cara de pocos amigos evolucionó, mediante un movimiento pendular, partiendo de la faz amistosa.
Pero la sonrisa es algo más que una actitud de la boca. En nuestra edad adulta, podemos comunicar nuestro estado de ánimo con un simple fruncimiento de los labios, en cambio, el niño pone muchas más cosas en su empeño. Cuando sonríe en toda su intensidad, también patalea y agita los brazos, extiende las manos en dirección al estímulo y las mueve, emite vocalizaciones confusas, echa la cabeza hacia atrás y saca la barbilla, inclina el tronco hacia delante o lo balancea a un lado, y exagera la respiración. Sus ojos adquieren mayor brillo y a veces los cierra ligeramente; aparecen arrugas debajo o al lado de los ojos, y, en ocasiones, también en el puente de la nariz, los pliegues cutáneos entre los lados de la nariz y las comisuras de la boca se hacen más profundos, y la lengua puede asomar ligeramente. Entre estos diversos elementos, los movimientos del cuerpo parecen indicar una lucha, por parte del niño, para establecer contacto con la madre. Con su torpeza física, el niño nos muestra probablemente cuánto conserva de la reacción ancestral de agarre de los primates.
Me he demorado en la explicación de la sonrisa del niño; pero la sonrisa es, naturalmente, una señal de doble dirección. Cuando el niño sonríe a su madre, ésta le responde con una señal parecida. Ambos se complacen mutuamente, y el lazo existente entre ellos se estrecha por ambos lados. Pueden pensar ustedes que esta declaración es una perogrullada, pero puede tener su intríngulis. Algunas madres, cuando están irritadas, ansiosas o enfadadas con el niño, tratan de ocultar su disposición de ánimo con una sonrisa forzada. Confían en que su falseada expresión evitará que el niño se alborote, pero, en realidad, este truco puede ser más perjudicial que beneficioso. Dije ya que es casi siempre imposible engañar a un niño en lo tocante al humor de la madre. En los primeros años de nuestra vida, parecemos percibir agudamente las más sutiles señales de agitación o de calma de los padres. En las fases preverbales, antes de vernos sumergidos en la tremenda complejidad de la comunicación simbólica y cultural, confiamos mucho más en los pequeños movimientos, en los cambios de actitud y en los tonos de la voz, de lo que confiaremos en nuestra vida ulterior. Otras especies son también sumamente hábiles en esto. La asombrosa habilidad de Clever Hans, el famoso caballo calculador, se debía, en realidad, a la agudeza de sus reacciones a los ínfimos cambios de postura de su amaestrador. Cuando le pedían que hiciera una suma, Hans daba con la pezuña el número de golpes adecuado. Incluso si el amaestrador salía del lugar y otra persona ocupaba su sitio, el caballo respondía adecuadamente, pues al dar el último golpe vital el hombre no podía evitar una ligerísima tensión del cuerpo. Nosotros tenemos también esta facultad, incluso de mayores (los adivinos la emplean muchas veces para saber si andan por buen camino), pero en la época preverbal parece ser particularmente activa. Si la madre hace movimientos tensos y agitados, los comunicará a su hijo, por mucho que trate de disimularlos. Si, al mismo tiempo, sonríe con fuerza, no engañará al niño, sino que lo sumirá en la confusión. Le habrá transmitido dos mensajes contradictorios. Si se abusa de esto, puede causarle un daño permanente y originar serias dificultades para el niño cuando, en su vida posterior, inicie contactos sociales.
Estudiado el tema de la sonrisa, debemos pasar ahora a una actividad muy diferente. A medida que pasan los meses, empieza a manifestarse una nueva pauta en el comportamiento del niño: la agresión entra en escena. Los berrinches y el llanto irritado empiezan a diferenciarse de las primitivas reacciones llorosas generales. El niño manifiesta su agresividad mediante una forma más entrecortada y más irregular de sus gritos, y con violentos manotazos y pataleo. Lanza objetos pequeños, sacude los grandes, escupe y vomita, y trata de morder, arañar o golpear cuanto se encuentra a su alcance. Al principio, estas actividades son bastante ocasionales y faltas de coordinación. El llanto indica que el miedo sigue estando presente. La agresividad no ha madurado aún hasta el punto de un ataque manifiesto; esto acontecerá mucho más tarde, cuando el niño esté seguro de sí mismo y sea plenamente consciente de sus aptitudes físicas. Cuando se produce esto, tiene también sus propias y especiales señales faciales. Estas consisten en una expresión feroz. Los labios se aprietan en una línea dura, con las comisuras adelantadas más que retraídas. Los ojos miran fijamente al adversario, y las cejas se contraen. Los puños están cerrados. El niño ha empezado a afirmarse.
Se ha comprobado que esta agresividad puede aumentarse elevando la densidad de un grupo de niños. En circunstancias de aglomeración, las interacción amistosas sociales entre los miembros de un grupo se reducen notablemente, mientras que los impulsos destructores y agresivos revelan un marcado aumento de frecuencia y de intensidad. Esto es significativo, si recordamos que otros animales pelean no sólo por resolver sus luchas por la supremacía, sino también para aumentar el distanciamiento de otros miembros de la especie. Volveremos sobre esto en el capítulo VENTA.
