VEINTICINCO

The Bayou, Shreveport, Louisiana, 1998

Si Kevin hubiera conocido todos los detalles del incidente de Martínez, seguramente no habría accedido a realizar el experimento que Fisher propuso para el siguiente fin de semana. Pero Martínez había contado una versión suavizada de la historia. Aun así, el incidente fue descorazonados le habían expulsado sin haber jugado ni una sola mano de Blackjack en el casino.

Sin embargo, durante el resto del fin de semana no hubo contratiempos: Martínez logró serenarse e incluso fue al Caesars a hacer el segundo turno. El domingo por la mañana el equipo había conseguido la impresionante cantidad de doscientos mil dólares de beneficios, recurriendo a un abanico variopinto de disfraces. Martínez había dejado su traje de japonés para convertirse en un tipo de origen mexicano primero y de Europa del Este después. En cuanto a Kevin, él se había quitado la coleta y las cicatrices para ponerse el disfraz de un hombre chino «acabado de aterrizar» y luego para vestir con un atuendo polinesio que hubiera combinado a la perfección con el decorado del Mirage. Fisher se había teñido el pelo tres veces y aún llevaba reflejos rubios rojizos con mechones negros en las raíces.

Kevin estaba disfrutando mucho con el subterfugio; se sentía más James Bond que nunca, poniéndose maquillaje en los servicios del aeropuerto o incluso arreglándose en el baño del avión justo antes de aterrizar.

No cabía duda de que la expulsión de Martínez era una mala señal, pero el equipo creía que con los disfraces y el maquillaje podrían continuar en activo durante algún tiempo. Bastaba con que evitaran los locales más peligrosos y explorasen nuevas maneras de jugar.

En ese sentido, el descubrimiento de Fisher vino como caído del cielo.

–Shreveport, Louisiana. Barcos de vapor y casinos con todos los servicios a sólo quince minutos del aeropuerto. Montones de mesas de Blackjack, apuestas máximas muy altas y personal poco avispado. Son pueblerinos con fichas. No nos puede salir mal.

Le había hablado de los casinos sureños un amigo que jugaba en un equipo de contadores del oeste. Los barcos casino de Shreveport -algunos réplicas de los barcos de vapor con paletas del siglo xix- eran territorio virgen para el equipo del MIT, una mina sin explotar. El plan era que Kevin, Fisher, Martínez y Dylan fueran en misión de reconocimiento para explorar el lugar y, si todo salía bien, el resto del equipo se reuniría con ellos al día siguiente. Decidieron utilizar un camuflaje mínimo, así que los disfraces de los cuatro miembros del equipo se limitarían a pequeños cambios en el color del pelo y la piel.

Reservaron dos habitaciones en un hotel cercano al aeropuerto de Shreveport, alquilaron un Toyota de cuatro puertas y luego se trasladaron hasta los muelles del Red River. Su primera parada fue el Jack Binion's Horseshoe Casino, un complejo formado por un hotel de veinticinco plantas construido al lado de un casino flotante con casi 2.800 metros cuadrados de zona de juegos. Cuando detuvieron el coche delante del hotel, se quedaron impresionados por su tamaño: se esperaban algo más rústico, más acorde con la pequeña ciudad destartalada por la que acababan de pasar. En realidad, el Horseshoe era el edificio más alto desde Dallas hasta Atlanta y albergaba más de seiscientas habitaciones.

Dejaron el coche en el aparcamiento y entraron en el vestíbulo del hotel. La clientela que entraba en el casino flotante sí que encajaba con el estereotipo del Sur: pantalones cortos y petos tejanos, gorras de béisbol y camisetas. Kevin se puso un poco nervioso al pensar que cuatro chicos medio asiáticos en ese escenario no pasarían tan desapercibidos como en Las Vegas, pero le consoló pensar que su etnicidad y su aspecto -informal, urbano, sin duda procedente del noreste del país- sí que encajarían con la cantidad de dinero que iban a apostar. Alguien con un gorro de béisbol y un peto no iba a dilapidar cincuenta mil dólares jugando al Blackjack.

