2

No fui detrás de Amelia, pero no fue sólo porque noté que ella quería estar sola, sino porque el alivio que había sentido al oírle decir que Rafferty le había pedido mi número de teléfono me impedía moverme. Me gustaba creer que si me hubiese dicho que él la había besado o que la había invitado a salir otro día habría sido capaz de alegrarme, pero no hubiera sido así.

Intenté concentrarme de nuevo en la novela que había estado abriendo y cerrando todo el día, pero fue en vano y la dejé sobre el sofá, apoyada encima de un cojín de estampado floral que me encantaba. Amelia había dicho que me rodeaba de gente para no estar sola y para evitar que alguien pudiese acercarse demasiado. A ella se lo había negado, pero a mí no podía negármelo; era lo que hacía.

Igual que las gacelas que forman un círculo alrededor de las más pequeñas para protegerlas y evitar que un león pueda acceder a ellas, desde mi último fiasco había optado por salir con mis amigas, un grupo bastante ecléctico de chicas, y por retirarme, al menos durante un tiempo, del juego de la seducción. Al parecer no sabía jugarlo y estaba harta de que me hiciesen trampas.

Sin embargo, tenía la sensación de que me faltaba algo, una conexión más profunda con otra persona. Hacía meses que sentía un nudo en el estómago y no lograba entender a qué se debía. ¿Cómo podía echar de menos algo que no había tenido nunca?

No lo sabía, pero cuando vi a Rafferty Jones por primera vez, sentí que lo había encontrado, o que estaba a punto de hacerlo. Por un instante, el corazón se ensanchó en mi pecho y pensé: «Por fin, por fin estás aquí».

Era completamente absurdo y, por lo que sabía de Rafferty, era la clase de hombre que me causaría una decepción más. Pertenecía a una rica familia londinense; su madre era una famosa actriz de teatro ya retirada y su padre, el propietario del The Financial Post, el periódico financiero británico por excelencia. Los Jones no solían aparecer en la prensa y no eran de ese tipo de famosos que necesitan ser reconocidos. Ellos tenían poder y eran muy discretos, casi invisibles, pero era imposible vivir en Londres y no haber oído hablar del guapísimo, seductor y triunfador Rafferty Jones.

Éste era rubio y de ojos azules, tan oscuros que a veces parecían casi negros. Poseía un físico imponente gracias a su afición por los deportes, en especial el remo, en el que había llegado a convertirse en capitán de su equipo universitario. Amelia lo había conocido en una gala benéfica organizada por varios bufetes de la ciudad, entre ellos Mercer & Bond, donde ella trabajaba.

Yo también había recibido una invitación —a los abogados de las ONG nos consideran una excentricidad, pero nos invitan a esa clase de actos porque «quedamos bien»—, pero no fui. Mejor, porque si hubiese visto a Rafferty vestido de El Zorro, creo que me habría desmayado en medio de la fiesta. Esa vez, igual que aquella misma noche, Amelia tampoco se fue con Rafferty.

Quizá era verdad que entre ellos no había ninguna clase de atracción, pero eso no significaba que a él le interesase yo. O que yo fuese capaz de arriesgarme a averiguar si así era.

Negué con la cabeza y me reñí por darle tantas vueltas a algo tan insignificante. Lo único que había sucedido era que un hombre muy atractivo había venido a nuestra casa a buscar a Amelia para acompañarla a una boda y me había mirado a los ojos unos segundos. Nada más. El resto, fuera lo que fuese, quizá sólo lo había sentido yo.

Me levanté del sofá y me dirigí a la lámpara de pie para apagarla.

Había alquilado ese apartamento por el jardín interior. Esa clase de espacios verdes eran tesoros escondidos en algunos edificios de Londres y cuando encontré el mío fui incapaz de dejarlo escapar. Se accedía a él desde la puertaventana que me quedaba a la espalda, en el salón, y también desde mi dormitorio, que estaba justo al lado.

Del salón salía un pasillo con tres puertas: la de la cocina, la del cuarto de baño y la de la habitación que ahora ocupaba Amelia y que antes había sido una leonera.

