II. HACIA UNA ANTROPOLOGÍA FÍLMICA

Así pues, lo que hay que hacer es la semiología del lenguaje de la acción o de la realidad a secas. Es decir, ampliar de tal forma el horizonte de la semiología y la lingüística que la cabeza se pierda sólo de pensarlo o se sonría con ironía.

PIER PAOLO PASOLINI

1. CUERPOS EN ACCIÓN

Las posibilidades que el cinematógrafo brindaba de acceder de una nueva manera, plenamente moderna, a la vida cotidiana fue lo que tanto llegó a seducir a las vanguardias del arte y del pensamiento del primer cuarto de siglo. El cine no sólo emancipaba la mirada, le daba una movilidad y una agilidad portentosa, la liberaba de la perspectiva teatral y sus imposiciones jerarquizadoras. El cine permitía además observar todo lo desapercibido de la realidad, todo lo que, estando ahí, se le ocultaba al ojo humano. De ahí sin duda la fascinación de los surrealistas por el nuevo invento. En ese mismo contexto, Walter Benjamin, Rudolf Arnheim o Bertolt Brecht advertían cómo el cine podía abrir perspectivas nuevas a la hora de trabajar sobre lo inadvertido, procurar una presentación incomparablemente más precisa de las situaciones, virtud que venía dada por su capacidad de aislamiento de sus componentes atómicos, de incidencia sobre los matices escondidos de la acción humana ordinaria, de análisis de todo cuanto pudiera antojarse a primera vista banal, sin serlo. Walter Benjamin escribía:

Se entiende así que aquello que habla a la cámara sea de una naturaleza distinta de lo que le habla al ojo. Distinta especialmente por el hecho de que, en lugar de un espacio elaborado por la consciencia del hombre, interviene un espacio elaborado inconscientemente. Normalmente nos damos cuenta, aunque sea de manera aproximada, del temperamento de la gente, pero ciertamente no se sabe nada de su comportamiento en el fragmento de segundo en que apresura su paso. Podemos estar más o menos acostumbrados al gesto de coger un encendedor o una cuchara, pero no sabemos prácticamente nada de lo que efectivamente pasa entre la mano y el metal, por no hablar de la manera como esto varía según los estados de ánimo en que nos encontramos. Aquí interviene la cámara con sus medios auxiliares, con su subir y bajar, con su interrumpir y aislar, con su dilatar y condensar el proceso, con su ampliar y reducir. Sólo gracias a ella sabemos algo del inconsciente óptico[43].

Esa misma expectación hacia las posibilidades del cine de acceder a los principios que regían el cuerpo humano en acción, es decir por las técnicas de las que los humanos se valen para relacionarse con otros seres humanos y con las cosas en unas coordenadas tempo-espaciales precisas, es la que había acompañado la aparición de la cámara cinematográfica como instrumento no ya de arte, sino de conocimiento. El cine nació para ponerse al servicio de una aproximación antropológica inédita a ciertos aspectos de la actividad física y social del ser humano, precisamente en aquellas circunstancias en las que otros métodos de registro, como la anotación escrita o la fotografía, se antojaban insuficientes o incluso contraindicados. Esa realidad humana que la palabra o la imagen fija no podían retener ni reproducir tenía que ver con el movimiento de los cuerpos humanos en el espacio y en el tiempo. Gestos, palabras y miradas irrepetibles podían ser captados, conservados y reproducidos. He ahí lo que sólo el cinematógrafo podía ser capaz de ver y plasmar luego, y que no eran sino lo que Gilles Deleuze llamará «bloques de movimiento-duración».

Hay que recordar que, mucho antes de las recreaciones realistas primerizas de los Edison o los Porter o de las prestidigitaciones de Georges Mélies, con las que asumió convertirse en un espectáculo basado en el relato de ficciones, el cine había dado sus primeros pasos limitándose a mostrar cuerpos y acciones. El cinematógrafo comenzó su andadura en 1872, con lo que entonces se llamó «fotografías secuenciales», mediante las cuales fisiólogos como E. Muybridge, Étienne Jules Marey o Félix Regnault se permitían mostrar a seres humanos caminando, corriendo, gateando, cabalgando, trepando… Primero fueron norteamericanos o franceses, más tarde wolof, malgaches, peuls, diolas, lo que permitía una comparación de cómo las diferentes sociedades daban un uso singular al cuerpo, a la hora de hacer de él herramienta para la comunicación y la acción. Los posteriores experimentos de los hermanos Lumière actuaron en esa misma dirección, y mostraron a personas ordinarias saliendo de su trabajo en la fábrica o esperando el tren sobre el andén de una estación.

Serían dignas sucesoras de Muybridge y los Lumière todas aquellas películas que, desde entonces, han focalizado lo inestable, lo fluido, lo cambiante de la vida humana, todo lo que no se puede parar…, seres humanos en movimiento, o, mejor, los movimientos de los seres humanos. Lo que no puede ser fijado, puesto que corresponde a la dimensión más alterada de las conductas personales y colectivas. Se trataría de obras no descriptivas, sino analíticas, ajenas a la estructura tradicional del relato lineal y atentas sólo a los componentes microscópicos, instantáneas de que está hecha toda actividad social humana, sea en las ciudades o lejos de ellas. El cinematógrafo podía reflejar mejor que ningún otro instrumento —incluyendo el propio ojo— las relaciones del ser humano con el tiempo y con el espacio, los aspectos escenográficos y coreográficos de la actividad de los individuos y los grupos; podía descomponer, ralentizar, acelerar, acercar o alejar a voluntad detalles de la expresión corporal o verbal humana que, de no ser por la cámara, pasarían desapercibidos o no podrían ser descritos de manera fiable. Como escribiría mucho más tarde el etnocineasta Jean Rouch, lo que la cámara podía atrapar, «puede que sea un primer plano de una sonrisa africana, un mexicano guiñando a la cámara, el gesto de un europeo que es tan cotidiano que nadie soñaría jamás en filmarlo»[44].

El cine antropológico empezó a existir justamente para documentar esos usos del espacio que hacían personas ordinarias en condiciones igualmente ordinarias, seres humanos al pie de la letra, mirados y dados a mirar sembrando y recolectando los campos, acarreando agua, bailando, jugando, fabricando polainas, cuidando su cabello, construyendo casas o erigiendo postes totémicos. Cuando, a sus setenta años, Franz Boas regresó a Fort Rupert para reencontrarse con sus amigos kwakiutl y ser testimonio de su decadencia, lo que registró con su cámara no fueron sino gestos y técnicas: indígenas trabajando la madera, trenzando corteza de cedro o evocando sus juegos de niños, aspectos de la actividad consuetudinaria, tal y como se producían en las condiciones más espontáneas posibles. Pero a quienes les corresponde el mérito de haber sistematizado el uso de la cámara de cine para reflejar la vida cotidiana de los seres humanos, sin imponer situaciones ficcionales a la manera como estaba haciendo Robert Flaherty y su escuela, fue a Margared Mead y Gregory Bateson. Éstos rodaron miles de metros de película entre los habitantes de Nueva Guinea y de Bali, con el fin de estudiar comportamientos no verbales, para los que no existía ni vocabulario ni métodos conceptualizados de observación.

