Relato cuarto

El manguero

Introdujo la manga entre el aladierno y el tejo y roció insistentemente el pimpollo indefenso. Olía a tierra acolchada y húmeda, con una leve veta de abono animal. Tomás, el manguero, sonreía bobamente al follaje, al sol tibio de la primavera, al vacío. Sostenía la manga con ostensible desgana y el chorro apuntaba al pimpollo obstinadamente. Tomás, el manguero, tenía una gorrilla polvorienta en la nuca y en los labios, extrañamente dúctiles, una colilla mal quemada, sin lumbre. Llevaba tres días sin afeitarse y su barba era entrecana, irregular y áspera. Él era áspero también y odiaba al pimpollo, al aladierno y al tejo. No sabía por qué, pero los odiaba. Y su odio era algo vivo y caliente, casi desmesurado. Su vida carecía de adornos y no era justo que él velase por los adornos de los demás. Tomás, el manguero, alimentaba una idea muy estricta sobre lo superfluo. Para Tomás, el manguero, lo superfluo era inconcebible. Vestía un traje de dril azul marino, con parches en los codos y en las rodillas.

Arriba, sobre las últimas ramas del tejo, cantaba un ruiseñor. Emitía unas entonaciones punzantes y henchidas, más bien armoniosas, pero a Tomás, el manguero, no le agradaban. El tejo exhibía en lo más alto del tronco despellejado su ficha lacónica: «Taxus baccata, L. Tejo. Europa, Asia, N. África». Frente a él, el aladierno, tendía sus ramas dispersas como retorcidos cuerpos de culebras: «Rhamnus alaternus, L. Aladierno. Europa Meridional». La manga se introducía entre ellos y vertía su carga sobre el pimpollo. Tomás, el manguero, sonreía con una mueca desalentada. Ignoraba la razón, pero celebraría verle languidecer. Al iniciar la salida el agua por el pitorro, Tomás recordó que le urgía una necesidad. Se escondió tras el seto de boj para desahogarse y apoyó la manga sobre el soporte apuntando al pimpollo. A veces descuidaba el desahogo y le dolía el estómago. Pero cada día, al comenzar la labor, le asaltaba una conciencia apremiante de esta necesidad. Se descargaba sobre el tronco del aladierno con la vaga esperanza de perjudicarle. Por las tardes fijaba en los cruces estratégicos del parque unos carteles estimulantes: «Respetad las flores y los pájaros». «El amor a los animales y a las plantas es prueba de buenos sentimientos». «Los ciudadanos que respetan sus jardines demuestran su civilidad». Tomás, el manguero, se abrochó y volvió a la faena. Él había ayudado a descastar las ratas del parque. Eran ratas negras, gigantes, con una joroba semejante a la de los camellos. No obstante, Tomás, el manguero, fijaba en los cruces de los caminos letreros conservadores: «El amor a los animales y a las plantas es prueba de buenos sentimientos».

Una vez sorprendió a un chiquillo desahogándose junto al aladierno y lo llevó de una oreja a la prevención. Antes lo pasó por los carteles que él mismo fijaba y el chico dijo:

—¿Qué?

—¿Es eso lo que tu padre te enseña? —dijo Tomás.

—No podía aguantarme las ganas —dijo el chiquillo.

—Irás a un colegio de pago, naturalmente.

—Voy a los maristas —dijo el chico.

—Bien, ¿y los frailes qué dicen?

—Que debo respetar las plantas y los animales.

Le cayeron dos «pavos» de multa y Tomás, el manguero, experimentó una cruel satisfacción. Aborrecía la noble complacencia con que sus colegas vitalizaban las plantas. «Parece como que se alimentasen de yerba», pensaba Tomás. El pimpollo agonizaba, aplastado por la obstinación de la manga. Tras Tomás, el manguero, había un puentecillo de troncos de árboles y sobre el pretil se asomaba un gorrión. El animalito cabeceaba al sol primaveral; luego dio un breve vuelo y se posó junto a la manga. Había una pitera allí y el chorrito cristalino le tentaba. Tomás, el manguero, le observó de reojo y, súbitamente, dirigió el pitorro contra él. El animalito voló, piando angustiosamente. Tomás, el manguero, sonrió de un modo grosero, remotamente pueril. De niño, Tomás, el manguero, apedreaba las moreras para alimentar a sus gusanos de seda. Jamás le atraparon los guardias. Tomás, el manguero, tenía buena vista y buenas piernas para eludir la vigilancia. Cuando los gusanos concluían los capullos, Tomás abría éstos con una hoja de afeitar. Nunca tuvo paciencia para aguardar la consumación del ciclo.