Aparte de la protección, la alimentación, el aseo y los juegos con sus retoños, los deberes paternales comprenden también el importantísimo proceso de instrucción. Como en otras especies, éste se consigue mediante un sistema de premio y castigo que se modifica gradualmente, adaptándose al aprendizaje de ensayo de los pequeñuelos. Pero, además de esto, el pequeño aprenderá rápidamente por imitación, fenómeno relativamente poco desarrollado en la mayoría de los otros mamíferos, pero altamente perfeccionado entre nosotros. Muchas cosas que otros animales tienen que aprender trabajosamente por sí mismos, lo aprendemos nosotros muy de prisa, siguiendo el ejemplo de nuestros padres. El mono desnudo es un mono docente. (Estamos tan acostumbrados a este método de aprendizaje que tendemos a presumir que otras especies se benefician igualmente de él, con el resultado de que exageramos el papel que la enseñanza desempeña en sus vidas.)
Mucho de lo que hacemos en nuestra edad adulta se funda en esta absorción imitativa durante los años de nuestra infancia. Con frecuencia nos imaginamos que actuamos de cierta manera porque este comportamiento está de acuerdo con algún código abstracto y severo de principios morales, cuando, en realidad, lo único que hacemos es someternos a una serie de impresiones puramente imitativas, profundamente arraigadas en nosotros y «olvidadas» desde hace largo tiempo. Es la inmutable obediencia a estas impresiones (junto con nuestros impulsos instintivos, cuidadosamente disimulados) lo que hace tan difícil en las sociedades el cambio de costumbres y de «creencias». Incluso cuando se enfrenta con ideas nuevas, estimulantes e ingeniosamente raciales, la comunidad sigue aferrada a sus antiguas costumbres y prejuicios. Esta es la cruz que tenemos que llevar si hemos de pasar con éxito nuestra importante fase juvenil de «papel secante», consistente en enjugar las experiencias acumuladas de las previas generaciones. Estamos obligados a llevar la carga de torcidas opiniones, junto con los valiosos hechos.
Afortunadamente, poseemos un poderoso antídoto contra esta debilidad inherente al proceso de aprendizaje imitativo. Tenemos una agudizada curiosidad, una necesidad intensa de explorar, que actúa contra la otra tendencia y produce un equilibrio susceptible de éxitos fantásticos. Sólo si una civilización llega a adquirir una excesiva rigidez, como resultado de su sujeción a la repetición imitativa, o demasiado audaz en su exploración desenfrenada, acabará por hundirse. En cambio, florecerán aquellas que consigan un buen equilibrio entre dos impulsos. El mundo actual nos ofrece muchos ejemplos de civilizaciones demasiado rígidas o excesivamente atolondradas. Las pequeñas sociedades atrasadas, completamente dominadas por su carga de tabúes y de costumbres anticuadas, figuran entre las primeras. Las propias sociedades, cuando son convertidas y «ayudadas» por las civilizaciones avanzadas, se convierten rápidamente en ejemplo de las segundas. La repentina y sobrecargada dosis de novedad social y de afán investigador destruye las fuerzas estabilizadoras de la imitación ancestral, lo que origina que el fiel se incline excesivamente en sentido contrario. Esto conduce al desbarajuste cultural y a la desintegración. Afortunadamente, existe la sociedad que tiende al logro gradual de un perfecto equilibrio entre la imitación y la curiosidad, entre la copia sumisa e irreflexiva y la experimentación progresiva y racional.
Pero no se trata solamente de la cuestión de la comida: la propia defensa puede exigir lo mismo: los puercoespines, erizos y mofetas pueden andar de un lado a otro haciendo todo el ruido que quieran, sin temor a los enemigos; en cambio, el mamífero desarmado tiene que estar constantemente alerta. Debe conocer las señales de peligro y las rutas para escapar. Para sobrevivir, tiene que saber con todo detalle el camino de su casa.
Mirando de este modo, puede parecer bastante absurdo no especializarse. ¿Por qué tienen que existir los mamíferos oportunistas? La respuesta es que existe un grave obstáculo en la vida del especialista. Todo va bien mientras funciona el aparato especial de supervivencia, pero si el medio experimenta un cambio importante el especialista se encuentra en un atasco. Si se ha adelantado considerablemente a sus competidores, el animal se habrá visto obligado a realizar cambios esenciales en su estructura genética, y no podrá volver atrás con la necesaria rapidez cuando se produzca la catástrofe. Si desapareciesen los bosques de árboles de la goma, el koala perecería. Si un animal carnicero de fuertes dientes lograse masticas las púas del puercoespín, éste se convertiría en presa fácil. El oportunista tendrá siempre una vida dura, pero podrá adaptarse rápidamente a cualquier cambio súbito del medio. Quitad sus ratas y ratones a la mangosta, y pronto empezará a comer huevos y caracoles. Quitadle a un mono sus frutas y sus nueces, y comerá raíces y pimpollos.
