8
El pequeño grupo se desplazaba arriba y abajo, al amparo de los soportales, por delante de la cristalera iluminada de la cafetería Alaska. Hacía frío. Un crudo y arrecido viento del norte les hacía caminar encorvados, las manos ocultas en los bolsillos, levantadas las solapas de cazadoras y tabardos. En una de las vueltas, Jero se detuvo ante la cristalera iluminada y pateó el suelo con impaciencia, y alzó los ojos hasta el reloj del Ayuntamiento, al otro lado de la Plaza:
—Menos diez —dijo—. También jodería que este tipo me la jugara.
Cristino se le acercó tímidamente:
—Oye, y si las cosas se arreglan, ¿piensas excavar mañana?
Jero sacó las manos de los bolsillos y las frotó ásperamente una con otra:
—Por supuesto, de eso se trata. Hay que liquidar este asunto cuanto antes. Como tarde, el viernes por la noche yo quisiera estar en Madrid.
Inopinadamente el Fíbula propinó un manotazo en la espalda encogida de Ángel.
—Anima esa cara, macho. Pareces un funeral. Ahora, en cuanto el jefe se largue, nos vamos los tres al «pub» Adrián y ahí nos las den todas. ¡Menuda noche! Te juro por Dios que ese espectáculo no me lo pierdo.
Jero metió nuevamente las manos en los bolsillos y se volvió hacia la puerta:
—Hace un frío que pela —dijo—, ¿por qué no esperamos dentro?
Cristino le contuvo con un suave ademán, mientras miraba atentamente al centro de la Plaza:
—Aguarda —dijo.
Un coche con las luces de posición encendidas, se deslizaba, pausada, silenciosamente, hacia ellos y se detuvo a pocos metros, junto a la línea blanca de la explanada: Del asiento delantero descendió un chófer uniformado que abrió respetuosamente la puerta de atrás. Jero emitió un tenue silbido.
—¡Coño, un Mercedes! No me digáis que es el Delegado.
El Delegado, embutido en un entallado abrigo gris marengo, se apeaba en ese instante del coche y avanzó resueltamente hacia Jero, sonriendo:
—¿Qué tal desde esta mañana? —indicó al resto del grupo—. Supongo que éstos serán tus hombres. ¿Cómo estáis, majos? —estrechó, una a una, las manos con efusión desmedida e, inmediatamente, se consideró en el deber de justificarse—. Naturalmente este coche no es mío —rio—, pero ¡sépase quién es Calleja! Uno se presenta ante un paleto en un 132 y se guasea, pero delante de un Mercedes tiembla. A esta gente me la conozco como si la hubiese parido —tomó ligeramente a Jero por el brazo—. ¿Qué, vamos?
—Cuando quieras. Estoy a tu disposición. El chófer uniformado les sostenía la portezuela ante las miradas socarronas de Ángel y el Fíbula. Apenas arrancaron, el Delegado se disculpó:
—Perdona el retraso —dijo—. Juanma me ha entretenido más de la cuenta con los dichosos informes.
Jero hizo ademán de hablar pero el Delegado le contuvo:
—Tranquilo —añadió—. El «detector» asegura que la paz reina en Gamones; todo está en orden. Una vez que os han largado, aquello ha quedado como una balsa de aceite —cambió de tono—. De todas formas no vamos mal de tiempo. ¿Tienes buena hora?
Jero trató de aprovechar el tenue resplandor del salpicadero para mirar el reloj, pero el Delegado, que advirtió sus dificultades, exclamó:
—¡Oh, perdona, majo! —levantó la mano por encima de su cabeza y dio la luz del interior del coche.
—Las ocho y cinco —dijo Jero.
—Vale —apagó la luz—. Antes de la media estaremos allí —señaló con el mentón el cogote del chófer—. David conduce de maravilla. Indudablemente corre, puesto que saca buenas medias, pero aquí dentro ni se nota. Estos coches grandes tienen una estabilidad increíble.
—Ya —dijo Jero.
El Delegado soltó una risita velada en la oscuridad.
—En todo caso —añadió— el retraso es un inteligente recurso diplomático. Acuérdate del plantón de don Francisco en Hendaya. Dicen que el Führer perdió los nervios —rio con gesto admirativo—. Tal vez gracias a ello podamos estar ahora aquí tú y yo hablando tranquilamente.
