La náusea panameña
Señalar que las agresiones de Estados Unidos contra América Latina suman varias decenas, no constituye por cierto una revelación. Quizá algún lector veterano recuerde que en 1962 el entonces Secretario de Estado, Dean Rusk, presentó a la sesión conjunta del Comité Senatorial de Relaciones Exteriores y Fuerzas Armadas, una pormenorizada lista de las intervenciones norteamericanas en el extranjero. En esa relación se detallan las 169 intervenciones efectuadas por los Estados Unidos entre 1798 y 1945. O sea un número considerablemente mayor que las llevadas a cabo, a través de los siglos, por Gengis Kan, Alejandro Magno, Julio César, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Napoleón, Hitler, Mussolini y Stalin, todos juntos.
De esas 169, casi la mitad corresponden a países latinoamericanos. Hoy debería ser completada con una suculenta addenda: las intervenciones en Cuba (Playa Girón), Santo Domingo y Granada. No obstante, ninguna de esas agresiones fue tan descarada como el reciente asalto a Panamá, un desenfreno que tiene asegurado su sitio en el Guinness como la acción militar más repugnante de este siglo XX que se extingue.
Para mayor escarnio, el presidente Bush se muestra «un poco preocupado por la reacción de América Latina ante su decisión de intervenir en Panamá» y anuncia que el vicepresidente Dan Quayle visitará la región «para asegurar que Estados Unidos no planea un uso indiscriminado de la fuerza en su política exterior». Con esas palabras, en un alarde de hipocresía más bien silvestre, el sucesor de Reagan nos está transmitiendo un mensaje: lo que Estados Unidos está planeando (como siempre lo ha hecho) es el uso discriminado de esa fuerza.
Por otra parte, cuando el Departamento de Estado advierte que la operación Causa Justa (!) sirve para mostrarle al mundo hasta qué extremos puede llegar Estados Unidos en su lucha contra el narcotráfico, cabe hacer algunas preguntas (que, por supuesto, nadie contestará) derivadas de semejante afirmación: ¿significa acaso ese comentario que Estados Unidos se arroga el derecho de intervenir con sus tropas en cualquier país en el que residan, definitiva o temporalmente, uno o varios narcotraficantes de pro? Concretemos: ¿podrá haber en el futuro nuevas operaciones Causa Justa, pero entonces contra Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú, Brasil, México, etc.? Concretemos más aún: ¿serán invadidas naciones como España, Italia, Holanda, de notoria presencia en el tráfico de drogas? Por último, ¿Estados Unidos se invadirá a sí mismo? Porque lo cierto es que el desarrollo masivo del narcotráfico, con la consiguiente demanda de las más diversas capas sociales, comenzó a partir de las verificables y autorizadas dosis de estupefacientes que el Pentágono distribuyó entre sus bravos durante la guerra del Vietnam, a fin de infundirles suficiente coraje como para llevar adelante una guerra injusta (¿sinónimo tal vez de Causa Justa?) en cuya motivación nadie en su sano juicio podía creer. Fueron precisamente los veteranos de Vietnam, cuando volvieron derrotados y convertidos en drogadictos, quienes extendieron profusamente el hábito en su país, y, como consecuencia de la vocación paradigmática del mismo, también en todo el mundo libre, occidental y cristiano.
La náusea que provoca toda la operación istmeña empieza con el juramento, en zona norteamericana y ante autoridades militares yanquis, del fantoche Guillermo Endara como presidente panameño. Quizá este hombre de paja ignore un antecedente. El primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Palma, atornillado también por los norteamericanos en el sillón presidencial, tenía un monumento en La Habana, del que hoy sólo quedan «un par de zapatos de bronce en lo alto de un gran pedestal». Cuando triunfó la revolución, «el pueblo en furia volteó su estatua y eso es lo único que quedó» (ver: Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, pág. 113). ¿Tendrá el gordo Endara algún día su monumento? Por lo pronto, sería bueno que fuera eligiendo los zapatos de bronce.
«Endara is a sonofabitch, but he’s ours», podría decir Bush parafraseando a Roosevelt en su famoso diagnóstico sobre Somoza. Hace pocos días se ha revelado que, al parecer, Endara, al igual que sus dos vicepresidentes, están asimismo vinculados al narcotráfico. Por suerte, Bush no tendrá que ordenar otra invasión a fin de secuestrar a Endara, porque en realidad sus 25 mil soldados no se han ido, ni tienen aún fecha para irse. Así lo ha dicho el mismísimo Bush.
Reconozcamos sin embargo que los yanquis no son los únicos responsables de la náusea. El propio Noriega, figura central de este atolladero, no es precisamente un paradigma. Personaje turbio si los hay, hombre entrenado en los laberintos de la CIA, típico «servitore de due padroni», formado bajo la sombra de Omar Torrijos (éste sí un líder auténtico, osado, creativo y antiimperialista), bocaza incorregible, con discurso de héroe y claudicaciones de pusilánime, un día anuncia que resistirá hasta la muerte y al siguiente se entrega sin nobleza. (Es imposible no recordar aquí la dignidad de Salvador Allende).
¿Y el Vaticano? ¡Vaya con el Wojtyla! La entrega ignominiosa de Noriega a los militares norteamericanos demuestra que para la Santa Sede su concepto actual del derecho de asilo resulta en definitiva bastante más precario que el de Pinochet (quien, después de todo, respetó en su momento a los refugiados en las distintas embajadas). Noriega estaba requerido, ya lo sabemos, por los tribunales norteamericanos. Pero también el tristemente célebre monseñor Marzinkus fue requerido por la justicia italiana y sin embargo el Papa no soltó a esa pieza relevante, fundamental para la debida investigación del escándalo del Banco Ambrosiano. Dominus vobiscum. Et cum espiritu tuo.
