IV. ACTUALIDAD DE LO SAGRADO

La sabiduría clama por las calles, por las plazas alza su voz. Llama en la esquina de las calles concurridas, a la entrada de las puertas de la ciudad pronuncia sus discursos.

Proverbios, 1: 20-21

Y la gente se arrodilló y rezó, convirtiendo al neón en su dios.

Y el letrero emitió su mensaje

con las palabras de que estaba formado.

Y el letrero decía: «Las palabras de los profetas están escritas en las paredes de los metros».

Simon & Garfunkel, «El sonido del silencio»

1. RELIGIONES INTERSTICIALES

El panorama de ese ámbito exento en nuestras sociedades al que damos en llamar la religión viene definido, hoy, por la proliferación y la creciente visibilización de corrientes minoritarias que se proclaman capaces de rescatar de un mundo dominado por el mal y la desesperación a quienes se afilian a ellas. Estas organizaciones religiosas aparecen como cuerpos extraños en sociedades que ya cuentan con tradiciones religiosas asentadas, y son percibidas por el Estado, por la prensa y por las mayorías sociales como asociaciones perversas que amenazan la salud mental y la libertad de los ciudadanos. La imaginación mediática se refiere entonces a estos movimientos como «sectas destructivas», a las que se les depara un tratamiento hostil por no decir persecutorio en muchos casos. En tanto todos estos grupos suelen desarrollar un fuerte activismo proselitista y experimentan un proceso de crecimiento y expansión, las iglesias instituidas no dudan en adoptar los aspectos más atractivos de sus discursos, así como sus estrategias de apostolado duro. En su conjunto, todas estas corrientes pueden ser contempladas compitiendo en el libre mercado de sentidos de la vida, siendo el producto con que concurren el mismo: la salvación.

Sería viable resumir las características generales de estos movimientos de renovación religiosa. Digamos que tienen consciencia de ellos mismos y de la misión terrenal que —sostienen— han de llevar a cabo por mandato divino, siendo su formación y prácticas de reclutamiento procesos conscientes y deliberados. A estas sectas se incorporan individuos que han experimentado una conversión, que puede ser súbita o paulatina, y que es vivida por los neófitos como un auténtico nuevo nacimiento. Quienes se incorporan a una de las corrientes heterodoxas o marginales en relación con las instituciones religiosas dominantes han sido considerados con méritos suficientes para ser aceptados en su seno, para luego pasar a considerarse a sí mismos participantes de una élite, un grupo privilegiado que adopta el modelo bíblico del pueblo elegido de Israel. Los miembros de estos grupos se entregan al servicio de un proyecto de futuro que consideran justo y urgente. Su integración supone un acto de aceptación, con frecuencia exclusivismo, o cuando menos renuncia a importantes parcelas de autonomía personal. Suele detectarse en los nuevos movimientos religiosos la presencia de una justificación ideológica autolegitimadora, cosa lógica pensando en que todos ellos se atribuyen una autoridad sagrada a la hora de invitar a los humanos a abandonar una forma de vida considerada impura. También es habitual encontrar mecanismos de exclusión de desviados, que son resultado de la consciencia que el grupo tiene de su tarea y de la necesidad de mantener su integridad para llevarla a término. Este factor —hay que añadir— se ve agudizado por el aislamiento, el rechazo o la hostilidad que sufren muy habitualmente este tipo de asociaciones. Cualquier amenaza desde la heterodoxia interior, la negligencia o un insuficiente compromiso pueden implicar la exclusión de algunos de sus miembros, considerados indignos. Por último, estas minorías religiosas suelen mantener una relación conflictiva con las iglesias homologadas y con los cultos hegemónicos en el contexto sociohistórico en que se mueven.

Los miembros de los nuevos movimientos religiosos se consideran reformadores de la fe y de la práctica religiosa. Estas corrientes son, en todos los casos, salvíficas, en tanto que implican fórmulas para protegerse o escapar de un mundo que se percibe como un imperio del pecado, que se debe cambiar o del que urge escapar o protegerse. De una forma u otra todas son milenaristas y escatológicas, en tanto que presumen un final más o menos inmediato de los tiempos, tal y como los desasosegantes signos del presente les anuncian. Es frecuente que renuncien a la organización eclesial y suelen descalificar todo ritualismo en favor de una fe de tipo privado y una experiencia intensa de lo inefable. Esto último no es incompatible con la comunión litúrgica con el grupo de escogidos, con la aceptación de liderazgos carismáticos o con la lealtad a las enseñanzas de un maestro fundador.

En cuanto al sentido que cabe atribuirles a estas corrientes de culto, podría ser el de garantizar un conjunto de eficacias psicológicas y sociales, la mayoría compartidas con otros activismos de libre adscripción con objetivos mundanos, políticos o civiles. Proveen de una estructura de plausibilidad, capaz de ordenar jerárquicamente los significados y ofrecer modelos cognitivos poderosos. Dotan de una comunidad de referencia, ordenada con claridad, que sirve de ámbito desde el que protegerse o purificarse de las contaminaciones procedentes de un mundo percibido como en proceso de putrefacción. Fomentan doctrinalmente la convicción de que la sociedad puede y debe ver mitigada o incluso redimida su postración actual, por medio de intervenciones que modifican la consciencia colectiva o personal, lo que justifica un permanente estado de agitación propagandística y de reclutamiento. También permiten marcos en los que instalar individuos o grupos mal o precariamente integrados, con dificultades a la hora de encontrar su lugar en la sociedad, contribuyendo así a que nadie escape de la necesidad que experimenta el orden sociopolítico actual de mantener a todos sus miembros permanentemente encuadrados y movilizados. Facilitan la articulación de identidades individuales sólidas, sustituyendo o complementando formas primarias de socialización que se han mostrado insuficientes para disminuir o aliviar los sentimientos de aislamiento y atomización. Por último, brindan un código moral claro, susceptible de orientar las conductas y de regular de manera positiva la urdimbre de las interacciones humanas.

Todas esas virtudes están directamente relacionadas con el tipo de función que hoy por hoy cumplen las afinidades voluntarias, que es básicamente la de hacer frente a las tendencias a la desestructuración que amenazan a individuos inmersos en procesos de urbanización y modernización, procesos en los que las referencias colectivas a todos los niveles —política, familia, moral, religión, etc.— aparecen desacreditadas e incapaces de otorgar significado a la experiencia crónicamente desorientada de un mundo en constante cambio. En todos los casos es fácil ver a estos movimientos constituyéndose en mecanismos de enlace o mediación entre los sujetos y una cada vez más débil e insuficiente dimensión comunitaria, de ahí que hayan sido descritos como «estructuras de mediación». El servicio que estas corrientes de adscripción voluntaria prestan se produce en un doble sentido, sólo en apariencia paradójico. Por una parte ofrecen satisfacción a esa necesidad de una pertenencia comunitaria, una hermandad capaz de hacer frente a la soledad a que tantas veces aboca la vida en contextos urbanizados. Pero al mismo tiempo estos grupos, en la medida en que en todos los casos se fundan en una intensa vivencia privada de los ideales compartidos, también están en condiciones de organizar una coherencia identitaria a nivel personal que el individuo no siempre habrá sabido encontrar en una vida ordinaria carente de proyectos fundamentales.

Esta situación es parecida a la que autores como Basil Bernstein o Mary Douglas han tipificado como de crisis o ausencia de cuadrículas fuertes o códigos restringidos, es decir de pautas poderosas y de prestigio que permitan interiorizar el esquema de papeles sociales. Estos términos se opondrían, respectivamente, a las cuadrículas débiles y a los códigos elaborados, característicos de sociedades modernizadas, en las que los individuos estarían poco menos que obligados a elegir entre una amplia oferta de opciones morales disponibles en cada momento. Se trataría, al fin, de una manifestación más de aquello que Erich Fromm había llamado «miedo a la libertad», en el sentido de que la incorporación a una asociación con una interpretación congruente y un plan de acción sobre el mundo funciona como una estrategia que evita o mantiene a raya la posibilidad de una desarticulación total de la personalidad. También nos hallaríamos ante expresiones de lo que podríamos llamar, empleando un neologismo, una complexofobia o síndrome de pavor a la complejidad, en favor de un afán de esa simplicidad vital que posibilitaría una realización personal inviable en una sociedad basada en la inestabilidad. De este modo, las nuevas corrientes religiosas funcionarían como reacciones ante el fracaso de los mecanismos de control mediante los que una sociedad ejerce su autoridad y exige obediencia. Esto podría plantearse, siguiendo a Robin Horton —y, con él, a Popper—, en el sentido de que la presunción de conocimiento de «la Verdad», asociada a «la actividad misionera fanática», expresaría la nostalgia de las creencias claras, fijas y autoritariamente impuestas de la sociedad tradicional cerrada, en la que las alternativas ideológicas y conductuales serían desconocidas o inaceptables[122]. Los convencidos de cualquier certeza intentarían vencer, a través del reencuentro con un dogma cualquiera, la angustia y la inseguridad suscitadas por el pensamiento en progreso y un mundo en constante transformación.

Colocar la explicación del creciente éxito de las corrientes de innovación religiosa como uno más de los síntomas que acompañan, hoy como ayer, al proceso de modernización, precisamente como una estrategia adaptativa al servicio de comunidades e individuos con problemas de articulación social o psicológica, nos advierte de la similitud de este tipo de fenómenos de adscripción intermediadora con los que Frank M. Thrasher llamó, desde la Escuela de Chicago, sociedades intersticiales, concepto aplicado ante todo a las bandas juveniles que empezaban a proliferar en las grandes ciudades norteamericanas de los años veinte. La premisa teórica era que en las sociedades urbanizadas las instituciones socializadoras primarias —familia, escuela, religión, política, sistema económico— resultaban insuficientes o ineficaces para resolver las contradicciones y desorientaciones de la vida en las ciudades, provocando amplios espacios vacantes en los que los sujetos quedaban abandonados a la intemperie estructural, por así decirlo. Esos espacios asilvestrados eran colonizados por comunidades precarias y provisionales, cuya función era dotar a los individuos de una organización formal y un sentido moral de que las instituciones sociales tradicionales no alcanzaban a dotarles. Por mucho que se presenten con frecuencia como alternativas a la familia, por ejemplo, en realidad se constituyen en sucedáneos de ésta, en tanto que ejecutan su tarea de garantizar ese marco convivencial simple y estable en que se supone que va a poder desarrollar la propia individualidad, alcanzar eso que se da en llamar una «plena realización» personal. Por emplear la categoría que Durkheim habría aplicado, se trataría de mecanismos destinados a hacer frente a una situación de anomia que perdura y se ha generalizado. Las sociedades intersticiales cubrirían así los territorios físicos y morales que la estructura social dejaba al descubierto, restaurando fracturas, cubriendo agujeros, reparando costuras deterioradas o rotas, sirviendo de avanzadilla o de sucedáneo a dinámicas de cristalización social más complejas. Puentes sobre aguas turbulentas.