—Tal vez —dijo Jero.
—Por lo demás no creo que encontremos dificultades. Claro que hubiese preferido otro ayuntamiento, pero no siempre Puede uno elegir el toro. Después de todo, otros más difíciles he lidiado —rio de nuevo veladamente—. A Dios gracias, experiencia no me falta.
—¿Tanto tiempo llevas en el cargo?
—No es eso, majo, pero de todos modos eché los dientes en Información y Turismo, no lo olvides. Ahora, cuando te digo que sé cómo lidiar a esa gente, no me refiero tanto a mi experiencia como a que sé de qué pie cojean; conozco sus tretas y sus tabúes. Ten en cuenta que soy de pueblo y aquí donde me ves, he arado más que ellos, he segado más que ellos, he trillado más que ellos, sé del campo tanto como ellos. En una palabra, soy perro viejo; sé cómo metérmelos en el bolsillo.
Entre los desnudos ramajes de los árboles parpadeó una lucecita mortecina.
—Gamones —dijo Jero con cierta inquietud. El pueblo parecía dormido. A la glauca, débil, luz, de las lamparitas de veinte vatios, repartidas por las esquinas, se veían trancadas puertas y ventanas. Un gato negro, que pretendía cruzar la calzada, desistió en última instancia, y desapareció de un salto tras una tapia de piedras. También la Plaza estaba desierta a excepción de un hombre joven, de complexión atlética, enfundado en una cazadora de cuero negro, indolentemente acodado sobre la capota del turismo azul estacionado ante la puerta del Ayuntamiento. En la otra acera, haciendo esquina, brillaba el friolento luminoso del bar.
—¡Pare, David! —ordenó el Delegado.
El chófer frenó y ladeó la cabeza.
—Ahí —prosiguió el Delegado—. Póngase detrás de ese coche.
Al detenerse el Mercedes, otros tres hombres, uniformados como el primero, se apearon apresuradamente del coche azul. Jero sacudió los hombros.
—¡Joder con los quinquis y el director escénico! —dijo destemplado.
El Delegado le puso una mano complaciente en la rodilla y, en tanto David les abría la portezuela, aprovechó para decir:
—Calma, majo. Ponte en situación. El jefe ha hecho lo que estima más prudente. Después de todo, cumple con su deber. Sería ingrato por tu parte ponerle bolas ahora.
El frío arreciaba. El viento se encajonaba, rastrero, en el valle y barría ásperamente el pueblo de norte a sur. El hombre de la cazadora negra, que se apoyaba en el coche, se llegó hasta el Delegado y se cuadró ante él:
—A sus órdenes, don Carlos; sin novedad —dijo. Una sonrisa fruitiva se dibujó en los labios del Delegado.
—¿Todo tranquilo?
—El pueblo duerme, don Carlos. De todos modos, por lo que pudiera tronar, arriba, en el barrio alto, hay estacionado un retén de la Guardia Civil. Treinta hombres.
—¿Están ustedes en contacto?
El hombre de la cazadora negra le mostró un pequeño emisor:
—Permanente, don Carlos. En el autocar tardarían menos de quince segundos en personarse aquí.
El Delegado recorrió con los ojos la plaza vacía:
—Está bien. Es suficiente —dijo complacido—. No pierdan contacto y vigilen el lugar de reunión.
El hombre de la cazadora negra dio un nuevo taconazo.
—Lo que usted mande, don Carlos.
De pronto, se abrió ruidosamente la puerta del bar y aparecieron cuatro hombres oscuros, cuatro sombras encogidas, las boinas encasquetadas, semiocultas las cabezas tras los cuellos de las pellizas. El primero, de baja estatura, caminaba hacia ellos con el busto inclinado hacia adelante, los hombros desnivelados, frotándose las manos. Jero musitó al oído del Delegado:
—El Alcalde.
—Ya sé, ya le conozco —dijo el Delegado bajando la voz abriendo acogedoramente sus brazos al recién llegado—. ¿Qué dice don Escolástico? —le envolvió en sus largos brazos, hipócritamente efusivos, y le palmeó la espalda con vigor—. ¿Cómo le va? ¿Qué tal marchan esas colmenas?