Entre todos los animales no especializados, los monos son quizá los más oportunistas. Como grupo, se han especializado en la no especialización. Y, entre los cuadrumanos, el mono desnudo es el más oportunista de todos. Esta es, precisamente, otra faceta de su evolución neoténica. Todos los jóvenes monos son curiosos, pero el impulso de su curiosidad tiende a menguar al convertirse en adultos. En nosotros, la curiosidad infantil se fortalece y se extiende a nuestros años maduros. Nunca dejamos de investigar. Nunca pensamos que sabemos lo bastante para ir tirando. Cada respuesta nos lleva a otra pregunta. Este ha sido el más grande ardid de supervivencia de nuestra especie.
La tendencia a sentirse atraído por la novedad ha sido llamada neofilia (amor a lo nuevo), en contraste con la neofobia (miedo a lo nuevo). Todo lo desconocido es, en potencia, peligroso. Tiene que ser abordado con precaución. ¿O deberíamos evitarlo? Pero si lo evitáramos, ¿cómo llegaríamos a saber algo de ello? El impulso neofílico nos obliga a seguir adelante y mantiene nuestro interés hasta que el conocimiento da origen al desdén; entretanto, ganamos una experiencia valiosa, que podemos guardar para utilizarla posteriormente, cuando nos haga falta. El niño lo hace continuamente. Su impulso es tan poderoso que exige restricciones por parte de los padres. Pero aunque los padres logren encauzar la curiosidad, jamás podrán eliminarla. Cuando los niños crecen, sus tendencias exploradoras alcanzan a veces proporciones alarmantes, y entonces podemos oír hablar a los adultos de «un grupo de chicos que se comportan como animales salvajes». Pero lo que ahora nos interesa es el reverso de la medalla. Si los adultos se tomaran el trabajo de estudiar la manera en que realmente se comportan los animales salvajes adultos, descubrirían que los animales son ellos. Ellos son los que tratan de limitar la exploración y los que están derrochando la comodidad del conservadurismo subhumano. Afortunadamente para la especie, hay siempre bastantes adultos que conservan su inventiva y su curiosidad juveniles y que hacen que las poblaciones puedan crecer y progresar.
Si observamos los juegos de los pequeños chimpancés, nos choca inmediatamente el parecido entre su comportamiento y el de nuestros propios chiquillos. A ambos les entusiasman los «juguetes» nuevos. Se lanzan ansiosamente sobre ellos, los levantan, los dejan caer, los retuercen, los golpean y los hacen añicos. Ambos inventan juegos sencillos. La intensidad de su interés es tan fuerte como la nuestra, y durante los primeros años de vida se portan igualmente bien; mejor aún, en realidad, porque su sistema muscular se desarrolla más de prisa. Pero al cabo de un tiempo empiezan a perder terreno. Sus cerebros no están lo bastante desarrollados para construir algo sobre tan buenos cimientos. Su facultad de concentración es débil y no se desarrolla al mismo ritmo que su cuerpo. Sobre todo, carecen de la facultad de comunicar con detalle a sus padres las técnicas de inventiva que están descubriendo. La mejor manera de poner en claro esta diferencia es servirnos de un ejemplo específico. Nada mejor que el dibujo o exploración gráfica. Como pauta de comportamiento, ha tenido vital importancia para nuestra especie desde hace miles de años; la prueba está en los restos de Altamira y de Lascaux.
Si les damos ocasión y materiales adecuados, los jóvenes chimpancés exploran con igual entusiasmo que nosotros las posibilidades visuales de hacer señales en un hoja de papel en blanco. El origen de este interés tiene algo que ver con el principio de premio a la investigación, ya que se obtienen resultados desmesuradamente grandes en relación con el pequeño consumo de energía. Esto puede comprobarse en toda clase de situaciones de juego. Quizá se ponga un esfuerzo exagerado en estas actividades, pero son las acciones que producen un fruto exageradamente grande las que resultan más satisfactorias. Podemos llamar a esto el principio de juego del «premio aumentado». Tanto a los chimpancés como a los niños les gusta golpear las cosas, y sus objetos preferidos son los que producen mayor ruido con menos esfuerzo. Pelotas que saltan muy alto al ser lanzadas con poco impulso, globos que cruzan una habitación con sólo tocarlos ligeramente, arena que puede moldearse con una mínima presión, juguetes sobre ruedas que corren fácilmente al más ligero empujón: éstos son los juguetes que tienen más atractivo.
Cuando se encuentra por primera vez con un lápiz y un papel, el niño se halla en una situación poco prometedora. Lo único que puede hacer es golpear la hoja con el lápiz. Pero esto es motivo de agradable sorpresa. El lápiz produce algo más que un simple ruido: produce también un impacto visual. Algo sale de la punta del lápiz y deja una señal en el papel. Ha sido trazada una línea.
Es delicioso observar el momento del descubrimiento gráfico por un chimpancé o por un niño. Ambos se quedan mirando fijamente la raya, intrigados por la inesperada recompensa visual que les ha proporcionado su acción. Después de contemplar un momento el resultado, repiten el experimento. Y, naturalmente, este da resultado por segunda vez, y la otra, y la otra. Pronto aparece la hoja cubierta de rayas mal pergeñadas. Con el paso del tiempo, las sesiones de dibujo se hacen más interesantes. Las líneas únicas, de ensayo, colocadas una detrás de otra en el papel, son remplazadas por múltiples rayas en zigzag. Si hay donde elegir, se prefieren los lápices de colores, la tiza y los pinceles a los simples lápices, porque, al deslizarse sobre el papel, producen un impacto más audaz, un efecto visual mayor.