Aquello mismo que Marcel Mauss había llamado «las técnicas del cuerpo»[45], actos eficaces y repetitivos al servicio de la adaptación constante a un fin físico, mecánico o químico —beber, comer, caminar, trabajar—, pero sometidos a la vida simbólica del espíritu y a los imperativos de la educación social. Fue de esa teoría inicial acerca de las tecnologías corporales de Mauss de donde surgieron las primeras reflexiones a propósito del valor del cine en la observación del ser humano, de la mano en primer lugar de André Leroi-Gourhan. A éste le fue fácil transitar de su condición inicial de prehistoriador a la de pionero del cine etnológico, precisamente a partir de su interés por las prácticas operadoras humanas y por las técnicas del gesto y la palabra, una preocupación ésta que sólo el cine le permitía parcialmente resolver: «Comer con palillos es un hecho que asegura la confección de un mapa de distribución interesante, pero comer haciendo mover los palillos a la japonesa, a la china, a la mongola, con vulgaridad o refinamiento, son hechos restituibles sólo mediante la visión filmada»[46]. En efecto, la observación cinematográfica permitía captar y comparar las secuencias y los detalles de la conducta técnica y del continuum técnico-ritual, así como los ires y venires del cuerpo a la materia y viceversa, una auténtica artrología de los hechos y los gestos, cuyo asunto central era la acción humana en sus aspectos sensibles.

Este cine hecho todo él de acciones y movimientos estaba protagonizado por agentes aislados o comunidades en un medio ambiente al mismo tiempo sensible —cosas, sustancias, paisajes— y no sensible —la economía, la religión, la ideología—. Haciéndolo, reclamaban nuestra atención hacia lo que se mostraba, lo extrínseco; pero también hacia lo que no se pretende mostrar, pero está ahí; lo que no aparece subrayado, sino difuminado alrededor, lo que está fuera de los encuadres, antes o después de las escenas vistas. También lo que está en el centro mismo de lo mirado, pero que es, por definición, invisible: la lógica latente o inconsciente que organiza las operaciones focalizadas. La imagen cinematográfica permite reconstruir lo que se le oculta al ojo: una determinada tecnología material o simbólica, es decir un conglomerado de dispositivos y estilos de hacer que se despliegan en el tiempo y en el espacio, que pueden emplear herramientas, pero que indefectiblemente hacen entrar en juego el valor cuerpo. Esa pauta implícita está, reside, en los actos corporales, pero no ilesos actos corporales.

Por tanto, no se puede decir que haya sido por azar por lo que el interaccionismo simbólico descubriera en el cine un recurso insustituible para sus estudios micro, ni que en tantos sentidos se inspirase para ello en los documentales de Margared Mead y Gregory Bateson. No es casual tampoco que Ray L. Birdwhistell llamara cinésica a la rama de la comunicación no verbal dedicada al registro y análisis de los movimientos corporales, de las actividades territorializadoras y las puestas en escena del self. Al servicio de la cinésica el cinematógrafo podía certificar conductas animadas imperceptibles casi para el ojo e irreproducibles mediante la escritura o la fotografía, movimientos e incluso micro movimientos corporales, relaciones con los objetos del entorno, cadencias y ritmos, expresiones faciales, etc. El propio Birdwhistell dedicó a este asunto una película-conferencia, A Lecture of Kinesics (1974), en la que se muestra la importancia del movimiento de los párpados y la relación de éstos con las pupilas, la manera de cruzar las piernas, las distintas posiciones de tórax y del abdomen. Concreciones de este tipo de usos del cine para explicar los principios de la acción proxémica fueron filmes como Microcultural Incidents in Ten Zoos, dirigida por Jacques Van Vlack (1971), en la que se reflejaba el microuniverso de los intercambios sociales segundo a segundo, a través de las actitudes de diferentes familias que se detenían ante el espacio de los elefantes de los zoológicos de París, Roma, Hong-Kong, San Francisco, Tokio, Filadelfia, etc. Este tipo de trabajos encontrarán su continuación en las coreometrías de Alan Lomax, investigaciones sobre los estilos gestuales en la danza o el trabajo, que se plasman en filmaciones como Dance and Human History (1974).

En esa misma dirección de atender lo molecular y lo en movimiento se produjeron en la década de los cincuenta una serie de películas que no se conformaban con retratar interacciones, sino que se implicaban directamente en la interacción mostrada. Es el caso de muchos de los films del National Film Board canadiense, como los que compusieron la serie Candid Eye en 1958-1959, en las que se renunció a los trípodes y a los objetivos panorámicos para hacer que la cámara se sumara al ballet de la vida ordinaria de las comunidades retratadas. Estos etnocineastas se incorporaban a aquella concepción del rodaje cinematográfico como una forma de trance, debida a Jean Rouch, El cine-trance no aludía sólo a la figura del cineasta en acción, sino a la complicidad que se buscaba en los propios sujetos que se filmaban, ellos también, incluso en actitudes de calma, actores del éxtasis, sujetos que estaban ahí, en el espacio por definición voluble —ejemplo de no-lugar— en que son situados por la acción cinematográfica y donde no se puede estar más que de paso.

Esta línea de descripciones casi minimalistas de la realidad, en que los sujetos retratados se conducen de forma espontánea en actividades consuetudinarias, al margen de un argumento, ha tenido otras muestras. No hay más que pensar en The Pond, de John Marshall, una película en la que sólo unos subtítulos nos informan de los términos de una tranquila charla entre bosquimanos. Aplicadas a contextos urbanos, la preocupación de John Marshall por coleccionar diálogos e interacciones breves dieron pie a películas centradas en la vida cotidiana de los norteamericanos, como Men Bathing, A Joking Relationship o An Argument about a Marriage, así como a los documentales sobre actuaciones policiales en Pittsburg, rodadas en los años 1968 y 1969: Investigation of a Hit and Run, Three Domestics, Youth and the Man of Property. Estas películas registran largas secuencias ininterrumpidas y con sonido sincronizado, grabadas en condiciones siempre comprometidas, una forma de hacer que evoca la ya aludida simpatía de los teóricos de la Escuela de Chicago por la labor del periodista en relación con el suceso. Esta manera de trabajar acontecimientos imprevistos, en los que el contexto significativo es la propia situación presentada, ya estaba presente en las producciones de Marshall de temática Ikung, en las que el realizador da a entender que los incidentes aislados estaban provistos de su propia estructura dramática, relativamente al margen de sus causas o consecuencias en un contexto socioestructural o cultural más amplio.