La noción de intersticialidad fue retomada por Eric R. Wolf para referirse a instancias informales que complementaban sistemas institucionales deficientes. Estas estructuras interpersonales suplementarias o paralelas, «grupos que se adhieren a la estructuras institucionales como los moluscos al casco de un barco herrumboso[123]», se superponen al sistema institucional y existen en virtud suya, muchas veces con funciones análogas a las que en las sociedades tradicionales jugaban las relaciones de parentesco. No es sólo que esas estructuras sociales de intervalo no constituyan ninguna amenaza para el orden establecido —por mucho que su aspecto extraño pueda acarrearles mala reputación y convertirlas en diana de todo tipo de desconfianzas y ataques—, sino que constituyen la garantía del buen metabolismo del marco institucional formal en sociedades complejas. Ulf Hannerz ha hecho alusión a este tipo de neoestructuras sociales «como mecanismos básicamente defensivos mediante los cuales las personas tratan de parar los golpes que reciben de una disposición social que no pueden controlar[124]». Insistiendo en esa función protésica de los nuevos cultos, Georges Bataille ya había llegado a parecida conclusión en 1938, cuando, polemizando con Roger Caillois, definía una comunidad electiva como «un tipo de organización secundaria con caracteres constantes y a la que siempre se puede recurrir cuando la organización primaria de la sociedad no puede satisfacer ya todas las aspiraciones que surgen[125]».

Esa lectura en clave de intersticialidad da por supuesto que las nuevas organizaciones religiosas a las que se aplica no tienen como función oponerse a una cierta estructura social, sino precisamente a su ausencia o a sus déficits. No compiten con una visión del mundo hegemónica, sino con el hecho de que no exista ninguna visión del mundo capaz de ejercer su autoridad desde el prestigio. No se enfrentan a la legitimidad existente, sino a la deslegitimidad de lo dado. No se rebelan contra las instituciones que dan sentido a la sociedad, sino contra la incapacidad de la sociedad de generar instituciones capaces de otorgarles un sentido. La alternativa que enarbolan no se levanta ante una determinada definición de lo real, sino ante la indefinición que parece afectarlo crónicamente. Su enemigo a batir no son las certezas dominantes, sino el dominio absoluto de las incertidumbres. No están contra un universo simbólico articulado, sino contra un mundo cuyos significados parecen haber huido en desbandada. No son alteridades, puesto que existen y actúan contra la alteridad generalizada que representa la experiencia de la modernidad. Es contra el avance de lo inorgánico contra lo que ofrecen resistencia, como consecuencia de una añoranza masiva de la organicidad. Las sociedades intersticiales lo son porque aparecen en las grietas, en las brechas del sistema, pero no para ensancharlas, para pasar y dejar pasar por ellas, sino para soldarlas, para taponarlas.

Por ello sorprende que se haya tipificado a las nuevas corrientes religiosas como ejemplos de communitas, en el sentido que Victor Turner le daba al vínculo social que se producía en condiciones de liminalidad, es decir en las secuencias de indeterminación y carencia de referentes que los iniciados viven entre la separación y la reintegración en los ritos de paso. El propio Turner daba pie a ello, proponiendo diferentes tipos actuales de adscripción voluntaria —aaronitas disidentes del mormonismo, hippies, ángeles del infierno— como ejemplos de «movimientos liminales contemporáneos[126]». Con ello, Turner se apartaba del energicismo social de Emile Durkheim y de Arnold Van Gennep, en el que inicialmente bebía su teoría sobre liminalidad y communitas, para identificar esta última con la Gemeinschaft, la comunidad homogénea y naturalizada que Tónnies oponía a la Gessellschaft, y que representaba las virtudes de la comunión prístina y vital fundada en el mero calor humano, la communio totius vitae. Retomaba con ello los ensayos ya realizados en los años cincuenta en orden a descubrir en ciertas minorías religiosas —los amish, en concreto—[127] los últimos resquicios de comunidad tradicional, la Gemeinschaft.

En verdad que el concepto de Tönnies de comunidad apenas debería tener que ver con la communitas, entendiendo esta última como el vínculo que se produce entre los neófitos en las situaciones de liminalidad, por mucho que Turner acabe confundiéndolas. «La comunidad —escribe Tönnies— debería ser entendida como organismo vivo y la asociación como un artefacto, un agregado mecánico […] [Los individuos] en la comunidad permanecen unidos a despecho de todos los factores que tienden a separarlos, mientras que en la Gesellschaft se mantienen esencialmente separados a pesar de todos los factores que tienden a su unificación.»[128] Si la liminalidad representa un máximo de inorganicidad, la Gemeinschaft es precisamente lo contrario, la expresión de «vida orgánica y real», que se opone a la «estructura imaginaria y mecánica» de la Gesellschaft. La Gemeinschaft denota comunidad de sentimientos, primacía de los fines expresivos sobre los instrumentales, predominio de la voluntad natural o Wesenwille, mientras que la Gesellschaft se homologa con la voluntad de elección, la Kurwille.

La oposición de Tönnies entre Gemeinschaft y Gesellschaft se podría identificar con otras formas de plantear el contraste entre sociedades urbanizadas y no urbanizadas, siempre a través de tipos ideales contrarios que recogen variables como la división del trabajo o la importancia del parentesco. Con anterioridad a Tönnies, encontramos esa misma polarización en Marx, en Darwin o en Henry Maine: una sociedad rural, basada en lazos familiares, derechos comunes sobre la propiedad, etc., versus otra centrada en el contrato y los derechos individuales. Ese mismo desglose diádico lo encontramos en Émile Durkheim, que distinguía entre sociedades basadas en la solidaridad mecánica y sociedades basadas en la solidaridad orgánica. En las cercanías de la Escuela de Chicago, Robert Redfield propondrá la oposición sociedad folklsociedad urbana para constatar el mismo contraste. A su vez, todas esas dicotomías se parecen a la acuñada por Karl Popper —y aplicada por Wolf en antropología— de sociedad cerrada, identificada con el comunalismo, la tradición y la posición social asignada, frente a sociedad abierta, caracterizada por el individualismo, la posición social adquirida y, sobre todo, por la impugnabilidad de cualquier principio cosmovisional que se pretendiese inalterable. Dos películas recientes permiten ilustrar cómo se imagina esa oposición: El show de Truman (Peter Weir, 1998) y Pleasantville (Gary Ross, 1999). En ambas se representan comunidades Gemeinschaft —aisladas, limitadas, homogéneas, simples e integradas— que, de pronto, conocen alteraciones que traen consigo la irrupción del azar, el fracaso, el conflicto, pero también la libertad de elección y la creatividad, es decir aquel cuadro que caracterizaría a las sociedades Gesellschaft. Para resumir todas estas oposiciones e integrarlas con otras ya presentadas, se podría proponer el siguiente cuadro:

Liminalidad Status
Communitas Estructura
Gesellschaft Gemeinschaft
Solidaridad orgánica Solidaridad mecánica
Sociedad urbana Sociedad folk
Comunidad abierta Comunidad cerrada
Sociedad estructurándose Sociedad estructurada
Libertad, azar, conflicto Determinación
Roles adquiridos Roles adscritos
Espacio Territorio
No-lugar Lugar
Frontera/umbral Enclave

Frente a la tipificación del propio Victor Turner de los nuevos cultos religiosos como construcciones en communitas, más bien deberíamos reconocer que es contra la communitas generalizada que representa la experiencia de la complejidad contra lo que estos grupos se revelan, puesto que no aspiran a derrocar la estructura social existente, sino a rebatir la imposibilidad de organizar pautas capaces de dotar de seguridad, homogeneidad y equilibrio moral la existencia en las sociedades urbano-industriales. Sería, por ello, mucho más propio reconocer que los nuevos cultos se justifican como reacción de protección y defensa ante esa fuente general de peligro y contaminación que representa una sociedad que ha desertificado moralmente grandes extensiones de su territorio y que parece dominada por las inconsistencias y los tránsitos, es decir por síndromes de liminalidad—communitas.

Victor Turner define la oposición «estructura versus communitas» como idéntica a la de «estados versus transiciones». Por ello, esa dicotomía communitas/estructura es prácticamente la misma que la que le sirviera a Baudelaire para definir lo moderno como lo efímero, lo fugaz, lo contingente, «esa mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable». Reconocer esto es repetir lo que más atrás ha quedado dicho, a saber, que la experiencia del espacio público, de lo urbano como el interminable trabajo de la sociedad sobre sí misma, no es sino una expresión expandida de liminalidad o communitas. El propio Turner apunta que «la communitas surge allí donde no hay estructura social», es decir donde lo que hay es ausencia, carencia o cuando menos grave debilidad de lo orgánico social. Pero eso no se corresponde con los ejemplos que él mismo propone —aaronitas, hippies, ángeles del infierno—, que, como hemos visto, deberían pasar mucho más como estructuras intersticiales, cuya función es compensar una ausencia de estructura. Constituyen más bien todo lo contrario: movimientos antiliminales, corrientes de resistencia y rechazo a una situación inaceptada de communitas, o lo que es igual, de indeterminación, de libertad. En la secta —al igual que ocurre en otras sociedades-intervalo como las llamadas «tribus urbanas»— lo que se dan son formas elementales, al tiempo frágiles y acaso por ello severas, de institucionalización, de jerarquización, de segmentarización, etc., que contrarrestan o alivian situaciones de desegmentación, de desjerarquización y de desinstitucionalización. Por tanto, no es que los sectarios sean «gentes del umbral», es decir habitantes crónicos de un cuadro de liminalidad, sino que están pretendiendo ponerse a salvo de la intemperie estructural a que les somete una vida moderna, ella sí, toda hecha de umbrales.

2. UN ESPACIO SIN DIOS

Los procesos de secularización que han ido acompañando la incorporación de las distintas sociedades a la modernidad —estatalización, homogeneización cultural, industrialización, urbanización, etc.— consistieron, en gran medida, en el sistemático desmantelamiento de los instrumentos tradicionales de control social, en favor siempre de una vivencia interior de la trascendencia. En ese sentido, no es erróneo afirmar que secularización es subjetivización de la experiencia religiosa, como requisito insoslayable del individualismo, ese sistema jurídico-filosófico propio de las sociedades modernizadas que coloca al individuo psicofísico como fundamento y fin de todas las relaciones morales y políticas y que funda la concepción moderna de ciudadano. La religión se identifica del todo con la «experiencia del corazón», es decir sólo subsiste acuartelada en la vivencia íntima. En el plano de lo público, se entiende que es indispensable que la religión se limite a una retórica o quede restringida a un conjunto de operaciones simbólico-conmemorativas, es decir no eficaces.

Tal fenómeno se traducía en un principio según el cual «cuanto mayor era la importancia del rol de la religión en el sector público, peores eran las condiciones para que el proceso de modernización siguiera su curso[129]». A su vez, todo ello llevó pareja una destrascendentalización del tiempo y del espacio, en particular del tiempo y del espacio públicos, respecto de los cuales las viejas instituciones religiosas recibieron la casi explícita prohibición de intervenir normativizadoramente, como hasta entonces[130]. Por plantearlo como sugería Thomas Luckmann, «las instituciones sociales han “emigrado” del cosmos sagrado[131]», en la medida en que se ha producido una distancia crítica entre la autonomía subjetiva de los individuos —objeto de una auténtica santificación— y la autonomía objetiva de las esferas sociales institucionalizadas, percibidas ahora como inhumanas, racionales, frías, etc.

