Relato tercero

Una peseta para el tranvía

Llovía recio y, en un segundo, la calle principal se quedó vacía. Los anuncios luminosos parecían algo desteñidos y el altavoz hiriente de un establecimiento de gramófonos era un insulto en el silencio y la intemperie de la calle. Pero el muy insensato seguía sonando mientras seguía lloviendo.

Y él pensó: «La dije que iría pronto y llueve y he olvidado la cartera y no dispongo de un céntimo para el tranvía, y si pesco a correr voy a ponerme como una sopa, y si me meto en un portal llegaré tarde y ella se morirá de tedio esperando; si pasase algún conocido le pediría una cochina peseta, pero a un desconocido no me atrevo, y si me asegurasen que el revisor del tranvía era ese de los granos y el pelo rojo, subiría sin dinero porque es simpático y sabe que le pagaría mañana y me fiaría el viaje; pero no sabiéndolo es mejor esperar; claro que esperando y dando vueltas al asunto no adelanto nada y ella estará aguardándome impaciente y se enfadará si me retraso, y si se enfada me estropea la noche y me estropea el humor y me estropea el negocio».

Pasó veloz un taxi y el murmullo de los neumáticos en el asfalto mojado le puso fuera de sí. Fue otro insulto. Entonces él miró a lo alto y pensó en Luis. Vio el rótulo del periódico y pensó en Luis, que trabajaba en aquel periódico. Y estaría haciéndolo ahora y todo era bien sencillo. No había más que cruzar la calle. «¡Oh! —pensó—, hace mucho tiempo que no veo a Luis y que no hablo con Luis, pero eso no es obstáculo para pedirle que me preste una peseta. No tiene nada de particular que le pida una peseta a Luis. Fuimos buenos amigos. Además, es necesario; ella está esperando».

Se remangó levemente los pantalones y cruzó la calzada dando saltitos, subió media docena de escalones, se sacudió el sombrero y la gabardina y llamó. No tuvo necesidad de preguntar por Luis; atravesaba el vestíbulo en ese momento. Y había dos ordenanzas allí, también. Y dos chicas jóvenes, aporreando sus máquinas. Luis no debió conocerle y él le llamó tímidamente: «Luis, Luis». Luis no debió oírle y él no se atrevió, a levantar la voz por no llamar la atención de las muchachas y los ordenanzas. Pensó: «Sea lo que Dios quiera. Pero ella está esperando». «¡Eh!», dijo, mas Luis tampoco le oyó y entonces uno de los ordenanzas dijo: «¡Don Luis, le llaman aquí!». Y cuando Luis dio media vuelta, él intentó poner el rostro familiar, ya pasado, de cuando iban juntos a la escuela. Luis vino hacia él con el ceño fruncido y, de pronto, le distendió. Dijo:

—¡Caracoles! ¡Mira quién es! ¿Qué idea te dio de subir por aquí? ¡Caracoles, ya no eres el mismo! —le palmeó sonoramente la espalda—. ¡Qué años hace que no nos vemos, querido!

A él le dolió el estridente entusiasmo de Luis, que le convirtió en un instante en centro de atención de mecanógrafas y ordenanzas. Pensó: «¿Cómo le pido yo una peseta a este hombre? ¿Qué miran estos tontos? Aquella chatilla es guapa. Un bombón. Luis sabe escoger el personal. Pero, bien, ella me está esperando». Dijo:

—Llovía y pasaba por aquí y me dije: «Voy a ver qué hace este hombre. Hace ocho años que no nos vemos».

Luis le abrazó de nuevo. Revivía acaso en él la infancia ida y le ganaba un instinto salvaje de efusividad.

—Querido —dijo—. Pasa, querido.

Él pensó: «Ella me está esperando. Pero ¿cómo pido una peseta a este hombre? Veinte duros sería distinto». Pero pasó y le agradó dejar atrás los ojos escrutadores de las muchachas y los ordenanzas. Pensó: «Ahora es el momento. Ahora». Dijo:

—El caso es…

Luis le interrumpió:

—Ya veo que no me has olvidado, querido. Dime, ¿no te has casado? Precisamente hablaba ayer de ti con el Pulga. El Pulga tiene novia. ¡Eh, querido!, ¿qué te parece? El Pulga. Aquel chiquirritín que cada vez que el profesor le preguntaba decía con voz chillona: «No me la sé». ¿Recuerdas? Con novia, ¿qué te parece? Él dijo:

—El tiempo pasa sin sentirlo —y pensó: «Un minuto solo y se lo pido. A ella le molesta esperar. Además, la dije que iría pronto; si me retraso lo echo todo a perder. Pero Luis pensará que si he subido ha sido sólo por la peseta. Sin esa peseta, se dirá, hubiera pasado éste otros ocho años sin acordarse de mí. No pensaría mal Luis, al fin y al cabo. He subido por la peseta del tranvía. De otro modo no estaría aquí». Dijo él:

—¿No os molesta esa chicharra de los gramófonos plañiendo todo el día de Dios?