¿Qué es lo que se mostraba en todas estas películas etnográficas a las que se está aludiendo? La respuesta es: interacciones. Interacciones de seres humanos entre sí, con su medio ambiente social o natural, en cualquier caso siempre con la cámara. Esas interacciones no son expresiones de una sociedad: son una sociedad, o, si se prefiere, un entramado de sistemas sociales elementales —puesto que son los más pequeños que las ciencias sociales podrían distinguir—, pero también complejos, en tanto que las leyes a que obedecen están marcadas por una cantidad extraordinaria de instrucciones y obligan a sus protagonistas a la práctica ininterrumpida de la improvisación y la astucia. Lo que vemos haciendo sociedad entre ellos son imágenes, seres, objetos, momentos, sitios, gestos, palabras, miradas. Es a partir de eso como el cineasta trata de transmitir precisamente lo que no se puede ver, lo que se esconde en el flujo de las conductas, o, como decía Siegfried Kracauer, lo inobservable. Las películas preservan cosas del todo contrarias, y en cambio igualmente indispensables para el entendimiento de la vida humana, lo que está antes, entremedio y luego de las palabras: de un lado lo superficial, esto es lo que por definición le corresponde al cine como jurisdicción, que no es sino lo aparente, lo que se capta «a primera vista» o «de un vistazo»; pero también todo lo contrario, lo que sólo se puede sugerir o lo que queda por decir, los sobrentendidos, los dobles lenguajes, las insinuaciones.

Esa sensibilidad por la comunicación entre cuerpos en entornos caracterizados por la inestabilidad es lo que el cine documental sistematiza en su aplicación a las sociedades exóticas. Pero, haciéndolo, no hace sino reconocer en otros sitios lo que constituye el principio perceptivo y cognitivo que organiza en torno a sí cualquier sociedad urbana. Lo que enseña el documental del etnocineasta o del sociocineasta es lo que, ya de por sí, puede uno encontrar en cualquier film comercial de los que se proyectan en las salas de cualquier ciudad. Y lo mismo valdría incluso para series de televisión que no tienen ningún inconveniente en presentarse explícitamente como sitcoms o comedias de situación, precisamente porque no hacen sino representar cuadros de interacción humana. Una de esas series —Sigue soñando— muestra a un personaje que se ha pasado su infancia viendo la televisión, de manera que, como pasaba con las canciones en On connaît la chanson o en los programas televisivos de Dennis Potter, intercala escenas tomadas de otras series televisivas o de películas en cada una de las situaciones en que se va encontrando, como si las imágenes vistas configuraran un gran depósito de referencias al que el personaje no puede dejar de remitirse. Es esa capacidad que el cine y la televisión tienen de mostrar interacciones y sólo interacciones lo que el documental etnológico y sociológico ha transformado de motivo de entretenimiento en estrategia al servicio del conocimiento de las sociedades.

Se plantea entonces cuáles son los límites que permiten delimitar un género cinematográfico al que denominar documental etnográfico o sociológico. André Leroi-Gourhan ya vino a decir que si existían películas etnográficas era «porque nosotros las proyectamos». Ha habido, en efecto, teóricos que no han dudado en sostener que el cine etnográfico no puede definirse por sus contenidos o presunciones científicas, sino por la utilización que reciba en un momento determinado. A partir de ahí, no cuesta demasiado llegar a la conclusión de que si por cine etnográfico o sociológico tuviéramos que entender aquellas películas que pueden ser usadas para explicar la vida de una sociedad dada, nos encontraríamos con que todas las producciones cinematográficas que se exhiben en las salas comerciales, así como la totalidad de elaboraciones amateurs llevadas a cabo con cámaras domésticas de cine o vídeo, serían dignas de tal consideración.

Para demostrarlo, ahí están una multitud de películas que no nacieron con voluntad alguna de devenir «científicas», pero que demostraron una extraordinaria sensibilidad ante la autenticidad humana. Leroi-Gourhan se había referido a este tipo de producciones como «films sobre el entorno, producidos sin metas científicas pero con valor etnográfico». Son películas comerciales, sí, pero de ellas uno puede extraer una preciosa información acerca de cómo vive la gente en otros sitios, en otros momentos o ahora mismo, a nuestro lado. Timothy Asch hacía notar cómo Rebelde sin causa, de Nicholas Ray, quizás no fuera una película etnográfica, pero sí que era una película antropológica, «en tanto que podemos hacer antropología con ella[47]» ¿Qué decir entonces de Toni, de Jean Renoir (1934), La terra trema, de Luchino Visconti (1948), o La isla desnuda, de Kaneto Shindo (1961)? Corrientes históricas de creación cinematográfica, como el neorrealismo italiano o el free cinema británico recogen esa voluntad de aproximación a la realidad que hace de sus producciones en tantos sentidos films sociológicos. Paralelamente, ¿cómo clasificar documentales que pasan por «periodísticos», como los que produjera el direct cinema? Ahí están las películas de Richard Leacock, de Albert y David Mayles, o de D. A. Pennebaker y el grupo de filmmakers dependientes del productor Robert Drew: Primary (1960), sobre una campaña electoral de J. F. Kennedy; Eddie (1964), sobre el corredor de coches Eddie Sachs; Cuba si! Yankees no! (1960), o Happy Mothers Day (1965), sobre las presiones a que son sometidos unos padres de quintillizos, o la propia Woodstock (1969). Y lo mismo para las películas de Frederick Wiseman, lo que él llama «ficciones reales» (como Model, 1980; Near Death, 1989; Zoo, 1993, etc.), que son pruebas de la capacidad del cine para hacer hablar por sí mismo a una sociedad humana.

2. EL CINE Y LO INVISIBLE

Todo lo dicho no puede sino conducirnos a la convicción de que el cine no podría serle de demasiada ayuda a una antropología o una sociología que se empeñasen en trabajar con naturalezas muertas, es decir con estructuras sociales supuestamente equilibradas y duraderas, o con culturas que se presumiesen inalteradas. El cine se dirige a lo que no puede ser aprehendido más que respetando su agitación. Dado que el cine sólo tiene sentido en tanto y cuanto sus objetos no dejan bajo ningún concepto de moverse, bien podríamos afirmar que no hay más cine que el «de animación». El cine atiende, por lo demás, a lo que la escritura, predispuesta sólo a inmortalizar «lo importante», desprecia, lo que podrían antojarse las migajas de lo real: obsesiva caza de mosquitos del narrador de un mito yanomano en Jaguar, de Timothy Asch (1974); los chillidos del niño que una mujer sostiene en sus rodillas en Architectes ayorou, de Jean Rouch (1971), etc.