No se debe confundir esa desabsolutización del tiempo y el espacio sociales —legible en términos de descristianización— con una desacralización. Lo sagrado no ha desaparecido de las realidades externas con los procesos de secularización y estamos lejos de haber visto cumplido el pronóstico weberiano sobre el desencantamiento del mundo. En efecto, bien podríamos afirmar que, una vez completado el repliegue de lo religioso explícito, el ámbito público se vio enseguida saturado por formas implícitas, no trascendentes y superficiales de sacralidad, provistas por las puestas en escena de las nuevas liturgias mundanas de la política, el deporte o el show-bussines, o por los reclamos de la publicidad, los mass-media, la moda y del consumo de masas. Más bien cabría decir que el espacio público de las sociedades urbanizadas había quedado vacante de lo que Peter L. Berger hubiera llamado una «simbólica bóveda protectora[132]», es decir de fuentes verdaderamente totalizadoras que legitimaran e hicieran subjetivamente significativas las prácticas sociales y las vivencias cotidianas. Los individuos debían buscar la presencia de lo trascendente fuera de un mundo fáctico en que ya nada iba a continuar siendo evidente ni dado por supuesto: debía darse con la realidad profunda de la vida en —y sólo en— la propia subjetividad.

Todo ese proceso pasaba por establecer que la inmanencia de Dios sólo podía ser percibida a través de la experiencia íntima, a la vez que se consideraba blasfema toda pretensión de que el mundo podía servir como soporte o medio para la expresión de lo trascendente. En ese orden de cosas cabía sostener que las políticas y las violencias modernas contra la extroversion de lo divino consistieron en actuaciones relativas al espacio, es decir iniciativas que pretendieron incidir sobre ciertos lugares, sonidos, trayectos y otros aspectos del paisaje que eran considerados víctimas de la sacrílega pretensión de que la naturaleza podía expresar la presencia de lo inefable. En eso consistieron las legislaciones anticlericales y los movimientos de destrucción iconoclasta que acompañaron las transformaciones modernizadoras. Esa lógica casi topofóbica del gran proyecto reformador en materia religiosa se empeñó en desactivar todas aquellas formalizaciones cualitativas del espacio —edificios religiosos, procesiones, cruces, sonidos de campanas, etc.— que expresaban los valores culturales que estaban organizando el mundo social. Se trataba, en cierto modo, de renunciar a las prácticas destinadas a definir significativamente el suelo, de una neutralización del espacio y del tiempo que no permitiera encontrar en ellos jerarquías, ni referentes transmundanos. Esa desterritorialización sistemática consistió, en el plano simbólico, en desalojar a Dios del tiempo y del espacio, hasta el punto de que su poder ya no sería un poder geográfico, como tampoco lo sería cronológico. Dios actúa en y sobre el espacio y el tiempo, pero no está, no puede estar ni en el espacio ni en el tiempo, sino sólo dentro de cada cual. Por principio, el espacio y el tiempo pertenecen, en el dualismo cartesiano y en la teología protestante, al campo categorial de lo exterior, asociado al cuerpo, a la materia, es decir a aquellas vías por las que lo único sobrehumano que podría manifestarse serían potencias malignas.

A partir de ese momento, el espacio público, puesto que es mundo y parafraseando a Lutero, queda bajo el dominio del Demonio, y su control, o lo que es igual, su territorialización, debe corresponder al Estado civil, la única salvaguarda que la debilidad humana encuentra frente a Satanás y frente a sus propias inclinaciones antisociales. La secularización es entonces politización del espacio, en el sentido de que las comunidades locales se ven desposeídas por la violencia de su dominio espacial, que ejercían a través de la territorialización sacramental llevada a cabo desde los lugares y las deambulaciones rituales. El paisaje pasaba ahora a quedar sometido a las lógicas de organización y fiscalización territorial ejecutadas ya no desde el poder divino, es decir desde las propias comunidades reificadas y objetivadas, sino desde el poder estatal, el Leviatán hobessiano a cuyo gobierno debía someterse un mundo destrascendentalizado.

Desde tal perspectiva, la calle, como expresión más representativa de ese nuevo espacio público que la modernidad funda, pasaba a concebirse como exponente máximo también de los peligros de la desestructuración, reverso de cualquier fuente trascendente de organización de la vida social. Todas las percepciones negativas de la calle tienen que ver con ese supuesto de malignidad que afecta a una ciudades sin Dios, escenario de todo tipo de peligros para el alma, en los que los viandantes podían ser pensados como sonámbulos sin espíritu, náufragos interiores a merced de mil peligros, todos ellos asociados precisamente a lo liminal en el campo ritual, es decir a la actividad «en hueco», a-estructurada, estocástica, que tenía lugar en su seno. La calle era, en las sociedades modernas, el teatro de los delirios de masas, de los circuitos irracionales de muchedumbres desorientadas, de la incomunicación, de la desolación moral, de la soledad…

El primer rechazo frontal a los procesos de urbanización lo encontramos en Jean-Jacques Rousseau, para quien el cosmopolitismo era un estado monstruoso, un crecimiento mórbido que imposibilitaba cualquier realización humana basada en la autenticidad. Ya en el XIX, Charles Baudelaire, como todos sus coetáneos preocupados por los efectos de la modernidad, reconocía sentirse asfixiado y desconcertado por las multitudes. Los pioneros de la psicología social de masas francesa de finales del siglo pasado —Le Bon, Tarde— advertían, a su vez, cómo en la ciudad se desvelaba la naturaleza histérica y criminal de las multitudes. Idénticas impresiones encontramos en la primera sociología alemana. Georg Simmel había puesto el acento en el aceleramiento o crispación perceptual consecuencia de «la violencia de la gran ciudad», que obliga a una «reserva» cuyo sentido último «no es sólo la indiferencia, sino […] una silenciosa aversión, una extranjería y repulsión mutua, que en el mismo instante de un contacto más cercano provocado de algún modo, redundaría inmediatamente en odio y lucha[133]». Algo parecido podría decirse de Ferdinand Tönnies, cuya aludida noción de Gemeinschaft se inspiraba en el modelo de la estructura social transparente y significativa atribuida a las «gentes del campo», basadas en relaciones personales de intimidad y confianza, vínculos corporativos y colectivos, relaciones de intercambio, sistema divino de sanciones, etc., opuesta a la Gesellschaft, hecha de relaciones impersonales entre desconocidos y característica de la vida metropolitana. Al contrario de lo que supone Victor Turner, identificando la communitas liminal con la Gemeinschaft, es esta última la que se corresponde con la idea de estructura social clara, mientras que es la Gesellschaft la que se asimila en Tönnies a una «vida pública» altamente impredecible e inconsistente: «Allí donde la cultura urbana florezca y fructifique, aparecerá la “asociación” como órgano indispensable… En oposición a la Gemeinschaft (comunidad), la Gesellschaft (asociación) es transitoria y superficial[134]».

Tönnies pertenece a esa misma corriente radicalmente antiurbana y nostálgica del mundo agrario que vemos recorrer el pensamiento reaccionario alemán —Riehl, Heidegger, Jünger, Adenauer— y que tiene en Oswald Spengler uno de sus más conspicuos representantes. En el apocalíptico El ocaso de Occidente podemos leer:

El coloso pétreo de la ciudad mundial señala el término del ciclo vital de toda gran cultura. El hombre culto, cuya alma plasmó antaño el campo, cae prisionero de su propia creación, la ciudad, y se convierte entonces en su criatura, en su órgano ejecutor y, finalmente, en su víctima. Esa masa de piedra es la ciudad absoluta. Su imagen, tal y como se dibuja con grandiosa belleza en el mundo luminoso de los ojos humanos, contiene todo el simbolismo sublime de la muerte, de lo definitivamente «pretérito». La piedra hiperespiritualizada de los edificios góticos ha llegado a convertirse, en el curso de una historia estilística de mil años, en el material inánime de este demoníaco desierto de adoquines[135].

En esa misma línea, las primeras ciencias sociales de la ciudad empezaron viendo en las calles el marco de una sociabilidad casi animal, una convivencia subsocial, como correspondía a una etología urbana derivada del darwinismo. Para los teóricos de la Escuela de Chicago, el orden moral de la ciudad consistía precisamente en la carencia de todo orden moral, cosa previsible en un dominio de las segmentaciones, del desorden, donde la vida interior iba a conocer dificultades inmensas para desarrollase, si es que lo conseguía. Un lugar «sin alma» —por decirlo como vimos que había hecho Louis Wirth en su célebre ensayo sobre la vida urbana—, en el que el crimen y la locura acechaban y donde cada cual apenas era algo más que su propia piel. La gran urbe era así contemplada como el espacio de la vacuidad de lo cotidiano, escenario donde sentir el desolador vacío de Dios, el abandono a la desorientación y al pecado. Documentales sociológicos como The City, de Ralph Steiner y Williard Van Dyke (1939), que participan de ese mismo espíritu, acabaron convirtiendo lo que se encargó como instrumento de propaganda en favor de la política urbanística del New Deal rooseveltiano en un auténtico alegato contra las ciudades.

Heredero de este tipo de percepciones, C. Wright Mills, uno de los sociólogos que más habría de influir en la contracultura norteamericana de los años sesenta, denunciaba en 1959 cómo «vivimos en áreas metropolitanas que no son comunidades en un sentido real de la palabra, sino más bien monstruosidades sin plan en las que nosotros […] desarrollamos, en nuestra defensa, un estilo hastiado[136]». Sin apartarnos de esta misma tradición, ya vimos más atrás cómo, para Erving Goffman y la escuela interaccionista, la vida pública era el escenario de relaciones de poder fundadas en la inautenticidad y el simulacro, jurisdicción absoluta de la mentira. A partir del siglo pasado, el espacio público se percibe cada vez más como el territorio de las indeterminaciones morales, en el que nadie puede aspirar a realizar su propia autenticidad y los demás constituyen un peligro, y donde sólo en la esfera privada podía aspirarse a una vivencia de la propia verdad natural: «Una multitud de desconocidos que pasean por las calles, que conversan, que hacen sus compras, que van o vienen del trabajo, aparece unida en la telaraña de la rutina; esta vida en común es inferior a la vida real que acontece dentro de cada una de las personas que componen la muchedumbre. Tal oposición delata esa enfermedad del alma que es el aburrimiento…: ahí fuera no hay nada que sea digno de mí[137]». Esa misma denuncia de la «deshumanización» de nuestras ciudades, sazonada con una exaltación de unas estetizadas culturas exóticas concebidas como reservorio de «autenticidad» y de «incontaminación», continuó presidiendo la contracultura norteamericana de los sesenta, sobre todo por medio del movimiento hippy, y ha encontrado su continuación en el ecologismo superficial, en los movimientos neorrurales o en la moda new age, para acabar trivializándose definitivamente en el consumo de masas de productos «étnico-ecológicos» o en el éxito de las afectadas películas de Ron Fricke, como Koyaaniqatsi (1983) o Baraka (1992).

