En el Archivo de las Naciones se descubrió un micro film polvoriento que narra las curiosas aventuras de los tres hermanos Tudela. El documento —afirman los peritos— contiene datos sorprendentes. Dice que hacia el final del subciclo petrolero los Tudela se reencontraron en el grandioso faro de Kuwait, construido sobre un múltiplo del legendario modelo que existió en Alejandría. Llegaban de un prolongado viaje, coincidiendo en el punto convenido. Subieron por vertiginosos ascensores hasta el salón emplazado en el vértice. Sobre las columnas de pórfido centelleaban versículos del Corán. Las ventanas enormes, con lentes telescópicas, permitían ver el agua azul del golfo Pérsico, las heladas crestas del Cáucaso y las incandescentes arenas del desierto saudita.
Se abrazaron, se separaron para contemplarse, volvieron a abrazarse, rieron de alegría, se atoraron superponiendo los detalles del retorno y, convencidos de que eran ellos mismos, que estaban de regreso sanos y salvos, se dispusieron a contarse lo fundamental.
Ricardo mostró una moneda; Omar, una cartulina, y Benjamín, un hueso. Eran los testimonios. Estaban sentados sobre cojines de espuma en torno a una mesita redonda y blanca como un charco de leche.
La moneda giró entre el índice y el pulgar de Ricardo. Sus estrías gastadas contribuían a encenderle la memoria. Echó hacia atrás el mechón de pelo lacio que se empeñaba en taparle un ojo.
—Atravesé una montaña parecida a la columna de un gigante acostado —dijo con voz queda, reflexiva—. Sus vértebras se elevaban tan alto que la parte superior se cubría de nieve y la inferior de helechos. Mi nave debió extremar su potencia para sobrevolarla. Entre las apófisis corrían riachos que arrastraban bloques de hielo. Siguiéndolos, llegué hasta angostas llanuras que enseguida se hundían en el mar. Era como si la espalda de ese gigante, al derrumbarse, se hubiera sumergido en forma parcial, pero abrupta, en el agua del océano. Mucho tiempo después nacieron hombres de sus músculos y llegaron otros que mataron a los primeros, afincándose en los meandros del inmenso cadáver. En uno de esos períodos conflictivos sobresalió un guerrero de color caoba llamado Gran Raíz. No atendió las engañosas advertencias de sus sentidos, sino las órdenes de sus entrañas. Peleó con los ojos cerrados, las orejas tapadas, la piel hecha cuero y obtuvo fulminantes victorias. Pero no consiguió la victoria final. En una escaramuza lo apresaron, humillaron, pasearon como trofeo. Y en lugar de vaciarle las órbitas o cortarle la lengua o perforarle los oídos, que de todas maneras no utilizaba, sus enemigos prefirieron atravesarle prolijamente sus vísceras con un largo estilete de madera, porque de éstas nacía la rebelión. Las generaciones sucesivas cantaron la tragedia de Gran Raíz, sin entender lo que él había entendido. Comían de la extraordinaria fertilidad que rezumaba la materia en descomposición y bebían el agua que se derramaba con alborozo de los picos vertebrales.
”Un día —prosiguió Ricardo— descubrieron que en el pulmón del gigante se había formado una cantera. Con ahínco se empeñaron en extraer minerales realizando excavaciones, tendiendo vías férreas, afirmando largos túneles. Había tanta riqueza que podían construirse viviendas y caminos de cobre. Bailaron en torno a los carros desbordantes de mineral. Hasta las bestias trabajaron con alegría, sin percatarse de la solapada mutación. Sí, una mutación que no percibían los sentidos, como en tiempos de Gran Raíz.
”Cosas de brujos, pensé. En efecto, los mosaicos se convirtieron en cadenas y los ladrillos en rejas de cárcel. En vez de ciudades maravillosas, nacieron barriadas sucias cuyas noches se poblaron de perros aulladores. Con cada nueva generación aumentaron los inválidos y los locos. Encontré a un viejo sin piernas ni brazos, apenas una cabeza cuyo pelo blanco estaba endurecido de mugre; yacía pegado a un hueso del gigante: sobrevivía chupando el jugo de la médula podrida. Se horrorizó al verme y emitió unos extraños sonidos. Le ofrecí agua limpia. Al cabo de una semana me contó el resto de la historia.
