Relato noveno

En una noche así

Yo no sé qué puede hacer un hombre recién salido de la cárcel en un fría noche de Navidad y con dos duros en el bolsillo. Casi lo mejor si, como en mi caso, se encuentra solo es ponerse a silbar una banal canción infantil y sentarse al relente del parque a observar cómo pasa la gente y los preparativos de la felicidad de la gente. Porque lo peor no es el estar solo, ni el hiriente frío de la Nochebuena, ni el terminar de salir de la cárcel, sino el encontrarse uno a los treinta años con el hombro izquierdo molido por el reuma, el hígado trastornado, la boca sin una pieza y hecho una dolorosa y total porquería. Y también es mala la soledad y la conciencia de la felicidad aleteando en torno, pero sin decidirse a entrar en uno. Todo eso es malo como es malo el sentimiento de todo ello y como es absurda y torpe la pretensión de reformarse uno de cabo a rabo en una noche como ésta, con el hombro izquierdo molido por el reuma y con un par de duros en el bolsillo.

La noche está fría, cargada de nubes grises, abultadas y uniformes que amenazan nieve. Es decir, puede nevar o no nevar, pero el que nieve o no nieve no remediará mi reuma, ni mi boca desdentada, ni el horroroso vacío de mi estómago. Por eso fui a donde había música y me encontré a un hombre con la cara envuelta en una hermosa bufanda, pero con un traje raído, cayéndosele a pedazos. Estaba sentado en la acera, ante un café brillantemente iluminado, y tenía entre las piernas, en el suelo, una boina negra, cargada de monedas de poco valor. Me aproximé a él y me detuve a su lado sin decir palabra porque el hombre interpretaba en ese momento en su acordeón El Danubio Azul y hubiera sido un pecado interrumpirle. Además, yo tenía la sensación de que tocaba para mí y me emocionaba el que un menesteroso tocase para otro menesteroso en una noche como ésta. Y al concluir la hermosa pieza le dije:

—¿Cómo te llamas?

Él me miró con las pupilas semiocultas bajo los párpados superiores, como un perro implorando para que no le den más puntapiés. Yo le dije de nuevo:

—¿Cómo te llamas?

Él se incorporó y me dijo:

—Llámame Nicolás.

Recogió la gorra, guardó las monedas en el bolsillo y me dijo:

—¿Te parece que vayamos andando?

Y yo sentía que nos necesitábamos el uno al otro, porque en una noche como ésta un hombre necesita de otro hombre y todos del calor de la compañía. Y le dije:

—¿Tienes familia?

Me miró sin decir nada. Yo insistí y dije:

—¿Tienes familia?

Él dijo, al fin:

—No te entiendo. Habla más claro.

Yo entendía que ya estaba lo suficientemente claro, pero le dije:

—¿Estás solo?

Y él dijo:

—Ahora estoy contigo.

—¿Sabes tocar andando? —le dije yo.

—Sé —me dijo.

Y le pedí que tocara Esta noche es Nochebuena mientras caminábamos y los escasos transeúntes rezagados nos miraban con un poco de recelo y yo, mientras Nicolás tocaba, me acordaba de mi hijo muerto y de la Chelo y de dónde andaría la Chelo y de dónde andaría mi hijo muerto. Y cuando concluyó Nicolás, le dije:

—¿Quieres tocar ahora Quisiera ser tan alto como la luna, ay, ay?.

Yo hubiera deseado que Nicolás tocase de una manera continuada, sin necesidad de que yo se lo pidiera, todas las piezas que despertaban en mí un eco lejano o un devoto recuerdo pero Nicolás se interrumpía a cada pieza y yo había de rogarle que tocara otra cosa en su acordeón y para pedírselo había que volver de mi recuerdo a mi triste realidad actual y cada incorporación al pasado me costaba un estremecimiento y un gran dolor.