Ese rechazo del espacio público y el consiguiente repliegue hacia lo privado y lo íntimo estuvieron en la base misma de la concepción ortogonal de las ciudades modernas norteamericanas, esquemas abstractos e hiperracionalistas, un concepto que interpretó el espacio a construir como un desierto, en tanto que la ciudad que se construye en América es, ciertamente, un páramo sin confines ni marcas, un ámbito de la agresividad o, como mucho, de la más atroz de las indiferencias hacia la suerte ajena[138]. El crecimiento de las ciudades norteamericanas siguió el mismo criterio que orientara a lo largo del siglo XIX la expansión hacia el Oeste, que consistió no tanto en colonizar la diferencia, en someter lo que les era ajeno —en este caso, los indios—, sino sencillamente en suprimirlo, derogar su existencia. Sorprende ver cómo la perspicacia descriptiva que Richard F, Burton tan bien supo aplicar a los paisajes culturales del África negra o del Oriente Próximo, encontró su expresión también en su itinerario a través de las praderas y hasta Utah, el país mormón, cuya capital ya se le antojó paradigma de lo que serían las urbes modernas en Estados Unidos y luego en todo Occidente. Refiriéndose a Salt Lake City, escribía el capitán Burton a principios de la década de 1860:

El plano de la ciudad santa es el mismo que el de todas las ciudades del nuevo mundo, desde Washington hasta la futura metrópoli del continente australiano, un conjunto de calles anchas y alineadas, de pasajes, sendas y bulevares cortados en ángulos rectos. Vense aquí en toda su amplitud los beneficios e inconvenientes del sistema rectangular; yo, por mi parte creo que éste es perfectamente adaptable al nuevo mundo, así como el viejo estilo es obligatorio en Europa, bien que París parece convertirse al nuevo desde hace algunos años[139].

Nótese aquí cómo toda la colonización del Far West se llevó a cabo bajo la forma de una colosal communitas en marcha, y así lo constatan descripciones para las que la expansión hacia el Oeste fue una…

… verdadera épica lograda a través de integraciones y desintegraciones humanas, sociales y económicas, rápidas, contradictorias y sucesivas, pero siempre realizadas en proceso ascendente y con un material humano que tenía del conquistador el empuje, del aventurero su falta de escrúpulos, del pionero la confianza en sus propias fuerzas y del misionero su pathos religioso… Una masa humana fresca, capital naciente y agresivo, iniciativa incansable y arremetedora, carencia de formas y estructuras sociales previas y completa descentralización política señalaron ese instante de expansión de fuerzas creativas de donde ha manado por una centuria el mito de la unlimited América[140].

De hecho, el puritano norteamericano se sintió impulsado a la búsqueda de tierras vírgenes, espacios inocentes a los que acudir «huyendo de todo», es decir como forma radical de negación de la complejidad y como requisito para obtener un mayor autodominio[141]. Es en esos espacios de colonización que, como veremos enseguida, se desarrolla el germen de una forma de misionerismo adaptada a las características atomizadas y dispersas de las sociedades de frontera, cuyos exponentes han sido popularizados por las películas del Oeste en la figura del predicador a caballo que se desplaza de pueblo en pueblo o de campamento en campamento, o los festivales religiosos en carpas itinerantes que siguen el modelo de los circos y cuyo ambiente vemos reproducido en la película de Richard Brooks El juego y la palabra (1960) o la novela La Biblia de neón, de John Kennedy Toóle, versionada en el cine de la mano de Terence David, en 1995.

En esa misma dirección, la concepción moderna de calle, tal y como se implanta en Estados Unidos, persigue idéntico fin, que no es otro que ese mismo de evitar, soslayar y, si es posible, abolir en el plano de lo sensible —que no de lo real— la existencia de complejidades, de plurales mundos y, en especial, de desigualdades y asimetrías socioeconómicas, y hacerlo a través de una monotonización del espacio público. Éste pasaba a constituirse en un universo en el que las gentes basan su relación en la indiferencia, la reserva y el alejamiento mutuo, una neutralidad que no es sino la consecuencia de la premisa protestante ya enunciada de que «ahí fuera» —es decir más allá de la intimidad personal, de la privacidad hogareña o del refugio comunal—, no puede haber nada realmente interesante ni de importancia. Toda vida debe ser la crónica de una defensa o/y huida de un mundo por definición peligroso y contaminante, en una pugna constante de los vivos por liberarse de las penas diarias y en una lucha desesperada —y condenada de antemano al fracaso— por conseguir un autocontrol absoluto. En todos esos frentes, el único instrumento que le es concedido al nuevo ciudadano moderno es el sentimiento religioso, que puede producir la sensación de que es posible negar la realidad externa, disiparla, hacer como si no estuviese ahí. Es preciso reconocer hasta qué punto es deudor de la cosmovisión protestante todo lenguaje que describa el espacio urbano como alienante, impersonal, excluyente, frío, inhumano, etc[142].

Resumamos recordando que fue Max Weber quien notó por primera vez cómo la mentalidad calvinista acababa propiciando una insatisfacción crónica cuyo escenario era la vida ordinaria moderna, lo que hacía de la calle un lugar infernal, en las antípodas de los beneficios interiores de la gracia, y en el que cada individuo debía luchar por mantener su propia integridad. El hombre moderno era así condenado a experimentar una situación constante de malestar interno, entendido casi como una cualidad inseparable y consustancial de la experiencia de la vida ordinaria. El espacio público dejó de ser un lugar plagado de certezas y de signos que irradiaban valores y principios comunitarios, hipostatados en divinos, para devenir, de pronto, una tierra vacía de Dios, una esfera de inseguridades que eran tanto más temibles cuanto se suponía que era en ellas donde se reflejaban las posibilidades de salvación o condenación personales, y en la que era imposible mostrarse tal y como se es en realidad. La afirmación del propio yo sólo podía hacerse por la vía de la negación y la inhibición del mundo, de tal forma que la redención y la vida eterna dependían de la capacidad humana en abominar de toda «idolatría a la criatura», es decir, en negar lo inmediato, lo sensible, lo concreto, en favor de un futuro mejor en otra dimensión a la que sólo los elegidos podrían acceder.

Un apunte de relieve con respecto de la manera como los propios saberes que han asumido el conocimiento de lo humano son deudores y dependen de este mismo estado de ánimo. Las ciencias sociales han quedado marcadas por idéntica añoranza de una supuesta comunidad homogénea y coherente, incompatible con sociedades calientes, entrópicas y complejas. La ilusión por dar en algún sitio o en alguna época con «sociedades simples» ha presidido gran parte de la pesquisa de la antropología tradicional, empeñada en encontrar comunidades integradas, contorneables en tanto que objeto de conocimiento, a lo que no es ajeno el que la disciplina surgiera con vocación de constituirse, por decirlo como proponía Edward B. Tylor —padre de la antropología, cuya obra es una derivación del humanitarismo cuáquero en que se formó— en el último renglón de Cultura primitiva, como «una ciencia de los reformadores». La propia definición canónica de community, empleada tanto en antropología como en sociología, ya se concibe siguiendo el modelo de la congregación humana unida por lazos basados en el calor y la autenticidad: una agrupación de individuos, de efectivos reducidos, distinguibles, territorializados, cuyos miembros comparten rasgos, valores e intereses específicos, con una organización singular y funcionalmente autosuficiente, y que aparecen dotados de un cierto sentido de la identidad. Ésa es la idea de sociedadfolk, de comunidad o de sociedad cerrada, etc., pero también es el principio en torno al cual se instalan todos los llamados «trabajos de comunidad» registrados en etnografía, para los que en antropología el paradigma siempre será el trabajo de Malinowski entre los trobriandeses, y en los que el investigador supone que el grupo humano a estudiar puede ser abarcado en sus creencias, conductas e instituciones, a las que se atribuye un alto grado de integración lógica y funcional.

La orientación de los teóricos de Chicago, en busca de asentamientos congruentes de inmigrantes en forma de guetos, es la consecuencia de una preocupación por la redención filantrópica de un ambiente social que era percibido en términos de vicio, alcoholismo, desestructuración familiar, delincuencia, desorientación moral, etc., y es obvio que a ello no fue ajeno el que la mayoría de fundadores de la corriente —Thomas, Burgess, Faris— fueran hijos de pastores, y hubieran sido educados en el tono fuertemente antiurbano de todas las corrientes del protestantismo norteamericano. Aplicado este principio a la práctica de lo que pasa por ser una antropología urbana, cabría preguntarse si la insistencia en trabajar con presuntas comunidades exentas, formadas por inmigrantes, minorías religiosas, «tribus urbanas», grupos marginales, etc., responde a una romántica búsqueda de lo extraño y lo exótico en contextos ciudadanos, o más bien a la ansiedad —nostalgia de lo jamás vivido— que el antropólogo experimenta por encontrar, sea como sea, una comunidad homogénea, estable, localizada, dotada de instituciones claras y de una cosmovisión reconocible, que se adapte, aunque sea como realidad residual en un mundo desestructurado, a los requisitos canónicos del trabajo de campo en comunidades pequeñas.

Al igual que sucede con esos «progresistas» que añoran el calor de las relaciones humanas que se dan —dicen— en el pequeño pueblo o en el barrio tradicional, o con los proyectistas urbanos que defienden las virtudes del vecindario y la vida local, poco se imaginan nuestros practicantes de los community studies hasta qué punto están comprometiéndose con un concepto saturado de connotaciones religiosas afines al utopismo puritano y a su persecución en pos del mito del Nuevo Israel: espíritu de comunidad, democracia local, cohesión grupal, protección ante la complejidad y los fundamentos instintivos del hombre… No se olvide que fueron esos valores de extracción calvinista, que Rousseau trasladó a la filosofía política y que se creían realizados en parte en la sociedad rural norteamericana, los que Thomas Jefferson y otros padres de la patria habían convertido en referente político fundamental en la fundación moral de los Estados Unidos.

3. MODERNIZACIÓN Y SANTIDAD DE LOS CORAZONES

Cabría preguntarse si los nuevos cultos e incluso un buen número de adscripciones militantes laicas actuales no son sino prolongaciones, con toques más o menos exóticos y sincréticos, de ese mismo principio de autocontrol y de ascetismo intramundano que se acaba de describir, que atienden a idéntica demanda de autorregulación basada en la contracción a la experiencia íntima y en la negación de lo sensible. Plantear los nuevos cultos religiosos como variantes actualizadas, renovadas por la vía de la síntesis o de la exotización, de la lógica del mundo propia del ascetismo puritano, demanda evocar el tipo de religiosidad que encontró en Estados Unidos no tanto su cuna como su lugar de máximo apogeo y desarrollo. Varios son los ingredientes que confluyeron a la hora de crear formas prácticas y organizativas de religiosidad específicamente adaptadas a las necesidades del proceso de modernización en aquella nación, todos asociados a lo que Ernest Troeltsch había llamado los «hijastros del protestantismo», es decir las tendencias sectantes del anabaptismo, las variantes más heterodoxas del anglicanismo y del luteranismo y un calvinismo radicalizado pietísticamente.

El primero y básico de esos ingredientes de base es sin duda el de calvinismo presbiteriano, sobre todo por lo que hace a su antisacramentalismo radical y a la premisa fundamental de que el ser humano debe ser considerado en la soledad y la libertad de su alma, desnudo de la protección de los ritos y asumiendo el requerimiento de estructurar desde sí mismo la propia vida moral. Desde las revoluciones puritanas, la religión pasaba a identificarse con la ética personal en un doble sentido: como una moralidad práctica y normativa, desde la que se regula el comportamiento del individuo respecto del grupo y las instituciones sociales, y como una ética de la intimidad en la relación con lo trascendente. Al lado de estos elementos asociados al individuo, el puritanismo incorporaba una importante dimensión colectiva. Si bien la raíz de la religión se hundía en la soledad del alma, el sentido profético de todo cristianismo requería que la acción trascendiera lo individual y apuntara al orden histórico para cumplir sus postulados éticos mediante una «comunidad de los justos». Esa comunidad santa, la holy community, debía combatir el mal social, imponer una moralidad en las relaciones humanas y condenar a los recalcitrantes al ostracismo y el rechazo. A partir de tal doctrina se desprende un valor ético-social básico, cual es el de la distribución de los individuos sociales en dos categorías incompatibles —los elegidos y los réprobos—, basadas no tanto en las conductas objetivables sino en un fundamento absoluto, irracional e incomunicable, en la medida en que tenía su origen en una experiencia mística personal.