La lámpara de pie que había junto al sofá me había estado haciendo compañía en mis divagaciones y había llegado el momento de darle un descanso. Con la estancia a oscuras, entre las cortinas, que seguían medio abiertas, veía la luna y el verde de las plantas del jardín.

El silencio era tal que me sobresalté cuando el móvil vibró encima de la mesa de centro, desordenada y llena de papeles. Me acerqué de inmediato y contesté con el corazón encogido al ver que no conocía el número. Tener a toda mi familia en otro país hacía que las llamadas a horas intempestivas no me gustasen y que no me plantease siquiera la posibilidad de no contestar.

—¿Diga?

—Soy yo, Raff. —Suspiré y el nudo del estómago cambió de significado—. Quería oír tu voz.

Los segundos de silencio se alargaron.

—Es tarde.

—Lo sé. —Me lo imaginé sonriendo—. Lo siento, quería saber cómo has pasado el sábado. No, no es cierto —se corrigió—: Quería saber si tú también lo has sentido.

Tuve que tragar saliva para contestar y al humedecerme los labios noté que estaba nerviosa.

—¿El qué?

Oí su respiración levemente entrecortada y al descubrir esa pequeña muestra de nerviosismo, me di cuenta de que la situación también era inusual e inexplicable para él.

—Tú y yo —dijo—. Dime que has sentido que tenemos que tocarnos la piel.

No estaba preparada para un hombre como Rafferty, la prueba de ello acababa de ser susurrada a mi oído con voz ronca y me estaba recorriendo el cuerpo lentamente.

Tendría que haberle colgado o reírme de él por su presunción y arrogancia. Sin embargo, apreté el teléfono para contener el cosquilleo que sentía en los dedos, de las ganas que tenía de hacer precisamente lo que Rafferty había sugerido: tocarle la piel.

—Marina… —pronunció mi nombre por primera vez.

No, no iba a colgarle.

—Lo he sentido. —Confesé el secreto con el tono que correspondía.

Su alivio me acarició la oreja y me aceleró de nuevo el corazón.

—Me gustaría verte mañana. No quiero esperar a que pasen unos días para llamarte. No se me dan bien esta clase de juegos —añadió, empeorando mis nervios.

—No has esperado para llamarme y creo que se te dan muy bien esta clase de juegos…

—Sé seducir a las mujeres —me interrumpió algo brusco—. Sé que poseo el atractivo necesario para conseguir a quien quiera. Y lo utilizo. Se me da bien, muy bien. Sé jugar ese juego a la perfección, inventar nuevas reglas y cambiarlas. Pero el modo en que nos hemos mirado esta tarde tú y yo no ha sido nada de eso.

—Tal vez no deba fiarme de un hombre que reconoce que es un gran jugador.

—Tal vez. Iré a buscarte mañana a las once de la mañana. Buenas noches, Marina.

Me colgó y me quedé mirando el teléfono, la luz de la pantalla todavía no se había apagado. Lo dejé cargándose y fui al dormitorio. La conversación había sido breve y me había dejado más confusa que antes, pero oír la voz de Rafferty me había confirmado que ese hombre, ese desconocido, me afectaba de un modo intenso e inexplicable.

Podía negarme a salir con él. Podía llamarlo y anular la cita que prácticamente me había impuesto. No lo hice.

Me acosté e intenté recordar la última vez que alguien me había hecho sentir así, pero no lo conseguí. Por más que me esforcé, me resultó imposible dar con algún recuerdo en el que un hombre me hubiese hecho sentir que era el centro absoluto de su atención, como si supiera incluso antes que yo cuándo iba a respirar o si iba a latirme fuerte el corazón.

Apreté los párpados con fuerza para alejar de mí la sensación de su mirada y su voz y pensé en la casa de mi familia en Italia. De inmediato, me imaginé a Rafferty en ella y entonces supe que, aunque estuviese jugando conmigo, al día siguiente a las once estaría lista para salir con él.

Me dormí en aquel preciso instante.