La primera afición a esta actividad se manifiesta, tanto en los chimpancés como en los niños, al año y medio de edad. Pero sólo después del segundo cumpleaños adquieren importancia los atrevidos, confiados y variados garabatos. A los tres años, el niño corriente entra en una fase gráfica: empieza a simplificar sus confusos garabatos. Formas elementales empiezan a surgir del asombroso caos. Primero, son cruces; después, círculos, cuadrados y triángulos. Líneas onduladas recorren la página hasta juntarse consigo mismos, encerrando un espacio. La línea se convierte en perfil.
Durante los meses que siguen, estas formas simples se combinan entre sí para producir sencillos dibujos abstractos. Un círculo es cortado con una cruz; los ángulos de un cuadrado se unen con rayas diagonales. Esta es la fase vital que precede a las primeras representaciones pictóricas de verdad. En el niño, este salto se da en la segunda mitad del tercer año o a principios del cuarto. En el chimpancé, no se da nunca. El joven chimpancé logra trazar ángulos, cruces y círculos, e incluso «círculos marcados», pero no puede ir más lejos. Es particularmente curioso que el tema del círculo marcado es el inmediato precursor de la primera representación producida por el niño típico. Lo que ocurre es que pone unas cuantas líneas o manchas en el interior del círculo, y entonces, como por arte de magia, una cara devuelve su mirada al niño pintor. Hay un súbito chispazo de reconocimiento. La fase de experimentación abstracta, de dibujo inventativo, ha terminado. Ahora hay que alcanzar un nuevo objetivo: el objeto de la representación perfeccionada. Surgen nuevas caras, caras mejores, con los ojos y la boca en su debido sitio. Se añaden detalles: cabellos, orejas, nariz, brazos y piernas. Y nacen otras imágenes: flores, casas, animales, barcos, coches. Son, éstas, alturas que, al parecer, jamás alcanzará el joven chimpancé. Después de alcanzar el punto culminante -trazado del círculo y marcado de su área-, el animal sigue creciendo, pero sus pinturas quedan estancadas. Tal vez aparezca un día un chimpancé genial, pero no parece muy probable.
Para el niño, la fase representativa de la exploración gráfica se extiende ahora ante él, pero, aunque es éste el campo más importante de descubrimiento, las antiguas influencias del dibujo abstracto siguen haciéndose sentir, especialmente entre los cinco y los ocho años. Durante este período, se producen pinturas particularmente atractivas, porque se fundan en los sólidos cimientos de la fase de la forma abstracta. Las imágenes representativas se hallan todavía en una fase de simple diferenciación, y se combina de manera impresionante con los trazos confiados y firmes del dibujo lineal.
El proceso mediante el cual se transforma el círculo manchado en un minucioso retrato de cuerpo entero es sumamente intrigante. El descubrimiento de que aquél representa una cara conduce de la noche a la mañana a la culminación del proceso. Esta es la finalidad principal, pero requiere tiempo (en realidad, más de una década). En primer lugar, hay que perfeccionar un poco las facciones básicas: dos círculos para los ojos; una firme raya horizontal para la boca, y dos puntos o un círculo central para la nariz. Los cabellos tienen que flanquear el círculo exterior. Y, al llegar aquí, tiene que hacerse una pauta. Al fin y al cabo, la cara es la parte más vital y vigorosa de la madre, al menos en términos visuales. Sin embargo, al cabo de un tiempo se hacen más progresos. Por el sencillo procedimiento de alargar algunos de los cabellos, puede conseguirse que broten brazos y piernas de esta cara-figura. Y de la misma manera pueden salirles dedos a los brazos y a las piernas. En este momento, la forma básica de figura sigue fundándose en el círculo prerrepresentativo. Este es un viejo amigo y se queda hasta muy tarde. Después de convertirse en cara, se ha transformado en cara y cuerpo combinados. El niño no parece preocupado en absoluto por el hecho de que los brazos de su dibujo salgan de los lados de lo que parece ser la cabeza. Pero el círculo puede subsistir eternamente. Como una célula, tiene que escindirse y dar origen a una segunda célula inferior. Otro sistema consiste en que las dos piernas permanezcan unidas en parte por su longitud, pero siempre por encima de los pies. El cuerpo puede nacer de una de estas dos maneras. Pase lo que pase, los brazos se quedan arriba, sobresaliendo de los lados de la cabeza. Y así permanecen durante algún tiempo, hasta que son bajados a una posición más correcta y sobresalen de la parte alta del cuerpo.