Esto último está asociado a otro componente fundamental en la sentimentalidad religiosa actual y sus consecuencias organizativas, y que es la ya aludida fuerte tendencia sectante del anabaptismo, de la que resultarían bautistas, mennonitas, cuáqueros, etc. De hecho, el contraste canónico entre iglesia y secta que establecen Weber y Troeltsch parte de esa noción de secta como comunidad que —a diferencia de la iglesia— ya no engloba a justos e injustos, sino sólo a los primeros. La secta es entonces una congregación a la que sólo pueden pertenecer personas realmente creyentes y regeneradas. A la comunidad de santos —en el sentido etimológico de separados— que es la secta sólo pueden integrarse quienes han sido llamados personalmente por Dios, de lo que se derivan todo tipo de escrúpulos a la hora de comunicarse con el mundo de los no elegidos, todo él constituido por quienes no han recibido el soplo interior del Espíritu y han sido por tanto condenados.

A su vez la expansión del denominacionismo moderno está directamente relacionada con la consideración de la frontera como territorio de misión. Esto requiere considerar las condiciones básicas de existencia de las tendencias puritanas que protagonizaron la evangelización de los territorios vírgenes destinados a la colonización capitalista, en especial el papel fundamental jugado en ello por las tendencias conocidas como conversionistas, cuyo presupuesto es —según la tipología de Bryan Wilson— el de que «lo que necesitan los hombres es una experiencia del corazón, y sólo cuando hayan tenido una tal experiencia de salvación puede la sociedad esperar una mejoría[143]». Las denominaciones conversionistas no fueron sino una radicalización del pietismo luterano centroeuropeo, centrado en la proclamación del principio de la sola fide como vehículo de salvación, en detrimento del dogma predestinacionista de los reformados. Del pietismo, el conversionismo hereda el sentimiento sustancial de Dios, la búsqueda de una auténtica penetración de lo divino, la emocionalidad del acto de recibir la «gracia inmerecida del Espíritu», el rapto indescriptible ante la certituto salutis, la sustitución del tono circunspecto del calvinismo por una alegría surgida de la confianza y la certeza, etc.

No obstante, el conversionismo hacía compatible el ultraindividualismo pietista con una religiosidad por fuerza coral, que se traducía en un activismo de masas en todas sus variantes. Como Weber recordaba, la mística protestante no era incompatible con un fuerte sentido realista y racionalista, precisamente por el rechazo de las doctrinas dialécticas que implicaba. Este sentimentalismo religioso, dependiente de una exaltación de las posibilidades místicas del self, del yo-mismo, era extraño al calvinismo, pero no a la vocación misionera de los movimientos conversionistas, asociada a su vez a cierta tradición del catolicismo medieval. La lógica sectaria implicaba, en efecto, un ascetismo que ya había encontrado su precedente en el monaquismo, sólo que ahora esa negación del mundo no se traducía en un enclaustramiento, sino en todo lo contrario: un vaciarse en la actividad secular y diaria, un estar contra pero en la sociedad y sus instituciones. No se pierda de vista que la versión romana de la devotio moderna se concretó, a partir del siglo XVI, en la asunción por parte de las órdenes religiosas de tareas de recristianización de las ciudades. Fueron los jesuitas quienes hicieron suya la divisa in actione contemplativus, principio que concebía que todo lugar de acción debía ser, al mismo tiempo, lugar de contemplación.

Otro presupuesto doctrinal conversionista fue el de que no todo lo revelable por Dios había sido ya revelado —es decir que Dios no lo había dicho todo de golpe—, y existía una perdurabilidad de la Palabra divina que trascendía el texto bíblico para actuar por medio de la fuerza del Espíritu, una fuerza que se desparramaba en la vida cotidiana de quien fuera capaz de recibirla. Max Weber lo había visto con claridad: «[El ascetismo cristiano] cerrando tras de sí la puerta del monasterio, se lanza a la plaza pública y emprende la tarea de impregnar metódicamente de ascetismo esa misma vida cotidiana, transformándola en una vida racional en este mundo, pero ni de este mundo ni para este mundo[144]».

Acaso el más destacado teórico contemporáneo del conversionismo fue William James, que, por cierto, estaba convencido de la «admirable congruencia de la teología protestante con la estructura de la mente». James, que tan vinculado estuvo a la mind-cure, el precedente inicial de la actual cienciología, ya describió la conversión como un proceso de unificación u homogeneización de personalidades que viven con angustia la experiencia de la fragmentación: «Convertirse, regenerarse, recibir gracia, experimentar la religión, adquirir una seguridad, son todas ellas frases que denotan el proceso, súbito o gradual, por el cual un yo dividido hasta aquel momento, conscientemente equivocado, inferior o infeliz, se convierte en unificado y conscientemente feliz, superior y justo, como consecuencia de mantenerse firme en realidades religiosas[145]». James, desde postulados ya cercanos a las ciencias humanas, describe la conversión en términos de feed-back positivo cuando, haciendo propia la metáfora de los equilibrios mecánicos, la define como choque emocional que expresa cambios orgánicos que, después de hundir toda la estructura, encuentran un nuevo punto —ahora por fin permanente— de equilibrio y estabilidad. El resultado de la conversión, según James, sería la obtención de lo contrario al estado de ambigüedad: el «estado de certidumbre», pérdida de toda preocupación, bienestar, paz, armonía, ganas de vivir, a pesar de que las condiciones externas se mantengan igual. El mismo principio lo encontramos en otro gran filósofo, emparentado directamente con el pragmatismo de James: George Santayana, que, en sus obras de pensamiento, pero también en su novela El último puritano, plantea su noción de «autotrascendencia» como el resultado de la tragedia de un espíritu que no se contenta con comprender, que pretende ordenar el mundo a partir de una elección moral que no se deriva de la razón sino de una «fe animal» y cuyo «impulso auténtico es trascender a la agitación[146]». Es decir, exactamente el reverso de lo que hemos visto que significaría, siguiendo a Van Gennep y Turner, un estado liminal definido precisamente por la incertidumbre estructural de quienes lo atraviesan.

El conversionismo es un fenómeno no exclusivo pero sí asociable en especial al amplio movimiento de revitalización religiosa que conoció Norteamérica en la década de 1720, como respuesta a lo vivido por muchos como un proceso —tan parecido al que hoy suele considerarse erróneamente inédito— de descristianización y laicización. Se trata de lo que se dio en llamar Great Awakening, el Gran Despertar, un magno estado de ánimo colectivo que percibió la súbita y casi violenta conversión interior como la única forma de superar el vacío espiritual que la expansión colonial estaba produciendo entre sus socialmente atomizados y moralmente desarticulados protagonistas. Los pioneros en este movimiento fueron algunos sectores presbiterianos, quienes proclamaron que era esa profunda transformación personal, basada en un reencuentro con el evangelismo más puro, lo que permitiría organizar una conducta en la que la moral, la justicia, el amor al prójimo tuviesen prioridad sobre cualquier otra tendencia humana. Hay que apuntar, sin embargo, que estas corrientes no eran propiamente calvinistas, sino más bien antipredestinacionistas, en la medida en que le otorgaban una importancia fundamental a la participación humana en la redención del pecado. Ello sin menoscabo de conservar del calvinismo una conciencia estricta de la moralidad y un poderosísimo espíritu misionero, que no perdía de vista el papel del ministerio de la palabra de Dios. Es decir, el convencimiento de que el verbo divino es, en primera instancia, la palabra hablada y oída de la predicación cristiana, premisa que guió desde el siglo XVI la actividad de los predicadores reformistas y el estilo vehemente que emplearon en sus sermones. También hay que destacar su condición apocalíptica y milenarista —derivada a su vez del anabaptismo—, que institucionalizó la expectativa del fin de los tiempos y de la implantación inminente en la tierra del Reino de Dios.

Es en este contexto del apostolado de frontera en lo que enseguida serán los Estados Unidos donde irrumpe con fuerza la escisión de la iglesia anglicana de John Wesley, que, en 1738, había inspirado en Inglaterra una corriente ecuménica e interconfesional, el metodismo, muy influenciada por el pietismo de los hermanos moravos. El metodismo se basaba en el libre arbitrio y promulgaba un ultraindividualismo religioso, según el cual la gracia se obtenía por medio de una intensificación de la experiencia religiosa, llevando hasta sus últimas consecuencias el principio protestante de la salvación mediante la fe y la adquisición de una santidad personal a través de episodios de vivencia inmediata y rotunda del favor de Dios. Se trata de la llamada segunda bendición, distinta de la conversión, complemento y resultado de ésta, que es experimentada como la instantánea santidad del corazón. Por su insistencia en la predicación, el metodismo se comportó a la manera de un verdadero pietismo de masas.

A lo largo de todo el siglo XIX se produce la gran predicación metodista, en especial en el transcurso de la expansión hacia el Oeste, reuniendo gentes en movimiento, desplazados, caravanas itinérantes, poblados o campamentos provisionales y localidades débilmente estructuradas. Esas congregaciones efímeras se producían con mucha frecuencia bajo la forma de festivales religiosos, donde no eran extrañas crisis extáticas individuales o colectivas en las que los asistentes podían entrar en trance, sufrir crisis catalépticas o espasmos, ponerse a bailar frenéticamente o a aullar, etc. Esta labor misionera la llevaban a cabo predicadores aislados, al margen de toda iglesia o nominalmente vinculados al congregacionismo, al baptismo o al presbiterianismo, a pesar incluso del predestinacionismo de estos últimos. Los ámbitos predilectos para llevar a cabo la difusión de la palabra de Dios fueron siempre los caminos, los lugares de paso, los espacios de frontera, lo que era congruente con el modelo que el conversionismo adoptaba del episodio de la iluminación de San Pablo, tal y como aparece en Hechos de los Apóstoles, 9, 3, no en vano protagonizado por un personaje en tránsito, de paso —«yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente lo rodeó una luz venida del cielo»—, a quien le sobreviene la transformación mística en el momento en que se encuentra en un espacio intersticial entre dos puntos del mapa.

Los metodistas supieron crear una síntesis magistral entre el puritanismo de los calvinistas, una especie de sentimentalismo universal de base quietista y un racionalismo pragmatista extremo, inspirado en el pelagianismo, que sostenía que el ser humano podía conseguir la salvación por sus propios medios y que el éxito personal en cualquier campo —los negocios, por ejemplo— era señal inequívoca de haberla alcanzado. El metodismo —entendido mucho más como un estilo altamente emocionalista de predicación y de reunión religiosa que como un culto organizado— no tardó en revelarse como la forma de religiosidad que mejor se adaptaba a las condiciones de inestabilidad y de incertidumbre vital que caracterizaría a las situaciones de no man’s land, o tierra de nadie, idónea para servir de soporte moral, de esperanza y de justificación última para una multitud dispersa y desorientada como la que protagonizó los grandes éxodos colectivos que colonizaron los territorios occidentales de Estados Unidos. Entre las corrientes metodistas destacó enseguida el Ejército de Salvación, fundado por William Booth, que hizo de las exhibiciones públicas uno de sus elementos fundamentales y cuya labor significó el desplazamiento que llevaría la predicación conversionista de la dispersa e inarticulada sociedad de la expansion hacia el Oeste a los barrios obreros y marginales de las grandes urbes norteamericanas.