El Alcalde asentía con gestos ambiguos, medio asfixiado contra el pecho del Delegado y, cuando consiguió zafarse de su abrazo, presentó al Secretario y a los dos concejales. El Delegado se mostraba cordial y bien dispuesto y cuando se volvió, para entrar en el Ayuntamiento, el Alcalde le disuadió con una sonrisa consternada:
—Ahí, no, don Carlos. Seguimos en obras. Y si ustedes no echan una mano, éste va a ser el cuento de nunca acabar. Lo siento. La reunión tendrá que celebrarse en las escuelas.
Se puso a la cabeza del grupo y avanzaron todos por la calleja del rincón, a su lado un concejal, con una linterna encendida. Tras ellos, a la distancia de respeto, caminaban los hombres de la social. Ya en la esquina, tomaron el callejón de la izquierda, a la abrigada, cuyo piso, reblandecido, exhalaba un acre olor a escíbalos y boñiga. A pesar de la oscuridad, al fondo, bajo el tibio resplandor de la bombilla más próxima, se distinguían las siluetas de dos hombres armados resguardados por un contrafuerte. El más alto, al divisar al grupo, arrojó al suelo la punta del cigarrillo que fumaba y salió a su encuentro. Ante el Delegado se cuadró y cruzó el brazo sobre el pecho.
—A sus órdenes —dijo.
El Delegado rio forzadamente, bajó la cabeza y le dijo al Alcalde en tono confidencial:
—Advertirá, don Escolástico, que el señor Gobernador vela por nosotros.
Frente a ellos se alzaban las escuelas, un edificio gris, de dos pisos, desconchado y húmedo, de alargados ventanales cerrados. El concejal de la linterna abrió la puerta a empellones y dio la luz. Una estufa de leña, al rojo vivo, crepitaba bajo el estrado, delante de los escañiles de los escolares. El Alcalde sonrió con una cómica mueca:
—Hemos puesto fuego, don Carlos —aclaró vanamente—. Ha vuelto el norte. Supongo que no le parecerá mal. El Delegado se despojó del abrigo y se echó el aliento en las manos.
—Al contrario —dijo—. Se agradece.
El Secretario y los dos concejales se desembarazaron de sus pellizas y las depositaron sobre los pupitres de los párvulos. Luego, tímidamente, se fueron incorporando al grupo. El Secretario, de pelo fuerte y ensortijado, rosado de tez, en abierto contraste con las pieles curtidas de los otros tres, llevaba un portafolios bajo el brazo. A su lado, uno de los concejales, que atendía por Martiniano, sonreía bobamente a un lado y a otro. Su rostro parecía planchado y tan sólo cuando se ponía de perfil se advertían sus orejas, no pequeñas, pero adheridas al cráneo de tal manera que visto de frente, se dirían seccionadas. El otro concejal, con un hueco grande, de al menos tres dientes, en el maxilar superior, bajaba la cabeza, acobardado, mirándose las puntas brillantes de sus prietos zapatos domingueros, como preguntándose qué pintaba él allí. El Delegado charlaba amistosamente con ellos, saltaba de un tema a otro y únicamente, cuando Martiniano dejó de sonreír y el concejal desdentado se centró y levantó confiadamente los ojos hasta él, sugirió con una punta de voz:
—Qué, ¿empezamos?
El Alcalde titubeó.
