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A pesar de ser estrábico y de llevar esas graciosas gafas de submarinista, Carlino no es feo. Y aunque pronuncie mal las palabras y con frecuencia balbucee, no es tonto. Desde que descubrió que una de las cabezas del dragón mágico vive al otro lado del muro, no hace más que encaramarse a una escalerita de ladrillos y asomarse para gritar:
—¡Dagón, dagón! ¡Ven!
Si el vecino no le contesta, sigue y sigue y a veces los vecinos de los apartamentos vendidos se asoman, lo reprenden y le dicen que se vaya para dentro y deje de molestar o llamarán a la policía.
Entonces él regresa desolado para su casa.
Pero cuando el vecino está y lo oye, se acerca al muro y se queda hablando con el niño. El muro es tan bajo que apenas alcanza la altura de un hombre, pero el vecino se queda siempre de su lado. La condesa se da cuenta de su presencia por los movimientos de su hijo y entonces, primero se pinta los labios, se pone sombra de ojos y se peina, y después sale con cualquier excusa, como por ejemplo, tender la ropa seca o regar las plantas que ya están regadas.
Intenta pegar la hebra y a veces lo invita a saltar el muro para ver su hermoso jardín, o a que pase por su casa, pero él siempre tiene algún compromiso y dice que gracias, que otra vez será. En el vecindario nadie sabe nada de este hombre, que sigue siendo un misterio.
Pero el niño debe de hacerle un montón de preguntas y recibir respuestas, porque, a su manera, cuenta que tiene una barca, que va a pescar, que pilota aviones y enseña a volar a la gente. Carlino se pasa ahora todo el tiempo con la nariz vuelta hacia el cielo.
—¡El vión! —exclama eufórico al ver uno en el cielo—. ¡El vión!
Desde hace poco, cuando pesca mucho, el vecino ha tomado la costumbre de darle al niño una bolsita con pescados para su mamá.
Ella casi se desmaya de la emoción y corre a invitarlo a comer pescado con ellos, pero él ya se ha metido en su casa y no la oye y si la condesa sale a la calle, vuelve la esquina y le toca el timbre desde el portón, no le abre. Ella se arma de valor y enfila por el largo pasillo hasta la escalerita y desde la puerta de cristales a lo mejor ve que se filtra la luz, o bien oye que el televisor está encendido. En cierta ocasión le preguntó por qué en su casa se oyen ruidos incluso cuando no hay nadie, y el vecino le contestó que él necesita siempre tener voces y sonidos de fondo. Cuando está en casa o cuando regresa de la calle necesita el efecto «familia numerosa», por eso siempre lo deja todo encendido.
La mujer con la que vivía el vecino, la que tocaba el violín y cuidaba de las flores, ya no está. Ahora es otoño y las plantas se han doblado sobre sí mismas y se han quedado ahí, secas.