Es interesante seguir estos lentos pasos, uno tras otro, mientras prosigue incansablemente el viaje de exploración. Gradualmente, se intentan más y más formas y combinaciones, imágenes más diversas, colores más complejos y conjuntos más variados. Indefectiblemente, se logra una representación cuidadosa, y el mundo exterior puede ser captado y conservado en el papel. Pero en esta fase el primitivo carácter explorador de la actividad del niño queda sumergido en las apremiantes exigencias de la comunicación pictórica. Los primitivos dibujos y pinturas, tanto del niño como del joven chimpancé, no tienen nada que ver con el acto de comunicar. Fue un acto de descubrimiento, de invención, de comprobación de las posibilidades de la variabilidad gráfica. Fue una «acción-pintura», no una señal. No exigía ningún premio, sino que llevaba en sí su propia recompensa; era jugar por jugar. Sin embargo, como muchos otros aspectos de los juegos de los niños, se mezcla muy pronto con otros objetivos adultos. La comunicación social se lleva toda la respuesta, y se pierde la inventiva original, la pura emoción de «trazar una línea porque sí». Es algo que sólo resurge en los adultos cuando trazan rayas sin objeto. (Esto no significa que hayan perdido su inventiva, sino únicamente que su campo de invención ha sido trasladado a esferas más complejas y tecnológicas.)
Afortunadamente para el arte explorador de la pintura y el dibujo, han sido actualmente descubiertos otros métodos mucho más eficaces para reproducir imágenes del medio ambiente. La fotografía y sus derivados han hecho inútil la «información pictórica» representativa. Esto ha roto las pesadas cadenas de responsabilidad que tuvieron aherrojado el arte durante tanto tiempo. La pintura puede volver a explorar, esta vez en forma madura y adulta. Y esto, huelga decirlo, es precisamente lo que está haciendo hoy.
Escogí este ejemplo particular de comportamiento explorador porque revela claramente las diferencias existentes entre nosotros y nuestro más próximo pariente actual, el chimpancé. Podrían hacerse comparaciones semejantes en otras esferas. Un par de ellas merecen una breve mención. La exploración del mundo del sonido puede ser observada en ambas especies. La invención vocal, como ya hemos visto, brilla virtualmente por su ausencia en el chimpancé; en cambio, el «ruido de persecución» desempeña un importante papel en su vida. Los jóvenes chimpancés investigan reiteradamente el potencial sonoro de actos tales como dar porrazos, golpear el suelo con los pies o aplaudir. Llegados a la edad adulta, desarrollan esta tendencia hasta convertirla en prolongadas sesiones sociales de redobles de tambor. Un animal tras otro, patea, chilla, arranca vegetales y golpea tocones o troncos huecos. Estas exhibiciones colectivas pueden durar media hora o más. Su función exacta nos es desconocida, pero producen el efecto de excitar recíprocamente a los miembros de un grupo. En nuestra propia especie, el tamborileo es también una de las formas más extendidas de expresión musical. Empieza muy pronto, como en el chimpancé, cuando los niños comienzan a probar, de manera parecida, el valor de percusión de los objetos que tienen a su alcance. Pero así como los chimpancés adultos no logran gran cosa más que un simple repiqueteo rítmico, nosotros elaboramos complejos polirritmos, a los que añadimos vibraciones agudas. También hacemos ruidos adicionales soplando en cavidades huecas y rascando o arrastrando piezas de metal. Los gritos y aullidos del chimpancé se convierten, en nosotros, en cantos inventados. Parece que en grupos sociales más simples el desarrollo de nuestras complicadas representaciones musicales tuvo un papel muy semejante al de las sesiones de tambor y de gritos de los chimpancés, o sea, la excitación recíproca y colectiva. A diferencia de los dibujos y pinturas, no fue una forma de actividad destinada a la transmisión de información detallada en gran escala. El envío de mensajes mediante redobles de tambor, propio de ciertas civilizaciones, constituyó una excepción a la regla; en la inmensa mayoría de los casos, la música germinó como sincronizador y excitante colectivo. Sin embargo, su contenido inventivo y explorador se hizo cada vez más vigoroso, y, libre de toda función «representativa» importante, llegó a convertirse en importante campo de experiencia estética abstracta. (Debido a su anterior función informadora, la pintura acaba ahora de alcanzar este nivel.)
La danza siguió aproximadamente la misma trayectoria que la música y el canto. Los chimpancés incluyen muchos balanceos y movimientos de baile en sus ritmos sonoros, y aquéllos acompañan también las provocadoras representaciones musicales de nuestra especie. Estos movimientos han evolucionado, como la música, hasta convertirse en representaciones estéticamente complejas.
La gimnasia se ha desarrollado en estrecha relación con la danza. Los ejercicios físicos rítmicos son comunes a los juegos de los jóvenes chimpancés y de los niños. Se estilizan rápidamente, peor conservan un marcado elemento de variación dentro de las pautas estructuradas que asumen. Sin embargo, los juegos físicos de los chimpancés no se desarrollan ni maduran, sino que son pronto olvidados. Nosotros, en cambio, exploramos sus posibilidades hasta el máximo y los perfeccionamos en nuestra vida adulta hasta convertirlos en formas complejas de ejercicio y de deporte. Tienen, también, importancia como procedimientos de sincronización colectiva, pero, en el fondo, son medios para proseguir y desarrollar la exploración de nuestras facultades físicas.
