Las Vegas estaba mejor que nunca.
Kevin, tumbado en un sofá circular enfrente de los enormes ventanales de la habitación de hotel, veía todo el Strip, desde el león verde radioactivo en la parte inferior del MGM Grand hasta la enorme torre del Stratosphere. El atasco de coches de la calle se sumaba al efecto visual: miles de faros centelleantes, como neuronas viajando por la brillante columna vertebral de la ciudad.
–Cuarenta y dos mil dólares -dijo Dylan desde el sillón reclinable que había en el otro extremo de la habitación. Tenía el ordenador portátil abierto en una otomana-. Un par de meses bastante buenos, dadas las circunstancias.
Kevin asintió. No estaba nada mal. No eran más que cuatro jugadores y sólo habían ido a Las Vegas un par de veces desde la escisión del equipo. Y sin Fisher controlándolos habían podido disfrutar de la ciudad entre los turnos de juego de seis horas que se habían fijado. Para consternación de Dylan, Kevin había empezado a jugar a los dados; sabía que tenía las probabilidades en contra, pero le encantaba la dimensión social del juego, la estimulación de la multitud. Los dados eran el símbolo del nuevo enfoque del equipo. Qué más daba reducir los beneficios si eso les alegraba la existencia.
–¿Cómo estoy? – dijo Jill, saliendo del dormitorio adjunto: el pelo oculto bajo una peluca de color negro azabache, gafas metálicas, pintalabios marrón oscuro, falda de piel y medias de red-. Lo he bautizado como mi «atuendo de colegiala gótica».
–A mí me gusta -respondió Tay desde la barra de caoba que había en el otro extremo de la sala de estar-. Deberías vestir así en el trabajo. Así les meterás miedo y se someterán a ti sin rechistar.
Kevin rió. Desde la ruptura, el ambiente había cambiado radicalmente. La mentalidad de aislamiento se había esfumado. Con un equipo más pequeño, sentían que ahora era imposible que les expulsaran. Y si Kevin continuaba jugando tanto a los dados -apostando miles de dólares por tirada-, los casinos les iban a tratar un poco mejor que antes, incluso si les prohibían jugar al Blackjack. Un gran apostador que contaba cartas no era lo mismo que un contador de cartas que jugaba como un gran apostador.
–¿Listos? – preguntó Kevin, levantándose del sofá. Su reflejo siguió sus movimientos en el cristal de la ventana, iluminado por las luces de neón de la calle.
–¿Dónde vamos hoy? – preguntó Dylan. Habían elegido el MGM Grand como base de operaciones y habían acordado no jugar nunca a Blackjack en su casino. Había otros lugares en los que sus rostros aún eran bienvenidos. Kevin había intentado conseguir más información sobre qué casinos continuaban siendo seguros telefoneando a la agencia Plymouth, pero no obtuvo resultados. Se planteó pedirle ayuda a Micky, pero luego pensó que Micky tendría más afinidad con el equipo de Fisher y Martínez. Al fin y al cabo, los dos jóvenes contadores eran su viva imagen.
–¿Qué os parece el Luxor? – preguntó Kevin. Cada vez le gustaba más ese hotel. Su casino laberíntico le infundía seguridad.
Tay se terminó la bebida. Dylan cerró el portátil. Jill se estiró la falda, con la intención de cubrirse el muslo unos centímetros más.
–¡A por la pirámide!
Las puertas del ascensor se abrieron en la planta del casino del MGM Grand y Kevin dio dos pasos en dirección a la salida cuando vio la peluca rubia, las gafas oscuras y la camisa tejana.
Fisher estaba observando atentamente la parte posterior del casino del MGM Grand, merodeando por las mesas de Blackjack. Kevin sabía cómo trabajaba Fisher: en cualquier momento recibiría la llamada de alguno de sus compañeros de equipo, se sentaría en la mesa frotándose las manos y contaría que acababa de llegar de Los Angeles y tenía que ganar dinero para pagar la gasolina del viaje de vuelta. Luego sonreiría alegremente y empezaría a apostar fichas moradas.
–¿Lo has visto? – preguntó Dylan inclinándose sobre el hombro de Kevin-. No sabía que estuviesen trabajando en el MGM. Si juegan aquí, van hacer que el sitio sea peligroso y ya no podremos alojarnos en el hotel.