A la mañana siguiente, me desperté con la clase de nervios que se sienten antes de iniciar un viaje o de mudarte a una casa mejor. Notaba el estómago encogido y me temblaban las manos, pero al mismo tiempo tenía una sonrisa fija en los labios. Estaba ilusionada. Las cosas podían salir muy mal con Rafferty; él probablemente podía romperme el corazón de maneras inimaginables, pero existía la posibilidad de que no lo hiciera, de que me mirase de nuevo igual que el día anterior. O de que no lo hiciese y no volviese a verlo nunca más.

Fuera como fuese, esa mañana iba a verlo.

El timbre del apartamento sonó unos minutos antes de las once y cuando oí a Rafferty por el interfono, cogí mis cosas y fui a su encuentro. No quise que subiera, porque Amelia todavía estaba durmiendo, y porque no sabía si estaba lista para quedarme a solas con él en mi pequeño salón. Si las cosas salían mal y yo no lograba mantener mis sentimientos a salvo, me costaría mucho volver a estar allí tranquila.

Bajé por la escalera, estaba demasiado impaciente para esperar el ascensor, y cuando abrí la puerta lo vi apoyado indolentemente en una moto. El día anterior, con traje negro a punto de acompañar a Amelia a la boda de su compañera de trabajo, estaba imponente, pero esa mañana, con vaqueros, cazadora gastada de cuero marrón, sin afeitar y con su pelo rubio despeinado por el casco, me robó la capacidad de hablar, de pensar y de respirar.

—Buenos días, Marina.

Descruzó los brazos, se quitó las gafas de sol y se acercó a mí.

Ver sus ojos empeoró mi estado y tuve que apoyarme con una mano en la pared del edificio. No tenía ninguna posibilidad de salir indemne de un encuentro con ese hombre. Incluso el modo en que pronunciaba mi nombre me hacía temblar.

—Buenos días —le contesté.

Estaba frente a mí, con las gafas de sol colgándole del cuello de la camiseta. Levantó una mano y me acarició la mejilla con dos dedos. Empezó en el pómulo y terminó en la barbilla. Noté que aguantaba la respiración, los dos lo hicimos, y después dio un paso atrás.

—Quiero llevarte a mi casa. Quiero averiguar por qué me has hecho reaccionar de esta manera.

—¿De qué manera? —le pregunté confusa. La parte de ir a su casa sorprendentemente no fue la que me llamó la atención.

Rafferty no me contestó, cogió un segundo casco que yo no había visto hasta entonces y me lo puso en las manos.

—Lo he comprado esta mañana.

Yo ni siquiera había formulado la pregunta, aunque sin duda se la habría hecho si hubiese sido capaz de deshacer el nudo de celos y rabia que se me había formado en la garganta. Él volvió a coger el casco, probablemente porque yo no hacía nada con él, y me lo puso con cuidado. Ató el cierre bajo mi mentón y, al hacerlo, me acarició suavemente la piel.

Solté despacio el aliento entre los dientes y vi que sus ojos estaban fijos en mis labios. Por un segundo pensé que me besaría. Deseé que lo hiciera a pesar de que estábamos en medio de la calle y de que apenas nos conocíamos, pero se apartó y fue por su casco.

Parpadeé confusa, un poco avergonzada por haber malinterpretado la situación, hasta que vi que él flexionaba los dedos de las manos y que le temblaban mientras se abrochaba la hebilla bajo el mentón. Después respiró hondo y se sentó a horcajadas en la moto, que era de un resplandeciente color negro, aunque las salpicaduras de barro y algún que otro arañazo evidenciaban que la utilizaba con regularidad. Colocó la llave y me tendió una mano. Se la cogí sin pensarlo, casi hipnotizada, y monté detrás de él.

—Sujétate —me dijo, colocándome la mano en su cintura.

Y así lo hice.