—Cuando guste. Pero el caso es que esto no reúne condiciones y…
—Es suficiente, don Escolástico, no se preocupe —dijo el Delegado subiendo al estrado de una zancada y sentándose a la cabecera de la mesa—. Vamos a ver —prosiguió, señalando, primero, la silla de la derecha y, luego, la de su izquierda—. Aquí, el señor Alcalde y, en esta otra, el Secretario. Los demás siéntense como puedan…
Jero, Martiniano y el concejal de la boca deshuesada se acomodaron en silencio. Diríase que la simple formalidad de constituir la mesa, había disipado el clima de confianza que momentos antes reinara en el grupo. Todos los ojos convergían ahora en el rostro del Delegado, quien, con los párpados bajos, inmóvil, cogitabundo, casó las yemas de los dedos de una mano con los de la otra, y dijo a media voz, con acento contrito:
—Bien, aunque mi cometido no sea grato, lo primero que debo decirles es que lo sucedido esta mañana aquí, en Gamones, en el castro de Aradas, no tiene nombre. Es un hecho incalificable, más propio de la edad de las cavernas que del siglo que vivimos…
Durante los segundos que duró la pausa, el silencio se hizo tan espeso que la leve crepitación de los brotes verdes en la estufa semejaban disparos. El Delegado entornó los ojos para aclarar:
—He dicho incalificable, cuando, en realidad, un hecho de esta naturaleza bien puede calificarse de ruin, cobarde y despreciable —tomó aliento, separó las manos e introdujo la cabeza entre ellas tapándose las orejas—. Lamento tener que pronunciarme tan crudamente, pero el pueblo de Gamones, de tan noble historial, no ha estado esta mañana a la altura de las circunstancias, puesto que si la violencia es siempre reprobable, lo es, con mayor motivo, cuando se ejercita gratuitamente contra unos hombres indefensos —miró largamente a Jero, en la otra cabecera de la mesa—. Unos hombres que, si han llegado hasta aquí, ha sido con la intención de ayudarnos, con el exclusivo objeto de esclarecer lo que el pueblo de Gamones ha aportado a la historia de la Humanidad.
El Delegado hizo otra pausa. El Alcalde, los antebrazos inmóviles sobre el tablero, le miraba evasivo, las pupilas en el borde de las pestañas, como resistiéndose a afrontar la prueba, en tanto los dos concejales, frente a frente, se habían quedado como petrificados desde el comienzo de la catilinaria, a la manera de esos perdigueros corretones súbitamente inmovilizados por el rastro de una pieza. El Delegado examinó los rostros, uno a uno, y continuó implacable:
—Un reducido grupo de arqueólogos, enviados por Madrid —miró a Jero con una punta de ironía— ha sido insultado, amenazado, escarnecido y, finalmente, expulsado de su lugar de trabajo, haciendo caso omiso de la autorización que portaban. Y esto, señores, dejémonos de circunloquios más o menos taimados y llamémoslo por su nombre, es sencillamente un motín o, por mejor decir, un delito de sedición, que el código penal especifica y castiga con penas de cárcel.
De nuevo entornó los párpados el Delegado e hizo un alto prolongado. Los leves estallidos de la estufa semejaban ahora cañonazos. Nadie osaba moverse. Pero, inesperadamente, cuando el Delegado reanudó su discurso, el ritmo y la entonación habían variado; sus palabras fluían ahora suaves, cálidas, fruitivas, decididamente gratulatorias y cordiales:
—Pero el señor Gobernador, señores, en un gesto magnánimo que le honra, y que nunca le agradeceremos bastante, en lugar de asediar al pueblo con tropas y tanquetas como hubiera sido lo procedente, ha preferido minimizar el hecho, restarle importancia, pensar que aquí se ha producido un malentendido y enviarme a mí con objeto de esclarecer el suceso. Y aquí me tienen, señores, con la mejor voluntad, no como juez, sino como amigo e intercesor.
El concejal de las orejas pegadas emitió un suspiro hondo, como si en todo el tiempo que duró la perorata no hubiera renovado el aire de sus pulmones. Por su parte, el Alcalde carraspeó, metió el dedo índice en el oído derecho y dio vueltas como si lo atornillara, luego ahuecó los agujeros de la nariz y dijo tenuemente:
—Sí señor, lleva usted razón, don Carlos, un malentendido, o sea, un equívoco. O sea, para que usted me entienda, el vecindario se pensó que estos señores —señaló a Jero con un borroso ademán— estaban de la parte de don Lino. ¿Usted me entiende? De ahí que pasara lo que pasó.
Ladeaba la cabeza y abría las palmas de las manos hasta casi ponerse en cruz. El Secretario, impávido, frente a él, abrió el portafolios, se ensalivó un dedo, pasó rápidamente varias hojas y, por último, extrajo una, sin sentirse coartado por la mirada fija, apremiante, del Delegado. Dijo, empleando una monótona, acartonada, terminología forense:
—Si me permiten, yo quisiera hacer hincapié en un punto que para mí, constituye el quid de la cuestión. Dicho punto radica en las declaraciones del descubridor —consultó sus papeles y refrendó—, don Lino Cuesta Baeza, en la vecina localidad de Covillas tres días después del hallazgo. El referido señor se expresó allí, según mis informes, en el sentido de que el tesoro había sido hallado no en el término de Gamones, como en realidad sucedió, sino en el de Pobladura de Anta, de donde el mentado don Lino es vecino y residente. De prevalecer esta declaración, señor Delegado, es obvio que el vecindario de Gamones, o, por mejor decir, su Ayuntamiento, puesto que se trata de bienes comunales, se vería privado de la indemnización que, según ley, le corresponde.