Y así, andando, salimos de los barrios céntricos y nos hallábamos —más a gusto— en pleno foco de artesanos y menestrales. Y hacía tanto frío que hasta el resuello del acordeón se congelaba el aire como un jirón de niebla blanquecina. Entonces le dije a Nicolás:

—Vamos ahí dentro. Hará menos frío.

Y entramos en una taberna destartalada, sin público, con una larga mesa de tablas de pino sin cepillar y unos bancos tan largos como la mesa. Hacía bueno allí y Nicolás se recogió la bufanda. Vi entonces que tenía media cara sin forma, con la mandíbula inferior quebrantada y la piel arrugada y recogida en una pavorosa cicatriz. Tampoco tenía ojo derecho en ese lado. Él me vio mirarle y me dijo:

—Me quemé.

Salió el tabernero, que era un hombre enorme con el cogote recto y casi pelado y un cuello ancho, como de toro. Tenía las facciones abultadas y la camisa recogida por encima de los codos. Parecía uno de esos tipos envidiables que no tienen frío nunca.

—Iba a cerrar —dijo. Y yo dije:

—Cierra. Estaremos mejor solos.

Él me miró y, luego, miró a Nicolás. Vacilaba. Yo dije:

—Cierra ya. Mi amigo hará música y beberemos. Es Nochebuena.

Dijo Nicolás:

—Tres vasos.

El hombrón, sin decir nada, trancó la puerta, alineó tres vasos en el húmedo mostrador de cinc y los llenó de vino. Apuré el mío y dije:

—Nicolás, toca Mambrú se fue a la guerra, ¿quieres?

El tabernero hizo un gesto patético. Nicolás se detuvo. Dijo el tabernero:

—No; tocará antes La última noche que pasé contigo. Fue el último tango que bailé con ella.

Se le ensombreció la mirada de un modo extraño. Y mientras Nicolás tocaba le dije:

—¿Qué?

Dijo él:

—Murió. Va para tres años.

Llenó los vasos de nuevo y bebimos y los volvió a llenar y volvimos a beber y los llenó otra vez y otra vez bebimos y después, sin que yo dijera nada, Nicolás empezó a tocar Mambrú se fue a la guerra con mucho sentimiento. Noté que me apretaba la garganta y dije:

—Mi chico cantaba esto cada día.

El tabernero llenó otra vez los vasos y dijo sorprendido:

—¿Tienes un hijo que sabe cantar?

Yo dije:

—Le tuve.

Él dijo:

—También mi mujer quería un hijo y se me fue sin conseguirlo. Ella era una flor, ¿sabes? Yo no fui bueno con ella y se murió. ¿Por qué será que mueren siempre los mejores?

Nicolás dejó de tocar. Dijo:

—No sé de qué estáis hablando. Cuando la churrera me abrasó la cara la gente bailaba La morena de mi copla. Es de lo único que me acuerdo.

Bebió otro vaso y tanteó en el acordeón La morena de mi copla. Luego lo tocó ya formalmente. Volvió a llenar los vasos el tabernero y se acodó en el mostrador. La humedad y el frío del cinc no parecían transmitirse a sus antebrazos desnudos. Yo le miraba a él y miraba a Nicolás y miraba al resto del recinto despoblado y entreveía en todo ello un intimó e inexplicable latido familiar. A Nicolás le brillaba el ojo solitario con unos fulgores extraños. El tabernero dulcificó su dura mirada y después de beber dijo:

—Entonces ella no me hacía ni fu ni fa. Parecía como si las cosas no pudieran ser de otra manera y a veces yo la quería y otras veces la maltrataba, pero nunca me parecía que fuera ella nada extraordinario. Y luego, al perderla, me dije: «Ella era una flor». Pero ya la cosa no tenía remedio y a ella la enterraron y el hijo que quería no vino nunca. Así son las cosas.

