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A medida que el automóvil ascendía por la empinada pendiente del castro, se diría que el vallejo reverdecía, se hacía más recoleto y profundo, y el pueblecito en el fondo, a ambos lados del riachuelo, con las chimeneas fumosas y las viejas tejas renegridas, se reducía a las proporciones de una tarjeta postal. Jero conducía diestramente, salvando los pedruscos, orillando los relejes, y cuando don Lino repitió por tercera vez, inclinándose sobre su nuca, con el mismo acento de suficiencia que las dos anteriores: «Más hubiéramos adelantado trayendo el Land Rover», no pudo evitar un estremecimiento. El Subdirector General, a su lado, disimuló una sonrisa y desvió la mirada hacia el castro: una masa ciclópea ingente, en la que resaltaban los riscos de cuarcita y los paramentos de la muralla. Jero metió la primera velocidad y señaló insistentemente con un dedo a través del parabrisas:

—¿Te das cuenta? —dijo al Subdirector General—. Esa extraña configuración de recintos geminados fue lo que indujo al bueno de don Virgilio a bautizar el castro con el nombre de Segundas Cogotas. Tal vez parezca un poco pretencioso pero no es descabellado. En cierto modo algo se asemeja a la estación abulense.

Saltó una piedra que produjo un ruido sordo en los bajos del automóvil. Jero apretó los labios.

—Ojo, con el cárter —dijo don Lino.

A la izquierda del camino, tras un recodo pronunciado, surgió un nogal, cuyas ramas, mecidas por el viento, se abatían y erguían alternativamente. Unos cirros sobrevolaban el castro, y bajo ellos, planeaban dos buitres. Dijo Jero mirando al nogal solevantado:

—Como de costumbre hace viento aquí. Don Virgilio solía decir que si lográramos entubar el viento de Aradas podríamos barrer de contaminación el cielo de Europa. Las ideas del Coronel eran divertidas; con frecuencia tenía intuiciones geniales.

La rampa se acentuaba y don Lino, en el asiento trasero, adelantó el busto hasta casi rozar con sus labios el cogote de Jero:

—Orille ahí, junto a la peña; no siga. El camino está mal arriba y podría atollarse el coche. Además no vale la pena; el cortafuegos queda a dos pasos.

El viento batía los faldones de los abrigos y hacía lagrimear los ojos. En lo alto del teso, las rachas eran aún más violentas y don Lino se sujetó la visera con la mano. El cordal se bifurcaba, subía y bajaba a diferentes niveles, para terminar conformando la pequeña cordillera que circuía el valle. Don Lino avanzó resueltamente por el cortafuegos, una calle invadida de aulagas, apenas diferenciada del monte de roble que dividía en dos mitades y, al llegar al borde del tozal, se detuvo. Un hoyo profundo se abría a sus pies.

—Aquí lo tienen —dijo, volviéndose al grupo. Jero, junto a él, meneó la cabeza disgustado:

—Si ahonda usted un poco más llega a Australia. Creo que para sacar una tinaja no hacía falta tanto.

Don Lino, la mano en la visera, sonrió con sonrisa de hombre avisado.

—Y, ¿si hubiera habido dos? Donde hay una bien puede haber dos, ¿no cree?

El Subdirector General se colocó entre Jero y Pablito. Inspeccionaba el lugar con mirada profesional. Pateó el suelo:

—Digo que este rellano bien pudo servir de caserío a la población protohistórica —se dirigió a Jero—: Habrá que mirarlo, oye. Jero, que al apearse del coche se había alzado el cuello de la cazadora, ocultó ahora las manos en los bolsillos del pantalón.

—¿Tú crees que es necesario?

—Bueno, unas calicatas; una pequeña prospección. Hay que contrastar el ambiente del hallazgo.

Dio una vuelta alrededor del hoyo sin dejar de mirar y señaló el montón de tierra removida:

—Hay que cribar todo esto, oye. No es que espere grandes sorpresas, pero hay que hacerlo. No queda otro remedio.