Luis rio y le dio un espaldarazo:

—¡Oh, oh! —dijo—, ya no molesta. Todo es cuestión de acostumbrarse. ¿Te acuerdas de Tomás Yáñez? Es lo mismo, querido. ¿Recuerdas que Yáñez estudiaba en voz alta y zumbaba como un moscardón? Cada vez que entraba un extraño en nuestra clase decía: «¿Cómo podéis estudiar con ese moscardón?». Pero nosotros ya no oíamos el zumbido de Yáñez, porque Yáñez llevaba cinco años a nuestro lado zumbando como un moscardón. ¿Recuerdas a Yáñez, querido?

Luis abrió una nueva puerta y él pensó: «Ahora es el momento». Mas Luis dijo: «Esta es la redacción». Y entonces él vio a un viejecito que trabajaba sobre una mesa con un fleje alumbrando de plano las cuartillas y observó que, al entrar él, levantaba la vista y le miraba con curiosidad a través de los cristales de sus gafas. Más allá, en otra mesa, había otros dos hombres. «No es oportuno ahora. Pensarán estos señores que soy un muerto de hambre». Y Luis le señalaba una diminuta cabina a su lado:

—Mira —dijo—, éstos son los teletipos. Como verás, son unas máquinas que escriben solas. No me digas que te lo explique, querido, porque esto para mí es un gran milagro. No comprendo cómo hay quien tiene cabeza para inventar estas cosas y la mayoría no tenemos cabeza ni para comprenderlas aun después de inventadas…

—El caso es… —dijo él.

Pero Luis interrumpió:

—Verás; vamos a seguir el proceso de una noticia hasta el fin. Es un proceso interesante —hizo un inciso y le palmoteo la espalda cordialmente—. Bueno, hombre, ¿quién iba a decirme que iba a encontrarte hoy de nuevo?

Él pensó: «Este Luis es un cargante. Ya en el colegio era un cargante. ¿Es que no puede imaginar que uno tenga prisa?». Dijo Luis:

—Bien, aquí tenemos la noticia. Se recorta, se pega en una cuartilla y…

Él pateaba el suelo levemente, con impaciencia. Se dijo: «¿Será largo el proceso de una noticia?». Luis añadió: «Se trata de una nueva subida de precios en los Países Bajos, ¿qué te parece? ¿Cómo titularías tú esto, querido?». Él dijo: «Ejem». Dijo Luis: «En realidad, los maestros aconsejan que debe destacarse lo que rompe la normalidad, el ritmo de las cosas corrientes. Pero todo esto de las subidas de precios es algo normal y casi diría cotidiano. ¿Qué dices? ¿Qué tal iría "Precios altos en los Países Bajos"?». Rio Luis y alzó la mirada buscando aprobación. Él dijo, de mala gana: «Muy interesante, Luis. ¡Ja, ja! Verdaderamente ingenioso». Luis añadió: «Si lo insólito no existe, debemos acudir a lo pintoresco. El caso es atrapar al lector y llevarle a interesarse por la noticia».

Luis garrapateó el título y se levantó:

—Bien —dijo—. Ahora vamos con la música a otra parte. ¿Quieres seguirme, querido?

Abandonaron la redacción, doblaron a mano derecha y abocaron a una escalerilla húmeda y estrecha, con pasamanos de hierro. Estaba oscura y Luis advirtió: «Cuidado». Y él pensó: «¿Cómo diablos interrumpo yo ahora el proceso de una noticia? ¿Qué pensaría Luis?». Mas, en seguida, le asaltó esta reflexión: «¿Qué estará pensando ella? ¿Se habrá marchado o habrá puesto música?». Abajo de la escalera, detuvo a Luis por un brazo. Tartamudeó:

—Di… dime, Luis. ¿Es largo el proceso de una noticia?

Le miró Luis, decepcionado:

—Es un momento —dijo—. Un momento, querido. ¡Claro!, pero no he pensado que a lo mejor tienes prisa. A lo mejor estás diciéndote por dentro: «Este Luis sigue tan pelmazo como siempre».

Se aturulló él al oír en otros labios su pensamiento. Sintió un extraño pudor de su intimidad.

—¡Oh, no, Luis! En modo alguno. Sigue, sigue. Tengo toda la tarde por delante.

Dijo Luis:

—Uno, en su entusiasmo, nunca cuenta con la voluntad del prójimo. Él insistió:

—Te digo que no tengo nada que hacer. No te preocupes. Mas, inmediatamente, pensó: «¿Es que soy un muñeco? ¿Es que no sé decir: tengo prisa, Luis, volveré otro día? Ella me espera desde hace más de una hora. ¿Puedes dejarme una peseta para el tranvía?».

Pasaron a un local alto de techo y diez hombres tecleaban en unas máquinas extrañas, como si fuesen motores con las entrañas al descubierto. Luis explicó:

—Estas son las linotipias. El plomo funde aquí, resbala por aquí, el linotipista golpea la tecla aquí y el tipo imprime en el plomo reblandecido aquí. La línea, impresa en plomo, cae por aquí… Dijo él: —Es curioso.