”Siendo niño, este hombre había descubierto los secretos de Gran Raíz y los difundió. Hirvieron los pulmones del gigante con la sublevación de mineros parecidos a ratas y gusanos, decididos a terminar con el dominio de los brujos. No querían más prisioneros ni demencia.
Ocluyeron sus sentidos, como al legendario aborigen de color caoba. Pero los hechiceros multiplicaron sus ardides, mataron a los pocos sabios, corrompieron a los confundidos jefes y difundieron historias que oscurecieron las demás historias. Las canteras y barriadas y los picos y los valles fueron barridos por vientos ásperos que hacían perder la razón. A este niño que propaló los secretos de Gran Raíz le amputaron las extremidades y lo confinaron en la caverna. Los brujos siguieron apropiándose del metal. Y cuando el pulmón quedó vacío —Ricardo levantó los ojos— abandonaron a los habitantes de esa enorme espalda exhausta.
”Los ríos continuaron arrastrando los borbotones que provenían de las nieves, se terminaron los alimentos y el cielo adquirió el color de la ciruela madura. Nuevos cadáveres se confundieron con el del inmenso gigante. Sólo queda intacta la cordillera de su columna raquídea, locos que deambulan cantando melodías tristes y algunas monedas de cobre en torno al viejo amputado que chupa la médula.
Ricardo aplastó la pieza testimonial sobre la mesita. La moneda parecía un ojo amarillo cubierto por una pátina de lágrimas secas.
Omar se atusó los bigotes.
—Yo llegué a un país liso —ilustró extendiendo la mano—. Liso como esta mesa. A lo sumo descubrí ondas suaves cubiertas de vegetación. No había gente. Ni un viejo ni un joven. Encontré un camino abandonado y empecé a andar, confiando en que desembocaría en alguna parte. Un largo tramo se mantuvo recto, dobló algo hacia la izquierda, después compensó hacia la derecha. Nada de círculos. A veces creí que lo desandaba, que había regresado al mismo lugar, porque el paisaje no cambiaba.
”Una noche, vencido por la fatiga y el hambre, advertí que latía un resplandor en el horizonte. ¿Un meteorito? ¿Exploradores? Se había roto la monotonía, de todas maneras. Reanimado por la novedad, concentré fuerzas y proseguí la marcha. Era una ciudad iluminada por un millón de diamantes. Pero desierta. Los faroles de las avenidas y los reflectores de los estadios chorreaban sus luces amarillas y violetas sobre ventanas vacías. Una ciudad de juguete. O de fantasmas. Recorrí sus calles silenciosas, las plazas invadidas de yuyos. Ni un hombre, ni un perro. Sólo un tipo de habitante que de pronto vi ocupando todos los sitios: gatos. Dicen que los gatos se apoderan de las ciudades abandonadas. Gatos blancos, negros, grises, pequeños, grandes. Se desplazaban con lentitud. Custodiaban, por millares, todos los archivos. Sus bigotes eréctiles y un refunfuñar amenazante me exigieron conservar la distancia. Aguardé la aurora. Sus ojos fosforescentes me seguían desde repisas y escaleras, bancos de plaza, garitas, letreros. Llegó la mañana silenciosa. Me dispuse a esperar que los venciera la modorra del sol. La luz de los faroles continuó derramándose estérilmente durante el día. Los gatos se tranquilizaron y yo me aventuré a caminar con prudencia, esquivando los vientres entregados a una mansa respiración y sus cabezas adormiladas contra las losas calientes.
”Ingresé en el archivo y revisé con angustia los folios donde estaba registrada la historia terrible de este extraño país.
”Originariamente allí habían vivido seres antropófagos que se dedicaban a devorar navegantes. Más tarde los aborígenes fueron exterminados y los conquistadores construyeron una sociedad feliz que gustaba presentarse a las vecinas como ejemplo. Tan contento llegó a sentirse de su sabiduría y estabilidad este país, que no atendió a los débiles violados por los perversos, a los incendios que diezmaban haciendas, a los corruptos que asaltaban ministerios. Durante años, un sector continuó exportando imágenes de armonía mientras el otro eructaba miseria y frustración. Las tribulaciones inflaron la pestilencia y un violento estallido abrió grietas irreparables. Los aeropuertos se abarrotaron de fugitivos llenos de pústulas. Uno de ellos, antes de partir, miró la querida ciudad iluminada y se acordó de un chiste reiterado y lamentable. Lo escribió en una cartulina y la colgó en la sala de espera: Que el último en irse apague la luz. Pero el último ya no lo pudo hacer: le habían quemado los ojos.