Esto valdría incluso para los representantes del cine etnográfico aparentemente más conspicuo, más convencido de que es posible eso que se da en llamar, tan inmodestamente, antropología audiovisual, cuya pretensión es hacer que el documental hable de estructuras sociales y de culturas. Ciñéndonos al caso de la Escuela de Harvard, es cierto que en su trabajo se detecta la servidumbre de sus películas con respecto de monografías escritas, y no hay más que pensar, en este sentido, en el caso de films como The Feast, de Timothy Asch y Napoleon Chagnon, por lo que hace al libro Yanomano, de Chagnon. Pero también es cierto que la escuela puso con frecuencia énfasis en lo social mínimo, como lo demostraba su preocupación por recoger lo que Asch llamaba events, acontecimientos: hechos en principio arbitrarios, que perdían por desgracia lo mejor de su sustancia en la manipulación en las mesas de montaje, momento en que los hechos eran sacrificados en aras de la congruencia narrativa que se les imponía. A pesar de esto último, las secuencias tomadas al azar entre los Ikung o los yanomano tienen valor por sí mismas, como los mismos Asch y Chagnon intuyeron en su película The Ax Fight, un ensayo de análisis de un hecho casualmente captado por la cámara, una pelea con hachas, un momento singular que los comentarios, los gráficos y montajes explicativos acaban malogrando.

El error principal de la llamada antropología visual es, sin duda, el de creer y hacer creer que el cineasta puede asumir la tarea de rodar o grabar y luego reproducir conceptos. Así, Timothy Asch escribía que «el primer reto del programa [para estudiantes de cine etnográfico] sería tomar los conceptos intelectuales de la antropología y encontrar las formas para expresarlos en película»[48]. Frente a tal pretensión, debería reconocerse que nunca podrán obtenerse imágenes en movimiento que recuerden, evoquen, representen o sustituyan categorías abstractas parecidas a las que las ciencias sociales suelen manipular en su literatura, básicamente porque lo que la cámara recoge y el proyector emite no son ni pueden ser nunca conceptos, sino, tal y como hemos visto, situaciones. Ya vimos en el capítulo anterior que cabe entender por situaciones aquello que los teóricos de Chicago y luego el interaccionismo simbólico definieron como los átomos básicos de la vida social. Esta noción está presente ya en la sociología de George Simmel, para quien «la sociedad no es entonces, por así decirlo, ninguna sustancia, no es nada concreto por sí, sino un acaecer»[49]. Los letristas y los situacionistas europeos de los años cincuenta y sesenta llevaron a las últimas consecuencias las tesis basadas en el concepto de situación, entendiéndolo como «un microambiente transitorio y un juego de acontecimientos para un momento único de la vida de algunas personas»[50]. La idea de situación está emparentada, a su vez, con la noción de momento en Henri Lefebvre: instante único, pasajero, irrepetible, fugitivo, azaroso, sometido a constantes metamorfosis, intensificación o aceleramiento vital… En términos de la práctica cinematográfica, la concepción urbana de los situacionistas se podría resumir en el título de una de las películas de Guy Debord: Sur le passage de quelques personnes à travers une assez courte unité de temps (1959).

Este género cinematográfico puede hacerse con la vida sin abstracciones ni absolutos, con lo humano irreductible. Por ello, lo mejor del cineasta ante la realidad es lo que consigue captar como si dijéramos «sin querer», por casualidad, al vuelo. Rouch llamaba a esos agenciamientos actos «inaparentes, discretos», los que el documentalista ha recogido al margen de su programa consciente. A la compilación de ese tipo de material es a lo que Jonas Mekas se entregaba con pasión por las calles del Nueva York de los sesenta y setenta (Diaries, Notes & Sketches, 1964-1986; Street Songs, 1966-1983), captando lo furtivo, lo disperso…, «cualquier cosa», como le reprochaban sus críticos. El genial Dziga Vertov escribió sobre esta forma de dar con la realidad urbana en 1924: «Hemos abandonado el estudio para marchar hacia la vida, hacia el torbellino de los hechos visibles que se tambalean, allí donde radica el presente en su totalidad, allí donde las personas, los tranvías, las motocicletas y los trenes se encuentran y se separan, allí donde cada autobús sigue su itinerario, donde los automóviles van y vienen, ocupados en sus asuntos, allí donde las sonrisas, las lágrimas, las muertes y los imperativos no se encuentran sujetos al altavoz de un realizador.»[51]

Sin duda es Vertov y su kino-pravda quienes encarnan mejor la consciencia de esa posibilidad del cine de sondear lo real-urbano deslizándose sobre ello, captando lo que de profundo flota en su superficie, la vida de improviso. En El hombre de la cámara (1929) Vertov hacía que el cameraman acudiera allá donde estuviera sucediendo cualquier cosa, conjugando la agitación de las calles con la de la propia cámara —movimientos sobre movimientos—, entendiendo la ciudad como un magno sistema de correspondencias y analogías, histerizando todavía más la saturación perceptual que reina en los espacios abiertos de la ciudad, su «nerviosidad», como calificaría esa excitación crónica Georg Simmel. Finales de los años veinte y principios de los treinta es la época en que se realizan películas que recogen esa sensibilidad por lo urbano como lo en agitación permanente y como consistente en cadenas de acontecimientos cotidianos sin hilo argumental alguno, pero sometidos a ritmos que evocaban —incluso en los films mudos— un referente musical en la sinfonía o en la polifonía. No hay más que recordar, además de la película de Vertov, Moscú (Mikhail Kaufman, 1926); Berlín: Sinfonía de una gran ciudad (Walter Ruttman, 1926); Rien que les heures (Alberto Cavalcantti, 1925); À propos de Nice (Jean Vigo, 1930), o Douro, faina fluvial de Manuel de Oliveira (1932)[52]. Empleando el mismo esquema narrativo que el Ulises de James Joyce —el ciclo de una jornada urbana cualquiera—, todas esas películas tratan del paso del tiempo, de los ritmos de la jornada, de la sucesión de las horas, dando a intuir el cataclismo que supondría que las cadencias urbanas se detuvieran súbitamente, a la manera como sucede en Paris qui dort, de René Clair (1923). Esas visiones anticipan en el plano estético lo que Henri Lefebvre proponía como un ritmoanálisis[53], estudio de las repeticiones y cadencias —al mismo tiempo sociales y subjetivas— que pueden observarse constituyendo la vida cotidiana en la ciudad, en las que se oponen tiempos débiles y fuertes, movimiento y devenir, y cuya imagen más exacta es la que prestan las ondas y ondulaciones que pueden observarse en la superficie del mar. Las películas de vanguardia sobre el tiempo urbano expresaban esa sensación, de recurrencia cíclica, de monotonía alienante que desposee los cuerpos, pero también todos aquellos sucesos imprevistos que Lefebvre llamaba el tiempo apropiado excepcional, aquel que implica el olvido del tiempo —«perder el tiempo de vista», diríamos—, plenitud que puede adoptar un aspecto trivial, actividad que está en el tiempo; es un tiempo, pero no lo refleja.