Y sus manos, en los bolsos de la gabardina, se crispaban de impaciencia. Esperaron diez minutos a que el linotipista concluyera. Luis preguntó:

—¿Has sabido algo de Juan Lobato? Era todo un atleta. ¿Le recuerdas en las paralelas, querido? Yo no he vuelto a saber de él. La verdad es que era un muchacho un poco introspectivo. – In… ¿qué? —preguntó él.

—Introspectivo —aclaró Luis—. Vuelto hacia dentro. «Este hombre se ha hecho muy complicado —pensó él—. No era tan complicado entonces. "Introspectivo" ¡Qué cosas se aprenden en un periódico!».

Luis recogió las líneas de plomo y dijo:

—Ven por aquí. Vamos a encajar esto en una plana. El cabecero confeccionará los titulares. Los tipos de la cabeza son también cosa importante. A mi juicio, hay que ponerse en el lugar del lector más elemental y obtuso. Hay que buscar algo que llame su atención y le atraiga. ¿Qué te parece, querido, destacar las palabras «Altos» y «Bajos» con caracteres más gruesos?

Él pensó: «¡Oh, Dios, Dios, qué hombre tan cargante! ¿Es éste un momento a propósito para una conferencia?». Dijo:

—Muy ingenioso. Ya lo creo. Me parece un recurso muy ingenioso.

—«Altos y Bajos» —insistió Luis—. De este modo el contrasentido le entrará al lector por los ojos. Y la posible gracia del título, si es que la tiene.

Él corroboró:

—¡Vaya si la tiene! Y no poca. Es muy ingenioso, Luis. Ya lo creo.

Y cuando Luis le explicaba la confección de la plana, él pensaba: «Aún es tiempo. Ella aceptaría aún una explicación». Y cuando Luis le habló ante la estereotipia, él pensó: «Si no ha puesto música, estoy perdido». Y Luis dijo: «Y, por fin, la rotativa. ¿Sabes las vueltas que da este trasto diariamente?». Él se decía: «Me trae sin cuidado las vueltas que dé este trasto diariamente. Ella estará que echa las muelas. ¿Qué otra cosa puede haber hecho, ¡Dios!, si no ha puesto música?». Luis dijo: «Pon treinta mil, y conste que no exagero». Él dijo: «Ya son vueltas». Consultó el reloj y añadió: «¡Oh!, se me ha hecho un poco tarde, Luis; tendrás que perdonarme». Luis dijo: «Contaba con que no tenías nada que hacer en toda la noche». Él se atarantó: «Sí —dijo—, eso dije. No recordaba. Ahora recuerdo…».

Subieron las angostas escaleras y Luis le acompañó a la puerta. De nuevo se vio él en el círculo de atención de mecanógrafas y ordenanzas. «No hay mucho que hacer en este periódico, que digamos», pensó él, malhumorado. Luis dijo: «Volveremos a vernos, ¿eh, querido?». Él notaba la prisa en la desacostumbrada compresión de sus vísceras. «Y de la peseta, ¿qué?», pensó. Pero ya estaba en la calle y advirtió que el pavimento estaba seco y que el altavoz del establecimiento de gramófonos le incrustaba despiadadamente la música en las entrañas. Se dijo: «¡Oh!, como sí no hubiera llovido. Lo mismo que si no hubiera llovido». Perdió el control de los nervios y sujetó por el brazo al primer transeúnte que cruzaba a su lado. «Eh —dijo—, por favor, dígame, ¿no llovió esta tarde?». «Llover, llover —dijo el otro—. ¿Qué más queremos todos que ver llover?». Preguntó él: «¿Llovió o no llovió?». Respondió el otro: «Mire usted, yo no sé a qué llamará usted llover». Él dijo: «¡Oh!», y se largó, y el hombre le miró perplejo y él se metió en la tienda de gramófonos y preguntó:

—¿Tienen Anoche hablé con la luna?.

—Sí —dijo un chico joven, con el pelo rubio.

—Póngamelo —dijo él. Y pensó: «Será lo único que pueda calmarla». Añadió—: Pasen la factura a casa.

Dijo el chico del pelo rubio:

—¿Sabe leer?

Él contestó:

—Sí.

—Lea —dijo el chico del pelo rubio.

Él prosiguió:

—Dice «Precio fijo», y el otro dice «Pago al contado».

—¿Lo entiende o se lo explico?

—Ya —murmuró él, y luego chilló indignado—: Pero ustedes pueden volver loco a todo el mundo con ese altavoz sin que nadie les diga: «Más bajito, amigo, que molesta», ¿no es eso?

—Eso —dijo el chico del pelo rubio.

Él salió de nuevo a la calle y pensó: «Ese Luis es un cargante. Ya en la escuela era un cargante. Yo pensé que con los años habría cambiado, pero sigue siendo un cargante».