6

Enmarcada por el hueco de la puerta del corral, la señora Olimpia amusgó los ojos y le miró fija, obstinadamente, como si se esforzase en identificar a un desconocido:

—¿Como ayer? —repitió incrédula.

—Claro —dijo Jero—, lo mismo, ¿por qué le extraña? Naturalmente, puede usted cambiar el menú si le apetece; lo que quiero decirla es que bajaremos a comer a la misma hora.

La señora Olimpia empujó con la cadera la puerta del corral, por donde se trascolaban cálidas tufaradas de gallinaza y estiércol y negó mansamente con la cabeza:

—Me parece a mí que hoy no van ustedes a trabajar en el castro —dijo.

Jero parpadeó dos o tres veces como si se resistiera a creer lo que oía. Tras él, como buscando protección, se apiñaban Cristino, Ángel y el Fíbula:

—¿Quién ha dicho eso?

—Los hombres.

—Pero, ¿qué hombres?

—¿Qué hombres habían de ser?: Los del pueblo. Mire, yo en este negocio no entro ni salgo, pero ellos porfían que la mina es suya y que ustedes aquí no pintan nada, de modo que ya lo saben.

Jero se esforzó en sonreír:

—¿Cuándo dijeron eso?

—Anoche, en el bar, todos a una. Así que lo mejor que pueden hacer ustedes es marcharse. El vecindario anda muy revuelto y podría ocurrir una desgracia.

Jero adelantó su mano derecha y posó dos dedos suavemente sobre el hombro de la señora Olimpia:

—Usted tranquila, señora. Nosotros hemos venido aquí a trabajar. No pretendemos quitarle nada a nadie.

La señora Olimpia unió las manos en actitud implorante:

—Váyanse; háganme caso. El Papo ha jurado por sus muertos que, sin permiso del pueblo, la mina no la toca nadie. Y el Papo es muy testarrón, ustedes no le conocen.

—¿Es el Papo el cojo ese de la muleta?

—El cojo es, talmente, sí señor.

—¿El gordo? ¿El de la pata de palo?

—Ése.

Jero depositó dos billetes sobre la mesa camilla:

—Gracias por la información —dijo—, pero, de todos modos, disponga la comida para las dos; igual que ayer. Ya arreglaremos nosotros este pleito.

Tras los visillos de las ventanas, se advertían furtivas miradas inamistosas y en los soportales de la Plaza, una hilera de viejos sentados en el poyete, recostados en las cachavas, les observaban con sorna. El último de la fila escupió ostentosamente al paso de Ángel. Dijo Cristino, abriendo la portezuela:

—Esto va a acabar como el rosario de la aurora. Jero conectó el motor, volvió el volante y reculó:

—Ya será menos —dijo—. El Alcalde se encargará de meterlos en razón. Él sabe que venimos con todas las bendiciones. No se atreverá a enfrentarse con Madrid.

En la rampa del castro, el automóvil se apuraba, ronroneaba y antes de doblar el recodo, se caló y los muchachos hubieron de apearse para sujetarlo. Salvada la curva, apareció el nogal; del camal más bajo pendían unos bultos oscuros, y Cristino, aterrado se inclinó sobre el parabrisas.

—¡Santo Dios! —dijo estremecido—. Los han colgado. Jero detuvo el automóvil.

—Pero si son muñecos —rio.

Bajo las ramas desnudas del árbol, dos rígidos peleles, revestidos de andrajos, se mecían con la brisa, como espantapájaros. Ángel saltó del coche y dio vuelta al primero:

—Mirad —dijo.

Entre los jirones de la chaqueta, en un papel prendido con un alfiler, decía: «Don Lino» y, en el otro muñeco, sobre el harapiento albornoz granate que le cubría, habían escrito con torpes caracteres: «La Pelalla». Ángel miró a Jero amedrentado:

—Oye, ¿no sería mejor dejarlo? El personal anda como muy encabronado.

El Fíbula le señaló con el pulgar:

—Al Angelito no le cabe un piñón en el culo.

Jero se encogió de hombros y se metió de nuevo en el coche.

—Hala, vamos para arriba. Éstas son ideas del cabrero. Y aviados estaríamos si fuéramos a hacer caso de las amenazas de ese chalado.

El cielo continuaba despejado. Una luz frutal, madura, como de comienzos de otoño, doraba suavemente las cumbres del cordal. En el fondo de la cuenca el riachuelo se estiraba, espejeando entre las salgueras sin hoja, y una brisa muy tenue esparcía un desvaído, prematuro, olor a espliego. En las casas del barrio alto, un perro exasperado aullaba sin cesar. Jero se agachó y cogió un cedazo.