El cine comercial ha sabido ser sensible a esa naturaleza aleatoria y minimalista de la experiencia urbana, más incluso que un a veces pretencioso cine documental. En cierto modo porque decir cine urbano es un pleonasmo, puesto que no hay más cine que el urbano. Para empezar porque, en la mayoría de casos, los personajes de las películas comerciales reúnen las mismas características de liminaridad que la antropología simbólica ha destacado en ciertos héroes literarios[54]. Por decirlo de otra manera, los protagonistas cinematográficos son «gentes del umbral», lo que debería ser entendido —tal y como veremos— como casi sinónimo de personalidades urbanas. Más allá, toda película es un relato que habla de relaciones sociales urbanas, puesto que se basa en acciones humanas secuenciadas cuyo contexto es la propia situación que crean, sea cual sea la época o el lugar en que transcurra. El hecho de que, por poner un ejemplo, los westerns no sucedan en grandes ciudades sino en los espacios abiertos del Oeste americano durante la época de la colonización, no les resta urbanidad. Al contrario, pocos géneros más urbanos que el western, cuyos protagonistas viven intensamente la incertidumbre y la inestabilidad vital en un espacio por definición fronterizo. A pesar de ello, de que todas las películas desdeñan las estructuras en favor de las situaciones, los sucesos y las interacciones efímeras entre desconocidos, podríamos tipificar como urbanas aquellas no que suceden en la ciudad —como suele ser habitual—, sino que les conceden un papel protagonista a los encuentros en espacios públicos o semipúblicos: calles, trenes, metro, bares, aviones, fiestas…

Buen número de películas destinadas al gran público han brindado una visión precisa de la dimensión coreográfica de las deambulaciones urbanas. Los musicales de Hollywood parecerán triviales, pero han demostrado entender las formas de ballet que adoptan las interpelaciones a que el viandante somete cualquiera de los exteriores de la ciudad. En esas películas, en efecto, los protagonistas se ven impelidos, sin poder evitarlo, a, de pronto, ponerse literalmente a bailar en las calles, como si el momento dramático representado requiriera indefectiblemente de una resolución en forma de pasos de baile, diálogo sin palabras entre cuerpos o entre cuerpos y medio físico que lleva hasta las últimas consecuencias la capacidad de esos cuerpos no tanto de «expresar sentimientos» —como podría parecer—, sino de decir la acción, y hacerlo de la manera más radical que concebirse pueda, esto es somatizándola, gestualizándola, convirtiéndola en cuerpo. Por ejemplo: número final, hecho de sucesos de La Calle 42, de Lloyd Bacon (1931); desplazamientos de tres turistas accidentales por las calles y el metro en Un día en Nueva York, de Gene Kelly y Stanley Donen (1949); diálogos bailados con la calle en Melodías de Brodway, de Vincente Minelli (1953), o en Cantando bajo la lluvia, también de Kelly y Donen (1952); escenificación musicada de conflictos por el territorio en West Side Story, de Robert Wise y Jerome Robbins (I960); etc. Más cerca, estremecedora secuencia de Antonio Gades subiendo de madrugada por las Ramblas de Barcelona, bailando con los expositores de postales de los kioscos, en Los Tarantos, de Rovira Beleta (1963). Otras películas comerciales han llevado a cabo esa misma puesta en valor del espacio público como escenario y al tiempo protagonista dramático, que no es coreográfica es cierto, pero que podría serlo… Es más, lo es, aunque renuncie al soporte musical explícito. No serían pocas las muestras de ello. Por brindar algunas en especial geniales: persecución final por las calles en La ciudad desnuda, de Jules Dassin (1949); romance inopinado entre dos usuarios de los trenes de cercanías londinenses en Breve encuentro, de David Lean (1946); padre e hijo perdiéndose entre la multitud que sale del estadio en la última secuencia de Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica (1948); extrañas sociedades entre taxistas y pasajeros en Noche en la tierra, de Jim Jarmush (1991), etc.

El cine musical urbano de 1930-1960 vio confirmadas sus intuiciones más espontáneas de la mano de Jane Jacobs, que tanto hizo por contestar los postulados anticalle que el movimiento moderno había convertido en hegemónicos en los años setenta. En Muerte y vida de las grandes ciudades la fluidez incesante de los espacios públicos era mostrada como una danza, un «intrincado ballet en que los bailarines solistas y los conjuntos tienen papeles específicos que se refuerzan milagrosamente entre sí y componen un todo ordenado»[55]. Esta concepción del espacio urbano como escenario para una suite continuada que hace de los danzantes transeúntes y a la inversa es, de hecho, la que, desde las experimentaciones de Twyla Tharp y el grupo Grand Union en los sesenta y setenta, ha acabado imprimiendo carácter al conjunto de la danza contemporánea, que reclama la calle o sus reproducciones escénicas como el marco idóneo para desarrollar sus especulaciones formales.

También el cine comercial ha sido capaz de generar un género específico —las road movies— todo él consagrado a relatar peregrinaciones que son al mismo tiempo físicas y morales. Easy Reader, Dos en la carretera, Carretera asfaltada de dos direcciones, Thelma y Louise, Corazón salvaje, Kalifornia, Abierto hasta el amanecer o Western —por mencionar sólo algunos ejemplos— son films que relatan la vicisitud de personajes poseídos por una voluntad inapelable de deslizarse de un punto a otro del mapa, como si no les fuera dado quedarse en ningún sitio, como si todo el sentido de su existencia tuviera que encontrarse en el tránsito y en las relaciones inopinadas que éste va generando, nunca mejor dicho, sobre la marcha. Hay directores de cine que se han especializado en este tipo de películas basadas en la oscilación y el movimiento constante de sus protagonistas, como Wim Wenders o Jim Jarmush. Otros han aplicado ese mismo acento en las relaciones en ruta al nicho más restringido de la propia ciudad. El día de la bestia, de Álex de la Iglesia (1994), no es sino un colosal juego de la oca, en el que los personajes se ven obligados a trasladarse de un punto a otro de Madrid para resolver un enigma, un esquema no muy distinto de À bout de soufle, de Jean-Luc Godard (1966), por poner otro ejemplo. En otro plano, el de las relaciones amorosas entre dos desconocidos por las calles del casco viejo de Barcelona, ése era el planteamiento de esa rara maravilla, tan mal conocida, que es Noche de vino tinto, de José María Nunes (1967). Más recientemente, Nanni Moretti ha aplicado ese mismo esquema en Caro diario (1994), el primero de cuyos episodios se centra en los desplazamientos en vespa del protagonista por Roma y sus alrededores, culminando en el majestuoso desplazamiento —cabría decir peregrinación— al lugar en que fuera hallado el cadáver de Pasolini.