Omar abrió su maletín y extrajo la cartulina agrietada. Apenas se descifraban las letras que parecían manos diminutas haciendo gestos. Cuando la soltó, volvió a plegarse con un quejido reumático y se acercó a la mustia moneda de cobre.
Ahora le tocaba el turno a Benjamín, el menor de los hermanos Tudela. Introdujo la mano en su bolsillo y sacó un hueso. Lo depositó sobre la mesa blanca.
—Llegué a un país de distintas formas y colores —frunció los párpados—. Sus habitantes creían vivir un momento estelar, al extremo de repetir la especie de que en todo el mundo se desenroscaban los telescopios para observar su exultante ventura. Deliraban. En realidad, se había desencadenado una epidemia. Una rara epidemia. Los primeros trastornos se manifestaban como una sensación de entusiasmo; después brotaba un sentimiento de poder; más tarde la necesidad de hablar a los gritos. Cuando los médicos se percataron de la situación, ya no pudieron detener el proceso. En pocos meses millones de personas gritaban sin freno ni fundamento. Gritaban durante el trabajo, perjudicando el rendimiento, mientras comían, salpicando a los vecinos, mientras bailaban y cuando leían o acariciaban e incluso cuando dormían.
”La gritería produjo fiebre y la fiebre generaba eslóganes de todo tipo. Al principio los eslóganes parecían enriquecer los discursos y elevar las conversaciones, pero con el tiempo no se podía pronunciar un discurso sin interferencia de eslóganes arbitrarios ni desarrollar un diálogo que no desembocara en eslóganes ajenos al tema. De este modo, los desgraciados enfermos que en un comienzo se enorgullecían de tener aforismos, sentencias y apotegmas a flor de labios, ya no pudieron hablar sino apelando a frases hechas, autónomas, delirantes. Estas frases solían carecer de ritmo y belleza, de oportunidad; pero eran irrefrenables. Así, cuando un carpintero necesitaba un martillo, le gritaba a su camarada golpeando con el puño: ¡Dame un martillo / hago un castillo!, ¡dame un martillo / hago un castillo! Cuando una madre ofrecía la comida a sus hijos, machacaba con el mango del tenedor sobre la mesa: ¡Ya viene el gato / comete el plato!, ¡ya viene el gato / comete el plato! Cuando un muchacho declaraba su amor a orillas de un arroyo, aullaba al oído de la joven: ¡Te adoro y te quiero / por ti y la patria muero! En la enseñanza se eliminaron las explicaciones disponiéndose que los estudiantes memorizaran aforismos. Las imprentas sustituyeron el abecedario por máquinas provistas de eslóganes que permitían confeccionar titulares con mayor rapidez, lo cual fue aprovechado por un ministro para explicar al país y al mundo esta nueva victoria de la tecnología, aunque desde el exterior sólo se pudieron oír unas manifestaciones de espanto que los traductores no pudieron descifrar.
”Los escritores que aún se empeñaban en redactar al margen de los lugares comunes fueron condenados por cosmopolitas. El ministro de Ganadería intentó enseñar las sagradas fórmulas a los pájaros, los caballos, las ovejas y las vacas, porque eran fórmulas sabias, y si el Rey Sabio hablaba con los animales, los animales no dejarían de aprenderlas para ser menos animales. Con lo cual la epidemia se extendió hasta los confines de la biología. El ministro responsable fue ejecutado porque de tanto repetir al anverso y al revés la sentencia del Rey Sabio que habló con los animales para humanizarlos, terminó diciendo sin oírse que las fórmulas eran necesarias a los humanos para convertirse en animales.