—Venga, manos a la obra —dijo acercándose al montón de tierra removida—. Primero vamos a terminar esto. Luego nos meteremos con esa dichosa estructura que no me ha dejado pegar ojo en toda la noche.

El cribado de la última tierra no deparó sorpresas. Al concluir, Jero se deslizó hasta el fondo del hoyo y Cristino le siguió, mientras Ángel y el Fíbula se aprestaban a trazar el plano del muro. De repente, el vivo repique de las campanas, abajo, les sorprendió. Cristino se mordió el labio superior antes de aclarar, con un deje de alarma:

—Tocan a rebato.

Jero echó una ojeada a su pesado reloj:

—Son las diez menos cuarto —dijo—. ¿No será a misa a lo que tocan?

Ángel, que se había adelantado hasta el borde del tozal, reclamó su atención:

—¡Venid! —chilló—. Algo pasa ahí abajo. Todo el mundo anda revuelto. ¡Mirad allí!

Jero, Cristino y el Fíbula se reunieron apresuradamente con él. En el barrio alto un tractor rojo, arrastrando un remolque cargado de hombres, con instrumentos enhiestos sobre los hombros, parecía esperar algo o a alguien. Las explosiones del motor alcanzaban nítidamente a sus oídos. En el caserío de abajo una docena de mozos, diminutos en la distancia, se movían alrededor de un Land Rover y cargaban algo en él. En la Plaza, los vecinos iban congregándose sin prisas, formando corrillos, y un hombre renqueante se desplazaba de uno a otro, como dando instrucciones. El tañido de las campanas era cada vez más frenético:

—Así tocan en mi pueblo cuando hay fuego —dijo Cristino.

Jero agachó la cabeza, sacó maquinalmente un caramelo del bolsillo de la cazadora y se lo metió en la boca.

—Mucho me temo que el fuego nada tenga que ver con esto —dijo—. ¿Veis ese tipo de la pata galana que salta de grupo en grupo? Es el Papo, el cojo, ese cabrón que nos hizo un corte de mangas la otra tarde cuando vinimos con Paco.

El tractor rojo se puso en marcha, abandonó el barrio alto y cuando, segundos después, se encontró con el Land Rover en la Plaza, las campanas dejaron repentinamente de sonar. Alrededor de los vehículos se produjo un pequeño desconcierto y, finalmente, el Papo y dos docenas de hombres se distribuyeron entre el Land Rover y el remolque y el resto de los vecinos, aproximadamente una veintena, comenzaron a escalar el castro a campo través, gateando por los riscos como alimañas. Jero, en lo alto, apretó los labios y cabeceó disgustado.

—No hay duda —dijo—. Vienen a por nosotros. Ángel se aproximó:

—Jefe, ¿por qué no cogemos cordal arriba y bajamos por la otra ladera hasta Pobladura? Todavía estamos a tiempo. Estos tipos de los pueblos son capaces de cualquier cosa; no son de fiar.

Saltó Cristino, ofendido:

—No creo que los de la ciudad reaccionaran de otra manera si creyesen que les quitan algo.

Con su bigotillo incipiente y su cara de susto, Ángel semejaba un niño desamparado.

—Pero, ¿qué les quitamos nosotros?

—Ellos lo creen y basta. Para ellos, el tesoro es del pueblo y entre nosotros y don Lino les estamos desvalijando. Desde su punto de vista, esto que estamos cometiendo es un expolio. Los rostros y los atuendos de los escaladores se iban definiendo conforme ascendían. Algunos, más lentos o entrados en años, rodeaban las peñas y seguían, al sesgo, las trochas de las cabras, mientras los más jóvenes e intrépidos, repechaban en línea recta, aferrándose a las rocas con las uñas. Uno de ellos, muy joven, ataviado con un jersey amarillo, ascendía atléticamente, graduando su esfuerzo, como si caminara por el llano. De cuando en cuando volvía la cabeza para infundir ánimos a sus compañeros y una vez en la cornisa de los castaños, se detuvo, dio media vuelta y levantó un brazo con un pañuelo blanco en la mano. Inmediatamente el tractor rojo y el Land Rover, estacionados en la Plaza, se pusieron en movimiento, atravesaron lentamente el pueblo y, antes de alcanzar el barrio alto, doblaron por el camino del castro que los arqueólogos utilizaban cada día.