La escritura, como retoño formalizado del dibujo, y la comunicación vocal verbalizada, han sido, desde luego, perfeccionadas como nuestro medio principal de transmitir y registrar información, pero han sido también utilizadas, en enorme escala, como vehículos de exploración estética. La intrincada transformación de los gruñidos y chillidos ancestrales en complejas y simbólicas palabras nos ha permitido «jugar» con las ideas y manipular las series de vocablos (primariamente instructivos) con nuevos fines de juego estético y experimental.
Así, en todas estas esferas -pintura, escultura, dibujo, música, canto, danza, gimnasia, juegos, deportes, escritura y oratoria-, podemos desarrollar, para nuestra satisfacción, y a lo largo de toda nuestra vida, formas complejas y especializadas de exploración y experimentación. Gracias a un minucioso entrenamiento, como actores y como espectadores, podemos sensibilizar nuestra reacción al inmenso potencial explorador que nos brindan estas actividades. Si dejamos a un lado sus funciones secundarias (ganar dinero, conseguir una posición, etcétera), surgen todas ellas, biológicamente, como prolongación en la vida adulta de pautas de juego infantiles o preinfantiles, o como superposición de «reglas de juego» a los sistemas adultos de información-comunicación.
Estas reglas pueden formularse en los siguientes términos: 1) investigarás lo que no conoces hasta que llegue a serte familiar; 2) repetirás rítmicamente lo familiar; 3) variarás esta repetición en todas las maneras posibles; 4) elegirás las más satisfactorias de estas variaciones y las cultivarás a expensas de las otras; 5) combinarás una y otra vez estas variaciones; y 6) harás todo esto por ello mismo, como una finalidad en sí misma.
Estos principios se aplican a todos los grados de la escala, ya se trate de un niño que juega en la arena, ya de un compositor que trabaja en una sinfonía.
Esta última regla es particularmente importante. El comportamiento exploratorio representa también un papel en las normas básicas, y necesarias para la supervivencia, de la alimentación, la lucha, el apareamiento, etcétera. Pero aquí se limita a las primeras fases apetitivas de los episodios de actividad, y va dirigido a satisfacer sus especiales exigencias. Para muchas especies de animales, no es más que esto. No hay exploracíon como finalidad en sí. En cambio, en los mamíferos superiores y, sobre todo, en nosotros, se ha emancipado como impulso distinto y separado. Su función es proporcionarnos un conocimiento lo más sutil y completo del mundo que nos rodea y, si es posible, de nuestras propias facultades en relación con él. Este estado de alerta no se perfecciona en los contextos específicos de los objetivos básicos de supervivencia, sino en términos generalizados. Lo que adquirimos de esta manera puede ser aplicado en todas partes, en todo momento y en toda ocasión.
He prescindido en este comentario del desarrollo de la ciencia y de la tecnología, porque éste ha sido principalmente afectado por mejoras específicas en los métodos empleados para el logro de los objetivos básicos de supervivencia, tales como la lucha (armas), la alimentación (agricultura), el hogar (arquitectura) y el bienestar (medicina). Sin embargo, es interesante observar que, con el paso del tiempo, a medida que los perfeccionamientos técnicos se han entrecruzado más unos con otros, el puro impulso de exploración ha invadido también la esfera científica. La investigación científica se mueve, en gran parte, sobre los principios de juego anteriormente mencionados. En la investigación «pura», el científico emplea virtualmente su imaginación de la misma manera que el artista. Habla de un bello experimento, más que de un experimento eficaz. Como el artista, se dedica a la exploración por la propia exploración. Si los resultados de su estudio resultan útiles en el contexto de algún otro objetivo específico de supervivencia, tanto mejor; pero esto es secundario.
En todo comportamiento exploratorio, sea artístico o científico, se desarrolla el eterno combate entre los impulsos neofílico o neofóbico. El primero nos empuja a nuevas experiencias; nos hace buscar afanosamente la novedad. El segundo nos retiene, hace que nos refugiemos en lo conocido. Nos hallamos constantemente en un estado de equilibrio inestable entre las atracciones opuestas del nuevo estímulo excitante y del antiguo y familiar. Si perdemos nuestra neofilia, nos quedaremos estancados. Si perdemos nuestra neofobia, correremos hacia el desastre. Este estado de conflictos explica no sólo las más visibles fluctuaciones de las modas y caprichos, del tocado y el vestido, de los muebles y los coches; sino que constituye también la misma base de todo nuestro progreso cultural. Exploramos y nos atrincheramos; investigamos y nos estabilizamos. Paso a paso, aumentamos el conocimiento y la comprensión, tanto de nosotros mismos como del complejo medio en que vivimos.
