Los propietarios de la libertad
Las palabras cumplen ciclos; las actitudes también. Sin embargo, cuando las palabras designan actitudes, los ciclos se vuelven más complejos. Cuando el hoy tan denostado Sartre puso la palabra compromiso sobre el tapete y hasta Archibald Mac Leish publicó un libro sobre La responsabilidad de los intelectuales, estas dos palabras, compromiso y responsabilidad, designaban actitudes que, sin ser gemelas, eran bastante afines. Salvo contadas excepciones, los intelectuales de entonces las hicieron suyas, y, equivocados o no, dijeron sin eufemismos a qué bando (así fuera en líneas generales) pertenecían, por qué empeño se jugaban.
Antes, Emile Zola se había aventurado a defender a Alfred Dreyfus y nadie pensó que con ello se deterioraba su libertad individual ni su creación artística. Sí se deterioró, gracias a su lúcido y valiente empeño, la corrupta justicia que había condenado al presunto traidor. Los artistas y escritores comprometidos, en mayor o menor grado, ya fuera en vida y obra o sólo en vida, durante la primera mitad del siglo XX o aun en los años sesenta, no eran simples portadores de pancartas o voceros de consignas. Eran nada menos que Bertolt Brecht, Charles Chaplin, Pablo Picasso, Antonio Machado, César Vallejo, Rafael Alberti, Richard Wright, Cesare Pavese, Miguel Hernández, Paul Eluard, Elio Vittorini, Orson Welles, Alberto Moravia, Pablo Neruda, Jean Paul Sartre, Peter Weiss y tantos otros.
¿Por qué aquellos comprometidos tenían entonces tan buena prensa y los de hoy la tienen tan mala? El peligro sin máscaras era el fascismo, y aunque éste también tenía sus intelectuales adictos (el más célebre, Ezra Pound, hoy tan venerado), la mayor parte de los novelistas, poetas, dramaturgos, pintores, etcétera, eran conscientes de que ése y no otro era el enemigo común. Hoy, buena parte de los asistentes al reciente Congreso de Valencia se las arreglaron para descalificar al Congreso de 1937, ese mismo que en apariencia conmemoraban, pero la verdad es que aquellos intelectuales de hace medio siglo no se detuvieron en filigranas ni en preciosismos a la hora de nombrar, caracterizar y denunciar al entonces más notorio enemigo de la humanidad.
Una cosa es cierta, sin embargo: aunque las democracias europeas no se decidieron a traspasar los Pirineos y del otro lado del Atlántico llegó la meritoria Brigada Lincoln (desnorteados de buena fe, según la actual Administración norteamericana), los Estados Unidos de entonces, mejor informados que los de hoy, también sabían que su enemigo era el fascismo y que la amenaza de una segunda guerra mundial estaba cada vez más cercana. Todos aquellos decididos intelectuales fueron, cuando por fin llegó la anunciada conflagración, aliados de los Aliados. En un momento en que hasta Hollywood iniciaba su breve pero sustancioso idilio con los soviéticos, y a los sones del Concierto para piano y orquesta, de Chaikovski, el ágil Robert Taylor (pocos años antes de denunciar a sus compañeros ante el tribunal MacCarthy) no perdía su elegante sombrerito de siempre en medio del fragor del frente ruso, los intelectuales antifascistas no molestaban al Departamento de Estado, por más que en el fondo, como siempre, desconfiaran de ellos. De ahí la buena prensa, pero también la reticencia en los elogios.
Tampoco molestaba demasiado a Washington el hoy satanizado estalinismo, ya que, después de todo, eran tropas de Stalin las que iban a aguantar el peso del ejército nazi en Leningrado. ¿Serían acaso los procedimientos de Stalin, en esa etapa de la historia del siglo XX, sana y dulcemente democráticos? ¿O simplemente ocurriría que al pragmatismo de los Estados Unidos no le venía mal mantenerse, por un buen lapso, al margen de la lid, en tanto que la Maginot mostraba su inutilidad y los británicos y soviéticos ponían los muertos?
La guerra pasó, sin que ningún centímetro de territorio norteamericano sufriera bombardeos. Tras superar largamente los hornos crematorios de Hitler con las ciudades hornos de Hiroshima y Nagasaki, los Estados Unidos elaboraron planes de muy distinto signo (Marshall para Europa; Camelot para América Latina) y, para su organizado asombro, aquellos prestigiosos intelectuales siguieron siendo, aun después de derrotado el fascismo, más antifascistas que proyanquis. El Tercer Mundo, y en particular América Latina, empezó a sentir la presión cada vez más insoportable y antidemocrática de la Gran Democracia del Norte. Salvo contadas y célebres excepciones, los intelectuales latinoamericanos, siguiendo el ejemplo de sus colegas europeos de decenios atrás, también comprendieron dónde estaba esta vez el enemigo, sobre todo después de que las chapuceras pero cruentas variantes de fascismo criollo mejoraron ostensiblemente su letal eficacia gracias al apoyo económico, militar y político del Pentágono, la Casa Blanca y la Agencia Central de Inteligencia.