Jero frunció instintivamente los hombros y se encaró con sus ayudantes:

—Dentro de diez minutos estarán aquí —dijo con acento sombrío—. No vamos a escapar a Pobladura, ni a movernos de donde estamos. Cuando lleguen, nos encontrarán en el hoyo, trabajando. A eso hemos venido y es lo que vamos a hacer. No quiero violencias —se dirigía ahora al Fíbula—. Óyeme bien, Salvador, no quiero violencias. Yo haré de portavoz y si algo se te ocurre me lo dirás antes a mí. De modo que ante todo, serenidad. Me jodería que esta oportunidad se malograse por no acertar a controlar los nervios.

Las mujeres que permanecían en la Plaza y otras, que a sus voces habían salido de las casas con niños al brazo o de la mano, miraban a lo alto y animaban a los hombres que trepaban por los riscos, como en descubierta, precedidos por el muchacho del jersey amarillo. En el bancal de los castaños, docena y media de hombres aguardaban a los rezagados y, una vez juntos, rodearon el castro en fila india, con dirección al camino.

—Van a reunirse todos en el extremo del cortafuegos —dijo Jero—. ¡Venga, manos a la obra!

Los cuatro muchachos se congregaron en el recinto, fuera del hoyo excavado por don Lino, de forma que, desde su posición, podían observar cuanto ocurriera en el cortafuegos. Jero, con su mirada azul, velada por una melancólica tristeza, fruncía los hombros a cada paso, mientras el Fíbula juraba entre dientes y Ángel, asustado, todo ojos, miraba obsesivamente la entrada del cortafuegos de donde llegaba el monótono bordoneo de los motores. Sobre el castro planeaba de nuevo el bando de buitres del primer día. El Fíbula siguió un rato sus evoluciones arrugando el ceño:

—Mira esos cabrones a la espera —dijo por lo bajo, guiñando un ojo.

—¡Calla, coño! —saltó Ángel.

Jero se impuso:

—¡Basta! —dijo—. A trabajar.

Con el rabillo del ojo vio aparecer al Papo, encabezando el grupo, junto al muchacho del jersey amarillo, cuyos pómulos altos y pulidos, su delgadez extrema le daban una apariencia oriental. Tras ellos, apenas a un metro de distancia, caminaba bullicioso el grueso del pelotón, blandiendo palas y dalles con decidido empeño bélico. Sobre el rumor de pasos de la guerrilla, resaltaban los golpes secos de la pata de palo del Papo al tropezar en los guijarros. Los muchachos, entregados a su trabajo, fingían no enterarse de nada, pero cuando el corro se cerró en semicírculo en torno suyo, Jero dejó cansinamente la piqueta en el suelo, y se llevó las manos a los riñones. Dijo amistosamente, fijando en el Papo su mirada resabiada:

—Buenos días tengan ustedes. ¿Ocurre algo? Oímos que las campanas tocaban a rebato.

Nadie respondió. Se abrió en torno un silencio profundo, demorado, al que la violencia represada del Papo ponía un contrapunto dramático. Su rostro imberbe, flojo, gelatinoso, con grasa hasta en los cartílagos de las orejas, se fruncía en mil pliegues en la sotabarba, desproporcionada a pesar de su corpulencia. Recostó en la muleta todo el peso de su cuerpo y, con la mano izquierda, extrajo del morral de cazador que portaba, una pera, que miró y remiró varias veces, antes de arrancarle el rabillo y clavarle en el pezón la uña negra y larga de su pulgar. Parsimoniosamente desgajó un pedazo y se lo llevó a la boca. Sus pausados ademanes denotaban el mismo regodeo que el del gato ante el ratón acosado. Dijo con la boca llena, sin dejar de contemplar la fruta rota en sus manos:

—¿Es que no sabéis leer? ¿No visteis los carteles ahí abajo? ¿Cómo hay que deciros las cosas?

Se acentuó la expresión de inocencia en la mirada de Jero.

—Pensamos que no iban por nosotros —dijo—. Nosotros hemos venido aquí con todas las de la ley. Es una excavación ordenada por Madrid.

Un pedacito de pulpa blanca de la pera se le había adherido al Papo en una mejilla, junto a la comisura de la boca, y, conforme hablaba, subía y bajaba sin llegar a desprenderse. Sus convecinos, tras él, le miraban tensos, sofrenados, como aguardando que saliera de sus labios la orden de ataque. En un extremo del semicírculo, el cabrero, enjuto y renegrido bajo su boina pardusca, hacía nerviosos aspavientos. El Papo se metió en la boca otro pedazo de pera y dijo fatuamente:

—Y, ¿quién es Madrid para dar órdenes en casa ajena? Lo de Madrid será de Madrid, pero lo de Gamones es de Gamones.

