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La camioneta arrastraba inmensos globos ocres en el camino de tierra. A los costados huían los arbustos acerados de espinas. Ernesto contraía las manos sobre el volante, luchaba contra los pozos que procuraban tumbarlo, aplastaba discos verdinegros desparramados por vacas nómadas. A la distancia se elevaban las ondas de las sierras. Allí los esperaba el aguantadero. Luego vendría el contacto con el Gringo y éste les confiaría nuevas acciones de envergadura: robar más autos, asaltar joyerías, tal vez un secuestro. Y tras la acción, una merecida paga. Los amortiguadores lloraban en el escándalo de la carrera mientras los globos ocres se agrandaban y achicaban, expandían, reventaban, multiplicaban, alterando la armonía del campo.

Apenas habían arrancado de la estación Joaquín abrió la guantera, sacó documentos, un par de biromes, una pinza, un destornillador, piolín, franela con lamparones morados, un cuaderno a espiral y restos de galletitas. ¡Nada!, protestó. Después se arrodilló sobre el asiento para inspeccionar la parte trasera: el cuadrante de vidrio estaba empañado de polvo. Un bache profundo torció la carrocería y Joaquín se golpeó la cabeza. Cuando recobró el equilibrio pudo informar: atrás hay una lona amarilla, envolvieron algo grande.

La camioneta seguía desarmándose en los pozos. Las nubes de tierra se revolvían como descuajaringado cortejo. Faltaban pocos kilómetros para llegar al rancho rodeado de árboles, con un arroyo y algunas cabras trashumantes.

—Serán colchonetas —aventuró Ernesto, que giró la cabeza para mirar también, pero la ventanita sólo permitió descubrir un extremo de la tela amarilla. El volante se empecinaba en escapar de su control.

—No… —vaciló Joaquín—, no son colchonetas… Es algo raro.