Una vez dentro, observaron el entorno. El barco de vapor contaba con tres plantas y la mayoría de las mesas de Blackjack estaban situadas en la cubierta inferior. Embarcaron en el casino uno por uno, en intervalos de diez minutos. Kevin fue el último y se tomó su tiempo para deambular entre las mesas llenas de gente. Tal como había dicho Fisher, el límite de las apuestas era de cinco mil dólares y la visibilidad de los observadores era bastante buena. Kevin se deslizó en un asiento y saludó a sus nuevos compañeros de mesa.

Apostó lo mínimo y empezó a contar el gran número de cartas bajas que salían de la baraja. Le llamó la atención que aquí, a diferencia de Las Vegas, los jugadores charlaban amistosamente mientras jugaban, dándose consejos los unos a los otros y comentando la jugada cuando le tocaba al crupier. A Kevin le encantó la camaradería que reinaba en la mesa e incluso ayudó, junto a los otros jugadores, a una joven que no sabía qué hacer con una pareja de nueves.

Hacia las doce de la noche llamó a Fisher en dos ocasiones. No detectó ningún signo de hostilidad por parte de los sonrientes jefes de mesas que deambulaban entre las mesas y parecía que el juego en equipo pasaba totalmente desapercibido. Cuando dejaron el barco -otra vez separados por intervalos de diez minutos-, habían ganado cincuenta mil dólares. Como iban a pasar todo el fin de semana en Shreveport, decidieron no cambiar las fichas del Horseshoe por efectivo y las guardaron cuidadosamente en la enorme bolsa de plástico que llevaban en el maletero del Toyota.

Fisher creía que aún no era hora de irse a dormir, así que propuso asaltar otro de barco de vapor, un casino decorado al estilo caribeño que se llamaba Isla de Capri. Kevin no estaba cansado, así que se apuntó. Dylan pidió parar un momento para llamar a Jill, pero luego todos se dirigieron hacia la próxima parada.

Dejaron el coche en el aparcamiento y entraron en el Capri uno a uno. Era más pequeño que el Horseshoe y estaba en peores condiciones. Kevin observó la zona del Blackjack y vio que las mesas estaban más apretujadas, pero que los máximos también eran altos y que la visibilidad no era mala. Esperó a que Fisher, Dylan y Martínez tomaran posiciones en varias mesas y luego empezó a rondar por la zona de juego.

Había dado una vuelta por toda la cubierta cuando vio algo raro. Cuatro jefes de mesas estaban reunidos en el centro de la zona del Blackjack, inclinados sobre una pequeña mesa. Normalmente los jefes no se agrupaban; cada uno tenía su «territorio» y sólo intercambiaban impresiones en los cambios de turno o cuando había un problema de seguridad.

Kevin tuvo una sensación desagradable y avanzó un poco para poder observarlos mejor. Encontró un lugar idóneo entre dos mesas de Blackjack, donde quedaba oculto por un hombre corpulento con un peto tejano que estaba inclinado sobre una mesa intentando sumar sus cartas.

Los jefes de mesas hablaban en voz baja. Los cuatro vestían con camisa blanca y corbata y dos llevaban chaquetas oscuras. Todos tenían una expresión seria, con los labios apretados y el cejo fruncido. Era evidente que algo les inquietaba. Kevin alargó el cuello para mirar la mesa que tenían delante. En el centro había una máquina de fax, que en esos momentos imprimía una hoja de papel. Kevin entrecerró los ojos y vio que las primeras páginas estaban cubiertas de letras. Luego vio que salía una nueva página, más oscura que las anteriores. Incluso desde lejos, se veía que la hoja estaba dividida en cuatro partes, con una imagen en cada una. Uno de los hombres rompió la página y la levantó para que todos pudieran verla. Kevin alcanzó a ver bastante bien las cuatro partes y de repente lo entendió.