Un rumor de aprobación sobrevoló el corro y una voz vigorosa, procedente de las últimas filas, chilló «¡eso es!», pero Jero, con tozudez irreductible, no se daba por vencido, seguía esgrimiendo sus razones:

—En Madrid está la Administración —dijo elevando la voz—. Ella nos ha dado permiso para excavar este castro.

—¡Los cojones! —voceó un hombre de parcheada chaqueta de pana, al tiempo que amagaba con una azada y se originaba en derredor suyo un pequeño tumulto.

El Papo observaba la escena sin inmutarse, escupió el corazón de la pera y, al hacerlo, se le desprendió de la mejilla el pedacito de pulpa. Parsimoniosamente extrajo otra del morral y, con estudiada prosopopeya, repitió, como un rito, la operación anterior, pero, como quiera que al hincar la uña del pulgar en el pezón de la fruta, escurriese entre sus dedos amorcillados un reguerillo de zumo, se lamió golosamente la mano antes de hablar:

—Y, ¿quién te ha dado a ti ese permiso, si no es mala pregunta? —dijo, al fin.

—El Ministro de Cultura.

—Y, ¿quién es el Ministro de Cultura para meter las narices en nuestros asuntos? Esta mina, óyeme bien, es del pueblo y, sin autorización del pueblo, aquí no escarba ni Dios.

Un alborotado griterío acogió sus últimas palabras. Las palas, azadas y dalles zaleaban sobre las cabezas del corro y una voz fosca, destemplada, chilló: «¡Papo, basta de contemplaciones!», pero el mozo del jersey amarillo, vuelto de espaldas a los arqueólogos, se multiplicaba por aplacar a los exaltados y poner orden allí. Cuando se restableció el silencio, el Papo adoptó un tono especulativo para dirigirse a Jero:

—Esta tierra que pisamos es de Gamones, ¿no es cierto, chaval? —Jero, amilanado, asintió sin palabras. El Papo prosiguió—: Pues si tú mismo reconoces que esta tierra es de Gamones, ¿por qué regla de tres hemos de aguantar que un vecino de Pobladura y cuatro pelagatos de Madrid vengan a robarnos lo que es nuestro?

Jero elevó la voz para dominar el rumor de protesta que volvía a alzarse del grupo:

—Un momento —gritó, buscando la fibra sensible de su auditorio—. Cuando don Virgilio, que —gloria haya, descubrió este castro…

El Papo le cortó airado:

—No me mientes al difunto Coronel, chaval: no me lo mientes. No me busques la boca. El Coronel y la Pelaya, la Pelaya y el Coronel, son los responsables de este cirio aunque don Lino sea el ladrón. Y una cosa te digo: si don Lino no se lleva a la Pelaya a Valladolid, a estas horas estarían los dos ahí abajo, colgados de la nogala, ¿qué te parece?

Un hombre albino, insólito en aquel concierto de boinas negras y rostros atezados, enarboló una horca al tiempo que gritaba: «¡Ya está bien, Papo, vamos a colgarlos!». Inmediatamente, el castro se llenó de dicterios e imprecaciones.

Unos a otros se incitaban, se acicateaban y el mozo del jersey amarillo se las veía y se las deseaba para apaciguarlos. Por último, el Papo, satisfecho de haber logrado la temperatura adecuada, levantó la muleta reclamando silencio y dijo altivamente:

—Así que ya lo sabéis. El pueblo es el amo de la mina, de modo que coger el dos y largaros. Nosotros diremos cómo se ha de explotar y a quién hay que contratar.

Aún apuntó Jero tímidamente antes de que el pueblo se encabritase:

—Tenga usted en cuenta que éste es un trabajo de especialistas…

Mas el hombre de pelo albino, casi blanco, envalentonado con su intervención anterior, se abrió paso a codazos hasta la primera fila, señaló con un dedo mugriento los aperos y el montón de tierra removida y exclamó:

—¡Pues vaya unos especialistas de los cojones, si ni siquiera saben manejar la herramienta!

Sonó una carcajada general, entreverada de gritos y pullas soeces. Los ojos azules de Jero reflejaban una infinita melancolía. Se volvió a sus ayudantes y dijo: «Recoged las cosas. De momento nos vamos». Al verlos amontonar los utensilios el Papo se ensañó:

—Y decir en Madrid que aquí no escarba nadie como no venga la Reina.

El hombre albino, vuelto hacia sus convecinos, amagó a un lado y otro con la horca, se empinó sobre las puntas de los pies y gritó con toda su alma:

—¡Qué hostias! ¡Ni aunque venga la Reina!