”La confusión alcanzó el paroxismo. Cuando alguien pedía sopa en un restaurante, ya ni siquiera empleaba una frase con la palabra sopa; bramaba, por ejemplo: ¡Ni unos, ni otros / nosotros!, ¡ni unos, ni otros / nosotros! Y el mozo anotaba el pedido en su libretita gritando: ¡Comida sí / comida sí! En vez de sopa traía pescado y el comensal, disconforme, protestaba: ¡Por el color del cielo y del papel / no me venda el del clavel! Y el mozo machacaba la fórmula que al principio había usado el cliente, aunque pretendiera expresar otra cosa: ¡Ni unos, ni otros / nosotros! Casi siempre las relaciones terminaban a los golpes. El traumatismo acústico fue produciendo la licuefacción del cerebro. Los gritos de niños y adultos, de viejos y animales, a los que contribuían los mudos armados con bombos, fueron rasgando las vigas y ablandando los cimientos. Se desmoronaron bóvedas con estrépito adicional, cayeron rascacielos, se quebraron diques, se hundieron puentes.
”Los que resistían la epidemia fueron apaleados y asesinados. Como muchos habitantes intentaron huir, los países vecinos tendieron cordones sanitarios con murallas a prueba de ruidos. Quienes no intentaron fugar se resignaron a un aturdimiento progresivo; ya no les importaba haber perdido la capacidad de pensar ni hablar con mínima coherencia; siguieron repitiendo eslóganes vacíos y formaron bandos rivales según la tendencia a repetir con más frecuencia una frase que otra. La situación se agravó aun porque no se percataban de que no sólo repetían eslóganes absurdos, sino que también los olvidaban. El inmenso territorio se fue acallando a medida que se destrozaban sus habitantes. Se agotaban las gargantas, se deshacían los cerebros, perecían los habitantes. En pocos años murieron casi todos. Sus huesos se mezclaron con los de las vacas. Aquí está el que traje de testimonio; ya no se sabe si perteneció a un hombre. Poco interesa: fertiliza los campos, tan vacíos como al principio de la creación.
Los hermanos Tudela revisaron los testimonios de sus inverosímiles periplos: la moneda, el cartel, el hueso. Tocaron, examinaron, olieron, como sin duda habían procedido los grandes exploradores de la humanidad. Las crónicas que habrían de redactar desatarían polémicas, así como en tiempos inmemoriales había ocurrido con Marco Polo. Sabían que, por otra parte, sus viajes no quedarían en secreto: en días o en meses, ávidas de minerales preciosos o de tierras feraces, zarparían carabelas aladas llenas de aventureros y conquistadores. Se formarían legiones valerosas que simultáneamente predicarían el progreso y aplicarían la crueldad. Con fuego y bombas iniciarían la codiciosa ocupación del continente desocupado. Fundarían ciudades donde hubo otras, sojuzgarían a los sobrevivientes desnudos de memoria y los tratarían como salvajes. En fin, dirían que colonizaron un continente nuevo para bien del género humano. Y no tendrá sentido refutarlos. Esto ha ocurrido tantas veces y otras tantas volverá a ocurrir.
Mientras los hermanos agregaban detalles sobre los tres países que formaban un inmenso cono cuyo vértice apuntaba hacia los hielos australes, se produjo una trepidación del maravilloso faro. Ricardo, Omar y Benjamín cruzaron sus miradas, aferraron los testimonios y tomaron conciencia del peligro. Habían sido detectados por los sensibles receptores que disimulan los versículos del Corán labrados en oro. Los mecanismos de seguridad lanzaron violentos relámpagos, se oscurecieron las suntuosas salas del faro, desaparecieron las columnas de pórfido, la mesa de nácar, los cojinetes de espuma. El restaurante que coronaba el grandioso obelisco se convirtió en mazmorra. La metamorfosis fue rapidísima: duró fracciones de segundo. La tecnología adoptada en este ciclo de la energía ya no dejaba lugar para el asombro.
Los tres hermanos Tudela fueron despojados de sus mapas e instrumentos, de sus permisos de viaje y de los testimonios simbólicos que habían traído para reconstruir sus periplos. Quedaron encerrados y aislados como delincuentes. Sabían demasiado. Y ligaban sus conocimientos con valores tan antiguos y molestos como la ternura, la solidaridad, la coherencia.
Hasta que el tribunal decidiera su suerte fueron vigilados por un batallón de gatos hambrientos y torturados con frases absurdas que gritaba un coro de locos. Una semana más tarde se les comunicó el fallo: sentencia de muerte por haber intentado sabotear la conquista en un continente vacío. Fueron envenenados con sales de cobre.
Antes de morir oyeron susurrar a los verdugos que se estaban confeccionando nuevos mapas firmados por un émulo de Américo Vespucio.