El concejal de las orejas pegadas, súbitamente envalentonado, dio un puñetazo en la mesa y dijo a trompicones:
—E… E… Eso es, sí señor. O sea, lo que… que… que pasa aquí, es que… que… que el don Lino ese, quería robar el pueblo, o… o… o sea, alzarse con el santo y la limosna. Eso es.
El concejal desdentado ratificó con apasionamiento la manifestación de su colega y ambos se enzarzaron en una conversación de mutuo apoyo. El Delegado les dejaba desfogarse. Escuchaba sus razonamientos con simulada atención, enviaba largas miradas cómplices a Jero, se recreaba viéndoles merodear en torno a la trampa cuidadosamente preparada, y, de pronto, cuando sus interlocutores, cansados de repetir una y otra vez los mismos argumentos, empezaban a considerarse vencedores, sonrió escépticamente y dijo con un tonillo despectivo:
—Señores, a estas alturas, los argumentos que ustedes esgrimen son sencillamente deleznables. Antes de la llegada de los arqueólogos —miró detenidamente a Jero— ya se conocía la localización del tesoro en Gamones. El mismo Subdirector General de Bellas Artes escuchó de labios de don Lino que el hallazgo se había efectuado en Gamones; en un cortafuegos próximo a Pobladura, pero en el término de Gamones. «Por menos de cien metros no ha caído el gordo en mi pueblo», fueron, si no me ha informado mal el propio Subdirector General, sus palabras textuales. De modo que tratar de justificar el amotinamiento del pueblo falseando los hechos, es mendaz por no decir malintencionado.
Al concejal de las encías deshuesadas, asfixiado por la palabrería del Delegado, parecieron incendiársele los ojos. Voceó fuera de sí:
—¿Me quiere decir, entonces, qué pintaba don Lino en unas tierras que no son suyas?
El Delegado replicó rápido, a bote pronto, buscando el desconcierto del adversario.
—Ése es otro problema. El comportamiento ético de don Lino es problema aparte. No mezclemos las cosas, se lo ruego.
Martiniano, el concejal de las orejas pegadas, salió en apoyo de su compañero:
—A… a… aparte, no, señor Delegado. Don Li… Li… Lino se personó en el cerral con el aparato, pa… pa… para afanar una mina que no era suya.
El Secretario asistía al pulso de los concejales con el Delegado con manifiesta complacencia. Terció, pretendiendo lustrar con su terminología de rábula la tosca argumentación de sus convecinos.
—Un momento. La ley —al oír la palabra ley, el Alcalde y los concejales inclinaron reverentemente las cabezas— otorga al descubridor un cincuenta por ciento, o sea, la mitad, del valor del tesoro siempre que el descubrimiento se haya hecho en terreno ajeno o del Estado y por ca—sua—li—dad —silabeó esta última palabra, mirando altivamente al Delegado por encima de las gafas—. Pero si llegara a demostrarse que don… don… —bajó los ojos al papel que sujetaba entre los dedos— don Lino Cuesta Baeza, utilizó en su prospección un detector de metales, ¿puede usted decirme, señor Delegado, dónde está, en este caso, la ca—sua—li—dad? Jurídicamente, con la ley en la mano, parece evidente que el mentado don Lino no tiene derecho a indemnización alguna.
El concejal de las orejas pegadas aporreó nerviosamente la mesa con los puños crispados:
—Sí… sí… sí señor, de eso se trata. De que el don… don… don Lino ese de los co… co… cojones no saque de este a… a… asunto ni una peseta.
El Delegado levantó una mano pulcra y regordeta, como reclamando la palabra y, cuando el silencio se hizo, su voz matizada volvió a endurecerse para ironizar:
—Cuidado, señores. Es muy posible que podamos probar todo eso que ustedes dicen; es muy posible. Pero en el caso de que demostremos que el azar no intervino en el descubrimiento de don Lino, la obligación del Estado desaparece, para unos y para otros. Quiero decir, que ni don Lino, ni este Ayuntamiento de Gamones, por la misma regla de tres, tendrían derecho a indemnización de ninguna clase.