De nuevo los hombres le corearon. La capitulación sin resistencia de los arqueólogos era una victoria tan inesperada y excitante que hasta los más retraídos y tímidos les hacían ahora objeto de sus sarcasmos mientras recogían los bártulos. Cristino ladeaba la cabeza, aterrado ante el cerco de miradas insidiosas, pero el hombre del pelo blanco reparó en su rostro enfermo y chilló regocijado.

—¡Mira el pilongo ese, tiene la piel oreada como los chorizos!

Rio el coro a carcajadas. El Fíbula hizo ademán de lanzarse hacia él.

—¡Quieto! —exigió Jero.

El hombre albino arrojó la horca al suelo, flexionó la cintura y miró al Fíbula, de través, los brazos despegados del cuerpo, los dedos abiertos como garras.

—Ven si tienes cojones, cacho sarnoso —invitó. Pero Jero contenía al Fíbula por un hombro y Cristino, con los ojos brillantes, volvía a apilar los enseres y, cuando concluyó, señaló con el mentón las cuerdas que delimitaban la cata y Jero, pendiente de cada uno de sus movimientos, dijo a media voz:

—Déjalas. No creo que estorben a nadie.

Mas el cabrero, que desde que comenzó la acción se mantenía ojo avizor, celoso, sin duda, del protagonismo del hombre albino, se plantó en dos trancos al borde de la cata voceando como un energúmeno:

—¡Fuera! ¡Fuera!

De un puntapié hizo saltar la primera estaca.

—¡Fuera, todo! —repitió—; la mina es del pueblo, el Papo lo ha dicho.

Daba vueltas al hoyo, como un poseso, propinando patadas a las estacas, en tanto el vecindario le jaleaba, alborozado, con gritos y palmas. Jero reprimió un impulso de indignación. Dijo con fingida firmeza:

—¿A quién perjudicaban estas cuerdas?

Un abucheo ensordecedor le respondió, abucheo que subió de punto cuando los arqueólogos, cargados con sus aperos, fueron desfilando, de uno en uno, por el estrecho pasillo que les abrían, burlones, los hombres del pueblo. Uno de ellos, decepcionado por el pacífico final del lance, atravesó el palo de su azada al paso de Ángel y éste trompicó, perdió el equilibrio y cayó. Las risotadas arreciaron cuando el muchacho se arrodilló pacientemente y recogió, sin una protesta, los útiles desparramados y, en una recelosa espantada, se incorporó a su grupo.

Aún se oyó la voz aflautada y nerviosa del cabrero cuando desaparecían por el extremo del cortafuegos:

—¡Y no volváis por aquí, jodíos, porque, como hay Dios, que os colgaremos!

Al subir al automóvil, Jero parecía afligido por una súbita desgracia. No mostraba irritación, sino un hondo abatimiento. Maquinalmente metió en la boca un caramelo, puso el coche en marcha y, al rebasar la nogala con los monigotes colgados, frunció los hombros y dijo:

—Jamás en la vida pasé un rato semejante. Lo mires por donde lo mires, esto ha sido una humillación.

Cristino enarcó las cejas:

—Como todo en el país, esto es un problema de escuelas.

El Fíbula, refrenado demasiado tiempo, saltó:

—Yo diría mejor de mala leche. Pero te juro por Dios que si un día agarro a solas al rubio ese de los cojones le voy a reventar los huevos como me llamo Salvador.

Al salir a la carretera, Cristino preguntó a Jero:

—Y, ¿qué vamos a hacer ahora?

—¿Tú qué crees? De entrada, digo yo, ver al Alcalde y echarlos a reñir. Poner al cojo ese en un brete. Seguir luchando. Cualquier cosa antes que permitir que esa partida de facinerosos se salga con la suya.

Pero, en el Ayuntamiento, no había nadie, excepto el alguacil, un sexagenario con un esparadrapo sobre la nariz que daba de comer a un perro. Él no sabía nada. Ignoraba dónde estaba el vecindario. En cuanto al Alcalde, como todos los miércoles, había salido muy de mañana del pueblo a por madera y que si querían hablar con él regresaran por la noche.

Jero miró fijamente a los ojos al alguacil hasta que éste, azorado, parpadeó y acabó humillándolos. Después sacó del bolsillo su viejo reloj y dijo a sus compañeros:

—Las once y media, buena hora para encontrar a Paco en el despacho. Andando, vámonos a Covillas, no podemos perder más tiempo.

Se volvió hacia el hombre del esparadrapo y añadió:

—Muchas gracias. A la tarde volveremos.