Pero sólo un efecto óptico podría hacernos creer que la lógica de la road-movie se corresponde en exclusiva con las percepciones de la urbanidad moderna. Bien al contrario. Dos etnocineastas discípulos de Margared Mead, Sol Worth y J. Adair, llevaron a cabo un experimento consistente en entregar cámaras de cine a un grupo de navajos para que realizaran sus propias películas, con el fin de obtener respuestas representativas de su sistema cognitivo. Del ensayo resultó la serie Navajo Film Themselves (1966), que incluía films como Navajo Silversmith, Intrepid Shadows o The Shallow Well Project. Al invitar a los indios a realizar un documental desde su propio punto de vista se consiguió una visión de las técnicas materiales o rituales en las que se concedía a los desplazamientos de los actores un protagonismo mucho mayor que el que los estudiosos les hubieran concedido si el documental hubiera sido realizado por ellos. Worth y Adair de seguro que hubieran considerado prioritario fijarse en las actividades concretas que los indios se prestaban a realizar, y no a los movimientos arriba y abajo de los sujetos. En cambio, esas películas mostraban a los personajes yendo a hacer una cosa y sólo de pasada haciéndola. Lévi-Strauss ponía a partir de ahí de manifiesto que la manera navajo de relatar mediante películas no mimaba las narraciones míticas, como hubiera cabido suponer que sucedería, sino los cantos salmodiados que se entonaban en el transcurso de los rituales, obsesivamente preocupados en describir las mil y una maneras distintas de caminar y los estados de ánimo que se asociaban a cada una de esas formas de actividad ambulatoria[56].

La escritura cree fijarse en lo esencial, pero de hecho sólo se entretiene en lo fácil, lo resumible. Es el cine el que, obsesionándose en lo molecular, accede a lo difícil humano. La escritura sólo puede describir lo descriptible. Es el cine, en cambio, quien se las tiene que ver con lo indescriptible. ¿Cómo transmitir, sino cinematográficamente, las miradas de emoción de los adultos kwakiult jugando como cuando eran pequeños en The Kwakiult of British Columbia, de Franz Boas? ¿O los susurros y los cánticos de los apaches que, cuando ya han cerrado los bares del centro de Los Ángeles, se reúnen en un cerro cercano para rememorar los viejos tiempos en la reserva, en The Exiles, de Ken Mackenzie (1961)? ¿O la manera tan particular como Dedeheiwä cuida sus plantaciones de mandioca y plátano en Weeding the Garden, de Asch y Chagnon? He ahí lo incalculable de la vida social. Es bien cierto que una parte de las actividades mostradas en una película podrían quedar instaladas en un código. Pero ¿cuánto habrá de escaparse por los huecos de la malla con que se intente cubrir lo real? En las imágenes de un film paradójicamente hay siempre algo opaco, algo que «no se acaba de ver claro», un secreto tras el cual se esconde el desbarajuste, lo desmesurado, lo excesivo, lo que, estando en el corazón mismo de la representación, es irrepresentable.

3. LA REALIDAD RESTITUIDA

Acabamos de ver cómo Asch se refería a los sucesos captados por azar por la cámara llamándoles events. En esa misma línea, Sol Worth afirmaba que lo que los films etnológicos muestran son esencialmente ya no ideas o conceptos, sino más bien «acontecimientos visuales», image-events[57]. Desde escuelas bien distintas, tanto Worth como Asch recurrían, seguramente sin ser conscientes de ello, a un concepto que estaba siendo empleando en aquel mismo momento en arte conceptual para designar acciones creativas que renunciaban deliberadamente a producir cualquier cosa con significado. Event era como George Brecht y Fluxus designaban a sus performances, para indicar que la acción artística no actúa, ni hace, ni produce, sino que acontece. El sentido de la acción artística o performance había sido entendido muy bien por Susan Sontag, que se había referido a ellas como realizaciones inspiradas en la yuxtaposición radical surrealista, que «no tienen argumento, aunque sí una acción, o, mejor aún, una serie de acciones y sucesos»[58]. Sugerir que lo que lo que se muestra en ciertas películas es una serie secuenciada de performances, es decir de acontecimientos sin referencia paradigmática, arrancaría enseguida tales producciones del campo de lo discursivo para trasladarlo al de lo enunciativo, esto es al del conjunto de actividades y dispositivos que son capaces de darle algo así como un soplo de vida, por así decir, a un texto que en realidad no dice nada ni se puede leer.

Esto último vendría a dar la razón a las teorías que le van negado al cine un estatuto de discursividad. Fue Christian Metz quien advirtió que el cine era, ante todo, un discurso espontáneo y autorregulado, hecho todo él de símbolos, figuras y fórmulas que no constituyen una lengua, sino un lenguaje. El cine no está compuesto de signos, no está al servicio de intercomunicación alguna, ni constituye un sistema. No tiene tampoco código. Trabaja con elementos dispersos, ajenos a cualquier paradigma, moléculas que ordena de cualquier manera que se demuestre capaz de producir una cierta ilusión de continuidad. El cine admite una descripción semiológica, pero no una gramática. El sentido aparece en el cine como inmanente a la forma, puesto que el cine no significa, tan sólo muestra.

Pier Paolo Pasolini vendría a sostener una posición parecida, pero más rotunda aún, al reclamar para el cine el estatuto de equivalente de la acción entendida como el lenguaje primario de las presencias físicas, las cualidades lingüísticas de la vida. Si para Metz la esencia de la comunicación cinematográfica es la impresión de realidad, para Pasolini es la realidad tout court. El cine es, por ello, trans lingüístico, en el sentido de que no hace sino convertir —«deponer»— la acción humana, el primero y principal de los lenguajes, en un sistema de símbolos. A la inversa, la realidad no sería otra cosa que «cine in natura». Lo que sabemos del ser humano lo sabemos, escribirá Pasolini, «gracias al lenguaje de su fisonomía, de su comportamiento, de su actitud, de su ritualidad, de su técnica corporal, de su acción y, finalmente, también de su lengua escrito-hablada». Y es porque «el cine lo hacemos viviendo, o sea, existiendo prácticamente, es decir actuando» y porque «toda la vida, en el conjunto de sus acciones, es un cine natural y viviente», y porque el cine es el «equivalente de la lengua en su momento natural y biológico», por lo que un análisis de las películas debería ser comparable a un análisis de la vida en carne y hueso, una ampliación delirante del horizonte de toda semiología o de toda lingüística, tan desmesurada «que la cabeza se pierda sólo de pensarlo o se sonría con ironía»[59].