Eran fotos. Eran los retratos de cuatro hombres jóvenes. No podía verlos con precisión, pero dos tenían rasgos asiáticos y uno llevaba el pelo rapado.

A Kevin se le hizo un nudo en el estómago y dio un paso atrás. «¡Dios mío!» Un fax con fotos de cuatro jóvenes: un equipo de contadores que atacaba el casino por primera vez; un equipo que había sufrido varias expulsiones en Las Vegas durante las dos últimas semanas.

Kevin siguió mirando de reojo a los jefes de mesas mientras se dirigía hacia Fisher. Rompiendo todas las reglas y saliéndose del personaje, le dio un golpecito a Fisher en el hombro y dijo:

–Ve a buscar a los demás. Nos largamos de aquí. ¡Ya!

Fisher se puso colorado, pero no se volvió. Se limitó a asentir con la cabeza, casi imperceptiblemente.

Kevin se dirigió rápidamente hacia la salida. Los jefes de mesas continuaban reunidos alrededor del fax, pero uno de ellos llamaba a alguien por teléfono. «Está pidiendo refuerzos.»

Kevin llegó a la rampa que conducía al hotel y aceleró el paso. Un minuto después corría por el vestíbulo en dirección al mostrador del mozo del aparcamiento. Le dio una propina de veinte dólares y le pidió que le trajera el coche inmediatamente.

Martínez fue el primero en llegar. Un minuto más tarde, Fisher y Dylan llegaron corriendo y resoplando.

–¿Qué pasa? – dijo Fisher.

Kevin levantó la mano: estaban fuera, pero seguían demasiado cerca del hotel para poder hablar tranquilos. Esperó a que llegara el mozo con el coche y a que estuvieran todos dentro del vehículo. Se puso al volante y pisó el acelerador.

–Creo que nos están buscando. Han recibido un fax con cuatro fotos: cuatro hombres jóvenes, al menos dos asiáticos. Uno era exactamente igual a Fisher.

Hubo un momento de silencio. Luego Fisher se aclaró la voz y exclamó:

–Es imposible. No puede ser. No hacía ni diez minutos que habíamos llegado. Ni siquiera hemos hecho una puta apuesta.

–Pero hemos estado en el Horseshoe toda la noche -respondió Kevin dando un giro brusco con el volante para esquivar una camioneta que se incorporaba a la carretera-. Quizá nos han descubierto allí y han mandado el fax al Capri por cortesía. No parecía que ninguno de los jefes nos hubiera visto; lo más probable es que estuvieran a punto de pedir que los ojos celestiales escanearan la multitud para encontrarnos.

Dylan se acercó desde el asiento de atrás.

–Pero entonces ¿cómo han conseguido las fotos?

Martínez tamborileaba con los dedos sobre la ventana.

–Bueno, si el Grand Victoria de Chicago ha contratado a la Plymouth, es posible que estos barcos también lo hayan hecho. Puede que la agencia haya advertido a todos sus clientes. Nos pillan cuando empezamos a ganar y parece que ahora incluso cuando entramos por la puerta…

–Entonces somos dinosaurios -farfulló Kevin, sintiendo un peso en el pecho.

–¡No somos unos putos dinosaurios! – gritó Fisher, dando un puñetazo contra el salpicadero-. No sabes qué había en el fax. Puede que no tuviera nada que ver con nosotros. Igual están buscando a cuatro chicos que han atracado un supermercado. Lo que es seguro es que no nos han expulsado. Pero si nos hemos llevado cincuenta mil dólares del Horseshoe y nadie nos ha dicho nada…

–¿Y crees que eso es casualidad? – preguntó Kevin.

–Creo que estás sacando las cosas de quicio -replicó Fisher-. No estás concentrado en el juego. Tendríamos que haber esperado a que nos expulsaran. No deberíamos haber roto filas. Ahora no sabemos qué está pasando ni qué tenemos que hacer.

Kevin sacudió la cabeza, ofendido por el tono de Fisher:

–Yo sé perfectamente lo que tenemos que hacer. Nos subimos a un avión y volvemos a Boston.