Miró al gorrión que se columpiaba, asustado aún, en una ramita del tejo. Las hojas del tejo eran perennes y aciculares como las de los pinos. Tomás, el manguero, le encañonó de nuevo y el gorrión voló más lejos. Una vez, Tomás, el manguero, cazó un tordo con la manga. Era un pollo inexperto aún y Tomás le empapó las plumas impidiéndole volar. Para perpetuar la hazaña, Tomás, el manguero, fijó en el lugar del suceso un cartel sujeto a una estaca que decía: «Respetad las flores y los pájaros». Él se relamía pensando en la pechuga del pájaro frito. El gorrión volvió sobre el pretil del rústico puentecillo. A Tomás, el manguero, le irritaba aquel puentecillo sencillo y basto. Él hubiera cepillado las tablas y las hubiera pintado de colorines. Tomás era un hombre que no comprendía cómo descubierto el technicolor existían aún películas en blanco y negro.

Francisco empujaba gozosamente la bicicleta, que llevaba sujeta por el manillar. La máquina tenía la dirección muy suave y si Francisco la empujaba del sillín, cabeceaba. Francisco disfrutaba sus quince días de vacaciones retribuidas y para olvidarse de la fábrica de ovoides se refugiaba en el parque de once a una. Sentado en un banco leía los periódicos atrasados que encontraba en las papeleras. Él no buscaba en el periódico una actualidad, sino una sucesión de menudas historias. A veces se conmovía leyendo que una criatura pereció abrasada en un incendio. En esos casos, Francisco, tendido en un banco del parque, con el vientre al sol, pensaba en los padres del infeliz y aun intentaba reconstruir el aspecto del crío achicharrado. Vivía en los arrabales y se acercaba al parque en bicicleta. Antes entraba en los paseos pedaleando, pero desde que le cogieron y le impusieron una multa andaba con más cuidado.

Divisó a Tomás, el manguero, y le dolió su desesperanza, el mezquino aprecio de su misión. «En cambio, para las bicicletas andan con más cuidado», se dijo. Francisco se detuvo junto al manguero.

—¿Es que lo hace aposta? —dijo, irritado.

—¿Quién es usted? —dijo el manguero.

—Un ciudadano.

—¡Vaya! ¿Quién le dio vela para este entierro?

A Francisco se le avivó la herida de la multa:

—¿No ve que está ahogando al pimpollo?

—¡Vaya a paseo! —dijo Tomás.

Tomás, el manguero, no obstante, desvió el surtidor. Francisco se recostó en el sillín.

—¡Qué bonito! —dijo—. Apuesto a que a usted le pagan por vigilar los jardines.

—Eso.

—Y si agarra a una criatura orinando en los paseos lo multa, ¿no es eso?

—Eso —dijo Tomás.

A Francisco le quemaba la sangre y le quemaba la multa. Francisco no era pendenciero, ni le gustaba meterse donde no le importaba. Sin embargo, amaba a los jardines porque ellos eran sus vacaciones retribuidas.

—Ande con ojo —dijo, impulsado por una imprecisa conciencia de sus derechos de ciudadanía.

Tomás, el manguero, sonrió con su habitual mueca maligna y orientó el surtidor hacia los bancos soleados. Sabía que Francisco reposaba en ellos y que se acercaba la hora en que los novios acudían al parque a pelar la pava. Le divertía ver a las muchachas de regreso, con las faldas listadas por los largueros húmedos de los bancos. Ello constituía una de sus leves, insignificantes satisfacciones.

