Decidí visitar la residencia abandonada donde se produjeron esas uniones fantásticas. Era el conmovedor testimonio de la historia que acababan de referirme. Crucé el viejo puente sobre el Río Cuarto y avancé por una de las calles que se alejan de la Plaza San Martín. En efecto, sobre una modesta loma existía aún la mansión abandonada quince años atrás. Era el ilusorio, increíble templo.
No la había advertido antes, como si hubiese podido mantener durante tantos años una necesaria invisibilidad. Traspuse la verja de hierro y el breve jardín usurpado por una vegetación belicosa. Las paredes aún conservaban el tizne del incendio final. Algunas celosías colgaban como párpados quemados, dejando al desnudo ventanas rotas. Y en lo alto de la casa se erguía la torre hosca y alucinante, injertada como un dedo ciclópeo que apuntaba hacia las nubes.
Cuando Eduardo Gatti la mandó construir nadie conocía su avasallante pasión por las relaciones entre seres divinos y mujeres mortales. Sus estudios habían empezado como una excentricidad: acumulaba tratados, amuletos y leyendas. Paulatinamente sus conversaciones fueron centrándose en esta obsesión. Obsesión que pronto generó la idea de la torre y explica su destino singular.
La construcción del adefesio coincidió con el primer embarazo de su mujer. Algunos la interpretaron como el cumplimiento de una promesa, porque Isabel era muy devota. Durante varios años habían aguardado con ansiedad la fructificación del matrimonio. Consultaron a especialistas en esterilidad y también a gente piadosa. Y cuando ella por fin concibió, fue como si se hubiera roto un maleficio: al primer hijo siguieron otros cuatro, sencilla y regularmente.
Pero desde entonces Eduardo se aisló en laberintos mitológicos, como si necesitara evadirse de la lisura y simplicidad de la pampa. Su padre, el viejo Vicente Gatti, proveía dinero para todos; decían que, a su manera, también había establecido buenas relaciones con el cielo y obtuvo a cambio reales ventajas: buen sol y oportunas lluvias para cosechas y haciendas. El mundo sobrenatural protegió a su familia de los conflictos derivados de la lucha por la vida que debían enfrentar otros inmigrantes también llegados del Piamonte. Eduardo podía dedicarse a los dioses y a su desopilante torre, Isabel a la caridad y el afortunado patriarca Vicente a jugar con los nietos.
La torre caracterizó desde entonces la residencia.
—En Babilonia existía una parecida —explicaba Eduardo—, en cuya cúspide funcionaba un templo. Allí estaba prohibida cualquier decoración: solamente se habían instalado un lecho nupcial y una mesita labrada con materiales preciosos. No podía ingresar persona o imagen alguna. Únicamente vivía en ese templo una mujer, escogida entre las mujeres más hermosas de Caldea. Durante la noche llegaba el Baal y dormía con la joven. Los sacerdotes vigilaban el ingreso al templo para que la consorte del dios no fuera mancillada por ningún mortal.
Ascendí con inocultable temor a la torre que Eduardo había mandado erigir y que gustaba comparar con aquel templo de Babilonia. La escalinata estaba derruida; sus peldaños carbonizados emitieron sonidos quejumbrosos ante el contacto de mis suelas. Avancé con los ojos muy abiertos y las orejas encendidas. Una espesa tela de araña sustituía la puerta que había devorado el fuego. Descorrí ese tul etéreo y pegajoso e ingresé. La misteriosa torre era un pequeño cuarto, un mirador totalmente vacío, como el de Babilonia. Por los cuatro ventanales entraban listas de luz amarilla. Me detuve en el centro evocando a Baal e imaginando la actitud de su consorte, que debía de haber sido Isabel. Las ventanas acotaban trozos de Río Cuarto. Más lejos se divisaba el tensado horizonte sobre el que se estaba produciendo un abrazo del cielo y la tierra. Y me estremeció imaginarlo como la proyección gigantesca del otro abrazo —carnal— que solía consumarse en las torres mitológicas.
Eduardo había nacido con una malformación de la vena porta. Lo habían operado en su juventud, reoperado a los treinta años, y otra vez a los cuarenta y uno. Un día trajeron al sanatorio a los niños, que miraron con terror los cables de sueros y aparatos, a su padre inmóvil sobre la alta cama. Isabel los acercó al lecho, casi empujándolos. Eduardo levantó un párpado, suspiró y, finalmente, les regaló una sonrisa forzada. El viejo Gatti, aparentemente vencido por la escena, se marchó desencajado.
—Nos cruzamos con Don Vicente en el vestíbulo —informó Ignacio, un cura muy amigo de la familia.