Fisher le fulminó con la mirada, pero no respondió. Martínez seguía tamborileando con los dedos en la ventana. Kevin ya había tomado una decisión: le traía sin cuidado lo que pensara Fisher. Él no iba a quedarse por ahí esperando a que los pillaran. Estaban en Louisiana, estaban en el sur. Kevin no tenía ni idea de qué tipo de gente dirigía los casinos ni qué estarían dispuestos a hacer con una panda de chicos del norte que querían llevarse su dinero.

De repente Dylan se exclamó:

–¡Mierda! ¡No hemos cambiado las fichas del Horseshoe!

Kevin apretó el volante con todas sus fuerzas. Había olvidado ese detalle. Miró a Fisher y a Martínez por el retrovisor. Fisher miraba hacia delante. Martínez tenía los ojos cerrados. Kevin sabía lo que estaban pensando. Cincuenta mil dólares era demasiado dinero; no podían renunciar a esas fichas. Tenía mucho miedo, pero no había elección: tenían que volver al Horseshoe.

Dio la vuelta y condujo en silencio en dirección al enorme e iluminado hotel amarrado en el muelle. Cuando llegaron al cruce se volvió para mirar a Fisher:

–Muy bien -dijo en voz baja-. Aparcaré cerca de la entrada. Vosotros os quedáis en el coche mientras yo entro a cambiar las fichas.

Fisher hizo ademán de querer decir algo, pero luego se lo pensó mejor y se limitó a encogerse de hombros: estaban huyendo porque Kevin era un paranoico; si Kevin quería cambiar las fichas, allá él.

Dylan cogió la bolsa de plástico y se la dio:

–No te lo gastes todo en el mismo sitio.

Al cruzar el vestíbulo, Kevin sintió que todo el mundo le miraba. Subió la rampa que llevaba al barco de vapor y entró en el casino. Ahora había muchísima más gente. Antes de llegar a la caja se cruzó con tres guardias de seguridad uniformados. Por suerte, no se fijaron ni en él ni en la pesada bolsa de plástico que llevaba fuertemente agarrada contra el pecho.

En la caja había un poco de cola. Tuvo que esperar diez minutos antes de que la mujer bajita y con un moño de pelo castaño que iba delante de él llegara a la ventanilla. Kevin se mordió el labio inferior al ver que dejaba en la bandeja doce dólares en fichas. Con su bolsa, Kevin iba a llamar la atención como un elefante en una exposición canina. Un elefante asiático, además.

La mujer recogió su dinero -dos billetes de cinco dólares y dos de uno- y Kevin se acercó a la ventanilla. Puso sus fichas en varios montones. Un gran apostador no solía cambiar sus propias fichas; algún empleado del casino lo hacía por él, pero Kevin estaba en una misión estratégica, una operación relámpago.

El cajero, un hombre rubio con las mangas de la camisa enrolladas, vio el montón de fichas moradas y, con una sonrisa en los labios, dijo:

–Un momento, por favor.

Mientras ponía las fichas en una bandeja, el hombre cogió el teléfono. Aunque sabía que era el procedimiento habitual, a Kevin se le aceleró el pulso. Ya no se podía salir con dinero de un casino sin que alguien hiciera una llamada telefónica. Había que informar a Hacienda de cualquier transacción superior a los diez mil dólares. A Kevin no le gustaba el procedimiento, pero tampoco le preocupaba demasiado, puesto que utilizaba una identidad legal y su número de la seguridad social era real. Le preocupaba mucho más la persona que había recibido la llamada.

El cajero se alejó de la ventanilla. Cuando volvió aún tenía esa estúpida sonrisa en la cara.

–Tendrá que esperar unos minutos. Por favor, sea tan amable de apartarse para que pueda atender a los otros clientes mientras los chicos de arriba gestionan su cuenta.