Tímida o tajantemente, los intelectuales de América Latina empezaron a pronunciarse contra esos procedentes. No fueron los primeros, claro. Desde el pasado llegaban las voces de Martí, Rodó, Mariátegui, Darío, Alfonso Reyes, Henríquez Ureña, Aníbal Ponce. Pero ahora los esfuerzos no estaban aislados, surgían en medio de una solidaridad continental. Sólo entonces empezó la mala prensa para los intelectuales antifascistas. De norte a sur, los grandes pontífices de la propaganda norteamericana subrayaron una y otra vez la palabra libertad y denostaron el compromiso. Se crearon ámbitos y tribunas (Congreso por la Libertad de la Cultura, revista Libre, etc.) donde la libertad y sus derivados atraían desde el título, como seducción para intelectuales más o menos propensos. La palabra libertad se puso tan de moda que en Uruguay fue el nombre de un presidio. La novedad fue otra variante seductora: la revista Mundo Nuevo (después de muchos juramentos que negaban que la publicación era financiada por la CIA, una asamblea del Congreso por la Libertad de la Cultura, celebrada en París, reconoció públicamente que ese apoyo financiero llegaba a la revista a través de la Fundación Ford y del propio Congreso) o los expeditivos nuevos filósofos franceses. Los técnicos en penetración cultural no tuvieron más remedio que dedicarse a explicar los cambios que había sufrido la palabra libertad. Verbigracia: libertad no era librarse de Batista o de Somoza, reiteradamente condecorados, armados y sostenidos por Washington, sino mantener la prensa libre, que sabe elogiar sin tregua a los invasores económicos y/o militares. Libertad es, por supuesto, el golpeante recuerdo de Afganistán, pero es sobre todo el compacto olvido de la base de Guantánamo (casi 90 años de ocupación norteamericana) o de las invasiones de Bahía de Cochinos, de la República Dominicana y de Granada. Libertad es la emocionada comprobación de que la gran prensa norteamericana es capaz de descubrir que Lumumba o Allende fueron liquidados por la CIA, sin poner el acento en que esa lúcida y veraz autocrítica no sirve para resucitar a ninguno de ambos.
¿Y compromiso? Pues compromiso es la actitud que adoptan ciertos intelectuales que, directa o indirectamente (cuanto más indirectamente, mejor), son «influidos por Moscú». En esos casos siempre conviene destacar que la carga ideológica de sus actitudes y pronunciamientos perjudica notoriamente su literatura y su arte. Puede un poeta escribir de amor y de Dios, de metafísica y de magia, pero si una sola vez estampó su firma bajo una declaración que, por ejemplo, condenaba la clamorosa invasión de Granada, la descalificación (en la crítica «orientada» y en buena parte de los mass media) no sólo tendrá en cuenta esa firma sino que también abarcará su amor, su Dios, su metafísica y su magia, y en particular servirá como pretexto para descalificarlo como poeta. Después de todo, ¿cómo se atreve a frecuentar sueños y cielo y cualesquiera otras provincias del espíritu, si es público y notorio que tales ámbitos más o menos mágicos son patrimonio exclusivo de los propietarios de la libertad? No olvidemos que, como dice con sorna un personaje de Peter Weiss, «el espíritu se mantiene inseparablemente del lado de las finanzas».
Elogiar, o simplemente no mencionar (ver Valencia, 1987) a los Estados Unidos, eso no es degradante compromiso, sino claro ejercicio de la libertad y la independencia del intelectual. Tal vez la palabra imperialismo debería ser borrada del diccionario. Ciertos conspicuos intelectuales no son capaces de pronunciarla ni bajo amenaza de tortura.
De todas maneras, constituye un espectáculo crudamente didascálico (al menos si nos atenemos a las versiones periodísticas) el representado por afamados adalides del no compromiso, comprometidos hasta las amígdalas. ¿Comprometidos con quién? En Valencia 1987, ni siquiera Jorge Edwards (autor de Persona non grata) logró que se firmara una declaración colectiva contra el gobierno de Pinochet.
Es bueno que los autores comprometidos vayan sabiendo qué futuro les espera. A tal extremo ayuda la semántica a la descalificación, que sus obras, sean subversivas o fantasiosas, ya no serán enviadas a la tradicional hoguera; más bien serán arrimadas cautelosamente a la Estatua de la Libertad a fin de que ardan en su inapagable antorcha.
(1987)