Pasolini reconoció que en esta tesis sobre el cine como lenguaje total de la acción había algo o mucho de un ultrapragmatismo irracional y hasta monstruoso. Tenía razón, por cuanto su teoría no se limitaba a suponer al cine como equivalente simbólico de la acción constitutiva de todo lo real, sino que, más allá de su totalidad, contactaría con su misterio ontológico, algo así como una memoria reproductiva y sin interpretación de la realidad: un pragma indiferenciado todavía, del que el cine sería la lengua escrita. Lo cierto también es que, más tarde, toda la teoría sobre el cine de Gilles Deleuze no hizo sino retomar esa intuición pasoliniana de la naturalidad de la significación del cine y de la intimidad entre éste y la vida. El cine no dice nada en particular, sino que habla sin parar de las condiciones mismas de cualquier decir. No representa, sino que es. No duplica la realidad, sino que la prolonga, o, mejor todavía, la restituye. «Aunque posea elementos verbales, no es ni una lengua ni un lenguaje. Es una masa plástica, una materia asignificante y asintáctica, una materia que no está formada lingüísticamente… No es una enunciación ni un enunciado. Es un enunciable»[60].

Fácil resulta pasar de las consideraciones sobre el cine a las que merecería cualquier modalidad de registro y tratamiento de datos en el trabajo de campo en antropología. Se descubre enseguida que, por ejemplo, es imposible entender la concepción que Rouch tiene de la cámara, como fuente de interpelaciones constantes sobre unos actores que no son indiferentes a su presencia, sin percibir el alcance de los postulados metodológicos de su maestro, Marcel Griaule, el fundador de la escuela etnográfica francesa. Frente al modelo de la observación participante propia del realismo etnográfico ingenuo de Malinowski, Griaule vino a encarnar la figura de un etnólogo que jugaba deliberadamente el papel de un intruso cuya presencia devenía un factor de dinamización de reacciones, una especie de provocador destinado a producir esas perturbaciones, aunque sean mínimas, íntimas, que sólo el cameraman o el montador de cine estarán en disposición de ver y de visibilizar[61]. Ha habido otros casos en que una teoría sobre el cine se ha podido alimentar de herramientas conceptuales procedentes de disciplinas tan poco relativas a lo moderno —al menos en apariencia— como es la prehistoria. Ahí tenemos el ejemplo de la categoría mitograma, desarrollada por Leroi-Gourhan en El gesto y la palabra, que tanto habría de servir para orientar las producciones del cine etnológico francés.

Sorprende comprobar hasta qué punto el cine y la antropología —esa disciplina tan radicalmente basada en la mirada— han compartido problemáticas basadas en los límites y servidumbres de la representación. No es casual que el cine —al hablar sobre sí mismo o sobre las implicaciones del mirar— haya provisto de obras tan capaces de hacer pensar sobre la validez de todo documento etnográfico. Pensemos en los protagonistas de películas como la ya citada La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. (1954), pero también en Blow Up, de Michelangelo Antonioni (1967); Pepping Tom, de Michael Powel (1960); La mirada de Ulises, de Théo Angelopoulos (1994), o Lisboa Story, de Wim Wenders (1995). Todos ellos son cineastas o fotógrafos, pero el tipo de ansiedad a que se ven sometidos cuando se plantean la posibilidad o/y la legitimidad de observar impunemente a los humanos podría aplicarse exactamente igual a la labor del antropólogo sobre el terreno. Esa concomitancia puede encontrar sus pruebas involuntarias. A principios de los ochenta Clifford Geertz publicaba uno de sus libros más influyentes, El antropólogo como autor, centrado en la relación crónicamente tensa entre el estar aquí y el estar allí del texto etnográfico. Ese planteamiento es idéntico al que, poco antes, Jacques Aumont había propuesto para el cine en general, en tanto que éste asumía la función de construir —idénticamente a como Geertz sostenía que hacía el narrador etnográfico— un espacio en el que interactuaban un aquí, formado por los materiales de que está hecho el film, y un allí, constituido por las consecuencias de la implicación del espectador en las imágenes que se le muestran[62].

El núcleo de la cuestión reside en la posibilidad que el cine tiene de captar la dimensión intranquila de la vida social humana, y hacerlo a partir de un modelo de percepción del que tendría definitivamente la exclusiva. Es imposible entender el interaccionismo de Erving Goffman sin tener en cuenta, en primer lugar, su deuda con la cinésica de Birdwhistell, es decir con una concepción del registro y análisis de la realidad cuyo referente es la moviola, el trabajo sobre imágenes que son consideradas una por una, en fragmentos infinitamente pequeños y en una secuenciación que podía hacerse incluso reversible. Los análisis de Goffman no pueden separarse tampoco del entrenamiento que recibiera en el National Film Board canadiense, donde le vemos aparecer en 1943, justo en el momento en el que la producción de documentales de los discípulos de John Grierson está en un momento de máxima creatividad. Se ha repetido que Goffman centraba toda su interpretación de la vida cotidiana basándose en la metáfora teatral, pero en realidad era el cine lo que se constituía en su referente fundamental. Toda su aproximación a la interacción humana está planteada en términos de un encadenado de planos y contraplanos, de movimientos de zoom, de panorámicas, de primeros planos, de planos cortos, de picados y contrapicados.

Algo parecido podría decirse de Naven, la obra maestra de Gregory Bateson sobre los iatmul de Nueva Guinea. Como Margared Mead hiciera notar, toda la obra está concebida y se desarrolla a partir de un criterio de organización interna que evoca directamente el montaje cinematográfico: «Naven fue compuesto literalmente a partir de migajas dispersas, fragmentos de mitos y ceremonias, registrados en el momento o cuando algún informante se acordaba de mencionarlos. Algunos de los datos más importantes eran tan someros, que fácilmente se los podía haber pasado por alto»[63]. La pertinencia de esta apropiación del lenguaje cinematográfico o video-gráfico por los métodos de descripción y análisis en antropología ha sido explicitada por algunos autores. La etnometodología encontró en la mirada de la cámara bastante más que un mero instrumento auxiliar, y supo demostrar la eficacia de esta perspectiva fílmica para analizar maneras de caminar o microincidentes en parques públicos o plazas[64]. Cabe pensar también en el caso de Michael Lesy y sus libros sobre la vida cotidiana en ciudades norteamericanas —Black River Falls y Louisville—, en el periodo comprendido entre los años 1890 y 1930[65]. Estas obras son grandes collages de fotografías de archivo y notas extraídas de publicaciones locales, además de las consideraciones teóricas consecuentes. Todo ese material se organizaba siguiendo un criterio calcado de la composición musical —tonalidad, diapasón, ritmo, repetición—, pero también, y sobre todo, del montaje cinematográfico.