Rafferty puso en marcha el motor, que vibraba mientras yo sentía sus abdominales contrayéndose bajo mis dedos entrelazados. No sabía adónde me llevaba, y no me importaba, por primera vez en toda mi vida no tuve la sensación de que tenía que controlarlo todo y me dejé llevar. Ladeé la cabeza y apoyé el lateral de mi casco en la espalda de Rafferty. Noté que él soltaba el aliento y le cambiaba la respiración. Cerré los ojos y me perdí en los sonidos de su cuerpo.

Amelia había acertado al decir que me escondía entre mi grupo de amigos y que me daba miedo la intimidad. En realidad, se había quedado corta. Me aterrorizaba. Sin embargo, subida en aquella moto, confié en Rafferty. No podía evitarlo. Había algo en él que me decía que era distinto, que me entendería, que no se dejaría engañar por mi aspecto exterior, por la fachada alegre y despreocupada que siempre ofrezco al resto del mundo y que me vería como soy en realidad. Y que yo le entendería también.

Dejé de cuestionarme si me estaba precipitando o si estaba cometiendo un grave error y disfruté de la sensación de tener los brazos alrededor del torso de aquel hombre que con tan sólo mirarme me había cautivado.

Con suma pericia, condujo su moto por las calles de Londres; no era temerario y en ningún momento me puso en peligro. Sus movimientos eran seguros y el modo en que apretaba y aflojaba los brazos me llevó a preguntarme qué se sentiría estando entre ellos.

Supe que nos habíamos detenido porque cesó el ruido y, al abrir los ojos, vi unos árboles a mi alrededor.

No me había dado cuenta de que los había cerrado.

Rafferty desmontó primero y se quitó el casco, que dejó en el suelo, junto a la rueda. Se pasó las manos por el pelo y soltó el aliento despacio al acercarse a mí. Me ayudó a bajar cogiéndome por la cintura y cuando mis pies tocaron el suelo, se colocó tan cerca que sus muslos tocaron los míos a través de sus vaqueros y mis medias color negro.

Esa mañana había elegido un vestido color granate con un estampado de Liberty, que complementaba con una cazadora de cuero negro y botas hasta la rodilla. Sentí sus manos buscando el cierre del casco y, tras presionarlo, me lo quitó y lo dejó también en el suelo sin demasiado reparo.

Me apartó el pelo con manos firmes y me sujetó la cara entre ellas. Sus pulgares me rozaron los pómulos, mientras con los dedos meñique me acariciaba la piel justo por debajo de las orejas.

—Voy a besarte.

No tuve tiempo de asentir.

La boca de Rafferty devoró la mía y un rugido casi animal salió de su garganta y se metió en la mía. Me mordió, creo que sin querer, pero cuando me pasó la lengua por la herida del labio, lo hizo con fuerza y determinación. Fue un beso muy posesivo, no apartó las manos de mi rostro y, con los labios y la lengua separó los míos y me enseñó cómo quería que lo besase.

Yo temblé y si él no se hubiese estremecido también, tal vez me habría sorprendido mi reacción, pero Rafferty seguía devorándome, moviendo la lengua y la boca en busca de la mía, ansiándola. Levanté las manos, que hasta entonces había tenido encima de la moto, a mi espalda, y las puse sobre su torso. Él separó más los labios y me besó más profundamente; sentí que me estaba enseñando lo que necesitaba.

Saberlo, entender que por su parte también estaba aturdido por el encuentro, me llevó a besarlo con más fuerza, a intentar tomar las riendas del beso aunque fuese sólo un segundo y, sujetándolo de la cazadora, tiré de él hacia mí. Moví la lengua por el interior de su boca, buscando los gemidos roncos que huían de su garganta, y con los labios intenté dominar los suyos, que sin duda eran indomables.

Lo mordí, fue también sin querer, y él se tensó, y si nuestras bocas no hubiesen estado pegadas, lo habría oído gemir. Y Rafferty a mí también. Separó los dedos sobre mi rostro y cambió el beso, hasta que comprendí que nunca más podría besar a nadie sin pensar en él.

A partir de entonces, Rafferty Jones sería el propietario de mis labios.

—Dime que pare —dijo con voz ronca, mordiéndome el cuello.

—No pares.