En tanto duró su discurso, yo me bebí un par de copas; por supuesto, con la mayor inocencia. Yo no buscaba en una noche como ésta la embriaguez, sino la sana y caliente alegría de Dios y un amplio y firme propósito de enmienda. Y la música que Nicolás arrancaba del acordeón y estimulaba mis rectos impulsos y me empujaba a amarle a él y a amar al tabernero y a amar a mi hijo muerto y a perdonar a la Chelo su desvío. Y dije:

—Cuando el chico cayó enfermo yo la dije a la Chelo que avisara al médico y ella me dijo que un médico costaba diez duros. Y yo dije: «¿Es dinero eso?». Y ella dijo: «Yo no sé si será dinero o no, pero yo no lo tengo». Y yo dije, entonces: «Yo tampoco lo tengo, pero eso no quiere decir que diez duros sean dinero».

Nicolás me taladraba con su ojo único enloquecido por el vino. Había dejado de tocar y el acordeón pendía desmayado de su cuello, sobre el vientre, como algo frustrado o prematuramente muerto. El instrumento tenía mugre en las orejas y en las notas y en los intersticios del fuelle; pero sonaba bien y lo demás no importaba. Y cuando Nicolás apuró otra copa, le bendije interiormente porque se me hacía que bebía música y experiencia y disposición para la música. Le dije:

—Toca Silencio en la noche, si no estás cansado.

Pero Nicolás no me hizo caso; quizá no me entendía. Su único ojo adquirió de pronto una expresión retrospectiva. Dijo Nicolás:

—¿Por qué he tenido yo en la vida una suerte tan perra? Un día yo vi en el escaparate de una administración de loterías el número veintiuno y me dije: «Voy a comprarlo; alguna vez ha de tocar el número veintiuno». Pero en ese momento pasó un vecino y me dijo: «¿Qué miras en ese número, Nicolás? La lotería no cae en los números bajos». Y yo pensé: «Tiene razón; nunca cae la lotería en los números bajos». Y no compré el número veintiuno y compré el cuarenta y siete mil doscientos treinta y cuatro.

Nicolás se detuvo y suspiró. El tabernero miraba a Nicolás con atención concentrada. Dijo:

—¿Cayó, por casualidad, el gordo en el número veintiuno?

A Nicolás le brillaba, como de fiebre, el ojo solitario. Se aclaró la voz con un carraspeo y dijo:

—No sé; pero en el cuarenta y siete mil doscientos treinta y cuatro no me tocó ni el reintegro. Fue una cochina suerte la mía.

Hubo un silencio y los tres bebimos para olvidar la negra suerte de Nicolás. Después bebimos otra copa para librarnos, en el futuro, de la suerte perra. Entre los tres iba cuajando un casi visible sentimiento de solidaridad. Bruscamente el tabernero nos volvió la espalda y buscó un nuevo frasco en la estantería. Entonces noté yo debilidad en las rodillas y dije:

—Estoy cansado; vamos a sentarnos.

Y nos sentamos Nicolás y yo en el mismo banco y el tabernero, con la mesa por medio, frente a nosotros; y apenas sentados, el tabernero dijo:

—Yo no sé qué tenía aquella chica que las demás no tienen. Era rubia, de ojos azules y, a su tiempo, se movía bien. Era una flor. Ella me decía: «Pepe, tienes que vender la taberna y dedicarte a un oficio más bonito». Y yo la decía: «Sí, encanto». Y ella me decía: «Es posible que entonces tengamos un hijo». Y yo la decía: «Sí, encanto». Y ella decía: «Si tenemos un hijo, quiero que tenga los ojos azules como yo». Y yo la decía: «Sí, encanto». Y ella decía…

Balbucí yo:

—Mi chico también tenía los ojos azules y yo quería que fuese boxeador. Pero la Chelo se plantó y me dijo que si el chico era boxeador ella se iba. Y yo la dije: «Para entonces ya serás vieja; nadie te querrá». Y ella se echó a llorar. También lloraba cuando el chico se puso malito y yo, aunque no lloraba, sentía un gran dolor aquí. Y la Chelo me echaba en cara el que yo no llorase, pero yo creo que el no llorar deja el sentimiento dentro y eso es peor. Y cuando llamamos al médico, la Chelo volvió a llorar porque no teníamos los diez duros y yo la pregunté:

«¿Es dinero eso?». El chico no tenía los ojos azules por entonces, sino pálidos y del color del agua. El médico, al verlo, frunció el morro y dijo: «Hay que operar en seguida». Y yo dije: «Opere». La Chelo me llevó a un rincón y me dijo: «¿Quién va a pagar todo esto? ¿Estás loco?». Yo me enfadé: «¿Quién ha de pagarlo? Yo mismo», dije. Y trajeron una ambulancia y aquella noche yo no me fui a echar la partida, sino que me quedé junto a mi hijo, velándole. Y la Chelo lloraba silenciosamente en un rincón, sin dejarlo un momento.

Hice un alto y bebí un vaso. Fuera sonaban las campanas anunciando la misa del Gallo. Tenían un tañido lejano y opaco aquella noche y Nicolás se incorporó y dijo:

—Hay nieve cerca.

Se aproximó a la ventana, abrió el cuarterón, lo volvió a cerrar y me enfocó su ojo triunfante:

—Está nevando ya —dijo—. No me he equivocado.

Y permanecimos callados un rato, como si quisiésemos escuchar desde nuestro encierro el blando posarse de los copos sobre las calles y los tejados. Nicolás volvió a sentarse y el tabernero dijo destemplado:

—¡Haz música!

Nicolás ladeó la cabeza y abrió el fuelle del acordeón en abanico. Comenzó a tocar Adiós, muchachos, compañeros de mi vida. El tabernero dijo:

—Si ella no se hubiera emperrado en pasar aquel día con su madre, aún estaría aquí, a mi lado. Pero así son las cosas. Nadie sabe lo que está por pasar. También si no hubiera tabernas el chófer estaría sereno y no hubiera ocurrido lo que ocurrió. Pero el chófer tenía que estar borracho y ella tenía que ver a su madre y los dos tenían que coincidir en la esquina precisamente, y nada más. Hay cosas que están escritas y nadie puede alterarlas.

Nicolás interrumpió la pieza. El tabernero le miró airado y dijo:

—¿Quieres tocar de una vez?

—Un momento —dijo Nicolás—. El que yo no comprara el décimo de lotería con el número veintiuno aquella tarde fue sólo culpa mía y no puede hablarse de mala suerte. Ésa es la verdad. Y si la churrera me quemó es porque yo me puse debajo de la sartén. Bueno. Pero ella estaba encima y lo que ella decía es que lo mismo que me quemó pudo ella coger una pulmonía con el aire del acordeón. Bueno. Todo eso son pamplinas y ganas de embrollar las cosas. Yo la dije: «Nadie ha pescado una pulmonía con el aire de un acordeón, que yo sepa». Y ella me dijo: «Nadie abrasó a otro con el aceite de freír los churros». Yo me enfadé y dije: «¡Caracoles, usted a mí!». Y la churrera dijo: «También pude yo pescar una pulmonía con el aire del acordeón».

A Nicolás le brillaba el ojo como si fuese a llorar. Al tabernero parecía fastidiarle el desahogo de Nicolás.

—Toca; hoy es Nochebuena —dijo.

Nicolás sujetó entre sus dedos el instrumento. Preguntó:

—¿Qué toco?

El tabernero entornó los ojos, poseído de una acuciante y turbadora nostalgia:

—Toca de nuevo La última noche que pasé contigo, si no te importa.

Escuchó en silencio los primeros compases, como arrobado. Luego dijo:

—Cuando bailábamos, ella me cogía a mí por la cintura en vez de ponerme la mano en el hombro. Creo que no alcanzaba a mi hombro porque ella era pequeñita y por eso me agarraba por la cintura. Pero eso no nos perjudicaba y ella y yo ganamos un concurso de tangos. Ella bailaba con mucho sentimiento el tango. Un jurado la dijo: «Chica, hablas con los pies». Y ella vino a mí a que la besara en los labios porque habíamos ganado el concurso de tangos y porque para ella el bailar bien el tango era lo primero y más importante en la vida después de tener un hijo.