El rostro de Pablito era de una palidez cerúlea. Le brillaba la moquita en la punta de la nariz. Preguntó ingenuamente:

—¿Insinúas que puede haber otra olla?

—No se trata de eso ahora. Busco el origen de ese tesoro. Dónde, cuándo y por qué. ¿Fue escondido en el subsuelo de una vivienda o, por el contrario, constituye el ajuar de una tumba excepcional? Nuestra misión es averiguarlo, oye. Para eso estamos.

Jero se frotaba vigorosamente una mano con otra tanto para defenderse del frío como para sujetar su impaciencia.

—Lo que considero primordial —dijo— es datar la ocultación. Determinar la fecha en que se produjo; es decir, si se corresponde con la época de las joyas o ha sido posterior. Acuérdate del tesoro de Drieves.

—A eso iba —dijo el Subdirector General.

—Pero eso no corre tanta prisa, Paco, creo yo. El Subdirector General le tomó del brazo y bajó la voz tratando de hurtarla al oído avezado de don Lino:

—Convengamos que el descubrimiento es como para quitarse el sombrero, Jero, no nos engañemos. Interesa presentar el informe completo en este ejercicio, oye. Esto hay que hacerlo sin demora. Mañana.

Jero arrugó la nariz como si fuera a estornudar.

—¿Mañana? ¿Estás loco?

El Subdirector General rompió a reír, con su risita cortada, seca, espasmódica:

—Olvídate de Gaga por un momento, oye. Tenemos entre manos algo excepcional. A Gaga le llamaré esta noche, te lo prometo. Y mañana la sacaremos Pila y yo a cenar. Es una chica sensata; lo comprenderá en seguida.

El rostro deportivo de Jero se ensombreció. Sus claros ojos soñadores, se amusgaron para decir:

—No es Gaga, Paco. O, mejor dicho, no es sólo Gaga. Es todo: las clases, el catálogo de Almenara, la clasificación de lo de Almería… ¡La Biblia en verso!

Los ojitos del Subdirector General sonreían oblicuamente.

—Tranquilo, oye. Lo primero es lo primero. Total, la Semana Santa está encima, pocas clases vas a perder por esto. Lo demás, déjalo de mi mano.

Pablito, encogido en su abrigo de mezclilla, apuntó tímidamente.

—Y, ¿el dinero?

El Subdirector General se volvió hacia él y le palmeó la espalda:

—Ni eso, oye, pásmate. Por una vez no hay problemas de dinero. Disponemos de la subvención para excavaciones de urgencia. Y tenemos la suerte de que en esta provincia está intacta.

Se reunieron con don Lino, quien, sin apartarse de la hoya, les había vuelto la espalda y oteaba atentamente el panorama a sus pies. El viento silbaba entre los riscos y, abajo, en el pueblo, sacudía las ramas de los árboles y aventaba el humo de las chimeneas. Las casas de piedra, con angostos ventanos al norte, se abrían a poniente en amplias galerías de madera, con botes de flores colgados de las barandillas pintadas de verde.

El caserío, diseminado en tres barrios, enlazados entre sí por dos caminos que faldeaban la montaña, conformaba, en el del centro, una plaza rectangular, en uno de cuyos costados se alzaba la iglesia de grises sillares, sin apenas vanos, como una fortaleza. En las traseras de las casas, se apretaban los huertos y corrales, demarcados por tapias revestidas de hiedra. Y, en el ensanchamiento de una cambera, junto a un pequeño molino, bajo cuyos arcos espumeaba el agua, reposaba una máquina esquemática, roja y amarilla, para hilerar alfalfa. El pueblo, desde lo alto, producía la impresión de abandonado. Tan sólo un hombre, diminuto como una hormiga, negreaba en el camino, empujando una carretilla hacia uno de los barrios extremos, precedido por un perro. Una impetuosa ráfaga desequilibró a Pablito que trastabilleó entre las rocas.