Jill se puso a su lado.
–Digámosles que se vayan. Pueden jugar en muchos otros casinos.
–Están en nuestro territorio -añadió Tay-. Que se busquen el suyo.
Kevin les hizo un gesto para que callaran. A él tampoco le gustaba que el equipo de Fisher jugara en el MGM Grand, pero poco podía hacer para impedirlo. No había hablado con Fisher -ni con Martínez, de hecho- desde la noche de la ruptura. Si las relaciones hubieran sido un poco más cordiales, tal vez habrían podido pactarlo y trabajar en extremos opuestos del Strip. Kevin estaba seguro de que a Martínez le gustaría llegar a un entendimiento, pero no lo tenía tan claro respecto a Fisher.
Observó todo el casino y localizó a Kianna y Brian en una zona próxima a la mesa en la que le gustaba jugar a dados. A Martínez le encontró en el fondo de la sala, vestido con tejanos y una gorra de béisbol.
–De acuerdo, voy a hablar con Fisher -declaró Kevin, sacudiendo la cabeza.
Avanzó y notó que se le hacía un nudo en la garganta. En los dos últimos meses había intentado no pensar en la ruptura en términos personales, pero ahora no lo podía evitar; Fisher había sido amigo suyo, una parte importante de su vida. Y, cuando le convino, le había sacado de en medio sin ningún miramiento.
Kevin alcanzó a Fisher justo cuando se dirigía hacia la mesa de Kianna. Le puso una mano en el hombro y le detuvo a media zancada. Fisher se puso tenso y levantó la mirada. Con un gesto, Kevin le señaló en dirección al baño.
Como de costumbre, se encontraron en los últimos urinarios. Fisher fue el primero en hablar, en tono enfadado pero contenido.
–Eso ha sido una estupidez. Podrías habernos delatado.
–Tenéis que largaros de aquí -respondió Kevin-. Éste es nuestro territorio base. Aquí no se juega.
Fisher se sacó las gafas de sol. Kevin pudo ver que aún se le veía el morado del ojo derecho. Durante un momento sintió lástima, pero luego recordó que Fisher le había acusado de ser parcialmente responsable del incidente de las Bahamas.
–Jugaremos donde nos dé la gana -dijo Fisher-. Pero si no sois más que turistas… Alojaos en el Circus Circus o el Excalibur. Dejadnos las mesas de Blackjack a nosotros.
Kevin se dio cuenta de que tendría que ser él quien actuara como un adulto.
–Venga, Fisher. Esto es ridículo. No tenemos por qué ser enemigos. Podemos trabajar juntos.
–Tienes razón -dijo Fisher, ajustándose la peluca-. No tenemos por qué ser enemigos. No os metáis en nuestro camino y todo irá bien.
O sea que así era como Fisher quería que fueran las cosas. Con echar a Kevin del equipo no era suficiente, tenía que echarle de Las Vegas.
–Hay espacio para dos equipos -replicó Kevin-, pero no en el mismo casino.
–Entonces vete -dijo Fisher-. O incluso mejor, sigue el consejo de Micky. Decídete a dejarlo.
Se volvió a poner las gafas de sol y salió del baño, dejando a Kevin con la palabra en la boca. Kevin le observó mientras se iba. «¡Qué gilipollas!» Se dio cuenta de que todo era una cuestión de control. A Fisher no le gustaba que el comando de Kevin aún fuera operativo porque ya no estaban bajo su control. Tal vez esperaba que Kevin se amilanara y dejara el recuento de cartas. No podía estar más equivocado.
Fisher había contribuido a que le reclutaran como contador de cartas, pero no sería él quien le dijera cuándo tenía que dejarlo.
Kevin volvió a la zona de los ascensores:
–Ha rechazado mi sugerencia.
–¡Qué imbécil! – dijo Jill entre dientes.
–¿Entonces qué hacemos? – preguntó Tay.
–Le ignoramos -dijo Kevin, observando como todos a Fisher-. Las Vegas es lo suficientemente grande como para que quepamos todos.
Pero no era la ciudad lo que le preocupaba a Kevin, sino el ego de Fisher. ¿Era casualidad que estuviera jugando en el MGM Grand?
¿O intentaba mandarle algún mensaje?