El concejal de las orejas pegadas quedó paralizado y mudo, los ojos torpes, codiciosos, pendientes de los labios del Delegado. El concejal de las encías deshuesadas, sacó del bolsillo de la americana un paquete de cigarrillos y encendió uno con dedos temblorosos, mientras el Alcalde, atraído por la llama del fósforo la miraba como hipnotizado, sin pestañear. Únicamente el Secretario se atrevió a decir en un gesto de desafío:
—En cualquier caso, señor Delegado, esta Corporación ha tenido a bien poner el asunto en manos de un abogado por si procediera alguna reclamación.
El Delegado se volvió a él, irritado:
—No me saque usted las cosas de quicio, señor Secretario; no se me trasconeje. La razón de que usted y yo estemos esta noche aquí reunidos no obedece a la manera de actuar, más o menos fraudulenta, de don Lino, que esto en su día se verá y los jueces dirán la última palabra, sino a la bárbara agresión de que ha sido objeto, por parte del vecindario, un grupo de arqueólogos enviado por Madrid —miró obsesivamente a Jero—. Ésta es la cuestión a resolver, es decir, el motivo por el que yo estoy aquí esta noche. Todo lo demás es, por el momento, secundario. El Secretario se quitó las gafas y limpió un cristal con la punta del pañuelo. Era patente su esfuerzo por aparentar serenidad, pero su voz titubeó al agregar:
—De cualquier modo, señor Delegado, no parece justo que el pueblo entero pague por los desmanes de un pequeño grupo de incontrolados.
El Delegado volvió a la táctica del bote pronto:
—Un grupo de cerca de cuarenta hombres, según tengo entendido.
—Es posible.
—¿Puede usted decirme cuántos vecinos tiene este pueblo?
—Exactamente cincuenta y dos —respondió el Secretario sin vacilar.
Los labios del Delegado se estiraron en una sonrisa irónica:
—¿Aún sigue pareciéndole pequeño el grupo de incontrolados? ¿Considera oportuno el señor Secretario que sigamos por este camino?
El Secretario, al fin, desvió la mirada y la clavó en el tablero de la mesa, como si contara las vetas de la madera. Sin darle tiempo a reponerse, el Delegado se encaró con don Escolástico:
—Olvidemos este aspecto, entonces, y vayamos al grano. Dígame, señor Alcalde —el rostro y el cuello del Alcalde se congestionaron hasta casi estallar—. ¿Tenía usted noticia de la agresión que se preparaba esta mañana en el castro de Aradas para el momento en que usted se ausentara del pueblo?
El Alcalde tragó saliva. Hizo el efecto de que iba a sonreír, pero el esbozo de sonrisa desapareció de sus labios y se convirtió en una mueca de impotencia. Cerró los ojos, carraspeó y dijo débilmente:
—A decir verdad, la tenía y no la tenía, señor Delegado, que éste es el chiste.
—Eso es una evasiva, señor Alcalde, no una respuesta.
—Entiéndame, señor Delegado, un servidor barruntaba la quemazón del vecindario, o sea su descontento; o sea, a mis oídos había llegado la hablilla de que el tal don Lino había bajado a Covillas jurando por sus muertos que la mina no pertenecía a Gamones sino a Pobladura y…
—Ta, ta, ta. No volvamos a las andadas, señor Alcalde, se lo ruego. Ése es un tema archivado, de momento olvídelo. Lo que interesa conocer ahora es la razón por la que usted, sabedor de la quemazón que reinaba en el pueblo, se ausentó tranquilamente esta mañana sin un motivo justificado.