Vio a Francisco alejarse empujando la bicicleta y murmurando vagas amenazas. Volvió a sonreír. La colilla, adherida al labio inferior, soportaba impasible los constantes aspavientos del manguero. También él tuvo una bicicleta; una «Arelli» que rodaba bien. En cinco años no tuvo que cambiarla sino el juego de bolas de piñón. Luego le robaron el sillín y cuando él intentó robar otro le pillaron. «Para ser ladrón hay que nacer», se dijo. Entonces no recordaba sus incursiones a por hojas de morera, ni se le ocurrió pensar que había perdido facultades. Cuando vendió la bicicleta se quitó de encima una preocupación.

De nuevo dirigió el surtidor sobre el pimpollo. Sin embargo, interpuso su dedo índice para dispersar la fuerza de la corriente. Su dedo índice constituía un auxiliar inestimable en su actividad. De todos sus dedos era el único que tenía la uña limpia y de ella se servía para escarbar entre los dientes después de las comidas. Era otra poderosa auxiliar.

Faustina avanzaba por el paseo recién regado empujando la sillita que chirriaba agudamente a cada vuelta de las ruedas. Llevaba un niño vestido de blanco sentado en la silla y otro, un poco mayor, prendido de la falda. Las ruedas dibujaban en la arena del paseo una teoría geométrica. La chica se movía con una gracia altanera, casi desafiante. Tomás, el manguero, la miró un momento. Faustina bajó los ojos, no por rubor, sino por principios. Desde niña pensó que una mujer no debe mirar cómo riega un hombre. Ello se prestaba a unas concatenaciones equívocas. Faustina sabía que era una sandez, pero si se esforzase en mirar se avergonzaría. Antes de salir de Carrión de los Condes dudó entre quedarse en Palencia o seguir adelante. Finalmente siguió adelante, porque su amiga Pili la escribía: «Aquí se gana más». Ella ganaba veinticinco duros y mantenida. Su señorita se empeñó en uniformarla. Su señorita tenía la peregrina idea de que el uniforme de la chica viste a los niños. Faustina se opuso rotundamente: «Piénselo, señorita. De otro modo, ni a usted le han de faltar chicas ni a mí casas donde servir». Ahora Faustina empujaba la silla, dentro de su vestidito rojo de percal y con una rebeca beige sobre los hombros. La envanecía una sensación de victoria un tanto difusa. Sin embargo, no se decidía a levantar los ojos para ver cómo regaba Tomás, el manguero. Alimentaba un concepto oscuro sobre las incompatibilidades. Se sentó dándole la espalda y arrimó la silla al banco. Tomás, por debajo, la miraba las piernas. El mangüero no era hombre de delicadezas espirituales. Incluso cuando reía imprimía a sus espasmos una expresión grosera.

—Buenas —dijo la chica.

—Anda al quite, chavala. Te voy a mojar.

—¿Sí?

—Sí.

—En mi pueblo no andan con tantos remilgos y los árboles crecen.

—Eso digo yo. ¿De dónde eres?

—De Carrión de los Condes.

Faustina se puso la rebeca. Hablaba sin mirar al manguero. Tomás dijo:

—¿Tan feo soy?

—Vamos —dijo la chica—. Usted ya no tiene edad de ser guapo ni feo.

Tomás, el manguero, se inclinó y aflojó la manga con la llave inglesa. El chorro cesó y Faustina volvió los ojos con una ostensible expresión de alivio.

—¿No riega más?

—No. Esto ya tiene bastante agua.

Miraba satisfecho al pimpollo macilento. Añadió:

—¿Qué tiempo llevas aquí?

—Hará un mes el dieciocho.

—¿Estás a gusto?

—Ya ve. Mi señorita se empeña ahora en colocarme un uniforme.

—¿Y tú qué dices?

—Yo la dije: «De eso ni hablar. Piénselo. Ni a usted han de faltarle chicas ni a mí casas donde servir».

Tomás, el manguero, sonrió. Pensó en el pimpollo amustiado, en su desahogo matinal sobre el aladierno, en el tordo indefenso y las faldas arrugadas de las muchachas cuando iban de retirada. Luego pensó que el uniforme era una cosa superflua y las señoritas eran, asimismo, una cosa superflua. Dijo:

—Eso está bien —escupió la colilla—. Pero que muy bien, muchacha.