Me lamió la zona que me había mordido y me estremecí.

—Estamos en un parque y quiero arrancarte la ropa y poseerte. —Volvió a besarme en los labios—. Aquí mismo. Ahora mismo.

—Sí.

—No.

Me soltó tan rápido, que si no hubiese tenido la moto a mi espalda, me habría caído al suelo. Él, que estaba a medio metro, lo vio y me miró consternado.

—Lo siento —farfulló—, pero si vuelvo a tocarte te arrancaré la ropa de verdad y te follaré encima de la moto. Y me dará igual que nos vea medio Londres.

Su lenguaje estaba acorde con el temblor de sus manos y el subir y bajar acelerado de su pecho, pero no con la imagen de casi aristócrata del día anterior. Quizá si esa frase me la hubiese dicho otro, me habría ofendido, pero dicha con su voz, recorriéndome con su mirada, no lo hizo. La sentí como un beso más, como otra caricia, una seducción a la que no sabía si podía resistirme.

—¿Dónde estamos? —le pregunté tras asentir.

Rafferty se quedó en silencio unos segundos, caminó hasta un árbol y dejó vagar la vista por el horizonte. Echó los hombros hacia atrás varias veces, como si soportase un peso que iba mucho más allá de lo físico. Pensé en acercarme, aunque algo me decía que ninguno de los dos estábamos listos para tener la clase de conversación que a él le rondaba por la cabeza. Así que me quedé donde estaba hasta que se dio media vuelta y, con una mirada distinta a la de antes, volvió hacia mí.

Seguía mirándome con deseo y sus labios seguían húmedos de nuestros besos; sin embargo, en sus ojos había restos del conflicto que había estado intentando resolver sin éxito. No sabía cuál era y él no iba a decírmelo.

—En Regent’s Park.

Tardé unos segundos en comprender que estaba contestando a mi pregunta de antes. Miré alrededor y me aparté de la motocicleta.

—Es precioso, hacía años que no venía por aquí.

Rafferty se movió y guardó los cascos. Esos minutos que pasó ocupándose de la tarea le permitieron recuperar una calma que a mí seguía eludiéndome, y cuando volvió a mi lado y me ofreció la mano para pasear, pensé que me estaba ocultando algo y quise quejarme.

Ese hombre más despreocupado y distante era igual de atractivo que el anterior, pero yo prefería al complejo, al que había temblado después de besarme y había gemido al morderme. El que no tenía miedo de la pasión y me obligaba a ser atrevida y reconocer mis sentimientos.

—¿Vamos? He pensado que podríamos dar un paseo.

Acepté el paseo y la conversación y cuando me llevó de vuelta a casa, volvió a besarme. Pero igual que en el parque, cuando se apartó noté que volvía a contenerse, a censurarse. Creo que lo noté porque eso era exactamente lo que yo hacía siempre.

Pero si no iba a contenerme con él, si yo iba a arriesgarme, quería que Rafferty hiciera lo mismo. Iba a exigírselo. No sabía cómo, por supuesto, pero no iba a permitir que se fuese de allí de esa manera.

—¿Rafferty?

Me miró levantando una ceja y antes de que pudiese preguntarme qué sucedía, o de perder el valor, lo sujeté de la cazadora y tiré de él. Estábamos en la verja de la calle, porque había rehusado subir diciendo que tenía trabajo pendiente, y lo empujé contra la reja de metal negro. Los barrotes se le clavaron en la espalda, pero en cuanto mis labios se posaron en los suyos y empecé a besarlo con toda la pasión que me despertaba, él me sujetó por la cintura y me llevó hasta la pared de enfrente, donde me encerró prisionera entre sus brazos.

El cambio, comparado con el beso casi dulce y cortés de antes, fue tan brutal que me temblaron las rodillas. Rafferty se pegó a mí, sus labios me dejaron claro que aquel beso le pertenecía y el calor que desprendía su cuerpo me quemó.

—Ven mañana a mi casa. —Interrumpió el beso y apoyó su frente en la mía, mientras con una mano me seguía sujetando la cintura—. A las siete.