A lo que conduce toda esta reflexión no es, en absoluto, a un apoyo a las pretensiones institucionalizantes de un cine «científico-social» que se presenta bajo el vanidoso epígrafe de «antropología visual». Es algo distinto. Se está sugiriendo la necesidad de lo que Claudine de France llama una antropología filmíca[66], pero no sólo en el sentido por ella propuesto de una antropología del todo fundada en el empleo de imágenes animadas, sino orientada —incluso sin la intervención de la cámara— por el cine como forma radical de observación directa de los aspectos materiales —verbales, gestuales, sonoros y corporales— de la actividad humana, es decir de la ritualidad de que se compone la vida cotidiana de las sociedades. En otras palabras, una antropología que se dejase orientar por la manera como la cámara y el montaje pueden trabajar lo real. No una antropología que se apoyaría en la mirada cinematográfica, sino que la imitaría a la hora de percibir, registrar y organizar los materiales etnográficos. Algo que no debería ser difícil, habida cuenta de que si es bien cierto que todo cine es de por sí antropológico, puesto que toda película nos informa de una manera u otra sobre la condición humana, no lo es menos que todo antropólogo es ya de algún modo un cineasta, es decir alguien que en su mirada está reproduciendo un esquema de percepción y de conocimiento que es, de por sí, cinematográfico[67].

En el ámbito concreto de lo urbano, es cierto que tanto la labor de la cámara como la de la mesa de montaje, como la del propio espectador ante la pantalla, replican la agitación perceptual que afecta al usuario de los espacios públicos. Pero hay una diferencia primordial que separa al viandante del cameraman, del montador o de aquel que permanece sentado en su butaca atento a lo que está a punto de suceder ante sus ojos. Esa diferencia es la que permite una analogía entre la actividad de estos últimos con la del etnólogo trabajando en medios urbanos, al tiempo que distingue a este último del peatón o del usuario de transportes públicos. En efecto, el hombre de la cámara, el espectador de la sala de cine y el antropólogo urbano no ejercen ese principio de reserva que le permite al viandante discurrir sin tener que interrumpir a cada paso su itinerario cada vez que se produce una emergencia ante él o a su lado. Su ubicación con relación a las exhibiciones más radicales de lo urbano se parece a la del personaje que interpreta Joe Pesci en El ojo público, de Howard Franklin (1992), un fotógrafo de sucesos cuya mirada es víctima de una suerte de condena que la fuerza a quedar atrapada en las elocuencias que estallan a su paso a cada momento, por las calles, en los bares… El cineasta, el público cinematográfico y el antropólogo se distancian de esa indiferencia que reclama el peatón, y lo hacen en favor de un obsesivo fijarse en las cosas y los seres. Obtienen de este modo la posibilidad que la vida ordinaria le niega al público urbano de mirar directamente a los ojos de los desconocidos, de no apartar la mirada, de clavarla en los cuerpos, de escuchar conversaciones ajenas, de vulnerar el derecho de los seres urbanos a la intimidad y a la distancia. El cineasta, el espectador o el antropólogo rompen el tabú que permite convivir con extraños a base de ignorarlos. No se resignan a pasar de largo.

Volvamos a aquel modelo de etnología urbana que nos prestaban los ángeles de Cielo sobre Berlín, de Wenders. Lo que éstos se pasan el tiempo contemplando atentamente son microacontecimientos que tienen lugar en la sociedad urbana, dentro y fuera de las casas, por las calles, dentro de los automóviles, en los patios de los colegios, en el metro, en las bibliotecas públicas. Se sumergen en el murmullo de todos los pensamientos y de todos los sentimientos sonando al unísono. Escrutan lo que sucede en ese laberinto rítmico, lleno de nudos y enredos, que es la ciudad, y lo hacen mediante lo que se antojan tomas cinematográficas de pequeñas fracciones de tiempo y espacio, no muy distintas de las que componían los montajes de tema urbano de los Cavalcantti, Ruttman o Vertov, en los años veinte. De vez en cuando, los ángeles se reúnen para intercambiar sus observaciones, noticias sobre hallazgos visuales, hechos instantáneos que uno no sabe bien si están cargados o vacíos de sentido, pero que producen la impresión de valer algo. Sus «partes del día» son verdaderos informes etnográficos de lo irrepetible: «Hoy alguien caminaba por la avenida de Liüenthal, aminoró el paso y miró atrás, al vacío. En la estafeta de correos 44, alguien que quería acabar con todo puso sellos conmemorativos en sus cartas de despedida, uno diferente en cada una. En la Mariannenplatz, habló con un soldado americano en inglés por primera vez desde el colegio, ¡y con soltura! En la cárcel de Plôtzensee un preso, antes de arrojarse al vacío, dijo: “Ahora”. En el metro del Zoo, el conductor, en vez del nombre de la estación, gritó: “Tierra de Fuego”. En Rehbergen, un anciano leía la Odisea a un niño que había dejado de parpadear. Un viandante cerró el paraguas y dejó que la lluvia le calara. Un colegial describía a su profesor cómo crece el helecho y el profesor se sorprendió…»

Esa antropología filmica, idéntica al fin y al cabo a una antropología de las situaciones secuenciadas pero no por fuerza conexas, o, si se prefiere, de lo urbano, no aspiraría a brindar otra cosa que la vida tal cual, más allá o antes de los sueños imposibles de organicidad que el antropólogo o el sociólogo buscan con desesperación, incluso en los espacios públicos, allí donde deberían desistir del todo de poder hallarla. Nada que ver con la ciencia, se dirá quizás; pero tampoco, como Vertov quería, nada que ver con el arte: otra cosa. Tras la ilusión de lo aceptable, lo orgánico, lo normalizado, incluso más allá de la superstición de lo bello, están la acción, los momentos, los gestos, los cuerpos, las conmociones: el cine, lo urbano. Como el cineasta, ¿qué ve —que «pesca», hubiera dicho Pasolini— el etnólogo o el sociólogo sobre el terreno en cualquier sitio pero, más que en ningún otro, en la calle?: no la sociedad, no la cultura, sino un collage de movimientos en los que cree descubrir algo. Volvemos al objeto último y específico de toda antropología urbana, lo que se constela ante el ojo, pero que sólo los recursos de la cámara y del montaje pueden recoger: algo más de lo que sería dado analizar después, o quizás algo menos. Cosas que pasan a veces, y que no volverán a pasar nunca más.