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La familia de las tres hermanas ya era rica a principios del siglo XIX, cuando el rey vino a refugiarse aquí, en Cerdeña, tras la llegada de los franceses a Piamonte, pero todavía no era noble. Según dicen, el título le fue concedido porque un antepasado le había conseguido al rey, que siempre estaba de mal humor, despotricando contra Cerdeña porque era el «culo del mundo», y dando portazos en el Palacio Real, unas vajillas hermosísimas para que pudiera poner la mesa adecuadamente.

El palacio nobiliario se encuentra en el barrio de Castello y fue construido en el siglo XVII, de manera que ya existía en la época en que el tatarabuelo lo recibió como regalo del rey juntamente con el título. Se trata de un edificio que hace esquina. En otros tiempos las tres fachadas pertenecían a la familia de las condesas, con dos entradas que daban a las calles más importantes del barrio, animadas por un trajín de tíos, tías, abuelos, primos, sirvientes y también médicos, porque la mamá de las condesas sufría del corazón.

A las nobles damas les han quedado dos de las tres fachadas, una da al callejón, y la otra, a la calle principal. En las plantas primera y segunda se encuentran los largos balcones centrales con balaustradas de estatuas estilizadas de yeso, flanqueados a la derecha y a la izquierda por balcones más pequeños. En la tercera planta sólo hay ventanas enmarcadas por columnas, rematadas por frontones en cuyo interior se encuentran los tímpanos con ángeles.

El vestíbulo es suntuoso y, cuando el portón está abierto, mucha gente se para a curiosear o entra, atraída quizá por la atmósfera absorta o por el silencio, como en los conventos. En las cuatro paredes del vestíbulo hay unas hornacinas con los bustos de los antepasados y, al fondo, dos pequeñas escaleras de mármol blanco, con balaustradas también de mármol blanco que se unen en la entreplanta y forman una galería con arco central que lleva a las escaleras.

A ambos lados del arco se abren dos puertas, la de la derecha corresponde al apartamento número uno, y la de la izquierda, al apartamento número dos, ya vendido. En el centro, pasado el arco, se encuentra el rellano que lleva a las escaleras, iluminadas por ventanas con vidrieras de colores, como en los caleidoscopios. La escalera de la derecha conduce al apartamento número tres, de Maddalena y Salvatore, y la de la izquierda, al apartamento número cuatro, ya vendido. En la segunda planta están los apartamentos cinco y seis, ya vendidos. Después, en la tercera planta, los apartamentos siete, ya vendido, y ocho, donde vive Noemi.

Maddalena y Salvatore, su marido, que debían formar una familia numerosa, viven en la planta noble. Además de las ventanas que dan al patio interior, tienen un balcón a la calle y dos ventanas sobre el callejón, que desemboca en una plazoleta de Cagliari iluminada por la luz cegadora del cielo y el mar.

Pero es en el gran patio interior, al que en otros tiempos daban las habitaciones menos nobles, donde los apartamentos de las condesas poseen el mayor número de ventanas.

En el curso de los años el edificio sufrió una división tras otra a raíz de las quiebras y a la familia sólo le quedaron los apartamentos uno, tres y ocho, y para Noemi, la primogénita, sería una satisfacción readquirirlos todos antes de envejecer y morir.

En otros tiempos, en la casa de la condesa de mantequilla no vivía nadie, era un almacén de provisiones. Es oscura y fea, pero segura para su hijo Carlino, que desde que ha aprendido a caminar se escapa y echa a correr por las callejuelas. Se escapa y corre antes de que a su mamá le haya dado tiempo a limpiarlo. Con las comisuras de la boca siempre brillantes de algo que acaba de comer. Y su mamá detrás. Corre hacia los grupos de niños que juegan en las plazoletas y que nunca lo quieren. Su mamá lo encuentra y cuando ve que nadie se junta con su hijo, pone cara triste, después lo toma de la mano y se va caminando para su casa con la cabeza inclinada hacia un lado.

Noemi no traga a esos niños. Piensa que no se juntan con su sobrino porque lleva unas gafas que parecen de submarinista.

—Ya me las van a pagar —dice.

El título nobiliario de las tres hermanas no es en absoluto de Mantequilla. Así llaman a la más pequeña, porque es torpe, por tener manos de mantequilla y porque toda la realidad le hace daño a su débil corazón, que también es de mantequilla.