El tipo de apostolado metodista «de frontera» demostraría enseguida su eficacia entre las grandes masas que, desde todos los países del mundo, se desplazaron a Estados Unidos a partir de la segunda mitad del siglo XIX, para constituirse en el peonaje del macroproceso de industrialización y urbanización que habría de conocer aquel país. Las grandes ciudades se convirtieron con ello en los nuevos territorios de desestructuración y anomia sociales, en cuyo marco empezaron a proliferar esas derivaciones del metodismo que fueron, primero, los milleritas y los campbelitas o discípulos y, poco después, las misiones o asambleas de Dios, a veces ecuménicas o aconfesionales, a veces cuajando en denominaciones como las que aparecen a partir de 1880: National Holiness Movement, Pentecostal Church of the Nazaren, Metropolitan Church Association, Pillar of Fire Church, etc. La popularidad del nuevo movimiento —el pentecostalismo— la propiciaron los rumores acerca de actuaciones sobrenaturales que indicaban una presencia literal del Espíritu Santo: curaciones milagrosas, don de lenguas o glosolalia, «experiencias de gloria», etc. Destacaba entre sus rasgos el protagonismo de las mujeres en el culto y en las tareas misioneras, muchas veces en lugares de jerarquía, demostrando la idoneidad de este tipo de movimientos para promocionar sectores sociales hasta entonces postrados. El pentecostalismo se popularizó rápidamente entre los inmigrantes, los blancos pobres y los negros. Se calcula, por ejemplo, que el 70% de la población hispana de Nueva York es pentecostalista, y un porcentaje parecido podría ser aplicable a la comunidad italoamericana. También se extendió en Europa, donde se popularizaría entre los antillanos o los indios occidentales inmigrados a Gran Bretaña o entre las comunidades gitanas de numerosos países, como Francia o España, pero también entre amplios sectores de las clases medias urbanas. Desde 1966 el pentecostalismo es un movimiento aceptado por la Iglesia católica bajo el nombre de Renovación Carismática, cuyos seguidores se reúnen en lugares profanos —oficinas, locales comerciales, domicilios particulares—, que quedan sacralizados no por una consagración ritual objetiva, a la manera de los templos del culto convencional, sino por la presencia misma del grupo, él mismo fuente subjetiva de sacramentalización topológica.

Las experiencias extáticas que tenían lugar tanto individual como colectivamente en los shows pentecostales testificaban ya no la recepción de la gracia sino la presencia literal del Espíritu Santo. Esta radicalización del conversionismo resultaba de su propia condición inerrantista —creencia en la literalidad de las Escrituras—, según la cual las manifestaciones carismáticas son expresiones de los dones conferidos a los creyentes por el Espíritu Santo, tal y como son descritos por San Pablo en la primera carta a los Corintios, que todavía estaban actuando hoy. A su vez, las manifestaciones de posesión, por su identificación con la «postrera lluvia» de la que habla el Libro de Joel y el de Santiago como el signo que preludia la venida de Cristo, entroncaban el pentecostalismo con el clima milenarista que había impuesto en Estados Unidos la publicación de los Fondamentals desde 1910, a cargo de los sectores más ultraconservadores de las iglesias bautistas, episcopalianas y presbiterianas.

Señálese que —siempre desde las premisas conversionistas— esas expresiones de la presencia santificadora del Espíritu pueden darse en privado, pero están esencialmente destinadas por Dios a su vivencia en comunidad, es decir han de ser preferentemente públicas, puesto que sus virtudes son estructurantes y alimentan la articulación social. Eso explica también la mínima preocupación del pentecostalismo por la teología, en la medida en que se trata básicamente de un culto de ejercicios de piedad comunitaria basados en la emoción, en la que los asistentes se abandonan a expresiones de afirmación de sí mismos, fórmula que resume a la perfección la cualidad de los nuevos cultos de hacer compatible el sentimiento de comunidad con la exaltación individualista. Los grupos pentecostales se han mostrado más receptivos que el catolicismo, que las iglesias protestantes más estandarizadas o que las ideologías laicas más o menos transformadoras a las demandas del individualismo de masas hegemónico o en vías de serlo. Estas demandas quedan cubiertas por una oferta de renovación personal por parte de cultos de contenidos fuertemente emocionales, en el marco de congregaciones en las que se prodiga una atención personalizada a los fieles, donde no se escatima el recurso a ritmos y melodías populares y en las que las jerarquías han sido en gran medida disueltas en expresiones extáticas, consistentes en glosolalia, «quebrantamiento en manos del Espíritu» o «instantánea santidad de los corazones», con mensajes extremadamente sencillos y el inconmovible referente escriturista.

¿Qué es lo que se ofrece a quienes se convierten al pentecostalismo? La respuesta a esta cuestión es: a) el conocimiento de la palabra de Dios para obtener la salvación; b) la recepción de dones divinos mediante el Espíritu Santo, dones que podían ser capacidades adivinatorias, clarividencia, facultades curativas, capacidad de hacer milagros, glosolalia o don de lenguas, etc.; c) la provisión de una explicación totalizadora del mundo y del lugar de cada cual en él, y d) la obtención de un papel social nítido dentro del grupo, de modo que todos los fieles pueden desarrollar potencialmente cualquier función, al ser inexistente la jerarquía. Esto último es importante puesto que implica que los lugares rectores —ancianos, pastores, etc.— pueden ser accesibles para cualquier persona que, al margen de su preparación, pueda hacer verosímil su condición de receptor del Espíritu. Otra de las claves del éxito del pentecostalismo se halla en sus especiales características congregacionales: grupos numéricamente pequeños, fuertemente solidarios y muy participativos, que son muchas veces garantía de asistencia mutua en el plano social, económico, psicológico, etc., y en los que se encuentran razones trascendentes para abandonar prácticas a las que responsabiliza de la desestructuración social, como el desorden familiar, la delincuencia, el alcoholismo, la drogadicción, las lealtades al viejo clientelismo, la violencia, etc. En otro plano —y eso explicaría el éxito pentecostal entre las clases medias asentadas—, la transfiguración personal que propicia la conversión radical se ha demostrado eficaz para dotar de valor trascendente vidas ordenadas, pero experimentadas como sin sentido[147].

También son una fuente infalible de explicación causal. La violencia, la desestructuración son atribuidas a los muchos pecados cometidos y a largas tradiciones de idolatría y paganismo católico. La pobreza o el fracaso social son por tanto, a partir de esa lectura, la consecuencia de no haber sabido o querido escuchar la voz de Dios. En cuanto a la sociedad, está afectada por un caos demoníaco, como se corresponde con la premisa protestante de la generalización y la universalización de la culpa. Los males sociales, por su parte, sólo quedarán resueltos por una revolución que no es social, ni política, puesto que no tiene lugar en el mundo, sino en el corazón de los hombres. Pero, sobre todo, el gran prodigio de la conversión se habrá de producir en el campo de la distribución de posiciones en el seno de la estructura social: de pronto, los pobres, los náufragos de los procesos de modernización, las comunidades más desestructuradas, los peor asentados en el sistema social, se convierten en centro del mundo. Los desposeídos son poseídos y los marginados se revelan como los escogidos por Dios.

En resumen, las sectas protestantes de nuevo cuño irrumpieron y continúan activas en los procesos de modernización en la medida en que son capaces de proveer de un nuevo lenguaje con el que dar cuenta de la pobreza, la desorganización social, la desintegración cultural, la disolución de los viejos vínculos comunitarios, propiciando nuevos sentidos y nuevos vínculos ideológicos y emocionales, nuevas fuentes de energía para la construcción identitaria tanto personal como colectiva. Las sectas neoprotestantes han avanzado por su flexibilidad, su atomización, su versatilidad adaptativa a esquemas sociales, estructuras locales, tradiciones históricas e idiosincrasias culturales muy heterogéneas. Es más, bien podríamos decir que creencias y corrientes religiosas que podrían parecer internacionales e internacionalizantes representan fórmulas de movilización muy diferentes entre sí y con resultados sociales y políticos sin apenas conexión. Ora pueden conformarse como instrumentos de legitimación de la expansión capitalista o de regímenes políticos despóticos, ora como herramientas al servicio del establecimiento de clases medias, ora como argumento para la resignación y el conformismo de los pobres, ora para la estructuración de una conciencia emancipadora y de resistencia para grupos oprimidos.

4. EL ESPACIO PÚBLICO COMO TIERRA DE MISIÓN

El proceso que se acaba de describir ha sido determinante a la hora de definir los estilos formales e ideológicos de todas las variantes del sentimiento religioso actual, incluyendo las religiones institucionales como el catolicismo o las denominaciones protestantes estabilizadas, que están experimentando un proceso creciente de carismatización, siguiendo el modelo pentecostal. Pero debe subrayarse también que los cultos sectarios más recientes no han hecho sino añadir elementos de todo tipo a ese esquema que repite el sectarismo protestante norteamericano emanado de la revolución conversionista. A ese sustrato se le han sumado distintos ingredientes, dando lugar a una heterogeneidad crecientemente enmarañada, que ha incorporado componentes exóticos y hasta extrarreligiosos y que ha puesto el acento en un aspecto u otro de la fórmula básica. Así, algunos grupos han enfatizado la relación entre salvación y éxito personal, a la manera de los manipulacionismos de Ciencia Cristiana, Dianética o Amway. El salvacionismo milenarista de testigos de Jehová y cristadelfianos y el revelacionismo mormón han derivado en creencias adventistas en ovnis, en las que el rescate sobrenatural ha sido sustituido por la abducción extraterrestre. Algunas tendencias aparecen como herencias protestantizadas de la contracultura de los sesenta, con su mezcla de orientalismo y uso seudochamánico de sustancias alucinógenas o narcóticas, o que reclaman aspectos de la herencia hippy, como la libertad sexual, a la manera de los Niños de Dios o la Familia del Amor.

Merecen una atención especial todos los sincretismos de base védica que se originan ya a finales del siglo XIX, con la presencia de Vivekananda y la Orden y Misión Ramakrishna y, en menor grado, la más secretista Orden de la Estrella de Oriente de Krishnamurti. De ahí se deriva una larga retahíla de denominaciones y cultos de look orientalizante, algunas de vocación psicoterapéutica, como Meditación Trascendental o Sri Aurobindo —este último como resultado de incorporaciones del evolucionismo místico cristiano a lo Theilard de Chardin—, o adoptando el modelo oriental de la vida monacal y del misionerismo, como sería el caso de Ananda Marga, Bhagwan Rajneesh, Misión de la Luz Divina de Maharaj Ji o Hare Krisna. También cabe mencionar cultos nominalmente fieles al cristianismo, pero que han asumido paradigmas de convivencia carismática en torno a un líder místico tomadas de la figura de los gurús o los darsham orientales, como Vida Universal o la Asociación para la Unificación del Cristianismo Mundial —los seguidores de Moon—, este último explicitando su adscripción a un pentecostalismo orientalizado.