Antes de terminar con este tema, debemos mencionar un último y especial aspecto de nuestra comportamiento exploratorio. Se refiere a una fase crítica del juego social durante el período infantil. Cuando el niño es muy pequeño, su juego social se dirige primordialmente hacia los padres; pero a medida que crece su interés se desvía y se inclina hacia los otros niños de su misma edad. El niño se convierte en miembro de un «grupo de juego» juvenil. Este es un peldaño crítico en su desarrollo. Como fenómeno exploratorio, tendrá efectos de gran alcance en la vida ulterior del individuo. Desde luego, todas las formas de exploración en la edad temprana tienen consecuencias a largo plazo -el niño que fracasa en su exploración de la música o de la pintura encontrará difíciles estas materias cuando llegue a la edad adulta-, pero los contactos de juego, de persona a persona, son aún más críticos que todo lo demás. Por ejemplo, el adulto que se encare por vez primera con la música, sin previa exploración infantil de la materia, puede encontrarla difícil, pero no imposible. El niño que se haya visto severamente privado de contacto social, como miembro de un grupo de juego, se hallará siempre en situación de grave inferioridad en sus interacciones sociales de adulto. Experimentos realizados con monos han demostrado que el aislamiento infantil produce no sólo un adulto socialmente retraído, sino que crea también un individuo antisocial y despegado de los padres. Los monos criados en aislamiento lejos de otros simios pequeños, no supieron participar en juegos colectivos cuando eran mayores. Aunque los solitarios eran físicamente sanos y habían crecido bien en su aislamiento, eran completamente incapaces de sumarse a las cabriolas generales. En vez de esto, permanecían acurrucados e inmóviles, en un rincón del cuarto de juego, apretándose generalmente el cuerpo con los brazos y tapándose los ojos con las manos. Cuando llegaron a la madurez, no mostraron ningún interés por el otro sexo, a pesar de ser ejemplares físicamente sanos. Las hembras aisladas, apareadas por la fuerza, parieron con toda normalidad, pero después trataron a sus hijos como si fuesen cargantes parásitos empeñados en agarrarse a su cuerpo. Les golpeaban, los rechazaban y acababan matándolos o desentendiéndose de ellos.
Experimentos similares, realizados con jóvenes chimpancés, demostraron que, mediante una prolongada rehabilitación y un cuidado especial, podía remediarse, en esta especie, el mal comportamiento adquirido, pero incluso así el peligro resulta incalculable. En nuestra propia especie, los niños excesivamente protegidos padecerán siempre graves inconvenientes en sus contactos sociales de adultos. Esto es particularmente importante en el caso del hijo único, que por falta de compañeros sufrirá una grave desventaja de origen. Si no experimenta los efectos socializadores del barullo del grupo juvenil, se expone a ser tímido y retraído durante el resto de su vida, a encontrar difícil o imposible la formación de un lazo sexual, y a ser un mal padre, si llega a serlo.
De esto se desprende claramente que el proceso de crianza tiene dos fases distintas; una, la primera, se dirige hacia el interior; otra, la segunda, hacia el exterior. Ambas tienen vital importancia, y podemos aprender muchísimo sobre ellas fijándonos en el comportamiento de los monos. Durante la primera fase, el hijo es amado, mimado y protegido por la madre. Llega a comprender la seguridad. En la segunda, es incitado a volcarse hacia fuera, a establecer contactos sociales con otros jóvenes. La madre se vuelve menos cariñosa y limita su actuación protectora a los momentos de grave temor o de alarma, cuando peligros externos amenazan la colonia. En realidad, llega a castigar al grandullón si éste se empeña en seguir agarrado a su peludo mandil fuera de los casos de verdadero pánico. Y él lo comprende y acepta su creciente independencia.
La situación sería fundamentalmente idéntica para un retoño de nuestra propia especie. Si cualquiera de estas fases básicas es mal dirigida por los padres, el hijo se encontrará con graves dificultades en su vida futura. Si ha carecido de la primitiva fase de seguridad, pero ha sido convenientemente activo durante la fase de independencia, le resultará bastante fácil establecer nuevos contactos sociales, pero será incapaz de conservarlos o de hacer que lleguen a ser realmente profundos. Si ha disfrutado de gran seguridad en la primera fase, pero ha sido excesivamente protegido en la segunda, tropezará con enormes dificultades para establecer sus nuevos contactos de adulto, y tenderá a agarrarse desesperadamente a los antiguos.
Si observamos atentamente los casos más extremos de retraimiento social, podremos ser testigos de la forma más aguda y característica de comportamiento antiexplorador. Los individuos marcadamente retraídos pueden llegar a ser socialmente inactivos, pero estarán muy lejos de la inactividad física. Se dejan absorber por estereotipos de repetición. Hora tras hora, se mecen o se tambalean, mueven la cabeza arriba y abajo o a un lado y a otro, cruzan y descruzan los brazos. A veces se chupan el pulgar, u otras partes del cuerpo, se pinchan o se pellizcan, hacen extrañas y repetidas muecas, o golpean o hacen rodar rítmicamente objetos pequeños. De cuando en cuando, todos tenemos «tics» de esta clase, pero, para ellos, se convierten en una forma prolongada e importante de manifestación física. Lo que ocurre es que encuentran el medio tan amenazador, tan espantoso e imposibles los contactos sociales, que buscan su tranquilidad y su comodidad en la superfamiliarización de su comportamiento. La rítmica repetición de un acto hace que éste parezca cada vez más familiar y «seguro». En vez de realizar una gran variedad de actividades heterogéneas, el individuo retraído se aferra a las pocas que conoce mejor. Para él, el viejo dicho: «Quien no juega, nada gana», se convierte en: «Quien no juega, nada pierde.»