Kevin asintió con la cabeza, poniéndose cada vez más nervioso y dejando paso a otro cliente. Estaban tardando demasiado. Se preguntó si sería mejor marcharse sin más, pero era demasiado dinero como para darlo por perdido. Recuperó la compostura recordándose que no había hecho nada malo: no había infringido ninguna ley ni había herido a nadie. «Que les jodan, si no quieren que juegue en su casino. Cogeré el dinero y me iré a jugar a otra parte.»

Al cabo de diez minutos, dos hombres con trajes oscuros salieron de una puerta situada detrás del mostrador. Uno de ellos tenía el pelo gris y llevaba unas gafas de sol con la montura de plástico. El otro era más joven, tenía la nariz chata y los labios delgados. El tipo de las gafas llevaba una bolsa de papel marrón en la mano.

Sin mediar palabra, le dio la bolsa a Kevin y luego cruzó los brazos sobre el pecho. Kevin miró dentro de la bolsa y vio varios fajos de billetes de cien dólares. Cuando levantó la mirada, la nariz chata señalaba hacia la puerta.

–Tú y tus amigos ya os habéis podido divertir un buen rato. Ahora largaos de nuestro barco.

Kevin se puso pálido. Se dio la vuelta y se fue hacia la salida. No miró atrás. «Paso a paso, paso a paso.»

Atravesó la puerta y entró en el hotel por la rampa. Luego cruzó el vestíbulo del hotel y salió a la calle. Pasó al lado del mostrador del aparcamiento y se dirigió hacia el coche.

Había dado cuatro pasos cuando de repente una furgoneta blanca con los cristales ahumados que iba en contra dirección se detuvo a su lado. Kevin vio que la furgoneta reducía la velocidad para mantenerse a su lado. No se sentía los pies, pero siguió caminando: «paso a paso, paso a paso». Cuando estaba a diez metros del Toyota, empezó a correr. La furgoneta paró un segundo, pero luego aceleró con un chirrido de los neumáticos, esquivó el coche y se dirigió a toda velocidad hacia la carretera.

Kevin se sentó en el asiento del copiloto y tiró la bolsa de papel al asiento de atrás. Fisher estaba en el asiento del conductor, alargando el cuello para ver la furgoneta derrapando en la esquina.

–¡Arranca! – gritó Kevin-. ¡Ahora!

Fisher pisó el acelerador y el Toyota arrancó con una sacudida. Casi habían llegado al otro lado de la calle cuando Fisher tuvo que pisar a fondo el freno: un coche de policía les bloqueaba el paso.

–Dios mío -dijo Dylan-. Esto no tiene buena pinta.

Desde el asiento delantero del coche de policía encendieron un enorme foco y les dejaron totalmente deslumbrados. Kevin tuvo que cerrar los ojos. Se quedó totalmente quieto y puso las manos en el salpicadero. Esperaba que Fisher y los demás fueran lo bastante listos e hicieran lo mismo. Esto ya no tenía nada que ver con la ley. Si cuatro chicos de Boston desaparecían en una pequeña ciudad de Lousiana, resultaría muy difícil averiguar qué había ocurrido, sobre todo si eran contadores de cartas profesionales…

Pasó un minuto entero. Entonces apagaron el foco. Kevin abrió los ojos y vio que el coche de policía pasaba lentamente al lado de su coche. Uno de los polis le fulminó con la mirada: en el regazo tenía una escopeta.

Kevin parpadeó varias veces, pero no cabía duda de que la mirada del policía estaba cargada de veneno. Lo del foco había sido una advertencia. Ya no eran bienvenidos en Shreveport. Esto no era Boston, ni siquiera Las Vegas. Y tampoco era un juego. No tenía nada que ver con grandes corporaciones ni con ventajas matemáticas. Era una cuestión de gente y de dinero. Y de qué estaba dispuesta a hacer la gente para proteger su dinero.

Cuando vio que el coche de policía se había ido, Kevin miró a Fisher.

–No vuelvas a decirme que saco las cosas de quicio. Esos polis no buscaban a unos atracadores. Estaban cazando dinosaurios.