Pero todas estas corrientes, repitámoslo, no serían sino actualizaciones exotizantes, puestas al día, eclécticas, de esa misma mecánica de rechazo del mundo, de esa misma voluntad desesperada de expiación y salvación, de idéntico autorrepliegue en la vivencia privada de la fe y de acuartelamiento en comunidades muy pequeñas, en que se ha revelado posible aquella sociedad esencial y justa donde las personas pueden realizar una autenticidad que es, al mismo tiempo, natural y espiritual. Esta pequeña comunidad sectaria es la que Victor Turner identificaba con la communitas liminal, pero que no era sino, como hemos visto, la unidad social preurbana que las ciencias sociales han venido a denominar Gemeinschaft o «comunidad», solidaridad mecánica o sociedad folk. Su misión: realizar la tarea moral y psicológica que la familia nuclear cerrada —el «hogar», concebido a la manera de nido— había recibido el encargo civilizatorio de llevar a cabo, que fue la de constituirse en refugio en el que los seres humanos pudieran vivir su verdad, al margen o mejor dicho contra una vida pública pensada como artificial, inhumana, desalmada, desestructurada y pecaminosa. En efecto, es la familia la que se conforma como la última expresión de la Gemeinschaft, la «verdadera comunidad», escenario de la autenticidad humana, que —al menos en teoría— se opone, mucho más que complementa, a la esfera pública. Respecto a esa labor la unidad doméstica moderna ha fracasado, lo que justificará la aparición de cultos que no sólo brindan un lugar de reunión dominical para comunidades física o moralmente desarticuladas, sino la propia viabilidad de una colectividad basada en la verdad y la franqueza. Ese ámbito de protección hace lo que la familia debería haber hecho pero no ha sido capaz de hacer, es decir, dotar a los individuos de un referente ético y normativo sólido: una estructura capaz de dotar de significado y valor la experiencia del mundo.

De todos los grupos que han ampliado el repertorio de modelos de culto y creencia que se han ido sobreponiendo al sustrato del conversionismo protestante, algunos continúan reconociendo el espacio sin territorio —la calle, como otrora el Oeste americano, como hoy las sociedades en proceso de incorporación al capitalismo— como tierra de misión. Saben que —literalmente casi— predican en el desierto, pero eso no les desalienta a la hora de buscar conversiones entre un público de transeúntes, es decir, de seres a los que hemos tipificado como formando parte de esa communitas generalizada que son los umbrales urbanos en general —la calle, los vestíbulos, el metro—. Si las diferentes corrientes pentecostalistas han conseguido extenderse mediante un apostolado boca a boca, en que los vínculos familiares, étnicos y vecinales de los convertidos juegan el papel fundamental, otros cultos han perseverado en la consideración de las calles y plazas como territorios que evangelizar, continentes vírgenes cuyos habitantes, emparentados con los salvajes sin Dios de antaño, esperan la revelación que les otorgue la luz y el sentido, en este caso una fórmula para orientarse en el laberinto de la modernidad. Con ello no se dejaba de expresar el propio inerrantismo de estos movimientos, que no hacían sino aplicar al pie de la letra un principio contenido en Proverbios 1, 20-21: «La sabiduría clama por las calles, por las plazas alza su voz. Llama en la esquina de las calles concurridas, a la entrada de las puertas de la ciudad pronuncia sus discursos». Alberto Cardin reflejaba esa arreciante omnipresencia de los nuevos cultos como destellos de verdad que buscan atraer a los anónimos usuarios de la vía pública.

Los habitantes de las grandes ciudades europeas han acabado aceptando como un hecho corriente, a lo largo de los últimos diez años, algo que hasta entonces era poco habitual para ellos: verse abordados en plena calle por propagandistas religiosos que intentan, mediante interpelación insistente, con folletos e incluso con vistosos shows callejeros, atraer su atención hacia formas de religiosidad ajenas a su idea tradicional de lo religioso. Estos contactos personales y la profusión de carteles que, desde las vallas o las paredes del metro, convocan al viandante a reuniones de nombres estrambóticos, donde se prometen no menos estrambóticas enseñanzas, han acabado por familiarizar al ciudadano medio europeo con una serie de corrientes y grupos religiosos hasta hace poco para él desconocidos[148].

En las ciudades europeas resultan parte del paisaje urbano las parejas de jóvenes postulantes de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, los mormones, una secta sincrética adventista-conversionista, cuyo uniforme —camisa blanca y corbata, pelo muy corto, mochila a la espalda— los hace fácilmente reconocibles. Asumen la tarea misionera en espacios públicos como un servicio obligatorio a costa de sus familias, que deben cumplir si quieren ser aceptados en la comunidad de los salvados. Los testigos de Jehová —una denominación milenarista con típicos rasgos conversionistas—, a la hora de ejercer lo que ellos llaman «el ministerio de campo», alternan el puerta a puerta con la postulación en espacios dinámicos e inestables, en una tarea que no busca tanto conversiones —saben que los llamados a salvarse cada vez son menos y más inencontrables— como el testimonio de su sola presencia, lo que ellos llaman «predicación indirecta» y que se lleva a cabo por medio de la simple presencia física[149]. Otras muchas sectas practican el proselitismo o la mendicidad como estrategias de visibilización en la calle: Moon, Niños de Dios, Cienciología-Dianética, Hermanitas del Cordero, La Comunidad, Hare Krisna, etc., pero también lo han usado iglesias protestantes «respetables», es decir no forzosamente marginales o estigmatizadas. A mediados de los años setenta, una denominada Cruzada Internacional por Cristo —un movimiento ecuménico conformado preferentemente por evangélicos y bautistas— se hizo presente en las calles de ciudades de países de mayoría católica, como España. En todos los casos parece que la autoafirmación pública mediante el callejeo tenga más importancia que los escasos —por no decir nulos— logros obtenidos por la tarea evangelizadora en sí.

La premisa práctica en todos los casos era que ese sujeto desconocido al que se interpelaba podía hallarse en una situación de intersticialidad no sólo circunstancial, como le corresponde en tanto que transeúnte, sino crónica. Podría ser que el «tipo» al que se abordara hubiera quedado atrapado, como flotando en ese no-lugar o entre-deux al que se ha ido aludiendo para describir los ámbitos de la modernidad urbana, vacío no sólo espacial sino también existencial, decepcionado, sediento de absoluto, insatisfecho que «ya lo ha probado todo», desocializado al que ofrecer los productos que el vendedor de salvación le presenta: resocialización, estructuración identitaria, trascendencia, una remitologizadón que rescate la vida cotidiana de la insignificancia, una «vuelta a casa» en forma de una comunidad apoyada en vínculos elementales y en un proyecto de redención compartido por quienes en ella se integran, un nuevo pueblo elegido al que incorporarse. La función final: rescatar transeúntes, salvar el alma de esos nuevos «pieles rojas», nuevos salvajes que viven la renovada primitividad urbanícola a la que Oswald Spengler aludiera en El ocaso de Occidente.

Las prácticas de proselitismo en espacios públicos han sido denunciadas como perversas por los teóricos que se ocupan de las «sectas destructivas», siempre para abundar en la extrema peligrosidad que los medios de comunicación y las mayorías religiosas les atribuyen. Una de las representantes de las nuevas formas de heresiología, Pilar Salarrullana, ha insistido en este tipo de apreciaciones: «Ya he dicho que explotan la soledad de las personas; por eso son buenos los lugares de captación de aquellos donde la soledad es más patente: estaciones de trenes, de autobuses, aeropuertos, parques…»[150] En esa misma dirección, Alain Woodrow escribe:

Lo cierto es que los teams de jóvenes misioneros moonistas llevan a cabo su trabajo de reclutamiento en las ciudad, en los campus, a la salida de los templos, según una técnica probada, y eficaz. En la primera fase de «contacto», según el Manual de reclutamiento de la AUCM, hay que saber elegir el blanco: «Es preciso ser psicólogo, aprender a leer en el rostro». Después, cuando se entable la conversación, «tenemos que impresionar al interlocutor con nuestra serenidad, nuestra seguridad, nuestra concentración». Se hace necesaria la autosugestión: «Para conmover a los demás, debemos conmovernos nosotros mismos. Debemos tener una confianza absoluta en lo que decimos: hablar con sentimientos muy intensos.»[151]

El ejemplo de los hare-krisna es acaso el más revelador de la vigencia y la capacidad de renovación de la concepción revelacionista del espacio público como territorio de misión. Los krisna exotizan el principio protestante de negación de lo concreto y de lo extrínseco, que es maya, es decir ilusión, karmi o consciencia falsa, espectro que se opone a la consciencia de Krisna. La división entre el mundo material y el mundo espiritual en el sistema hare-krisna es idéntica a la división entre los conceptos de interior-sagrado versus exterior-profano que establece la cosmovisión calvinista y que justifica la negación de la heterogeneización y la complejidad de lo mundano en favor de un repliegue hacia la vivencia íntima de la fe, malignización final de un espacio en el que no es posible reconocer lo inefable. El mundo material, la ilusión o maya, se asocia a la temporalidad, al cuerpo, a lo sucio, a la irresponsabilidad, a la promiscuidad, a la ausencia de autocontrol, a la alienación. La civilización materialista es autogratificación egoísta, ausencia de metas y modelos, inseguridad, indeterminación… Frente a lo que se percibe como un dominio de la inestabilidad y la incertidumbre, la consciencia de Krisna es verdadera realidad, eternidad, conocimiento, pureza, disciplina, autodominio, referentes morales claros, seguridad, compromiso vital, espiritualidad… Todo ello posible sólo en tanto en cuanto los devotos de Krisna puedan refugiarse en su vida conventual, ya sea en locales urbanos debidamente protegidos del ambiente que les rodea, o en granjas en que se realiza la utopía del regreso a la organicidad de las sociedades campesinas tradicionales que se habían supuesto simples y descomplejizadas[152].

La lógica de rechazo del mundo moderno que representan los hare-krisna no dejaba de ser una modalidad exotizada de una vieja tradición norteamericana de utopismo ruralizante. Las congregaciones de look hindo-budista contaban con fuentes nativas de comunidad religiosa cerrada, organizada a la manera de la «institución total» de la que Goffman nos ha hablado. Este modelo había sido adoptado por la tendencia sectante del protestantismo radical que echa raíces en Norteamérica, procedente de Europa, desde la fundación en 1694 de una primera colonia de pietistas alemanes en Filadelfia. Es el caso de los hermanos moravos, que fundaron colonias de santos en Pennsylvania y Carolina del Norte entre 1740 y 1750, seguidos luego por los mennonitas amish de origen suizo que se instalaron —y todavía siguen— en Lancaster County, también en Pennsylvania. O los cuáqueros shakers ingleses que desde 1776 ensayan en varios puntos de Norteamérica comunidades destinadas a realizar la holy life. O los pietistas de origen alemán seguidores de George Rapp, que se instalaron desde 1804 en Pennsylvania e Indiana. Otros ejemplos se extenderían a lo largo del XIX: los perfeccionistas de Oneida (Nueva York, 1848-1880); los inspiracionistas amanitas originarios de Alemania (Iowa, 1842-1932); los hutteritas, anabaptistas que se instalan en varios puntos de Canadá y los Estados Unidos desde 1874, procedentes de Centroeuropa y de los que todavía sobreviven algunas comunidades. Todas esas formas de negación anacronista del mundo moderno y de proclamación de una comunidad sagrada de inmigrantes perpetuos venían a mimar el modelo de pueblo elegido de Dios encarnado en las Escrituras por los judíos, que podían presentar su propia versión del introversionismo a través de las comunidades haddish presentes en varias ciudades norteamericanas.