El padre Ignacio, cuya parroquia se encontraba en una población vecina, había desplegado sus mejores recursos para aportarles consuelo. Antes solía pasar varios días por mes en la residencia, comiendo, pernoctando, jugando con los niños y hasta los acompañaba a las reuniones sociales. Ahora reclamaba la ayuda divina y urgía la eficacia terrestre. Pero no conseguía gravitar sobre el enfermo: sus palabras católicas eran torcidas por Eduardo hacia veredas paganas.
Eduardo lo había incorporado a su mundo mitológico: para él no era un simple sacerdote de Cristo, sino de dioses más próximos y eficaces. Cuando una vez el cura pretendió ejemplificar la ayuda celestial con la bíblica huida a Egipto, el moribundo evocó otro Egipto.
—En Tebas —balbuceó— el dios Ammón tenía una consorte en su templo destinada a satisfacerlo, y a esta consorte los sacerdotes debían proteger. Pero a veces Ammón solía adoptar el aspecto del faraón reinante y la esposa del dios, en este caso, era la misma reina. Los hijos que engendraba la reina, entonces, pertenecían en verdad a Ammón por la carne y al rey —cuyo aspecto había adoptado— por la legislación; todavía se conservan pinturas eróticas sobre Ammón y su elegida, a veces la consorte del templo, a veces la reina.
El padre Ignacio lo escuchaba con respeto pero se ponía muy incómodo; impartía una bendición y se alejaba perturbado.
El médico sospechó que Eduardo Gatti, mortificado por su crónica enfermedad, se fue identificando con los personajes de mitos eróticos; que arrastraba a su mujer hacia la extravagante torre cada vez que deseaba poseerla. —Pero ya no podrá repetir la experiencia —murmuraba con lástima—. La palidez creciente de su piel, acrecentada por la última hemorragia, enrarecía su rostro, lo convertía en un indescifrable jeroglífico. Su frente calcárea, verdadero escudo de mármol, seguía ocultando con empecinamiento las razones de su alienación. Y tal vez el presentimiento de su fin.
Descendí lentamente de la torre abandonada. El fuego que años después había abrasado a la mansión dejó señales siniestras. La tragedia se desencadenó cuando el hijo mayor de los cinco que tuvo Isabel, un muchacho que llevaba demasiados años de inocencia y tan sólo una semana de lúcido martirio, decidió purificar la casa tras ser cortajeado por el horrible descubrimiento. Había escuchado a su propio padre enfermo contar la última versión sobre el sentido de la torre:
—En las islas Maldivas —repetía Eduardo—, cuando aún eran paganas, solía aparecer un djin. Lo hacía regularmente, encarnado en un barco vacío con las lámparas encendidas. Los nativos, asustados por los daños atroces que amenazaba consumar, engalanaban a una doncella y la conducían a un templo en forma de torre cuyas ventanas se abrían hacia el mar. Cada vez que el djin retornaba de las profundidades oceánicas encarnado en un barco vacío, debían repetir la ofrenda. Hasta que un piadoso beréber, recitando el Corán, expulsó al djin.
El muchacho, luego de que las hemorragias agotaron a Eduardo, comprobó que a la torre no subía su padre sino Baal, Ammón o un djin. Que la mujer —mortal consorte del dios— era su madre, ciertamente, la devota Isabel, pero que el dios mismo nunca era su padre. Y un rayo le partió la cabeza para hacerle entender que él mismo pertenecía —como en el mito egipcio— al dios Ammón por la carne y a Eduardo Gatti sólo por la legislación. Y como tenía ideas heréticas acerca de los seres divinos, reclamó el favor de la noche y recitó una plegaria profana, recordando al piadoso beréber. Desconoció los contratos celestes que a su abuelo le reportaron magníficas cosechas, quebró un hormigón de enseñanzas caritativas, unió reveladores mitos a su perplejidad. El combustible y un fósforo explotaron en infierno.
Cuando las llamas rodearon la casa, el abuelo inconsolable rezó por Eduardo finalmente muerto, por Isabel paralizada, por sus nietos despavoridos, por el silencio que deberían guardar los vecinos acerca de la locura que durante veinte años había dominado el interior de esa residencia. El viejo patriarca sabía de la impotencia que afectaba a su hijo y del silencio que hubo de guardar para que hubiera descendencia y la necesaria buena reputación. También sabía de los niños que no le pertenecían sino al dios. El dios encarnado que se llamaba Ammón, Baal o djin, y que venia a la torre por horas o por días bajo el nombre de padre Ignacio.