Un silencio culpable se alzó sobre la mesa. La crepitación de la estufa semejaba ahora la guerra. El Alcalde sonreía remiso, apocado; volvía a mirar al Delegado desde el borde de las pestañas, sin acertar a responder. Todavía dejó transcurrir unos segundos el Delegado para imprimir mayor énfasis a sus palabras. Finalmente, en agresivo acento fiscal, izando el dedo del anillo por encima de su cabeza, reprochó la cobarde actitud de las Autoridades y lanzó una acusación genérica contra el pueblo que, luego, hábilmente, fue desglosando en inculpaciones concretas: la dejación de autoridad del señor Alcalde, la inhibición de los concejales, la violencia alevosa de la mayor parte del vecindario y la abierta complicidad del resto, para terminar en una advertencia estricta: «de persistir esta actitud de oposición sistemática al trabajo de los arqueólogos —miró gravemente a Jero— tenía en su mano no sólo la posibilidad de privar a Gamones de toda indemnización, sino de destituir a sus autoridades y encarcelar a los responsables más calificados».
El argumento fue definitivo, inapelable. El Alcalde se pasó reiteradamente su inquieta mano por la boca y las mejillas como si acabaran de abofetearle, el Secretario volvió a quitarse las gafas y a simular que las limpiaba, a Martiniano le nacieron dos rosetones como de fiebre a ambos lados de la cara, en tanto el otro concejal, que acababa de alargar el brazo para aplastar el cigarrillo en un cenicero de barro, quedó inmóvil en aquella actitud, sin decidirse a recoger el brazo extendido sobre la mesa. Conmovido por la capitulación del adversario, el Delegado aflojó nuevamente la voz, asumió un acento, devoto, derretido, mórbido, paternal, al tiempo que imprimía un quiebro aveniente a su discurso:
—Pero ya os anuncié al principio —abría los brazos como queriendo acoger en ellos al Alcalde, al Secretario, al concejal de las orejas pegadas, al concejal de las encías deshuesadas y al pueblo entero— que yo no he venido hasta aquí como verdugo, con la intención de castigaros. Amo demasiado a Gamones como para aplicarle sin más la dura letra de la ley. Mi presencia entre vosotros obedece a otras razones, dos especialmente: una, ayudaros a salir de vuestro error y otra, demostrar a estos señores de Madrid —miró obstinadamente a Jero— que Gamones no es un pueblo incivil, sino acogedor y abierto para cuanto signifique cultura.
Hizo una pausa larga, estudiada, que tensó el ambiente. Luego, elevó repentinamente la voz, en una inflexión patética que recorrió la mesa como una descarga:
—Porque, vamos a ver —añadió—. ¿Sois los gamoneses gente culta y civilizada o peores y más zafios que los negros de Biafra?
El Alcalde y los concejales, desconcertados aún por la oratoria mudadiza, versátil, del Delegado, negaron rotundamente con la cabeza semejante posibilidad. Pero, antes de que salieran de su estupor, vibró de nuevo la voz del Delegado, más hueca, más campanuda, más retumbante, más perentoria, que en ningún otro momento de su discurso:
—¿Preferís que Gamones pase a la Historia como el pueblo donde apareció un tesoro prehistórico de incalculable valor para la civilización o como un pueblo de salvajes atropelladores de la cultura?
El Alcalde, vejado por semejante disyuntiva, gradualmente fanatizado por la pasión del Delegado, no se pudo reprimir, apartó la mano de la boca, se medio incorporó en su asiento, desorbitó los ojos y, espoleado por un súbito fervor patriótico, bramó con todas sus fuerzas:
—¡Estamos por la cultura, señor Delegado! ¡Viva Gamones!
Se desplomó sobre la silla temblando aún, dando boqueadas, como un pez fuera del agua, a causa de la emoción. Pero la unción de sus palabras tuvo la virtud de despejar los últimos vestigios de recelo y desconfianza. El Secretario asintió a su vítor, y asintió también, conmovido, hasta las lágrimas, Martiniano, en tanto el concejal desdentado aporreaba la mesa y refrendaba con un «¡Sí, señor!», rotundo, las palabras del Alcalde. Entonces el Delegado sonrió a éste y, uno a uno, dedicó el premio de su sonrisa a todos los asistentes, envolviéndoles en un fruitivo vaho de bienquerencia:
—Gracias —dijo con una punta de voz mientras se limpiaba una lágrima imaginaria—. Muchas gracias. No esperaba menos de vosotros. El limpio historial de este pueblo no podía ser mancillado por una acción aislada e irreflexiva. Viva Gamones, digo yo también desde el fondo de mi corazón. Y vivan los gamoneses. Que Dios conserve siempre vivo vuestro amor a la patria chica. Dicho esto, tan sólo me queda pediros, señor Alcalde, como refrendo de este acuerdo y para evitar nuevos equívocos en lo sucesivo, que convoquéis mañana a Concejo a primera hora de la mañana a fin de que el vecindario pueda solidarizarse con vuestra decisión y disculparse ante las víctimas —miró compasivamente a Jero— de modo que éstas puedan reanudar inmediatamente su tarea en el castro de Aradas sin que nadie les obstaculice.