El proyecto de holy community puritana —que habría tenido su versión católica en las reducciones jesuitas— también produjo una síntesis del nativismo norteamericano —regreso a la pureza de los orígenes fundadores de los Estados Unidos— con el socialismo utópico europeo, que veía el continente americano como material y moralmente incorrupto, escenario ideal para la constitución de comunidades formadas por hombres verdaderamente morales. Sería el caso de la New Harmony de Robert Owen, fundada en Indiana, en 1820, en lo que había sido una colonia rappita. O de los cuarenta falansterios inspirados en la obra de Charles Fourier que se fundan entre 1842 y 1858 en el Este de Estados Unidos. O, por último, de los icarianos del propio Cabet, unos centenares de exiliados franceses que, en 1848, creyeron reconocer en unos acres de tierra comprados en Texas el lugar ideal para construir una Icaria que no había sido posible en el viejo continente. En esa misma línea cabe mencionar los experimentos patrocinados por los trascendentalistas —una tendencia progresista de la Iglesia Unitaria—, como la granja Brook, fundada en 1841 por George Ripley. Entre 1880 y 1926 se extienden por todo Estados Unidos fundaciones llamadas holiness bodies, impulsadas por la Social Gospel, un amplio movimiento ecuménico que releía la doctrina del pecado original en clave de «redención social» y que tuvo en el Christian Commonwealth, organizado en 1896 en Georgia, su logro más destacado.

Pero eso no es todo. El eclecticismo religioso que no ha hecho sino intensificarse y universalizarse en las últimas décadas aparecía prefigurándose en la filosofía de uno de los autores que más determinaría el devenir del pensamiento y la literatura norteamericanos del siglo XIX, Ralph Waldo Emerson, el principal exponente de la ya mencionada escuela trascendentalista norteamericana. Es él quien procura una miscelánea en la que la base puritana —Emerson es miembro de la Divinity School— se ve enriquecida por los mismos ingredientes que conformarán después lo que, en el último tercio de nuestro siglo, se presentará como «nuevos movimientos religiosos»: neoplatonismo, misticismo teosófico, cientificismo racionalista, romanticismo, hindo-budismo y, muy especialmente, una voluntad explícita por recuperar la épica de los primeros cristianos que llegaron a Nueva Inglaterra. Su constante evocación de la Church Discipline de Thomas Hooker, escrita en 1648 como cimiento de lo que hubiera querido ser una Nueva Jerusalén en América, y su compromiso con proyectos puritano-comunistas coetáneos como la granja Brook o Fruitlands, son pruebas de la deuda con el protestantismo radical del en tantos sentidos anticipador pensamiento de Emerson.

Todos estos datos históricos son importantes, por cuanto nos advierten de cómo la contracultura norteamericana de los años sesenta —de la que Hare Krisna es un producto, no se olvide— se inspiró en todos esos referentes para generar el movimiento hippy y, en general, el intento por hacer de la vida en comunas casi autárquicas no tanto —como veíamos— un recambio para la familia nuclear cerrada como un sucedáneo suyo. Todos los proyectos comunalistas de la contracultura beberán de esa fuente milenarista, utópica y puritana, muchas veces a partir del modelo literario prestado por Walden dos, la célebre novela de B. F, Skinner, escrita en 1945: la Granja de Stephen Gaskin, en Tennessee; la urbana One World Family, en San Francisco; Drop-City, en Colorado; Twin Oaks, en Virginia; etc., en una tradición con expresiones tardías como El Patriarca o el neorruralismo ecologista actual, pasando por todas las comunas hippies e neoizquierdistas que proliferaron en Occidente en los años sesenta y principios de los setenta. El festival de Woodstock, en 1969, estuvo orientado por ese mismo espíritu utópico-puritano. Un resultado de ese cruce entre comunismo utopista, orientalismo e introversionismo protestante fue el movimiento Hare Krisna, pero también lo fueron corrientes pentecostales como Jesus People, los «locos de Jesús». Los Jesús Freaks se mostraron igualmente preocupados por combinar la vida contemplativa con un fuerte activismo en espacios públicos, como lo demuestran las imágenes que solían deparar rezando cogidos de la mano en la calle o las pintadas con que llenaban las paredes proclamando Jesus Loves you o Jesus Saves.

Es decir, a la raíz utópica nativista —regreso a una comunidad entusiasta, cerrada y autosuficiente de elegidos—, la contracultura norteamericana de los años sesenta sumó otro factor fundamental del sustrato religioso local como era el conversionismo puritano, es decir la presunción de que era precisa una modificación profunda de la interioridad personal como premisa de cualquier cambio civilizatorio. Eso no fue exclusivo del movimiento hippy, una emulsión a base de comunitarismo nativista americano, hindobudismo adaptado a Occidente y neofranciscanismo. La Nueva Izquierda americana —de la que los revoltosos europeos del Mayo del 68 no serían sino una reverberación y cuyo precedente habrían sido las formas de iluminismo izquierdista anteriores— había formulado una renuncia en toda regla del pensamiento dialéctico para practicar un lenguaje con constantes apelaciones a la «coherencia», el «compromiso» y la «integridad personales», la «construcción de un mundo nuevo», la «redención» de la sociedad de la alienación y el consumismo, la «toma de conciencia» como una revelación psicológica del sí-mismo, la adscripción militante a un movimiento radical minoritario de salvados-salvadores…, entre otros signos que delatarían una fuerte influencia de postulados revolucionaristas y milenaristas típicamente puritanos. Mary Douglas estuvo entre quienes llamaron la atención acerca de ese ascendente religioso en grupos como la emblemática Students for a Democratic Society norteamericana, que «no están dispuestos a imaginarse a sí mismos siguiendo las huellas de Wycliffe y de los reformadores protestantes[153]». De cualquier modo, el referente podía ser explícito, como lo demuestra que uno de los grupos prohippies más activos a finales de los sesenta en Estados Unidos, los diggers, adoptara el nombre de una de las corrientes milenaristas puritanas de la Inglaterra revolucionaria del siglo XVII[154].

Tanto el hippismo como la Nueva Izquierda colocaron en primer término la singularidad de la experiencia de cada individuo y la urgencia de promover un cambio en las consciencias individuales, puesto que la liberación debía ser tanto psíquica como social. Ese introversionismo de neta base puritana —compatible precisamente por ello con un colectivismo utópico antiurbano— se tradujo en un frente común en que coincidían la sociología de Wright Mills, el neomarxismo de Marcuse, el misticismo milenarista de Norman Brown, la psicoterapia zen de Alan Wats, la psicología gestáltico-anarquista de Paul Goodman o la psicodelia de Timothy Leary. Es en ese marco donde hace su aparición la nueva oleada de orientalismo americanizado —«cocacolizado», escribirá Alain Finkielkraut— y, en particular, la Asociación Internacional para la Conciencia de Krisna, que capta enseguida a exponentes de la nueva cultura tan representativos como Allen Ginsberg, el anfitrión personal de Swami Bhaktivedamta en su primera visita a los Estados Unidos. Todos ellos se presentaron como beneficiarios de lo que la contracultura norteamericana llamó awareness —consciencia lucidez, clarividencia—, forma contemporánea de la vieja gracia cristiana y prueba de su naturaleza conversionista renovada. Su función fue la de mostrarse como alternativos a un sistema del que en el fondo, constituían la apoteosis. En su lucha por la salvación personal y la redención de la humanidad, coincidieron en una cosa: como sus precursores nativistas y puritanos —pero también como sus descendientes ecologistas, new age o neorrurales—, interpretaron el conjunto del espacio público en términos de absoluta morbilidad.

¿Qué sentido tiene esa obsesión por visibilizarse, por hacerse presentes en un mundo que en teoría se aborrece, que caracterizó el contraculturanjsmo norteamericano, tanto laico como religioso? Centrándonos de nuevo en el caso de los hare-krisna, ¿qué proclama el harinama o predicación pública en las calles, actuación itinerante basada en la entonación de mantras y la distribución de publicaciones y dulces a los transeúntes? La imagen del harinama es ya indisociable del universo representacional de la ciudad moderna, hasta tal punto forma parte fugaz pero persistente de su paisaje visual y sonoro. Pocos elementos más identificadores de la estética urbana que ese telón de fondo espectacular que prestan los devotos de Krisna agitándose por las calles al ritmo de una melodía popularizada por Georges Harrison, reuniendo en torno a ellos a peatones ociosos. En Blade Runner, la emblemática película de Ridley Scott (1982) sobre la ciudad del futuro, los monjes adoradores de Shiva son parte de ese universo cerrado, claustrofóbico, de una metrópoli ya completamente heterogeneizada y caótica. Allí donde haya una ciudad, allí es seguro que encontraremos a los mendicantes de túnicas de color azafrán, entonando sus salmodias, danzando, llamando la atención de los viandantes, haciendo visible su existencia de comunidad diferenciada, separada, por causa de su santidad.

Sociedad religiosa fundamentada en el exilio, puesto que la conforman individuos que han decidido convertirse en inmigrantes voluntarios procedentes de otro universo cultural, ¿a qué remite la imagen de la prédica hare krisna por las calles? Lo que estos desertores del espacio público hacen es volver a él para brindar el espectáculo de sí mismos y de su redención. Está claro que sus posibilidades de convertir a los peatones con quienes se cruzan es remota —y lo mismo para los demás postulantes públicos de otros cultos—, como han demostrado historias de vida de los propios devotos hare krisna, que en ningún caso habían recibido la revelación como consecuencia del encuentro casual con un harinama[155]. En realidad el fin que buscan no es el de convertir a nadie, sino el de recordarse a sí mismos quiénes son y quiénes fueron. Todo lo que ellos exaltan con sus cánticos, sus danzas, su presencia, funciona como un reverso de aquella realidad a la que van a enfrentarse —liminalidad generalizada, intersticialidad, la calle como communitas, no-lugares—: plenitud espiritual, dicha de una vida imposible fuera de la comunidad cerrada y esclarecida a la que regresarán luego.

Los devotos de Krisna representan la duración, lo eterno, lo profundo; la calle, en cambio, es lo efímero, lo contingente, lo embrutecedor de la vida moderna. Son —o quieren parecer— una estructura social perfecta, armónica, impecable, que se exhibe arrogante, que se pavonea casi, entre el tumulto. Su música sagrada se abre paso entre el ruido del tráfico y el murmullo de la multitud; sus coreografías se oponen simbólicamente a los movimientos brownianos e impredecibles de los transeúntes. Han escapado del umbral. Se han liberado de la libertad. Muestran la disciplina, la homogeneidad que no alcanzarán nunca las gentes de la calle, los viandantes anónimos, sin espíritu, indisciplinados, vacíos, desorientados… Los danzantes en honor de Krisna constituyen un proyecto, lo otro es una deriva, un ni se sabe. Frente al desasosiego que produce la urdimbre inextricable en que consiste la vida moderna, ellos representan algo auténtico, verdadero, puesto que la verdad no es lo opuesto a la mentira, sino lo que simplifica las cosas y alivia la zozobra que suscita lo complejo. A salvo por fin de la anomia y de la alienación, han realizado la utopía, han conseguido levantarse sobre el caos que les asfixiaba y confundía hasta que recibieron el don divino de la luz. En ese espacio público en que sólo se puede estar o ciego o alucinado, ellos proclaman —como tantos otros místicos y militantes— haber recibido una iluminación que les permite ver en la oscuridad, orientarse entre el desorden. Han expulsado toda paradoja de sus vidas. Nostalgia de lo cristalino y de lo cristalizado. Sueño realizado de ser, por fin, una sola cosa.