Nicolás pareció despertar de un sueño.

—¿Es que no tienes hijos? —preguntó.

El tabernero arrugó la frente.

—He dicho que no. Iba a tener uno cuando ella murió. Para esos asuntos iba a casa de su madre. Yo aún no lo sabía.

Yo bebí otro vaso antes de hablar. Tenía tan presente a mi hijo muerto que se me hacía que el mundo no había rodado desde entonces. Apenas advertí la ronquera de mi voz cuando dije:

—Mi hijo murió aquella noche y la Chelo se marchó de mi lado sin despedirse. Yo no sé qué temería la condenada, puesto que el chico ya no podría ser boxeador. Pero se fue y no he sabido de ella desde entonces.

El acordeón de Nicolás llenaba la estancia de acentos modulados como caricias. Tal vez por ello el tabernero, Nicolás y un servidor nos remontábamos en el aire, con sus notas, añorando las caricias que perdimos. Sí, quizá fuera por ello, por el acordeón; tal vez por la fuerza evocadora de una noche como ésta. El tabernero tenía ahora los codos incrustados en las rodillas y la mirada perdida bajo la mesa de enfrente. Nicolás dejó de tocar. Dijo:

—Tengo la boca seca.

Y bebió dos nuevos vasos de vino. Luego apoyó el acordeón en el borde de la mesa para que su cuello descansara de la tirantez del instrumento. Le miré de refilón y vi que tenía un salpullido en la parte posterior del pescuezo. Pregunté:

—¿No duele eso?

Pero Nicolás no me hizo caso. Nicolás sólo obedecía los mandatos imperativos. Ni me miró esta vez, siquiera. Dijo:

—Mi cochina suerte llegó hasta eso. Una zarrapastrosa me abrasó la cara y no saqué ni cinco por ello. Los vecinos me dijeron que tenía derecho a una indemnización, pero yo no tenía cuartos para llevar el asunto por la tremenda. Me quedé sin media cara y ¡santas pascuas!

Yo volví a acordarme de mi hijo muerto y de la Chelo y pedí a Nicolás que interpretase Al corro, claro. Después bebí un trago para entonarme y dije:

—En el reposo de estos meses he reflexionado y ya sé por qué la Chelo se fue de mi lado. Ella tenía miedo de la factura del médico y me dejó plantado como una guarra. La Chelo no me quería a mí. Me aguantó por el chico; si no, se hubiera marchado antes. Y por eso me dejó colgado con la cuenta del médico y el dolor de mi hijo muerto. Luego, todo lo demás. Para tapar un agujero tuve que abrir otro agujero y me atraparon. Ésa fue mi equivocación: robar en vez de trabajar. Por eso no volveré a hacerlo…

Me apretaba el dolor en el hombro izquierdo y sentía un raro desahogo hablando. Por ello, bebí un vaso y agregué:

—Además…

El tabernero me dirigió sus ojos turbios y cansados, como los de un buey:

—¿Es que hay más? —dijo.

—Hay —dije yo—. En la cárcel me hizo sufrir mucho el reuma y para curarlo me quitaron los dientes y me quitaron las muelas y me quitaron las anginas; pero el reuma seguía. Y cuando ya no quedaba nada por quitarme me dijeron: «El trescientos trece tome salicilato».

—¡Ah! —dijo Nicolás.

Yo agregué:

—El trescientos trece era yo anteayer.

Y después nos quedamos todos callados. De la calle ascendía un alegre repiqueteo de panderetas y yo pensé en mi hijo muerto, pero no dije nada. Luego vibraron al unísono las campanas de muchas torres y yo pensé: «¡Caramba, es Nochebuena; hay que alegrarse!». Y bebí un vaso.

Nicolás se había derrumbado de bruces sobre la mesa y se quedó dormido. Su respiración era irregular, salpicada de fallos y silbidos; peor que la del acordeón.