Sonaron unos aplausos y todas las cabezas —a excepción de la de Jero, que observaba estupefacto el desenlace de la reunión— se movieron aprobando. Y como el Delegado fijara sus ojos insistentemente en el Alcalde, animándole a asumir un compromiso formal, éste sonrió, le propinó varios golpecitos amistosos en el hombro con su mano temblona como para aminorar distancias, y corroboró:
—Delo por hecho, don Carlos, delo por hecho. Eso está resuelto; ni se discute —de nuevo, en autoridad, se inclinó hacia el concejal de la boca desdentada, y añadió—: Anota, Albano, convocar Concejo Abierto para mañana a las 9 —vaciló y consultó a Jero con la mirada y, como Jero aceptase con un ademán, añadió—: Lo dicho, a las 9, no lo borres.
Jero se vio, de pronto, acuciado por todas las miradas. Se le consideraba el beneficiario del acuerdo y esperaban que el beneficiario manifestase su complacencia. También Jero se sintió en el deber de hablar, por lo que sacudió maquinalmente los hombros dos o tres veces y dijo con la voz ronca, oxidada, propia del que lleva varias horas en silencio:
—También yo quiero agradecerles este gesto de buena voluntad en nombre de la Dirección General de Bellas Artes. Y, al mismo tiempo, me permito anticiparles mi deseo de que un vecino del pueblo se incorpore al equipo de excavación, de manera que las dos partes interesadas, Gamones y Bellas Artes, colaboren en la empresa codo con codo. El vecino que ustedes designen, ganará un sueldo, y, por otra parte, como representante del Ayuntamiento, podrá mantenerles a ustedes informados sobre los pormenores de la excavación.
El vecino de las encías deshuesadas volvió a golpear la mesa y dijo «muy bien», en tanto el Alcalde, eufórico, señalaba burlonamente con el dedo al concejal de las orejas pegadas y decía riendo:
—Se lleven a esta buena pieza que está en el paro.
Jero le interrogó con la mirada:
—Mi… mi… mire, por mí —aceptó humillando los ojos Martiniano.
—Todo resuelto, entonces —dijo el Delegado, arrastrando ruidosamente su silla hacia atrás e incorporándose. Los demás le imitaron. Imperaba ahora en el grupo esa necesidad de comunicación bulliciosa y distendida que sigue a toda conciliación laboriosa. Al bajar del estrado, en un aparte, el Delegado le hizo un guiño malicioso a Jero y le dijo: «¿Eh, qué tal, majo?». Jero aprobó sin palabras, porque el concejal desdentado acababa de agarrarle por un brazo y le decía con sincero empeño: «¡Me cago en sos! Si esto se hubiera hecho a su tiempo, nos hubiéramos ahorrado el disgusto de esta mañana». A su lado, el Secretario ayudaba al Delegado a ponerse el abrigo al tiempo que le advertía: «No se fíen ustedes de don Lino. Le conozco de atrás. Es un tipo de cuidado». El Alcalde sonreía tras él, encasquetándose la boina y alzándose el cuello de la pelliza. El concejal de las orejas pegadas, agachado, con el tabardo a medio poner, abrió de un tirón la puerta de la calle. Un viento frío, sutil y penetrante, batía la calleja a ras de tierra. Unos metros más allá, los hombres de escolta se agrupaban, fumando, al abrigo de un sotechado. Como obedeciendo a una voz de mando, todos arrojaron al suelo sus cigarrillos al verles aparecer. El Alcalde, sonriente, los hombros desnivelados, se adelantó hasta el grupo:
—Señor cabo —dijo de buen humor—. Llame usted al corneta y transmita esta orden: «¡Todo el mundo al bar!». Ha habido acuerdo y esto hay que celebrarlo. Invita el Ayuntamiento.