—¡Cuidado, tú!, no te vayas a despeñar ahora —dijo Jero.

El Subdirector General abordó a don Lino:

—¿Qué vecinos tiene esto?

—¿Vecinos? Pocos. No sé si llegarán a cincuenta.

—¿Doscientos habitantes entonces?

—No creo que alcancen —rio—; pero le advierto que son muy brutos. Una vez, por una apuesta, subieron un buey al campanario.

El Subdirector General no se alteró.

—Y, ¿la linde del término?

Don Lino sacó su manaza del bolsillo del tabardo y señaló la entrada del cortafuegos:

—Ve ahí, por donde hemos subido, en el bocacerral, va la raya con Pobladura. Por menos de cien metros no le ha caído el gordo a mí pueblo.

Jero, ajeno a la conversación, contemplaba la cuenca, la escarpada ladera de enfrente, donde, entre pequeñas hazas de cereal, pastaba un rebaño de cabras. En los bajos, a un lado y otro del riachuelo, se alineaban marcialmente los manzanos hasta diluirse en la penumbra del recodo. El Subdirector General volvió la espalda al viento. Le dijo a Jero:

—Esto está visto, tú. Cuando quieras.

Una vez dentro del coche, Pablito se frotó sus débiles manos hinchadas por el frío.

—La verdad es que está cayendo una helada de película.

El coche se resistía a arrancar.

—Se ha quedado frío —murmuró Jero.

Tiró del botón del aire y el motor ronroneó. Aceleró, en vacío, dos o tres veces.

—Vale —se dijo a sí mismo.

Descendían lentamente y, al abocar a la carretera, detuvo el automóvil y, con la bocamanga, limpió el vaho del cristal de su ventanilla.

—No se ve ni papa —dijo.

Volvió a sentir en el cogote el húmedo aliento de don Lino.

—Tire sin miedo —le dijo—. Es más difícil topar aquí con otro coche que acertar una quiniela de catorce.

La Plaza se encontraba desierta, pero al irrumpir el Ritmo, un hombre corpulento, sucio, con una pata de palo y una muleta en la axila, se asomó a la puerta del bar, se apoyó en el quicio, sonrió burlonamente y les hizo un ostentoso corte de mangas. El Subdirector General volvió incrédulo la cabeza para mirar por la ventanilla trasera:

—Pero, ¿habéis visto? ¿A qué viene eso ahora?

Pablito rio apagadamente.

—Será costumbre aquí —dijo.

Don Lino carraspeó para aclararse la voz:

—A ése le dicen el Papo —dijo— y es el más bruto de todos. En el 55 estuvo de alcalde y quiso fusilar al alguacil porque enamoró a su hermana. Pero lo que no perdona ahora es que yo haya dado con el tesoro.

El Subdirector General se acodó en el respaldo del asiento y le miró a los ojos:

—¿Es que saben ya en Gamones lo del hallazgo?

—Dejarán. El cabrero corrió la voz.

El Subdirector General se enderezó y habló nerviosamente a Jero:

—¿Oyes? Hay que empezar inmediatamente. Mañana sin falta. Ahora buscas alojamiento en Covillas y mañana, a primera hora, tienes aquí el equipo completo: Ángel, Cristino y el Fíbula. ¿O prefieres a Sinfo?

Se esfumaba la última luz de la tarde y Jero encendió los faros de cruce, tomó un caramelo de la bandeja del salpicadero y lo metió en la boca. Frunció la frente y chupeteó un rato antes de hablar:

—Mejor el Fíbula —dijo—. Tiene más instinto. Jero se ceñía de tal manera a las curvas que el costado del coche rozaba los arbustos de la carretera, pero las revueltas eran tantas que durante varios minutos hubo de caminar a cubierto del camión cisterna que le precedía, sin posibilidad de adelantarlo. En Covillas estacionó el coche en el aparcamiento de la Plaza. Pablito consultó su reloj.