Cuentan que cuando era muchachita la reprendían, porque cuando en la casa precisaban algo no se podía contar con ella, pues estaba ayudando a algún pobre del vecindario, y decía que total ellos tenían de todo. Cuando llovía iba a los sótanos inundados de Castello a sacar agua con cubos, en cambio, si faltaba agua, llevaba bidones desde su casa, porque total en su casa ya tenían depósitos.

Según Noemi molestaba, porque no sabía hacer nada y con sus manos de mantequilla no hacía otra cosa que desordenar más los tugurios de aquellos pobrecitos. Pero ella regresaba a casa feliz si había ayudado a alguien. Asomaba con su delgadez por el hueco de la puerta alta y oscura del comedor, los brazos cruzados, sin decidirse a entrar, porque quería disculparse por ser buena o quizá también por haber venido al mundo.

Hacía de canguro gratis cuando las madres de los niños iban a trabajar. Si después ni siquiera le daban las gracias y a lo mejor se mostraban frías con ella, se preguntaba: «¿Qué mal les he hecho yo?», y nunca pensaba que era buena. Al contrario. Pensaba que todo le iba mal precisamente porque no lo era y a Noemi le entraban ganas de estamparla contra la pared, a esa hermana estúpida.

Aquí, en Castello, mucha gente se ríe de ella, y si no se ríen, en cualquier caso, la critican. Lo que tiene gracia es que todos le recomiendan que se haga respetar y después son los primeros en tratarla sin ninguna consideración. Noemi la primera, porque no hace más que imponer su voluntad a gritos.

El vecino estaba allí desde hacía mucho tiempo, al otro lado del muro del patio, y ninguna de las tres hermanas se había fijado nunca en él. La idea había surgido una de tantas veces en que la condesa de mantequilla se había sentido indispuesta. Menos mal que Maddalena, la segundogénita, estaba en casa, porque cuando la condesa llegó al portón, no había conseguido meter las llaves en la cerradura y se había puesto a tocar el timbre con insistencia. Maddalena había bajado y se la había llevado para dentro. Entre sollozos, mientras subían las escaleras, le había contado que en la calle se había cruzado con el hombre con el que había hecho el amor esa noche. Él iba hablando por el móvil y la saludó con un leve gesto, muy concentrado en la conversación, después había seguido su camino.

—No te merece. Quien no nos quiere no nos merece —trató de consolarla Maddalena.

—Pero a mí nadie me quiere.

—Eso significa que nadie te merece.

—¿Cómo es posible que yo sea tan superior a todos los seres humanos del mundo como para que ninguno me merezca?

—Vamos a mi casa y te preparo algo caliente.

—No sabes decir más que banalidades. No tomaré nada caliente y no comeré nunca más. Me quiero morir. No sabéis decir más que banalidades.

Esa tarde, después de recoger a Carlino en el parvulario, Maddalena se había encontrado delante del portón al vecino justo cuando llegaba en su Vespa. Al verla, había frenado de golpe y se había quitado el casco.

—La fachada interior de su casa se viene abajo —le había dicho—, se cae el revoque y de los frontones de las ventanas se están despegando las caras de esas mujeres tristes.

—Son caras de ángeles —lo había corregido Maddalena.

El niño le había quitado el casco de las manos, se lo había puesto y se había ido corriendo. Su tía lo había perseguido, pero el vecino había alcanzado al niño y lo había montado en su Vespa.

—Agárrate bien a mí, que vamos a dar una vuelta.

Maddalena se había quedado esperándolos en el portón y ellos habían recorrido la calle La Marmora, la calle de los Genovesi, la calle Santa Croce, habían pasado debajo de la Torre del Elefante en la calle Universitá, y después habían subido por el paseo de Terrapieno, hasta la torre de San Pancrazio, y habían vuelto a bajar al barrio de Castello hasta casa.

—El casco te lo regalo —le había dicho a Carlino—, pero con una condición, que lo lleves puesto cuando juegues en el jardín. Siempre. ¡Venga esa mano!

El niño se había ido corriendo para dentro.

—Por lo menos él se salva. No sería ninguna broma si les llegara a caer en la cabeza un trozo de cornisa o una ventana. No se lo tomen a la ligera, su fachada se ve bien desde mi casa.

—Se lo agradezco. De veras. Por desgracia, ya lo sabemos, la cosa es que nos hemos acostumbrado y esperamos que no pase nada hasta que tengamos la posibilidad de arreglarla.

El vecino había arrancado otra vez su Vespa y se había marchado.

Maddalena había ido a toda prisa a casa de la condesa, que seguía ovillada en un rincón.