Me he referido anteriormente a las cualidades regresivas tranquilizadoras del ritmo del corazón; esto puede aplicarse también aquí. Muchos de estos hábitos parecen actuar a la velocidad de los latidos del corazón, pero incluso los que no lo hacen así sirven de «tranquilizantes», debido a la superfamiliaridad lograda con su repetición constante. Se ha observado que individuos socialmente atrasados aumentan sus estereotipos cuando se encuentran en una habitación extraña. Esto concuerda con las ideas que acabamos de expresar. La mayor novedad del medio aumenta su neofobia, por lo que para contrarrestarla tiene que apelar más intensamente a sus maniobras tranquilizadoras.
Cuanto más se repite un estereotipo, tanto más se asemeja a un ritmo de corazón materno, producido artificialmente. Su carácter «amistoso» aumenta más y más, hasta que se hace irreversible. Aunque puede llegar a eliminarse la neofobia que los produce (lo que es bastante difícil), el estereotipo puede seguir funcionando.
Como ya he dicho, los individuos socialmente bien adaptados presentan también «tics» de vez en cuando. Generalmente, éstos se presentan en momentos de tensión, y también entonces actúan como tranquilizantes. Conocemos todos los síntomas. El hombre de negocios que espera una llamada telefónica vital tamborilea con los dedos sobre su escritorio; la mujer que aguarda en la sala de espera de un médico cruza y descruza los dedos sobre su bolso: el niño aturrullado balancea el cuerpo a un lado y a otro; el que espera ser padre pasea arriba y abajo; el estudiante que se examina chupa su lápiz; el oficial impaciente se acaricia el bigote. Siempre que se produzcan con moderación, estas pequeñas maniobras antiexploratorias resultan útiles. Nos ayudan a soportar la esperada «sobrecargada dosis de novedad». En cambio, si se emplean con exceso existe el peligro de que se vuelvan irreversibles y obsesivas, y persistan incluso cuando no son necesarias.
Los estereotipos abundan también en situaciones de aburrimiento extremo. Esto podemos verlo claramente en los parques zoológicos, y también en nuestra propia especie. A veces alcanzan proporciones espantosas. Lo que ocurre es que los animales cautivos establecerían contactos sociales si tuvieran oportunidad de hacerlo, pero se encuentran físicamente impedidos de realizarlo. La situación es prácticamente idéntica en los casos de retraimiento social. La reja de la jaula es un sólido equivalente físico de la barrera psicológica con que tropieza el individuo socialmente retraído. Constituye un poderoso ingenio antiexploratorio, y el animal del zoo, al encontrarse sin nada que explorar, se expresa de la única manera posible: produciendo estereotipos rítmicos. Todos conocemos el continuo paseo del animal enjaulado; pero ésta no es más que una de las muchas formas extrañas que pueden manifestarse. Una de ellas es la masturbación estilizada. A veces, ni siquiera requiere la manipulación del pene. El animal (generalmente un mono) se limita a realizar movimientos masturbatorios con el brazo y con la mano, sin tocarse realmente el pene. Algunas monas se chupan reiteradamente sus propios pezones. Los pequeñuelos se chupan las patas. Los chimpancés se meten briznas de paja en las orejas (hasta entonces sanas). Los elefantes mueven la cabeza arriba y abajo durante interminables horas. Ciertos animales se muerden repetidamente o se arrancan los pelos. Pueden producirse automutilaciones graves. Algunas de estas reacciones corresponden a situaciones tensas, pero muchas de ellas se deben simplemente al aburrimiento. Cuando no hay variabilidad en el medio, el impulso exploratorio se remansa.
Si nos limitamos a mirar a un animal aislado que realiza uno de estos estereotipos, no podremos saber de cierto cuál es la causa de su comportamiento. Puede ser el aburrimiento, o puede ser la tensión. En este último caso, puede ser resultado de la inmediata situación del ambiente, o puede ser un fenómeno a largo plazo, que tiene su origen en una crianza anormal. Unos pocos y sencillos experimentos nos darán la respuesta. Coloquemos un objeto extraño en una jaula. Si desaparecen los estereotipos y empieza la exploración, es evidente que aquéllos eran causados por el aburrimiento. En cambio, si los estereotipos aumentan, ello se debe a que eran causados por la tensión. Si persisten después de introducir en la jaula otros miembros de la misma especie, produciendo un medio social normal, entonces el individuo de los estereotipos tuvo, casi con toda seguridad, una infancia anormalmente aislada.
Todas estas peculiaridades de parque zoológico pueden ser también observadas en nuestra propia especie (quizá porque hemos dado a nuestros zoos una estructura muy parecida a la de nuestras ciudades). Esto debería ser para nosotros una buena lección, recordándonos la enorme importancia que tiene un buen equilibrio entre las tendencias neofóbica y neofílica. Si no lo logramos, no podremos funcionar debidamente. Nuestros sistemas nerviosos nos ayudarán en lo posible, pero el resultado será, invariablemente, un disfraz de nuestro verdadero potencial de comportamiento.