—¿Una cervecita? —apuntó el Subdirector General. Pablito rehusó. Tartamudeaba al justificarse:

—Si… si no me necesitas, Subdirector, yo… yo me vuelvo. Se me hace tarde. Tengo un compromiso para cenar —se dirigió a don Lino, un poco rezagado—: ¿Vienes o te quedas?

Don Lino miró un momento al Subdirector General como pidiéndole la venia, se abotonó el tabardo y dijo:

—Me voy contigo. En realidad yo ya no pinto nada aquí.

Al estrechar la manaza de don Lino el Subdirector General se consideró en el deber de aclarar:

—Bellas Artes se pondrá en contacto con usted. Déjele a Pablo su dirección y teléfono.

Mientras don Lino y Pablito se alejaban hacia el automóvil de aquél, el Subdirector General tomó del brazo a Jero y le arrastró hacia el luminoso parpadeante que decía: «Cafetería Alaska». Dijo Jero:

—Me duele que este cacho cabrón se embolse mañana cuatro o cinco millones por su cara bonita. No hay derecho, la verdad. Estamos premiando la mala fe y la bellaquería, Paco.

Los ojitos del Subdirector General, enjaulados al fondo de los cristales, se entornaron en un guiñito de burla:

—¿Qué quieres, oye? Con detector o sin él, ese ciudadano nos ha prestado un servicio. Hay que pagarlo.

Dentro de la cafetería el bullicio era ensordecedor. Unos jóvenes voceaban a una muchacha que respondía desde el otro extremo de la barra, mientras otros dos, detrás del Subdirector General, jugaban sin parar en una máquina tragaperras y, tres metros más allá, una chica gruesa, de inexpresivos ojos vacunos, hacía sonar una cinta a todo volumen y se contoneaba, siguiendo el compás con el trasero. El Subdirector General tomó el vaso de cerveza en la mano y, recostado en el taburete giratorio, puntualizó:

—Me llevo tu coche y mañana a primera hora lo tienes de vuelta con Cristino y el resto de la cuadrilla. Ahora busca alojamiento, oye. Podéis comer en Gamones para aprovechar el tiempo. Y no os durmáis, por favor —bebió un buche de cerveza inflando los carrillos, como si quisiera calentarlo antes de tragarlo y, después, agregó—: Creo que ya me he explicado, ¿no? Nada de excavación extensiva, sino un sondeo en profundidad. Yo creo que un cuadro de cuatro por cuatro sería suficiente.

El estrépito no cedía y la mirada de Jero se perdía entre las botellas de las estanterías.

—¿Me has oído? —insistió el Subdirector General.

—Sí, sí, de acuerdo.

El Subdirector General añadió, contemplándole el perfil, como si desconfiase:

—De momento, con facilitar un marco histórico al hallazgo podemos darnos por satisfechos.

Jero asintió. El Subdirector General metió dos dedos en uno de los bolsillos bajos del chaleco, sacó unas monedas y pagó.

—Ahora me largo, oye. Tengo tres horas de carretera por delante y ya sabes que conducir de noche no es precisamente mi deporte favorito.

En la Plaza, el viento era menos recio y frío que arriba, en la montaña. Jero le acompañó hasta el coche y recogió su maletín; parecía contrariado. Antes de arrancar, el Subdirector General bajó el vidrio de la portezuela y precisó:

—Entonces mañana, a las ocho y media, aquí; en esa misma cafetería. ¿Vale?

—Vale.

Arrancó, agitó dos veces la mano fuera de la ventanilla, metió la segunda velocidad, y desapareció por la primera calle a la derecha. Jero, al verse solo, suspiró, sacudió dos veces los hombros y se dirigió a la cabina telefónica en el centro de la Plaza. Depositó unas monedas en la ranura y marcó un número. Esperó un rato, volvió a colgar y repitió la maniobra otras dos veces, en vano. Finalmente, colgó de golpe el auricular, malhumorado, abandonó la cabina y se encaminó de nuevo a la cafetería con el neceser en una mano y la otra en el bolsillo.