—A lo mejor he encontrado a un hombre que podría merecerte.

Pero la condesa se había tapado las orejas con las manos para no oírla.

—Un hombre bueno. Como tú, que eres la persona más buena que conozco. Seguro que él te merece.

—¿Quién?

—Ese señor que vive al otro lado del muro. Nos lo hemos cruzado en la calle. Ha llevado a Carlino a dar un paseo en Vespa y le ha regalado el casco, para cuando vaya a jugar fuera. Está preocupado por nosotros. Por la fachada interior, que se cae a pedazos. No le he visto la alianza en el anular izquierdo. Las otras veces que me lo encontré me había llamado la atención porque era muy gorda y brillante. Y, ahora que lo pienso, no he vuelto a oír el sonido del violín en sus ventanas, sólo el ruido de la radio y la televisión siempre encendidas. Y a esa señora hermosísima tampoco la he vuelto a ver, esa que a veces regaba y podaba; ahora el jardín está lleno de hierbajos.

—Pero esa señora era hermosísima.

—No me has dejado acabar. Cuándo vas a aprender a dejar que la gente termine de hablar sin interrumpir. Esa señora era hermosísima, sí, pero, primero, ahora ya no está, segundo, la suya era una belleza, cómo te diría yo, banal, tercero, era mala. Y él no quiere volver a saber nada de ella, a tal punto que se ha quitado el anillo del dedo y ha dejado que el jardín se llene de hierbajos del odio que le tiene a las flores que ella cuidaba.

Desde entonces la condesa de mantequilla no hace más que pensar en el vecino, feliz de que el destino se lo haya regalado a dos pasos de casa, e inventa estratagemas para superar esa linde entre un patio y otro, como plantar flores improbables en el parterre que consiguió cavar a la vera del muro, que al cabo de un minuto crecen exuberantes y pasan al otro lado, para poder asomarse y regar.

Noemi, la hermana mayor, no puede ni ver ese parterre y lo llama «el parterre de la injusticia», porque podría ser mucho más grande, en vez de una franja miserable. La cosa es que hace mucho, cuando se dividió el edificio, calcularon mal dónde debía alzarse el muro medianero entre el patio que quedó y el que habían vendido. Noemi quiso verlo claro, fue al Ayuntamiento y al Catastro a hacer las averiguaciones del caso, estudió la escritura de compraventa y descubrió el error cometido por los antepasados. Total, que se fue a ver al dueño para exigirle el trozo de terreno, pero el hombre no quiso saber nada. Entonces ella lo demandó y la causa sigue su curso.

El vecino no sabe nada de todo esto, porque está de alquiler, pero si lo supiera, por la forma en que se ocupa del jardín y por cómo deja que se llene de matorrales, seguro que no dudaría en ceder la franja de terreno que les corresponde a las condesas.

Es tal la manía que Noemi le tiene al parterre a la vera del muro que lo ha cercado con trozos de macetas rotas para separarlo mejor del jardín propiamente dicho, el que no está en litigio, el que ella cuida y donde se encuentran el estanque de los peces rodeado de rosas, una glorieta y debajo unas mesas de piedra y los limoneros, un níspero, un agave, las hortensias.

La casa del vecino está justo al doblar la esquina, entre el callejón y la otra calle principal, y hace tiempo formaba parte del mismo gran edificio de las condesas, todo construido alrededor del patio. Él vive en la planta baja, y después de un pasaje oscuro debajo de un arco donde se abre la puerta propiamente dicha del edificio, está su entrada independiente, una escalerita con varias macetas de flores ya secas que desde el patio lleva hasta una puerta acristalada.

Como el portón está siempre abierto, cualquiera podría entrar, pero a nadie se le ocurre ni en sueños, dado el carácter brusco y antipático del vecino.

Una vez que doblan la esquina, la condesa y Maddalena apuran el paso y lanzan miradas furtivas hacia el interior, todas coloradas, como si estuvieran cumpliendo vete a saber qué misión secreta. A veces llegan incluso a arrastrar a Noemi, que además del parterre tampoco soporta al vecino, porque el pedazo de terreno adquirido injustamente está abandonado y a ella le gustaría poner allí tierra de la buena, regar y plantar esquejes.

Esta idea entusiasma a la condesa, un jardín que el vecino vería florecer milagrosamente, pero Noemi habla por hablar y ni se le pasa por la cabeza darle una bonita sorpresa a nadie, sobre todo a quien no se la merece.