—Antes me has besado como si no quisieras volver a verme nunca más —me quejé.

Agachó la cabeza, atrapó mi labio inferior entre los dientes y pegó sus caderas a las mías para que sintiese su erección.

—Mañana. En mi casa. A las siete. Ven.

—De acuerdo.

Me dio un último beso, carnal y sensual como el anterior, y cuando me soltó se alejó de allí como si realmente se estuviese planteando la posibilidad de arrancarme la ropa en la verja de la calle. Yo me quedé inmóvil y tuve que oír el sonido del motor de la moto para comprender que se había ido. Me sonrojé al recordar cómo me había comportado; prácticamente me había echado encima de él.

Sonreí a pesar de la vergüenza. Me sentía maravillosamente por haber encontrado el valor de hacerlo.

El lunes intenté trabajar y no pensar obsesivamente en Rafferty, pero las miradas de complicidad de Amelia, que no dejaba de recordarme todas las frases que yo le había dicho a ella acerca de arriesgarse con sus sentimientos, no ayudaron demasiado.

Además, todavía sentía el sabor de sus besos en mis labios. Sabía que era imposible, o eso pensaba, pero seguía sintiendo la presión de su boca en la mía y el tacto de su cazadora había quedado para siempre grabado en la yema de mis dedos. No era algo sólo físico, lo que complicaba mucho más las cosas y conllevaba un riesgo mucho mayor para mi corazón.

A lo largo de la mañana también había recordado el sonido de su risa, que se le había escapado en un par de ocasiones durante el paseo por el parque, y el modo en que había esquivado mis preguntas acerca de su época universitaria. No había tenido ningún apuro en hablar de su trabajo como abogado, ni tampoco de la cordial, aunque algo distante, relación que mantenía con sus padres, pero se las había ingeniado para no contestar nada que tuviese remotamente que ver con sus años de Oxford.

Intenté no sentirme molesta, al fin y al cabo, era la primera vez que hablábamos y yo tampoco le había contado todos mis secretos, pero tenía la sensación de que los suyos eran más oscuros y complicados que los míos.

Yo sólo tenía miedo de las relaciones serias y de que alguien se acercase demasiado a mí.

Lo de Rafferty parecía más profundo, más doloroso, y a lo largo de la mañana pensé que cuando lo averiguase haría lo que fuera para ayudarlo y para evitar que volviesen a hacerle daño. Esa reacción me sobresaltó, pero pensé que encajaba a la perfección con los sentimientos que Rafferty estaba provocando en mí. Era confuso y maravilloso y no podía esperar a verlo.

Sabía su dirección porque él me la había mandado la noche anterior por teléfono, junto con el ofrecimiento de pasar a recogerme, pero lo rechacé, porque me apetecía llegar sola a su casa. Yo nunca antes había sentido esa clase de nervios, la anticipación de la que todas mis amigas habían hablado durante años. Me sentía increíble por comprender por fin qué era eso de «tener tantas ganas de ver a alguien que te arrancarías la piel» y quería seguir saboreándolo.

Salí del trabajo un poco antes y fui a casa a cambiarme. Me puse uno de mis vestidos preferido, las botas y me maquillé un poco. Me cepillé el pelo y me lo dejé suelto, luego cogí la misma cazadora que el día anterior y bajé a la calle para buscar un taxi.

Durante el trayecto hasta su domicilio, me lo imaginé igual que el domingo, sin afeitar y con el pelo rubio despeinado. Recordé el beso que me dio en la verja y el modo en que echó los hombros hacia atrás al alejarse. Se me aceleró el pulso y me obligué a respirar hondo y a tranquilizarme. No podía llegar allí temblando como una hoja.

El taxista se detuvo frente a una casa y me costó un poco conciliar esa construcción de ladrillo blanco con la moto negra y la cazadora de cuero marrón, hasta que comprendí que Rafferty Jones poseía muchas más capas de las que yo lograría imaginarme nunca.

Y bajé del vehículo ansiosa por descubrirlas todas.