De todas maneras, Karol Josef Wojtyla podía haberle enviado a Bush una cita bíblica, verbigracia esta de Exodo (22.6): «El que incendia el fuego, pagará lo quemado». ¿Pagará lo quemado? Por lo pronto, se estima que la invasión le costó a Panamá la friolera de 600 millones de dólares. O sea que, para apresar a un solo y presunto narcotraficante, Estados Unidos provocó 2.000 muertes de civiles y convirtió en escombros a varios barrios de la Capital. ¿Sólo por ser narcotraficante? ¿O porque militó hace tiempo en la CIA y luego desertó? ¿No serán el canal y los plazos perentorios fijados por el convenio Carter-Torrijos, los temas que subyacen como motivos reales de una agresión tan desfachatada?
Después de todo, ¿llegará Noriega a ser juzgado? En los comentarios periodísticos de todo el mundo planean los fantasmas de Kennedy, Oswald, Ruby y otros enigmas del montón y probablemente más de uno debe estar aceptando apuestas acerca de cuándo y de dónde vendrá la bala silenciosa y letal. En ese rubro los yanquis son expertos. Ignoro si existirá en el mundo otra colectividad que haya asesinado a cuatro presidentes. Ellos sí lo han hecho: no parecen dispuestos a que se les escape ningún record.
No puede negarse que la ferocidad anti-Noriega del presidente Bush huele más a venganza que a justicia. Dos mil muertos como precio del secuestro de un presunto narcotraficante, no son moco de pavo. Como escribió hace pocos días Manuel Vázquez Montalbán en El País, de Madrid: «Cuando existía la historia a esto se le llamaba imperialismo, ahora tal vez se trate de un simple ajuste de cuentas entre gángsters».
Dicen los cables que en las calles de Panamá se festejó con ruidosa alegría el secuestro de Noriega. (En ocasión de otra de esas habituales invasiones —la de Granada— cables de las mismas agencias norteamericanas informaron que las putas de Saint George’s estaban encantadas con los marines). Pero en los noticieros de la televisión daba más lástima que asco ver saltar a los oportunistas de siempre, con las mismas flamantes camisetas yanquis y banderas norteamericanas de reciente modelito, todo bien condimentado con los obvios aplausos y los vivas al mejor postor. Nadie nos podrá convencer de que ése es el verdadero pueblo del Istmo. Nadie nos podrá convencer de que la porción más digna de esa sociedad esté con ánimo de homenajear a quienes asesinaron a miles de sus compatriotas. Y como no dudo que los genuinos panameños habrán sido los primeros en sentir esa náusea colectiva, nuestro primer signo de solidaridad es sentirla con ellos. La náusea panameña se ha convertido en náusea latinoamericana.
Al igual que cuando Reagan ordenó la invasión de Granada, desde el comienzo Bush dejó constancia de que uno de los objetivos de la acción armada era proteger las vidas de los norteamericanos residentes en Panamá. El problema es que, de puro bondadoso y para proteger a los suyos, mató a dos mil panameños y destruyó sus ciudades. ¿Qué habría pasado si la Guardia Panameña, para proteger a sus compatriotas residentes en Estados Unidos, hubiera matado a dos mil norteamericanos? (A veces, se comprende mejor un problema con el mero procedimiento de llevarlo al absurdo). Tal vez una medida sensata, a adoptar por los países de América Latina, sería la expulsión preventiva de todos los ciudadanos norteamericanos, residentes en su suelo, y no permitir el ingreso de ningún otro. De esa manera no se correría el riesgo de que, al menor atisbo de crisis, los marines acudieran a rescatarlos.
Vale la pena mencionar otros aportes a la perfección de la náusea panameña. La benemérita OEA, por cierto más respondona hoy que hace un decenio, y la Asamblea General de la ONU; la primera con un solo voto en contra (Estados Unidos, claro) y la segunda por amplia mayoría, deploraron la invasión e instaron al inmediato retiro de las tropas norteamericanas. El Departamento de Estado se pasó ambas resoluciones por el Canal. Sencillamente, ridiculizó a esos organismos internacionales y dejó bien sentado que le importan un bledo. ¿Habría ocurrido lo mismo si sus grandes socios capitalistas hubieran acompañado el voto crítico? Dada la actual soberbia de Washington, no es imposible que la actitud hubiese sido la misma, pero el precio político, en dimensión internacional, habría sido mucho mayor.
¿Qué ocurre? ¿Será que al Japón o a la CE ya no les importan la moral internacional, ni los convenios y tratados, ni los derechos humanos? Sólo España reaccionó con algún decoro, pero tuvieron que matarle a un periodista para que se conmoviera. ¿Será que el prescindente y despectivo posmodernismo ha invadido la diplomacia y entonces todo da lo mismo? ¿Todo será Mierda, como proclama el santo y seña de los nuevos arúspices?
Por muy anticuado y obsoleto que esto suene, no pido excusas para corroborar mi fe en el hombre y mi confianza en que podamos restablecernos de esta grave náusea panameña y volvamos de nuevo a respirar. Habrá que bregar para que (retomando el sesgo irónico de Vázquez Montalbán) vuelva a existir la historia y no nos avergüence llamar a los pueblos por su solidaridad y al imperialismo por su nombre.
(1990)